Yo estaba trastornada de alegría y de curiosidad la noche en que aterricé en La Guardia; pasé la semana siguiente tascando el freno. Sí; sobre los últimos progresos del psicoanálisis americano tenía todo que aprender; las sesiones del congreso eran muy instructivas, así como las conversaciones con mis colegas; pero también tenía ganas de ver Nueva York y ellos me lo impedían con una tenacidad desesperante. Me confinaban en hoteles recalentados, en restaurantes climatizados, en despachos solemnes, en departamentos de lujo, y no era fácil escaparles. Cuando me dejaban en mi hotel después de comer, yo atravesaba rápidamente el hall y salía por otra puerta; me levantaba al alba e iba a pasear antes de la sesión de la mañana; pero no sacaba mucho en limpio de esos momentos de libertad a la disparada; me daba cuenta de que en Estados Unidos la soledad no compensa; y estaba inquieta al dejar Nueva York, Chicago, San Luis, Nueva Orleáns, Filadelfia de nuevo, Nueva York, Boston, Montreal: una hermosa gira; pero tenían que darme la posibilidad de aprovecharla. Mis colegas me habían indicado direcciones de nativos para quienes sería un placer mostrarme la ciudad; pero se trataba exclusivamente de doctores, de profesores, de escritores, y yo desconfiaba.
En Chicago en todo caso la partida estaba perdida de antemano; sólo me quedé dos días y dos señoras de edad me esperaban en el aeropuerto; me llevaron a almorzar con otras ancianas que no me soltaron en todo el día. Después de mi conferencia comí langosta entre dos señores almidonados y es tan cansador aburrirse que al volver al hotel subí directamente a acostarme.
Por la mañana me despertó la ira: «Esto no puede durar», decidí. Descolgué el teléfono: «Lo lamentaba, me excusaba, pero un resfrío me obligaba a quedarme en cama». Y luego salté alegremente de la cama. Pero en la calle me desanimé; hacía mucho frío; entre los rieles del tranvía y del elevado me sentía completamente perdida; inútil caminar durante horas: no iría a ninguna parte. Abrí mi libreta de direcciones: Lewis Brogan, escritor; quizá fuera mejor que nada. De nuevo telefoneé; le dije a ese Brogan que era una amiga de los Benson, sin duda le habían escrito para anunciarle mi venida. De acuerdo estaría en el hall de mi hotel a las dos de la tarde. «Más bien pasaré yo a buscarlo», dije y colgué. Detestaba mi hotel, su olor a desinfectante y a dólares, y me divertía tomar un taxi, para ir a un lugar definido, a ver a alguien.
El taxi atravesó puentes, rieles, galpones, siguió por calles donde todas las tiendas eran italianas; se detuvo en la esquina de una avenida con olor a papel quemado, a tierra mojada, a pobreza; el chofer señaló una pared de ladrillo de la cual colgaba un balcón de madera «Es aquí». Costeé una empalizada. A mi izquierda había una taberna decorada con un letrero luminoso rojo, apagado: Schilz; a la derecha, en un gran cartel, la familia americana ideal olfateaba riendo un plato de porridge; un tacho de basura humeaba al pie de una escalera de madera. Subí la escalera. Sobre el balcón daba una puerta ventana cubierta por un estor amarillo: debía ser ahí. Pero de pronto me sentí intimidada. La riqueza siempre tiene algo público, pero la vida de un pobre es íntima; me parecía indiscreto golpear a esa puerta. Miré con indecisión las paredes de ladrillo de las cuales colgaban con monotonía otras escaleras y otros balcones grises; más allá de los techos veía un inmenso cilindro rojo y blanco: un tanque de gas; a mis pies, en medio de un cuadro de tierra desnuda, había un árbol negro y un molinito de alas azules. A lo lejos pasó el tren, el balcón tembló. Golpeé y vi aparecer a un hombre bastante joven, bastante alto, con el busto rígido por una campera de cuero; me examinó con sorpresa.
—¿Encontró mi casa?
—Así parece.
Una estufa negra rezongaba en medio de una cocina amarilla; el linóleum estaba cubierto de diarios viejos y noté que no había frigidaire. Brogan señaló los papeles con un vago ademán:
—Estaba poniendo orden.
—Espero que no lo moleste.
—No, no —se quedaba plantado frente a mí con aire turbado—. ¿Por qué no quiso que fuera a buscarla a su hotel?
—Es un lugar horrible.
La boca de Brogan esbozó por fin una sonrisa:
—Es el mejor hotel de Chicago.
—Justamente. Demasiadas alfombras, demasiadas flores, demasiada gente, demasiada música, demasiado de todo.
La sonrisa de Brogan subió hasta sus ojos.
—Entre por aquí.
Vi primeramente la manta mexicana, la silla amarilla de Van Gogh, y luego los libros, la ortofónica, la máquina de escribir; debía ser agradable vivir en ese cuarto que no era ni un estudio de esteta ni un espécimen de hogar americano ideal.
Dije espontáneamente:
—¡Qué lugar agradable!
—¿Le parece? —Brogan interrogaba las paredes con la mirada—. No es grande —hubo otro silencio y dijo precipitadamente—: ¿No quiere sacarse el abrigo? ¿Le gustaría una taza de café? Tengo discos franceses. ¿Le gustaría escucharlos? ¿Discos de Charles Trenet?
Sin duda, fue a causa de la gran estufa rezongona o porque sobre el estor dorado por el frío sol de febrero la sombra del árbol negro se estremecía; en seguida pensé: «Sería agradable pasar la tarde sentada sobre la manta mexicana». Pero le había telefoneado a Brogan para visitar Chicago. Dije con firmeza:
—Me gustaría ver Chicago; me voy mañana temprano.
—Chicago es grande.
—Muéstreme un pedacito.
Tocó su campera de cuero y dijo con voz inquieta:
—¿Tengo que vestirme?
—¡Qué idea! Detesto los cuellos duros.
Protestó con calor:
—Nunca en mi vida me he puesto un cuello duro…
Por primera vez nuestras sonrisas se encontraron, pero no parecía todavía del todo tranquilizado.
—¿No quiere ver los mataderos?
—No. Paseemos por las calles.
Había muchas calles y todas se parecían; estaban bordeadas de viejos chalets y de terrenos baldíos que trataban de parecerse a jardincitos de suburbio; luego seguimos por otras avenidas rectas y tristes; en todos lados hacía frío. Brogan se tocaba las orejas con inquietud:
—Ya están duras; se van a partir en dos.
Me dio lástima:
—Entremos a calentarnos a un bar.
Entramos a un bar; Brogan pidió ginger ale, yo un burbon. Cuando salimos hacía el mismo frío; entramos a otro bar y nos pusimos a conversar. Había pasado algunos meses en un campo de las Ardenas después del desembarco, me hacía un montón de preguntas sobre Francia, la guerra, la ocupación, París. Yo también lo interrogué. Me parecía encantado de que lo escucharan, pero confuso de hablar de sí mismo; arrancaba sus frases con vacilación y luego me las arrojaba con tanto impulso que yo tenía cada vez la impresión de recibir un regalo. Había nacido en el sur de Chicago, su padre era un pequeño almacenero de origen finlandés y su madre una judía húngara, tenía veinte años cuando la gran crisis y había vagabundeado a través de los Estados Unidos, oculto en furgones de mercaderías, tan pronto mozo de cordel, lavaplatos, camarero, masajista, albañil, vendedor, y en caso de necesidad, ratero; en una hostería perdida de Arizona, donde lavaba vasos, había escrito un relato que fue publicado por una revista de izquierda; entonces había escrito otros; desde el éxito de su primera novela un editor le pasaba una pensión que le permitía vivir.
—Me gustaría leer ese libro —dije.
—El próximo será mejor.
—Pero éste está escrito.
Brogan me examinó con aire perplejo:
—¿Quiere leerlo realmente?
—Sí, realmente.
Se levantó y fue hacia el teléfono, al fondo de la sala. Volvió al cabo de tres minutos:
—Su libro estará en su hotel antes de la comida.
—Oh, gracias —dije con calor.
La rapidez de su gesto me había conmovido; eso es lo que me lo había hecho simpático en seguida: su espontaneidad; ignoraba las frases hechas y los ritos de la cortesía; sus atenciones las improvisaba y se parecían a los inventos de la ternura. Primeramente me había divertido encontrar en carne y hueso ese espécimen americano clásico: escritor de izquierda que se ha hecho solo. Ahora me interesaba Brogan. Se sentía a través de sus palabras que no se creía con ningún derecho sobre la vida y, sin embargo, siempre había tenido apasionadamente ganas de vivir; me gustaba esa mezcla de humildad y de avidez.
—¿De dónde sacó la idea de escribir? —pregunté.
—Siempre me gustó el papel impreso: cuando era chico hacía un diario pegando recortes en un cuaderno.
—Deben de haber otras razones.
Reflexionó:
—Conozco montones de personas distintas: tengo ganas de mostrarle a cada cual cómo son las otras de veras. Se cuentan tantas mentiras —calló un instante—. A los veinte años comprendí que todo el mundo me mentía y eso me puso furioso; creo que es por eso que empecé a escribir y que continúo…
—¿Sigue furioso?
—Más o menos —dijo con una sonrisita reticente.
—¿No hace política? —pregunté.
—Hago algunas cositas.
En resumen, se encontraba en la misma situación que Roberto y que Enrique; pero se resignaba con una serenidad exótica; escribir, hablar por radio ya veces en los mítines para denunciar algunos abusos, lo satisfacía plenamente; ya me lo habían dicho: aquí los intelectuales podían vivir tranquilos porque se sabían totalmente impotentes.
—¿Tiene amigos escritores?
—Oh, no —dijo con ímpetu. Sonrió—. Tengo amigos que se pusieron a escribir cuando vieron que yo ganaba dinero, quedándome sentado ante mi máquina, pero no se han vuelto verdaderos escritores.
—¿Ganaron dinero?
Se puso a reír francamente:
—Hay uno que escribió quinientas páginas en un mes; tuvo que pagar mucho para hacerlas imprimir y su mujer le prohibió que repitiera su hazaña; volvió a su oficio de ratero.
—¿Es un buen oficio? —pregunté.
—Depende. En Chicago hay una gran competencia.
¿Conoce muchos rateros?
Me miró con un aire un poco burlón:
—Una media docena.
—¿Y gangsters?
El rostro de Brogan se puso serio:
—Todos los gangsters son unos canallas.
Empezó a exponerme con volubilidad el papel que los gangsters habían desempeñado en estos últimos años como rompehuelgas. Y además me contó un montón de cuentos sobre sus relaciones con la policía, con la política, con los negocios. Hablaba rápido y a mí me costaba un poco seguirlo, pero era tan apasionante como un film de Edward Robinson. Se detuvo bruscamente: —¿No tiene hambre?
—Sí. Ahora que me hace pensar tengo mucha hambre —dije. Agregué alegremente—: ¡Cuántos cuentos sabe!
—Oh, si no los supiera, los inventaría —dijo—. Por el placer de verla escuchar.
Eran más de las ocho, el tiempo había pasado rápido. Brogan me llevó a comer a un restaurante italiano, y mientras comía una pizza me preguntaba por qué me sentía tan cómoda a su lado; yo no sabía casi nada de él y sin embargo no me parecía un extraño; era quizá gracias a su pobreza despreocupada. El almidón, la elegancia, los buenos modales crean distancias; cuando Brogan abría su campera sobre su tricota gastada, cuando volvía a cerrarla, sentía junto a mí la presencia confiada de un cuerpo que tenía calor o frío, un cuerpo vivo. Él mismo había lustrado sus zapatos: bastaba mirarlos para entrar en su intimidad. Cuando al salir de la pizzería me tomó del brazo para ayudarme a caminar sobre el piso helado, su calor en seguida me pareció familiar.
—¡Vamos! Voy a mostrarle algunos pedacitos de Chicago —me dijo.
Nos sentamos en un burlesco para mirar a las mujeres desvestirse con música; escuchamos jazz en un pequeño dancing negro; bebimos en un bar que se parecía a un asilo nocturno; Brogan conocía a todo el mundo; al pianista del burlesco con las muñecas tatuadas, al trompetista negro del dancing, a los atorrantes, a los negros ya las viejas rameras del bar; los invitaba a nuestra mesa, los hacía hablar, y me miraba con aire feliz porque veía que yo me divertía. Cuando salimos a la calle le dije con entusiasmo:
—Le debo mi mejor noche de América.
—Hay muchas otras cosas que hubiera querido mostrarle —dijo Brogan.
La noche terminaba, iba a amanecer y Chicago desaparecería para siempre; pero el acero del elevado nos ocultaba la mancha leprosa que empezaba a roer el cielo. Brogan me llevaba del brazo. Delante de nosotros, detrás de nosotros, los arcos negros se repetían al infinito; uno tenía la impresión de que rodeaban la tierra y de que íbamos a caminar así hasta la eternidad. Dije:
—Un día es demasiado corto. Tendré que volver.
—Vuelva —dijo Brogan. Agregó con voz rápida—: No quiero pensar que no volveré a verla.
Seguimos caminando en silencio hasta la estación de taxis. Cuando acercó su rostro al mío no pude impedirme de apartar la cabeza; pero sentí su aliento contra mi boca.
En el tren, unas horas después, mientras trataba de leer la novela de Brogan, me reprendía: «¡Es ridículo, a mi edad!». Pero mi boca seguía emocionada como la de una virgen. Sólo había besado a los hombres con quienes me había acostado; cuando evocaba esa sombra de beso me parecía que iba a encontrar en el fondo de mi memoria ardientes recuerdos de amor. «Volveré», me dije con decisión. Y luego pensé: «¿Para qué?, Tendremos que separarnos de nuevo y esta vez no tendré el recurso de decirme: volveré. No, era mejor no pensar más».
No eché de menos a Chicago. Comprendí en seguida que formaban parte de los placeres de los viajes las amistades sin futuro y el leve desgarramiento de las despedidas. Evité resueltamente a la gente aburrida, sólo frecuenté a los que me divertían; pasábamos tardes enteras paseando, noches bebiendo y discutiendo, y luego nos separábamos para no vernos nunca más y nadie lo lamentaba. ¡Qué fácil era la vida! Ni nostalgias, ni deberes, ninguno de mis gestos contaba, no me pedían consejo y yo no conocía más regla que mis caprichos. En Nueva Orleáns, al salir de un patio donde me había emborrachado con unos daiquiris, tomé bruscamente un avión para la Florida. En Lynchburg alquilé un auto y paseé durante ocho días por las tierras rojas de Virginia. Durante mi segunda estada en Nueva York casi no pegué los ojos; vi a un montón de gente y me arrastré por todos lados. Los Davies me propusieron acompañarlos a Hartford, y dos horas más tarde salía con ellos en un auto: vivir algunos días en una casa de campo americana, ¡qué suerte! Era una preciosa casita de madera, toda blanca, barnizada, con ventanitas a granel. Myriam esculpía, la hija tomaba lecciones de baile, el hijo escribía poemas herméticos; tenía treinta años, una piel de niño, grandes ojos trágicos y una nariz encantadora. La primera noche, mientras me contaba sus penas de amor, Nancy se divirtió en disfrazarme con un amplio vestido mexicano, soltó mi pelo sobre mis hombros: «¿Por qué no se peina siempre así? —me dijo Philipp—, parece que trata de envejecerse a propósito». Me hizo bailar hasta muy entrada la noche. Para gustarle, los días siguientes continué disfrazándome de joven. Comprendía muy bien por qué me festejaba; yo llegaba de París y además tenía la edad que había tenido Myriam durante su adolescencia. De todos modos me sentía conmovida. Organizaba fiestas para mí, me inventaba cocktails, tocaba en su guitarra bonitas canciones de cowboys, me sacaba a pasear por las viejas aldeas puritanas. La víspera de nuestra partida nos quedamos en el living-room cuando todos se habían ido, escuchábamos discos tomando whisky y me dijo con voz desolada:
—¡Qué lástima que en Nueva York no la haya conocido mejor! Me hubiera encantado salir en Nueva York con usted.
—Puede volver a darse la ocasión —dije—. Dentro de diez días vuelvo a Nueva York; tal vez usted esté.
—En todo caso puedo ir. Llámeme por teléfono —dijo mirándome gravemente.
Seguimos escuchando algunos discos, me acompañó a través del hall hasta la puerta de mi cuarto; le tendí la mano y me preguntó en voz baja:
—¿No quiere darme un beso?
Me tomó entre sus brazos, por un instante permanecimos inmóviles mejilla contra mejilla, paralizados por el deseo; y luego oímos un paso leve y nos apartamos rápidamente el uno del otro. Miriam nos miró con una extraña sonrisa.
—Ana se va temprano, no la hagas trasnochar —dijo con su voz delicada.
—Iba a acostarme —dije.
No me acosté. Permanecí de pie ante la ventana abierta, respirando la noche que no olía a nada: parecía que la luna congelaba el perfume de las flores. Myriam dormía o velaba en el cuarto contiguo y yo sabía que Philipp no vendría. A veces creí oír un paso, pero era tan sólo el viento que caminaba entre los árboles.
El Canadá no era divertido; me sentí feliz cuando desembarqué de nuevo en Nueva York y pensé en seguida: «Voy a telefonear a Philipp». Yo estaba invitada el mismo día a un cocktail donde debía encontrar a la mayoría de mis amigos; desde mi ventana veía un vasto paisaje de rascacielos; pero todo eso ya no me bastaba. Bajé al bar de mi hotel: en la luz azul oscura un pianista tocaba con sordina aires lánguidos, las parejas susurraban, los camareros caminaban de puntillas; pedí un Martini y encendí un cigarrillo; mi corazón latía a golpecitos. Lo que iba a hacer no era muy razonable; después de ocho días pasados con Philipp no me separaría de él seguramente sin una seria nostalgia; pero paciencia; en primer lugar tenía necesidad de él, en cuanto a la nostalgia la sentiría de todas maneras. Ya la tenía. Queensbridge, Central Park, Washington Square, East River; de aquí a ocho días no los vería más: después de todo prefería extrañar a una persona que a unas piedras, me parecía que sería menos doloroso. Tomé un trago de Martini. Una semana: era demasiado breve para nuevos descubrimientos, demasiado breve para placeres sin porvenir; no quería errar por Nueva York como turista; tenía que vivir de veras en esa ciudad, así sería un poco mía y dejaría en ella algo de mí. Tenía que andar por las calles del brazo de un hombre que provisoriamente sería mío. Vacié mi vaso. Una vez durante ese viaje un hombre me había llevado del brazo; era el invierno, yo trastabillaba sobre la escarcha, pero junto a él me sentía amparada. Él decía: «Vuelva. No quiero pensar que no volveré a verla». Y yo no volvería; oprimiría contra mi brazo otro brazo. Durante un instante me sentí culpable de traición. Pero no había discusión, era a Philipp a quien había deseado durante toda una noche, lo deseaba todavía y él esperaba mi golpe de teléfono. Me levanté, entré a la cabina y pedí con Hartford.
—¿El señor Philipp Davies?
—Voy a buscarlo.
Bruscamente mi corazón se puso a latir con fuerza. Un instante antes yo disponía de Philipp a mi antojo, lo llamaba a Nueva York, lo acostaba en mi cama. Pero él existía por su cuenta y ahora era yo quien dependía de él; yo estaba sola, sin defensa, en esa celda estrecha.
—¿Allo?
—Philipp, es Ana.
—¡Ana! ¡Qué lindo oírla!
Hablaba en francés con una perfección lenta que de pronto parecía cruel.
—Hablo desde Nueva York.
—Ya sé. Querida Ana, Hartford está tan aburrido desde que usted nos dejó. ¿Ha hecho lindos viajes?
¡Qué cercana es su voz! Roza mi rostro. Pero él, de pronto, está muy lejos; contra la ebonita negra del receptor mi mano está húmeda. Lanzo palabras al azar:
—Me gustaría contárselos. Usted me dijo que lo llamara. ¿Puede venir a Nueva York antes de mi partida?
—¿Cuándo se va?
—El sábado.
—Oh —dijo—, oh, ¡tan pronto! —hubo un breve silencio—. Esta semana tengo que ir a Cape Cod a casa de unos amigos, me comprometí.
—¡Qué lástima!
—Sí, es una lástima. ¿No puede demorar su partida?
—No puedo. ¿Usted no puede demorar ese viaje?
—No, es imposible —dijo su voz consternada.
—Y bueno, entonces nos veremos este verano en París —dije con una alegría cortés—. El verano no está muy lejos.
—¡Lo lamento tanto!
—Yo también. Hasta pronto, Philipp. Hasta este verano.
—Hasta pronto, querida Ana. No me olvide demasiado.
Colgué el receptor, húmedo de sudor. Mi corazón se había calmado y quedaba un vacío bajo mis costillas. Fui a casa de los Wilson. Había mucha gente, me pusieron un vaso en la mano, me sonreían, me invitaban a derecha e izquierda, yo inscribía las citas en mi libreta; sentía siempre ese vacío en mi pecho. A la decepción de mi cuerpo me resignaba; pero ese vacío me costaba soportarlo. Me sonreían, hablaban, yo hablaba, sonreía, todavía durante una semana íbamos a hablar y a sonreír, y luego ninguno de ellos pensaría en mí ni yo en ellos; ese país era bien real, yo estaba bien viva y me iría sin dejar nada detrás de mí y sin llevar nada. Entre dos sonrisas pensé bruscamente: «¿Y si fuera a Chicago?». Podía telefonear a Brogan esa misma noche y decirle: «Voy». Si ya no tenía ganas de verme, y bueno, me lo diría: ¿qué importancia tenía? Dos rechazos no serían peor que uno. Entre otras dos sonrisas me consideré con escándalo: no tuve a Philipp, entonces voy a echarme en brazos de Brogan. ¿Qué son esos modales de hembra en celo? En verdad la idea de acostarme con Brogan no me decía gran cosa, lo imaginaba más bien torpe en la cama; y ni siquiera estaba segura de volver a verlo con placer; sólo había pasado con él una tarde, me arriesgaba a las peores decepciones. Sin ninguna duda, ese proyecto era estúpido; yo tenía ganas de moverme, de agitarme, para disfrazar mi fracaso; es así como se hacen las verdaderas tonterías. Decidí quedarme en Nueva York y seguí anotando citas: exposiciones, conciertos, comidas, fiestas, la semana pasaría rápido. Cuando volví a encontrarme en la calle, el gran reloj de Gremercy Square marcaba medianoche; de todas maneras era demasiado tarde para telefonear. No, no era demasiado tarde; en Chicago no eran más que las nueve, Brogan leía en su cuarto o escribía. Me detuve ante el escaparate iluminado de un drug store. «No quiero pensar que nunca volveré a verlo». Entré, cambié monedas en la caja y pedí Chicago.
—¿Lewis Brogan? Es Ana Dubreuilh.
No hubo respuesta:
—Es Ana Dubreuilh. ¿Me oye?
—Oigo muy bien —agregó en un francés informe apoyando en cada sílaba—. ¿Qué tal Ana, cómo le va?
La voz era menos presente que la de Philipp; Brogan me parecía menos lejano.
—Puedo ir a pasar tres o cuatro días a Chicago esta semana —dije—. ¿Qué le parece?
—El tiempo está divino en este momento en Chicago.
—Pero si voy sería para verlo. ¿Tiene tiempo?
—Tengo todo el tiempo —dijo en tono festivo—. Mi tiempo me pertenece.
Vacilé un segundo; era demasiado fácil: uno decía no, y el otro sí con la misma indiferencia; pero era demasiado tarde para retroceder; dije:
—Entonces llegaré en el primer avión de mañana por la mañana. Resérveme un cuarto en un hotel que no sea el mejor de Chicago. ¿Dónde nos encontramos?
—Iré a buscarla al aeródromo.
—De acuerdo; hasta mañana.
Hubo un silencio; y reconocí la voz que tres meses antes me había dicho: «Vuelva». Decía:
—¡Ana, estoy tan contento de volver a verla!
—Yo también estoy contenta, Hasta mañana.
—Hasta mañana.
Era su voz, era él tal como lo recordaba y no me había olvidado. Junto a él me sentiría al amparo como este invierno. De pronto me alegraba de que Philipp hubiera contestado: no. Todo era sencillo. Conversaríamos un momento en un bar de luces tamizadas; él me diría: «Venga a descansar a casa». Nos sentaríamos juntos sobre la manta mexicana, yo escucharía dócilmente a Charles Trenet, y Brogan me tomaría entre sus brazos. No sería sin duda una noche muy sensacional, pero él se sentiría feliz y yo estaba segura de que eso bastaría para mi felicidad. Me acosté conmovida al pensar que un hombre me esperaba para apretarme contra él.
No me esperaba; no había nadie en el hall. «Empieza mal», pensé, sentándome en un sillón. Estaba netamente desamparada y me dije con inquietud que me había faltado prudencia. «¿Llamo a Brogan o no lo llamo?». Había jugado sola a ese juego; y ahora me encontraba lanzada en una aventura cuyo éxito ya no dependía de mí; todo cuanto podía hacer era seguir en la esfera del reloj el movimiento de esas agujas que no avanzaban; esa pasividad me asustó y traté de tranquilizarme. Después de todo si esa historia salía mal podría encontrar un pretexto para volver mañana a Nueva York; de todas maneras dentro de ocho días el paréntesis se habría cerrado: segura dentro de mi vida sonreiría con indulgencia a todos mis recuerdos conmovedores o ridículos. Mi inquietud se aplacó. Cuando abrí la cartera para buscar en mi agenda el número de teléfono de Brogan, había verificado todas las salidas de emergencia estaba protegida contra todo accidente. Alcé la cabeza y vi que estaba de pie ante mí, me envolvía toda entera en una sonrisita reticente. Me quedé tan estupefacta como si en el otro extremo del mundo hubiera encontrado a su fantasma.
—Y ¿cómo le va? —dijo en su atroz francés. Me puse de pie. Era más delgado que su imagen, tenía los ojos más vivos.
—Bien —dije.
Sin abandonar su sonrisa acercó su boca a mis labios. Ese beso público me desconcertó y dejó sobre la barbilla de Brogan una mancha roja:
—Lo he pintado todo —dije. Saqué la mancha con mi pañuelo y agregué—: Llegué a las nueve.
—Oh —dijo en un tono de reproche que parecía dirigirse a mí—, me habían dicho que el primer avión aterrizaba a las diez.
—Se equivocaron.
—Nunca se equivocan.
—En fin, estoy aquí.
—Está aquí —concedió. Se sentó, yo también me senté. Las nueve y veinte. Había llegado con veinte minutos de atraso, cuarenta de adelanto. Llevaba un hermoso traje de franela, una camisa inmaculada: lo adivinaba plantado ante su espejo, ansioso por agasajarme, inhábil para mirarse, interrogando su reflejo con una mirada a la vez halagada y perpleja; vigilaba el reloj con inquietud; y yo traicioneramente ya lo esperaba. Le sonreí:
—¿Vamos a quedarnos aquí toda la mañana?
—No —dijo. Reflexionó—. ¿Quiere que vayamos al Zoológico?
—¿Al Zoológico?
—Está muy cerca de aquí.
—¿Y que haremos allí?
—Miraremos los animales y ellos nos mirarán.
—No he venido aquí para servir de espectáculo a sus animales —me levanté—. Vamos más bien a un lugar tranquilo donde pueda tomar café, sándwiches, y nos miraremos el uno al otro.
Él también se levantó:
—Es una idea.
Estábamos solos en el automóvil que nos llevaba hacia el centro de la ciudad; Brogan tenía mi maleta sobre sus rodillas, callaba, y de nuevo me sentí inquieta: «Cuatro días serán largos con este desconocido; cuatro días serán cortos para conocerse». Dije:
—Habrá que pasar por mi hotel para dejar mi maleta.
Brogan sonrió con aire confuso.
—¿Me reservó un cuarto?
Conservaba su sonrisa culpable, pero había en su voz algo provocador:
—¡No!
—¡Cómo! ¡Se lo pedí por teléfono!
—No oí ni la mitad de lo que decía —dijo con volubilidad—. Su inglés es todavía peor que este invierno y habla como una ametralladora. Pero no tiene ninguna importancia. Vamos a dejar esta maleta en la consigna. Espéreme aquí —agregó cuando hubimos bajado del coche ante la oficina de la compañía de aviación. Empujó una puerta giratoria y lo seguí con una mirada sospechosa. ¿Era olvido, negligencia o astucia? Sin duda era claro para él como para mí que yo pasaría esa noche en su cama; pero me sentía presa de pánico ante la idea de que quizá esta noche no tuviéramos ganas. Me había jurado que nunca volvería a cometer el error de entrar sin deseo en la cama de un hombre. En cuanto Brogan volvió le dije con nerviosidad:
—Hay que telefonear a un hotel. No he dormido en toda la noche, me gustaría dormir una siesta, tomar un baño.
—Es muy difícil encontrar un cuarto en Chicago —dijo.
—Razón de más para buscarlo en seguida.
Él debió haber dicho: «Venga a descansar a mi casa». Pero no dijo nada. Y la cafetería a que me llevó no se parecía en absoluto al bar íntimo y cálido que yo había imaginado: parecía una confitería de estación. El bar donde fuimos a caer luego también parecía una sala de espera. ¿Íbamos a pasarnos el día esperando? ¿Qué esperábamos?
—¿Un whisky?
—Encantada
—¿Cigarrillos?
—Gracias.
—Voy a poner un disco.
¡Si al menos hubiéramos podido conversar tranquilamente como antes! Pero Brogan no podía quedarse quieto; iba a buscar al mostrador una botella de coca-cola, ponía una moneda, luego otra, en la caja de música, compraba cigarrillos. Cuando por fin lo convencí de que hablara por teléfono, se quedó ausente tanto tiempo que creí que había desaparecido para siempre. ¡Decididamente me había equivocado seriamente en mis previsiones!. ¡Parecía que trataba a propósito de frustrarlas!; apenas se parecía al hombre cuyo recuerdo yo había conservado. La primavera había derretido el bloque de rigidez en el cual el invierno lo había petrificado; ciertamente no se había vuelto ni gracioso ni flexible, pero su figura era casi elegante, su pelo decididamente rubio, sus ojos de un gris verdoso bien definido; en esa cara que me había parecido neutra, descubría una boca sensible, una nariz un poco hosca, una sutileza que me desconcertaba.
—No encontré nada —dijo Brogan cuando volvió asentarse a mi lado—. Terminé por dirigirme a la asociación de los hoteles. Debo volver a llamarlos un poco más tarde.
—Gracias.
—¿Qué quiere hacer ahora?
—¿Si nos quedáramos tranquilos aquí?
—¿Entonces otro whisky?
—Bueno.
—¿Cigarrillo?
—Gracias.
—¿Quiere que ponga un disco?
—No, por favor.
Hubo un silencio; ataqué: —Vi a sus amigos de Nueva York.
—No tengo amigos en Nueva York.
—Pero sí, los Benson que me presentaron.
—Oh, no son amigos.
—¿Entonces por qué aceptó verme hace dos meses?
—Porque era francesa y tenía un nombre que me gustaba: Ana —por un instante me dio su sonrisa, pero la recobró en seguida. Hice un nuevo esfuerzo:
—¿Qué ha estado haciendo?
—Envejecí un día todos los días.
—Lo encuentro más bien rejuvenecido.
—Es que tengo un traje de verano.
El silencio volvió a caer y esta vez abandoné.
—Bueno, vamos a algún lado. ¿Pero dónde?
—Este invierno tenía ganas de ver un partido de baseball —dijo con solicitud— hoy hay uno.
—Y bueno, vamos.
Era gentil al acordarse de mis viejos deseos; pero hubiera podido suponer que por el momento el baseball no me interesaba en absoluto. No importa. Lo mejor que podíamos hacer era matar el tiempo esperando… ¿esperando qué? Seguí con una mirada atontada a los hombres con casco que corrían sobre el césped de un verde agresivo, y me repetía con ansiedad: ¡Matar el tiempo! Cuando no tenemos ni una hora para desperdiciar. Cuatro días es tan poco que hay que apresurarse: ¿Cuándo nos encontraremos por fin?
—¿Se aburre? —dijo Lewis.
—Tengo un poco de frío.
—Vamos a otra parte.
Me llevó a un bowling, donde tomamos cerveza mirando caer las quillas, y a una taberna donde cinco pianos mecánicos martillaron por turno una música polvorienta, y a un acuario donde los peces hacían muecas perversas. Tomamos tranvías, subterráneos, otros tranvías, otros subterráneos; me sentía bien en los subtes; la frente apoyada en el vidrio del primer vagón; nos sumergíamos en túneles floridos de lámparas azul celeste, el brazo de Brogan rodeaba mi cintura y nuestro silencio se parecía al que une a los amantes confiados; pero en las calles caminábamos a distancia y yo sentía con desamparo que callábamos porque no encontrábamos nada que decirnos. A mitad de la tarde tuve que reconocer que había habido un error en mis cálculos: en una semana, mañana, ese día se habría convertido en pasado, era fácil olvidarlo; pero antes que nada había que vivirlo hora por hora y durante todas esas horas un desconocido disponía caprichosamente de mi suerte. Yo estaba tan cansada y tan decepcionada que quise estar sola.
—Por favor —le pedí—, telefonee una vez más; tengo necesidad de dormir un poco.
—Voy a dirigirme a la asociación de hoteles —dijo Brogan empujando la puerta de un drug-store. Permanecí de pie, mirando con una mirada distraída los libros de tapas brillantes, y casi en seguida salió de la cabina con una sonrisa satisfecha.
—Hay un cuarto que la espera a dos cuadras de aquí.
—Ah, gracias.
Caminamos en silencio hasta el hotel. ¿Por qué no había mentido? Era el momento de decir: venga a descansar a casa. ¿Él tampoco estaría seguro de sus deseos? Yo había contado con su calor, con su audacia, para quebrar la soledad de mi cuerpo; pero me dejaba prisionera y yo no podía hacer nada por nosotros. Lewis se acercó a la recepción:
—Acabo de reservar un cuarto.
El empleado miró el registro:
—¿Dos personas?
—Una —dije. Escribí mi nombre en la ficha—. Mi valija está en la consigna.
—Voy a buscarla —dijo Lewis—. ¿Cuándo la quiere?
—Llámeme de aquí a dos horas.
¿Había soñado? ¿O había cambiado una mirada extraña con el empleado? ¿Había reservado el cuarto para dos personas? Pero entonces debió encontrar un pretexto para subir conmigo. Yo le hubiera soplado veinte. Sus pobres astucias me irritaban tanto más por lo que hubiera querido caer en ellas. Hice correr mi baño, me metí en el agua tibia mientras me decía que habíamos partido con muy mal pie. ¿Era culpa mía? Sin duda hay mujeres que habrían sabido decir: «Vamos a su casa». Nadine lo habría dicho. Me acosté sobre la colcha, cerré los ojos. Ya temía el momento en que tendría que encontrarme de pie en medio de ese cuarto donde no me acogería ni la familiaridad de un cepillo de dientes. Tantos cuartos distintos e indiscernibles, tantas maletas abiertas, cerradas, tantas llegadas y partidas, despertares, esperas, idas y venidas, huidas; ya estaba cansada de haber desgranado durante tres meses días sin mañana, estaba cansada de recrear mi vida, cada día, cada noche, cada hora. Deseaba apasionadamente que una fuerza extraña me tirara sobre esa cama, para siempre. Que suba, que golpee a mi puerta, que entre. Yo acechaba su paso en el corredor con una impaciencia tan apasionada que imitaba el deseo. Ni un ruido. Me hundí en el sueño.
Cuando me encontré con Brogan en el hall ya estaba calmada; muy pronto la suerte de esta aventura se habría decidido y de todos modos unas horas más tarde estaría durmiendo. El viejo restaurante alemán donde comimos me pareció acogedor y conversé despreocupadamente. El bar en que luego nos instalamos flotaba en brumas violetas; me sentía a gusto. Y Brogan me hablaba con su voz de antaño.
—El taxi se la llevó —decía—, y yo no sabía nada de usted. Al volver encontré el New Yorker bajo mi puerta; y en medio de un artículo sobre un congreso de psiquiatría caigo sobre su nombre. Como si hubiera vuelto en medio de la noche para decirme quién era.
—¿Los Benson no lo informaron?
—Oh, nunca leo sus cartas —agregó con voz divertida—. En el artículo hablaban de usted como de un brillante doctor.
—¿Le asombró mucho?
Me miró sin contestar, sonriendo; cuando me sonreía así me parecía sentir su aliento contra mi boca.
—Pensé que tienen doctores muy raros en Francia.
—Yo, al volver, encontré su libro en el hotel. Traté de leerlo, pero tenía demasiado sueño. Lo leí al día siguiente en el tren.
Miré a Lewis:
—Bertis es usted, ¿no es cierto?
——Oh, yo nunca hubiera incendiado una granja —dijo Brogan con voz irónica—. Le tengo demasiado miedo al fuego y también a la policía. —Se levantó bruscamente—. Venga a hacer una partida de veintiséis.
La rubia de ojos tristes que estaba sentada detrás de la mesa de juego nos tendió el cubilete con los dados. Brogan eligió el seis y apostó medio dólar; yo miraba abrumada los huesitos que rodaban sobre el tapete verde. ¿Por qué se escurría justo cuando empezábamos a encontrarnos? ¿Yo lo asustaba? Su rostro me parecía a la vez muy duro y muy vulnerable, lo descifraba mal: «¡Gané!», dijo en tono alegre y me tendió el cubilete. Lo sacudí con violencia: «Estoy jugando nuestra noche», decidí en un parpadeo. Elegí el cinco; mi boca estaba forrada de pergamino, mis pómulos húmedos; el cinco salió siete veces durante los tres primeros golpes, luego tres veces más: ¡perdí!
—Es un juego estúpido —dije volviendo a sentarme.
—¿Le gusta jugar?
—Detesto perder.
—Adoro el póker y pierdo siempre —dijo Brogan con melancolía—. Parece que tengo una cara, muy fácil de descifrar.
—No es mi opinión —dije clavando en él una mirada de desafío.
Pareció sentirse molesto pero no aparté la vista. Había jugado nuestra noche, la había perdido. Brogan me negaba su ayuda y los dados me habían condenado; me sublevé contra esa derrota con una violencia que de pronto se transformó en valor.
—Desde esta mañana me pregunto si está contento que yo haya venido y no termino de saberlo.
—Naturalmente, estoy contento —dijo con una voz tan seria que me avergonzó mi tono agresivo.
—Lo desearía —dije— porque a mí me hace feliz haber vuelto a verlo. Esta mañana tenía miedo de que mis recuerdos me hubieran engañado: pero no, es exactamente usted de quien me acordaba.
—Yo estaba seguro de mi memoria —dijo él; y de nuevo su voz era cálida como un aliento; tomé su mano y dije la frase de todas las mujeres que ensayan la ternura:
—Me gustan sus manos.
—A mí me gustan las suyas; ¿es con eso con lo que tortura el cerebro de los pobres enfermos sin defensa?
—Confíeme el suyo, creo que lo necesita.
—No cojea sino de un lado…
Nuestras manos continuaban unidas, yo veía con emoción ese puente frágil echado entre nuestras vidas y me preguntaba, la boca seca: «¿Estas manos voy o no a conocerlas?». El silencio duró mucho rato y Brogan propuso:
—¿Quiere que volvamos a oír a Big Billy?
—Me gustaría mucho.
En la calle me tomó del brazo; yo sabía que de un minuto a otro me abrazaría; la carga de esa pesada jornada se había deslizado a lo largo de mis hombros y yo caminaba por fin hacia la paz, hacia la alegría. Bruscamente soltó mi brazo; una gran sonrisa desconocida iluminó su rostro:
—¡Teddy!
El hombre y las dos mujeres se detuvieron y también sonrieron con felicidad; en un instante nos encontramos todos instalados en la mesa de una triste cafetería; hablaban todos muy ligero y yo no comprendía nada de lo que decían. Brogan reía mucho, su mirada se había animado, parecía aliviado de escapar a nuestra larga soledad; era natural; esas personas eran sus amigos, tenían un montón de cosas que contarse; ¿entre él y yo qué había de común? Las mujeres sentadas a su lado eran jóvenes y bonitas, ¿le gustaban? Advertí que seguramente había en su vida mujeres jóvenes y bonitas. ¿Cómo podía dolerme tanto si todavía ni siquiera habíamos cambiado un solo beso verdadero? Pero sufría. Lejos, muy lejos, en el fondo de un túnel veía una de esas salidas de emergencia que a la mañana me habían parecido tan seguras; pero estaba demasiado cansada para arrastrarme hasta ella. Traté de murmurar: «¡Cuánto lío para no conseguir que se acuesten con una!», pero ese cinismo no me ayudaba; ser más o menos ridícula, merecer mi aprobación o mí crítica ya no tenía ninguna importancia; no era de mí a mí que se desarrollaba esa historia: me había entregado, atada de pies y manos, a la merced de otro. ¡Qué locura! Ya ni siquiera comprendía lo que había venido a buscar aquí; ciertamente tenía que haber perdido la cabeza para imaginarme que un hombre al que nada me unía podría hacer algo por mí. «Voy a irme a dormir en seguida», decidí cuando Brogan en la calle volvió a tomarme del brazo.
—Estoy contento de haberle mostrado a Teddy —decía—, es el escritor ladrón de que le hablé, ¿recuerda?
—Recuerdo. Y las mujeres, ¿quiénes son?
—No las conozco —Brogan se había detenido en una esquina—. Si el tranvía no viene tomaremos un taxi.
—«Un taxi —pensé— es nuestra última oportunidad; si el tranvía viene, renuncio, vuelvo al hotel». Durante un instante infinito espié los rieles de brillo amenazador. Brogan llamó un taxi:
—Suba.
No tuve tiempo de decirme: «Ahora o nunca»; ya me oprimía contra él, un círculo de carne aprisionaba mis labios, una lengua hurgaba en mi boca y mi cuerpo se levantaba de entre los muertos. Entré en el bar vacilando, como debió vacilar Lázaro resucitado; los músicos descansaban y Big Billy vino a sentarse a nuestra mesa; Brogan bromeaba con él y sus ojos brillaban; yo habría querido compartir su alegría pero me sentía atrabancada con mi cuerpo demasiado nuevo, demasiado voluminoso, demasiado ardiente. La orquesta volvió a tocar; yo miraba con ojos vagos al unipierna, que ejecutaba un número de platillos y mi mano temblaba al llevar a mis labios el frasco de whisky: ¿qué iba a hacer Brogan?, ¿qué diría? Yo no me sentía capaz ni de un gesto ni de una palabra. Al cabo de un tiempo que me pareció muy largo preguntó con voz animada:
—¿Quiere irse?
—Sí.
—¿Quiere volver?
En un murmullo que desgarró mi garganta logré balbucir:
—No quisiera separarme de usted.
—Ni yo de usted —dijo con una sonrisa.
En el taxi volvió a besarme y preguntó:
—¿Quiere dormir en casa?
—Por supuesto.
¿Creía que podía echar a la basura ese cuerpo que acababa de darme? Puse la cabeza sobre su hombro y me rodeó con su brazo.
En la cocina amarilla donde la estufa ya no roncaba me apretó violentamente contra él:
—¡Ana! ¡Ana! ¡Es un sueño! ¡He sido tan desdichado durante todo el día!
—¿Desdichado? Usted me torturó a mí, no se decidía nunca a darme un beso.
—La besé y usted me limpió la barbilla con su pañuelo: pensé que la estaba embarrando.
—¡Uno no se besa en público! Tenía que traerme aquí.
—¡Pero usted reclamaba un cuarto! Yo lo había arreglado todo muy bien; había comprado un gran bife para la comida; a las diez de la noche le hubiera dicho: es demasiado tarde para encontrar un hotel.
—Lo comprendí muy bien; pero soy prudente: supóngase que no nos hubiéramos vuelto a encontrar.
—¿Cómo no volver a encontrarnos? Yo nunca la he perdido.
Conversábamos boca a boca y yo sentía su aliento contra mis labios. Murmuré:
—¡Tenía tanto miedo de que pasara un tranvía!
Rio con orgullo:
—Yo estaba resuelto a tomar un taxi. —Besó mi frente mis párpados, mis mejillas y yo sentía que la tierra daba vueltas—. Está muerta de cansancio, tiene que acostarse —dijo. Con aire consternado agregó—: ¡Su valija!
—No la necesito.
Se quedó en la cocina mientras yo me desvestía; me envolví en las sábanas bajo la manta mexicana; lo oí rondar, ordenar, abrir y cerrar armarios como si ya fuéramos un viejo matrimonio; después de tantas y tantas noches pasadas en cuartos de hotel, en cuartos de huésped, era reconfortante sentirme en mi casa en esa cama extraña; el hombre que yo había elegido y que me había elegido iba a acostarse a mi lado.
—Oh, ya está instalada —dijo Brogan. Tenía los brazos cargados de sábanas limpias y me contemplaba perplejo—. Yo quería cambiar las sábanas.
—Es inútil —permanecía en el umbral sin saber qué hacerse con su pomposo fardo—. Estoy muy bien —dije atrayendo hasta mi barbilla la sábana tibia en la cual había dormido la noche anterior. Se alejó, volvió.
—¡Ana!
Se había abatido sobre mí y su acento me conmovió. Por primera vez dije su nombre:
—Lewis
—¡Ana, soy tan feliz!
Estaba desnudo, yo estaba desnuda y no sentía ninguna molestia; su mirada no podía lastimarme; no me juzgaba, no prefería ninguna otra cosa. De pies a cabeza sus manos me aprendían de memoria. De nuevo dije:
—Me gustan sus manos.
—¿Le gustan?
—Durante toda la tarde me pregunté si las sentiría sobre mi cuerpo.
—Las sentirá durante toda la noche —dijo.
De pronto no era ni torpe ni modesto. Su deseo me transfiguraba. Yo, que desde hacía tanto tiempo no tenía más gusto ni forma, poseía de nuevo pechos, un vientre, un sexo, una carne; era alimenticia como el pan, olorosa como la tierra. Era tan milagroso que no pensé en medir mi tiempo ni mi placer; sé solamente que cuando nos dormimos se oía el leve trino del alba.
Un olor a café me despertó; abrí los ojos y sonreí viendo sobre una silla mi vestido de lana azul en los brazos de una chaqueta gris. En la sombra del árbol negro habían crecido hojas que mariposeaban contra la cortina de un amarillo rabioso. Lewis me tendió un vaso y tomé de un trago el jugo de naranja que tenía esa mañana un gusto a convalecencia: como si la voluptuosidad fuera una enfermedad; o como si toda mi vida hubiera sido una larga enfermedad de la que me estaban curando.
Era domingo y por primera vez en el año el sol brillaba sobre Chicago; fuimos a sentarnos sobre el césped al borde de un lago. Había chicos que jugaban a los indios entre los árboles y muchos enamorados que iban de la mano; los yates se deslizaban sobre el agua lujosa; los aviones enanos, rojos, amarillos y barnizados como juguetes giraban alrededor de nuestras cabezas, Lewis sacó un papel de su bolsillo:
—Hace dos meses hice un poema sobre usted…
—A ver.
Sentí una cosquilla en el corazón; sentado junto a la ventana, bajo la reproducción del Van Gogh, había escrito esos versos para la casta desconocida que le había negado sus labios; durante dos meses había pensado en ella con ternura: y yo ya no era esa mujer; sin duda advirtió una sombra sobre mi rostro, pues dijo con inquietud:
—No debí mostrárselos.
—Oh, sí; me gustan mucho —sonreí con esfuerzo—. Pero ahora esos labios son suyos.
—Ahora por fin —dijo.
El calor de su voz me tranquilizó; este invierno mi reserva lo había conmovido; pero evidentemente estaba mucho más contento ahora; inútil atormentarme; me acariciaba el pelo, me decía palabras sencillas y dulces, ponía en mi dedo un viejo anillo de bronce; yo miraba el anillo, escuchaba las palabras insólitas; bajo mi mejilla espiaba los latidos conocidos de un corazón desconocido. Nada me era pedido: bastaba que fuera justo lo que era y un deseo de hombre me transformaba en una perfecta maravilla. Era tan descansado que si el sol se hubiera detenido en medio del cielo yo habría dejado correr la eternidad sin advertirlo.
Pero el sol se había acercado a la tierra, el pasto se ponía fresco, los árboles callaban, los yates dormían.
—Se va a enfriar —dijo Lewis—, caminemos un poco.
Me parecía extraño encontrarme nuevamente sobre mis piernas, recalentada por mi solo calor y que mi cuerpo supiera moverse y ocupara un lugar; todo el día no había sido más que una ausencia, una negación: esperaba la noche y las caricias de Lewis.
—¿Dónde quiere comer? —dijo—. Podemos volver a casa o ir a alguna parte.
—Vamos a alguna parte.
Ese día había sido tan azul, tan tierno, que me sentía saturada de dulzura. Nuestro pasado no tenía treinta y seis horas, nuestro horizonte se reducía a un rostro, y nuestro porvenir era nuestra cama: me ahogaba un poco ese aire confinado.
—¿Si probáramos el club negro de que hablaba ayer Big Billy?
—Es lejos —dijo Lewis.
—Así pasearemos un poco.
Yo tenía ganas de distracciones. Esas horas demasiado intensas me habían cansado. En el tranvía dormité sobre el hombro de Lewis. No trataba de reconocerme en esa ciudad, no creía que tuviera, como las demás, arterias fijas y medios de transporte precisos. Había que plegarse a ciertos ritos que Lewis conocía y los lugares surgían de la nada. El club Delisa surgió de la nada aureolado de un halo malva. Había un gran espejo junto a la puerta y ambos sonreímos a nuestra imagen. Mi cabeza llegaba justo hasta la altura de su hombro, parecíamos dichosos y jóvenes y yo dije alegremente: «¡Qué linda pareja!» y luego mi corazón se oprimió: no; no éramos una pareja, nunca seríamos una. Hubiéramos podido querernos; yo estaba segura: ¿en qué lugar del mundo, en qué época? En todo caso en ninguna parte sobre esta tierra, en ningún punto del porvenir.
—Quisiéramos comer —dijo Lewis.
Un camarero de tez oscura que parecía un campeón de catch nos instaló en una mesa junto al tinglado y pusieron ante nosotros unos cestos llenos de pollo frito. Los músicos todavía no habían llegado, pero la sala estaba llena: algunos blancos, muchos negros, de los cuales algunos llevaban fez sobre la cabeza.
—¿Qué son esos fez?
—Es una de esas ligas como hay tantas —dijo Lewis—. Hemos caído en medio de un congreso.
—Pero va a ser muy aburrido.
—Lo temo.
Su voz no era alegre. Sin duda estaba cansado él también por nuestra larga orgía de felicidad; desde la víspera nos habíamos agotado buscándonos, alcanzándonos, poseyéndonos; demasiado sueño, demasiado fiebre, demasiada languidez. Mientras comíamos en silencio un negro grandote tocado de un fez subió a la escena y se puso a hablar con énfasis.
—¿Qué está diciendo?
—Habla de la liga.
—¿De todos modos habrá números?
—Sí.
—¿Cuándo?
—No lo sé.
Contestaba apenas; nuestro cansancio común no nos acercaba y de pronto sólo sentí correr por mis venas un agua gris. Quizá fuera un error haber querido huir de nuestra celda: el aire era demasiado espeso, demasiado rico; pero afuera la tierra estaba despoblada, hacía frío. El orador lanzó un nombre con voz alegre, una mujer con un fez rojo se levantó y todo el mundo aplaudió; otro rostro y otro se irguieron en medio de la muchedumbre. ¿Iban a presentar uno por uno a los miembros de la liga? Me volví hacia Lewis. Clavaba en el vacío una mirada vidriosa; su mandíbula inferior colgaba y se parecía a los crueles peces del acuario. Dije:
—Si esto va a durar mucho sería mejor que nos fuéramos.
—No hemos venido desde tan lejos para irnos en seguida.
Su voz era seca; hasta me pareció discernir una especie de hostilidad que el cansancio no bastaba para explicar. Quizá cuando dejamos el borde del lago deseaba volver a casa; quizá estaba herido de que yo no deseara encontrar en seguida nuestra cama; esa idea me consternó. Intenté acercarme a él con palabras.
—¿Está cansado?
—No.
—¿Se aburre?
—Espero.
—¡No vamos a esperar así durante dos horas!
—¿Por qué no?
Había apoyado la cabeza contra el zócalo de madera, tenía la cara opaca y lejana como la faz de la luna; parecía dispuesto a dormitar en silencio durante dos horas. Pedí un whisky que no logró reanimarme. Sobre el tinglado unas ancianas negras que llevaban fez rojos se saludaban y saludaban al público en medio de los aplausos.
—Lewis, vámonos a casa.
—No, es absurdo.
—Entonces hábleme.
—No tengo nada que decir.
—Ya no puedo soportar quedarme aquí.
—Usted quiso venir.
—No es una razón.
Había vuelto a caer en su sopor. Traté de pensar: «Duermo, es una pesadilla, voy a despertar». Pero no, el sueño había sido esa tarde demasiado azul, ahora estábamos despiertos. Al borde del lago Lewis me hablaba como si nunca debiéramos separarnos, había puesto una alianza en mi dedo; y tres días más tarde me habría ido para siempre, él lo sabía. «Me guarda rencor y es justo —pensé—. ¿Por qué he venido si no puedo quedarme? Me guarda rencor y su rencor va a separarnos para siempre». Se necesitaba tan poco para separarnos para siempre: hacía tan poco tiempo que estábamos separados para siempre. Las lágrimas subían a mis ojos.
—¿Está enojado?
—No.
—Entonces, ¿qué hay?
—Nada.
Yo buscaba en vano su mirada; podría romperme las falanges, aplastarme el cráneo contra esa pared ciega; no se conmovería. Unas muchachas con vestidos de distribución de premios se alineaban sobre la escena; una flacucha de tez amarillenta se acercó al micrófono y empezó a canturrear haciendo monerías. Murmuré desesperada: «¡Yo me voy!».
Lewis no se movió y me pregunté incrédula: «¿Es posible que todo haya terminado? ¿Lo he perdido tan pronto?». Hice un esfuerzo de buen sentido: no lo había perdido, no lo había tenido y no tenía derecho a quejarme, puesto que no había hecho más que prestarme a él. Sea, no me quejaba; pero sufría. Toqué mi anillo de bronce. Había una sola manera de dejar de sufrir: renegarlo todo. Le devolvería el anillo, mañana por la mañana tomaría el avión para Nueva York y ese día ya no sería sino un recuerdo que el tiempo se encargaría de borrar. El anillo se deslizó a lo largo de mi dedo y volví a ver el cielo azul, la sonrisa de Lewis; acariciaba mi pelo, me llamaba: «¡Ana!». Me caí sobre su hombro: «¡Lewis!».
Puso su brazo alrededor de mi hombro y mis lágrimas brotaron.
—¿He sido tan malo?
—Me asustó —dije—. ¡Tuve tanto miedo!
—¿Miedo? ¿Tenía miedo de los alemanes en Paris?
—No.
—¿Y tuvo miedo de mí? Estoy muy orgulloso…
—Debería estar avergonzado —besaba levemente mi pelo; su mano acariciaba mi brazo; murmuré—: Quise devolverle su anillo.
—Ya vi —dijo con voz grave—. Pensé: lo estoy estropeando todo, pero no podía articular una palabra.
—¿Por qué? ¿.Qué ocurrió?
No insistí, pero pregunté:
—¿Ahora quiere que volvamos?
—Por supuesto.
En el taxi dijo bruscamente:
—¿Nunca le pasa tener ganas de matar a todo el mundo, inclusive a usted?
—No. Sobre todo cuando estoy con usted.
Sonrió y me instalé sobre su hombro; había recobrado su calor, su aliento, pero callaba, y pensé: «No me he equivocado; esta crisis no ha estallado sin razón; pensó que nuestra historia era absurda, todavía lo piensa». Cuando estuvimos acostados apagó en seguida la luz; me tomó en la oscuridad, en silencio, sin pronunciar mi nombre, sin ofrecerme una sonrisa. Y luego se alejó sin una palabra. «Sí —me dije con terror—, me guarda rencor, voy a perderlo». Supliqué:
—¡Lewis!, dígame al menos que siente amistad por mí.
—¿.Amistad?, pero si la quiero —dijo con violencia, se volvió contra la pared y yo me puse a llorar largamente sin saber si era porque me quería o porque yo no podía quererlo, o porque dejaría de quererme un día.
«Tengo que hablarle», decidí por la mañana al abrir los ojos; ahora que la palabra amor había sido pronunciada era necesario que yo le explicara a Lewis por qué me negaba a emplearla. Pero me atrajo hacia él: «¡Cómo está de rosada! ¡Cómo está de tibia!», y me faltó valor; ya nada contaba sino la dicha de estar entre sus brazos, tibia y rosada. Salimos a recorrer la ciudad; caminamos enlazados por calles bordeadas de casuchas derruidas ante las cuales estacionaban automóviles de lujo; en algunos lugares las casas desniveladas estaban separadas de la calzada por una zanja cruzada por una escalera y uno tenía la impresión de laminar sobre un muelle. Sobre las aceras de Michigan Avenue descubrí una ciudad sin sol donde brillaban el día entero carteles al neón; paseamos en canoa sobre el río. Tomamos Martinis en la cima de una torre de la cual se veía el lago sin fin y suburbios vastos como el lago. A Lewis le gustaba su ciudad; me la narraba; la pradera, los indios, los primeros galpones, las callejuelas donde gruñían los cerdos, el gran incendio, los primeros rascacielos: parecía que había asistido a todo.
—¿Dónde quiere comer? —preguntó.
—Donde usted quiera.
—Pensé que podríamos comer en casa.
—Sí, comamos en casa —dije.
Se me oprimió el corazón; había dicho «en casa» como si fuéramos marido y mujer: y nos quedaban dos días para vivir juntos. Me repetía: «Debo hablar». Lo que debía decirle es que hubiera podido quererlo y que no podía. ¿Me comprendería o me aborrecería?
Compramos jamón, salame, una botella de Chianti, un bizcocho al ron. Doblamos la esquina donde brillaba el cartel rojo de Schiltz. Al pie de la escalera, en medio de los tachos de basura, me apretó contra él:
—¡Ana! ¿Sabe por qué la quiero tanto? ¿Por qué la hago feliz? —y yo acercaba mis labios para beber su aliento cuando se apartó de mí—. Hay alguien en el balcón —dijo.
Subió adelante con paso rápido y lo oí exclamar alegremente:
—¡María! ¡Qué sorpresa agradable! Entre. —Me sonrió—: Ana: María, una de mis viejas amigas.
——No quiero molestarlos —dijo María.
—No nos molesta.
Entró; era joven, un poco demasiado gorda, habría sido bonita si hubiera estado un poco pintada y peinada con más cuidado; su delantal, azul dejaba desnudos dos brazos blancos, uno de los cuales estaba cubierto de moretones; sin duda había venido como vecina, sin darse el trabajo de vestirse. «Una vieja amiga». ¿Qué quería decir exactamente? Se sentó y dijo con una voz un poco ronca:
—Tengo que hablarle, Lewis.
Una ola salada me subió a la garganta. Lewis. Había pronunciado ese nombre como algo muy familiar; y miraba a Lewis con una ternura insistente mientras él destapaba una botella de Chianti.
—¿Ha esperado mucho? —preguntó.
—Dos o tres horas —dijo ella con ligereza—. Los de abajo estuvieron encantadores, me ofrecieron café. Es bárbaro como lo aprecian —tomó un trago de Chianti—. Tengo cosas muy importantes que decirle —me midió con la mirada—. Cosas personales.
—Puede hablar delante de Ana —dijo Lewis, y agregó—; Ana es francesa, viene de París.
—¡París! —dijo María; se encogió de hombros—. Déme un poco más de vino. —Lewis le llenó el vaso, que ella vació brutalmente—. Tiene que ayudarme —dijo—. Sólo usted…
—Trataré.
Vaciló, se decidió: —Bueno, ¿lo pongo al corriente?
A mi vez me serví un poco de vino y me pregunté ansiosamente: «¿Pensará quedarse toda la noche?». Se había puesto de pie y apoyada en la estufa declamaba una historia donde se trataba de casamiento, de divorcio, de vocación contrariada.
—Usted triunfó —dijo con voz reivindicadora—. Una mujer es menos fácil; tengo que terminar ese libro y en donde estoy no puedo escribir.
Yo apenas la escuchaba, pensaba indignada que Lewis debería encontrar una manera para quitárnosla de encima; decía que me quería y sabía muy bien que nuestras horas estaban contadas; ¿entonces? Pero preguntó en tono cortés:
—¿Y su familia?
—¿Por qué me pregunta eso? ¡Mi familia! —Con un ademán nervioso María recogió los papeles que habían quedado sobre la mesa e hizo una bola; luego los tiró con violencia al tacho—. ¡Odio el desorden! No —agregó mirando a Lewis fijamente—, sólo puedo contar con usted.
Él se levantó con aire confuso:
—¿No tiene hambre? Íbamos a comer.
—Gracias —dijo ella—. Ya he comido sándwiches de queso; queso americano —subrayó con un aire vagamente provocador.
—¿Y adónde va a dormir esta noche? —preguntó él.
Ella se echó a reír:
—No voy a dormir: he tomado diez tazas de café.
—¿Pero dónde va a pasar la noche?
—Usted me invitó, ¿no es cierto? —me clavó la mirada—. Naturalmente, para que yo acepte quedarme no deben de haber otras mujeres arrastrándose por la casa.
—La dificultad es que hay otra mujer —dijo Lewis.
—Échela a la calle —dijo María.
—Es difícil —dijo Lewis alegremente.
Primero tuve ganas de reír: María era una escapada del manicomio, debió saltarme a la vista en cuanto abrió la boca. Y luego me asustó mi ceguera. ¡Qué vulnerable debía estar para haber visto una rival en esa iluminada! Y, dos días después me iba, abandonaba a Lewis a la jauría de mujeres que estarían libres de amarlo. No podía soportar esa idea.
—Hace diez años que no lo veo —me dijo María con voz imperiosa——. Déjemelo esta noche y usted podrá tenerlo para el resto de su vida. Es equitativo, ¿no?
Me quedé sin respuesta y ella se volvió hacia Lewis.
—Si me voy de aquí no volveré jamás; si me voy, mañana me caso con otro.
—Pero Ana está aquí en su casa —dijo Lewis—. Estamos casados.
—¡Ah! —el rostro de María se endureció——. Perdóneme. No sabía —tomó la botella de Chianti y bebió ávidamente—. Déme una navaja.
Cambiamos una mirada inquieta y Lewis dijo:
—No tengo.
—¡Vamos! —se levantó y caminó hacia la pileta—. Ésta me servirá. ¿Me permite? —me preguntó con aire irónico sentándose con los muslos muy abiertos; y empezó a afeitarse las piernas con una aplicación frenética—. Así irá mejor, mucho mejor. —Se levantó de nuevo, se plantó ante el espejo y se afeitó un sobaco, luego el otro—: Es totalmente distinto —declaró ante el espejo con una sonrisa voluptuosa—. Y bueno, mañana me casaré con ese doctor. ¿Por qué no casarme con un negro puesto que trabajo como una negra?
—María, es tarde —dijo Lewis—. Voy a instalarla en un hotel donde podrá descansar tranquilamente.
—No quiero descansar —lo miró con ira—. ¿Por qué insistió para hacerme entrar? No me gusta que se burlen de mí —su puño se levantó y se detuvo a un dedo del rostro de Lewis—. Es la mala pasada más fea que me han hecho en la vida. ¡Cuando pienso lo que soporté por su culpa! —dijo señalando sus moretones.
—Venga, es tarde —repitió Lewis tranquilamente.
—La mirada de María se detuvo en la pileta:
—Bueno, voy; pero primero caliente agua; voy a lavar esta vajilla; no puedo soportar la suciedad.
—Hay agua caliente —dijo Lewis en tono resignado.
Ella tomó la pava y se puso a lavar la vajilla con una prisa silenciosa; cuando hubo terminado se secó las manos en su delantal.
—Bueno. Lo dejo con su mujer.
—La acompaño —dijo Lewis. Me hizo una señal mientras ella caminaba hacia la puerta sin haberse dignado mirarme. Puse la mesa, encendí un cigarrillo. Ahora ya no quedaba ningún plazo, Lewis iba a volver en un instante, yo iba a hablar. Pero las palabras que remachaba desde la mañana ya no me parecían tener ningún sentido. Roberto, Nadine, mi trabajo, París: todo eso era verdad; sin embargo, había bastado un día para que todo se volviera falso.
Lewis entró en la cocina y corrió cuidadosamente el cerrojo de la puerta:
—La metí en un taxi —dijo—. Ella me dijo: «Después de todo, lo mejor es que me vuelva a dormir con los chiflados». Se escapó al atardecer y vino directamente aquí.
—No lo comprendí en seguida.
—Ya vi. Hace cuatro años que está encerrada. Me escribió el año pasado para pedirme mi libro y se lo mandé con unas líneas. Apenas la conocía —miró a su alrededor sonriendo—. Desde que vivo aquí pasan cosas raras; Es este lugar. Atrae a los gatos, a los locos, a los drogados —me tomó entre sus brazos— y a los simples de espíritu.
Fue a poner discos en el pick-up y volvió asentarse a la mesa. Quedaba un poco de Chianti que serví en nuestros vasos; el fonógrafo tocaba una balada irlandesa mientras comíamos juntos, en silencio; bajo la manta mexicana la cama nos esperaba; parecía una noche cotidiana que iba a ser seguida por mil noches semejantes. Lewis expresó mi pensamiento en alta voz; «Se podría creer que no le mentí a María». Su mirada me interrogó de pronto: «¿Quién sabe?». Yo sabía. Aparté la mirada; ya no podía retroceder. Murmuré:
—Lewis, le he hablado bastante de mí; tengo que explicarle…
—¿Sí? —Había aprensión en sus ojos y pensé—. «¡Todo ha terminado!».
Por última vez miré la estufa, las paredes, la ventana, ese decorado donde dentro de un rato ya no sería sino una intrusa. Y luego, a tientas; en montón, me puse a lanzar frases. Un día, en la montaña rodé en un desprendimiento; pensé que iba a morir y que no había en mí más que indiferencia; reconocía esa resignación. Sólo hubiera querido poder cerrar los ojos.
—No había comprendido que ese casamiento todavía contaba tanto para usted —dijo Lewis.
—Cuenta.
Él calló durante un largo rato; murmuré:
—¿Me comprende?
Rodeó mi hombro con su brazo:
—La quiero aún más que antes de que hablara. Cada día la quiero más.
Apoyé mi mejilla contra la suya y todas las palabras que me negaba a decirle me henchían el corazón.
—Debería ir a dormir —dijo por fin—. Pongo un poco de orden y voy.
Durante un largo rato oí el ruido de la vajilla y luego no oí más nada, me dormí. Cuando abrí los ojos él dormía a mi lado. ¿Por qué no me había despertado? ¿Qué había pensado? ¿Qué iba a pensar mañana? ¿Qué pensaría cuando yo me hubiera ido? Salí de la cama suavemente, abrí la puerta de la cocina y me apoyé en la baranda del balcón; el árbol se estremecía allí abajo; entre el cielo y la tierra brillaba una gran corona de luces rojas: el tanque de gas. Hacía frío; yo también me estremecí.
No, no quería irme. No pasado mañana, tan pronto. Telegrafiaría a París; podía quedarme diez, quince días más… Podía quedarme: ¿y después? Tendría que terminar por irme. La prueba de que debía irme en seguida era que ya me costaba tanto. Todavía se trataba solamente de una aventura de viaje: si me quedaba se convertiría en un verdadero amor, un amor imposible, y entonces sufriría. No quería sufrir; he visto de cerca sufrir a Paula; he extendido sobre mi diván a demasiadas mujeres torturadas que no conseguían curarse: «Si me voy, olvidaré —pensé—; no tendré más remedio que olvidar; uno olvida; es matemático, se olvida todo, se olvida pronto: cuatro días es fácil de olvidar;». Traté de pensar en Lewis como en un olvidado: caminaba por la casa, me había olvidado. Sí, él también olvidaría. Hoy es mi cuarto, mi balcón, mi cama, un corazón lleno de mí: y nunca habré existido. Volví a cerrar la puerta pensando con pasión: «No será culpa mía; no lo perderé por mi culpa».
—¿No duerme? —dijo Lewis.
—No —me senté al borde de la cama junto a su calor—. Lewis, ¿si quisiera quedarme una semana o dos sería posible?
—Creía que la esperaban en París.
—Puedo telegrafiar a París. ¿Usted me guardaría un poco más?
—¿Guardarla? La guardaría toda mi vida —dijo él.
Había lanzado esas palabras con tal violencia que naufragué en sus brazos. Besé sus ojos, sus labios, mi boca bajó a lo largo de su pecho; rozó el ombligo infantil, el vello animal, hasta el lugar donde un corazón latía a golpecitos; su olor, su calor me emborrachaban y sentí que mi vida me abandonaba, mi vieja vida con sus preocupaciones, sus fatigas, sus recuerdos gastados. Lewis apretó contra él a una mujer nueva. Gemí no solamente de placer: de dicha. El placer, antes lo había apreciado en su justo valor; pero no se sabía que podía ser tan emocionante hacer el amor. El pasado, el porvenir, todo lo que nos separaba moría al pie de nuestra cama: nada más nos separaba. ¡Qué victoria! Lewis estaba todo entero entre mis brazos, yo en los suyos; no deseábamos nada más: poseíamos todo para siempre. Juntos decíamos: «¡Qué felicidad!», y cuando Lewis dijo: «La quiero», yo lo dije junto con él.
Me quedé quince días en Chicago. Durante quince días vivimos sin porvenir y sin interrogarnos; con nuestro pasado fabricábamos historias que nos contábamos. Lewis sobre todo hablaba: hablaba muy rápido, un poco febrilmente, como si hubiera querido recuperarse de toda una vida de silencio. Me gustaba la manera con que las palabras se atropellaban en su boca; me gustaba lo que decía y su manera de decirlo. Sin cesar yo descubría nuevas razones de quererlo: quizá porque todo lo que descubría en él servía a mi amor de nuevo pretexto. El tiempo era lindo y paseábamos mucho. Cuando estábamos cansados volvíamos al cuarto; era la hora en que el árbol se esfumaba de la cortina amarilla. Lewis ponía en el pick-up una pila de discos, vestía su bata blanca, yo me acostaba en camisón sobre sus rodillas y esperábamos el deseo. Yo, que me interrogo siempre con una duda sobre los sentimientos que inspiro, nunca me preguntaba lo que Lewis amaba en mí: yo estaba segura que era yo. No conocía ni mi país, ni mi lengua, ni mis amigos, ni mis preocupaciones: sólo mi voz, mis ojos, mi piel; pero yo no tenía otra verdad que esa voz, esa piel, esos ojos.
La antevíspera de mi partida fuimos a comer al viejo restaurante alemán y bajamos hasta el borde del lago. El agua estaba negra bajo el cielo de un gris lechoso; hacía calor; muchachos y chicas semidesnudos y mojados se secaban alrededor de un fuego de campamento; más allá unos pescadores habían tendido sus líneas e instalaban sobre las piedras de la orilla sus bolsas de dormir y sus termos. Poco a poco el muelle quedó desierto. Callábamos. El lago jadeaba suavemente a nuestros pies; era casi tan salvaje como en la época en que los indios acampaban en sus orillas pantanosas, o en la época en que los indios todavía no existían. A la izquierda, sobre nuestras cabezas, se oía un gran rumor ciudadano, los faros de los autos barrían la avenida donde brillaban altos edificios. La tierra parecía infinitamente vieja, absolutamente joven.
—Qué linda noche —dije.
—Si, una espléndida noche —dijo Lewis. Me señaló un banco—. ¿Quiere sentarse aquí?
—Si quiere.
—Qué agradable es una mujer que siempre contesta: ¡Si quiere! —dijo Lewis con voz alegre. Se sentó a mi lado y me rodeó con su brazo—. Es raro que nos entendamos tan bien —dijo tiernamente—. Nunca pude entenderme con nadie.
—Fue sin duda por culpa de los otros —dije.
—No; era mi culpa, no soy fácil de vivir.
—A mí me parece que sí.
—Pobre francesita; no es muy exigente.
Apoyé la cabeza contra el pecho de Lewis y escuché latir su corazón. ¿Qué más podía exigir? Había ese corazón robusto y paciente que latía bajo mi mejilla y esa noche gris perla a nuestro alrededor: una noche hacha a propósito para mí. Imposible imaginar que hubiera podido no vivirla. «Y, sin embargo —me dije—, si Philipp hubiera ido a Nueva Cork yo no estaría aquí». No me habría enamorado de Philipp, e eso estaba segura; pero no habría vuelto a ver a Lewis, nuestro amor no habría existido. Era tan desconcertante pensarlo como cuando uno trata de imaginar que hubiera podido no nacer o ser otra persona. Murmuré:
—¡Cuando pienso que pude no llamarlo! ¡Que usted pudo no contestarme!
—¡Oh! —dijo Lewis—. No podíamos dejar de encontrarnos.
Había tal seguridad en su voz que me cortó la respiración. Puse mis labios en el lugar donde latía su corazón y me prometí: «¡Nunca lamentará este encuentro!». Dos días después me habría ido; el porvenir existía de nuevo, pero lo convertiríamos en felicidad. Alcé la cabeza:
—Lewis, si no se opone volveré por dos o tres meses en la primavera.
—Cuando vuelva, siempre será la primavera —dijo Lewis.
Durante largo rato permanecimos enlazados mirando las estrellas. Hubo una exhalación y yo dije:
—¡Pida algo!
Lewis sonrió:
—Ya lo pedí.
Mi garganta se anudó. Yo sabía lo que había deseado y que ese deseo no le sería otorgado. Allí, en París, mi vida me esperaba, mi vida que yo había edificado durante veinte años y sobre la cual ya no se trataba de interrogarse. Yo volvería en la primavera, pero sería para volver a irme.
Pasé el día siguiente haciendo compras. Pensaba en París, en sus tristes escaparates, en sus mujeres mal cuidadas, y compré de todo, sin discernimiento, para todo el mundo. Comimos en el centro y cuando subí la escalera de madera, apoyada en el brazo de Lewis, pensé: «Es la última vez». Los rubíes del tanque de gas brillaban entre cielo y tierra por última vez. Entré al cuarto. Parecía que acababan de asesinar a una mujer y de saquear sus armarios. Mis dos maletas estaban abiertas, y sobre la cama, sobre las sillas, sobre el piso, yacían ropas de nylon, medias, coloretes, telas, zapatos, bufandas; olía a amor, a muerte, a cataclismo. En verdad era un hall funerario: todos esos objetos eran reliquias de una muerta, era el viático que iba a llevarse al más allá. Me quedé petrificada. Lewis se acercó a la cómoda, abrió un cajón y sacó una caja color malva que me tendió avergonzado:
—¡He comprado esto para usted!
Bajo el papel de seda había una gran flor blanca de perfume embriagador. Tomé la flor, la aplasté contra mi boca y me eché sobre la cama sollozando.
—No hay que comerla —dijo Lewis—. ¿En Francia comen las flores?
Sí, alguien había muerto: una mujer alegre que se despertaba cada mañana rosada y tibia, riendo. Mordí la flor, hubiera querido desmayarme en su perfume, morir por completo. Pero me dormí viva y a la madrugada Lewis me acompañó hasta la esquina de la gran avenida: habíamos decidido separarnos allí. Llamó un taxi, subí, la puerta golpeó, el taxi dobló en la esquina. Lewis desapareció.
—¿Es su marido? —me preguntó el chofer.
—No —dije.
—¡Parecía tan triste!
—No es mi marido.
Estaba triste; ¡y yo! Pero ya no era la misma tristeza; cada cual estaba solo. Lewis entraba a su cuarto vacío. Yo subía sola al avión.
Dieciocho horas es corto para saltar de un mundo a otro, de un cuerpo a otro. Yo todavía estaba en Chicago aplastando mi rostro ardiente contra una flor, cuando Roberto me sonrió de pronto; yo también le sonreí, lo tomé del brazo y me puse a hablar. Le había contado muchas cosas por carta. Sin embargo, en cuanto abrí la boca sentí que desencadenaba un monstruoso cataclismo: todos esos días tan vivos que acababa de vivir se petrificaron bruscamente; sólo quedaba detrás de mí un bloque de pasado estático; la sonrisa de Lewis había cobrado la fijación de una mueca de bronce. Yo estaba ahí, paseaba por calles de las que nunca me había apartado, apretada contra Roberto de quien nunca había estado separada y desovillaba una historia que no le había ocurrido a nadie. Aquel fin de mayo era muy azul, en todas las esquinas vendían muguet, sobre el bache verde del carrito de los verduleros descansaban atados de espárragos rodeados hasta la mitad de papel rojo: muguet, espárragos, en este continente eran grandes tesoros. Las mujeres llevaban faldas de algodón de colores alegres, pero su piel y sus cabellos me parecían tan opacos; los coches, diseminados sobre las calzadas angostas, eran viejos, enanos, maltrechos, ¡y qué pobreza lo expuesto sobre el terciopelo marchito de los escaparates! No podía equivocarme: esa austeridad me anunciaba que yo hacía pie nuevamente en la realidad. Y todavía más irrefutable reconocí ese gusto en mi boca: el gusto de la preocupación. Roberto sólo hablaba de mí, eludía mis preguntas: visiblemente las cosas no marchaban como él lo hubiera querido. Pobreza, inquietud: ninguna duda, estaba en mi casa.
Salimos para Saint-Martin al día siguiente; no hacía frío, nos sentamos en el jardín. En cuanto Roberto empezó a hablar vi que no me había equivocado: estaba lleno de problemas. Los comunistas habían iniciado contra él esa campaña que temía el año anterior: habían publicado, entre otras cosas, en L’Enclume un artículo que lo había impresionado. A mí también me hirió. Pintaban a Roberto como a un viejo idealista, incapaz de adaptarse a las duras necesidades de la época; yo encontraba más bien que había hecho demasiadas concesiones a los comunistas y abandonado demasiadas cosas de su pasado.
—Es mala fe —dije—. Nadie cree eso de ti, ni siquiera el autor del artículo.
—¡Ah, no sé! —dijo Roberto. Se encogió de hombros—. A veces me digo que efectivamente soy demasiado viejo.
—¡No eres viejo! —dije—. No lo eras cuando me fui y me prometiste no cambiar.
Sonrió: —Digamos que tengo una juventud anticuada.
—¿No contestaste nada?
—No. Habría demasiadas cosas que contestar, no es el momento.
Desde el 5 de mayo un montón de pretendidos simpatizantes habían aprovechado la derrota comunista para darles la espalda. El M. R. P. triunfaba, de Gaulle se agitaba, el partido americano acechaba; era más necesario que nunca que la izquierda se apretara codo con codo; entre el referéndum de octubre y las elecciones que seguirían, lo mejor que podía hacer el S. R. L. era dormitar. Pero Roberto no había tomado esa decisión con alegría. Era culpa de los comunistas si no se podía perseguir una reagrupación de la izquierda sin perjudicarlos: les guardaba rencor por su sectarismo. Si se negaba a reprochárselo públicamente, en privado lo hacía: varias veces se indignó violentamente con ellos durante esos dos días. Visiblemente le aliviaba poder hablarme. Y yo me decía que quizá no me necesitara a mí precisamente, pero que le era útil esa mujer cuyo lugar yo ocupaba: era mi lugar, sin la menor duda, mi verdadero lugar en esta tierra.
Pero entonces, ¿por qué no me sentía tranquila? ¿Por qué esas lágrimas? Caminé por el bosque, era una primavera muy bonita, yo estaba sana, no me habían privado de nada; y por momentos me detenía y tenía ganas de gemir como si lo hubiera perdido todo. Llamaba suavemente: «¡Lewis!». ¡Qué silencio! Yo había tenido, del crepúsculo a la aurora, de la aurora a la noche, su aliento, su voz, su sonrisa: ni una señal. ¿Existía todavía? Yo escuchaba: ni un murmullo; miraba: ni un vestigio. Ya no me comprendía: «Lloro —pensaba— y sin embargo estoy aquí: ¿no quiero bastante a Lewis? Estoy aquí y lloro: ¿no quiero bastante a Roberto?». Admiro a la gente que encierra su vida en fórmulas definitivas: «El amor físico no es nada», dicen; o «Un amor que no es físico no es nada». Pero yo no quería menos a Roberto por haber encontrado a Lewis; y la presencia de Roberto, por inmensa que fuera, no colmaba la ausencia de Lewis.
El sábado a la tarde Nadine llegó con Lambert. En seguida me interrogó con aire sospechoso:
—Debes de haberte divertido para prolongar así tu estadía, tú que nunca cambias tus planes.
—Ves que a veces los cambio.
—Es raro que te hayas quedado tanto tiempo en Chicago. Dicen que es atroz.
—Dicen mal.
Había hecho varios reportajes con Lambert durante esos tres meses, vivía en su casa, le hablaba con ternura irónica pero marcada. Satisfecha de su vida escrutaba la mía con una malevolencia indecisa. La aplaqué lo mejor que pude con cuentos de viaje. Lambert me pareció más suelto y más alegre que antes de mi partida. Pasaron el weekend en el pabellón. Yo les había hecho instalar una cocina y conectar el teléfono para que Nadine fuera independiente sin sentirse separada de la casa; le gustó tanto su estadía que el domingo a la noche me anunció que se quedarían en Saint-Martin durante todas las vacaciones.
—¿Estás segura que a Lambert le gusta esa combinación? —le pregunté—. No quiere mucho ni a tu padre ni a mí.
—En primer lugar los quiere bastante —dijo en tono tajante—. Y si tienes miedo de tener que soportarnos, tranquilízate, nos quedaremos en nuestro pabellón.
—Sabes muy bien que me alegraría tenerte aquí. Temía solamente que para ustedes faltara intimidad. Te prevengo, entre otras cosas, que de mi cuarto se oye todo lo que se dice en —el jardín.
—¿Y qué hay con eso? ¿Qué quieres que me importe? No soy tapujera yo, no me rodeo de misterio.
Es verdad que Nadine, tan celosa de su independencia, tan incapaz de aceptar cualquier crítica, cualquier consejo, exponía su vida sin reservas; sin duda era una manera de mostrarse superior.
—Mamá pretende que te pudre pasar las, vacaciones aquí: ¿es verdad? —preguntó subiendo en la moto.
—Pero no, en absoluto —dijo Lambert.
—¿Ves? —me dijo con voz triunfante—. Siempre lo complicas todo. Además, a Lambert siempre le alegra hacer lo que le pido. Es un buen chico —dijo despeinándolo. Pasó su brazo alrededor de su cintura y apoyó mimosa la barbilla contra su hombro mientras la máquina partía.
Cuatro días más tarde un suelto de L’Espoir nos informó que el padre de Lambert acababa de matarse al caer de un tren; Nadine telefoneó con voz malhumorada, nos dijo que se había ido a Lille y no vendría ese weekend; no le hice preguntas; sin embargo estábamos intrigados. ¿El viejo se había suicidado? ¿Lo había desequilibrado su proceso? ¿O alguien lo había liquidado? Durante algunos días nos perdimos en conjeturas; y luego tuvimos otras cosas de qué ocuparnos. Scriassine había organizado un encuentro entre Roberto y un funcionario soviético que acababa de cruzar la cortina de hierro a propósito para denunciar en Occidente las crueldades de Stalin; la víspera de la entrevista, Scriassine llegó; llevaba documentos de los que Roberto debía enterarse antes del día siguiente y que había querido entregarle en manos propias. Ya no lo veíamos nunca, discutíamos cada vez; pero aquella mañana evitó con cuidado todos los temas espinosos y se fue en seguida: nos separamos en buenos términos. Inmediatamente Roberto se puso a hojear el gran atado de papeles: algunos estaban escritos en francés, muchos en inglés, algunos en alemán.
—Míralos conmigo —me pidió.
Me senté a su lado debajo del tilo y leímos en silencio; había de todo: informes, relatos, estadísticas, extractos del código soviético, comentarios. Yo me desenvolvía mal en medio de ese papelerío; sin embargo, había ciertos textos que eran muy claros: los testimonios de hombres y de mujeres que habían sido encerrados por los rusos en los campos de concentración que se parecían trágicamente a los campos nazis; las descripciones que hacían de esos campos los americanos que habían atravesado como aliados grandes zonas de la U. R. S. S.; en vez de encarcelar a los criminales, decían, los reeducaban empleándolos en trabajos útiles; los sindicatos los protegían y velaban para que fueran pagados con tarifas sindicales. Roberto me había explicado que en realidad era un medio de domar a los campesinos rebeldes, procurándose al mismo tiempo una mano de obra casi gratuita; el trabajo forzado, allí como en todos lados, era un castigo. Pero ahora que los campesinos se habían integrado al régimen y la guerra había sido ganada, uno podía imaginar que las cosas habían cambiado: nos revelaban que habían empeorado. Discutimos largamente cada hecho, cada cifra, cada testimonio, cada hipótesis; aun dando un amplio margen a la exageración y a la mentira, se imponía una verdad perfectamente abrumadora. Los campos se habían convertido en una institución que desembocaba en la creación sistemática de un subproletariado; no castigaban crímenes con el trabajo: trataban a los trabajadores como a criminales para tener derecho a explotarlos.
—Entonces, ¿qué piensas hacer? —pregunté cuando dejamos el jardín para ir a comer algo a la cocina.
—No sé —dijo Roberto.
La idea de Scriassine era evidentemente que Roberto lo ayudara a divulgar esos hechos: me parecía que no había derecho a callarlos. Dije con un poco de reproche:
—¿No sabes?
—No.
—Cuando sólo se trata de ti o del S. R. L. comprendo que aceptes muchas cosas sin protestar —dije—. Pero esto es distinto. Si no hacemos todo lo que podemos contra esos campos somos cómplices.
—No puedo decidir nada así de la mañana a la noche —dijo Roberto—. Y además necesito un suplemento de informaciones.
—Si ellas confirman lo que acabamos de aprender —dije—, ¿qué harás?
No contestó y lo miré con inquietud. Callar significaba que estaba resuelto a aguantarles todo a los comunistas. Era renegar de todo lo que había hecho desde la liberación: el S. R. L., sus artículos, el libro que estaba terminando.
—Siempre quisiste ser a la vez un intelectual y un revolucionario —dije—. Como intelectual has contraído compromisos: entre otros, el de decir la verdad.
—Déjame tiempo para reflexionar —dijo con un poco de impaciencia.
Comimos en silencio; por lo general le gustaba interrogarse en mi presencia; debía estar muy turbado para rumiar así, sin decir nada: Yo también lo estaba. Campos de trabajo o campos de muerte: había evidentemente alguna diferencia; pero una cárcel es una cárcel; a todos los internados yo les veía las mismas frentes desmedidas, los mismos ojos enloquecidos de los deportados. ¡Y todo eso ocurría en la U. R. S. S.!
—No tengo ganas de trabajar, vamos a pasear —dijo Roberto.
Atravesamos la aldea, subimos a la meseta cubierta de trigo que maduraba y de manzanos en flor; hacía un poco de calor, no demasiado; algunas nubecitas se enrollaban en el cielo; veíamos la aldea, sus techos color de buen pan, sus paredes tostadas, su campanario infantil; la tierra parecía hecha a propósito para el hombre y la dicha al alcance de todas las manos. Parecía que Roberto había oído el murmullo de mis pensamientos:
—Es fácil olvidar lo duro que es el mundo.
Dije con pena: —Sí, es fácil.
Yo también hubiera querido aprovechar esa facilidad. ¿Por qué había venido Scriassine a molestarnos? Pero Roberto no estaba pensando en los campos de concentración.
—Dices que si callo seré cómplice de los campos —dijo—. Pero si hablo me hago cómplice de los enemigos de la U. R. S. S., es decir, de todos los que quieren mantener a este mundo como es. Es verdad que esos campos son una cosa horrible. Pero no hay que olvidar que el horror está en todos lados.
De pronto se puso a hablar con volubilidad; no es su tendencia hacer frescos históricos, grandes panoramas sociales; y sin embargo, aquella tarde, mientras las palabras se atropellaban en su boca, toda la desdicha del mundo vino a abatirse sobre la pradera soleada: el cansancio, la pobreza, la desesperación del proletariado francés, la miseria de España y de Italia, la esclavitud de los pueblos colonizados, desde el fondo de China y de la India, el hambre: las epidemias. A nuestro alrededor morían millones de hombres sin haber vivido jamás, su agonía oscurecía el cielo y yo me preguntaba cómo nos atrevíamos todavía a respirar.
—Entonces, ¿comprendes? —dijo Roberto—, mis deberes de intelectual, mi respeto por la verdad, son pamplinas. El único problema consiste en saber si denunciando los campos se trabaja en pro o en contra del hombre.
—Lo admito —dije—. ¿Pero qué te autoriza a pensar que la causa de la U. R. S. S. se confunde todavía hoy con la de la humanidad? Me parece que la existencia de los campos obliga a volver a poner la U. R. S. S. entera sobre el tapete:
—¡Habría que saber tantas cosas! —dijo Roberto—. ¿Se trata verdaderamente de una institución indispensable al régimen? ¿O está ligada a cierta política que podría ser modificada? ¿Se puede esperar que quedará rápidamente liquidada cuando la U. R. S. S. haya empezado a reconstruirse? Sobre todo eso quiero informarme antes de tomar una determinación.
No insistí. ¿En nombre de quién hubiera podido protestar? Soy demasiado incompetente. Volvimos y pasamos la velada fingiendo trabajar cada cual por su lado. Yo había traído de Estados Unidos muchos documentos, notas y libros sobre psicoanálisis, pero no los toqué.
Roberto tomó el ómnibus a las diez de la mañana; en el jardín aceché al cartero: no había carta de Lewis. Me había advertido que tardaría ocho días en escribirme, y de Chicago las cartas no llegan rápido; seguramente no me había olvidado; pero estaba infinitamente lejos. Inútil buscar ayuda de ese lado. ¿Ayuda contra qué? Volví al escritorio y puse un disco en el pick-up. Me pasaba algo insoportable: dudaba de Roberto. «Antes hubiera hablado», me decía. Antes era franco, no le pasaba nada a la U. R. S. S. ni al partido comunista; y una de las razones de pertenecer al S. R. L. era el permitirle hacer críticas constructivas. De pronto elegía callar: ¿por qué? Le había herido que lo trataran de idealista; en realidad trataba de adaptarse a las duras necesidades de estos tiempos. Pero es demasiado fácil adaptarse. Yo también me adapto y no me enorgullezco de ello; siempre pasar de largo, siempre aceptar, al final quiere decir traicionar. Yo acepto la ausencia y traiciono mi amor, acepto sobrevivir a los muertos, los olvido, los traiciono. En fin, mientras sólo se trate de los muertos y de mí misma no hay víctimas serias. Pero traicionar a los vivos es grave.
«Si hablo traicionaré a otros», me contestaría Roberto. Y agregarían en coro que no se puede hacer una tortilla sin romper huevos. Pero a la postre, ¿quién comerá todas esas tortillas?, Los huevos rotos se pudrirán e infectarán la tierra. «Ya está infectada». Eso es verdad; demasiadas cosas son verdad; me enloquecen todas esas verdades que luchan entre ellas y me pregunto cómo ellos se las manejan. Yo no, sé sumar cuatrocientos millones de chinos y quince millones de galeotes. Por otra parte quizá habría que restar. De todas maneras esas operaciones son falsas. Un hombre y un hombre no hacen dos hombres, sólo son uno y uno. Bueno, cometo un error al recurrir a la aritmética; para poner orden en el caos tengo que dirigirme a la dialéctica. Se trata de superar a los galeotes hacia los chinos. Admitido. Superemos. Todo pasa, todo termina, todo cansa, todo se supera; los campos de concentración serán superados y también mi propia existencia; es irrisorio esta vidita efímera, que se angustia a propósito de esos campos que el porvenir ya ha abolido. La historia cuida de sí misma y de cada uno de nosotros por añadidura. Quedémonos, pues, tranquilos, cada cual en su cueva.
¿Entonces, por qué no se quedan tranquilos? Es la pregunta que le hice a Roberto hace veinte años, cuando yo era estudiante; se rio de mí; pero hoy no estoy segura de que alguna vez me haya convencido completamente. Fingen creer que la humanidad es una sola persona inmortal que un día será recompensada de todos sus sacrificios y que yo misma encontraré mi parte. Pero no camino: la muerte lo roe todo. Las generaciones sacrificadas no saldrán de su tumba para tomar parte en los ágapes finales; y lo que puede consolarlas es que los elegidos también irán bajo tierra al cabo de muy poco tiempo. Entre la dicha y la desdicha quizá no haya tanta diferencia como se cree.
Paré el fonógrafo, me acosté sobre el diván y cerré los ojos, liberada. ¡Qué uniforme y clemente es la luz de la muerte! Lewis, Roberto, Nadine, se habían vuelto leves como sombras, ya no pesaban sobre mi corazón; yo hubiera podido soportar el peso de quince millones de sombras, o de cuatrocientos millones. Al cabo de un rato fui asimismo a buscar una novela policial; hay que matar el tiempo; pero el tiempo también me matará: he ahí la verdadera armonía preestablecida. Cuando Roberto volvió a la noche me pareció que lo veía desde muy lejos a través de un prismático: una imagen desencarnada, con mucho vacío alrededor, como Diego en las ventanas de Drancy, Diego que ya no era de este mundo. Hablaba, yo escuchaba, pero ya nada me concernía.
—¿Me repruebas por haber pedido esa prórroga? —dijo Roberto.
—¿Yo? ¡Qué esperanza!
—Entonces, ¿qué hay? Si crees que no me importan esos campos estás muy equivocada.
—Es justo lo contrario —dije—. Hoy pensé que es un error hacerse mala sangre por todo y por nada. Las cosas nunca tienen tanta importancia; cambian, terminan, y sobre todo, al fin de cuentas todo el mundo muere: eso lo arregla todo.
—Ah, es justo una manera de huir de los problemas —dijo Roberto.
Lo detuve:
—A menos que los problemas no sean una manera de huir de la verdad. Evidentemente —agregué—, cuando se ha decidido que la verdad es la vida, la idea de la muerte parece una huída. Pero recíprocamente…
Roberto sacudió la cabeza:
—Hay una diferencia. Uno prueba que ha elegido creer en la vida, viviendo; si uno cree sinceramente que sólo la muerte es verdad, uno debería matarse. En realidad, ni siquiera los suicidios tienen ese sentido.
—Puede ser que uno siga viviendo porque es aturdido y cobarde —dije—; Es lo más fácil. Pero tampoco prueba nada.
—Primeramente es importante que el suicidio sea difícil —dijo Roberto—. Y además, seguir viviendo no es solamente seguir respirando. Nadie consigue instalarse en la indiferencia. Quieres algunas cosas, odias otras, te indignas, admiras: eso implica que reconoces los valores de la vida. —Sonrió—. Estoy tranquilo. No hemos terminado de discutir sobre los campos de concentración ni sobre todo lo demás. Te sientes impotente, como yo, como todo el mundo, ante ciertos hechos que te abruman, entonces te refugias en un escepticismo generalizado: pero no es serio.
No contesté nada. Evidentemente, mañana discutiría de nuevo sobre un montón de cosas: ¿eso prueba que dejarían de parecerme insignificantes?, y si es así es porque quizá volvería a engañarme.
Nadine y Lambert volvieron a Saint-Martin el sábado siguiente: ya no parecían andar muy bien entre ellos; Nadine no despegó los labios durante toda la comida. Lambert debía irse dos días después a Alemania para informarse sobre los campos de concentración de la zona rusa; de común acuerdo evitaron él y Roberto negar al fondo del problema, pero discutieron con animación sobre los métodos prácticos de la encuesta.
Al llegar al café, Nadine explotó:
—Es un reverendo cretinismo toda esta historia. Por supuesto que existen esos campos. Es infame y es necesario: es la sociedad, ¿y qué hay?, ¡nadie puede cambiarla!
—Te resignas fácilmente —dijo Lambert. La miró con reproche—. ¡Para sacarte de encima lo que te molesta, tienes de veras un don!
—¿Y tú no te resignas? —dijo Nadine con voz agresiva—. Estás encantado de poder pensar mal de la U. R. S. S. y gracias a eso vas a pasearte y a hacerte el importante: es todo beneficio.
Él se encogió de hombros sin contestar pero sin duda riñeron de noche en el pabellón. Al día siguiente Nadine se pasó el día sola en el living-room con un libro que no leía. Inútil hablarle: me contestaba con monosílabos. A la noche, Lambert la llamó desde el jardín, y como ella no se movía, entró.
—Nadine, ya sería hora de irnos.
—Yo no me voy —dijo—. Me basta estar mañana a las diez de la mañana en Vigilance.
—Pero te dije que tenía que volver esta noche a París: tengo gente que ver.
—Velos. No me necesitas a mí para eso.
—Nadine, no seas estúpida —dijo con impaciencia—. Sólo pasaré una hora con ellos. Habíamos dicho que iríamos a un restaurante chino.
—Cambié de opinión, a ti también te ocurre —dijo Nadine—. Me quedo aquí.
—Es nuestra última noche —dijo Lambert.
—¡Eso lo has decidido tú! —dijo ella.
—Muy bien, hasta mañana —dijo él refunfuñando.
—Mañana estoy ocupada. ¡Hasta tu vuelta!
—¡Oh, adiós para siempre si quieres! —gritó con voz furiosa.
Cerró la puerta tras él; Nadine me miró y se puso a gritar ella también:
—Sobre todo no me digas que es culpa mía, no me digas nada; sé todo lo que puedes decirme y no me interesa.
—No he abierto la boca.
—¡Que se vaya de viaje, me importa un bledo! —dijo—. Pero debió consultarme antes de decidir; y detesto que me mientan. Esa encuesta no es tan urgente. Habría sido mejor que me dijera francamente: tengo ganas de estar solo. Porque eso es en el fondo: quiere poder llorar tranquilamente a su papito querido.
—Es normal —dije.
—¿Normal? Su padre era un viejo cochino. Para empezar nunca debió reconciliarse con él; y ahora la llora como un bebé. Lloró lágrimas verdaderas, ¡lo he visto! —dijo en tono triunfante.
—¿Y qué hay con eso? No es una vergüenza.
—Ninguno de los hombres que conozco hubiera llorado. Y la más lindo de todo es que para agravar la tragedia pretende que al viejo lo liquidaron a propósito.
—No es imposible —dije.
Se puso colorada:
—¡Al padre de Lambert no! ¡Es ridículo! —dijo.
En seguida después de comer se fue a pasear por el campo; no la volvimos a ver hasta la hora del desayuno. Entonces, con un aire reprobador y ávido, me tendió la primera carta de Lewis.
—Hay una carta de Estados Unidos —agregó—. De Chicago —mirándome con insistencia.
—Gracias.
—¿No la abres?
—No es nada urgente.
Dejé la carta a mi lado y traté de tomar el té sin que mi mano temblara; me costaba tanto mantener unidos los pedazos de mi cuerpo como en el momento en que por primera vez Lewis me había tomado entre sus brazos. Roberto acudió en mi ayuda; se puso a hacerle a Nadine preguntas sobre Vigilance, hasta que encontré un pretexto para irme a mi cuarto; mis dedos estaban tan torpes que al arrancarla del sobre desgarré la hoja de papel amarillo de donde iba a surgir milagrosamente la presencia emocionante de Lewis; la carta estaba escrita a máquina, era alegre, cariñosa y vacía, y durante un largo rato contemplé con estupor la firma que la sellaba, implacable como una lápida mortuoria. Por más que releyera cien veces esa página y la martirizara, no exprimiría ni una palabra nueva, ni una sonrisa, ni un beso; y podía volver a esperar: al cabo de mi espera no encontraría sino otra hoja de papel. Lewis había quedado en Chicago, seguía viviendo, vivía sin mí. Me acerqué a la ventana, miré el cielo de verano, los árboles dichosos, y comprendí que ahora solamente empezaba a sufrir. El mismo silencio; pero no había más esperanza, siempre sería ese silencio. ¿Cuándo nuestros cuerpos no se tocaban, cuando nuestras miradas no se mezclaban, qué había de común entre nosotros? Nuestros pasados se ignoraban, nuestros futuros se huían, a nuestro alrededor no se hablaba el mismo idioma, los relojes se burlaban de nosotros: aquí brillaba la mañana y era de noche en el cuarto de Chicago, ni siquiera podíamos darnos una cita en el cielo. No, de él a mí no existía ningún pasaje: salvo esos sollozos en mi garganta, y los reprimí.
Era una suerte que Paula me hubiera suplicado por teléfono que fuera a verla aquel día: quizá compartiendo su tristeza lograra olvidar la mía. Sentada en el autobús al lado de Nadine, que meditaba alguna mala pasada, me preguntaba: «¿Termina uno por habituarse? ¿Me habituaré?». Por las calles de París crucé cientos, miles de hombres que tenían, como Lewis, dos brazos, dos piernas, pero nunca su rostro: es bárbaro cuántos hombres hay sobre la superficie de la tierra que no son Lewis; es bárbaro cómo hay de caminos que no conducen a sus brazos y de palabras de amor que no se dirigen a mí. En todas partes me rozaban promesas de dulzura, de felicidad, pero nunca esa ternura primaveral atravesaba mi piel. Lentamente seguí los muelles. Paula había hecho el inmenso esfuerzo de arrastrarse hasta casa pocos días después de mi regreso y había recibido alegremente sus regalos de América; pero había escuchado mis cuentos y contestado a mis preguntas con un aire lejano. Yo todavía no había ido a verla a su casa y fue con una especie de asombro que encontré semejante a sí misma la calle familiar. Nada había cambiado durante mi ausencia: nada había ocurrido. Se leían las mismas inscripciones que antes: «Especialidad en pájaros raros y sajones», y el monito encadenado a la reja de una ventana pelaba todavía cacahuetes. Sentado en los peldaños de la escalera, un atorrante fumaba un cigarro vigilando un atado de harapos. La puerta de calle, cuando la empujé, golpeó como antes un tacho de basura; cada agujero de la alfombra estaba en su lugar; se oía la campanilla insistente del teléfono. Paula estaba envuelta en un batón de seda un poco ajado.
—¡Qué buena eres! Estoy desolada de molestarte, pero bajar sola a esa jaula de leones, supera mis fuerzas.
—¿Estás segura de que estoy invitada?
—Pero es por ti que la Belhomme me telefoneó tres veces; me suplicó que te llevara; ya lo tiene a Enrique; quisiera a Dubreuilh…
Subió la escalera que conducía a mi cuarto y yo la seguí.
—No te imaginas lo linda que es la casa de Saint-Martin ——dije—. Tendrás que venir.
Suspiró: —¡Es tan lejos!— abrió las dos puertas de su armario——. ¿Qué me pondré? ¡Hace tanto tiempo que no salgo!
——Tu vestido negro.
—Está muy viejo.
—El verde.
—No estoy segura de que el verde me quede bien —descolgó la percha donde estaba colgado el vestido negro—. No quisiera parecer apolillada. Lucía estaría demasiado contenta.
—¿Por qué vas a su casa tú que no sales nunca?
—Me aborrece —dijo Paula—. Antes yo era más joven y más linda que ella, tuve varios de sus amantes; si rechazo todas sus invitaciones creerá que me he vuelto tullida y se regocijará.
Se había acercado al espejo y seguía con el dedo la curva de sus espesas cejas:
—Debí depilármelas; debería seguir la moda; van a encontrarme ridícula.
—No tengas miedo de ellas —dije—. Siempre serás la más bonita.
—Oh, ahora ya no —dijo—. ¡Ahora ya no!
Se miraba en el espejo con aire hostil, y de pronto, por primera vez desde muchos años atrás, la vi yo también con ojos extraños; tenía un aire cansado; tenía los pómulos violáceos y la barbilla menos fina; los dos tajos profundos que encuadraban su boca acusaban la virilidad de sus rasgos. Antes, la tez cremosa de Paula, su mirada aterciopelada, el brillo negro de su cabello dulcificaban su belleza; privado de ese trivial atractivo, su rostro se volvía insólito; estaba construido de una manera demasiado voluntaria para que se pudiera excusar la indecisión de una curva, la vacilación de un color; en vez de insinuarse solapadamente, el tiempo marcaba con un signo brutal esa máscara noble y barroca que todavía merecía la admiración pero que hubiera estado más en su lugar en un museo que en un salón.
Paula se había puesto el vestido negro y cepillaba sus largas pestañas.
—Me alargo los ojos, ¿sí o no?
—No sé.
Yo veía claramente sus defectos, pero era incapaz de sugerir un remedio: ni siquiera estaba segura de que existiera.
—¡Con tal que me quede un par de medias ponibles! —Revisó un cajón con gestos febriles—. ¿Crees que estas dos son del mismo color?
—No; ésta es más clara que la otra.
—¿Y ésta?
—Tiene una corrida de arriba abajo.
Necesitamos diez minutos para formar un par de medias intactas.
—¿Estás segura de que son iguales? —preguntaba Paula con ansiedad. Yo había tendido sobre mis dedos abiertos la fina malla y de pie junto a la ventana consultaba la luz.
—No veo ninguna diferencia.
—Pero ellas lo ven todo, ¿comprendes?
Enroscó alrededor de sus piernas los lazos de sus sandalias de suela doble y me preguntó:
—¿Me pongo el collar?
Era un pesado collar de cobre, de ámbar y de hueso, una joya exótica, sin valor real, que haría sonreír de desprecio a esas mujeres abrillantadas.
—No, no te lo pongas.
Vacilé. De todas maneras, con sus rizos, su vestido sin edad, su máscara, sus coturnos, Paula era tan diferente de sus enemigas que quizá valiera más subrayar su originalidad.
—Espera; sí; es mejor que te lo pongas. Ah, no sé —dije con impaciencia—. Después de todo no te van a comer.
—Sí, me van a comer —dijo sin sonreír.
Caminamos hasta una parada de ómnibus; en la calle, Paula perdía toda su majestad; caminaba rozando las paredes con aire furtivo.
—Odio salir vestida por este barrio —dijo en tono de excusa—. Por la mañana ando en zapatillas, es diferente; pero a esta hora, con esta ropa soy un insulto.
Traté de distraerla:
—¿Cómo está Enrique?
Vaciló: —Es tan complicado…
Repetí tontamente:
—¿Complicado?
—Sí, es raro; sólo ahora empiezo a conocerlo: después de diez años —hubo un silencio y agregó—: Hizo algo muy raro en tu ausencia; me puso bruscamente bajo la nariz un pasaje de su novela —donde el héroe le explica a una mujer que le envenena la existencia. Y me preguntó: «¿Qué te parece?».
—¿Qué quería hacerte contestar? —dije tratando de darle a mi voz un acento divertido.
—Le pregunté si había pensado en mí al escribirlo y se puso rojo de confusión. Pero sentí que durante un momento hubiera querido que yo lo creyera.
—¡Me asombras! —dije.
—Enrique es un caso —dijo pensativamente; agregó—: Ve mucho a la chica Belhomme; también por eso quise expresamente ir a casa de Lucía, para que no se imaginen que concedo importancia a ese capricho…
—Sí; he visto una foto de ella…
—De ella con Enrique en «Las Islas Borromeas» —se encogió de hombros—. Es triste. Él no se enorgullece de eso, ¿sabes? Es extraño; me pidió que no durmiéramos más juntos; como si ya no se sintiera digno de mí —concluyó lentamente.
Yo tenía ganas de decirle: «¡Deja de mentirte!». ¿Pero con qué derecho? En un sentido admiraba su terquedad.
En la escalera, subiendo a la casa de Lucía Belhomme, me tomó de la muñeca:
—Dime la verdad, ¿tengo aspecto de ser una vencida?
—¿Tú? Tienes el aspecto de una princesa.
Pero cuando el criado nos abrió la puerta sentí que el pánico de Paula se había apoderado de mí; se oían ruidos alegres, el aire olía a perfume y a malevolencia; a mí también iban a despedazarme alegremente: nunca resulta agradable pensarlo. Paula había recobrado su sangre fría: entró al salón con una dignidad principesca; yo, de pronto, ya no estaba muy segura de que sus dos medias fueran del mismo color.
Muebles de época, alfombras vagamente persas, cuadros patinados, libros encuadernados en pergamino, cristales, terciopelos, rasos: se sentía que Lucía vacilaba entre sus aspiraciones burguesas, sus pretensiones intelectuales, y su propio gusto, que a pesar de su buen gusto reputado era vulgar.
—¡Cómo estoy de contenta de tenerlas aquí! —Estaba vestida con una perfección que hubiera acomplejado a la duquesa de Windsor; no se veía en seguida la mezquindad de la boca, la malevolencia inquieta de la mirada: todavía no existe ninguna cirugía estética que sepa rectificar la mirada: mientras me sonreía me examinaba con exactitud; se volvió hacia Paula—: ¡Paula querida! ¡Doce años sin vernos! ¡No nos habríamos reconocido! —Guardó un instante entre su mano la mano de Paula y la detallaba, desvergonzadamente, luego me arrastró—. Venga, voy a presentarla.
Las mujeres eran mucho más jóvenes y más bonitas que las del salón de Claudia y ningún drama espiritual desfiguraba sus rostros hábilmente trabajados; había muchas modelos ávidas de convertirse en starlets, y starlets ávidas de convertirse en estrellas; todas tenían vestidos negros, pelo color oreal, tacones muy altos, cejas largas y una personalidad distinta para cada una, pero fabricada en los mismos talleres. Si hubiera sido hombre me habría resultado imposible preferir a ninguna, habría ido a hacer mi mercado a otra parte. En realidad, los hermosos jóvenes que me besaban la mano parecían interesarse sobre todo los unos en los otros. Había aquí y allá algunos adultos de modales masculinos, pero parecían extras pagos. Entre ellos se encontraba el amante oficial de Lucía que todo el mundo llamaba Dudule; conversaba con una morena alta de pelo platinado.
—¿Parece que acaba de llegar de Nueva York? —me dijo—. Qué país prodigioso, ¿no es cierto? Parece el sueño gigante de un niño mimado. Esos enormes cucuruchos de helado que devoran me parecen el símbolo de América entera.
—A mí no me gustó nada —dijo la falsa rubia—. Todo es demasiado limpio, demasiado perfecto; uno termina por tener ganas de encontrar un hombre con una camisa un poco dudosa, con una barba de dos días.
No protesté; los dejé explicarme a golpes de slogans gastados ese país del que volvía: «Chicos grandes», «el paraíso de la mujer», «amantes detestables», «una vida afiebrada de torbellino». Dudule, a propósito de rascacielos, llegó a pronunciar osadamente la palabra falo. Yo me decía al escucharlos que verdaderamente no hay derecho a imputar a los intelectuales una sensibilidad sofisticada; era esa gente —gente de mundo y asimilada— la que paseaba por la existencia con ojos cegados por malos clisés y un corazón invadido por lugares comunes. Roberto, Enrique, se dejaban ir con indolencia a gustar de lo que les gustaba, a aburrirse de lo que los aburría, y si un rey pasea desnudo no admiran los bordados de su manto; saben muy bien que ellos mismos crean los modelos que luego los snobs copiarán con fervor, los snobs que afectan reacciones distinguidas; su orgullo les permite todas las ingenuidades; mientras ni Dudule, ni Lucía ni las jóvenes mujeres delgadas y lustradas que se agrupaban alrededor de ella se concedían jamás un momento de sinceridad. Yo sentía por ellas una piedad asustada. La parte que les había tocado eran ambiciones vacías, celos ardientes, victorias y derrotas abstractas. ¡Cuando hay tantas cosas sobre la tierra para amar y aborrecer sólidamente! Pensé en un relámpago: «Roberto tiene razón. No existe la indiferencia». Aun aquí, donde no valía la pena, me sumergía en seguida en la indignación y en el rechazo; afirmé que había montones de cosas en el mundo para amar y para aborrecer y sabía muy bien que nada desterraría en mí esa certidumbre. Sí, por cansancio; por pereza, por vergüenza de mi ignorancia, yo había pretendido tontamente lo contrario.
—¿Nunca te has encontrado con mi hija? —pregunto Lucía dirigiendo a Paula una de sus pálidas sonrisas.
—No.
—Vas a verla; es muy bonita; exactamente el tipo de belleza que tú tenías antes —Lucía esbozó y borró una nueva sonrisa—. Tienen muchas cosas en común.
Decidí ser tan grosera como ella:
—Sí, dicen que su hija no se le parece en nada.
Lucía me examinó con una resuelta hostilidad; había una curiosidad casi inquieta en esa inspección, como si se preguntara: «¿Hay otra manera que la mía de ser mujer y de aprovecharlo? ¿Se me habrá escapado algo?». Su mirada volvió hacia Paula: «Deberías venir a verme uno de estos días a Amaryllis; te vestiría un poco; cambia una mujer cuando está bien vestida».
—Sería una lástima cambiar a Paula —dije—; las mujeres a la moda pululan; en cambio, hay una sola Paula.
Lucía pareció un poco desconcertada.
—En todo caso el día en que ya no desprecies la moda siempre serás bien recibida en mis salones; y conozco un esteta que hace milagros —agregó girando sobre sus talones.
—Debiste preguntarle por qué no recurre a sus servicios —le dije a Paula.
—Nunca he sabido contestarles —dijo Paula. Tenía los pómulos violáceos y la nariz afilada, era su manera de palidecer.
—¿Quieres irte?
—No, sería una derrota.
Claudia se precipitaba hacia nosotras con ojos brillantes de comadre en celo.
—La pelirroja que acaba de entrar es la chica Belhomme —dijo.
Paula volvió la cabeza, yo también. Josette no era una chica y era una pelirroja de una especie rarísima: las que tienen bajo el pelo rojizo una carnación cremosa de rubia; su boca voluptuosa y desolada, sus ojos inmensos le daban un aire de estar espantada por su propia belleza. Se comprendía que un hombre tuviera ganas de conmover semejante rostro. Miré a Paula con inquietud; tenía una copa de champaña en la mano, estaba inmóvil, los ojos fijos como si oyera voces; voces malvadas.
Mi corazón se sublevó; ¿qué crimen expiaba? ¿Por qué la quemaban viva cuando a nuestro alrededor todas las mujeres sonreían? Yo estaba dispuesta a reconocer que ella misma había forjado su desdicha; no trataba de comprender a Enrique, se alimentaba de quimeras, había elegido la pereza con la esclavitud; pero, en fin, nunca le había hecho daño a nadie, no merecía ser castigada tan salvajemente. Siempre pagamos por nuestras culpas; pero hay puertas en que los acreedores nunca golpean y otras que fuerzan; es injusto. Paula estaba del lado de las personas de mala suerte y yo no me resignaba a ver esas lágrimas que corrían de sus ojos sin que pareciera notarlo; la desperté bruscamente.
—Vámonos —dije, tomándola del brazo.
—Sí.
Cuando después de una rápida despedida nos encontramos en la calle, Paula me miró con aire sombrío;
—¿Por qué nunca me advertiste? —dijo.
—¿Advertirte de qué?
—De que seguía un mal camino.
—Yo no creo eso.
—Es raro que no lo hayas pensado.
—¿Quieres decir que has vivido demasiado encerrada?
Se encogió de hombros:
—Todavía no he dicho mi última palabra. Sé que soy un poco idiota, pero cuando he comprendido, he comprendido.
Al bajar del ómnibus consiguió sonreírme:
—Gracias por haberme acompañado. Me hiciste un verdadero favor. No lo olvidaré.
Nadine se quedó en París toda la semana. Cuando volvió a aparecer en Saint-Martin le pedí noticias de Lambert: le había escrito, volvía dentro de una semana.
—Van a saltar chispas —agregó con voz jubilosa—, he vuelto a ver a Joly y me acosté con él. ¡Te imaginas la cara de Lambert cuando le cuente eso!
—¡Nadine, no se lo cuentes!
Me miró con aire desconcertado: —Me has repetido mil veces que la gente decente no miente. ¡Franqueza ante todo!
—No. Te he dicho que hay que tratar de construir relaciones donde la mentira ni siquiera sea concebible. Pero no estás ahí, con Lambert, lejos de eso. Y además —agregué—, no se trata de confiarle por amor a la verdad un acontecimiento de tu vida: has fabricado esta historia a propósito para herirlo contándosela.
Nadine rio con aire indeciso:
—¡Oh, tú cuando te metes a bruja!
—¿Me equivoco?
—Evidentemente quise castigarlo; lo merece.
—Reconoces tú misma que siempre ha hecho lo que quisiste: por una vez que no cedió podrías jugarle limpio.
—Hace lo que yo quiero porque le divierte jugar al chiquito, es una comedia. Pero en verdad cualquier cosa cuenta más que yo: Enrique, el diario, su padre, una encuesta.
—Estás ciega. Lambert te quiere por encima de todo.
—Tú lo dices. Él nunca me ha dicho nada semejante.
—No has debido alentarlo mucho.
—Evidentemente, no he ido a mendigarle declaraciones de amor.
La miré con un poco de curiosidad:
—¿Les ocurre alguna vez hablar de sus sentimientos?
—Son cosas de las que no se habla —dijo con aire chocado——. ¿Qué te imaginas?
—Hablar ayuda a comprenderse.
—Pero yo comprendo muy bien todo.
—Entonces debes comprender que Lambert nunca soportará que lo hayas engañado; vas a hacerle un mal atroz y a estropear irremediablemente toda esta historia.
—Es gracioso que tú me aconsejes la mentira —reía, pero parecía más bien aliviada—. Está bien, no le diré nada.
Lambert llegó al día siguiente; habló poco de su viaje, contaba volver a irse en setiembre para reunir informes más precisos; Nadine parecía reconciliada con él. Juntos tomaban largos baños de sol en el jardín, paseaban, leían, discutían, hacían proyectos. Lambert se dejaba mimar por Nadine y se plegaba gustoso a sus caprichos; pero por momentos sentía la necesidad de probar su independencia, subía en su motocicleta y se iba por las rutas a una velocidad que evidentemente lo asustaba a él mismo. Nadine aborrecía siempre la soledad de los demás; esta vez a sus celos se unía la envidia; ante la resistencia de Lambert y mi oposición formal, había renunciado a conducir la moto; pero había tratado de adoptarla: había pintado el guardabarros de rojo vivo y atado fetiches en el manubrio; a pesar de todos esos esfuerzos la motocicleta seguía siendo a sus ojos el símbolo de todos los placeres viriles que no emanaban de ella y que tampoco podía compartir; era el pretexto más frecuente de sus discusiones con Lambert; pero eran altercados sin acritud.
Una noche, cuando yo estaba en mi cuarto, preparándome para la noche, vinieron asentarse en el jardín.
—En resumen —dijo Lambert—, opinas que yo no sería capaz de dirigir solo un diario.
—No he dicho eso. Digo que si Volange te toma como prestanombre no dirigirás nada.
—Y que confíe bastante en mí para ofrecerme sin doble intención semejante puesto te parece increíble.
—¡Eres un ingenuo! Volange está todavía demasiado manchado para atreverse a lucir su nombre y cuenta manejarte entre bambalinas.
—Oh, siempre te crees muy viva porque te haces la cínica; pero la malevolencia también ciega. Volange es alguien.
—Es un cochino —dijo ella tranquilamente.
—Se ha equivocado, acepto; pero prefiero a las personas que tienen sus errores detrás de ellos que a las que los tienen delante —dijo Lambert con rabia.
—¿Quieres decir Enrique? Nunca lo he considerado un héroe, pero es un tipo limpio, él.
—Lo ha sido, pero ahora está dejándose devorar por la política y por su personaje público.
—Me parece que más bien ha ganado —dijo Nadine en tono imparcial—. Esa pieza que acaba de escribir es lo mejor que ha hecho.
—¡Ah, no! —dijo Lambert—. Me parece detestable. Y es una mala acción; los muertos están muertos, que los dejen tranquilos; no vale la pena ir a exasperar los odios entre los franceses…
—¡Al contrario! —dijo Nadine—. La gente necesita que le refresquen la memoria.
—No conduce a nada atrancarse en el pasado.
—Yo no admito que se le olvide —dijo Nadine; agregó con voz seca—: Y no comprendo que se perdone.
—¿Y quién eres, qué has hecho para ser tan severa? —dijo Lambert.
—Habría hecho tanto como tú si hubiera sido un hombre —dijo Nadine.
—Aunque yo hubiera hecho diez veces más no me permitiría juzgar a la gente sin apelación —dijo él.
—¡Está bien! —dijo ella—. En esto nunca estaremos de acuerdo. Vamos a acostarnos.
Hubo un silencio y Lambert dijo en tono definitivo:
—Estoy seguro de que Volange hará grandes cosas.
—Lo dudo —dijo Nadine—. En todo caso no veo en qué te concierne. Dirigir un vago pasquín, que ni siquiera será verdaderamente tuyo, no tiene nada de grande.
En un tono vagamente bromista él preguntó:
—¿Crees qué haré alguna vez algo grande?
—Oh, no sé —dijo ella—, y además no se me importa. ¿Por qué hay que caer en la grandeza?
—Que sea un buen chico sometido a tus cuatro voluntades, ¿eso es todo lo que esperas de mí?
—Pues no espero nada: te tomo como eres.
Su acento era afectuoso pero significaba claramente que se negaba a decir las palabras que Lambert deseaba oír. Insistía con una voz un poco maniática:
—¿Y qué soy? ¿Qué capacidades me reconoces?
—Sabes hacer una mayonesa —dijo ella alegremente—, y manejar una moto.
—Y también otra cosa que no diré —dijo él con una risita.
—Detesto que seas vulgar —dijo ella.
Bostezó con ostentación:
—Voy a dormir. —La granza crujió bajo sus pies y sólo se oyó en el jardín el concierto testarudo de los grillos.
Los escuché mucho rato: ¡qué linda noche!, no faltaba ni una estrella en el cielo, no faltaba nada en ninguna parte. Y sin embargo, había en mí ese vacío que no terminaba más. Lewis me había escrito otras dos cartas, me hablaba mucho mejor que en la primera; pero cuanto más lo sentía vivo, real, más su tristeza cobraba peso. Yo también estoy triste y eso no nos acerca. Murmuró: «¿Por qué estás tan lejos?». Él responde como un eco: «¿Por qué estás tan lejos?», y su voz está cargada de reproches. Porque estamos separados, todo nos separa, hasta nuestro esfuerzo por unimos.
Ellos, sin embargo, habrían podido hacer de su amor una felicidad; me irritaba verlos tan torpes. Ese día habían decidido irse a París y quedarse a pasar la noche; al promediar la tarde Lambert salió del pabellón vestido con un elegante traje de franela y una corbata rebuscada. Nadine estaba acostada en el pasto, llevaba una falda floreada toda manchada, una camiseta de algodón, sandalias gruesas. Él le gritó malhumorado: —Empieza a prepararte. Vamos a perder el ómnibus.
—Te he dicho, que quería ir en moto —dijo Nadine—, es mucho más divertido.
—Pero llegaríamos sucios como peines; y uno queda ridículo en moto cuando está un poco vestido.
—No pienso vestirme —dijo ella en tono definitivo.
—¿No vas a ir a París en esa facha? —Ella no contestó y él me tomó de testigo con voz desolada—. ¡Qué lástima! ¡Podría tener tanto porte si no tomara ese aire de anarquista! —la examinó con ojo crítico—. Además no te queda nada bien estar descuidada.
Nadine se creía fea y era sobre todo por despecho que desdeñaba feminizarse; su negligencia huraña no permitía sospechar lo sensible que era a cualquier comentario respecto a su apariencia física; su rostro se había alterado:
—Si quieres una mujer que se ocupe de su piel de la mañana a la noche dirígete a otra sección.
—No te llevaría mucho tiempo ponerte un vestido limpio —dijo Lambert—. No puedo llevarte a ningún lado si vas disfrazada de salvaje.
—Pero no necesito que me lleven a pasear. ¿Te imaginas que tengo ganas de ir a pavonearme a lugares donde hay camareros y mujeres en cueros? ¡Qué diablos! Si quieres jugar al don Juan alquílate una modelo para que te acompañe.
—No veo qué tiene de tan indignante ir a bailar a una boîte agradable donde oiríamos un buen jazz. ¿Usted lo ve? —me preguntó.
—Creo que a Nadine no le gusta bailar —dije con prudencia.
—Bailaría muy bien si quisiera.
—Justamente no quiero —dijo ella—. Hacer de mono en medio de una pista no me divierte.
—Te divertiría como a cualquier otra —dijo Lambert; un poco de sangre se le subió al rostro—. Y te divertiría vestirte, salir, si siquiera fueras sincera. Uno dice: no me divierte; pero miente. Todos somos introvertidos e hipócritas. Me pregunto por qué. ¿Por qué es un crimen que a uno le gusten los lindos muebles, la linda ropa, el lujo y las diversiones? En verdad a todo el mundo le gusta eso.
—Te juro que a mí me importa un pito —dijo Nadine.
—¡Tú lo dices! Es gracioso —agregó con una pasión que me desconcertó—, siempre hay que fingir, renegar. No se debe ni reír ni llorar cuando uno tiene ganas, ni hacer lo que nos tienta ni pensar lo que pensamos.
—¿Pero quién se lo prohíbe? —pregunté.
—No sé y eso es lo peor. Estamos todos ahí, mistificándonos los unos a los otros, y nadie sabe por qué. Teóricamente nos sacrificamos a la pureza: ¿pero dónde está la pureza? ¡Que me la muestren!, y en su nombre rechazamos todo, no hacemos nada, no llegamos a nada.
—¿A qué quieres llegar? —dijo Nadine con voz irónica.
—Te burlas; pero eso también es una hipocresía. Eres mucho más sensible al éxito de lo que dices; te fuiste de viaje con Perron y me hablarías en otro tono si yo fuera alguien. Todo el mundo admira el éxito; y a todo el mundo le gusta el dinero.
—Habla por ti —dijo Nadine.
—¿Y por qué no va a gustarnos el dinero? —dijo Lambert—. Mientras el mundo sea como es, resulta preferible estar del lado de los que tienen. ¡Vamos! Estabas orgullosísima de tener un abrigo de pieles el año pasado y te mueres de ganas de hacer grandes viajes; te encantaría despertarte millonaria; pero no te lo confesarás jamás: tienes miedo de ser tú misma.
—Sé quién soy y me resulta mucho —dijo con voz mordaz—. Tú tienes miedo de ser lo que eres: un pequeño intelectual burgués. Sabes muy bien que no estás hecho para las grandes aventuras. Entonces, ahora, juegas la carta del éxito social, el dinero y el resto. Te convertirás en un snob y un cochino arrivista, eso es todo.
—Hay momentos en que merecerías simplemente una buena bofetada —dijo Lambert girando sobre sus talones.
—¡Trata de hacerlo! ¡Te juro que habría un campeonato!
Seguí a Lambert con la mirada; me preguntaba cuál era la razón de su estallido; ¿qué es lo que estaba ahogando en él? ¿El gusto de la facilidad? ¿Una ambición inconfesada? ¿Deseaba, por ejemplo, aceptar la propuesta de Volange sin atreverse a incurrir en el desprecio de los amigos? Quizá se había convencido que las prohibiciones con que se había rodeado le impedían llegar a ser alguien, o acaso deseaba que los autorizaran tranquilamente a no ser nadie.
—Me pregunto qué tenía en la cabeza —dije.
—¡Bah!, se fabrica ilusiones —dijo Nadine con desdén—. Pero cuando quiere hacerme entrar en ellas, un momento, ¡eh!
—Debo decir que no lo alientas mucho.
—No; hasta tiene gracia; cuando siento que tiene ganas de que le diga algo, le digo lo contrario. ¿No comprendes eso?
—Comprendo un poco.
Comprendía muy bien; con Nadine, precisamente, conocía ese tipo de resistencia.
—Siempre quiere que le den permisos: que se los tome.
—No impide que podrías ser un poco conciliadora —dije—. Nunca haces ninguna concesión: deberías cederle cuando te pide alguna cosa.
—Oh, pide más de lo que crees —dijo; se encogió de hombros con aire excedido—. En primer lugar todas las noches quiere acostarse conmigo: me carga.
—Puedes negarte.
—No te das cuenta: si me niego es todo un drama —agregó con voz irritada—. Para colmo, si no tomara mis precauciones, me haría un chico cada vez. —Me miraba de reojo; sabía muy bien que yo aborrecía ese tipo de confidencias.
—Enséñale a tener cuidado.
—Gracias. ¡Si se convierten en sesiones de ejercicios prácticos va a ser divertido! Prefiero defenderme sola. Pero no es divertido tener que pensar en todo cada vez que se hace el amor —me miró con malicia—. Te choco, ¿eh?
Me encogí de hombros:
—Me pregunto por qué te empeñas en hacer el amor si te fastidia tanto.
—¿Cómo quieres que tenga tipos a mi alrededor si no me acuesto con ellos? Las mujeres me pudren, sólo me divierto con los muchachos, pero si quiero salir con ellos tengo que acostarme con ellos, no hay elección. Pero, en fin, hay algunos que lo hacen más o menos a menudo; en cambio, Lambert no hace otra cosa —se echó a reír—. Supongo que es para estar seguro de su virilidad.
Una de las paradojas de Nadine es que se había arrastrado por cantidad de camas, que decía sin parpadear obscenidades enormes, y que sin embargo era, respecto a su vida sexual, de una extrema susceptibilidad. Cuando Lambert se permitía, como solía hacerlo, una alusión a la intimidad de ambos, se erizaba.
—Hay una cosa de la que pareces no darte cuenta —dije—; es que Lambert te quiere.
Se encogió de hombros.
—Nunca quisiste comprender —dijo con voz razonable— que Lambert quiso a una sola mujer en su vida: a Rosa. Después quiso consolarse; recogió a la primera que encontró: era yo; pero al principio ni siquiera tenía ganas de acostarse conmigo. Cuando se enteró de que Enrique andaba conmigo entonces se le ocurrió; pero nunca he sido su tipo. Tener una mujer para él le parece más de macho que buscar rameras; es más cómodo también. Pero yo no cuento en todo eso.
Tenía el arte de mezclar tan sutilmente lo verdadero y lo falso que me quedé aterrada ante el esfuerzo que tendría que hacer para contradecirla: dije débilmente:
—Reconstruyes todo al revés.
—No. Sé lo que digo —contestó.
Terminó por ponerse un vestido limpio y se fueron a París; pero volvieron más descontentos que nunca, y pronto estalló una nueva escena. Yo estaba trabajando en el jardín aquella mañana, el cielo tormentoso pesaba sobre mis hombros y me aplastaba contra el suelo. A poca distancia, Lambert leía, Nadine tejía. «En el fondo —me había dicho la víspera— son cansadoras las vacaciones; todos los días hay que buscar qué hacer». Visiblemente estaba aburriéndose; durante un instante sus ojos permanecieron clavados en la nuca de Lambert como si intentara hacerle dar vuelta la cabeza con la fuerza de su mirada; dijo: —¿Todavía no terminaste el Spengler?
—No.
—Cuando hayas terminado me lo pasas.
—Sí.
Nadine no podía ver un libro entre otras manos sin reclamarlo; lo llevaba a su cuarto y engrosaba vanamente la pila de las obras que poblaban su porvenir; en verdad leía muy lentamente —con una especie de hostilidad y se cansaba al cabo de pocas páginas. Agregó con una risita:
—¡Parece que es soberanamente estúpido!
Esta vez Lambert alzó la cabeza:
—¿Quién te lo dijo? ¿Tus compañeritos comunistas?
—Todo el mundo sabe que Spengler es un estúpido —dijo ella con seguridad. Se estiró sobre el piso y rezongó—: Harías mejor de llevarme a dar una vuelta en moto.
—No tengo nada de ganas —dijo Lambert secamente.
—Almorzaríamos en Mesnils, pasearíamos por el bosque.
—Y recibiríamos toda la tormenta sobre los hombros: mira el cielo.
—No habrá tormenta. Di más bien que te aburre ir a pasear conmigo.
Se levantó:
—Y bueno a mí me aburre pasarme todo el día en este cuadro de repollos. Voy a tomar la máquina y a dar una vuelta sin ti. Dame la llave del seguro.
—Estás loca; no puedes conducirla.
—Ya la he conducido, no es muy difícil: la prueba es que tú sabes hacerlo.
—Y en la primera curva te romperías la crisma. Nada que hacer. No te daré la llave.
—¡Te importa un bledo que me rompa la crisma! Tienes miedo que te estropee tu juguete, eso es todo. Egoísta inmundo. Quiero esa llave.
Lambert ni siquiera contestó. Nadine permaneció un momento inmóvil, la mirada vacía; y luego se levantó, recogió la bolsa que le servía de cartera y le gritó:
—Me aburro aquí: me voy a pasar el día a Paris.
——¡Que te diviertas!
Había elegido hábilmente su venganza. Lambert sufriría seguramente de saber a Nadine en París con compañeros que él detestaba. La siguió con la mirada mientras ella salía del jardín y se volvió hacia mí.
—No comprendo por qué nuestras discusiones se envenenan tan pronto —dijo en tono desolado—. ¿Usted lo comprende?
Era la primera vez que iniciaba conmigo una conversación intima. Vacilé; pero puesto que estaba dispuesto a oírme, lo mejor sin duda era tratar de hablarle.
—Es en gran parte culpa de Nadine —dije—. Cualquier cosa la encabrita; entonces se vuelve injusta y agresiva. Pero sépalo bien, es hiriente porque es demasiado vulnerable.
—Podría comprender que los demás también Son vulnerables —dijo él con rencor—. A veces es un monstruo de insensibilidad.
Parecía muy desarmado y muy joven con su tez fresca, su nariz respingada, su boca golosa: un rostro sensual y perplejo, compartido entre sueños demasiado blandos consignas demasiado duras. Me decidí:
—Mire, para gustarle a Nadine hay que remontarse a su infancia.
Todo lo que yo me había repetido mil veces se lo conté a Lambert, lo mejor que pude; me escuchaba en silencio, con aire conmovido, Cuando pronuncié el nombre de Diego me interrumpió con avidez:
—¿Es verdad que era prodigiosamente inteligente?
—Es verdad.
—¿Sus poemas eran buenos? ¿Tenía talento?
—Creo que sí.
—¡Y sólo tenía diecisiete años! ¿Nadine lo admiraba?
—Ella nunca admira. No, lo que la ataba sobre todo a Diego es que le pertenecía sin reservas.
—Pero yo también la quiero —dijo tristemente.
—No está segura —dije—. Siempre ha temido que usted la compare con otra.
—Quiero mucho más a Nadine de lo que he querido a Rosa —murmuró.
Esa declaración me sorprendió: a pesar de todo, yo había asimilado los prejuicios de Nadine.
—¿Se lo ha dicho?
—No son cosas que se puedan decir.
—Son cosas que uno necesitaría oír.
Se encogió de hombros:
—Ve muy bien que desde hace más de un año sólo vivo para ella.
—Está convencida de que solo se trata de una especie de camaradería. ¿Y cómo explicarle? Ella desconfía de sí misma como mujer: necesita ser querida como mujer.
Lambert vaciló:
—Pero en ese terreno también es intransitable. Quizá yo no debiera decirle esto; pero no comprendo nada, ando perdido. Si una noche no pasa nada entre nosotros se siente insultada; pero casi todos los gestos de amor le chocan; entonces por supuesto se queda helada y me guarda rencor…
Recordé las confidencias gruñonas de Nadine:
—¿Usted está seguro de que es ella la que quiere todas las noches…?
—Absolutamente seguro —dijo con aire descontento.
No me asombró demasiado la contradicción. Había encontrado muchos ejemplos; eso siempre significaba que ninguno de los dos amantes estaba satisfecho del otro.
—Nadine se siente mutilada cuando acepta su feminidad y también cuando la rechaza —dije—. Eso es lo que hace las relaciones tan difíciles para usted. Pero si tiene paciencia las cosas se arreglarán.
—¡Oh, paciencia, tengo! Si al menos estuviera seguro de que no me aborrece.
—¡Qué idea! Está tenazmente aferrada a usted.
—A menudo pienso que me desprecia porque no soy, como ella dice, más que un pequeño intelectual; un intelectual que ni siquiera tiene dones creadores —agregó con amargura—. Y que no se resuelve a volar con sus propias alas.
—Nadine nunca podrá interesarse sino en un intelectual —dije—. Adora discutir, explicarse: hay que ponerle su vida en palabras. No, créame; lo único que le reprocha, verdaderamente, es que no la quiera bastante.
—La convenceré —dijo, su rostro se había, iluminado——. Si creo que me quiere un poco todo el resto me da lo mismo.
—Lo quiere mucho: no se lo diría si no estuviera segura.
Él volvió a su libro y yo a mi trabajo. El cielo se oscurecía por momentos y estaba completamente negro cuando al atardecer subí a mi cuarto para tratar de escribirle a Lewis; él había aprendido a hablarme; le resultaba más fácil que a mí; esa gente, esas cosas que me describía habían existido para mí; a través de las hojas amarillas yo recobraba la máquina de escribir, la manta mexicana, la ventana abierta sobre un cantero de árboles, los autos de lujo deslizándose a lo largo de la calzada agrietada; pero esta aldea, mi trabajo, Nadine, Lambert no eran nada para él. ¿Y cómo hablar de Roberto, cómo callarlo? Lo que Lewis me susurraba entre las líneas de sus cartas eran palabras fáciles de decir: «Te espero, vuelve, soy tuyo». Pero ¿cómo decir: estoy lejos, no volveré hasta de aquí mucho tiempo, pertenezco a otra vida? Cómo decirlo si yo quería que leyera: ¡te quiero! Él me llamaba y yo no podía llamarlo; yo no tenía nada que darle en cuanto le negaba mi presencia. Releí mi carta con vergüenza: cómo era de vacía; sin embargo, mi corazón estaba tan lleno, ¡y qué pobres promesas!: volveré; pero volveré dentro de mucho tiempo, y será para volver a irme. Mi mano se había inmovilizado tocando el sobre que algunos días más tarde tocarían sus manos: manos verdaderas, las que yo había sentido sobre mi piel. ¡Por la tanto era muy real! A veces me parecía un invento de mi corazón; yo disponía demasiado fácilmente de él: lo sentaba junto a la ventana, iluminaba su rostro, despertaba su sonrisa sin que él se defendiera. El hombre que me sorprendía, que me colmaba, ¿volvería a encontrarlo en carne y hueso? Abandoné mi carta sobre la mesa, me acodé a la ventana; el crepúsculo caía y la tormenta se desencadenaba; se veían legiones de caballeros galopando lanza en ristre sobre las nubes mientras el viento deliraba entre los árboles. Bajé al living-room, encendí un gran fuego de leños y por teléfono invité a Lambert a venir a comer con nosotros; cuando Nadine no estaba presente para atizar los conflictos, Roberto y él evitaban de común acuerdo las cuestiones espinosas. Después de la comida Roberto se fue a su escritorio y mientras Lambert me ayudaba a levantar la mesa, Nadine llegó, los cabellos chorreantes de lluvia. Él le sonrió cariñosamente:
—Pareces una ondina. ¿Quieres comer algo?
—No. Comí con Vicente y Sézenac —dijo. Tomó sobre la mesa una servilleta y se frotó el pelo—. Hablamos de los campos rusos. Vicente opina como yo. Dice que es repugnante, pero que si se hace una campaña en contra los burgueses estarán contentísimos.
—Se llega a cualquier parte con ese tipo de razonamientos —dijo Lambert. Se encogió de hombros fastidiado—. Va a tratar de convencer a Perron para que no hable.
—Evidentemente —dijo Nadine.
—Espero que pierda su tiempo —dijo Lambert—. Le previne a Perron que si tapa este asunto salgo de L’Espoir.
—Ése es un argumento de peso —dijo Nadine con ironía.
—No tomes tus aires de superioridad —dijo Lambert con aire alegre—. En el fondo no me consideras tan mal como quieres hacerlo creer.
—Pero quizá menos bien de lo que crees —dijo sin amenidad.
—Eres amable ——dijo Lambert.
—¿Y es amable de tu parte dejarme ir sola a París?
—No parecías tener ganas de que yo fuera —dijo Lambert.
—No dije que no tenía ganas. Dije que hubieras podido proponérmelo.
Fui hacia la puerta y salí de la habitación. Oí que Lambert decía: —¡Vamos, no nos peleemos!
—Yo no me peleo —dijo Nadine.
Supuse que iban a pelearse toda la noche.
Al día siguiente bajé temprano al jardín; bajo el cielo enternecido por las lluvias de la noche el campo seguía maltrecho; la ruta estaba llena de baches, el césped cubierto de ramas muertas. Instalaba mis papeles sobre la mesa mojada cuando oí el arranque de la moto. Nadine corría sobre la ruta llena de pozos, el cabello al viento, la falda levantada sobre sus muslos desnudos. Lambert salió del pabellón, corrió hacia la reja gritando: «¡Nadine!», y volvió hacia mí con aire enloquecido.
—No sabe manejar —dijo con voz desesperada—. Y con esta tormenta hay ramas quebradas, árboles derribados a través de la ruta. ¡Va a pasar una desgracia!
—Nadine es prudente a su manera —dije para tranquilizarlo—. Yo también estaba inquieta; cuidaba su pellejo, pero no era diestra.
—Se apoderó de la llave mientras yo dormía. ¡Es tan testaruda! ——me miró con reproche—. Usted me dice que me quiere; ¡pero entonces tiene una manera muy rara de querer! Yo ayer lo único que quería era hacer las paces, usted lo sabe muy bien. No sirvió de mucho.
——¡Ah!, no es tan fácil llegar a entenderse —dije—. Tenga un poco de paciencia.
—¡Con ella se necesita mucha!
Se alejó y pensé tristemente: «¡Qué desencuentros!». Nadine corría por las rutas, las manos crispadas sobre el manubrio y quejándose al viento. «Lambert no me quiere. Nadie me ha querido nunca, salvo Diego, que ha muerto». Y entretanto, Lambert iba y venía por su habitación, el corazón lleno de dudas. Es difícil hacerse hombre en una época en que esa palabra está cargada de un sentido demasiado pesado: demasiados mayores muertos, torturados, condecorados, prestigiosos, se erigen en ejemplos a ese muchacho de veinticinco años que todavía sueña con ternura materna y protección viril. Pensé en esas tribus donde a los cinco años les enseñan a los varones a clavarse en carne viva espinas envenenadas: entre nosotros también para adquirir la dignidad de adulto un varón debe saber matar, hacer sufrir, hacerse sufrir. Abruman a las chicas de prohibiciones, a los muchachos de exigencias; son dos especies de bromas igualmente nefastas. Si hubieran querido ayudarse entre ellos, quizá Nadine y Lambert habrían logrado juntos aceptar su edad, su sexo, su lugar real en la tierra. ¿Se resolverían a quererlo?
Lambert almorzó con nosotros; vacilaba entre el miedo y la ira.
—¡Ya pasa los límites de una broma! —dijo con agitación—. No hay derecho de asustar así a la gente. Es maldad, es chantaje. ¡Un buen par de bofetadas es lo que merecería!
—No supone que usted está tan inquieto —dije—. Y además no hay motivo. Sin duda está durmiendo en un prado o tomando un baño de sol.
—A menos que no esté en la zanja, con la cabeza rota —dijo—. Es una loca. ¡Una loca!
Parecía verdaderamente angustiado. Yo lo comprendía. No estaba tan tranquila como lo pretendía. «Si algo hubiera ocurrido nos habrían telefoneado», me decía Roberto. Pero quizá era justo en ese minuto que la máquina patinaba y Nadine se estrellaba contra un árbol. Roberto trataba de distraerme; pero al caer la noche ya no ocultó su inquietud; hablaba de telefonear a la policía caminera cuando por fin oímos una moto.
Lambert llegó al camino antes que yo; la máquina estaba cubierta de barro, Nadine también; se apeó riendo y vi a Lambert darle dos sonoras bofetadas.
—¡Mamá! —Nadine se había arrojado sobre él y lo abofeteaba a su vez, gritando: «Mamá» con voz aguda. Él la tomó de las muñecas. Cuando llegué junto a ellos estaba tan pálido que creí que iba a desmayarse. La nariz de Nadine sangraba pero yo sabía que se hacía sangrar cuando quería, era una prueba que había aprendido en su infancia cuando se peleaba con otros tipos alrededor de los estanques del Luxemburgo.
—¿No les da vergüenza? —dije interponiéndome entre ellos como hubiera separado a dos chicos.
—¡Me pegó! —gritaba Nadine con voz histérica.
Rodeé sus hombros con mi brazo, limpié su nariz:
—¡Cálmate!
—Me pegó porque le tomé su moto. ¡Se la haré pedazos!
—¡Cálmate! —repetí.
—Se la romperé.
—Escucha —dije—. Lambert hizo mal en pegarte. Pero es natural que estuviera fuera de sí. Todos hemos tenido un miedo terrible. Creímos que habías tenido un accidente.
—¡Vaya lo que le hubiera importado! Pensaba en su moto; tuvo miedo que se la estropeara.
—Discúlpame, Nadine —dijo Lambert penosamente—, no debí hacerlo. Pero estaba trastornado. Podías haberte matado.
—¡Hipócrita! ¡Por lo que te importa!, lo sé. Te sería lo mismo que reventara; total, ya enterraste a otra.
—¡Nadine! —De blanco se había vuelto rojo; ya no había nada pueril en su rostro.
—Enterrada, olvidada, no tardaste mucho —gritó.
—Cómo te atreves tú; tú, que traicionaste a Diego con todo el ejército americano.
—Calla.
—Lo traicionaste.
Lágrimas de ira corrían por las mejillas de Nadine:
—Quizá lo he traicionado muerto. Pero tú permitiste que tu padre denunciara a Rosa cuando estaba viva.
Él permaneció un instante silencioso; luego dijo:
—No quiero volver a verte nunca. Nunca más.
Subió en su moto, y no encontré una palabra para detenerlo. Nadine sollozaba:
—Ven a descansar. Ven. —Me rechazó, se tiró sobre el pasto, gritaba—: Un tipo cuyo padre denunciaba a los judíos. ¡Y me acosté con él! ¡Y me abofeteó! ¡Lo merezco! ¡Bien hecho!
Gritaba. No quedaba otra cosa que dejarla gritar.