Enrique se revolvió sobre su catre; el viento soplaba a través de las paredes de piedras; a pesar de su manta y de sus tricotas tenía demasiado frío para dormirse; sólo su cabeza estaba caliente y le zumbaba como si tuviera fiebre: quizá la tenía; una liebre agradable a base de sol, de cansancio y de vino tinto. ¿Dónde estaba exactamente? En todo caso en un lugar donde nadie tenía ninguna razón de estar: era muy sedante. Ni nostalgias, ni preguntas: ese insomnio era casi tan sereno como un sueño sin sueños. Había renunciado a muchas cosas, ya no escribía, no se divertía todos los días, pero lo que había ganado, en cambio, es que tenía su conciencia tranquila y eso era enorme. Lejos de la tierra y de sus problemas, lejos del frío, del viento, de su cuerpo cansado, flotaba en un baño de inocencia. Levantó los párpados un instante; viendo la mesa oscura, la vela y ese hombre que escribía, pensó con satisfacción: «¡Es que estoy en la Edad Media!», y la noche volvió a cerrarse sobre esa alegre iluminación.
—¿No he soñado? ¿Anoche estuvo escribiendo?
—Trabajé un poco —dijo Dubreuilh.
—Lo tomé por el doctor Fausto.
Envueltos en sus mantas, agitadas por el viento, estaban sentados en el umbral del refugio; el sol se había levantado mientras dormían y el cielo estaba perfectamente celeste, pero bajo sus pies se extendía una carretera de nubes; por momentos el viento la desgarraba y se veía un pedazo de pradera.
—Todos los días trabaja —dijo Ana—. El decorado le importa poco; puede ser en un establo, bajo la lluvia, en una plaza pública, pero necesita escribir cuatro horas, después hace lo que uno quiere.
—¿Y qué es lo que uno quiere por el momento? —dijo Dubreuilh.
—Creo que sería acertado bajar; como panorama no se puede pedir nada mejor.
Corrieron a través de los matorrales hasta la aldea negruzca donde algunas viejas, sentadas en el umbral de las puertas, una almohadilla erizada de alfileres sobré las rodillas, agitaban ya sus husos; bebieron un brebaje oscuro en el modesto almacén donde habían dejado sus bicicletas, las recobraron y se instalaron en sus asientos; eran viejas máquinas cansadas por la guerra, que no tenían un aspecto muy brillante; la pintura estaba saltada, los guardabarros abollados, y los neumáticos hinchados por extrañas hernias; la de Enrique se movía tan dificultosamente que él se preguntó si podría aguantar hasta la noche; vio con alivio a los Dubreuilh detenerse a orillas de un arroyo que resultó ser el Loira; el agua estaba demasiado helada para bañarse, pero se mojó de pies a cabeza, y cuando tuvo que volver a andar en su bicicleta advirtió que después de todo las ruedas giraban: en verdad lo más herrumbrado era su cuerpo; volver a ponerlo en buen estado requería un verdadero trabajo; pero pasados los primeros dolores Enrique se sintió feliz de haber recuperado un instrumento tan bueno; había olvidado lo eficaz que puede ser un cuerpo; la cadena y las ruedas multiplicaban su esfuerzo, pero en fin, en toda esa mecánica, el único motor estaba formado por sus músculos, su respiración, su corazón: y la máquina devoraba una honesta ración de kilómetros, escalaba valientemente las gargantas.
—¡Parece que pica! —dijo Ana. Despeinada, tostada, los brazos desnudos, parecía mucho más joven que en París; Dubreuilh también estaba quemado y flaco; con su short, sus piernas musculosas, las arrugas de su rostro marcado, parecía un discípulo de Gandhi.
—¡Me siento mejor que ayer! —dijo Enrique.
Dubreuilh disminuyó la marcha y se puso a pedalear al lado de Enrique.
—Hay que confesar que ayer no era un campeón —dijo alegremente—. No nos ha contado nada todavía. ¿Qué pasó en París después de nuestra partida?
—Nada especial; hacía calor —dijo Enrique—. ¡Dios mío, qué calor hacía!
—¿Y en el diario? ¿No vio a Trarieux?
Había en la voz de Dubreuilh una curiosidad tan ávida que se parecía a la inquietud.
—No. A Lucas se le ha metido en la cabeza que si aguantamos dos o tres meses salimos del paso solos.
—Vale la pena intentarlo; pero tiene que tratar de no endeudarse más.
—Ya sé, ya no pedimos más dinero. Lucas piensa forzar la publicidad.
—Confieso que no creía que el tiraje de L’Espoir bajaría tanto —dijo Dubreuilh.
—Y bueno —dijo Enrique sonriendo—, si hay que terminar por aceptar los capitales de Trarieux no me voy a morir por eso. No será pagar demasiado caro el éxito del S. R. L.
—La verdad es que en la medida en que ha triunfado es gracias a usted —dijo Dubreuilh.
Su voz era todavía más reticente que sus palabras; no estaba satisfecho con el S. R. L.: era demasiado ambicioso; no se podía hacer salir del fondo de la tierra, del día a la mañana, un movimiento tan importante como el antiguo P. S. Enrique, por el contrario, se había sentido felizmente sorprendido por el éxito del mitin; no prueba gran cosa un mitin: no impide que no olvidaría tan rápido esos cinco mil rostros alzados hacia él. Le sonrió a Ana:
—Tiene su encanto la bicicleta. En cierto sentido es casi mejor que el auto.
Iban menos ligero; pero el olor de hierbas, de brezos, de pino, la dulzura o el fresco del viento penetraban hasta los huesos; y el paisaje era mucho más que un decorado: se le conquistaba palmo a palmo, a la fuerza; en el cansancio de las subidas, en la alegría de las bajadas, uno sentía todos sus accidentes, se le vivía en vez de mirarlo como a un espectáculo. Y lo que Enrique descubrió con satisfacción aquel primer día es que esa vida bastaba para llenarlo: ¡qué silencio en su cabeza! Las montañas, las praderas, los bosques se encargaban de existir en su lugar. «Qué raro —se decía—, una paz que no se confunde con el sueño».
—Ha elegido bien su itinerario —le dijo a Ana—. Es un paisaje precioso.
—Mañana también será lindo; ¿quiere ver sobre el mapa la etapa de mañana?
En la hostería donde acababan de comer, bebían un alcohol blanco de gusto asesino; Dubreuilh ya había instalado sus útiles en la punta de una mesa cubierta de hule.
—Muéstreme —dijo Enrique. Siguió dócilmente con la vista la punta del lápiz a lo largo de las líneas rojas, amarillas y blancas.
—¿Cómo puede elegir entre todas esas pequeñas rutas?
—Eso es lo divertido.
Lo que era divertido, pensaba Enrique al día siguiente, era ver hasta qué punto el porvenir se calcaba exactamente sobre sus proyectos: cada curva, cada subida, cada bajada, cada aldea estaban en el lugar previsto, ¡qué seguridad! Daba la impresión de que uno mismo segregaba su historia; y sin embargo, la metamorfosis de los signos impresos en verdaderas rutas, en verdaderas casas, daba lo que ninguna creación da: la realidad. Esa cascada estaba anunciada sobre el mapa con una marquita azul: no parecía menos sorprendente encontrar en el fondo de una garganta atormentada esa enorme catarata espumosa.
—Qué satisfactorio es mirar —dijo Enrique.
—Sí, lo malo es que uno no termina nunca —dijo Dubreuilh, con pesar—; da a la vez todo y nada, un golpe de vista.
No miraba todo, pero cuando un objeto lo fascinaba no terminaba de mirarlo; Enrique y Ana tuvieron que bajar detrás de él de roca en roca al pie del acantilado líquido; avanzó descalzo en el lecho hirviente hasta que el agua alcanzaba su short; cuando volvió a sentarse al borde de la plataforma dijo con autoridad:
—Es la más linda cascada que hayamos visto jamás.
—Siempre prefieres lo que estás viendo en ese momento —dijo Ana riendo.
—Es toda negra y blanca —dijo Dubreuilh—, eso es lo lindo; he buscado colores: ni un rastro de color; y por primera vez he visto con mis propios ojos que lo negro y lo blanco son exactamente la misma cosa. Debería entrar al agua e ir hasta esa gran piedra —le dijo a Enrique—; uno se da muy bien cuenta: la negrura del blanco, la blancura del negro, uno las ve.
—Creo en su palabra —dijo Enrique.
Un paseo al borde del Sena se volvía en boca de Dubreuilh tan aventurado como una expedición al Polo Norte; Enrique y Ana se habían reído de eso muy a menudo: es que no establecía ninguna diferencia entre percibir y descubrir; ningún ojo antes que él había contemplado una cascada, nadie sabía lo que es el agua, el negro, el blanco; librado a sí mismo, Enrique sin duda no hubiera observado todos los detalles de esos juegos de vapor y de espuma, esas metamorfosis, esas evanescencias, que Dubreuilh escrutaba como si hubiera querido conocer el destino de cada gota. «Uno puede irritarse contra él —pensaba Enrique mirándolo con afecto—, pero uno no puede prescindir de él». A su lado todo parecía importante, vivir parecía un gran privilegio y se vivía el doble. Ese paseo a través del campo francés, él lo transformaba en un viaje de exploración.
—Usted asombraría a los lectores —dijo Enrique sonriéndole a Dubreuilh, que contemplaba con aire absorto los últimos destellos de una puesta de sol.
—¿Y por qué? —dijo Dubreuilh con esa voz escandalizada que ponía cuando hablaban de él.
—Al leer sus libros uno piensa que solamente le interesan las personas, pero que la naturaleza no cuenta para usted.
—La gente vive en la naturaleza, ¿no?
Para Dubreuilh, un paisaje, una piedra, un color, era una cierta verdad humana; nunca las cosas lo conmovían a través de recuerdos, de sueños, de complacencias, ni por emociones que hubieran despertado en él, sino por el sentido que descifraba en ellas. Por supuesto, se detenía de mejor gana ante un grupo de segadores que ante una pradera desnuda; y cuando atravesaba una aldea su curiosidad se volvía insaciable; hubiera querido saberlo todo: lo que comían esos campesinos, cómo votaban, el detalle de sus trabajos, el color de sus pensamientos; para entrar en las granjas todos los pretextos le resultaban buenos: comprar huevos, pedir un vaso de agua, y en cuanto podía entablaba largas conversaciones.
Por la noche del quinto día, Ana pinchó en mitad de una bajada; después de caminar durante una hora encontraron una casa aislada habitada por tres mujeres jóvenes y sin dientes; cada una llevaba en brazos un bebé más o menos gordo, muy sucio; Dubreuilh se instaló en medio del patio tapizado de abono para arreglar la cámara y mientras pegaba los parches miraba a su alrededor ávidamente:
—Tres mujeres y ni un hombre; es raro ¿no?
—Los hombres están trabajando el campo —dijo Ana.
—¿A esta hora? —Metió en la pileta la goma hinchada y rojiza y las bolas de aire subieron a la superficie del agua—, otro pinchazo —dijo—, dime, ¿no crees que nos dejarían dormir en su granja?
—Voy a preguntarles.
Ana desapareció en el interior de la casa y volvió casi enseguida: —Les escandaliza que pensemos dormir sobre el heno, pero no tienen nada en contra; eso sí, quieren a toda costa que bebamos primero algo caliente.
—Me gusta dormir aquí —dijo Enrique—, porque como lejos de todo estamos lejos de todo.
A la luz de una lámpara humeante tomaron café de cebada tratando de conversar. Las mujeres estaban casadas con tres hermanos que poseían en común esa chacrita; hacía diez días que sus hombres habían bajado a Basse-Ardèche, donde se habían conchabado para recoger la lavanda, y ellas pasaban largos días silenciosos alimentando a las bestias y a los chicos; sabían más o menos sonreír, pero casi habían olvidado hablar. Aquí crecían castaños y las noches eran frescas, allí crecía la lavanda y para ganar algunos francos costaba mucho sudor; era más o menos todo cuanto sabían del mundo. Sí, estaban muy lejos de todo, tan lejos que hundiéndose en el heno, aturdido por todos esos olores y por todo ese sol almacenado en el pasto seco, Enrique soñaba que ya no existían ni rutas, ni ciudades: no había regreso.
Había una ruta que serpenteaba a través de los castaños y que bajaba hacia la llanura en senderos empinados; entraron alegremente al pueblito cuyos plátanos anunciaban ya el calor y las partidas de bochas del Mediodía; Ana y Enrique se sentaron en la terraza desierta del café más grande y pidieron algo de comer, mientras Dubreuilh iba a comprar los diarios; lo vieron cruzar algunas palabras con el diarero y atravesó la explanada a pasos lentos, mientras leía. Dejó el diario sobre la mesita y Enrique vio el título enorme: «Los americanos lanzan una bomba atómica sobre Hiroshima». Leyeron el artículo en silencio y Ana dijo con voz desesperada:
—¿Cien mil muertos? ¿Por qué?
Evidentemente, el Japón iba a capitular, era el final de la guerra, Le Petit Cévenol y L’Echó de l’Ardèche exultaban; pero ellos tres juntos no sentían sino una sola cosa: el horror.
—¿No hubieran podido primero amenazar, intimidar? —decía Ana—, hacer una demostración en un lugar desierto, quésé yo… ¿Estaban verdaderamente obligados alanzar esa bomba?
—Por supuesto que primero debieron tratar de presionar al gobierno —dijo Dubreuilh. Se encogió de hombros—. Sobre una ciudad alemana, sobre blancos, me pregunto si se hubieran atrevido, ¡pero sobre los amarillos! ¡Odian a los amarillos!
—Toda una ciudad volatilizada, debería molestarlos, de todos modos —dijo Enrique.
—Pienso que hay otra razón —dijo Dubreuilh—. Están encantados de mostrarle al mundo entero de lo que son capaces: así pueden manejar su política sin que nadie se atreva a intervenir.
—¡Y han matado a cien mil personas para eso! —dijo Ana.
Se habían quedado atontados ante su café con leche, la mirada fija sobre las atroces palabras, diciendo el uno después del otro y todos juntos las mismas frases inútiles:
—¡Dios mío! ¡Si los alemanes hubieran conseguido fabricar esa bomba! ¡De buena nos salvamos! —dijo Ana.
—Tampoco me gusta mucho saberla en manos de los americanos —dijo Dubreuilh.
—Aquí dicen que se podría hacer saltar toda la tierra —dijo Ana.
—Lo que Larguet me había explicado —dijo Enrique— es que la energía atómica, si un lamentable accidente la liberaba, no haría saltar la tierra sino que la privaría de su atmósfera: la tierra se convertiría en una especie de luna.
—No es mucho más alegre —dijo Ana.
No, no era alegre. Pero cuando volvieron a pedalear sobre una ruta asoleada las horribles palabras se vaciaron de todo sentido: una ciudad de cuatrocientas mil almas volatilizada, la naturaleza desintegrada: ya no despertaba ningún eco. Ese día estaba bien ordenado —azul en el cielo, verde en las hojas, amarillo en la tierra sedienta— y las horas se deslizaban una tras otra desde la madrugada fresca hasta el horno del mediodía; la tierra giraba alrededor del sol que le estaba asignado, indiferente a su carga de viajeros sin destino: ¿cómo creer, bajo ese sol tranquilo como la eternidad, —que hoy algunos poseían el poder de transformarla en una vieja luna? Sin duda, al pasear durante días enteros por la naturaleza se advertía que era un poco loca; había extravagancia en las pompas caprichosas de las nubes, en las rebeldías y los combates petrificados de las montañas, en la mezcolanza de insectos y el pulular frenético de los vegetales; pero era una locura dulce y estereotipada. Extraño pensar que al atravesar el cerebro humano se organizaba en delirio homicida.
—¡Y todavía tiene el valor de escribir! —dijo Enrique cuando sentados al borde de un río vio a Dubreuilh que sacaba sus papeles de la mochila.
—Es un monstruo —dijo Ana—. Trabajaría en medio de las ruinas de Hiroshima.
—¿Por qué no? —dijo Dubreuilh—. Siempre ha habido ruinas en alguna parte.
Tomó su estilográfica y permaneció un momento con la mirada perdida en el vacío; sin duda no era fácil escribir entre esas ruinas tan frescas; en vez de inclinarse sobre el papel dijo bruscamente:
—¡Ah, si al menos no nos hicieran imposible el ser comunistas!
—¿Quiénes? —dijo Ana.
—Los comunistas. Se dan cuenta: esa bomba ¡qué formidable medio de presión! No creo que los americanos vayan mañana a tirar una sobre Moscú, pero, en fin, tienen la posibilidad de hacerlo y no la dejarán olvidar. Es el momento en que habría que apretarse codo con codo y en lugar de eso estamos repitiendo todos los errores de la preguerra.
—Usted dice: nosotros —dijo Enrique—. Pero no somos nosotros los que hemos empezado.
—Sí, tenemos la conciencia tranquila. ¿Y qué hay con eso? —dijo Dubreuilh—. ¡Nos sirve de mucho! Si la división se produce seremos tan responsables como los comunistas: aún más, porque son los más fuertes.
—No sigo su idea —dijo Enrique.
—Son odiosos, de acuerdo; pero en lo que nos concierne no hay ninguna diferencia; desde el momento en que nos convierten en sus enemigos, seremos sus enemigos; inútil decirlo: es culpa de ellos; culpa o no, seremos los enemigos del único gran partido proletario de Francia; no es ciertamente lo que deseamos.
—¿Entonces hay que ceder al chantaje?
—Nunca he admirado a la gente que se destruye para no ceder —dijo Dubreuilh—. Chantaje o no hay que mantener la unión.
—La única unión que ellos encaran sinceramente es la disolución del S. R. L. y la adhesión de todos sus miembros al P. C.
—Puede que lleguemos a eso.
—¿Usted podría afiliarse al P. C.? —preguntó Enrique con sorpresa—. ¡Hay tantas cosas que lo separan de los comunistas!
—Uno se las arregla —dijo Dubreuilh—. En caso de necesidad sabré callarme.
Tomó sus papeles y se puso a trazar palabras. Enrique desparramó sobre el pasto los libros que había sacado de su mochila; desde que ya no escribía había leído un montón de libros que lo habían hecho pasear alrededor del mundo; estos días descubría las Indias y la China: no era muy alegre. Muchas cosas parecían fútiles cuando uno pensaba en esos cientos de miles de hambrientos. Tal vez sus reticencias respecto al P. C. también eran fútiles. Lo que más les reprochaba era que trataran a la gente como cosas: si uno no confía en su libertad, en su juicio, en su buena voluntad, no vale la pena ocuparse de sus semejantes; y uno se ocupa mal. Pero es un agravio que sólo tiene sentido en Francia, en Europa, donde la gente ha alcanzado un cierto nivel de vida, un mínimo de autonomía y de lucidez; cuando se trata de muchedumbres embrutecidas de miseria y de superstición, ¿qué quiere decir tratarlas como hombres? Hay que darles de comer, eso es todo. La hegemonía americana: es la subalimentación, la opresión a perpetuidad para todos los países de Oriente; no tienen más salida que la U. R. S. S.: la única salida para una humanidad liberada de la necesidad, de la esclavitud y de la tontería, es la U. R. S. S.; entonces hay que hacer todo para ayudarla. Cuando millones de hombres son sólo animales enloquecidos de necesidades, la humanidad es irrisoria y el individualismo una porquería. ¿Cómo atreverse a reclamar para sí esos derechos superiores: juzgar, decidir, discutir libremente? Enrique arrancó una brizna de pasto y la mascó lentamente. Puesto que de todas maneras no se puede vivir a su gusto, ¿por qué no renunciar del todo? Perderse en el seno de un gran partido, confundir su voluntad con una enorme voluntad colectiva: ¡qué paz, qué fuerza! En cuanto uno abre la boca habla en nombre de toda la tierra, el porvenir se convierte en nuestra obra personal: vale la pena aguantar muchas cosas. Enrique arrancó otra brizna de pasto. «No impide que día a día yo aguantaría muy mal —se dijo—. Es imposible pensar lo que uno no piensa, querer lo que uno no quiere; para hacer un buen militante hay que tener la fe del carbonero, yo no la tengo. Y además ése no es el problema —se dijo exasperado. Decididamente era un idealista—. ¿De qué serviría mi adhesión? He aquí el único problema concreto. Evidentemente no aportaría un solo grano de arroz a un hindú».
Dubreuilh ya no se interrogaba: escribía. Siguió escribiendo todos los días. En ese dominio nada podía perturbarlo. Una tarde, mientras almorzaban en un villorrio al pie del Aigoual, una tormenta estalló tan brutalmente que las bicicletas fueron derrumbadas, dos mochilas arrastradas y el manuscrito de Dubreuilh partió a la deriva sobre un torrente de barro; cuando lo pescó, las palabras se extendían en largos regueros negros sobre las hojas empapadas de un agua amarillenta. Puso a secar sus papeles tranquilamente, recopió los pasajes más estropeados y uno tenía la impresión de que en caso de necesidad se dedicaría a rehacer su libro de punta a cabo con la misma indiferencia. Sin duda alguna hacía bien en empecinarse puesto que se encontraba razones para ello, y a veces, al mirar su mano deslizarse sobre el papel, Enrique sentía una especie de nostalgia en su propia muñeca.
—¿No puedo leer algunas páginas de su manuscrito? ¿En qué está exactamente? —preguntó Enrique aquella tarde en que sentado a la sombra de un café en Valencia esperaban que el calor cediera.
—Escribo un capítulo sobre la idea de cultura —dijo Dubreuilh—; ¿qué quiere decir ese hecho de que el hombre no pare de hablar de sí mismo? ¿Y por qué ciertos hombres deciden hablar de otros? En otros términos, ¿qué es un intelectual? ¿Esta decisión no hace de ellos una especie aparte? ¿Y en qué medida la humanidad puede reconocerse en la imagen que se da de sí misma?
—¿Y cuál es su conclusión? —dijo Enrique—. ¿Qué la literatura conserva un sentido?
—Por supuesto.
—¡Escribir para demostrar que uno tiene razón! —dijo Enrique riendo—. Es maravilloso.
Dubreuilh lo miró con curiosidad:
—Vamos, usted volverá a empezar uno de estos días.
—No hoy en todo caso —dijo Enrique.
—Hoy o mañana, qué importancia tiene.
—Tampoco será para mañana.
—¿Pero por qué? —dijo Dubreuilh.
—Usted escribe un ensayo, es distinto; pero escribir una novela en este momento, admita que es descorazonador.
—¡No lo admito! Y nunca he comprendido por qué ha abandonado la suya.
—Es por su culpa —dijo Enrique sonriendo.
—¡Cómo mi culpa! —Dubreuilh se volvió con indignación hacia Ana—. ¿Lo oyes?
—Usted me predicó la acción: y la acción me asqueó de la literatura —Enrique hizo una seña al camarero, que dormitaba de pie contra la caja—. Quisiera otra cerveza. ¿Usted no?
—No, tengo demasiado calor —dijo Ana.
Dubreuilh hizo sí con la cabeza:
—Explíquese —repitió.
—¿Qué cuerno le importa a la gente lo que yo pienso o lo que yo siento? —dijo Enrique—. Mis miserables historias no interesan a nadie; y la gran historia no es un tema de novela.
—Pero todos tenemos nuestras pobres historias que no interesan a nadie —dijo Dubreuilh—; por eso nos encontramos en las del vecino, y si sabe contarlas, finalmente interesa a todo el mundo.
—Eso es lo que yo pensaba al empezar mi libro —dijo Enrique. Tomó un trago de cerveza. No tenía ganas de explicarse. Miró a los dos viejos que jugaban al chaquete en el extremo de la banqueta roja. ¡Qué paz en esa sala de café; otra mentira! Hizo un esfuerzo para hablar. Lo fastidioso— dijo —es que la parte personal de una experiencia, son errores, espejismos. Cuando se ha comprendido eso ya no se tienen más ganas de contarla.
—No veo lo que quiere decir —dijo Dubreuilh.
Enrique vaciló:
—Supongamos que usted ve luces, de noche, al borde del agua. Es lindo. Pero cuando sabe que iluminan suburbios donde la gente revienta de hambre, pierden toda su poesía, no es sino una ilusión óptica. Usted me dirá que se puede hablar de otra cosa; por ejemplo: de esa gente que revienta de hambre. Pero entonces prefiero referirme a ella en mis artículos o en un mitin.
—Yo no le diría eso de ninguna manera —dijo Dubreuilh vivamente—. Esas luces brillan para todo el mundo. Evidentemente, primero es necesario que la gente coma; pero de nada sirve comer si nos suprimen todas las pequeñas cosas que dan placer a la vida. ¿Por qué viajamos? Porque pensamos que los paisajes no son ilusiones ópticas.
—Pongamos que un día todo eso recobrará un sentido —dijo Enrique—. ¡Por el momento hay tantas cosas más importantes!
—Pero eso tiene un sentido hoy —dijo Dubreuilh—. Cuenta en nuestras vidas, entonces tiene que contar en nuestros libros —agregó con brusca irritación—. ¡Parecería que la izquierda está condenada a una literatura de propaganda en la cual cada palabra debe ser edificante!
—Ah, no me gusta ese género de literatura —dijo Enrique.
—Ya lo sé, pero no ensaya otra cosa. ¡Sin embargo, hay de qué ocuparse! —Dubreuilh miró a Enrique con aire apremiante—. Por supuesto, si escribe haciendo maravillas sobre esas lucecitas, olvidando lo que significan, uno es un cochino; pero justamente: encuentre una manera de hablar de ellas que no sea la de los estetas de derecha; haga sentir a la vez lo que tienen de lindo y la miseria de los suburbios. Eso debería proponerse una literatura de izquierda —agregó con voz animada—, hacernos ver las cosas con una nueva perspectiva, reponiéndolas en su lugar verdadero; pero no empobrezcamos el mundo. Las experiencias personales, lo que usted llama espejismos, existen.
—Existen —dijo Enrique sin convicción.
Quizá Dubreuilh tenía razón, quizá había un medio de recuperarlo todo, quizá la literatura conservaba un sentido. Pero por el momento le parecía más urgente a Enrique comprender ese mundo que recrearlo con palabras; prefería sacar de su mochila un libro ya hecho que papel en blanco.
—¿Sabe lo que va a pasar? —dijo Dubreuilh con vehemencia—. Los libros de los tipos de derecha terminarán por valer más que los nuestros, y la juventud se precipitará sobre los Volange.
—¡Oh, Volange nunca tendrá a la juventud con él! —dijo Enrique—. A la juventud no le gustan los vencidos.
—Somos nosotros los que corremos el riesgo de hacer muy pronto el papel de vencidos —dijo Dubreuilh. Miró a Enrique con insistencia—. Me desespera que no escriba más.
—Ya volveré a escribir tal vez —dijo Enrique.
Hacía demasiado calor para discutir. Pero él sabía que no volvería a empezar tan pronto; la ventaja es que por fin tenía tiempo de instruirse; en cuatro meses había llenado muchas lagunas. En cuanto volviera a París, dentro de tres días, iba a trazarse un plan de estudios serio, y quizá dentro de uno o dos años lograra tener por la menos un embrión de cultura política.
«¡Con tal que Paula todavía no haya vuelto!», se decía a la mañana siguiente mientras pedaleaba sin entusiasmo a través de un bosque cuya sombra delgada atenuaba apenas los furores del cielo. Había dejado que Ana y Dubreuilh se le adelantaran; estaba solo cuando entró en el claro; manchas de sol temblaban sobre la hierba, y no comprendió por qué sentía que se le oprimía el corazón. No era a causa del galpón quemado; se parecía a muchas otras ruinas suavemente roídas por la indiferencia y el tiempo; quizá fuera a causa del silencio: ni un pájaro, ni un insecto, sólo se oía el ruido de la granza bajo los neumáticos, un ruido de lujo. Ana y Dubreuilh habían bajado de sus bicicletas y miraban algo. Enrique los alcanzó y vio que eran cruces: cruces blancas, sin nombre, sin flores. El Vercors. Esa palabra color oro quemado, color paja y ceniza, rudo y seco, pero que arrastraba tras él un relente de frescura campesina, ya no era el nombre de una leyenda. El Vercors. Era ese país de montañas de pelambre húmeda y rojiza, de bosques transparentes, donde el sol implacable hacía resaltar las cruces.
Se alejaron en silencio; el camino se hacía tan abrupto que había que caminar empujando las bicicletas. El calor se filtraba a través de la sombra pálida; Enrique sentía correr sobre su rostro el sudor, que chorreaba sobre la frente de Ana y las mejillas bronceadas de Dubreuilh; y sin duda en todos los corazones se agitaban las mismas palabras. Una pradera tan verde para armar su carpa. Era uno de esos lugares inocentes y secretos de los cuales uno pensaba antes: aquí, al menos, la guerra, el odio, no lograrán deslizarse; ahora se sabía que en ninguna parte existía un refugio. Siete cruces.
—¡Aquí está la garganta! —gritó Ana.
A Enrique le gustaban esos momentos en que después de una ascensión ciega la mirada planea sobre un gran pedazo de tierra domesticada con sus campos, sus cercos, sus rutas, sus aldeas; la luz moja la pizarra o patina las tejas rojas. Vio primeramente la barrera de montañas que se apoyaba en el cielo, y luego descubrió la gran meseta que se tostaba desnuda bajo el sol; como en todas las otras mesetas de Francia había granjas, aldeas, villorrios; pero ni tejas ni pizarra, ningún tejado. Paredes; paredes de desigual altura, caprichosamente desgarradas y que no amparaban nada.
—Por más que uno sepa —dijo Ana—. Por más que uno crea saber.
Permanecieron un momento inmóviles; y se pusieron a bajar con prudencia el camino pedregoso que flagelaba duramente la tierra; desde hacía ocho días hablaban de Hiroshima, computaban cifras, cambiaban frases cuyo sentido era atroz y nada se conmovía en ellos; y de pronto bastaba una mirada, el horror estaba ahí y el corazón se crispaba.
Dubreuilh frenó bruscamente:
—¿Qué pasa?
A través de las brumas que temblaban sobre la aldea un clarín sonaba; Enrique se detuvo y vio a sus pies, a lo largo de la ruta principal, camiones militares, tanques, autos, jardineras.
—¡Es la fiesta! —dijo—, no preste atención, pero oí a la gente del hotel hablar de una fiesta en algún lado.
—¡Una fiesta militar! ¿Qué vamos a hacer? —dijo Dubreuilh.
—No podemos volver a subir, ¿no es cierto? —dijo Ana—. Ni detenernos bajo este sol.
—No podemos —dijo Dubreuilh con aire consternado.
Siguieron bajando; a la izquierda de la aldea incendiada había un cantero de cruces blancas florecidas de ramos rojos; los soldados ingleses marchaban a paso de desfile, sus chechias brillaban. De nuevo la fanfarria cubrió el silencio de las fosas.
—Parece que ya termina, menos mal que tenemos suerte —dijo Enrique.
—Disparemos a la derecha —dijo Dubreuilh.
Los soldados asaltaron los camiones y la muchedumbre se dispersó; hombres, mujeres, niños, viejos, todos estaban vestidos de negro y se cocinaban dentro de sus hermosos trajes de luto; en auto, en jardinera, en bicicleta, en moto, a pie, habían venido de todos los pueblos, de todos los villorrios; eran cinco mil, diez mil quizá, los que se disputaban la sombra de los árboles muertos y de las paredes calcinadas; de cuclillas en las zanjas, semiacostados contra los coches, desenvolvían grandes panes y botellas de vino tinto. Ahora que los muertos habían quedado convenientemente cubiertos de discursos, de flores y de música militar, los vivos comían.
—Me pregunto; ¿dónde vamos a poder instalarnos? —dijo Ana.
Después de la dura etapa de la mañana uno tenía ganas de extenderse al fresco, de tomar agua helada; empujaron melancólicamente sus bicicletas a lo largo de la ruta hormigueante de viudas y de huérfanos; ni un soplo de viento; los camiones que bajaban hacia el valle levantaban un enorme polvo blanco.
—¿Dónde encontrar sombra? ¿Dónde? —dijo Ana.
—Esas mesas están a la sombra —dijo Dubreuilh. Señalaba largas mesas armadas contra un galpón de madera, pero donde todos los lugares parecían ocupados; unas mujeres transportaban grandes tachos con puré que distribuían a la redonda a cucharadas.
—¿Es un banquete o un restaurante? —preguntó Ana.
—Vamos a ver; comería con gusto otra cosa que huevos duros —dijo Dubreuilh.
Era un restaurante, y la gente se empujó un poco sobre los bancos para hacerles lugar; Enrique se sentó frente a Dubreuilh, al lado de una mujer con pesados crespones cuyos ojos estaban bordeados de orzuelos rojos. Una boñiga blanca se aplastó contra su plato y con la punta del tenedor un hombre le tiró encima un pedazo de carne sangrienta; los cestos de pan, las botellas de vino circulaban de mano en mano; la gente comía en silencio y esa glotonería etiquetada le recordaba a Enrique los entierros campesinos a los que había asistido en su infancia; pero aquí eran centenares de viudas, de huérfanos, de parientes enlutados que mezclaban al sol sus penas y el olor de su sudor. El viejo sentado junto a Enrique le pasó una botella de vino tinto.
—Dele de beber —dijo, señalando a la mujer de los orzuelos—, es la viuda de los ahorcados de Saint-Denis.
A través de la mesa una mujer preguntó:
—¿Su marido es el que habían colgado de los pies?
—No, ése no era el suyo; el suyo es aquel al que le faltaban los ojos.
Enrique le sirvió un vaso de vino a la viuda; no se atrevía a mirarla y de pronto se sintió bañado en sudor bajo su camisa liviana; se volvió hacia el viejo:
—¿Eran paracaidistas los que quemaron Vassieux?
—Sí; cayeron cuatrocientos; se imagina; no les costó mucho trabajo. En Vassieux es donde hubo más muertos, por eso tienen derecho al gran cementerio.
—El gran cementerio para todo el Vercors —dijo la mujer de enfrente con orgullo—. ¿Usted es el tío de René el grandote? —agregó—; el que encontraron en la gruta con Février, hijo.
—Sí; yo soy el tío —dijo el viejo.
Alrededor de la mesa las lenguas se habían soltado y mientras bebían vino tinto revolvían recuerdos de horror: en San Roque los alemanes habían encerrado a hombres y mujeres en la iglesia, y después de haberle prendido fuego permitieron salir a las mujeres; dos de ellas no habían salido.
—Ya vuelvo —dijo Ana, levantándose bruscamente—. Voy…
Dio algunos pasos y cayó cuan larga era contra la pared de la barraca. Dubreuilh se precipitó y Enrique lo siguió. Estaba con los ojos cerrados, blanca, y tenía la frente cubierta de sudor.
—Me siento mal —balbuceó ahogando un hipo en su pañuelo. Al cabo de un instante abrió los ojos—. Ya está pasando, es el vino tinto.
—El vino, el sol, la fatiga —dijo Dubreuilh; la ayudaba a inventarse pretextos, pero sabía con seguridad que era robusta como un percherón.
—Debería recostarse a la sombra y descansar —dijo Enrique—. Vamos a buscar un rincón tranquilo. ¿Puede andar cinco minutos?
—Sí, sí, estoy mejor ahora, discúlpenme.
Desmayarse, llorar, vomitar, las mujeres tienen ese recurso; pero tampoco sirve de nada. Estamos sin recursos frente a los muertos. Subieron a sus bicicletas; el aire quemaba como si la aldea hubiera sido incendiada por segunda vez; bajo cada parva, cada arbusto, había gente tirada; los hombres se habían sacado sus chaquetas ceremoniosas, las mujeres se remangaban, y desabrochaban los vestidos; se oían cantos, risas, grititos cosquillosos. ¿Qué otra cosa podían hacer sino beber, reír, hacerse cosquillas? Desde el momento que estaban vivos tenían que vivir.
Anduvieron cinco kilómetros antes de descubrir contra un tronco de árbol casi seco una sombra descarnada; sobre el suelo, erizado de paja y de guijarros, Ana extendió su impermeable y se acostó recogida sobre sí misma. Dubreuilh sacó de su mochila papeles con olor a barro que parecían mojados en lágrimas. Enrique se sentó junto a ellos y apoyó la cabeza contra la corteza del árbol; no podía ni dormir ni trabajar. De pronto le parecía idiota querer instruirse. Los partidos políticos en Francia, la economía del Don, los petróleos del Irán, los problemas actuales de la U, R. S. S., todo eso ya era el pasado; esa nueva era que se abría no estaba prevista en los libros; ¿y qué peso tenía una sólida cultura política contra la energía atómica? El S. R. L., L’Espoir, obrar, ¡qué broma fúnebre! Los hombres de buena voluntad podían tranquilamente declararse en huelga; los sabios y los técnicos estaban fabricando bombas, antibombas, superbombas: ellos tenían el porvenir entre sus manos. ¡Un dichoso porvenir! Enrique cerró los ojos. Vassieux; Hiroshima. En un año se había adelantado mucho. Vendría la próxima guerra. Y la postguerra sería todavía más perfecta que ésta. A no ser que no haya postguerra. A menos que el vencido se divierta en hacer saltar el globo. Sería muy posible. No se rompería en pedazos, admitamos; seguiría girando sobre sí mismo, helado, desierto: no era mucho más agradable de imaginar. La idea de la muerte ni siquiera había molestado a Enrique; pero de pronto ese silencio lunar lo espantaba: ¡no habría, más hombres! Frente a esa eternidad sordomuda, ¿qué significado tenía alinear palabras, organizar mítines? Bastaba esperar en silencio el cataclismo universal o su pequeña muerte personal. Nada era nada.
Abrió los ojos. La tierra estaba caliente, el cielo brillaba. Ana dormía y Dubreuilh escribía que uno tiene razón de escribir. Dos campesinas enlutadas, con los zapatos blancos de polvo, se apresuraban hacia el pueblo con los brazos cargados de rosas rojas. Enrique las siguió con la mirada. ¿Las mujeres de San Roque florecían las cenizas de sus maridos? Era probable. Se habrían convertido en viudas honorables. ¿O quizá las señalaban con el dedo? ¿Y por dentro cómo se las arreglaban? ¿Habían olvidado un poco, mucho, nada? Un año: es corto, es largo. Los camaradas muertos estaban bien olvidados, olvidado ese porvenir que las jornadas de agosto prometían: felizmente; es malsano aferrarse al pasado; sin embargo, uno no se siente muy orgulloso cuando comprueba que más o menos lo ha renegado. Por eso han inventado ese enjuague: conmemorar; ayer sangre, hoy vino tinto discretamente salado con lágrimas; hay mucha gente que se tranquiliza con eso. A otros debe parecerles odioso. Supongamos que una de esas mujeres haya estado enamorada de su marido: ¿qué podrían decirle las fanfarrias y los discursos? Enrique miró fijamente las montañas rojizas. La veía, de pie ante el ropero, poniéndose sus crespones, las fanfarrias sonaban y ella gritaba: «No puedo, no quiero». Le contestaban: «Es necesario». Le ponían rosas rojas en los brazos, le suplicaban en nombre de la aldea, en nombre de Francia, en nombre de los muertos. Afuera empezaba la fiesta. Ella se arrancaba los velos. ¿Y entonces? La visión se nubló. «Vamos —se dijo Enrique—. He decidido no volver a escribir». Pero no se movió, su mirada continuaba fija. Tenía una necesidad absoluta de decidir lo que iba a ocurrirle a esa mujer.
Enrique volvió a París antes que Paula. Alquiló un cuarto frente al diario, y como L’Espoir vivía lentamente durante ese tórrido verano, se pasaba las horas ante su mesa de escribir. «Es divertido escribir una pieza», se decía. Esa pesada tarde roja de vino, de flores, de calor y de sangre se había convertido en una pieza, su primera pieza. Sí; siempre ha habido razones para no escribir, pero no pesan mucho en cuanto el deseo de escribir vuelve a apoderarse de uno.
Paula aceptó sin protestar la idea de que Enrique en adelante compartiría sus noches entre el estudio rojo y el hotel, pero al día siguiente a la primera noche que no fue a dormir vio bajo sus ojos ojeras tan profundas que tuvo que prometerse no volver a empezar; no importa; de tanto en tanto se encerraba en su cuarto y eso le daba la impresión de haberse liberado un poco. «No hay que pedir demasiado», se decía; bastaba ser modesto para tener un montón de pequeñas satisfacciones.
La situación de L’Espoir, sin embargo, seguía siendo precaria; Enrique tuvo serias inquietudes cuando descubrió un jueves que la caja estaba vacía: Lucas se burló de él; acusaba a Enrique de tener en las cuestiones de dinero una mentalidad de almacenero; quizá fuera verdad; en todo caso estaba resuelto que la cuestión finanzas era el renglón de Lucas, y Enrique le dejaba carta blanca. La verdad es que Lucas encontró la manera de pagar el sábado al personal. «Un adelanto sobre un contrato de publicidad», explicó. No hubo nuevas alertas.
El tiraje de L’Espoir no repuntaba, pero, en fin, milagrosamente, seguía camino. Por otra parte, el S. R. L. no se había convertido en un movimiento de masas, pero ganaba terreno en provincias; y lo más reconfortante era que los comunistas ya no lo atacaban: despuntaba la esperanza de una unión duradera. Por unanimidad, el comité decidió en noviembre sostener a Thorez contra de Gaulle. «Facilita mucho la vida sentirse de acuerdo con sus amigos, sus aliados, consigo mismo», pensaba Enrique mientras conversaba sin mucha coherencia con Samazelle, que había ido a llevarle un artículo sobre la crisis; las rotativas ronroneaban, afuera era una hermosa noche de otoño y en alguna parte Vicente cantaba con voz desentonada y alegre; hasta Samazelle tenía sus lados buenos, después de todo; le predecían un gran éxito a su libro sobre el maquis, del cual Vigilance publicaba algunos extractos, y se sentía tan ingenuamente contento con ese futuro triunfo que su cordialidad parecía casi sincera.
—Voy a hacerle una pregunta indiscreta —dijo Samazelle. Sonrió ampliamente—. Alguien ha dicho que nunca son indiscretas las preguntas sino las respuestas; no está obligado a contestarme. Hay algo que me intriga —agregó— ¿con un tiraje tan limitado, cómo L’Espoir consigue sobrevivir?
—No tenemos fondos secretos —dijo Enrique alegremente—; la explicación es que hacemos mucha más publicidad que antes; los pequeños anuncios, entre otras cosas, son un gran recurso.
—Creo tener una idea bastante exacta del presupuesto publicitario de ustedes —dijo Samazelle—; y bien, según mis cálculos deberían estar netamente en déficit.
—Tenemos deudas bastante grandes.
—Ya sé; pero sé que desde julio no han aumentado; eso es lo que me parece maravilloso.
—Debe de haber un error en sus cálculos —dijo Enrique en tono superficial.
—Hay que creerlo —dijo Samazelle.
No parecía muy convencido, y Enrique cuando se encontró solo se sintió irritado consigo mismo; debería haber podido proporcionarle cifras precisas. «Milagroso» era justamente la palabra que había acudido a sus labios cuando Lucas sacó de una caja antes vacía la plata de los sueldos. «Un adelanto sobre un contrato publicitario». Enrique había dado muestras de una gran ligereza al contentarse con esa explicación. ¿Qué contrato? ¿De cuánto era el adelanto? ¿Y Lucas había dicho la verdad? Enrique se sentía nuevamente inquieto. Samazelle no tenía en su poder todos los datos pero sabía calcular. ¿Cómo se las arreglaba exactamente Lucas? ¿Quién sabe si no pedía dinero a título personal? Nunca se hubiera entregado a combinaciones deshonestas, pero de todas maneras había que saber de dónde salía el dinero. Cuando las oficinas se hubieron vaciado, hacia las dos de la mañana, Enrique entró a la sala de redacción; Lucas estaba haciendo cuentas; por tarde que Enrique se fuera del diario, Lucas siempre se quedaba y hacía cuentas.
—Si tienes un minuto vamos a mirar juntos los libros —dijo Enrique—. Quisiera comprender algo de nuestras finanzas.
—Estoy en pleno trabajo —dijo Lucas.
—Puedo esperar. Voy a esperar —dijo Enrique sentándose en el borde de la mesa.
Lucas estaba en mangas de camisa, llevaba unos tiradores que Enrique miró durante un largo rato: tiradores amarillos. Alzó la cabeza.
—¿Para qué quieres jorobarme con esas historias de dinero? —dijo—. Confía en mí.
—¿Por qué me pides mi confianza cuando es tan fácil mostrarme los libros? —dijo Enrique.
—No comprenderás nada. La contabilidad es un mundo.
—Otras veces me has explicado y he comprendido; no es, sin embargo, una cosa del otro mundo.
—Vamos a perder un tiempo loco.
—No será tiempo perdido. Me molesta no saber cómo te las arreglas. Vamos, muéstrame los libros. ¿Por qué no quieres?
Lucas movió las piernas bajo la mesa; un grueso almohadón de cuero sostenía sus pies doloridos; dijo con fastidio:
—Todo no está anotado en los libros.
—Es justamente lo que me interesa —dijo Enrique vivamente—: Lo que no está marcado. —Sonrió—. ¿Qué es lo que me ocultas? ¿Has hecho deudas?
—Me lo has prohibido —dijo Lucas en tono rezongón.
—¿Entonces qué? ¿Extorsionas a alguien? —dijo Enrique con una voz que bromeaba a medias.
—¡Voy a hacer de L’Espoir un diario de chantaje, yo! —Lucas meneó la cabeza—. No duermes bastante.
—Escucha —dijo Enrique—, las adivinanzas no me divierten. No quiero que L’Espoir viva de enjuagues. Guarda tus secretos, pero mañana temprano telefoneo a Trarieux.
—Eso es un chantaje —dijo Lucas.
—No, es prudencia. El olor del dinero de Trarieux lo conozco; pero en cambio los billetes que cayeron a la caja el sábado pasado, no sé de dónde vienen…
Lucas vaciló:
—Era… una contribución voluntaria.
Enrique miró a Lucas con aprensión; una mujer fea, tres chicos, barriga, tiradores, gota, una cara dormida, parecía de toda confianza; pero en el 41 habían advertido que un vientecito de locura podía atravesar esa masa de carne: hasta era gracias a eso que había nacido L’Espoir. ¿Acaso esa brisa de extravagancia había soplado de nuevo?
—¿Le sacaste plata a alguien?
—Soy incapaz —dijo Lucas con un suspiro—. No, se trata de una donación, de una simple donación.
—No se dan así sumas semejantes. ¿Una donación de quién?
—Prometí guardar el secreto.
—¿A quién? —dijo Enrique con una sonrisa—. Vamos, no me he criado con leche de higo, el generoso contribuyente no prende.
—Te juro que existe —dijo Lucas.
—¿No es Lambert por casualidad?
—¡Lambert! Le importa un comino del diario; salvo para verte, nunca pone los pies aquí. ¡Lambert!
—¿Entonces quién? Vamos, desembucha —dijo Enrique con impaciencia—, o de lo contrario telefoneo.
—No dirás que te lo he dicho —dijo Lucas con voz ronca—. ¿Me lo prometes?
—Te lo juro sobre tu cabeza.
—Bueno: es Vicente.
Enrique miró con estupefacción a Lucas, que se miraba los pies:
—¿Pero estás loco? ¿No sospechas cómo Vicente consigue el dinero? ¿Qué edad tienes?
—Cuarenta años —dijo Lucas malhumorado—. Y sé que Vicente ha buscado oro en los consultorios de los dentistas colaboracionistas: no veo que tenga nada de malo. Si tienes miedo de ser acusado por complicidad, tranquilízate, he tomado mis precauciones.
—¿Y Vicente? ¡Supongo que él también toma sus precauciones! Va a dejar el pellejo en ese juego de imbécil, ¿no lo comprendes? ¿Tienes agua en el cerebro o qué? ¿Estarás orgulloso el día en que ese tilingo se haya dejado pescar?
—No le he pedido nada —dijo Lucas—. Si le hubiera rechazado su dinero lo daba a un dispensario para perros.
—¿Pero no comprendes que al aceptar lo alentabas a continuar? ¿Cuántas veces nos sacó del pantano?
—Tres veces.
—¿Y creías que eso iba a continuar? Estás tan chiflado como él.
Enrique se levantó y caminó hacia la ventana. En el mes de mayo, cuando supo que Vicente había hecho entrar a Nadine a su barra, le había pegado una felpeada. Y lo había mandado por un mes a África. Vicente había afirmado al regreso que se había comprado una conducta: ¡era eso!
—Tengo que encontrar la manera de asustarlo —dijo Enrique.
—Me prometiste guardar el secreto —dijo Lucas—. Me había hecho jurar que no lo sabrías, sobre todo tú.
—Por supuesto —Enrique volvió hacia la mesa—. De todas maneras lo que puedo decirle o la nada es lo mismo.
—Tenemos que levantar un pagaré dentro de diez días —dijo Lucas—. No podremos pagarlo.
—Mañana mismo voy a ver a Trarieux —dijo Enrique.
—Si siquiera pudiéramos ganar un mes o dos: casi hemos salido a flote.
—Casi no basta —dijo Enrique—. ¿Para qué emperrarse? El tiraje no sube y corremos el riesgo de que a la larga Trarieux cambie de opinión —Enrique puso su mano sobre el hombro de Lucas—. Puesto que seremos tan libres como antes, ¿qué puede importar?
—Ya no será lo mismo —dijo Lucas.
—Será exactamente igual, salvo que ya no tendremos angustias monetarias.
—¡Pero era lo más divertido! —dijo Lucas suspirando.
Enrique, por el contrario, estaba más bien aliviado ante la idea de que la cuestión dinero iba a quedar definitivamente resuelta; con una total serenidad entró dos días más tarde en el despacho de Trarieux: un despacho lleno de libros que anunciaba a un intelectual más que a un hombre de negocios; pero el mismo Trarieux, delgado, elegante, semicalvo, tenía el aspecto de un rico industrial.
—¡Pensar que durante toda la ocupación hemos trabajado tan cerca el uno del otro y que nunca nos hemos encontrado! —dijo apretando con vigor la mano de Enrique—. Usted conoce muy bien a Verdelin, ¿no es cierto?
—Por supuesto, ¿usted estaba en su sección?
—Sí; era un hombre notable —dijo Trarieux con un tono discretamente fúnebre; una sonrisa de soberbia redondeó puerilmente su rostro—. Gracias a él conocí a Samazelle —le hizo a Enrique la señal de sentarse y se sentó a su vez—. En esa época lo que contaba era el valor humano, no el dinero.
—Todo eso está lejos —dijo Enrique por decir algo.
—En fin, es un consuelo poder utilizar el dinero para defender ciertos valores —dijo Trarieux con aire alentador.
—¿Dubreuilh lo puso al corriente de la situación?
—A grosso modo, sí.
Había en la mirada de Trarieux una interrogación imperiosa: conocía exactamente los hechos, pero quería tener tiempo de estudiar a Enrique y había que jugar su juego. Enrique se puso a hablar sin convicción. Por su parte observaba a Trarieux; éste lo escuchaba con una afabilidad un poco condescendiente; seguro de sus privilegios, satisfecho de haber renunciado a ellos verbalmente, se sentía a la vez superior a los que no poseían nada y a los que no habían consentido interiormente dejarse desposeer. No era exactamente así como Enrique lo había imaginado, según las descripciones de Dubreuilh; no había ningún rastro de debilidad ni de inquietud en su rostro; ninguna generosidad tampoco; si era de izquierda sólo podía ser por oportunismo.
—¡Ahí lo detengo! —dijo bruscamente—. Usted dice que esa baja del tiraje era fatal —miró a Enrique en los ojos como si fuera a enunciar una verdad peligrosa—. No creo en la fatalidad; hasta es una de las razones que me impiden adherir a la dialéctica marxista. Mi experiencia no es la misma que la suya; es la de un hombre de negocios, un hombre de acción; ella me ha enseñado que el curso de los acontecimientos siempre puede ser desviado por la intervención en el momento oportuno de un factor oportuno.
—¿Quiere decir que hubiéramos podido evitar esa baja? —dijo Enrique con una voz un poco engolada.
Trarieux no contestó en seguida:
—En todo caso estoy seguro de que es posible, hoy, levantar el tiraje —dijo—. No hago una cuestión de dinero —agregó con un gesto vivo—, pero dado lo que L’Espoir representa me parece importante que reconquiste una vasta audiencia.
Enrique, divertido, reconoció al pasar el vocabulario de Samazelle; dijo:
—Lo deseo tanto como usted; es la falta de dinero lo que nos entorpeció; con capitales me encargo de hacer reportajes y encuestas que nos traerán mucho público.
—Reportajes, encuestas, sí, por supuesto —dijo Trarieux con voz lejana—, pero eso no es lo esencial.
—¿Qué es lo esencial? —dijo Enrique.
—Voy a hablarle francamente —dijo Trarieux—. Usted es alguien muy conocido, muy popular también. Pero —permítame decirle que su amigo Lucas no es nadie, no tiene ningún nombre. Para completar todo he leído artículos de él que eran netamente inhábiles.
Enrique le cortó secamente:
—Lucas es un excelente periodista, y el diario le pertenece tanto como a mí; si ha pensado eliminarlo no lo piense más.
—¿No podríamos convencerlo de que se retire? ¿Comprándole su parte a buen precio y procurándole una buena situación?
—¡Qué esperanza! —dijo Enrique—. Nunca lo aceptará, y además, yo no se lo pediría. L’Espoir es Lucas y yo; o nos financia o no nos financia, no hay medias tintas.
—Evidentemente, para quien está metido en una empresa, ciertas disociaciones son más difíciles que para un observador exterior —dijo Trarieux con voz risueña.
—No sigo su idea.
—Ninguna ley limita a dos miembros el comité directivo de un diario —dijo Trarieux; sonrió—. Dada la amistad que los une, estoy seguro de que usted no verá ningún inconveniente para que se agregue Samazelle.
Enrique permaneció silencioso. ¡Por eso Samazelle se interesaba tanto en la suerte de L’Espoir! Dijo entonces con frialdad:
—No veo la necesidad; Samazelle puede escribir en nuestro diario cuando quiera: debería bastarle…
—No es él, soy yo quien desea su colaboración —dijo Trarieux con altivez; su voz se endureció—. Estimo que al lado de su nombre hace falta otro nombre igualmente popular; Samazelle está subiendo como una flecha; mañana todo el mundo hablará de él: Enrique Perron y Juan Pedro Samazelle, eso es una razón social; y además hay que insuflarle a su diario un nuevo dinamismo; Samazelle es una fuerza de la naturaleza. He aquí lo que le propongo. Saldo sus deudas, compro la mitad de las acciones de L’Espoir en las condiciones que discutiremos, y se reparten usted, Lucas y Samazelle la otra mitad; las decisiones serán tomadas por la mayoría.
—Tengo una gran estima por Samazelle —dijo Enrique—, pero yo también le hablaré francamente: Samazelle tiene una personalidad demasiado fuerte para que yo me sienta todavía en mi casa allí donde esté él; y quiero sentirme en mi casa en el diario.
—Ésa es una objeción muy personal —dijo Trarieux.
—Posiblemente; pero después de todo se trata de un diario que me pertenece personalmente.
—Es el diario del S. R. L.
—Una cosa no excluye la otra.
—Justamente se trata de eso —dijo Trarieux—. Financio el diario del S. R. L. y quiero asegurarle un máximo de oportunidades —hizo un gesto cortante—. L’Espoir es una realización extraordinaria; créame que la aprecio en su justo valor; pero nos hallamos ante nuevas dificultades y se trata de triunfar en una escala todavía más vasta: las fuerzas de un solo hombre no pueden bastar.
—Le repito que no estoy solo —dijo Enrique—; me siento perfectamente capaz de enfrentar con Lucas esa nueva situación.
Trarieux meneó la cabeza:
—Me precio de haber sabido siempre apreciar las posibilidades de un hombre; hay que remontar una fuerte corriente y usted necesita a alguien como Samazelle para ayudarlo.
—No es mi opinión.
—Pero es la mía —dijo Trarieux con una voz de pronto descortés—, y nadie me hará cambiar.
—¿Quiere decir que si rechazo su combinación no financia L’Espoir? —dijo Enrique.
—No tiene ninguna razón para rechazarla —dijo Trarieux, cuya cara se había suavizado.
—Usted se había comprometido a ayudarme sin condiciones —dijo Enrique—. Confiando en esa palabra hice de L’Espoir el órgano del S. R. L.
—Vamos, no le impongo ninguna condición; está sobrentendido que la línea política del diario sigue siendo la misma exactamente; sólo le pido que tome las medidas necesarias para enderezarlo, cosa que usted debe desear tanto como yo.
Enrique se levantó.
—¡Voy a tener una explicación con Samazelle!
—Ciertamente, Samazelle no aceptará entrar en L’Espoir contra su voluntad —dijo Trarieux—; por eso es preferible que esta conversación quede entre nosotros; que el rechazo venga de él o de usted poco importa: yo sólo financio el diario si él forma parte.
—De todos modos lo pondré al corriente —dijo Enrique; se esforzaba en dominar su voz—. Por haber creído en su palabra comprometí la seguridad de L’Espoir, lo conduje al borde de la quiebra; y usted lo aprovecha para hacerme un chantaje. Prefiero de todas maneras privarme de los servicios de un hombre capaz de un procedimiento tan desleal.
—Usted no tiene derecho a acusarme de chantaje —dijo Trarieux, levantándose a su vez—. Todos los negocios que trato, los trato lealmente, éste como los demás. Nunca he ocultado que ciertas reformas me parecían indispensables para el buen funcionamiento de L’Espoir.
—No es lo que me ha dicho Dubreuilh —dijo Enrique.
—No soy responsable de lo que él le haya dicho —dijo Trarieux, cuyo tono subía—; sé lo que yo le he dicho; si hubo un malentendido es muy lamentable, pero yo me he expresado claramente.
—¿Lo puso al corriente de su combinación?
—Perfectamente; hasta lo hemos discutido largamente.
Había en su voz una sinceridad tan convincente que Enrique se quedó un momento silencioso.
—En todo caso no comprendió que era una condición sine qua non —dijo por fin.
—Supongo que comprendió lo que quería comprender —dijo Trarieux con una punta de animosidad—. Escuche —dijo en tono conciliador—, ¿por qué mi proposición le parece tan inaceptable? Usted se irritó porque se creyó víctima de una maniobra deshonesta; le bastará una conversación con Dubreuilh para convencerse de mi buena fe; entonces comprenderá sin duda la oportunidad que mi ofrecimiento representa para usted. Porque puede estar seguro de que nadie se arriesgará a tomar L’Espoir con sus seis millones de deudas: hay que estar entregado al S. R. L. Como yo lo estoy para marchar. O si no le impondrán condiciones muy distintas de las mías: condiciones políticas.
—No pierdo la ilusión de encontrar un apoyo desinteresado —dijo Enrique.
—Pero ya lo encontró —dijo Trarieux. Sonrió—. Considero esta conversación simplemente como una primera toma de contacto. En lo que a mi respecta, las negociaciones quedan abiertas. Reflexione.
—Gracias por el consejo —dijo Enrique.
Había contestado con rabia, pero no iba dirigida a Trarieux. El optimismo de Dubreuilh, ¡su incurable optimismo! No; aquí no se trataba de optimismo, Dubreuilh no era tan tonto: bruscamente la verdad se le impuso: «¡Me jugó!». Se dejó caer sobre un banco de la avenida Marceau: en su cabeza, en su cuerpo, había choques tan violentos que creyó que iba a desmayarse. «Me mintió conscientemente porque quería L’Espoir y caí en la trampa». Medianoche, golpeaba, sonreía, capitales sin condición, venga a dar una vuelta, la noche es tan linda, y entre sus sonrisas tendía sus redes. Enrique se puso de pie y partió dando zancadas. Si hubiera caminado menos rápido se habría tambaleado.
«¿Qué podrá contestar? No podrá contestar nada». Había atravesado París casi sin advertirlo y había llegado ante la casa de Dubreuilh; se detuvo un instante en el zaguán para calmar los latidos de su corazón; no estaba muy seguro de que un sonido articulado pudiera salir de su boca.
—¿Puedo hablar con el señor Dubreuilh? —preguntó Enrique; le extrañó oír su voz, una voz normal.
—No está en casa —dijo Yvette—, no hay nadie.
—¿Cuándo vuelve?
—No sé.
—Voy a esperarlo —dijo Enrique.
Yvette lo dejó entrar al escritorio; quizá no volviera antes de la noche y Enrique tenia trabajo; pero ya nada existía para él: ni L’Espoir, ni el S. R. L., ni Trarieux, ni Lucas; nada, salvo Dubreuilh; desde aquella antigua primavera en que se había enamorado de Paula nunca había exigido una presencia con tanta pasión. Se sentó en el sillón donde se sentaba siempre; pero hoy, los muebles, los libros, le hacían burla: ¡todos cómplices!; sobre el carrito, Ana traía jamón, ensaladas; comían alegremente, entre amigos: ¡qué burla! Dubreuilh tenía aliados, discípulos, instrumentos; ni un amigo. ¡Qué bien lo escuchaba! ¡Con qué abandono hablaba!, y estaba dispuesto a pasar sobre su cadáver en la primera oportunidad. Su cálida cordialidad, esa sonrisa, esa mirada, en las que uno se dejaba apresar, reflejaban simplemente el interés imperioso que él concedía a todo el mundo. «¡Sabía lo que para mí significa este diario y me lo robó!». Quizá él había sugerido que reemplazaran a Lucas por Samazelle; él aconsejaba: vaya a ver a Trarieux; así cubría su retirada; pero había dado consignas a Trarieux. «Un complot, una emboscada, y una vez en la trampa, ¿cómo salir? Entre Samazelle y la quiebra debo preferir a Samazelle: es ahí donde van a sorprenderse». Enrique buscaba palabras violentas para lanzarle su decisión a la cara; pero su ira no tenía nada tónico; al contrario, se sentía extenuado, y hasta vagamente asustado y vagamente humillado, como si acabaran de arrancarlo, después de horas de lucha, de un tembladeral. Oyó el golpe de la puerta de entrada y clavó las uñas en los brazos del sillón: deseaba desesperadamente hacerle compartir a Dubreuilh el horror que le inspiraba.
—¿Hace tiempo que me esperaba? —dijo Dubreuilh tendiéndole la mano. Enrique la apretó maquinalmente: la misma mano, el mismo rostro que ayer; no se podía ver a través de la máscara aun cuando uno sabía. Murmuró:
—No mucho; tenía que hablarle con urgencia.
—¿Qué pasa? —dijo Dubreuilh con una voz que imitaba maravillosamente la solicitud.
—Salgo de ver a Trarieux.
El rostro de Dubreuilh se transformó:
—¡Ah!, ¿ya está? ¿No aguanta más? ¿Y Trarieux pone dificultades? —dijo con voz ansiosa.
—¡Por supuesto! Usted me había afirmado que estaba dispuesto a sostener L’Espoir incondicionalmente y exige que me adjunte a Samazelle —Enrique miró fijamente a Dubreuilh—. Parece que usted estaba al corriente.
—Estoy al corriente desde julio —dijo Dubreuilh—. Inmediatamente me puse a buscar la plata por otro lado. Creí que Mauvanes me lo daría; casi me lo había prometido; y acabo de verlo, volvía de viaje, ya no parecía nada decidido —Dubreuilh miró a Enrique con inquietud—. ¿Puede aguantar un mes más?
Enrique sacudió la cabeza.
—Está excluido. ¿Por qué no me previno? —dijo con ira.
—Contaba con Mauvanes —dijo Dubreuilh. Se encogió de hombros—. Quizá debí prevenirlo. Pero usted sabe que no me gusta darme por vencido: Es culpa mía si usted está en este lío y me había jurado sacarlo de ahí.
—Usted habla de julio; pero Trarieux sostiene que en ningún momento se comprometió a darnos un apoyo incondicional —dijo Enrique.
Dubreuilh dijo vivamente:
—En abril no se trataba más que de la línea política del diario y él la aceptaba integralmente.
—Usted me garantizó mucho más que eso —dijo Enrique—. Trarieux no iba a intervenir en nada en ningún terreno.
—¡Ah, escuche! ¡En abril no tengo nada que reprocharme! —dijo Dubreuilh—. Le aconsejé en seguida que fuera a explicarse personalmente con Trarieux.
—Me habló con una seguridad que volvía inútil esa explicación.
—Dije lo que pensaba, como lo pensaba —dijo Dubreuilh—. Pude equivocarme: nadie es infalible. Pero no lo obligué a creer en mi palabra.
—Por lo general, usted no se equivoca en forma tan grosera —dijo Enrique.
Bruscamente Dubreuilh sonrió:
—¿Qué quiere decir? ¿Que le he mentido a sabiendas?
Él mismo había pronunciado la palabra; bastaba contestar: «Sí»; era fácil; pero no, era imposible: no ante esa sonrisa, no en ese escritorio, no así.
—Creo que tomó sus deseos por realidades sin preocuparse por mis intereses —dijo Enrique con voz contenida—. Trarieux pagaba: en qué condiciones, en el fondo le daba lo mismo.
—Quizá tomé mis deseos por realidades —dijo Dubreuilh—. Pero le juro que si hubiera sospechado un segundo lo que Trarieux tramaba la habría plantado con todos sus millones.
Había en su voz un calor convincente, pero Enrique no se sintió convencido.
—Voy a hablar esta noche con Trarieux —dijo Dubreuilh—, y también con Samazelle.
—No servirá de nada —dijo Enrique.
Ah, la conversación andaba mal; palabras que uno se dice a sí mismo y las que uno pronuncia en voz alta, el paso no era fácil. «Un complot». De pronto parecía una enormidad. Por supuesto, Dubreuilh nunca se había dicho restregándose las manos: «Estoy tramando un complot». Si Enrique se hubiera atrevido a lanzarle esa palabra a la cara, Dubreuilh habría sonreído aún más.
—Trarieux es duro; pero a Samazelle podemos manejarlo.
Enrique sacudió la cabeza:
—No podrá. No. No hay más que una solución: abandono la partida.
Dubreuilh se encogió de hombros:
—Sabe muy bien que no puede.
—Ahí se va a sorprender —dijo Enrique—; lo haré.
—¿Y hundirá el S. R. L.? ¿Se da cuenta lo que gozarían los de enfrente? ¡L’Espoir en quiebra, el S. R. L. liquidado! Sería lindo.
—Le pasaré L’Espoir a Samazelle y me compraré una granja en Ardèche; el S. R. L. no andará peor —dijo Enrique con amargura.
Dubreuilh lo miró con aire desolado:
—Comprendo que esté enojado. Me confieso culpable. Hice mal en confiar tan fácilmente en Trarieux y debí haberle contado todo en el mes de julio. ¡Pero voy a reparar todo eso! —su voz se hizo apremiante—. Se lo ruego, no se obstine. Vamos a buscar juntos la manera de salir de esto.
Enrique lo miró en silencio: reconocer sus faltas era hábil, era la mejor manera de minimizarlas; pero la más grave de todas era la que callaba cuidadosamente; en verdad era culpable de un abuso de confianza; a cambio de los sacrificios que exigía de la amistad de Enrique fingía darle la suya y no daba nada. Había que decirle: «A usted le importa un bledo de mí y de todo el mundo; por amor a la verdad y al bien sacrificaría a cualquiera; pero la verdad es lo que usted piensa y el bien lo que usted quiere. Usted considera a todo el universo como si fuera obra suya y no hay ninguna medida entre las criaturas humanas y usted. Cuando juega a ser generoso es también para su propia gloria». Se le podían decir mil cosas más; pero entonces había que golpear esa puerta para no volver a abrirla jamás. «Es lo que debo hacer», pensaba Enrique. Decidiera lo que decidiese respecto al diario, debía romper con Dubreuilh inmediatamente. Se puso de pie. Miro el carrito, la bandeja, los libros, la fotografía de Ana, y se sintió cobarde. Durante quince años ese escritorio había sido para él el centro del mundo y su hogar; aquí la verdad parecía segura, la felicidad importante y parecía un gran privilegio ser uno mismo. No podía imaginarse caminando por las calles con esa puerta cerrada para siempre a sus espaldas.
—Es inútil; estamos entre la espada y la pared —dijo con voz neutra—. No me empaco; pero en estas condiciones ya no me interesa ocuparme de L’Espoir. Seguramente nos podremos arreglar para que mi partida no perjudique ni al diario ni al S. R. L.
—¡Escuche, deme dos días! —dijo Dubreuilh—. Si en dos días no he conseguido nada ya verá lo que resuelve.
—Bueno. Pero ya está todo visto —dijo Enrique.
Cuando Enrique se encontró afuera sintió que la cabeza le daba vueltas; dio algunos pasos en dirección al diario pero era el último lugar al que deseaba dirigirse: afrontar a Lucas; Lucas, que se lamentaría o que sugeriría una nueva excursión a casa de un dentista, estaba más allá de sus fuerzas; Paula, sus vaticinios, sus letanías, ni qué pensarlo tampoco. Sin embargo, necesitaba hablar. Se sentía mistificado como al salir de esas sesiones en que un astuto prestidigitador revela falsamente sus pruebas. Dubreuilh hacía trampa, lo iban a tomar con las manos en la masa: y luego no, la carta trucada no estaba ni en sus manos ni en sus bolsillos. ¿En qué medida había mentido, se había mentido? ¿Entre el cinismo y la mala fe, dónde se situaba su traición? Existía, esto estaba fuera de duda, pero imposible echarle mano. «Nuevamente me dejé manejar». La evidencia volvió a deslumbrarlo: se trataba de un complot deliberado. Dubreuilh había manejado todos los hilos riendo. Enrique se detuvo en medio del puente y apoyó sus manos en el parapeto. ¿Estaría construyendo una divagación? ¿O por el contrario, cuando no quería creer en el maquiavelismo de Dubreuilh caía en la imbecilidad? En todo caso si seguía yendo solitariamente de una evidencia a la otra su cabeza iba a estallar. Era absolutamente necesario que discutiera la situación con alguien. Pensó en Lambert: «Si hubiera seguido sus consejos no estaría en éstas», se dijo. Lambert no quería a Dubreuilh pero se jactaba de ser imparcial; y era el único con el que Enrique podía encarar una conversación serena. Acabó de atravesar el puente y entró a la cabina telefónica de un café Biard:
—¡Hola, es Perron! ¿Puedo subir a verte?
—¡Por supuesto! ¡Es una espléndida idea! —había un poco de asombro en la voz cálida de Lambert—. ¿Cómo estás?
—Bien; voy en seguida —dijo Enrique.
El calor inquieto de esa voz lo había tranquilizado. El afecto de Lambert era un poco torpe, pero para él al menos, Enrique no era un peón sobre un tablero. Subió con paso rápido la escalera: extraño día en que se lo pasaba subiendo escaleras como si fuera un candidato a la Academia.
—¡Salud! Entra por aquí —dijo Lambert alegremente—. Disculpa el barullo: no tuve tiempo de poner orden.
—¡Caramba, que estás bien instalado! —dijo Enrique.
Una gran habitación clara, un desorden cuidado, un combinado, una discoteca, libros encuadernados y ordenados por nombres de autores; Lambert llevaba una tricota negra y un pañuelo de seda amarilla. Enrique se sentía un poco extraño en todo ese conjunto.
—¿Coñac, whisky, agua mineral, jugo de fruta? —preguntó Lambert abriendo una alacena en la parte baja de la biblioteca.
—Un whisky fuerte.
Lambert fue a buscar agua a un cuarto de baño verde pálido; Enrique vio una salida de baño, toda una colección de cepillos y de jabones.
—¿Cómo no estás en el diario a esta hora? —preguntó Lambert.
—Hay disgustos con el diario.
—¿Qué disgustos?
No era verdad que a Lambert no le interesara el diario; más bien había entre Lucas y él una sólida antipatía fácil de comprender cuando se los veía juntos; pero escuchó el relato de Enrique con una atención indignada.
—¡Por supuesto que es una maniobra! —dijo. Reflexionó—. ¿No crees que Dubreuilh se las va a arreglar para entrar al diario con Samazelle? ¿O en el lugar de Samazelle?
—No, no lo creo —dijo Enrique—. No le divierte el periodismo; y de todas maneras maneja L’Espoir en nombre del S. R. L. Pero eso no cambia nada; de todas maneras me hizo caer en una trampa —miró a Lambert—. ¿Qué harías en mi lugar?
—Manda todo al diablo si quieres, para jorobarlos bien —dijo Lambert—, pero lo que no debes hacer a ningún precio es entregarles amablemente el diario. No desean otra cosa.
—No quiero escándalo —dijo Enrique—, pero dejaré caer todo despacito.
—Sería darte por vencido, estarían demasiado contentos —dijo Lambert.
—Tú que siempre me aconsejas que no haga política, ésta es una buena ocasión para largarla.
—L’Espoir es otra cosa que un asunto político —dijo Lambert—. Tú lo has creado, es tu aventura… No, defiéndete —dijo con fuego—. ¡Si al menos yo tuviera plata de veras! Pero tengo justo la bastante para no saber que hacer con ella.
—Y no encontraré en ninguna parte, lo saben muy bien.
—Acepta a Samazelle y arréglate con Lucas para neutralizarlo.
—Si forman un bloc con Trarieux serán tan fuertes como nosotros.
—¿De dónde saca Samazelle para comprar acciones? —dijo Lambert.
—Un adelanto sobre su libro; o Trarieux lo ayudará.
—¿Por qué se empeña tanto en Samazelle?
—¡Qué sé yo! Ni siquiera sé por qué ese tipo es del S. R. L.
—Hay que encontrar una respuesta —dijo Lambert; recorría el cuarto con aire meditativo cuando sonaron dos campanillazos imperiosos; Lambert se puso rojo hasta la raíz del pelo—. ¡Mi padre! ¡No lo esperaba tan pronto!
—Me hago humo —dijo Enrique.
Lambert lo miró con un aire cortado y suplicante:
—¿No quieres saludarlo?
—Pero por supuesto que sí —dijo Enrique vivamente.
Saludar no compromete a nada; sin embargo Enrique apenas consiguió hacer una sonrisita crispada cuando vio adelantarse hacia él a ese hombre que quizá había enviado a Rosa a la muerte y ciertamente había servido lo mejor posible a los alemanes. Bajo el pelo canoso, el rostro hinchado y amarillento estaba iluminado por ojos celestes, un celeste tierno que asombraba en esa faz gastada. El señor Lambert esperó que Enrique le tendiera la mano, pero él fue el primero en hablar:
—Tenía una gran curiosidad por conocerlo —dijo—. ¡Gerardo me ha hablado tanto de usted! —esbozó una sonrisa y la reprimió en seguida—. ¡Cómo es de joven!
Para él Lambert se llamaba Gerardo y no era sino un chico; era a la vez natural y raro; no se parecían, pero por una u otra razón no asombraba que fueran padre e hijo.
—Lambert es joven —dijo Enrique con animación—, yo no.
—Usted es joven para un hombre del que se ha hablado tanto —el señor Lambert se sentó—. Estaban conversando… No quisiera molestarte —dijo volviéndose hacia su hijo—, pero terminé con mis negocios antes de lo que pensaba y no sabía adónde ir; entonces subí.
—Ha hecho muy bien. ¿Quiere tomar algo? ¿Un jugo de fruta? ¿Agua mineral? —Había en la solicitud de Lambert un desasosiego que agravaba el malestar de Enrique.
—Gracias, no; estos cuatro pisos son un poco duros para mis huesos envejecidos; pero esto descansa tanto —dijo mirando a su alrededor con aire de aprobación.
—Sí, Lambert está bien instalado —dijo Enrique.
—Es una tradición de familia. Confieso que aprecio menos sus fantasías en la vestimenta —agregó el señor Lambert; su voz era tímida pero clavaba sobre la tricota una mirada dura.
—Cada cual tiene su gusto —rezongó Lambert sin seguridad.
Hubo un corto silencio y Enrique lo aprovechó para levantarse.
—Lo lamento; cuando usted llamó me iba; tengo trabajo urgente.
—Soy yo quien lo lamenta —dijo el señor Lambert—. He leído con mucha atención todo lo que usted ha escrito y me hubiera gustado discutir algunas cosas con usted. Pero supongo que esa discusión sólo hubiera sido interesante para mí —agregó reprimiendo una nueva sonrisa. En su voz sin inflexiones, en sus sonrisas retenidas, en sus gestos había un encanto cansado, pero parecía que se negaba a utilizarlo y esa reserva le daba un aire a la vez altanero y huidizo.
—Sin duda tendremos la oportunidad de volver a vernos más largamente —dijo Enrique.
—No es seguro —dijo el anciano.
Dentro de algunos meses sin duda estaría en la cárcel y probablemente no saldría vivo. En su época debió ser un buen cochino, ese gran patrón colaboracionista, pero ya había cruzado la línea, estaba del lado de los condenados y no ya de los culpables; esta vez Enrique le sonrió sin esfuerzo dándole un apretón de manos.
—¿Puedo verte mañana? —dijo Lambert acompañando a Enrique hasta la entrada—. Se me acaba de ocurrir una idea.
—¿Una buena idea?
—Tú la juzgarás. Pero espera que te haya hablado antes de decidir nada. ¿Te conviene si paso de noche a eso de las diez?
—Sí, pero no más tarde porque salgo con Scriassine.
—De acuerdo —dijo Lambert—, le prometí la tarde a Nadine, pero cuenta conmigo para antes de las diez.
De todas maneras Enrique no pensaba decidirse hoy; ni siquiera quería seguir interrogándose sobre lo que iba a hacer; aún menos discutirlo. No tuvo más remedio que ir al diario, pero le declaró fríamente a Lucas que su entrevista con Trarieux había quedado pospuesta y se absorbió en la redacción de su correspondencia. Tampoco pondría al corriente a Paula; lo que deseaba, al hacer girar la llave en la cerradura del estudio, era que ya estuviera dormida; pero a cualquier hora que entrara, nunca dormía. Sentada en el diván, la cara recién arreglada, con su batón de seda tornasolada, le tendió la boca, que él rozó rápidamente.
—¿Un día bueno? —preguntó.
—Muy bueno. ¿Y tú?
Sonrió sin contestar:
—¿Qué dijo Trarieux?
—Está de acuerdo.
—¿No te molesta de veras? —dijo mirándolo con aire profundo.
—¿Qué?
—Aceptar sus capitales.
—Pero no, es una cuestión resuelta hace tiempo —dijo secamente.
Ella vaciló y no dijo nada. Hacía dos días que vacilaba. Enrique sabía lo que pensaba, pero no quería ayudarla a declararse; esa prudencia lo exasperaba. «Me cuida, —pensó—; ha decidido no llevarme por delante, espera su hora», pensaba con malevolencia. «Hace seis meses —se dijo en un esfuerzo de imparcialidad— que cuando está alegre y agresiva se lo reprocho». Y pensó: «En el fondo lo que me irrita es que tenga una conducta». Se sabía en peligro, trataba de defenderse, era natural: no impide que sus tristes astucias la convertían en una enemiga. Ya él no le hablaba de cantar; su juego había sido transparente para ella; pero su cálculo había sido malo; él no le perdonaba su terquedad y ahora estaba decidido a liquidarla sin su ayuda.
—Hay una carta de Poncelet —dijo ella tendiéndole un sobre.
—Supongo que no lo acepta —dijo Enrique. Recorrió la carta y se la pasó a Paula—. Por supuesto, lo rechaza.
Ya dos veces le habían devuelto su manuscrito con alabanzas escandalizadas: una gran obra, pero muy escandalosa, inoportuna; imposible correr semejante riesgo; más adelante, cuando las pasiones se hubieran calmado. Evidentemente la pieza disgustaba a todos los que querían olvidar el pasado, a los que pretendían rectificarlo a su gusto. Sin embargo, a él le hubiera gustado verla en escena; sentía más afecto por ella que por cualquiera de sus libros. Uno no relee una novela, las palabras se pegan a los ojos; pero ese diálogo que se encarnaría un día en voces vivas, lo oía a distancia con el desapego satisfecho de un pintor que echa sobre su tela una mirada cómplice.
—Deben dar tu pieza —dijo Paula con voz inspirada.
—No pido otra cosa.
—No le doy al éxito más importancia que tú —agregó—, pero siento que no volverás a tu novela antes de haberte liberado de esa pieza.
—¡Qué idea!
—¿No has vuelto a tu novela?
—No, pero la pieza no tiene nada que ver.
—¿Entonces por qué? —dijo ella escrutando a Enrique con un aire de saber a qué atenerse.
Él sonrió: —Digamos que por pereza.
—Nunca has sabido lo que es la pereza —dijo ella gravemente; meneó la cabeza—. Se trata evidentemente de una resistencia interior.
—Esa novela partió con mal pie —dijo Enrique—. Tengo ganas de volver a empezarla; pero sé que será un trabajo bárbaro; entonces, no me apresuro, eso es todo.
Ella sacudió la cabeza:
—Nunca se te ha visto detenerte ante un obstáculo.
—Y bueno, esta vez me pasa.
—¿Por qué no me mostraste nunca tu manuscrito? —dijo Paula—. A lo mejor podía haberte aconsejado.
—Te he dicho cien veces que los borradores eran informes.
—Es lo que me dijiste —dijo ella con aire pensativo.
—Te mostré mi pieza.
—Los primeros borradores eran informes y me los mostraste.
Él no contestó; en ese croquis se había expresado demasiado libremente sobre él, sobre ella; la novela que trataría de formar uno de estos días sería menos indiscreta; que Paula tuviera un poco de paciencia. Bostezó:
—Me caigo de sueño. Mañana por la noche no vendré, iré a dormir al hotel; porque preveo que Scriassine no me largará hasta el alba.
—No comprendo la ventaja del hotel ni a la madrugada ni en el crepúsculo; pero harás lo que quieras.
Él se levantó y ella también; era un momento peligroso; él depositaba un beso apresurado sobre su sien y se volvía hacia la pared, fingiendo dormirse instantáneamente; pero a veces ella se aferraba a él, se ponía a temblar o a balbucir y la única manera de calmarla era acostarse con ella; no lo lograba siempre, y nunca sin trabajo; ella no podía ignorarlo; era para compensar esa frialdad que se gastaba con unos ímpetus que hacían dudar de la realidad de su placer; más aún que su impudor desaforado Enrique odiaba su mala fe y sobre todo su humildad. Felizmente aquella noche se quedó quieta, debió sentir que algo andaba mal. La mejilla apoyada contra el fresco de la almohada, Enrique conservaba los ojos abiertos y mientras rumiaba lo ocurrido durante el día no sentía ya ninguna ira: un desamparo; la culpa no era suya, era de Dubreuilh: esa culpa que no podía desarmar ni con remordimientos ni con promesas le pesaba más que si fuera suya.
Mandar todo al diablo: fue el primer pensamiento de Enrique al despertarse; no llamó a Dubreuilh; y a lo largo del día se repitió esas palabras como un estribillo tranquilizador. Discutir, transigir, pactar, cuando ese diario había sido su dominio indiscutido, no, esa perspectiva le repugnaba. Prefería cien veces retirarse al campo, reanudar su novela, su oficio de escritor: leería L’Espoir junto a la chimenea, con ojos divertidos. Era un proyecto tan atrayente que cuando vio abrirse la puerta de su despacho, a las diez de la noche, deseaba que la idea que Lambert venía a proponerle no fuera buena.
—¡Estuviste derecho ayer al quedarte un rato! —dijo Lambert con una voz que se excusaba más de lo que agradecía—. ¡Mi padre estaba loco de contento!
—Me interesaba conocerlo —dijo Enrique—. Parece cansado, pero se siente que debe de haber tenido mucho encanto; todavía le queda algo.
—¿Encanto? —dijo Lambert con asombro—. Era sobre todo autoritario; autoritario y desdeñoso; por otra parte, en el fondo todavía lo es.
—Oh, me imagino que no debe haber sido fácil de llevar.
—No. nada —fácil— dijo Lambert; hizo un gesto como para espantar sus recuerdos. —¿Hay algo nuevo respecto al diario?
—Nada.
—Entonces escucha lo que tengo que proponerte —dijo Lambert; se desconcertó de pronto—. ¿No me guardarás rencor?
—Empieza por decirlo.
—Tú y Lucas, frente a Samazelle y a Trarieux corren el riesgo de ser devorados; pero supón que yo esté con ustedes…
—¿Tú?
—Tengo bastante dinero como para comprar tantas acciones como Samazelle; entonces, si queda resuelto que las decisiones serán tomadas por mayoría de votos, seremos tres contra dos y hemos ganado.
—¿Vacilabas en seguir en el periodismo?
—Es un oficio como otro cualquiera; y además, L’Espoir también fue mi epopeya —dijo Lambert con una voz falsamente irónica.
Enrique sonrió:
—No siempre estamos de acuerdo políticamente.
—Me importa un bledo la política —dijo Lambert—, quiero que conserves tu diario; en todo caso tendrás mi voto. Además no pierdo la esperanza de verte evolucionar —agregó alegremente—. No, el único problema es saber si Trarieux aceptará.
—Debería alegrarse de conseguir un reporter tan bueno —dijo Enrique—. Felizmente no te has cansado de hacer reportajes —agregó—, tus artículos sobre Holanda están muy bien.
—Es gracias a Nadine —dijo Lambert—, le divierte tanto que a mí también me divierte —miró a Enrique con aire ansioso—. ¿Crees que Trarieux aceptará?
—Supongo que les molestaría que yo me fuera; si acepto a Samazelle me harán alguna concesión.
—No pareces muy entusiasta… —dijo Lambert un poco decepcionado.
—¡Ah, todo este lío me pudre! —dijo Enrique—. No sé lo que quiero hacer… ¿Tienes tu moto? —preguntó cortando deliberadamente el tema.
—Sí; ¿quieres que te deje en algún lado?
—Déjame en la calle de Lille; Scriassine vive con la Belzunce.
—¿Se acuesta con ella?
—No sé. Claudia hospeda siempre a un montón de escritores y de artistas; no sé con cuáles se acuesta.
—¿Ves a menudo a Scriassine? —preguntó Lambert cuando bajaban la escalera…
—No —dijo Enrique—, de tanto en tanto me convoca imperiosamente: cuando he dicho diez veces que no, termino por aceptar.
Subieron a la motocicleta, que costeó ruidosamente los muelles del Sena. Enrique miraba con un poco de remordimiento la nuca de Lambert. Era conmovedora su proposición; no tenía ningún interés en entrar al diario, la que hacía era únicamente para hacerle un favor a Enrique. «Y ni siquiera se lo agradecía», se dijo Enrique; pero en verdad no le guardaba ninguna gratitud. «Lo mejor es mandar todo al diablo, prefiero mandar todo al diablo», se repetía. Conservar el diario quedarse en el S. R. L., quería decir seguir trabajando de la mano con Dubreuilh; no se trabaja de la mano cuando se tiene el corazón tan lleno de rencor; no había encontrado fuerzas para romper con violencia; pero no jugaría el juego de la amistad. «No, se acabó», se dijo cuándo la moto se detenía ante la casa de Belzunce.
—Bueno, te dejo —dijo Lambert con voz decepcionada.
Enrique vaciló; le disgustaba dejar a Lambert tan pronto después de haber escuchado tan fríamente un ofrecimiento en el cual había puesto tanto corazón.
—¿Te divertiría venir conmigo? —preguntó.
El rostro de Lambert se iluminó; adoraba ver gente conocida:
—Me divertiría mucho, pero no sería indiscreto, ¿no?
—¡Qué esperanza! Iremos a beber vodka en alguna boîte húngara y si se le antoja Scriassine invitará a todos los músicos. Con él no hay que andar con vueltas.
—Tengo la impresión de que no me quiere mucho.
—Pero le gusta la compañía de la gente que no quiere. Vamos, ven —dijo Enrique afectuosamente.
Dieron la vuelta al gran edificio, cuyas ventanas estaban iluminadas; se oía una música de jazz. Enrique llamó a una puertecita lateral y Scriassine abrió. Sonrió con afecto, sin que la presencia de Lambert pareciera asombrarlo en lo más mínimo.
—Claudia da un cocktail, es horrible, la casa está llena de gigolos, es una invasión. Vengan por aquí y después nos escaparemos —él llevaba abierto el cuello de la camisa y su mirada tenía una fijeza nublada. Subieron algunos peldaños; en el fondo del corredor una puerta se abría sobre una habitación iluminada y se oía un susurro.
—¿Tienes gente? —dijo Enrique.
—Es una sorpresa —dijo Scriassine con aire satisfecho.
Enrique lo siguió con un poco de aprensión. Cuando los vio tuvo un movimiento de retroceso: Volange y Huguette. Con aire abierto, Luis le tendió la mano. Casi no había cambiado: las arrugas de su frente eran un poco más profundas que antes, la barbilla se había afirmado: una hermosa cara tallada para la posteridad. De pronto, Enrique recordó que cuando leía los artículos complacientes que Luis escribía en zona libre, a menudo había prometido romperle la cara un día de un puñetazo; y le tendió también la mano.
—Estoy encantado de verte, viejo —dijo Luis—. Nunca me atrevo a molestarte; sé que estás tan ocupado; pero a menudo he tenido ganas de conversar contigo.
—No ha cambiado nada —dijo Huguette.
Ella tampoco había cambiado; era rubia, diáfana y elegante como antes, y sonreía con la misma sonrisa perfumada; nunca cambiaría; pero un día la rozarían con la punta del dedo y caería hecha polvo.
—La verdad es que no veo a nadie —dijo Enrique—. Trabajo como un animal.
—Sí, debes de tener una vida bravísima —dijo Luis con simpatía—. Pero así te has hecho una situación literaria de primer orden. Por otra parte no me extraña, siempre estuve convencido de que terminarías por imponerte. ¿Sabes que en el mercado negro tu libro se vende a tres mil francos?
—A la hora actual todos los libros se venden como pan —dijo Enrique.
—Es cierto. Pero tuviste una crítica asombrosa —dijo Luis con tono alentador, sonrió—. Hay que confesar que caíste sobre un tema de oro; para eso tienes suerte; cuando uno ha pescado semejante tema el libro se escribe solo.
Luis había conservado su sonrisa displicente; pero había en su voz una obsecuencia que contrastaba con sus maneras cortantes de antes.
—¿Y tú en qué andas? —dijo Enrique.
Tenía una vaga vergüenza y no sabía muy bien si era por Luis o por sí mismo.
—Espero obtener la crítica literaria de un semanario que no va a tardar en aparecer —dijo Luis mirando sus uñas.
—Larguémonos de aquí —dijo Scriassine con impaciencia—. Esta música es intolerable. Vamos a tomar un poco de champaña a L’Isba.
—Creía que no ponías más los pies en ese antro desde que te limpiaron la billetera —dijo Enrique.
Scriassine sonrió con aire astuto:
—El oficio de ellos es robar; el del cliente es defenderse.
Enrique vaciló, iba a ser grosero, ¿pero por qué trataban de forzarle la mano? No quería de ninguna manera pasar la noche con Luis.
—En todo caso no podré acompañarte —dijo—. Vine corriendo porque te había dicho que vendría, pero voy a tener que volver al diario.
—Tengo horror a las boîtes —dijo Luis—. Quedémonos tranquilamente aquí.
—Como quieran —dijo Scriassine; miró a Enrique con aire desdichado—. ¿Tienes siquiera tiempo de tomarte un whisky?
—Sí, por supuesto —dijo Enrique.
Scriassine abrió una alacena y sacó una botella de whisky:
—No queda mucho.
—Yo no bebo y Huguette tampoco —dijo Luis.
Claudia apareció en el umbral de la puerta.
—¡Es magnífico! —dijo señalando a Scriassine—. ¡Llega medio borracho a mi cocktail, insulta a mis invitados, y a la gente interesante se la lleva disimuladamente! Nunca más tendré a un ruso en mi casa.
—No grite así —dijo Scriassine—. Cri-cri va a venir. Cri-cri es el trompetista —agregó con un suspiro.
—Claudia cerró la puerta.
—Me quedo con ustedes —dijo con decisión—. Mi hija hará de dueña de casa.
Hubo un silencio incómodo. Luis ofreció a todos cigarrillos americanos.
—¿Y qué estás haciendo ahora? —le preguntó a Enrique con benevolencia.
—Pienso en otra novela —dijo Enrique.
—Ana me dijo que había escrito una pieza espléndida —dijo Claudia.
—He escrito una pieza; ya van tres directores que me la rechazan —dijo Enrique riendo.
—Tengo que hacerle conocer a Lucía Belhomme —dijo Claudia.
—¿Lucía Belhomme? ¿Qué es eso?
—Usted es extraordinario; todo el mundo la conoce y usted no conoce a nadie. Es la que dirige la gran casa Amaryllis, la gran casa de costura de la que todo el mundo habla.
—No conozco.
—Lulú es la querida de Richeterre, cuya mujer se divorció para casarse con Vernon; y Vernon es el director del Estudio 46.
—Sigo sin conocer.
Claudia se echó a reír.
—Vernon le obedece ciegamente a su mujer para hacerse perdonar sus amistades masculinas; porque es de la cofradía como nadie; y Julieta sigue siendo muy amiga de su exmarido, que le obedece ciegamente a Lulú. ¿Pesca?
—Es clarísimo —dijo Enrique—, ¿pero cuál es el interés de su Lulú en esta historia?
—Tiene una hija encantadora y trata de hacer de ella una actriz. ¿Hay un papel femenino en su pieza?
—Sí, pero…
—Con peros no se llega a nada. Le digo que la chica es encantadora. El día en que venga a casa se la presentaré. Usted falta a todos mis jueves pero voy a pedirle un favor que no me lo va a negar; —dijo Claudia con petulancia; me ocupo de un hogar para los hijos de los deportados, y cuesta caro, demasiado caro para mí sola. Entonces organizo una serie de conferencias con conferenciantes benévolos. Snobs, dispuestos a gastarse dos mil francos para verlo en carne y hueso, podremos recogerlos con pala, estoy muy tranquila. Lo anoto para una de las primeras reuniones.
—Detesto esa clase de saraos —dijo Enrique.
—Para los hijos de los deportados no puede negarse; hasta Dubreuilh aceptará.
—¿No pueden escupir dos mil francos sin molestar a nadie, sus filántropos?
—Escupirán una vez pero no diez. La caridad es muy bonita, pero debe rendir. Es el principio de las fiestas de beneficencia —Claudia se echó a reír—. Mire a Scriassine, el aspecto furioso que tiene: le parece que lo acaparo.
—Lo lamento —dijo Scriassine—, pero, en fin, me hubiera gustado decirle una palabra a Perron.
—Dígala —dijo Claudia. Fue a sentarse en el diván, junto a Huguette, y se pusieron a charlar en voz baja.
Scriassine se plantó ante Enrique.
—Sostenías el otro día que al afiliarse al S. R. L. L’Espoir no renunció a decir la verdad.
—Sí —dijo Enrique—. ¿Y entonces?
—Entonces, por eso quería verte con urgencia. Si te trajera hechos abrumadores sobre el régimen soviético y no pudieras dudar de ellos, ¿los revelarías?
—Oh, seguramente Le Fígaro los habría revelado antes que yo —dijo Enrique riendo.
—Tengo un amigo que acaba de llegar de Berlín —dijo Scriassine—. Me ha traído informes precisos sobre la manera en que los rusos sofocaron al nacer la revolución alemana.
Tiene que divulgarlos un diario de izquierda; ¿estás dispuesto a hacerlo?
—¿Qué es lo que cuenta tu amigo? —dijo Enrique.
Scriassine paseó la mirada a su alrededor.
—A grosso modo lo siguiente: Ciertos suburbios de Berlín siguieron tercamente comunistas, aun bajo Hitler —dijo—. Durante la batalla de Berlín, los obreros de Köpenick, los de Wedding la Roja, ocuparon las usinas, izaron la bandera roja y organizaron comités. Pudo ser el principio de una gran revolución popular; la emancipación de los trabajadores hecha por ellos mismos estaba en marcha; los comités estaban organizados para proporcionar los dirigentes del nuevo régimen
—Scriassine hizo una pausa. —¿En vez de eso qué ocurrió? Los burócratas vinieron de Moscú, barrieron con los comités, liquidaron la base e instalaron una máquina estatal: una máquina de ocupación—. La mirada de Scriassine se detuvo en Enrique. —¿No te dice nada? Desprecio de los hombres, tiranía burocrática: el caso es puro.
—No me enseñas nada —dijo Enrique—. Pero te olvidas de decir que esos burócratas eran comunistas alemanes refugiados en la U. R. S. S. que desde hacía tiempo habían creado en Moscú el comité de Alemania libre: tenían de todos modos más títulos que la gente que se sublevó durante la caída de Berlín. Sí, seguramente entre los obreros había comunistas, había comunistas sinceros; pero vaya uno a diferenciarlos cuando sesenta millones de nazis afirman al mismo tiempo que siempre han estado contra el régimen. Comprendo que los rusos hayan desconfiado. Eso no prueba que desprecien la base en general.
—Estaba seguro —dijo Scriassine estallando—. Para atacar a los Estados Unidos están siempre listos; pero abrir la boca contra la U. R. S. S., para eso no se encuentra a nadie.
—Salta a la vista que han tenido razón de obrar como han hecho —dijo Enrique.
—No comprendo —dijo Scriassine—. ¿Estás verdaderamente ciego? ¿O tienes miedo? Dubreuilh está vendido, todo el mundo lo sabe. ¡Pero tú!
—¡Dubreuilh vendido! ¡Ni siquiera tú crees en lo que dices! —dijo Enrique.
—Oh, no es con dinero como el P. C. compra —dijo Scriassine—. Dubreuilh es viejo, es célebre, ya tiene al público burgués: quiere a las masas.
—Ve a decirles a los militantes del S. R. L. que Dubreuilh es comunista —dijo Enrique.
—¡El S. R. L! ¡Un lindo engaño! —dijo Scriassine. Apoyó la cabeza contra el respaldo de su sillón con aire excedido.
—¿No te parece triste que no podamos pasar una noche entre amigos sin discutir a causa de la política? —dijo Luis sonriéndole a Enrique—. Hacer política, muy bien, ¿pero por qué hablar todo el tiempo de ella?
Por encima de la cabeza de Scriassine trataba de encontrar en Enrique la complicidad de cuando eran jóvenes; a Enrique le fastidió, sobre todo porque estaba de acuerdo.
—Estoy de acuerdo —dijo de mala gana.
—Uno termina por olvidar que existen otras cosas sobre la tierra —dijo Luis— miró sus uñas con aire púdico. —Cosas que se llaman la belleza, la poesía, la verdad. A nadie le importa.
—Todavía hay gente a la cual eso le interesa —dijo Enrique.
Pensó: «Yo debería hablar, decirle que ya no tenemos nada que hacer juntos». Pero no es fácil insultar sin provocación a un viejo amigo. Dejó su vaso, iba a levantarse para irse, pero Lambert tomó la palabra.
—¿A quiénes? —dijo con fuego—. En todo caso no a Vigilance. Para que acepten un original debe estar relleno de política: si es simplemente hermoso o poético no la publicarán jamás.
—Es en efecto el reproche que yo le haría a Vigilance —dijo Luis—. Por supuesto, se pueden hacer libros muy hermosos sobre temas políticos, tu novela es un ejemplo —agregó con voz urbana—. Pero me parece deseable que a la literatura pura le sean devueltos sus derechos.
—Para mí es una palabra que no tiene sentido —dijo Enrique. Agregó con voz mordaz—: Y es una palabra peligrosa. Ya sabemos adónde conduce querer aislar la literatura del resto.
—Depende de las épocas —dijo Luis—. Sin duda estuve en un error cuando creí en el 40 que uno podía prescindir de la política; créeme que he comprendido todo el alcance de mi equivocación —agregó en tono compenetrado—. Pero hoy me parece que tenemos de nuevo derecho a escribir, gratuitamente, sólo por placer.
Miraba a Enrique con aire inquisidor y cortés, como si hubiera solicitado verdaderamente una autorización; esa deferencia fingida exasperó a Enrique; pero de nada habría servido hacer un escándalo.
—Cada cual es libre —dijo secamente.
—¡No tan libre! —dijo Lambert—. No te das cuenta: es duro ir contra la corriente.
Luis meneó la cabeza con simpatía.
—Es tanto más duro que hoy todo conspira para convencer al individuo de que no es nada; si se recobrara, recobraría un montón de cosas; pero justamente es un círculo vicioso: no le proporcionan los medios.
—No, no se los proporcionan —dijo Lambert con fuerza. Miró a Enrique con aire animado——. ¿Recuerdas?; una vez en el Scribe discutimos sobre esto yo te decía que cada cual debe interesarse por sí mismo: sigo creyéndolo. Si uno piensa que no es nada, que no puede nada, que no tiene derecho a nada, ¿qué quieres que sea de uno? Mira: Chancel se hizo matar a propósito. Sézenac se droga. Vicente se emborracha, Lachaume ha vendido su alma al P. C.
—Lo embarullas todo —dijo Enrique—. No veo qué podría darle la literatura pura a Vicente ni a Sézenac. En cuanto a tus historias de individuo perdido y recobrado —dijo volviéndose hacia Luis— son tonterías. Hay individuos que son algo y otros que no son nada: depende de lo que hacen de su vida. Cuando uno es joven uno todavía no sabe lo que hará y por eso se siente fastidiado; pero en cuanto se interesa por algo —por otra cosa que por sí mismo— no hay más problema.
Había hablado con rabia. Le indignaba que Lambert diera importancia al palabrerío de Luis. Se puso de pie.
—Tengo que irme.
Scriassine se enderezó:
—¿Verdaderamente estás resuelto a no tomar en cuenta mis informaciones?
—No me has dado ninguna información —dijo Enrique.
Scriassine se sirvió un vaso de whisky y lo ingirió de un trago; tomó de nuevo la botella. Claudia se acercó apresuradamente y puso la mano sobre su brazo:
—¡Creo que el padrecito Víctor ha bebido bastante!
—¿Acaso cree que bebo por placer? —gritó Scriassine con voz violenta.
Enrique sonrió: —Sería una buena razón.
—Sólo así puedo olvidar —dijo Scriassine llenando el vaso.
—¿Olvidar qué? —preguntó Huguette con aire espantado.
—Dentro de dos años los rusos ocuparán a Francia y ustedes los recibirán de rodillas —dijo Scriassine.
—¡Dos años! —dijo Huguette.
—Pero no… —dijo Enrique.
—Ustedes les están entregando Europa, ¡son todos cómplices! —dijo Scriassine—. Tienen miedo, ésa es la verdad: traicionan porque tienen miedo.
—La verdad es que tu odio por la U. R. S. S. se te ha subido a la cabeza ——dijo Enrique—. Disfrazas los hechos, repites todos los globos. Es un trabajo feo. A través de la U. R. S. S. atacas al socialismo en general.
—Sabes muy bien que la U. R. S. S. ya no tiene nada que ver con el socialismo —dijo Scriassine con voz pastosa.
—¡No me digas que los Estados Unidos están más cerca! —dijo Enrique.
Scriassine miró a Enrique con ojos enrojecidos por la ira:
—Dices ser mi amigo ¡y defiendes un régimen que me ha condenado a muerte! El día en que me hayan fusilado explicarás en L’Espoir que tenían razones para hacerlo.
—¡Dios mío! —dijo Enrique—. ¡Ya los antiguos combatientes eran bastante cargantes! ¡Ahora nos vienen con el cuento de los futuros fusilados!
Scriassine miró a Enrique con odio. Tomó su vaso casi lleno y lo lanzó al vuelo. Enrique lo esquivó y el vaso se estrelló contra la pared.
—Deberías ir a acostarte —dijo Enrique dirigiéndose hacia la puerta. Hizo una señal con la mano—. ¡Salud!
—No hay que guardarle rencor —dijo Claudia—. Está borracho.
—Se ve.
Scriassine se había dejado caer en un sillón, la cabeza entre las manos.
—¡Qué escena! —dijo Enrique cuando se encontró con Lambert en el jardín de entrada.
—Sí. Pienso como Volange: las discusiones políticas deberían estar prohibidas.
—Scriassine no discute: vaticina.
—Oh, de todas maneras siempre pasa lo mismo —dijo Lambert—, se tiran los vasos a la cabeza y ni siquiera saben de qué hablan. Ambos ignoran lo que pasa en Alemania Este. Él es parcial contra la U. R. S. S., pero tú eres parcial a favor.
—Yo no soy parcial. Sospecho que todo no es perfecto en U. R. S. S., lo asombroso sería lo contrario. Pero, en fin, son ellos los que están bien encaminados.
Lambert hizo una mueca y no contestó nada.
—Me pregunto qué esperaba Scriassine de esta entrevista —dijo Enrique—. Luis debe haberla sugerido: espera que lo ayude a salir nuevamente a flote.
—A lo mejor tiene ganas de volver a ser amigo tuyo.
—¿Luis? Estás loco.
Lambert miró a Enrique con perplejidad:
—¿Era tu mejor amigo antes?
—Una extraña amistad —dijo Enrique—. Cuando llegó al liceo de Tulle venía de París, me dejó deslumbrado; me encontró menos campesino que a los demás. Pero nunca nos hemos querido.
—Yo lo encuentro simpático —dijo Lambert.
—Lo encuentras simpático porque la política te aburre y defiende la literatura pura. Pero comprendes por qué lo hace, ¿no?
Lambert vaciló:
—Que sea por una o por otra razón, lo que ha dicho es verdad. Hay problemas individuales y no es fácil resolverlos si todo el mundo te repite que haces mal en planteártelos.
—Nunca he pretendido eso —dijo Enrique—; hay que planteárselos, de acuerdo. Lo que digo es que no se les puede aislar de los demás problemas. Para saber quién eres y lo que quieres hacer, tienes que decidir cómo vas a situarte en el mundo.
Lambert subió en su moto y Enrique detrás de él. «Un año ha bastado —pensó—, y los vemos volver con la arrogancia del pecador que está seguro de valer justo noventa y nueve. Como dicen cosas distintas que nosotros, Lambert y los tipos de su edad van a creer que les traen algo nuevo. Van a estar tentados. No debe ser —dijo Enrique—, hay que impedirlo por todos los medios». En cuanto la moto se detuvo dijo con voz cálida:
—¿Sabes?, acepto tu ofrecimiento con gratitud; es una espléndida idea la que has tenido; seguiremos siendo dueños en nuestra casa.
—¿Aceptas? —dijo Lambert con aire dichoso.
—Por supuesto. Todo este lío me puso de mal humor. Por eso no salté de alegría. ¡Pero te imaginas si estoy contento de poder conservar el diario!
—¿Crees que Trarieux aceptará? —dijo Lambert.
—No tendrá más remedio —dijo Enrique. Le dio a Lambert un caluroso apretón de manos—. Gracias, hasta mañana.
«No, no es el momento de lavarse las manos», pensó entrando a su cuarto. Su rencor por Dubreuilh no moriría tan pronto, pero eso no le impedía un trabajo en común, esas cuestiones de sentimientos eran muy secundarias. Lo importante era impedir el regreso de los Volange, era ganar la partida. Encendió un cigarrillo. Sería bueno para Lambert pertenecer al comité de L’Espoir; Enrique se las arreglaría para asociarlo cada vez más estrechamente a la vida del diario; Lambert se formaría políticamente, se sentiría mucho menos perdido en el mundo, y una vez bien metido en el movimiento ya no se preguntaría qué hacer con sus huesos.
«En verdad no es fácil ser joven ahora», se dijo Enrique. Decidió tener uno de esos días una serie conversación. «¿Y qué le diré exactamente?». Empezó a desvestirse. «Si fuera comunista o cristiano vacilaría menos —se dijo—. Siempre se puede tratar de imponer una moral universal. Pero darle un sentido a su vida es otra cuestión. Imposible explicarlo en cuatro frases». Enrique suspiró. Para esto sirve la literatura: mostrar a los otros el mundo tal como uno lo ve; pero la verdad es que él lo había intentado y había fracasado, «¿Lo intenté verdaderamente?», se preguntó. Encendió otro cigarrillo y se sentó al borde de la cama. Había querido escribir un libro gratuito: gratuito, sin necesidad, sin razón; no era raro que se hubiera cansado tan pronto. Y se había prometido ser sincero pero sólo había sido complaciente; había pretendido hablar de él sin situarse en el pasado ni en el presente: cuando la verdad de su vida estaba fuera de él, en los acontecimientos, en las gentes, en las cosas; para hablar de sí hay que hablar de todo el resto. Se levantó y tomó un vaso de agua; En el momento le había venido bien decir que la literatura ya no tenía sentido, pero eso no le había impedido escribir una pieza de la que estaba contento. Una pieza fechada, situada y que significaba algo; por eso estaba contento. ¿Por qué no iniciar una novela fechada, situada, que significara algo? Contar una historia de hoy en la que los lectores recobraran sus preocupaciones, sus problemas. No demostrar ni exhortar, sino testimoniar. Tardó en dormirse.
Dubreuilh no había logrado convencer a Trarieux ni a Samazelle. Pero sin duda no comprendieron qué garantía representaba para Enrique la presencia de Lambert en el comité del diario, o bien temieron un escándalo que hubiera sido nefasto para el S. R. L., o quizá después de todo no alimentaban designios maquiavélicos: aceptaron sin dificultad la combinación que Enrique les propuso. En el diario nadie se emocionó mucho por un cambio que parecía de orden puramente administrativo. Salvo Vicente. Llegó a la sala de redacción en un momento en que Enrique estaba solo con Lucas y atacó con voz rabiosa: —No comprendo nada de la que pasa.
—Sin embargo, es muy sencillo —dijo Enrique.
—No conozco a ese Trarieux, pero un hombre que tiene tantos billetes es seguramente peligroso. Estaríamos mejor sin él.
—No podíamos —dijo Enrique.
—¿Y por qué has hecho entrar a Lambert al comité? —dijo Vicente—. Te dará sorpresas desagradables. ¡Cuando pienso que se ha reconciliado con su padre sabiendo lo que sabe!
—No hay ninguna prueba de que el viejo haya vendido a Rosa —dijo Enrique——. Deja de juzgar a la gente a tu antojo. Conozco a Lambert y confío plenamente en él.
Vicente se encogió de hombros:
—¡Todo este asunto me desespera!
—¡Hay que confesar que la erramos! Lucas con un suspiro.
—¿Qué es lo que erramos? —dijo Enrique.
—Todo en conjunto —dijo Lucas—. Podíamos esperar que las cosas iban a cambiar un poco; y de nuevo sólo el dinero cuenta.
—No podía cambiar tan pronto —dijo Enrique.
—Nada cambia nunca —dijo Vicente. Se volvió bruscamente y caminó hacia la puerta.
—¿No sabe que te he puesto al corriente? —dijo Lucas con inquietud.
—No —dijo Enrique—. No le he dicho nada y no le diré nada. ¿Para qué?
El día fijado para la firma del contrato Paula había encendido un gran fuego de leña en la chimenea a pesar de la dulzura del cielo de noviembre, y mientras atizaba distraídamente preguntó:
—¿Estás absolutamente resuelto a firmar?
—Absolutamente.
—¿Por qué?
—No tengo elección.
—Siempre se tiene una elección.
—No en este caso.
—Sí —ella se irguió frente a él—. Podrías irte.
Ya está, ya las había pronunciado esas palabras que desde hacía días retenía torpemente; inmóvil, las manos crispadas sobre las puntas de su chal, parecía un mártir ofreciendo su cuerpo a las fieras. Afirmó su voz:
—Sería más elegante que te fueras.
—Si supieras hasta qué punto me río de la elegancia.
—Hace cinco años no habrías vacilado —dijo ella—. Te hubieras ido.
Él se encogió de hombros:
—He aprendido muchas cosas en cinco años. ¿Tú no?
—¿Qué has aprendido? —dijo con voz teatral—. ¿A pactar, a transigir?
—Oh, siempre hay razones, nadie se compromete sin razón. Pero justamente hay que saber negar las razones. —El rostro de Paula se alteró; había en sus ojos una súplica desamparada—. Tú sabías; habías elegido los caminos más difíciles, la soledad, la pureza: el pequeño San Jorge de Pisanello, vestido de blanco y oro, decíamos que eras tú.
—Tú lo decías…
—¡Ah, no reniegues nuestro pasado! —exclamó.
—Él dijo malhumorado: —No reniego nada.
—Reniegas; estás traicionándote. Y sé quién es el responsable —agregó con ira—. Un día me explicaré con él.
—¿Dubreuilh? Pero, en fin, es absurdo; me conoces bastante para saber que no me hacen hacer lo que no quiero.
—A veces tengo la impresión de no conocerte nada —dijo ella mirando a Enrique con desesperación; agregó desorientada—: ¿Eres verdaderamente tú?
—Así me parece —dijo encogiéndose de hombros.
—Pero tú mismo no estás seguro. Te veo…
Él la interrumpió brutalmente:
—No me busques siempre en el pasado. Soy tan real hoy como ayer.
—No. Yo sé dónde está nuestra verdad —dijo con voz inspirada—. Y la mantendré contra todo.
—Entonces no hemos terminado de pelearnos. He cambiado, métete eso en la cabeza. Uno cambia, Paula. Y las ideas cambian y también los sentimientos. Tendrás que terminar por admitirlo.
—Nunca —dijo ella. Las lágrimas asomaban a los ojos de Paula—. Créeme que sufro más que tú con estas discusiones; no lucharía con ira ti si no me viera obligada.
—Nadie te obliga.
—Yo también tengo mi misión —dijo en tono feroz— y la cumpliré. No permitiré que te aparten de ti.
Él no tenía armas contra esas palabras altisonantes; rezongó con voz rabiosa:
—¿Sabes lo que va a pasar? Vamos a terminar por odiarnos.
—¿Podrías odiarme? —ella ocultó su rostro entre sus manos; luego alzó la cabeza—. Si es necesario soportaré hasta tu odio —dijo—, por amor a ti.
Él se encogió de hombros sin contestar y caminó hacia su cuarto: «Tengo que terminar con esto. Tengo que terminar», dijo con pasión.
El S. R. L. había sostenido en noviembre las reivindicaciones de Thorez; en retribución, los comunistas le manifestaron de nuevo cierta benevolencia y L’Espoir volvió a ser leído en las fábricas; pero el idilio duró poco. Los comunistas señalaron con odio el artículo en que Enrique les reprochaba haber votado ciento cuarenta mil millones, aquel en que Samazelle subrayaba los diferendos que los oponían a los socialistas respecto a la política de los Tres Grandes. Reaccionaron bombeando el S. R. L. y atacándolo de todas las maneras posibles. Samazelle hubiera querido separarse francamente de ellos: según él, el S. R. L. debía constituirse en partido y presentar sus candidatos en las elecciones de junio. Su propuesta fue rechazada, pero el comité decidió aprovechar las elecciones para adoptar respecto al P. C. una política menos pasiva: iban a abrir una campaña.
—No queremos debilitar al P. C., pero deseamos que modifique su línea —concluyó Dubreuilh—. Y bueno, ésta es una ocasión de imponernos. Lo que decimos en nuestro nombre no le impresiona; pero está obligado a tener en cuenta la base. Comprometeremos a la gente a votar por los partidos de izquierda; pero poniendo sus condiciones. En este momento el proletariado tiene un montón de agravios contra los comunistas; si canalizamos ese descontento, si logramos traducirlo en reivindicaciones precisas, tenemos una posibilidad de provocar en los dirigentes un cambio de actitud.
Cuando Dubreuilh acababa de tomar una decisión daba la impresión de que toda su vida anterior se había regido siempre por ella; Enrique lo comprobó una vez más cuando al final de la sesión fueron a comer, como todos los sábados, a un restaurancito de los muelles. Dubreuilh expuso a Enrique el artículo que iba a escribir aquella misma noche y parecía que siempre había premeditado hacerlo aparecer en la fecha exacta en que aparecería. En primer lugar les reprocharía a los comunistas que hubieran sostenido el empréstito anglo-sajón; sí, eso apresuraría el regreso a la prosperidad, pero los obreros no sacarían ningún beneficio.
—¿Y usted piensa que esa campaña puede verdaderamente tener influencia? —dijo Enrique.
Dubreuilh se encogió de hombros:
—Ya lo veremos. Usted sostenía durante la resistencia que hay que obrar como si la eficacia de la acción que uno emprende estuviera garantizada; era un buen principio; me atengo a él.
Enrique miró a Dubreuilh; pensó: «No es el género de respuesta que hubiera hecho el año pasado». Dubreuilh estaba netamente preocupado últimamente.
—En otros términos, ¿no espera gran cosa? —dijo.
—Oh, escuche: esperar, no esperar es tan subjetivo —dijo Dubreuilh—. Si uno se rige por sus humores, no termina más, se convierte en un Scriassine. Cuando uno debe tomar una decisión no hay que mirar dentro de sí mismo.
Había en su voz, en su sonrisa, una especie de abandono que antes hubiera conmovido a Enrique; pero desde la crisis de noviembre había perdido todo afecto por Dubreuilh. «Si me habla con tanta confianza es porque Ana está ausente; necesita esgrimir su pensamiento con alguien», se dijo. Al mismo tiempo se reprochaba un poco su malevolencia.
Dubreuilh publicó en L’Espoir una serie de artículos de una severidad extrema, a los que la prensa comunista contestó con rabia. Comparaban la actitud del S. R. L. a la de los trotskistas, que se habían negado a colaborar en la resistencia so pretexto que ésta servía al imperialismo inglés. A pesar de todo, esta polémica en que el P. C. y el S. R. L. se acusaban mutuamente de desconocer los verdaderos intereses de la clase obrera, conservaba un tono relativamente cortés. Por eso un jueves Enrique leyó con estupor en L’Enclume un artículo donde Dubreuilh era atacado con inusitada violencia. Criticaban el ensayo que estaba publicando en Vigilance: el capítulo de su libro del que le había hablado a Enrique unos meses antes y que se refería de manera muy indirecta a los problemas políticos; a partir de ahí, sin razón aparente, armaban contra él una verdadera acusación: era un perro guardián del capitalismo, un enemigo de la clase obrera.
—¿Qué les ha dado? ¿Y cómo Lachaume ha dejado pasar este artículo? Es una porquería —dijo Enrique.
—¿Te asombra en él? —dijo Lambert.
—Sí. Y el tono del artículo también me asombra. En este momento hay más bien un exceso de tolerancia.
—No me sorprende tanto —dijo Samazelle—. A los tres meses de las elecciones no van a arrastrar por el suelo un diario como L’Espoir que miles de obreros leen y hasta los mismos comunistas. Respecto al S. R. L., propiamente dicho, es lo mismo, tienen interés en cuidarlo. Pero desacreditar a Dubreuilh ante los ojos de los jóvenes intelectuales de izquierda es beneficio puro.
La satisfacción manifiesta de Samazelle y de Lambert exasperó a Enrique. Sintió que se crispaba un poco cuando dos días después Lambert le dijo con aire alegre pero burlón:
—Me he divertido escribiendo sobre el artículo de L’Enclume. Pero me pregunto si aceptarás publicarlo.
—¿Por qué?
—Porque van acollarados Lachaume y Dubreuilh; no ha robado lo que le pasa; eso le enseñará a jugar a dos puntas. Si es un intelectual, que no sacrifique a la política las virtudes del intelectual; si los considera como un lujo inútil, que prevenga, y en lo que se trata del pensamiento libre iremos a buscarlo a otro lado.
—Efectivamente, dudo que eso pueda ser publicado en L’Espoir —dijo Enrique—; por otra parte, eres injusto. Pero muéstramelo.
El artículo era hábil, incisivo y a veces pertinente, pese a su malevolencia; atacaba a los comunistas con intemperancia y era excesivamente ofensivo para Dubreuilh.
—Tienes dones de panfletista —dijo Enrique—. Es brillante tu artículo —sonrió—. Evidentemente es impublicable.
—¿No es verdad lo que digo? —preguntó Lambert.
—Es verdad que Dubreuilh está compartido; pero me extraña que se lo reproches. Yo estoy como él, ¿sabes?
—¿Tú? Pero es por lealtad hacia él —dijo Lambert. Guardó su artículo en el bolsillo—. Advierte, no es que me importe lo que escribí, pero de todas maneras es gracioso: si quisiera publicarlo no habría caso. Soy demasiado anticomunista para L’Espoir o para Vigilance, y demasiado de izquierda para los de derecha.
—Es el primer artículo que te rechazo —dijo Enrique.
—Oh, reportajes, críticas, se publican en todas partes. Pero si alguna vez quisiera decir lo que pienso sobre algo importante nada podrías ofrecerme, salvo lamentarlo.
—Inténtalo —dijo Enrique amistosamente.
Lambert sonrió:
—Felizmente no tengo nada importante que decir.
—¿No has tratado de escribir otros cuentos? —preguntó Enrique.
—No.
—Te descorazonaste muy pronto.
—¿Sabes lo que me descorazona? —dijo Lambert con una brusca agresividad—. Es ver el relato del chico Peulevey en Vigilance. Si te gusta esa clase de literatura no comprendo más nada.
—¿No te parece interesante? —dijo Enrique con sorpresa—. Uno siente la Indochina, se siente que es un colono y al mismo tiempo se siente una infancia.
—Digan francamente que Vigilance no publica ni cuentos ni novelas sino reportajes —dijo Lambert—. Basta que un tipo haya pasado su infancia en las colonias y que esté en contra para que decreten que tiene talento.
—Peulevey lo tiene —dijo Enrique—. El hecho es que es más interesante contar algo que nada —agregó—. El defecto de tus cuentos es que elegiste no contar nada. Si hablaras de tus experiencias como ese tipo habla de las suyas quizá hicieras algo excelente.
Lambert se encogió de hombros:
—Yo también pensé en un relato sobre mi infancia; y después lo dejé. Las experiencias mías no ponen al mundo en tela de juicio; son puramente subjetivas, y por lo tanto, desde el punto de vista de ustedes, perfectamente insignificantes.
—Nada es insignificante —dijo Enrique—. Tu infancia también tiene un sentido: debes encontrarlo y hacérnoslo sentir.
—Ya sé —dijo Lambert con voz irónica—. Con cualquier cosa se puede fabricar un documento humano —sacudió la cabeza—. No es eso lo que me interesa. Si escribiera sería para decir las cosas en su insignificancia. Pero no me gusta la literatura que a ustedes les gusta; entonces no escribiré nada: es más sencillo.
—Escucha, la próxima vez que salgamos juntos vamos a hablar de todo esto seriamente —dijo Enrique—. Si soy yo quien te aparta de la literatura estoy desolado.
—Note desesperes, no vale la pena —dijo Lambert. Salió del escritorio sin sonreír; por poco hubiera golpeado la puerta tras él; estaba verdaderamente herido.
«Ya se le pasará», se dijo Enrique. Había decidido no impresionarse más: las cosas nunca salían tan mal como uno temía. Samazelle no era tan molesto como Enrique lo había temido; exceptuando a Lucas había ganado a todo el equipo por su cordialidad; Trarieux nunca pisaba el diario; el tiraje había aumentado mucho y finalmente Enrique estaba tan libre como antes. Pero era sobre todo su nueva novela lo que lo volvía optimista; había temido enormes dificultades: y el libro se organizaba casi solo. Esta vez Enrique estaba casi seguro de haber partido con buen pie y escribía alegremente. La única nube era que Paula exigía que trabajara a su lado. Quería ver sus borradores. Él se los negaba, se enojaba. De nuevo aquella mañana, mientras terminaban el desayuno, ella atacó:
—¿Adelanta tu trabajo?
—Así no más.
—¿Cuándo me mostrarás algo?
—Te he dicho veinte veces que todavía no hay nada legible, es informe.
—Justamente: desde que me lo dices ha debido tomar forma.
—He vuelto a empezar todo de nuevo.
Paula apoyó sus codos contra la mesa y colocó su barbilla en el hueco de las manos:
—Ya no tienes gran confianza en mí, ¿verdad?
—Por supuesto que sí.
—No, ya no tienes más confianza. Es desde ese viaje en bicicleta —dijo en tono pensativo.
Enrique la miró con sorpresa:
—¿Qué podía ese viaje cambiar entre nosotros?
—Es un hecho —dijo ella.
—¿Qué hecho?
—Y bueno, que ya no crees en lo que te digo —él se encogió de hombros y ella agregó con vivacidad—. Puedo citarte veinte casos en los que no me has creído.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo: te dije en setiembre que si quieres puedes dormir en tu hotel; y cada vez vuelves a pedirme permiso con aire culpable. No quieres creer que prefiero tu libertad a mi felicidad.
—Escucha, Paula. La primera vez que dormí en el hotel tenías los ojos hinchados al día siguiente.
—Tengo derecho a llorar, ¿no? —dijo con voz agresiva.
—Pero no tengo ganas de hacerte llorar.
—¿Y crees que no lloro cuando me niegas tu confianza, cuando veo que guardas tu manuscrito con llave? Porque lo guardas con llave…
—Verdaderamente no hay de qué llorar —dijo él con irritación.
—Es insultante —miró a Enrique con aire asustado, casi pueril—. A veces me pregunto si no eres un sádico.
Él se sirvió una segunda taza de café, sin contestar, y ella dijo furiosa:
—¿Tienes miedo de que hurgue en tus papeles?
—Es lo que yo haría en tu lugar —dijo Enrique con una voz que se esforzaba por ser alegre.
Ella se levantó y empujó su silla.
—¡Lo confiesas! ¡Atrancas tus cajones a causa mía! ¡Hemos llegado a esto!
—Es para evitarte tentaciones —dijo. Esta vez la alegría de su voz sonaba completamente falsa.
—¡Hemos llegado a esto! —repitió ella; miró a Enrique en los ojos—. ¿Si te jurara que no voy a tocar tus papeles me creerías, dejarías el cajón abierto?
—Estás tan obsesionada por ese desgraciado manuscrito que tú misma no puedes responder de lo que harías; creo en tu sinceridad, por supuesto, pero cerraría el cajón.
Hubo un silencio y Paula dijo lentamente:
—Nunca me habías herido como acabas de hacerlo.
—Si no puedes soportar la verdad, no me obligues a decírtela —dijo Enrique empujando su silla con violencia.
Subió a la escalera, se sentó ante su mesa de trabajo. Paula hubiera merecido que le mostrara ese manuscrito; así se habría visto libre de ella. Evidentemente en el momento de publicarlo se vería obligado a modificar esas páginas: a menos que ella muera entre tanto; por el momento cuando las releía se sentía vengado. «En un sentido la literatura es más verdadera que la vida —se dijo—. Dubreuilh se burló de mí, Luis es un cochino, Paula me envenena la existencia; y les sonrío. En el papel uno va hasta el extremo de lo que siente». Recorrió una vez más la escena de la ruptura: ¡qué fácilmente se rompe sobre el papel! Uno odia, uno grita, uno mata, uno se mata; se va hasta el final: es por eso que es falso. «Bueno —se dijo—, pero es satisfactorio. En la vida sin cesar uno reniega de sí mismo y los demás nos contradicen. Paula me exaspera; sin embargo, dentro de un rato me apiadaré de ella y ella cree que en el fondo estoy enamorado de ella. Sobre el papel detengo el tiempo e impongo al mundo entero mis certidumbres: se convierten en la única realidad». Destornilló el capuchón de su estilográfica. Paula nunca leería estas páginas; sin embargo, él triunfaba como si la hubiera obligado a reconocerse en el retrato que había trazado de ella: una falsa enamorada que no ama sino sus comedias y sus sueños; una mujer que finge la grandeza, la generosidad, la abnegación cuando en verdad no tiene ni orgullo ni coraje y está hundida en el egoísmo de sus pasiones fingidas. Él la veía así y sobre el papel ella coincidía exactamente con esa visión.
Enrique hizo lo posible los días que siguieron para evitar nuevas escenas. Paula había encontrado otra razón para indignarse: la conferencia que él había aceptado dar en casa de Claudia. Primeramente él intentó justificarse: hasta Dubreuilh había hablado en casa de Claudia, se trataba de recolectar dinero para un hogar de niños, no era posible negarse. Como ella no aflojaba, él resolvió callar. Visiblemente esa táctica no hizo sino exasperar a Paula; ella también callaba, pero parecía amasar en su cabeza resoluciones importantes. El día de la conferencia lo miraba con un aire tan duro, mientras se hacía el nudo de la corbata ante el espejo del dormitorio, que pensó esperanzado: «Me va a proponer que rompamos». Preguntó con voz amable: —¿Decididamente no me acompañas?
Ella rio tan bruscamente que si no la hubiera conocido habría creído que estaba loca:
—¡Es una broma! ¡Acompañarte a ese carnaval!
—Como quieras.
—Tengo algo mejor que hacer —dijo con una voz que reclamaba una pregunta; preguntó dócilmente:
—¿Qué tienes que hacer?
—Es cuestión mía —dijo con soberbia.
Esta vez él no insistió, pero mientras terminaba de peinarse ella dijo en tono provocante:
—Voy a pasar por Vigilance a ver a Dubreuilh.
Enrique se volvió bruscamente, había calculado bien su efecto:
—¿Por qué quieres ver a Dubreuilh?
—Te previne que uno de estos días iría a explicarme con él.
—¿Sobre qué?
—Tengo muchas cosas que decirle de mi parte y también de la tuya.
—Te ruego que no te metas en mis relaciones con Dubreuilh —dijo Enrique—; no tienes nada que decirle y no irás a verlo.
—Lo lamento —dijo—, ya he tardado demasiado. Ese hombre es tu ángel malo y sólo yo puedo librarte de él.
Enrique sintió que la sangre se le subía a la cara; ¿qué iría a decirle a Dubreuilh? Enrique se había expresado libremente ante Paula en los momentos de rabia o de inquietud; imposible soportar que algunas de sus palabras fueran repetidas; pero ¿cómo impedírselo? Lo esperaban en casa de Claudia, no encontraría en cinco minutos la manera de convencerla, había que atarla o encerrarla. Balbució:
—Estás divagando.
—¿Ves?, cuando se vive muy sola, como yo, hay mucho tiempo para pensar —dijo Paula—; pienso en ti y en todo lo que te atañe, y a veces veo a Dubreuilh, lo he visto estos días con una precisión extraordinaria: y comprendí que haría todo para destruirte.
—Ah, si ahora te pones a tener visiones —dijo. Buscaba una manera de intimidar a Paula; no encontraba sino una: amenazarla con romper.
—No me fío únicamente en mis visiones —dijo Paula con una voz voluntariamente misteriosa.
—¿En qué otra cosa te fías?
—Me he informado —dijo. Clavaba en Enrique una mirada alegre; él la miró con perplejidad.
—Sin duda, Ana no te habrá dicho que Dubreuilh quiere destruirme.
—¿Quién habla de Ana? —dijo—. Ana es aún más ciega que tú.
—Entonces ¿a qué extra-lúcido has consultado? —preguntó; se sentía vagamente inquieto.
La mirada de Paula se puso seria:
—He hablado con Lambert.
—¿Lambert? ¿Dónde lo has visto? —dijo Enrique. La rabia le secaba la garganta.
—Aquí; ¿es un crimen? —dijo Paula con aire tranquilo—. Le telefoneé que viniera.
—¿Cuándo?
—Ayer. Él tampoco quiere a Dubreuilh. —Dijo con satisfacción.
—Es un abuso de confianza —dijo Enrique. Pensar que había hablado con Lambert empleando su vocabulario ridículo y su irrisoria vehemencia; daban ganas de cachetearla.
—Siempre has hablado de pureza, de elegancia —dijo con voz furiosa—, pero una mujer que comparte la vida de un hombre, su pensamiento, sus secretos, y que dispone de ellos a sus espaldas, sin prevenirlo, obra de una manera asquerosa; ¿oyes? —dijo tomándola de la muñeca—, asquerosa.
Ella sacudió la cabeza:
—Tú eres mi vida, puesto que te he sacrificado la mía. Tengo derechos sobre ella.
—Nunca te he pedido ningún sacrificio —dijo él—. He tratado de ayudarte el año pasado a hacerte una vida propia: no quisiste; es asunto tuyo, pero no tienes ningún derecho sobre mí.
—No he querido por ti —dijo—. Porque me necesitas.
—¿Crees que necesito estas escenas perpetuas? ¡Te equivocas de una manera! Hay momentos en que me das ganas de no volver a poner los pies aquí. Y voy a decirte una cosa: si vas a ver a Dubreuilh nunca te lo perdonaré. No volverás a verme.
—Pero quiero salvarte —dijo ella con pasión—. ¡No comprendes que te estás perdiendo! Aceptas todos los compromisos, vas a hablar en los salones… Y sé por qué ya no te atreves a mostrarme lo que escribes: tu fracaso se refleja en tu trabajo, y tú lo sientes. Tienes vergüenza. Tienes tanta vergüenza que escondes tu manuscrito con llave: tiene que ser algo muy abyecto.
Enrique la miró con odio:
—¿Si te muestro ese manuscrito me das tu palabra que no vas a ver a Dubreuilh?
Bruscamente el rostro de Paula se ablandó:
—¿Me lo mostrarás?
—¿Me darás tu palabra?
Ella reflexionó: —Te daré mi palabra de no ir hoy.
—Me basta —dijo Enrique. Abrió el cajón, sacó el gran cuaderno verdoso y lo arrojó sobre la cama.
—Puedo leerlo, ¿es verdad? —dijo Paula con voz desconcertada; su seguridad de actriz trágica se había esfumado y de pronto parecía más bien lamentable.
—Puedes.
—Ah, estoy tan contenta —dijo; sonrió tímidamente—. Esta noche discutiremos, como antes.
Él no contestó. Miraba ese cuaderno que Paula acariciaba con la palma de la mano. Sólo papel, tinta, parecía tan inofensivo como los polvos guardados con llave en la farmacia de su padre; en verdad era más cobarde que un envenenador.
—Hasta luego —gritó por encima de la balaustrada mientras huía del estudio.
—Hasta luego.
En la escalera seguía huyendo, intentaba en vano poner su cabeza en blanco. Aquella noche cuando volviera a ver a Paula habría leído. Leería cada frase, releería cada palabra: era un asesinato. Se paró. La mano apoyada en el pasamanos, subió lentamente algunos peldaños y el gran perro negro se arrojó sobre él, ladrando. Aborrecía a ese perro, esa escalera, el amor fanático de Paula, sus silencios, sus escenas; sus desdichas. Volvió a bajar corriendo hasta la calle.
Era uno de esos hermosos días de invierno un poco brumosos donde el fondo del aire es rosado; por el ventanal Enrique veía un jirón de cielo sedoso; volvió su mirada hacia su auditorio, pero era más difícil hablar cuando se les veía. Sombreritos, joyas, pieles: había sobre todo mujeres, de ésas que tienen bonitos restos y que creen saber presentarlos. ¿En qué podía interesarles la historia del periodismo francés? Hacía demasiado calor, el aire olía a perfume; la mirada de Enrique encontró la sonrisa tenue de María Ángel y Vicente le hizo una mueca risueña; en algún lado, entre una millonaria argentina y una mecenas jorobada, Lambert estaba sentado y Enrique temía encontrarse frente a frente con él: tenía vergüenza; de nuevo bajó los ojos y dejó que las palabras salieran de su boca.
—¡Maravilloso!
Claudia había dado la señal de los aplausos, golpeaban en sus manos, desencadenaban sus voces, se precipitaban hacia la estrada. Huguette Volange abrió una puertita a espaldas de Enrique.
—Venga por aquí. Claudia va a echar a las señoronas; no ha retenido sino a sus amigos y a algunos íntimos. Debe de estar muerto de sed —agregó, arrastrando a Enrique hacia la mesa donde Julián, frente a dos mozos, vaciaba una copa de champaña.
—Me disculparás; no he oído nada —dijo en voz muy alta—. Yo, si he venido, fue para emborracharme gratis.
—Estás disculpado; las conferencias son tan pesadas de escuchar como de dar —dijo Enrique.
—¡Perdón! A mí no me pareció nada pesada —dijo Vicente—, hasta era instructiva —rio—. De todas maneras yo también tomaré una copa con gusto.
—Bebe —dijo Enrique; trajo rápidamente sobre su rostro una sonrisa graciosa; una señora con pelo blanco y legión de honor se abalanzaba hacia él:
—Gracias por su colaboración. ¡Era magnífico! ¿Sabe que hemos ganado más que con Duhamel?
—Me alegro mucho —dijo Enrique. Buscaba a Lambert con la mirada. ¿Qué le había dicho Paula? Jamás Enrique había puesto a Lambert al corriente de su vida privada; evidentemente sabía cosas íntimas sobre él, por Nadine, pero de eso, de la historia con Nadine le importaba un pito, era agua clara. Paula, era distinto. Le sonrió a Lambert:
—¿Te molestaría llevarme de vuelta en moto cuando este carnaval haya terminado?
—¡Me encantaría! —dijo Lambert con un tono completamente natural.
—¡Gracias! Podremos conversar un poco.
Se interrumpió porque Claudia entraba impetuosamente a la sala y se precipitaba sobre él;
—Va a ser un amor, va a dedicar algunos libros: estas señoras son sus admiradoras apasionadas.
—Encantado —dijo Enrique; agregó a media voz—: Pero no puedo quedarme, me esperan en el diario.
—Tiene que ver a las Belhomme; vienen a propósito por usted; van allegar de un momento a otro.
—Dentro de media hora me voy —dijo Enrique. Tomó el libro que una rubia alta le tendía—. ¿Qué nombre?
—No lo conoce —dijo la rubia con una sonrisita altanera—, pero lo conocerá: Colette Masson.
Agradeció con otra sonrisa misteriosa y en otro libro escribió otro nombre. ¡Qué comedia! Firmaba, sonreía; sonreía, firmaba; el saloncito se había llenado; formaban legión los íntimos de Claudia. Ellos también sonreían, apretaban la mano de Enrique, sus ojos brillaban con una curiosidad que parecía picaresca; y decían las mismas palabras que le habían dicho la última vez a Duhamel, que repetirían indiferentemente la próxima vez a Mauriac o a Aragón. De tanto en tanto un lector fervoroso se creía obligado a expresar su admiración: éste se había sentido impresionadísimo por la descripción de un insomnio, aquél por una frase sobre los cementerios: siempre se trataba de un pasaje insignificante, escrito con indiferencia. Guite-Ventadour le preguntó a Enrique por qué elegía como héroes a señores tan tristes: y sonrió a la redonda a un montón de gente infinitamente más triste. «¡Cómo son de severos con los personajes de las novelas! —pensó Enrique—. No les pasan una debilidad. ¡Y de qué manera rara leen todos! Supongo que en vez de seguir los caminos que uno les traza, la mayoría atraviesa las páginas como ciegos; de tanto en tanto una palabra resuena en ellos, despertando Dios sabe qué recuerdos o qué nostalgias; o bien en una imagen creen percibir algún reflejo de ellos mismos: se detienen un instante, se miran, vuelven a partir a tientas. Sería mejor no ver nunca a los propios lectores de cerca», pensó. Se acercó a María Ángel, que lo miraba con aire burlón.
—¿De qué te ríes?
—No me río, observo —agregó—. Tienes razón de vivir oculto; no eres brillante.
—¿Qué se necesita para ser brillante?
—Mira a tu amigo Volange y aprende.
—No estoy dotado —dijo Enrique.
No le divertía deslumbrarlos; y era igualmente vano pretender escandalizarlos. Julián vociferaba, vaciando con ostentación copa tras copa, y la gente reía con indulgencia a su alrededor: «Yo, si tuviera un nombre semejante me lo cambiaría en seguida —clamaba—. Belzunce, Polignac, La Rochefoucauld, se han arrastrado por todas las páginas de la historia de Francia, están llenos de polvo». Podía insultarlos proferir las peores incongruencias, estarían encantados; si no está consagrado por títulos, premios, decoraciones, está bien que un poeta sea un bufón. Julián creía dominarlos y los confirmaba en la conciencia de que eran superiores. No, el único procedimiento era no frecuentar a esa gente. Los escritores mundanos y los pseudointelectuales que se precipitaban alrededor de Claudia eran todavía más deprimentes. No les divertía escribir; no les interesaba pensar, y todo el hastío que se infligían aparecía sobre sus rostros. Sólo les preocupaba el personaje que se fabricaban y el éxito de su carrera y sólo se frecuentaban para envidiarse de más cerca. Una atroz ralea. Enrique sonrió con simpatía al ver a Scriassine: era fanático, barullero, insoportable, pero lleno de vida, y cuando empleaba las palabras era por pasión, no para trocarlas por dinero, halagos, honores; en él la vanidad venía después y no era sino un defecto superficial.
—Espero que no me guardas rencor —dijo Scriassine.
—Por supuesto que no, habías bebido. ¿Cómo estás? ¿Vives siempre aquí?
—Sí. Bajé a propósito para saludarte; esperaba que la gente elegante se hubiera ido. ¿Es delante de esto que has hablado y que Claudia quiere que yo hable?
—No es un mal público —dijo Volange, que se había acercado con paso displicente. Distribuyó a su alrededor una sonrisita altanera y detuvo su mirada sobre Lambert—. La gente que tiene mucho dinero afecta ser frívola; pero en realidad tienen a menudo el sentido de los verdaderos valores. El lujo de Claudia, por ejemplo, es muy inteligente.
—Me pudre el lujo —dijo Scriassine.
María Ángel se echó a reír y Luis la miró con aire duro.
—Quiere decir el falso lujo —dijo Huguette con indulgencia;
—El falso, el verdadero: no me gusta el lujo.
—¿Cómo es posible que a uno no le guste el lujo? —dijo Huguette.
—No me gusta la gente a la que le gusta el lujo —dijo Scriassine—. En Viena —agregó bruscamente— vivíamos tres en una mazmorra y teníamos para todos un solo sobretodo; reventábamos de hambre. Fue la época más feliz de mi vida.
—Eso demuestra un tremendo complejo de culpabilidad —dijo Volange con voz divertida.
—Conozco mis complejos, no tienen nada que ver en esto —dijo Scriassine secamente.
—¡Por supuesto que sí! Ustedes son dos puritanos como toda la gente de izquierda —dijo Volange volviéndose hacia Enrique—; el lujo les choca porque no soportan tener mala conciencia. Es temible esa austeridad, rechazan el lujo, y progresivamente terminan por rechazar la poesía y el arte.
Enrique no contestó; no daba ninguna importancia a las palabras de Volange; lo que le interesaba era comprobar cómo había cambiado desde la última entrevista. Toda su antigua arrogancia había vuelto.
—El lujo y el arte no son la misma cosa —dijo Lambert con voz tímida.
—No —dijo Luis—, pero si ya nadie tuviera la conciencia sucia, si el mal desapareciera de la tierra, el arte también desaparecería. El arte es una tentativa para integrar el mal. Los progresistas organizados quieren suprimir el mal: condenan el arte a muerte —suspiró—. El mundo que nos prometen será bien triste.
Enrique se encogió de hombros:
—Ustedes los antiprogresistas organizados son graciosos. Tan pronto profetizan que nunca se llegará a suprimir la injusticia como declaran que la vida se va a volver insulsa. Se les puede contestar con los mismos argumentos.
—Me parece interesante esa idea de que el mal es necesario para el arte —dijo Lambert interrogando a Luis con la mirada.
Claudia puso la mano sobre el brazo de Enrique.
—Ésa es Lucía Belhomme —dijo—. Esa alta, morena, muy elegante; venga que se la presente.
Señalaba a una mujer alta, seca, vestida de negro. ¿Era elegante? Enrique nunca había comprendido muy bien el sentido de esa palabra: para él había mujeres deseables y otras que no lo eran; ésta no lo era.
—Y ésta es la señorita Josette Belhomme —dijo Claudia.
La chica era bonita, indiscutiblemente; pero para representar el personaje de Juana esa silueta mundana no convenía en absoluto; pieles, perfumes, tacones altos, uñas rojas, bajo las trenzas color ámbar; era una muñeca de lujo entre tantas otras.
—He leído su pieza; es magnífica —dijo Lucía Belhomme con voz positiva—; y estoy segura de que puede traerle mucho dinero; para esas cosas tengo olfato. Le he hablado a Vernon, el director del Estudio 46, que es un gran amigo mío. Está muy interesado.
——¿No la encuentra demasiado escandalosa? —dijo Enrique.
—Un escándalo puede levantar una pieza o hundirla; depende de muchas cosas. Creo que podría convencer a Vernon de que corriera el riesgo. —Hubo un silencio, y sin transición, casi insolentemente, agregó—. Vernon estaría dispuesto a darle su oportunidad a Josette; hasta ahora no ha representado sino papeles insignificantes, sólo tiene veintiún años; pero tiene oficio y siente al personaje de manera asombrosa; quisiera que la oyera en la gran escena del segundo acto.
—Será un placer —dijo Enrique.
Lucía se volvió hacia Claudia:
—¿No tiene un rincón tranquilo donde la chica pueda recitar su papel?
—¡Ahora no! —dijo Josette.
Miraba a su madre y a Enrique con aire espantado; no tenía la seguridad habitual de esos lujosos modelos; más bien parecía intimidada por su propia belleza; era verdaderamente bonita con sus grandes ojos oscuros, su boca un poco demasiado pesada, y bajo su cabello rojizo su piel límpida y cremosa.
—Es cuestión de diez minutos —dijo Lucía.
—Pero así, en frío, no puedo —dijo Josette.
—Nada nos corre —dijo Enrique—. Si verdaderamente Vernon acepta la pieza, concertaremos una entrevista.
Lucía hizo una sonrisita:
—Puedo asegurarle que aceptará si está resuelto que Josette tenga el papel.
Desde el cuello hasta la raíz del pelo la tierna piel de rubia de Josette se inflamó. Enrique le sonrió amablemente:
—¿Quiere que fijemos un día? ¿El martes a las cuatro le convendría?
Ella inclinó la cabeza.
—Puede venir a casa —dijo Lucía—. Estará muy cómodo para trabajar.
—¿El papel le interesa? —preguntó en tono convencional.
—Por supuesto.
—Confieso que no imaginaba a Juana tan linda —dijo alegremente.
Una sonrisa cortés erró alrededor de la boca trágica sin lograr detenerse; le habían enseñado a Josette todos los juegos de fisonomía necesarios para el éxito, pero los ejecutaba mal; ese rostro pesado, con ojos interminables, hacía estallar todas las máscaras.
—Una actriz nunca es demasiado hermosa —dijo Lucía—. Cuando su mujer viene a escena semivestida, lo que el público quiere es esto —dijo alzando bruscamente la falda de Josette y descubriendo hasta la mitad del muslo unas piernas sedosas.
—¡Mamá!
La voz consternada de Josette conmovió a Enrique. ¿Era verdaderamente sólo una muñeca de lujo semejante a las demás? «Sin duda no ha inventado la pólvora —se dijo Enrique—; pero cuesta creer que ese rostro patético no signifique nada».
—No te hagas la ingenua, no es tu papel —dijo Lucía Belhomme con voz cortante; agregó—: ¿No anotas la cita?
Dócilmente Josette abrió su cartera y sacó una libreta; Enrique vio un pañuelo de encajes y una polverita de oro; antes le parecía lleno de misterio el interior de una cartera de mujer. Por un instante retuvo en su mano los largos dedos afilados:
—Hasta el martes.
—Hasta el martes.
—¿Le gusta? —dijo Claudia, con una risita picaresca, cuando las dos mujeres se hubieron alejado—. Si tiene ganas métale no más; no es muy difícil la pobre chica.
—¿Por qué pobre?
—Lucía no es fácil para vivir con ella. Usted sabe, las mujeres para las que ha sido demasiado difícil llegar, generalmente no son sentimentales.
En otro momento Enrique hubiera escuchado divertido los comadreos de Claudia; pero Volange y Lambert conversaban con aire animado; Volange peroraba con restos elegantes y Lambert meneaba la cabeza sonriendo. Enrique hubiera querido intervenir. Se sintió aliviado cuando vio a Vicente alejarse de la mesa. Gritó con voz estentórea:
—Quisiera hacerle una pregunta, una sola: ¿Qué hace aquí un tipo como usted?
—Ya lo ve, estoy conversando con Lambert —dijo Luis con tranquilidad—. Usted se emborracha, no es menos claro.
—Tal vez no lo hayan prevenido —dijo Vicente—: Se trata de una función en beneficio de los hijos de los deportados. Su lugar no está aquí.
—¿Quién conoce su lugar exacto en este mundo? —dijo Luis—. Si usted cree conocer el suyo es sin duda una gracia especial concedida a los borrachos.
—Oh, es que Vicente es alguien —dijo Lambert con voz mordaz—. Sabe todo, juzga a todo el mundo, nunca se equivoca y no es necesario pagarle para que le dé lecciones a uno.
Jamás Vicente había estado tan pálido; parecía que la sangre iba a correr de sus ojos; balbució:
—Sé reconocer a un cochino…
—Creo que este joven necesitaría atención médica —dijo Luis—. Un muchacho de esa edad, transpirando alcohol, es un espectáculo deprimente.
Enrique se acercó vivamente:
—¡Tú que integras tan valientemente el mal te has vuelto muy puritano de pronto! Vicente hace la parte del diablo a su manera; ¿por qué no puede uno emborracharse?
—Un cochino y un hijo de cochino —murmuró Vicente con una sonrisa sangrienta— a la fuerza tienen que encontrarse bien juntos.
—¿Qué has dicho? ¡Repítelo! —dijo Lambert.
Vicente afirmó su voz:
—Digo que tienes que ser un gran cochino para haberte reconciliado con el tipo que delató a Rosa. ¿Te acuerdas de Rosa?
—Baja al patio conmigo, vamos a explicarnos —dijo Lambert.
—No es necesario bajar.
Enrique retuvo a Vicente mientras Luis sujetaba a Lambert por el hombro.
—Deja pasar —dijo Luis.
—Quiero romperle la cara.
—Otro día —dijo Enrique—. Me prometiste llevarme en tu moto y estoy apurado. Y tú, déjanos en paz —le dijo amistosamente a Vicente, que profería sonidos inarticulados.
Lambert se dejó arrastrar, pero al atravesar el patio de entrada dijo con aire sombrío:
—No debiste impedirme, le hubiera dado una buena lección. Sé golpear, ¿sabes?
—No digo que no, pero los puñetazos son una idiotez.
—Debí pegarle en seguida en vez de conversar —dijo Lambert—. No tengo reflejos rápidos. Cuando habría que golpear, converso.
—Vicente había bebido y sabes que es un tipo un poco torcido —dijo Enrique—. No te ocupes de lo que dice.
—¡Es demasiado cómodo! Si fuera tan chiflado no serías tan amigo suyo —dijo Lambert con rabia. Subió a su moto—. ¿Adónde vas?
—A casa. Pasaré por el diario un poco más tarde —dijo Enrique.
Acababa de tener bruscamente una visión de Paula; estaba sentada en medio del estudio, inmóvil, la mirada fija: había leído. La escena de la ruptura la había leído frase por frase, palabra por palabra; sabía todo lo que Enrique pensaba de ella. Necesitaba volver a verla en seguida. Lambert corría a lo largo de los muelles con rabia. Cuando se detuvo ante la última luz roja, Enrique preguntó:
—¿Tomamos una copa?
Tenía que ver a Paula en seguida, pero ante la idea de encontrarse frente a ella le faltaba valor.
—Si quieres —dijo Lambert en tono gruñón.
Entraron en el café de la esquina y pidieron dos vinos blancos en el mostrador.
—Me imagino que no vas a ponerme mala cara porque te impedí agarrarte a tortas con Vicente… —dijo Enrique afectuosamente.
—No comprendo cómo puedes soportar a ese tipo —dijo Lambert con furia—. Sus borracheras, sus camisas roñosas, sus historias de prostíbulo, sus grandes aires de desesperado, todo eso me da asco. Ha matado tipos en el maquis, a otros les ha pasado lo mismo; no es una razón para pasear por la vida con el alma en cabestrillo. ¡Y Nadine que lo considera un arcángel so pretexto que es medio impotente! No, no comprendo —repitió Lambert—. Si es chiflado que le den unos buenos electrochoques y que deje de jorobarnos.
—Eres muy injusto —dijo Enrique.
—Creo más bien que tú eres parcial.
—Lo quiero mucho —dijo Enrique un poco secamente. Agregó—: No era de Vicente de quien quería hablarte. Paula me contó una cosa muy rara: que te había citado ayer para hacerte unas preguntas sobre Dubreuilh. Me pareció completamente fuera de lugar; la situación debió ser más bien incómoda para ti.
—Más no —dijo Lambert vivamente—; no comprendí muy bien qué quería de mí exactamente, pero estuvo muy simpática.
Enrique miró a Lambert; parecía verdaderamente sincero; quizá Paula se había dominado delante de él:
—En este momento aborrece a Dubreuilh; es una mujer muy excesiva, quizá te hayas dado cuenta.
—Sí, pero como yo tampoco quiero mucho a Dubreuilh eso no me molestó —dijo Lambert.
—¡Entonces, mejor! —repitió Enrique—. Hasta luego. Gracias por haberme traído.
Enrique se internó a pasos lentos en la callejuela. Ya no había demora posible: dos minutos más tarde estaría frente a Paula, sentiría su mirada sobre su rostro, y habría que encontrar palabras. «Negaré. Le diré que Ivette no tiene nada de común con ella, que le he robado palabras, gestos, pero que he deformado todo». Empezó a subir la escalera: «¡No me creerá nunca!», pensó. Quizá ni lo dejara hablar. Quizá… Apuró el paso; su garganta se había cerrado y subió los últimos peldaños corriendo. Ni un ruido, ni un ladrido, ni una campanilla, ni una música de radio: «Un silencio de muerte», se dijo. Y pensó con horror: «Se ha matado». Se detuvo ante la puerta; se oía un murmullo de voces,
—Entra.
Paula sonreía, estaba viva; la portera, sentada en el borde del diván, se levantó.
—Le he hecho perder tiempo con mis cuentos.
—Qué esperanza —dijo Paula—. Me ha interesado mucho.
—Esté tranquila, mañana hablaré con el propietario —dijo la portera.
—El cielorraso se está viniendo abajo —dijo Paula alegremente mientras la portera cerraba la puerta—. Es muy simpática esta mujer —agregó—, me contó historias asombrosas sobre los atorrantes del barrio. Se podría escribir un libro.
—Me imagino —dijo Enrique. Miraba a Paula con una mezcla de decepción y de alivio; había charlado toda la tarde con la portera, no había tenido tiempo de leer el manuscrito, todo iba a empezar de nuevo: y sabía que ya no tendría valor.
—¿Te ha impedido leer mi novela? —dijo con voz neutra; se forzó por sonreír—. ¡Valía la pena!
Paula lo miró con aire escandalizado:
—¡Pero por supuesto que la he leído!
—Ah, ¿y qué te parece?
—Es magistral —dijo con simplicidad.
Él tomó el cuaderno, la hojeó con una indiferencia aparente.
—¿Qué opinas del personaje de Charval? ¿Te parece simpático? .
—No exactamente, pero tiene una verdadera grandeza —dijo Paula—. ¿Supongo que es eso lo que has querido?
Enrique hizo sí con la cabeza.
—¿Te gustó la escena del 14 de Julio?
Paula reflexionó.
—No es el pasaje que prefiero.
Enrique abrió el cuaderno en la página fatal:
—Y la ruptura con Ivette, ¿qué te parece?
—Es impresionante.
—¿Te parece?
Ello lo miró con una cierta sospecha.
—¿Por qué te asombra? —tuvo una risita—. ¿Pensabas en nosotros al escribirlo?
Él tiró el cuaderno sobre la mesa:
—¡Qué tonta!
—Será tu mejor libro —dijo Paula con voz imperiosa. Pasó tiernamente la mano por el pelo de Enrique—: No comprendo verdaderamente por qué eres tan tapujero.
—Ni siquiera yo lo sé —dijo.
Enrique se sintió casi intimidado por el espesor del silencio; alfombras, cortinas, tapices, acolchaban la gran habitación lujosa; a través de las puertas cerradas se oía un rumor vivo: a tal punto que Enrique se preguntó si no iba a tirar algún mueble para despertar a alguien.
—¿Lo hice esperar?
—Muy poco —dijo cortésmente.
Josette permanecía plantada frente a él con una sonrisa asustada en los labios; llevaba un vestido color ámbar, frágil y muy indiscreto. «No es difícil», había dicho Claudia; esa sonrisa, el silencio, los divanes cubiertos de pieles, invitaban claramente a todas las audacias; demasiado claramente; si hubiera aprovechado esas complicidades, Enrique habría tenido la impresión de cometer, bajo la mirada de una correveidile burlona, una perversión de menor. Dijo con un poco de rigidez:
—Si no tiene inconveniente nos pondremos a trabajar en seguida; tengo un poco de prisa. ¿Tiene un texto?
—Sé el monólogo de memoria —dijo Josette.
—Entonces, adelante.
Puso su ejemplar sobre una mesa y se sentó en un sillón; ese monólogo era lo más duro; Josette no comprendía nada y estaba aterrorizada; Enrique se sentía incómodo al verla gastarse a tontas y a locas con la esperanza desesperada de gustarle; decididamente se veía como a un viejo maniático que está asistiendo en un prostíbulo de alto vuelo a una exhibición especial.
—Ensayemos la tercera escena del segundo acto ———dijo—. Yo le daré la respuesta.
—Es difícil representar leyendo —dijo Josette
—Intentémoslo.
Una escena de amor; Josette se movía en ella un poco mejor; tenía buena dicción; su rostro, su voz eran verdaderamente conmovedores: ¿quién sabe lo que un director hábil lograría sacar de ella? Enrique dijo alegremente:
—No es eso en absoluto, pero hay esperanzas.
—¿Usted cree?
—Estoy seguro. Siéntese ahí, voy a explicarle un poco el personaje.
Se sentó a su lado; hacía mucho tiempo que no estaba sentado junto a una muchacha tan linda. Mientras hablaba respiraba su pelo, su perfume tenía olor a perfume como todos los perfumes, pero en ella eso parecía casi un olor natural; y le daba a Enrique unas ganas terribles de respirar ese otro olor, húmedo y tierno, que adivinaba bajo el vestido; hundirse en esa cabellera, hundir su lengua en esa boca roja: era fácil, hasta lo era demasiado. Sentía que Josette esperaba su decisión con una resignación verdaderamente descorazonadora.
—¿Ha comprendido? —dijo.
—Sí.
—Entonces volvamos a empezar.
Reiniciaron la escena; ella trataba de poner alma en cada réplica y fue mucho peor que la primera vez.
—Se gasta demasiado —dijo—. Sea más sencilla.
—Ah, nunca lo conseguiré —dijo con voz desolada.
—Trabajando lo conseguirá.
Josette lanzó un largo suspiro. ¡Pobre chica! Para completar todo, su madre iba a reprocharle que no hubiera sabido hacerse poseer. Enrique se levantó. Lamentaba un poco sus escrúpulos: ¡cómo era de deseable esa boca! Acostarse con una mujer verdaderamente deseable, recordaba qué alegría podía llegar a ser.
—Vamos a fijar otra entrevista —dijo.
—¡Le hago perder el tiempo!
—Para mí no es tiempo perdido —dijo Enrique. Sonrió—. Si no tiene miedo de perder el suyo, tal vez la próxima vez, después del trabajo, podríamos salir juntos.
—Podríamos.
—¿Le gusta bailar? —
—Naturalmente.
—Bueno, la llevaré a bailar.
El sábado siguiente Enrique volvió a ver a Josette en su casa, calle Gabrielle, en un salón con muebles tapizados de raso rosa y blanco. Tuvo un leve shock al volver a verla. Uno traiciona a la verdadera belleza en cuanto se aparta de ella: la piel de Josette era más pálida, su pelo más oscuro de lo que él recordaba, y había luces en sus ojos, parecían el fondo de un precipicio. Mientras le replicaba distraídamente, Enrique recorría con la mirada el joven cuerpo enfundado en terciopelo negro, y se decía que ese físico, esa voz bastarían para hacerse perdonar muchas torpezas. Estaba decidido a tentar la suerte.
—Va a andar bien —dijo con calor—. Por supuesto, habrá que trabajar fuerte, pero va a andar bien.
—¡Lo desearía tanto! —dijo ella.
—Y ahora vamos a bailar —dijo Enrique—. He pensado que podríamos ir a Saint-Germain, des Près, ¿qué le parece?
—Como usted quiera.
Fueron a sentarse en un sótano de la calle Saint-Benoit, bajo el retrato de una mujer con barba. Josette llevaba un vestido con sorpresas: se sacó el bolero y descubrió unos hombros redondos y maduros que contrastaban con su rostro infantil. «Esto es lo que me faltaba para que me divierta divertirme —se dijo Enrique alegremente—, una linda mujer a mi lado».
—¿Bailamos?
—Bailamos.
Le daba un poco de vértigo tener entre sus brazos ese cuerpo tibio y complaciente. ¡Cómo le había gustado esa clase de vértigo! Todavía le gustaba. Y de nuevo le gustaba el jazz, el humo, las voces jóvenes, la alegría de los demás. Estaba dispuesto a amar esos pechos, ese vientre. Pero antes de ensayar un gesto hubiera querido sentir que Josette sentía por lo menos un poco de simpatía por él.
—¿Le gusta este lugar?
—Sí —vaciló—. Es especial, ¿no es cierto?
—Supongo que sí. ¿Qué clase de lugares prefiere?
—Oh, éste está muy bien —dijo con prontitud.
En cuanto trataba de hacerla hablar parecía aterrorizada. Su madre debía de haberle enseñado cuidadosamente a callar. Callaron hasta las dos de la mañana, bebiendo champaña y bailando. Josette no parecía ni triste ni alegre. A las dos pidió volver, sin que él pudiera saber si era por aburrimiento, por cansancio o por discreción. Él la llevó hasta su casa. En el auto dijo con cortesía:
—Me gustaría leer un libro suyo.
—Es fácil —le sonrió—. ¿Le gusta leer?
—Cuando tengo tiempo.
—¿Pero no tiene tiempo a menudo?
Ella suspiró:
—No, naturalmente.
¿Era totalmente tonta? ¿O un poco atrasada? ¿O paralizada por la timidez? Era difícil decidirlo. Era tan hermosa que normalmente debería ser estúpida; pero al mismo tiempo su belleza la hacía parecer misteriosa.
Lucía Belhomme decidió que el contrato se firmaría en su casa después de una comida amistosa. Enrique le telefoneó a Josette para pedirle que festejara con él esa buena noticia. Con voz mundana ella le agradeció su libro, que había mandado a su casa con una dedicatoria amable, y le dio una cita para la noche en un barcito de Montmartre.
¿Entonces está contenta? ——preguntó, reteniendo un instante la mano de Josette.
—¿De qué? —dijo Josette. Parecía un poco menos joven que de costumbre y nada contenta.
—Del contrato. Lo firmamos, está resuelto, ¿no le causa placer?
Ella llevó a sus labios un vaso de agua de Vichy.
—Me da miedo —dijo en voz baja.
—Vernon no está loco, ni yo tampoco; no tenga miedo estará muy bien.
—¿Pero no era así como usted veía al personaje?
—Ya no podré verlo de otra manera.
—¿Es verdad?
—Es verdad.
Era verdad; representaría el papel más o menos bien; pero él no quería imaginar que Juana pudiera tener otros ojos, otra voz.
—Cómo es de bueno —dijo Josette.
Lo miraba con verdadera gratitud; pero en que se ofreciera por gratitud o por cálculo no había diferencia; no era eso lo que Enrique quería. No se movió. A través de dulces silencios languidecientes hablaron de directores posibles, de la distribución y de los decorados que Enrique deseaba; Josette seguía inquieta; él la llevó hasta la puerta de su casa; ella guardó su mano.
—Entonces, hasta el lunes —dijo con voz ahogada.
—¿Ya no tiene más miedo? ¿Va a dormir juiciosamente?
—Sí, tengo miedo —dijo ella.
Él sonrió:
—¿No me ofrece un último whisky?
Ella lo miró con aire feliz:
—No me atrevía.
Subió rápidamente la escalera, arrojó su capa de piel, descubriendo su busto enfundado en seda negra; le tendió a Enrique un gran vaso donde el hielo sonaba alegremente.
—Por su éxito —dijo él.
Ella tocó rápidamente la madera de la mesa:
—¡No diga eso! ¡Dios mío, sería tan terrible si estuviera mal!
Él repitió:
—¡Estará bien!
Ella se encogió de hombros:
—Fracaso en todo.
Él sonrió:
—Me asombra.
—Es así —vaciló—. No debería decírselo; usted ya no tendrá más confianza. Fui a ver a una adivina esta tarde; me anunció que iba al encuentro de una grave decepción.
—Las adivinas siempre exageran ——dijo Enrique firmemente—. ¿No se habrá encargado un vestido nuevo por casualidad?
—Sí, para el lunes.
—Y bueno, le quedará mal; ésa será su decepción.
—Oh, pero sería terrible —dijo Josette—. ¿Qué me pondré para esa comida?
—Una decepción es necesariamente decepcionante —dijo él riendo—. No se preocupe; de todas maneras será la más linda —agreg6— el lunes, como siempre, y es menos grave que ser mala actriz. ¿No?
—¡Usted tiene una manera tan encantadora de arreglar las cosas! —dijo Josette—. Es una lástima que no pueda robarle su lugar a Tata Dios. —Estaba muy cerca de él ¿Era sólo gratitud lo que hinchaba su boca, velaba sus ojos?
—Pero yo no le cedería la mía —dijo tomándola entre sus brazos.
Cuando Enrique abrió los ojos vio en la penumbra una pared acolchada verde pálido, y la alegría de ese despertar le embargó el corazón; ella exigía placeres fuertes y salados: el agua fría, el guante de crin; se deslizó fuera de la cama sin despertar a Josette, y cuando salió del cuarto de baño, lavado, vestido y hambriento, ella todavía dormía; cruzó el cuarto de puntillas y se inclinó sobre ella; yacía envuelta en su sudor, en su olor, con su cabellera deslumbrante chorreando sobre sus ojos, y se sintió maravillosamente feliz de que esa mujer fuera suya y de ser un hombre; ella entreabrió un ojo, uno solo, como si tratara de retener su sueño en el otro.
—¿Ya estás levantado?
—Sí. Voy a tomar un café en la esquina y vuelvo.
—No —dijo ella—. No. Voy a hacerte té.
Se frotaba sus ojos dormidos, salía de sus sábanas, toda tibia en su camisón espumoso. Él la tomó entre sus brazos:
—Pareces un faunito.
—Una faunita.
—Un faunito.
Ella le tendió la boca con aire encantado. Una princesa persa, una pequeña hindú, un zorro, un volubilis, un hermoso racimo de glicinas, siempre les causaba placer cuando uno les decía que se parecían a alguna cosa: a otra cosa: «Mi faunito», repitió él besándola levemente. Ella se ponía su batón, sus zapatillas, él la siguió a la cocina; el cielo brillaba, las baldosas blancas resplandecían, Josette trajinaba con ademanes vacilantes.
—¿Leche o limón?
—Un poco de leche.
Ella había puesto la bandeja de té en el saloncito rosado y él miraba con curiosidad las mesitas, las poltronas con volados. ¿Por qué Josette, que se vestía tan bien, cuya voz y gestos eran tan armoniosos, vivía en ese mal decorado de cine?
—¿Tú instalaste este departamento?
—Mamá y yo.
Lo miró con aire inquieto y él dijo muy rápido:
—Es muy bonito.
¿Cuándo había dejado de vivir en casa de su madre? ¿Por qué? ¿Por quién? De pronto tenía ganas de preguntarle un montón de cosas. Había detrás de ella toda una existencia en la cual cada día, cada hora, había sido vivida una por una: cada noche; y él ignoraba todo. No era el momento de hacerle soportar un interrogatorio, pero sentía un malestar en medio de todos esos adornos mal elegidos, de esos invisibles recuerdos.
—¿Sabes lo que deberíamos hacer? Ir los dos a pasear: es una mañana tan linda…
—¿Pasear adónde?
—Por las calles.
—¿Quieres decir a pie?
—Sí, caminar a pie por las calles.
Ella parecía desconcertada:
—Entonces, ¿tengo que vestirme?
Él rio:
—Sería preferible; pero no necesitas disfrazarte de señora.
—¿Qué me pongo?
¿Cómo hay que vestirse para pasear a pie a las nueve de la mañana? Abría sus armarios, sus cajones, palpaba pañuelos y blusas. Se puso una larga media de seda y Enrique recordó en la palma de su mano el recuerdo de esa seda henchida de carne y que ardía.
—¿Así estoy bien?
—Estás encantadora.
Tenía un traje sastre oscuro, un pañuelo verde, y se había levantado el pelo: estaba encantadora.
—¿No te parece que este traje me hace gorda?
—No.
Se miraba en el espejo con aire inquieto. ¿Qué veía? ¿Ser mujer, ser hermosa, cómo se siente eso desde adentro? ¿Cómo se siente esa caricia de seda a lo largo de los muslos y contra el calor del vientre la del raso lustroso?, y él se preguntó: «¿Qué recuerda de noche? ¿Ha dicho otros nombres con esa voz nocturna? ¿Cuáles? ¿Pedro, Víctor, Jaime?, ¿y qué significa para ella el nombre Enrique?». Señaló su novela puesta en evidencia sobre una mesita.
—¿La has leído?
—La he mirado —vaciló—. Es tonto, no sé leer.
—¿Te aburre?
—No; pero en seguida me encuentro pensando en otra cosa.
Tomo vuelo desde cualquier palabra.
—¿Y adónde vas? Quiero decir: ¿En qué piensas?
—Oh, es vago; cuando uno sueña es vago.
—¿Piensas en gente, en lugares?
—En nada: sueño.
Él la tomó entre sus brazos y preguntó sonriendo:
—¿Has estado enamorada muchas veces?
—¿Yo? —se encogió de hombros—. ¿De quién?
—Muchos tipos han estado enamorados de ti: eres tan linda.
—Es humillante ser linda —dijo ella apartando la cabeza.
Él relajó su abrazo; no sabía muy bien por qué le inspiraba tanta compasión; vivía lujosamente, no trabajaba, tenía manos de señorita; y ante ella sentía una piedad profunda.
—Es raro estar en las calles tan temprano —dijo Josette levantando hacia el cielo un rostro pintado.
—Es raro estar aquí contigo —dijo él oprimiéndole el brazo.
Respiraba alegremente el aire de afuera; todo parecía nuevo esta mañana. La primavera era nueva, se esbozaba apenas, pero ya se sentía en el aire una tibia complicidad; la plaza de las Abadesas olía a repollo y a pescado, mujeres en batón examinaban con aire desconfiado las primeras lechugas; sus cabellos pegajosos de sueño tenían colores inéditos que no se hermanaban ni a la naturaleza, ni al arte.
—Mira esta vieja bruja —dijo señalando a una vieja pintarrajeada, cubierta de joyas y peinada con un gran sombrero roñoso.
—Oh, la conozco —dijo Josette. No sonreía—: Tal vez un día seré como ella.
—Me asombraría —bajaron algunos escalones en silencio; Josette tropezaba sobre sus altos tacones; él preguntó—: ¿Qué edad tienes?
—Veintiún años.
—Quiero decir: de veras.
Ella vaciló:
—Tengo veintiséis. Pero no le digas a mamá que te lo he dicho —agregó con terror.
—Ya lo he olvidado —dijo él—. ¡Pareces tan joven!
Ella suspiró:
—Porque me cuido: es cansador.
—¡No te canses! —dijo él tiernamente; le oprimió el brazo con más fuerza. ¿Hace tiempo que quieres hacer teatro?
—Nunca quise ser modelo: no me gustan los viejos. —Dijo entre dientes.
«Evidentemente su madre le había elegido los amantes; quizá fuera cierto que nunca había amado; veintiséis años, esos ojos, esa boca, e ignorar el amor; ¡merecería que se compadecieran de ella! ¿Y yo qué soy para ella?», se preguntó. ¿Qué seré? En todo caso su placer de anoche era sincero, sincera esa luz confiada en sus ojos. Llegaban al boulevard de Clichy, donde dormitaban galpones de feria; dos chicos giraban en una calesita; las montañas rusas dormían bajo una lona.
—¿Sabes jugar al billar japonés?
—No.
Ella se plantó dócilmente a su lado ante una de las bandejas agujereadas y él preguntó:
—¿No te gustan las ferias?
—Nunca he ido a una feria.
—¿Nunca has andado en la montaña rusa o en el tren fantasma?
—No. Cuando yo era chica éramos pobres; después mamá me puso pupila; y cuando salí ya era una persona grande.
—¿Qué edad tenías?
—Dieciséis años.
Ella lanzaba con aplicación las bolas de madera hacia las casillas redondas:
—Es difícil.
—Pero no, mira: casi has ganado. —La tomó del brazo—. Una de estas noches andaremos en calesita.
—¿Tú andas en calesita? —dijo con aire incrédulo.
—No cuando estoy solo, por supuesto.
De nuevo ella tropezaba en la calzada que formaba una barranca muy inclinada.
—¿Estás cansada?
—Me lastiman los zapatos.
—Entremos aquí —dijo Enrique empujando al azar la puerta de un café; era un boliche con mesas recubiertas de hule—. ¿Qué vas a tomar?
—Agua de vichy.
—¿Por qué siempre vichy?
—A causa del hígado —explicó con aire triste.
—Una vichy, un vino tinto —pidió Enrique. Señaló un letrero colgado de la pared—. ¡Mira!
Con voz lenta y profunda Josette leyó: «Combata el alcoholismo bebiendo vino». Se echó a reír francamente:
—Es gracioso. Conoces lugares graciosos.
—Nunca había venido aquí, pero ¿sabes?, cuando una pasea descubre montones de cosas. ¿Tú nunca te paseas?
—No tengo tiempo.
—¿Pero qué haces?
—Siempre hay tanto que hacer: cursos de dicción, compras, el peinador: no te imaginas el tiempo que toma la peluquería; y además los tés, los cocktails.
—¿Te divierte todo eso?
—¿Conoces alguien que se divierta?
—Conozco gente que está contenta con su vida: yo, por ejemplo.
Ella no dijo nada y él la abrazó suavemente:
—¿Qué necesitarías para estar contenta?
—No tener más necesidad de mamá y estar segura de no volver a ser pobre nunca más —dijo de un tirón.
—Te va a ocurrir. ¿Qué harás entonces?
—Estaré contenta.
—¿Pero qué harás? ¿Viajarás? ¿Saldrás?
Se encogió de hombros:
—No lo he pensado.
Sacó de su cartera una polvera de oro y rectificó su boca:
—Tengo que irme; tengo una prueba en la casa de costura de mamá. —Miró a Enrique con inquietud—: ¿Crees verdaderamente que me quedará mal el vestido?
—Al contrario —dijo él riendo—; creo que tu tiradora de cartas se equivocó completamente: suele ocurrirles, ¿sabes? ¿Es un lindo vestido?
—Lo verás el lunes —Josette suspiró—. Voy a tener que mostrarme un poco por la publicidad, entonces tengo que vestirme.
—¿Te aburre la ropa?
—¡Si supieras cómo cansan las pruebas! Después de eso me quedo todo el día con dolor de cabeza.
Él se puso de pie y caminaron hasta la parada de taxis.
—Te acompaño.
—No te molestes.
—Es por mi placer —dijo él cariñosamente.
—Eres bueno.
Le iba derecho al corazón cuando ella decía: «Eres bueno», con esa voz yesos ojos. En el taxi instaló la cabeza de Josette sobre su hombro y se preguntó: «¿Qué puedo hacer por ella?». Ayudarla a ser una actriz sí, pero no le gustaba especialmente el teatro, eso no llenaría ese vacío que sentía en ella. ¿Y si no lo lograba? No estaba satisfecha por la austera frivolidad de su vida, ¿pero en qué interesarla? Tratar de hablarle, abrirle el espíritu… No iba a pasearla por los museos, arrastrarla a los conciertos, prestarle libros, exponerle el mundo. Besó suavemente su pelo. Hubiera habido que quererla: siempre se vuelve a eso con las mujeres; había que amarlas a todas con un amor exclusivo.
—Hasta esta noche —dijo ella.
—Sí; iré a esperarte a nuestro barcito.
Ella oprimió suavemente su mano y él supo que pensaban juntos: hasta esta noche en nuestra cama. Cuando ella hubo desaparecido en el edificio solemne él se puso a bajar a pie hacia el Sena. Las once y media. «Llegaré a ver a Paula temprano, se alegrará», se dijo. Tenía ganas esta mañana de hacer feliz a todo el mundo. «Sin embargo —pensó, con un poco de ansiedad—, tengo que hablarle»; después de haber tenido a Josette entre sus brazos no podía soportar la idea de pasar las noches con Paula. «A lo mejor le da lo mismo: sabe muy bien que ya no la deseo», se dijo esperanzado. Paula había evitado reconocerse en la triste heroína de su Dovela; y sin embargo había cambiado desde esa lectura; ya nunca hacía escenas, no había protestado al ver que Enrique transportaba poco a poco a su cuarto de hotel sus papeles, su ropa; que dormía allí a menudo. ¿Quién sabe si no aceptaría con una especie de alivio instalarse en una amistad tranquila? Ese cielo de primavera era tan alegre que parecía posible vivir sinceramente sin hacer sufrir a nadie. En la esquina Enrique se detuvo vacilando ante una vendedora de flores: se sentía tentado de llevarle a Paula, como antes, un gran ramo de violetas pálidas; pero tuvo miedo de su sorpresa: «Una botella de buen vino será menos comprometedor», decidió entrando en el almacén. Se sentía alegre al subir la escalera. Tenía sed, tenía hambre, sentía en su boca el gusto robusto del viejo Bordeaux y apretaba la botella contra su corazón como si hubiera resumido toda la amistad que quería ofrecerle a Paula.
Sin golpear, suavemente como antes, puso la llave en la cerradura, y empujó la puerta; ella no oyó nada; estaba arrodillada sobre la alfombra cubierta de papeles viejos: reconoció sus cartas; tenía entre las manos una fotografía de ambos y la miraba con un rostro que nunca le había visto; no lloraba y uno comprendía ante sus ojos secos que en todas las lágrimas se detiene una esperanza; contemplaba frente a frente su destino, ya no esperaba nada de él, pero todavía lo consentía. Estaba tan sola ante la imagen inerte que Enrique se sintió desposeído de sí mismo. Volvió a cerrar la puerta sin poder defenderse contra una irritación que paralizaba su piedad; cuando golpeó hubo un ruido inquieto de seda ajada y de papel, luego ella dijo:
—Entre —con voz insegura.
—¿Qué estabas haciendo?
—Releía cartas viejas, no te esperaba tan temprano.
Había tirado los papeles sobre el sillón y escondido la fotografía; tenía una cara tranquila pero triste; él debió recordar que ya nunca estaba alegre; puso con despecho la botella sobre la mesa.
—Harías mejor en no amortajarte en el pasado y en vivir un poco más en el presente —dijo él.
—¡Oh, sabes, el presente! —echó sobre la mesa una mirada ciega—. No he puesto la mesa.
—¿Quieres ir al restaurante?
—No, no, lo hago en un minuto.
Caminó hacia la cocina y él tendió la mano hacia las cartas.
—Déjalas —dijo ella con violencia.
Las agarró y las metió en un armario. Él se encogió de hombros; en un sentido, ella tenía razón: todas esas viejas palabras estereotipadas se habían transformado en mentiras. En silencio miró a Paula ajetreándose alrededor de la mesa; no sería fácil hablarle de amistad.
Se sentaron el uno frente al otro ante los Hors-d’oeuvre y Enrique destapó la botella.
—Te gusta el Bordeaux tinto, ¿no es cierto? —dijo con voz atenta.
—Sí —dijo ella con indiferencia.
Por supuesto; para ella no era un día de fiesta; pretender celebrar con Paula sus nuevos amores era un colmo de ceguera y de egoísmo; pero aun condenándose Enrique sentía un furtivo rencor a flor de piel.
—Deberías salir un poco —dijo.
—¿Salir? —dijo ella con el aire de quien cae de las nubes.
—Sí; poner la nariz afuera, ver gente.
—¿Para qué?
—¿Y quedarte soterrada en esta cueva el día entero te conduce a algo?
—Me gusta mi cueva —dijo con una sonrisa triste—, no me aburro.
—No puedes seguir así toda tu vida. Ya no quieres cantar; bueno, es un asunto resuelto. Pero entonces trata de encontrar otra cosa que hacer.
—¿Qué?
—Buscaremos algo.
Ella meneó la cabeza:
—Tengo treinta y siete años y no sé ningún oficio. Podría hacerme trapera, y aun así…
—Un oficio se aprende; nada te impide aprender.
Miró a Enrique con inquietud:
—¿Quisieras que me ganara la vida?
—No es cuestión de dinero —dijo él apresuradamente—. Quisiera que te interesaras en algo, que te ocuparas.
—Me intereso en nosotros —dijo.
—No basta.
—Me basta desde hace diez años.
Él juntó todo su coraje:
—Escucha, Paula; bien sabes que las cosas han cambiado entre nosotros, de nada sirve mentirse. Hemos tenido un grande y lindo amor; confesemos que se está transformando en amistad. No significa que nos veremos menos a menudo, qué esperanza —agregó apresuradamente—, pero debes recobrar tu independencia.
Ella lo miraba fijamente:
—Nunca sentiré amistad por ti. —Una sonrisita rozó sus labios—: Ni tú por mí.
—Pero sí, Paula…
Ella lo interrumpió:
—Mira, esta mañana no has podido esperar la hora convenida; llegaste con veinte minutos de anticipación; y golpeaste tan febrilmente. ¿A eso le llamas amistad?
—Te equivocas.
Ante su terquedad la ira volvió a apoderarse de él; pero recordaba qué desolación había sorprendido en ese rostro y las palabras hostiles morían en su garganta; terminaron la comida en silencio; el rostro de Paula impedía cualquier parloteo.
Al levantarse de la mesa, ella preguntó con voz neutra:
—¿Vienes a dormir esta noche?
—No.
—Ya no vienes a menudo —dijo; tuvo una sonrisa triste—. ¿Eso forma parte de tu nuevo plan de amistad?
Él vaciló: —Las cosas se dieron así.
Ella lo miró intensamente durante un largo rato y dijo con lentitud:
—Te he dicho que ahora te quería con una generosidad total, respetando en forma absoluta tu libertad. Significa que no te pido la más mínima rendición de cuentas; puedes acostarte con otras mujeres y callarlo sin sentirte culpable conmigo. Lo que puede haber de trivial y de cotidiano en tu vida me resulta cada vez más indiferente.
—Pero no tengo nada que ocultarte —dijo él, molesto.
—Lo que quiero decirte —dijo ella con gravedad—, es que no tienes que tener escrúpulos; te ocurra lo que te ocurra puedes volver a dormir aquí sin sentirte indigno de nosotros. Te esperaré esta noche.
«¡Paciencia! —pensó Enrique—. ¡Se lo ha buscado!», y dijo en voz alta:
—Escucha, Paula: voy a hablarte francamente: considero que ya no debemos pasar las noches juntos. Tú, que respetas tanto nuestro pasado, sabes muy bien qué noches maravillosas hemos tenido antes; no estropeemos el recuerdo. No hay más ningún deseo entre nosotros, ahora.
—¿No me deseas más? —dijo Paula con voz incrédula.
—No lo bastante —dijo él—. Ni tú a mí —agregó—. No me digas lo contrario, yo también tengo memoria.
—¡Pues te equivocas! —dijo Paula— ¡te equivocas trágicamente! ¡Es un atroz malentendido! ¡Yo no he cambiado!
Él sabía que mentía, pero a sí misma sin duda tanto como a él.
—En todo caso yo he cambiado —dijo suavemente—. Una mujer tal vez sea distinto, pero un hombre es imposible que desee indefinidamente el mismo cuerpo. Eres tan hermosa como antes, pero ya me resultas demasiado conocida.
Buscó ansiosamente el rostro de Paula y trató de sonreírle; no lloraba: parecía paralizada de horror; murmuró con esfuerzo:
—¿No volverás más a dormir aquí? ¿Es eso lo que me estás diciendo?
—Sí; pero no habrá tanta diferencia…
Ella lo detuvo con un gesto; no aceptaba sino las mentiras que ella misma se forjaba; era tan difícil suavizarle la verdad como imponérsela.
—Vete —dijo sin enojo——. Vete —repitió—, necesito estar sola.
—Déjame explicarte…
—Por favor —dijo—. Vete.
Se levantó.
—Como quieras; pero volveré mañana y conversaremos —dijo.
Ella no contestó; él cerró la puerta tras de sí y permaneció un momento en el rellano, acechando el ruido de un sollozo, de una caída, de un ademán; pero era el silencio. Mientras bajaba la escalera, Enrique pensaba en esos perros a los que se les cortan las cuerdas vocales antes de someterlos a las torturas de la vivisección: ni una señal de su sufrimiento en el mundo; sería menos intolerable oírlos aullar.
No conversaron al día siguiente ni los demás días; Paula afectaba haber olvidado la conversación y Enrique prefería no volver sobre ella. «Tendré que terminar por hablarle de Josette, pero no en seguida», se decía. Pasaba todas sus noches en la habitación verde pálido; eran noches muy apasionadas, pero cuando se levantaba por la mañana Josette nunca trataba de retenerlo. El día de la firma del contrato habían convenido quedarse juntos hasta la tarde: fue ella quien lo dejó a las dos para irse a la peluquería. ¿Era discreción, indiferencia? No es cómodo medir los, sentimientos de una mujer pródiga de su cuerpo y que no tiene nada más que dar. «¿Y yo? ¿Me estaré enamorando de ella?», se preguntaba mirando distraídamente los escaparates del Faubourg Saint-Honoré. Se sentía un poco desamparado. Era demasiado temprano para ir al diario; decidió pasar por el Bar Rojo. Antes iba allí cada vez que tenía que matar un rato. Hacía meses que no había puesto los pies, pero nada había cambiado. Vicente, Lachaume, Sézenac, estaban sentados en la mesa de siempre. Sézenac tenía un aspecto dormido.
—¡Me alegra verte! —dijo Lachaume sonriendo ampliamente—. ¿Has desertado del barrio?
—Más o menos —Enrique se sentó y pidió un café—. Yo también tenía ganas de verte pero no solamente por placer —dijo con una semisonrisa—. Sino para decirte mi manera de pensar: es una porquería haber publicado ese artículo sobre Dubreuilh el mes pasado.
El rostro de Lachaume se oscureció:
—Sí; Vicente me dijo que estabas en contra. ¿Pero qué? Muchas de las cosas que ha dicho Ficot son verdaderas, ¿no?
—¡No! El conjunto de ese retrato es tan falso que ningún detalle es verdadero. ¡Dubreuilh un enemigo de la clase obrera! Vamos, vamos, ¿no recuerdas? Hace un año, en esta misma mesa, me explicabas que debíamos trabajar codo con codo, tú, tus muchachos, Dubreuilh y yo. ¡Y publicas esa porquería!
Lachaume lo miró con aire de reproche:
—L’Enclume nunca ha publicado nada contra ti.
—Ya lo hará ———dijo Enrique.
—Sabes muy bien que no.
—¿Por qué atacar a Dubreuilh de esa manera y en este momento? —dijo Enrique—. Los otros diarios de ustedes eran más o menos corteses con él. ¡Y luego, de pronto, sin razón, a propósito de artículos que ni siquiera son políticos, se ponen a insultarlo groseramente!
Lachaume vaciló.
—De acuerdo —dijo—, el momento ha sido mal elegido y reconozco que Ficot exageró un poco. ¡Pero hay que comprender! ¡Nos tiene hartos ese viejo con su humanismo a flor de piel! En el terreno político el S. R. L. no es muy molesto; pero como teorizador Dubreuilh tiene labia, puede influir en los jóvenes. ¿Y qué les propone? ¿Conciliar el marxismo con los viejos valores burgueses? ¡Confiesa que no es lo que hoy necesitamos! ¡Los valores burgueses hay que liquidarlos!
—Dubreuilh defiende algo más que los valores burgueses —dijo Enrique.
—Es lo que pretende, pero justamente ahí está la mistificación.
Enrique se encogió de hombros:
—No estoy de acuerdo. Pero de todos modos, ¿por qué no haber dicho lo que me estás diciendo en vez de presentar a Dubreuilh como a un perro guardián de la burguesía?
—Estamos obligados a simplificar si queremos hacernos comprender —dijo Lachaume.
—¡Vamos! L’Enclume se dirige a intelectuales: hubieran comprendido perfectamente —dijo Enrique exasperado.
—¡Ah, no soy yo el que escribió ese artículo!
—Pero lo has aceptado.
La voz de Lachaume cambió:
—¿Crees que hago lo que quiero? Acabo de decirte que encontraba el momento mal elegido y que a mi parecer Ficot exageró. Yo creo que a un tipo como Dubreuilh habría que discutirlo en vez de insultarlo. Si los muchachos y yo hubiéramos tenido nuestra revista eso es lo que habríamos hecho.
—Una revista en la que te hubieras expresado con toda libertad —dijo Enrique con una sonrisa—. ¿Ya no es posible?
—No.
Hubo un corto silencio; Enrique miró a Lachaume:
—Sé lo que es una disciplina. Pero asimismo, ¿no te molesta seguir en L’Enclume si no estás de acuerdo?
——Creo que es mejor que esté yo allí y no otro —dijo Lachaume—. Me quedaré mientras me dejen.
—¿Crees que no van a dejarte?
—¿Sabes?, el P. C. no es el S. R. L. —dijo Lachaume—. Cuando hay dos tendencias que se enfrentan los perdedores se vuelven en seguida sospechosos.
Había tanta amargura en su voz que Enrique dijo:
—Tú, que tratabas de convencerme que entrara en el P. C., a lo mejor vas a salir.
—¡Hay muchos que no esperan sino eso! ¡Es una linda bolsa de gatos los intelectuales del partido! —Lachaume meneó la cabeza—. No impide que nunca saldré. Hay momentos en que tuve ganas —agregó—: Uno no es un santo. Pero se aprende a aguantar.
—Tengo la impresión de que yo nunca aprendería —dijo Enrique.
—Dices eso —dijo Lachaume—. Pero si estuvieras convencido de que en conjunto el partido tiene razón, pensarías que los pequeños líos personales no pesan mucho al lado de las cosas que están en juego. ¿Comprendes? —agregó con animación—, hay una cosa de la que estoy seguro: es que sólo los comunistas hacen un trabajo útil. Entonces, despréciame si quieres; pero tragaré cualquier cosa antes que irme.
—¡Oh, te comprendo! —dijo Enrique. Pensó——: «¿Quién es verdaderamente íntegro? Adhiero al S. R. L. porque apruebo la línea, pero descuido el hecho de que probablemente su acción fracasará. Lachaume apunta a la eficacia y acepta métodos que desaprueba. Nadie está totalmente presente en cada uno de sus actos, la misma acción lo prohíbe».
Se levantó:
—Voy al diario.
—Yo también —dijo Vicente.
Sézenac se enderezó en su silla:
—Los acompaño.
—No, tengo que hablar con Perron —dijo Vicente en tono desenvuelto.
Cuando hubieron empujado la puerta del bar, Enrique preguntó:
—¿Qué es de la vida de Sézenac?
—Nada importante; dice que traduce, pero nadie sabe qué; vive en casa de unos amigos y come lo que le dan. En este momento duerme en casa.
—Cuidado —dijo Enrique.
—¿De qué?
—Los tipos que se drogan son peligrosos venderían a su padre ya su madre.
—No estoy loco —dijo Vicente—; nunca ha sabido nada de nada. Me gusta —agregó—, con él no hay disimulos: es la desesperación en su estado más puro.
Caminaron en silencio; Enrique preguntó:
—¿Tenías que hablarme de veras?
—Sí —Vicente buscó la mirada de Enrique—. ¿Es verdad esa historia que corre, que tu pieza se va a dar en octubre y que la chica Belhomme tendrá el papel principal?
—Esta noche firmo con Vernon. ¿Por qué me lo preguntas?
—No sabes sin duda que a la vieja Belhomme la raparon, y ella no había robado. Tiene un castillo en Normandía, donde recibió a montones de oficiales alemanes, se acostaba con ellos y presumiblemente la chica también.
—¿Por qué vienes a contarme esos chismes? —dijo Enrique—. ¿Desde cuándo te consideras un policía? ¿Y crees que me gustan?
—No son chismes; hay un expediente, tengo compañeros que lo han visto: cartas, fotografías que un muchacho se divirtió en juntar pensando que podrían serle útiles un día.
—¿Las has visto?
—No.
—Por supuesto. De todas maneras me importa un bledo —dijo Enrique con indignación—. No es asunto mío.
—Impedir que los cochinos vuelvan a manejar el país, negarse a andar con ellos, es asunto de todos nosotros.
—Vete a recitar tu lección a otra parte.
—Escucha, no te enojes —dijo Vicente—. Quería advertirte que a la vieja Belhomme la tienen fichada, tienen la mirada puesta en ella y sería tonto que tuvieras disgustos a causa de ese pellejo.
—No te preocupes por mí —dijo Enrique.
—Está bien —dijo Vicente—. Quería advertirte, eso es todo.
Terminaron el trayecto en silencio; pero había una voz que se había instalado en el pecho de Enrique y repetía sin cesar: «La chica también». Toda la tarde repitió esa cantinela. Josette había casi confesado que su madre la había vendido más de una vez; y por otra parte, todo lo que Enrique esperaba de ella eran algunas noches y quizás otras noches más. Sin embargo, a lo largo de la interminable comida, mientras la miraba sonreírle a Vernon con una complacencia adormecida, sentía hasta la angustia el deseo de estar solo con ella y de interrogarla.
—¿Entonces está contento? ¡Hemos firmado! —dijo Lucía.
Su vestido y sus joyas se pegaban a su piel tan íntimamente como su pelo; parecía que había nacido, dormía, moriría, en un vestido firmado Amaryllis; un mechón dorado ondulaba entre su pelo negro y Enrique la contemplaba fascinado: ¿qué cara tendría cuando estaba rapada?
—Estoy muy contento.
—Dudule le dirá que cuando tomo un asunto entre manos se puede estar tranquilo.
—¡Oh, es una mujer extraordinaria! —dijo Dudule tranquilamente.
Claudia le había asegurado a Enrique que Dudule, el amante oficial, era un gran hombre honesto. Se veía en efecto bajo su pelo plateado ese rostro descansado y recto que sólo se encuentra en los pillos de envergadura: los que son lo bastante ricos como para comprar su propia conciencia; quizá, por otra parte, era honesto según su propio código.
—Le dirá a Paula que es monstruoso que no haya venido —dijo Lucía.
—Estaba verdaderamente demasiado cansada —dijo Enrique.
Se inclinó ante Josette para despedirse; todas las mujeres estaban vestidas de negro, con joyas brillantes; estaba de negro ella también; parecía aplastada por la masa de su cabellera; le tendió la mano sonriendo con una cortesía aplicada; durante toda la noche, ni un parpadeo había desmentido su aparente indiferencia. ¿La hipocresía le resultaba tan fácil? Era tan sencilla, tan franca, tan inocente de noche en su desnudez. En una turbia mezcla de ternura, de piedad, de horror, Enrique se preguntaba si había también fotografías de ella en el expediente.
Desde hacía algunos días los taxis circulaban de nuevo libremente; había tres estacionados en la plaza de la Muette y Enrique tomó uno para ir hasta Montmartre; acababa apenas de pedir un whisky cuando Josette se dejó caer a su lado en un profundo sillón.
—Estuvo bien Vernon —dijo—; además, es un pederasta, tengo suerte, no me molestará.
—¿Qué haces cuando los tipos te molestan?
—Depende; a veces es delicado.
—¿No te molestaron demasiado los alemanes durante la guerra? —dijo Enrique tratando de conservar un tono natural.
—¿Los alemanes? —Se puso roja como ya una vez él la había visto sonrojarse, desde el nacimiento de los pechos hasta la raíz del pelo—. ¿Por qué me preguntas eso? ¿Qué te han contado?
—Que tu madre había recibido a los alemanes en su castillo de Normandía.
—El castillo fue ocupado; pero no era culpa nuestra. Ya sé. Sé que la gente del pueblo ha hecho correr toda clase de chismes porque odian a mamá; por otra parte, se lo merece, no es amable. Pero no hizo nada feo, siempre tuvo a los alemanes a distancia.
Enrique sonrió:
—Y además, de no haber sido así, tampoco me lo dirías.
—Oh, ¿por qué dices eso? —dijo ella. Lo miraba con una mueca trágica y una nube velaba sus ojos. A él le asustó un poco ver el poder que ejercía sobre ese hermoso rostro.
—Tu madre tenía una casa de costura que debía seguir adelante y los escrúpulos no la ahogan; pudo tratar de usarte.
—¿Qué es lo que crees? —dijo con aire aterrorizado.
—Supongo que fuiste imprudente cuando saliste Con oficiales, por ejemplo.
—Era cortés, nada más; les hablaba y a veces me llevaron en auto desde el pueblo hasta casa —Josette se encogió de hombros—. Yo no tenía nada contra ellos, ¿sabes?, eran muy correctos y yo era joven, no comprendía nada de esa guerra, tenía ganas de que terminara, eso es todo —agregó muy rápido—. Ahora ya sé lo horribles que fueron en los campos de concentración y todo…
—No sabes mucho, pero no importa —dijo Enrique tiernamente. En el 43 no era tan joven: Nadine sólo tenía entonces diecisiete años. Pero no se les podía comparar; Josette había sido mal educada, mal querida, nadie le había explicado nada. Había sonreído demasiado amablemente a los oficiales alemanes cuando los encontraba en las calles del pueblo, había subido en el auto de ellos: eso bastaba para escandalizar a la gente, a posteriori. ¿Había habido algo más? ¿Mentía? Era tan franca y tan hipócrita: ¿cómo saber? ¿Y con qué derecho?, pensó con un asco repentino. Le daba vergüenza haber jugado al detective.
—¿Me crees? —dijo ella tímidamente.
—Te creo —la atrajo contra él—. No hablemos más de todo esto —dijo—, no hablemos de nada. Vamos a casa. Vamos rápido.
El proceso del señor Lambert se abrió en Lille a fines del mes de mayo; la intervención de su hijo le fue útil sin duda, y además debió mover grandes influencias: lo absolvieron. «Mejor para Lambert», pensó Enrique al enterarse del veredicto. Cuatro días más tarde Lambert trabajaba en el diario cuando le telefonearon desde Lille; su padre, que debía llegar a París por el rápido de la tarde, se había caído del tren; su estado era muy grave. En efecto, una hora después se supo que había muerto instantáneamente. Lambert tomó su moto casi sin articular un sonido y cuando volvió a París después del entierro se quedó encerrado en su casa sin dar señales de vida.
«Tengo que ir a verlo, pasaré esta tarde», se dijo Enrique después de algunos días de silencio; había intentado en vano de telefonear, Lambert había cortado el teléfono. «Un golpe bajo», se repetía Enrique mirando sin convicción los papeles desparramados sobre su mesa. Era un hombre viejo y no muy simpático, y Lambert sentía por él más piedad que afecto; sin embargo, Enrique no llegaba a tomar esa historia a la ligera. Extraño capricho del destino, ese veredicto y luego ese accidente. Trató de fijar su atención en las hojas dactilografiadas.
«Las doce Josette va a venir y no habré recorrido este expediente», se dijo con remordimiento. Karaganda, Tzardskouy, Ouzbek: no lograba animar esos nombres bárbaros, esas cifras. Sin embargo, hubiera sido preferible estar enterado del contenido de esos papeles antes de la reunión de la tarde. En verdad si no conseguía interesarse es porque no creía en ellos. ¿Qué confianza conceder a un documento entregado por Scriassine? ¿Existía ese misterioso funcionario soviético evadido del infierno rojo a propósito para divulgar esas informaciones? Samazelle lo afirmaba, hasta pretendía haberlo identificado; pero Enrique continuaba escéptico. Volvió la hoja.
—Cucu.
Era Josette, envuelta en un gran abrigo blanco; había soltado sobre sus hombros su magnífico cabello; aun antes de que hubiera cerrado la puerta Enrique se había levantado y la había tomado entre sus brazos. Por lo general, al primer beso ya él se encontraba encerrado en un mundo en miniatura, en medio de juguetes livianos; hoy la metamorfosis era un poco más difícil que de costumbre, sus preocupaciones continuaban pegadas a su piel.
—¿Es aquí donde vives? —dijo ella alegremente—. Comprendo que nunca me hayas invitado: verdaderamente feo ¿Pero dónde pones tus libros?
—No tengo. Cuando he leído un libro lo prestó a los amigos y nunca me los devuelven.
—Creía que un escritor vivía siempre entre paredes tapizadas de libros —lo miraba con aire de duda—. ¿Estás seguro de que eres un verdadero escritor?
Se echó a reír:
—En todo caso escribo.
—¿Trabajabas? ¿He llegado demasiado temprano? —preguntó sentándose.
—Déjame cinco minutos y estoy contigo —dijo—. ¿Quieres mirar los diarios?
Ella hizo una mueca:
—¿Hay sueltos policiales?
—Creía que te habías puesto a leer artículos políticos —dijo él con reproche—. ¿No? ¿Ya te aburriste?
—No es culpa mía, lo intenté —dijo Josette—. Pero las frases se me escapan bajo los ojos. Tengo la impresión de que todo eso no me concierne —agregó con aire desdichado.
—Entonces diviértete con la historia del ahorcado de Pontoise.
Narylsk, Igarka, Absagachev. Las cifras, los nombres continuaban muertos. A él también las frases se le escapaban bajo los ojos, tenía la impresión de que todo eso no le concernía. Ocurría tan lejos, en un mundo tan diferente, tan difícil de juzgar.
—¿Tienes un cigarrillo? —dijo Josette en voz baja.
—Sí.
—¿Y fósforos?
—Toma. ¿Por qué hablas en voz baja?
—Para no molestarte.
Él se levantó riendo:
—Ya terminé. ¿Adónde te llevo a almorzar?
—A Las Islas Borromeas —dijo ella con decisión.
—¿Esa ultra snob que inauguraron anteayer? No, por favor; encuentra otra cosa.
—Pero… he reservado nuestra mesa —dijo ella.
—Es fácil dar contra orden. —Tendió la mano hacia el teléfono, ella lo retuvo.
—Es que nos esperan.
—¿Quién?
Ella bajó la cabeza y él repitió:
—¿Quién nos espera?
—Es una idea de mamá; debo empezar mi publicidad en seguida. Las Islas es el lugar de moda. Pidió a los periodistas que me hicieran un reportaje fotográfico en el tipo de: «El autor conversando con su intérprete…».
—No, mi querida —dijo Enrique—. Hazte fotografiar cuanto quieras, pero sin mí.
—¡Enrique! —los ojos de Josette estaban llenos de lágrimas; lloraba con una facilidad infantil que lo conmovía—. Me hice hacer este vestido a propósito, estaba tan contenta…
—Hay muchos otros restaurantes agradables donde estaremos tranquilos.
—¡Pero puesto que me esperan! —dijo con desesperación; clavó en él sus grandes ojos húmedos—. Escucha, puedes hacer algo por mí…
—Pero mi amor, ¿qué es lo que tú haces por mí?
—¿Yo? Pero yo…
—Sí, tú —dijo riendo—, pero yo también, yo…
Ella no reía.
—No es lo mismo —dijo gravemente—. Soy una mujer.
Él rio y pensó: «Tiene razón, tiene mil veces razón: no es lo mismo».
—¿Te importa tanto ese almuerzo? —dijo.
—¡No comprendes! Es necesario para mi carrera. Hay que mostrarse y hacer hablar de uno si se quiere triunfar.
—Sobre todo hay que hacer bien lo que se hace: trabaja bien y hablarán de ti.
—Quiero reunir el mayor número de posibilidades —dijo Josette. Su rostro se endureció—. ¿Te crees que es agradable tener que pedir limosna a mamá?, y cuando llego a sus salones y me dice delante de todo el mundo: «¿Por qué llevas suecos?», crees que es alegre.
—¿Qué tienen esos zapatos? Están muy bien.
—Están muy bien para almorzar en el campo, pero son demasiado sport para la ciudad…
—Siempre me pareciste tan elegante…
—Porque no entiendes nada, mi querido —dijo con tristeza. Se encogió de hombros—. No sabes lo que es la vida de una mujer que no ha triunfado.
Él puso la mano sobre la mano suave.
—Triunfarás —dijo—. Vamos a hacernos fotografiar a Las Islas Borromeas. —Bajaron la escalera y ella preguntó:
—¿Tienes el coche?
—No. Tomaremos un taxi.
—¿Por qué no tienes un auto propio?
—¿Todavía no te has dado cuenta de que no tengo dinero? ¿Crees que no tendrías los más lindos zapatos de París?
—¿Pero por qué no tienes dinero? —preguntó ella cuando estuvieron instalados en el taxi—, eres más inteligente que mamá y Dudule. ¿No te gusta el dinero?
—A todo el mundo le gusta. Pero para tener de veras hay que preferirlo a todo lo demás.
Josette reflexionó:
—No es que a mí me guste el dinero más que todo, pero me gustan las cosas que se compran con él.
Él rodeó sus hombros con su brazo.
—Quizá mi pieza nos haga muy ricos; entonces compraremos las cosas que te gustan.
—¿Y me llevarás a los grandes restaurantes?
—A veces —dijo alegremente.
Pero se sentía molesto mientras avanzaba por el jardín florido, bajo las miradas de mujeres vestidas en forma demasiado vistosa y hombres de caras brillantes, Los rosales tupidos, el viejo tilo, la alegría del agua soleada, toda esa belleza venal lo dejaba insensible y se preguntó: «¿Qué diablos vengo a hacer aquí?».
—Es lindo, ¿no es cierto? —dijo Josette con fervor—, adoro el campo —agregó. Una gran sonrisa transfiguraba su rostro resignado y Enrique también sonrió:
—Muy lindo: ¿qué quieres comer?
—Creo que un pomelo y carne a la parrilla —dijo Josette con pena—. A causa de la línea.
Parecía muy joven en su vestido de brin verde, que descubría brazos suaves y firmes, y en el fondo bajo sus disfraces de mujer sofisticada, ¡cómo era de natural! Era normal que quisiera llegar, mostrarse, vestirse, divertirse; y tenía el inmenso mérito de confesar sus deseos con sinceridad, sin inquietarse por saber si eran nobles o sórdidos, Aun cuando llegaba a mentir, era más auténtica que Paula, que nunca mentía; había hipocresía en ese código de lo sublime que Paula se había fabricado; Enrique imaginó la máscara altanera que hubiera puesto ante ese lujo fácil y la sonrisa asombrada de Dubreuilh, la mirada espantada de Ana. Todos iban a menear la cabeza con aire consternado cuando apareciera ese reportaje con esas fotos.
«Es verdad que todos somos un poco puritanos —pensó—. Y yo también. Es porque odiamos que nos pongan frente a nuestros privilegios». Había querido evitar ese almuerzo para no confesarse que tenía con qué pagarlo. «Y sin embargo, en el Bar Rojo, con los muchachos, no cuento el dinero que tiro en una noche».
Se inclinó hacia Josette:
—¿Estás contenta?
—¡Eres tan bueno! —dijo—. No hay nadie como tú.
Habría que ser estúpido para sacrificar a esos tabúes pueriles semejante sonrisa. ¡Pobre Josette! No tenía tan a menudo la oportunidad de sonreír. «Las mujeres no son alegres», pensó mirándola. Su lío con Paula terminaba lamentablemente; a Nadine no había sabido darle nada. Josette… y bueno, sería distinto. Quería llegar: él la haría llegar. Sonrió amablemente a los dos periodistas que se acercaban.
Cuando dos horas más tarde un taxi lo dejó ante la casa de Lambert, Nadine cruzaba la puerta de calle. Le sonrió cordialmente; estimaba haber tenido el mejor papel en la historia de ambos y era siempre muy amable con él.
—¡Ah, tú también vienes! Es una locura como está de acompañado el querido huérfano.
Enrique la miró un poco escandalizado:
—No es especialmente graciosa esta historia.
—¿Qué puede importarle que ese viejo cochino haya muerto? —dijo Nadine. Se encogió de hombros—. Sé muy bien que mi papel sería hacer de hermana de caridad, y consoladora, y todo; pero no puedo. Hoy estaba reventando de buenas resoluciones: y veo llegar a Volange. Disparé.
—¿Volange está arriba?
—Pues sí. Lambert lo ve a menudo —dijo, sin que Enrique pudiera discernir si había o no perfidia en su tono displicente.
—De todas maneras subo —dijo Enrique.
—Que lo pases bien.
Subió lentamente la escalera. Lambert veía a menudo a Volange: ¿Por qué no se lo había dicho? «Tiene miedo de que me mortifique», pensó. El hecho es que le mortificaba. Llamó. Lambert sonrió con ganas.
—¿Ah, eres tú? Te agradezco…
—Qué feliz coincidencia —dijo Luis—. Hace meses que no nos veíamos.
—¡Meses! —Enrique se volvió hacia Lambert; parecía muy huérfano con su traje de franela cuya solapa estaba cruzada por un crespón negro: un traje cuya clásica elegancia había sido aprobada sin duda por el señor Lambert—. Quizá no tengas ganas de moverte estos días —dijo—. Pero hay una reunión importante esta tarde en casa de Dubreuilh. L’Espoir tendrá que tomar decisiones. Quisiera que me acompañaras.
En verdad no tenía necesidad de Lambert, pero deseaba arrancarlo a sus pensamientos.
—Tengo la cabeza en otra cosa —dijo Lambert; se echó en un sillón y dijo con voz sombría—: Volange está seguro de que mi padre no ha muerto en un accidente, que lo liquidaron.
—Enrique se estremeció: —¿Que lo liquidaron?
—Las puertas no se abren solas —dijo Lambert—, y no se ha suicidado, puesto que acababa de ser absuelto.
—¿No recuerdas la historia de Molinari entre Lyon y Valence? —dijo Luis—. ¿Y la de Peral? Ellos también cayeron de un tren poco después de haber sido absueltos.
—Tu padre era viejo, estaba cansado —dijo Enrique—, la emoción del proceso pudo sacarlo de quicio.
Lambert sacudió la cabeza:
—¡Sabré quién ha hecho esto! —dijo—. Lo sabré.
Las manos de Enrique se crisparon; eso era lo que lo trabajaba desde hacía ocho días, esa sospecha. «¡No! —suplicó en sí mismo—, Vicente no, ¡ni él ni otro!». Molinari, Peral, le importaban poco; y acaso el viejo Lambert era tan cochino como ellos; pero veía demasiado exactamente ese rostro que había sangrado contra los rieles, un rostro joven iluminado por ojos de un azul asombrado; tenía que ser un accidente.
—Hay bandas de asesinos en Francia —dijo Luis—, es un hecho —se puso de pie—. ¡Qué atroces son esos odios que no quieren morir! —Hubo un silencio y dijo con voz acogedora—: Ven a comer una de estas noches a casa, no nos vemos nunca, es demasiado tonto; quisiera hablar contigo de un montón de cosas.
—En cuanto tenga un poco de tiempo —dijo Enrique vagamente.
Cuando la puerta se hubo cerrado detrás de Luis, Enrique preguntó:
—¿Fueron muy penosos esos días de Lille?
Lambert se encogió de hombros.
—¡Parece que no es viril sentirse sacudido cuando le asesinan a su padre! —dijo con una voz cargada de rencor—. ¡Paciencia! ¡Confieso que me dolió!
—Comprendo —dijo Enrique. Sonrió—. Esas historias de virilidad son ideas de mujeres.
¿Qué sentimientos había abrigado Lambert por su padre? Sólo confesaba piedad, dejaba adivinar rencor: sin duda se mezclaba admiración, asco, respeto, una ternura decepcionada; en todo caso ese hombre había contado para él. Enrique dijo con su voz más afectuosa:
—No te quedes así en tu rincón, envenenándote la sangre. Haz un esfuerzo, ven conmigo; te interesará y me harás un favor.
—¡De todos modos tienes mi voto! —dijo Lambert.
—Me gustaría tu opinión —dijo Enrique—. Scriassine pretende que un alto funcionario soviético escapado de la U. R. S. S. le ha traído informes sensacionales: abrumadores para el régimen, por supuesto; le sugirió a Samazelle que L’Espoir, Vigilance y el S. R. L. ayuden a divulgarlos. ¿Pero qué valor tienen? He tenido algunos fragmentos en mis manos, pero sin ninguna posibilidad de criticarlos.
El rostro de Lambert se animó.
—¡Ah, eso me interesa! —dijo. Se levantó bruscamente—. Me interesa mucho.
Cuando entraron al despacho de Dubreuilh, éste estaba solo con Samazelle:
—Dese cuenta: ¡publicar esos informes antes que todo el mundo sería sensacional! —decía Samazelle—. El último plan quinquenal data del mes de marzo y se ignora casi todo de él. La cuestión de los campos de trabajo en particular va a conmover la opinión. Advierta que ya había sido levantada antes de la guerra; en particular la fracción a la cual yo pertenecía se había preocupado; pero en esa época no despertábamos ningún eco. Hoy todo el mundo está obligado a tomar partido ante el problema de la U. R. S. S. y ahora estamos capacitados para alumbrar ese problema con nuevas luces.
La voz de Dubreuilh parecía muy menuda después de ese enorme zumbido.
—A priori, esa clase de testimonio es doblemente sospechoso —dijo—. Primeramente porque el acusador se las arregló tanto tiempo con el régimen que denuncia, luego porque una vez que se ha separado de él no se puede esperar que mida sus ataques.
—¿Qué se sabe exactamente de él? —preguntó Enrique.
—Se llama Jorge Peltov. Era director del Instituto agrónomo de Tebriouka —dijo Samazelle—, y huyó hace un mes de la zona rusa alemana a la zona occidental. Su identidad está perfectamente establecida.
—Pero no su carácter —dijo Dubreuilh.
Samazelle tuvo un gesto de impaciencia:
—En todo caso, usted estudió el expediente que Scriassine le facilitó. Los rusos reconocen ellos mismos la existencia de campos y de la internación administrativa.
—De acuerdo —dijo Dubreuilh—. ¿Pero cuántos hombres en esos campos? He ahí el problema.
—Cuando yo estaba en Alemania el año pasado —dijo Lambert—, corría la voz que nunca había habido tantos prisioneros en Buchenwald como desde la liberación rusa.
—Quince millones me parece una hipótesis muy moderada —dijo Samazelle.
—¡Quince millones! —repitió Lambert.
Enrique sintió que el pánico se apoderaba de él. Ya había oído hablar de esos campos, pero vagamente, y no había detenido su pensamiento. ¡Se cuentan tantas cosas! En cuanto a ese expediente lo había hojeado sin convicción; desconfiaba de Scriassine; sobre el papel las cifras habían parecido tan imaginarias como los nombres, de consonancias barrocas. Pero resultaba que el funcionario ruso existía y Dubreuilh tomaba ese asunto en serio. Es muy cómoda la ignorancia pero no da la medida de la realidad. Él estaba en Las Islas Borromeas con Josette, hacía un día divino, se ofrecía algunos escrúpulos de conciencia fáciles de acallar. En ese mismo momento en todos los rincones de la tierra había hombres explotados, hambrientos, asesinados.
Scriassine entró precipitadamente en la habitación y todos los ojos se volvieron hacia el desconocido de pelo negro canoso, de ojos brillantes como pedazos de antracita que lo seguía sin sonreír, con un rostro tan inmóvil como el de un ciego de nacimiento. Sus cejas color carbón se juntaban sobre la nariz aguileña; era alto, estaba impecablemente vestido.
—Mi amigo Jorge —dijo Scriassine—. Provisoriamente lo nombraremos así —miró a su alrededor—. ¿El lugar es absolutamente seguro? ¿Ninguna posibilidad de que nuestra conversación sea sorprendida? ¿Quién vive arriba?
—Un profesor de piano muy inofensivo —dijo Dubreuilh—. Y los de abajo están afuera.
Era la primera vez que Enrique no pensaba en sonreír ante los aires importantes de Scriassine; esa gran silueta oscura a su lado prestaba a la escena una inquietante solemnidad. Todo el mundo se sentó y Scriassine dijo:
—Jorge puede hablar en ruso o en alemán. Tiene en su poder documentos que va a resumir y a comentar con ustedes. De todos los puntos sobre los cuales trae luces aterradoras, el de los campos de concentración es el que presenta el interés más inmediato. Por ahí va a empezar.
—Que hable en alemán, yo traduciré —dijo Lambert con prontitud.
—Como quiera —Scriassine dijo algunas palabras en ruso y Jorge meneó la cabeza sin que su máscara se inmutara; parecía paralizado por un doloroso e indeleble rencor. De pronto se puso a hablar; su mirada continuaba fija, dirigida dentro de sí mismo hacia visiones que no eran de este mundo; pero de su boca muerta se escapaba una voz coloreada, apasionada, de pronto seca y patética; Lambert tenía los ojos clavados en sus labios como si descifrara el lenguaje de un sordomudo.
—Dice que, ante todo, debemos comprender bien que la existencia de los campos de trabajo no es un fenómeno accidental y en cuya abolición se pueda confiar algún día —dijo Lambert—. El presupuesto del Estado soviético exige entradas extraordinarias que sólo pueden ser provistas por un excedente de trabajo. Si la consumición de los obreros libres descendiera más abajo de cierto nivel, la producción del trabajo sería disminuida otro tanto. Se ha procedido, por lo tanto, a la creación sistemática de un subproletariado que recibe en cambio de un trabajo máximo un estricto mínimo vital: semejante ajuste sólo es posible en un sistema concentracionario.
Un silencio mortuorio se había abatido sobre el despacho; nadie se movía; Jorge volvió a tomar la palabra y Lambert de nuevo cambió en palabras comprensibles la voz trágica: «El trabajo correctivo ha existido desde el principio del régimen, pero sólo en 1934 la N. K. V. D. fue investida del derecho de ordenar con una simple medida administrativa la internación de un campo de trabajo por un período que no exceda de cinco años; para las penas más largas es necesario un juicio previo. Los campos quedaron en parte vaciados entre el 40 y el 45; muchos prisioneros fueron incorporados al ejército y otros murieron de hambre. Pero desde hace un año se han vuelto a llenar».
Ahora Jorge indicaba sobre los papeles extendidos ante él nombres, cifras, y Lambert iba traduciendo. Karaganda, Tzardskouy, Ouzbek. No eran palabras: eran pedazos de estepa helada, pantanos, campamentos podridos donde hombres y mujeres trabajaban catorce horas diarias por seiscientos gramos de pan; morían de frío, de escorbuto, de disentería, de agotamiento. En cuanto se debilitaban demasiado para trabajar, los metían en hospitales, donde los mataban de hambre. «¿Pero es verdad?», se dijo Enrique, sublevado. Jorge era sospechoso. ¡Rusia estaba tan lejos y se cuentan tantas cosas! Miró a Dubreuilh, cuyo rostro cerrado no expresaba nada. Dubreuilh había elegido dudar: la duda es la primera defensa, pero tampoco hay que confiar en ella. De todas esas cosas que se cuentan las hay que son verdaderas. Enrique había dudado en el 38 que la guerra fuera para mañana; en el 40 había dudado de las cámaras de gas. Seguramente Jorge exageraba; pero seguramente no lo había inventado todo. Enrique abrió sobre sus rodillas el grueso expediente; todo lo que había leído distraídamente algunas horas antes cobraba de pronto un sentido terrible. Había allí, traducidos al inglés, textos oficiales que admitían la existencia de esos campos. Y no se podía sin mala fe recusar en bloc todos esos testimonios, provenientes unos de observadores americanos, los otros de deportados entregados a los nazis y luego encontrados en su presidio. Imposible negarlo: ¡en la U. R. S. S. también había hombres que explotaban a muerte a otros hombres!
Cuando Jorge calló hubo un largo silencio.
—Ustedes han aceptado con un masoquismo natural en los intelectuales la idea de una dictadura del espíritu —dijo Scriassine—. Pero esos crímenes organizados contra el hombre, contra todos los hombres, ¿pueden endosarlos?
—Me parece que la respuesta no encierra ninguna duda —dijo Samazelle.
—Le pido perdón, para mí hay una duda —dijo Dubreuilh con voz seca—. No sé ni por qué su amigo se ha escapado, ni por qué ha colaborado tanto tiempo con ese régimen que denuncia ante nosotros; supongo que sus razones eran excelentes; pero no quiero arriesgarme a prestar mi apoyo a una maniobra antisoviética. Por otra parte, no estamos habilitados para contestarle en nombre del S. R. L.; sólo la mitad del comité está presente.
—Si estuviéramos de acuerdo ganaríamos seguramente su decisión —dijo Samazelle.
—¡Cómo puede vacilar! —El rostro de Lambert brillaba de indignación—. Aunque sólo la cuarta parte de lo que cuenta fuera verdadero, habría que proclamarlo en seguida por mil altoparlantes. ¡Usted no sabe lo que es un campo de concentración! Que sea ruso o nazi es lo mismo: no hemos combatido a los unos para alentar a los otros…
Dubreuilh se encogió de hombros:
—De todos modos, no se trata para nosotros de modificar el régimen de la U. R. S. S. sino solamente de obrar hoy en Francia basándonos sobre la idea que se hacen de la U. R. S. S.
—Ahí es donde este asunto nos concierne directamente —dijo Lambert.
—De acuerdo, pero seríamos criminales si nos embarcáramos sin informaciones suficientes —dijo Dubreuilh.
—En otras palabras, duda de la veracidad de Jorge —dijo Scriassine.
—No la tomo por un evangelio.
Scriassine golpeó el expediente colocado sobre el escritorio:
—¿Y todo esto lo echa en saco roto?
Dubreuilh meneó la cabeza:
—Estimo que ningún hecho está seriamente establecido.
Scriassine se puso a hablar en ruso con volubilidad; Jorge le contestó con voz impasible.
—Jorge dice que se encarga de proporcionarle pruebas decisivas. Mande a alguien a Alemania occidental; allí hay amigos que lo informarán con precisión sobre los campos de la zona soviética; indican cifras que usted podrá hacer comunicar.
—Iré a Alemania —dijo Lambert—. Y en seguida.
Scriassine lo miró con aprobación.
—Pase a verme —dijo—. Es una misión delicada que habrá que preparar con cuidado —Scriassine se volvió hacia Dubreuilh—. Si le traemos las pruebas que reclama, ¿está resuelto a hablar?
—Traiga sus pruebas y el comité resolverá —dijo Dubreuilh con impaciencia—, entre tanto, todo esto es puro palabrerío.
Scriassine se levantó, Jorge también.
—Les pido a todos el más absoluto secreto sobre la conversación que acabamos de tener Jorge quiso verlos personalmente; pero se imaginan los peligros que corre en una ciudad como París.
Menearon la cabeza con aire tranquilizador: Jorge se inclinó con rigidez y siguió a Scriassine sin agregar una palabra.
—Lamento esta demora —dijo Samazelle—. Sobre el fondo de la cuestión no hay duda posible. Podríamos publicar en seguida los extractos del código y ya bastaría para levantar la opinión.
—¡Levantar la opinión contra la U. R. S. S.! —dijo Dubreuilh—. Es justamente lo que debemos evitar, sobre todo ahora.
—¡Pero esta campaña no le aprovechará a la derecha sino al S. R. L., y lo necesita! —dijo Samazelle—. La situación ha cambiado desde las elecciones y si nos empeñamos en estar con Dios y con el diablo el S. R. L. está liquidado —agregó con vehemencia—. El éxito de los comunistas va a decidir a muchos indecisos a afiliarse al P. C. y muchos van a echarse por terror en brazos de la reacción. Con los primeros no habrá nada que hacer, pero los otros podemos tenerlos si atacamos francamente el estalinismo y si prometemos la reagrupación de una izquierda independiente de Moscú.
—Extraña izquierda que agrupará a los anticomunistas con un programa anticomunista —dijo Dubreuilh.
—¿Sabe lo que va a pasar? —dijo Samazelle con voz irritada—. Si seguimos así, dentro de dos meses el S. R. L. no es más que un grupito de intelectuales esclavizado a los comunistas, a la vez desdeñado y manejado por ellos.
—¡Nadie nos maneja! —dijo Dubreuilh.
Enrique oía a través de una bruma esas voces agitadas. La suerte del S. R. L. le era por el momento indiferente. En qué medida Jorge había dicho la verdad era lo único importante. A menos que hubiera mentido en toda la línea sería en adelante imposible pensar en la U. R. S. S. como se pensaba antes, habría que reconsiderarlo todo. Dubreuilh no quería reconsiderar nada, se refugiaba en él escepticismo. Samazelle sólo esperaba esa ocasión para tronar contra los comunistas. Enrique no tenía ninguna gana de romper con los comunistas; pero no quería tampoco mentirse. Se levantó.
—Toda la cuestión está en saber si Jorge ha dicho la verdad o no. Entre tanto hablamos en el vacío.
—Es también mi opinión —dijo Dubreuilh.
Lambert y Samazelle salieron con Enrique. La puerta había vuelto apenas a cerrarse cuando Lambert rezongó:
—¡Es verdad que Dubreuilh está vendido! Quiere sofocar este asunto. Pero esta vez él no mandará.
—Desgraciadamente el comité lo sigue siempre —dijo Samazelle—. En realidad el S. R. L. es él.
—Pero L’Espoir no está obligado a obedecer al S. R. L. —dijo Lambert. Samazelle sonrió.
—¡Ah!, usted está entablando una grave polémica —agregó con voz soñadora—. ¡Evidentemente, si nos decidiéramos a hablar en seguida, nadie podría impedirnos!
Enrique lo miró con sorpresa:
—Están encarando una ruptura entre L’Espoir y el S. R. L.; ¿qué les pasa?
—En el tren en que van las cosas, dentro de dos meses no habrá más S. R. L. —dijo Samazelle—. Deseo que L’Espoir le sobreviva.
Se alejó sonriendo con su gran sonrisa redonda y Enrique se acodó al parapeto del muelle.
—Me pregunto qué se trae entre manos —dijo.
—Si desea que L’Espoir vuelva a ser un diario libre, tiene razón —dijo Lambert—. Allí han instaurado la esclavitud. Aquí asesinan. ¡Y quieren que no protestemos!
Enrique miró a Lambert:
—En el caso que Samazelle propusiera una ruptura, no olvides lo que has prometido: que en cualquier oportunidad me sostendrás.
—De acuerdo —dijo Lambert—, pero te prevengo: si Dubreuilh se emperra en ahogar el asunto, me voy del diario, vendo mis acciones.
—Escucha, no podemos decidir nada, antes que los hechos queden establecidos —dijo Enrique.
—¿Quién decidirá si están probados? —dijo Lambert.
—El comité.
—Es decir, Dubreuilh. Si es parcial no se dejará convencer.
—¡Es también una parcialidad dejarse convencer sin pruebas! —dijo Enrique con un leve reproche.
—¡No me digas que Jorge ha inventado todo esto! ¡No me digas que todos esos documentos son falsos! —dijo Lambert fogosamente. Miró a Enrique con sospecha—. ¿Estás de acuerdo en que si es la verdad hay que decirla?
—Sí —dijo Enrique.
—Entonces vamos bien. Salgo para Alemania lo antes posible, y te juro que allí no perderé mi tiempo —sonrió—. ¿Te dejo en algún lado?
—No, gracias; voy a caminar un poco —dijo Enrique.
Iba a comer con Paula y no le urgía verla. Se puso a caminar a pasos cortos. Decir la verdad: hasta ahora eso no había planteado problemas serios; había contestado que sí a Lambert sin vacilar: era casi un reflejo. Pero en realidad no sabía ni lo que debía creer ni lo que debía hacer, no sabía nada: estaba todavía aturdido como si hubiera recibido un gran golpe en la cabeza. Evidentemente, Jorge no lo había inventado todo. Quizá todo era verdad. Había campos donde quince millones de trabajadores estaban reducidos al estado de sub-hombres; pero gracias a esos campos el nazismo había sido vencido y un gran país se construía en donde se encarnaba la única posibilidad de mil millones de sub-hombres que reventaban de hambre en China y en la India, la única posibilidad de millones de obreros esclavizados a una condición inhumana, nuestra única posibilidad. «¿Ésta también nos fallará?», se preguntó con temor. Se daba cuenta de que nunca había dudado seriamente de ella; las taras, los abusos de la U. R. S. S. los conocía; no impide que un día el socialismo, el verdadero, aquel en que se reconciliarían justicia y libertad, terminaría por triunfar en la U. R. S. S. y por la U. R. S. S.; si esta noche esa certidumbre lo abandonaba, entonces todo el porvenir se hundía en las tinieblas: en ninguna otra parte se perfilaba ni la más mínima luz de esperanza: «¿Es por eso que me refugio en la duda?». —Se preguntó—. ¿Rechazo la evidencia por cobardía, porque el aire ya no sería respirable si ya no hubiera un rincón de la tierra hacia el cual poder volverse con un poco de confianza? O, por el contrario, quizá sea aceptando con complacencia las imágenes de horror que estoy haciendo trampa. A falta de poder creer en el comunismo sería un alivio poder aborrecerlo resueltamente. ¡Si al menos uno pudiera estar totalmente en pro o totalmente en contra! Pero para estar en contra habría que tener alguna otra cosa que ofrecer a los hombres: y es demasiado evidente que la revolución se hará por la U. R. S. S. o no se hará. Sin embargo, si la U. R. S. S. no ha hecho sino sustituir un sistema de opresión por otro, si ha restablecido la esclavitud, ¿cómo seguir teniéndole simpatía? «Quizá el mal esté en todos lados», se dijo Enrique. Recordaba aquella noche en un refugio de la Cevenas en que estaba voluptuosamente dormido en las delicias de la inocencia; si el mal estaba en todas partes la inocencia no existía. Hiciera lo que hiciere estaría en el error; error si divulgaba una verdad trunca, error si disimulaba, aun trunca, una verdad. Bajó junto al río. Si el mal está en todas partes no hay ninguna puerta de escape ni para la humanidad ni para uno mismo. ¿Habrá que llegar a pensar eso? Se sentó y miró distraídamente correr el agua.