Capítulo IV

Sobrevivir, habitar del otro lado de su vida: después de todo es muy confortable; no se espera más nada, no se teme más nada, y todas las horas se parecen a los recuerdos. Es lo que descubrí durante la ausencia de Nadine; ¡qué descanso! Nadie golpeaba las puertas, yo podía conversar con Roberto sin frustrar a nadie y quedarme despierta hasta muy tarde, de noche, sin que nadie viniera a llamar a mi puerta; yo aprovechaba. Me gustaba sorprender el pasado en el fondo de cada instante. Bastaba un minuto de insomnio: la ventana abierta sobre tres estrellas resucitaba todos los inviernos, las praderas heladas, Navidad; con el ruido de los tachos de basura todas las mañanas de París se despertaban desde mi infancia. Había siempre el mismo silencio en el escritorio de Roberto mientras escribía, los ojos enrojecidos, sordo, insensible; ¡y qué familiar me resultaba el murmullo de esas voces agitadas! Tenían rostros nuevos, hoy se llamaban Lenoir, Samazelle; pero el olor del tabaco grisáceo, esas voces violentas, esas risas conciliadoras yo las reconocía. Por la noche escuchaba los relatos de Roberto, miraba nuestros adornos inmutables, nuestros libros, nuestros cuadros, y me decía que quizá la muerte fuera más clemente de lo que yo sospechaba.

Pero hubiera tenido que atrancarme en mi tumba. Ya en las calles mojadas cruzábamos a hombres de piyamas rayados: los primeros deportados que volvían. Sobre las paredes, en los diarios, las fotografías nos revelaban que durante todos esos años ni siquiera habíamos presentido lo que significaba la palabra «horror», nuevos muertos venían a engrosar la muchedumbre de los muertos que nuestras vidas traicionaban; y yo veía aparecer en mi consultorio sobrevivientes que no podían descansar en el pasado. «Desearía tanto dormir una noche sin recordar», suplicaba esa muchacha de mejillas todavía frescas, pero de cabello blanco. Generalmente, yo sabía defenderme; todos los neuróticos que durante la guerra habían contenido su locura, tomaban hoy revanchas frenéticas y yo no les concedía sino un interés profesional; pero ante esos fantasmas sentía vergüenza: vergüenza de no haber sufrido bastante y de estar ahí, indemne, dispuesta a aconsejarlos desde lo alto de mi salud. Ah, las preguntas que me había planteado me parecían muy vanas: cualquiera fuese el porvenir del mundo, había que ayudar a esos hombres y a esas mujeres a olvidar, a curarse. El único problema es que aunque le robara tiempo al sueño mis días resultaban cortos.

Y mucho más ahora que Nadine volvió a París. Arrastraba tras ella una gran bolsa marinera llena de salchichones color herrumbre, jamones, azúcar, café, chocolate; de su maleta sacó pasteles pegajosos de azúcar y de huevos, medias, zapatos, bufandas, telas, aguardientes. «¡Confiesen que no me las arreglé mal!», decía con orgullo. Llevaba puesta una falda escocesa, una blusa roja bien cortada, un abrigo de piel vaporosa, zapatos con suela de goma. «Tienes que hacerte un vestido en seguida, mi pobre madre, estás demasiado atorranta», me dijo arrojando en mis brazos una tela de ricos colores otoñales. Durante dos días nos describió impetuosamente a Portugal; no sabía contar; dibujaba con grandes ademanes frases que sus palabras no conseguían llenar; había en su voz una intensidad inquieta; parecía que necesitaba deslumbrarnos para complacerse en sus recuerdos. Inspeccionó la casa con suficiencia:

—¡No te das cuenta: esas baldosas, esos pisos! No, ahora que los clientes vuelven, ya no puedes arreglártelas sola.

Roberto también insistía; a mí me repugnaba un poco hacerme servir, pero Nadine decía que eran escrúpulos de burguesita; me consiguió inmediatamente una sirvienta joven, cuidada, trabajadora, que se llamaba María. Estuve apunto de despedirla la primera semana. Roberto había salido bruscamente, como suele ocurrirle en los últimos tiempos, y había dejado sus papeles tirados sobre la mesa; al oír ruido en su escritorio entreabrí la puerta y vi a María inclinada sobre sus manuscritos.

—¿Que está haciendo?

—Pongo orden —dijo María plácidamente—. Aprovecho que el señor no está.

—Le he dicho que nunca toque esos papeles, y además no estaba ordenando, ¡estaba leyendo!

—No puedo leer la letra del señor —dijo con pena; me sonrió; tenía una carita triste que su sonrisa no iluminaba—. Es tan raro ver al señor escribir durante todo el día: ¿saca todo eso de su cabeza? Quería saber cómo quedaba en el papel. No he estropeado nada.

Vacile y al final me faltaron las fuerzas; pasar el día limpiando y acomodando, ¡qué aburrimiento! A pesar de su aire dormido no parecía idiota, yo comprendía que tratara de distraerse.

—Está bien —dije—, pero que no se repita —agregué—. ¿Le divierte leer?

—Nunca tengo tiempo —dijo María.

—¿Pero ahora terminó su trabajo?

—En casa hay seis chicos, yo soy la mayor.

«Qué lástima que no pueda aprender un verdadero oficio», me dije; pensé vagamente en hablarle, pero la veía poco y era muy reservada.

—Lambert no llamó —me hizo notar Nadine algunos días después de su llegada—. Sin embargo, sabe que Enrique ha llegado y yo también.

—Le has repetido veinte veces antes de ir te que tú lo llamarías: teme aburrirte.

—Ah, si está resentido es cuestión suya. Pero, como ves, puede vivir sin mí.

No contesté nada y agregó en tono agresivo:

—Quería decirte que te has equivocado respecto a Enrique. Enamorarse de un tipo así está bien para otras, ¡está tan seguro de sí!, y además es aburrido —concluyó malhumorada.

Sin duda no sentía ninguna ternura por él; sin embargo, los días en que debía verlo se arreglaba con una prolijidad particular y cuando volvía estaba más exasperada que de costumbre; lo que no es poco decir; todo pretexto le resultaba bueno para enfurecerse. Una mañana llegó al escritorio de Roberto agitando un diario con aire vengativo:

—¡Miren esto!

En la primera página de Lendemain, Scriassine sonreía a Roberto, que miraba de frente con aire furioso.

—¡Ah, me pescaron! —dijo Roberto tomando el semanario—; Fue la otra noche en L’Isba —le explicó a Nadine—; le dije que se mandaran mudar, pero me pescaron.

—Y te sacaron con ese tipo inmundo —dijo ella con voz ahogada por la rabia—. Lo han hecho a propósito.

—Scriassine no es un tipo inmundo —dijo Roberto.

—Todo el mundo sabe que está vendido a los Estados Unidos; es un asco, ¿qué vas a hacer?

Roberto se encogió de hombros:

—¿Qué quieres que haga?

—Demandarlos; no hay derecho a fotografiar a la gente contra su voluntad.

Los labios de Nadine temblaban; siempre le resultó odioso que su padre fuera alguien conocido; cuando un nuevo profesor o un examinador le preguntaba; «¿Usted es la hija de Roberto Dubreuilh?», ella se petrificaba en un mutismo hosco; sin embargo está orgullosa de él, pero quisiera que fuera célebre sin que se supiera.

—Una demanda haría demasiado ruido —dijo Roberto—; no, no hay armas —tiró el diario—. Dijiste algo muy justo el otro día: que para nosotros la desnudez empieza en la cara.

Siempre me asombraba la fidelidad con la cual me recordaba palabras que yo había olvidado por completo; generalmente les prestaba más sentido del que yo les había dado; siempre se lo prestaba a todo el mundo.

—La desnudez comienza en la cara y la obscenidad con la palabra —agregó—. Se decreta que debemos ser estatuas o espectros; y en cuanto nos sorprenden existiendo en carne y hueso nos acusan de impostura. Por eso, el menor gesto toma tan fácilmente un aire de escándalo: reír, hablar, comer; otros tantos delitos flagrantes.

—Y bueno, arréglense para no dejarse sorprender —dijo Nadine, cuya voz se exasperaba.

—Escucha —dije—: No hay por qué hacer un drama.

—¡Ah, tú, por supuesto! Si te pisan un pie piensas que han pisado un pie que por casualidad resulta ser el tuyo.

En realidad tampoco me gustaba toda esa publicidad que hacían alrededor de Roberto. Aunque no había publicado nada desde el 39, salvo algunos artículos en L’Espoir, se hablaba de él de una manera mucho más espectacular que antes de la guerra. Le habían suplicado que aspirara a entrar a la Academia y pidiera la legión de honor; los periodistas lo acorralaban, imprimían sobre él montones de mentiras. «A Francia le gusta exponer sus especialidades regionales; cultura y alta costura», me decía. A él también lo exasperaba ese ruido inútil que lo rodeaba, pero ¿qué hacer? Por más que yo le explicara a Nadine que nada podíamos, ella se enfurecía cada vez que leía un suelto sobre Roberto o que veía en los diarios una foto suya.

Las puertas de la casa eran nuevamente golpeadas, los muebles bailaban, los libros se abatían ruidosamente sobre el piso. Ese barullo empezaba temprano. Nadine dormía poco, pensaba que dormir era perder su tiempo; aunque no sabía muy bien qué hacer de su tiempo. Cada ocupación le parecía vana al lado de todas las que le sacrificaba: no se resolvía por ninguna; cuando yo la veía sentada con aire descontento ante su máquina de escribir le preguntaba:

—¿Progresas?

—Haría mejor en estudiar química; me van a poner un cero.

—Estudia química.

—Pero es necesario que una secretaria sepa escribir a máquina —se encogía de hombros—. Es tan absurdo abarrotarse la cabeza con fórmulas. ¿Qué relación tienen con la verdadera vida?

—Planta la química si te aburre tanto.

—Me has dicho veinte veces que no hay que portarse como una veleta.

Tenía el arte de volver contra mí todos los consejos con los que yo había fastidiado su infancia.

—Hay casos en los que es estúpido empecinarse.

—¡Pero no te preocupes! No soy tan incapaz como crees; pasaré ese examen.

Una tarde golpeó a la puerta de mi cuarto:

—Lambert vino a vernos —dijo.

—A verte —dije.

—Se va pasado mañana a Alemania, quiere decirte adiós —agregó con una vivacidad quejumbrosa—: Ven; no sería amable que no vinieras.

La seguí al living-room; pero yo sabía que en verdad Lambert no me quería. Sin duda —y no sin razón— me hacía responsable de todo lo que lo hería en Nadine: su agresividad, su mala fe, su terquedad. Yo suponía además que estaba bastante inclinado a buscarse una madre en una mujer mayor que él y que se resistía ante esa tentación infantil. Su rostro de nariz respingada, de mejillas blanduzcas, revelaba un corazón y una carne obsesionados por sueños de sumisión.

—¿No sabes lo que Lambert me cuenta? —dijo Nadine con animación—. Los americanos no han repatriado ni un expatriado de cada diez, los dejan pudrirse donde están.

—Los primeros días la mitad murió, porque los llenaron de salchichón y de conservas —dijo Lambert—. Ahora les dan sopa a la mañana y a la noche un café con un mendrugo de pan; revientan por el tifus como moscas.

—Eso debería saberse —dije—. Habría que protestar.

—Perron va hacerlo; pero quiero hechos precisos y es difícil porque impiden que la Cruz Roja francesa entre en sus campos. Es justamente por eso por lo que me voy.

—Llévame contigo —dijo Nadine.

Lambert sonrió:

—Ojalá.

—¿Qué dije de disparatado? —preguntó Nadine con voz enojada.

—Bien sabes que es imposible —dijo Lambert—; sólo dejan pasar a los corresponsales de guerra.

—Hay mujeres que son corresponsales de guerra.

—Pero tú no; y ahora es demasiado tarde, ya no se acepta a nadie. Además no lo lamentes —agregó—, es un oficio que no te aconsejo.

Hablaba para sí, pero Nadine creyó sentir en su voz un matiz protector:

—¿Por qué? Lo que tú has hecho, yo puedo hacerlo, ¿no?

—¿Quieres ver las fotos que traje?

—Muéstramelas —dijo con avidez.

Él arrojó las fotos sobre la mesa. Me hubiera gustado más no mirarlas, pero no podía elegir. Las fotos de los cadáveres eran soportables; eran demasiado numerosos, y además, ¿cómo compadecerse ante huesos? ¿Pero qué hacer ante las imágenes de los vivos? Todos esos ojos…

—He visto cosas peores —dijo Nadine.

Lambert guardó las fotografías sin contestar y dijo en un tono alentador:

—¿Sabes?, si tienes ganas de hacer un reportaje no sería difícil; te bastaría hablar con Perron; aun en Francia hay un montón de encuestas posibles.

Nadine lo interrumpió:

—Lo que quiero es ver cómo es el mundo; después de eso alinear palabras no me interesa.

—Estoy seguro que triunfarías —dijo Lambert con calor—. Eres cara dura, sabes hacer hablar a la gente, eres desenvuelta, pasarías por todos lados. Y a ennegrecer papel se aprende pronto.

—No —dijo ella con aire terco—. Cuando se escribe nunca se dice la verdad. Mira el artículo de Perron sobre Portugal: todo está filtrado. Estoy segura que con los tuyos pasa lo mismo; no creo nada; por eso quiero ver las cosas con mis propios ojos; pero no trataré de hacer artículos y de ir a venderlos.

El rostro de Lambert se había ensombrecido; dije con entusiasmo:

—A mí los artículos de Lambert me parecen muy convincentes; tuve la impresión de haber visitado personalmente la enfermería de Dachau.

—¿Qué prueban tus impresiones? —dijo Nadine con voz impaciente. Hubo un corto silencio y preguntó—: María va a traer el té, ¿sí o no? —llamó—: ¡María!

María apareció en el umbral de la habitación con un delantal azul y Lambert se levantó sonriendo:

—¡María Ángel! ¿Qué haces aquí?

Ella se puso roja y giró sobre sus talones; yo la detuve:

—Va a contestar.

Ella dijo mirando fijamente a Lambert:

—Soy la sirvienta.

Lambert también se había puesto rojo y Nadine los miraba con aire de sospecha:

—¿María Ángel? ¿La conoces? ¿María Ángel qué?

Hubo un silencio consternado y ella dijo bruscamente:

—María Ángel Bizet.

Yo sentí que la rabia me subía a las mejillas:

—¿La periodista?

Ella se encogió de hombros:

—Sí —dijo—. Me voy, me voy en seguida. No se dé el trabajo de echarme.

—¿Ha venido a espiarnos a domicilio? ¡Como porquería no puede hacerse nada más perfecto!

—Yo no sabía que usted conocía periodistas —dijo ella mirando a Lambert.

—¿Qué esperas para cachetearla? —gritó Nadine—. Ha oído todas nuestras conversaciones, ha hurgado por todas partes, ha leído nuestras cartas, va a contar todo a todo el mundo…

—Oh, usted con su voz potente no me da miedo —dijo María Ángel.

Tuve justo tiempo de retener a Nadine tomándola por las muñecas; con toda facilidad hubiera extendido a María Ángel sobre el piso; conmigo le faltó audacia para desprenderse de un golpe. María Ángel caminó hacia la puerta y yo la seguí; en el corredor me preguntó con calma:

—¿No quiere que termine de limpiar?

—No. Lo que quiero es saber qué diario la ha enviado.

—Ninguno. Vine por mi cuenta. Pensé que haría un artículo interesante que se vendería fácilmente. ¿Sabe?, eso que llaman una silueta —dijo en tono profesional.

—¡Ah sí, muy bien! Voy a avisar a los diarios y le costará caro al que lo compre.

—Oh, ni siquiera trataré de venderlo, —ya está arruinado—. Se sacó el delantal y se puso el abrigo. —Me valió acomodar durante ocho días. ¡Detesto acomodar! —agregó con desesperación.

No contesté nada, pero sin duda sintió que mi enojo aflojaba, pues esbozó una sonrisa minúscula.

—Mire, nunca pensé hacer un artículo indiscreto —dijo con voz de chica—. Sólo buscaba una atmósfera.

—Por eso anduvo hurgando en nuestros papeles.

—Oh, hurgaba por placer —agregó en tono resentido—. Por supuesto, es fácil regañarme, la culpa es mía… ¿Pero usted cree que los principios son fáciles? Usted es la mujer de un tipo célebre, le dan todo servido. Yo tengo que arreglármelas sola. Escuche —dijo—, deme una oportunidad: mañana le traigo el artículo y usted tacha todo lo que no le guste…

—¿Y después lo publicará sin arreglos?

—Se lo juro. Si quiere puedo darle armas contra mí: una confesión bien rastrera, firmada, y me tendrá. Sea buena, acepte. ¡Mire si le he lavado platos!, y por lo menos fui atrevida, ¿eh?

—Todavía lo es.

Yo vacilaba; si me hubieran contado ese cuento, en la imaginación habría arrastrado del pelo y precipitado desde lo alto de la escalera a la imprudente que había violado nuestra vida privada. Pero estaba ahí, una chica morenita y huesuda, sin belleza y con tantas ganas de llegar. Por fin dije:

—Mi marido nunca concede una entrevista. No aceptará.

—Pregúntele, puesto que el trabajo ya está hecho —agregó rápidamente—; hablaré mañana por la mañana. Odio que me guarden rencor —emitió una risita confusa—. Yo nunca guardo rencor a nadie.

—¡A mí tampoco me resulta muy fácil!

—¡Es el colmo! —gritó Nadine, surgiendo en el corredor con Lambert—. ¡Le dejas publicar su artículo, le haces sonrisas a esta espía!

María Ángel había abierto la puerta de entrada y la cerró precipitadamente tras ella.

—Me prometió mostrarme su artículo.

—Esa espía —repitió Nadine con voz aguda—. Leyó mi diario ¡leyó las cartas de Diego!, leyó… —su voz se quebró. Nadine estaba sacudida por una terrible rabieta como las que tenía de chica—. ¡Y la recompensan!, ¡cuando habría que pegarle!

—Me dio lástima.

—¡Lástima! ¡Siempre te da lástima todo el mundo! ¿Con qué derecho? —me miraba con una especie de odio—. En el fondo es desprecio. Nunca hay una medida igualitaria entre la gente y tú.

—Cálmate, no es tan grave.

—Ah, ya sé, yo naturalmente estoy equivocada; a mí nunca me disculpas. ¡Tienes razón!, ¡yo no quiero tu piedad!

—¡Es una buena muchacha!, ¿sabes? —dijo Lambert—, un poco arrivista, pero buena.

—Y bueno, ve a felicitarla tú también. Corre.

Bruscamente Nadine corrió hacia su cuarto, cuya puerta golpeó con estruendo.

—Estoy desolado —dijo Lambert.

—No es culpa suya, verdaderamente.

—Los periodistas de hoy tienen costumbres de detectives policiales. Comprendo que Nadine esté enojada; yo, en su lugar, vería rojo.

No tenía necesidad de defenderla contra mí, pero partía de una buena intención.

—Yo también comprendo —dije.

—Bueno, me voy —dijo Lambert.

—Buen viaje —dije; agregué—: Debería venir más a menudo a ver a Nadine; siente una gran amistad por usted, ¿sabe?

Sonrió con aire incómodo:

—No lo parece.

—La decepcionó que usted tardara tanto en dar señales de vida; por eso no estuvo muy amable.

—Pero me dijo que esperara su llamada.

—De todas maneras le hubiera gustado que usted la llamara. Necesita estar muy segura de una amistad para entregarse a ella.

—No tiene ninguna razón para dudar de la mía —dijo Lambert; agregó bruscamente—: Quiero mucho a Nadine.

—Entonces arrégleselas para que ella se dé cuenta.

—Hago lo que puedo —vaciló y me tendió la mano—. En todo caso vendré en cuanto regrese —dijo.

Entré a mi cuarto sin atreverme a golpear a la puerta de Nadine. ¡Qué injusta era! Es verdad que a los otros me empeño en buscarles excusas y la indulgencia seca el corazón; si soy exigente con ella, es porque no es un caso sobre el cual me inclino; entre ella y yo hay una medida cierta, es ese ruido de roedor, ese ruido de inquietud en mi pecho.

Rezongó por principio cuando el insignificante artículo de la chica Bizet apareció; pero su humor mejoró cuando se abrieron los escritorios de Vigilance; frente a tareas precisas se mostró una excelente secretaria y eso la enorgulleció. El primer número de la revista fue un éxito. Roberto y Enrique estaban contentísimos, preparaban el siguiente con fervor. Roberto desbordaba de afecto por Enrique desde que lo había convencido que ligara la suerte de L’Espoir a la del S. R. L. y yo me alegraba porque, en verdad, era su único amigo. Julián, Lenoir, Les Pelletier, los Cange, pasábamos buenos ratos con ellos pero nada más. Entre los viejos compañeros socialistas algunos habían colaborado, otros se habían muerto en campos de concentración. Charlier está enfermo en Suiza, los que seguían fieles al partido criticaban a Roberto, que les pagaba con la misma moneda. A Lafaurie le había decepcionado que fundara el S. R. L. en vez de unirse al comunismo; por eso sus relaciones estaban enfriadas. Roberto ya casi no tenía contacto con hombres de su edad, pero prefería eso: consideraba que toda su generación era responsable de esa guerra que no había sabido impedir; estimaba haber conservado asimismo demasiados lazos con el pasado; quería trabajar con hombres jóvenes; la política, la acción tenían hoy un rostro y métodos nuevos a los cuales quería adaptarse. Estimaba que debía revisar hasta sus ideas: he ahí por qué repetía con tanta insistencia que todavía su obra estaba por hacer. En el ensayo que estaba escribiendo trataba de expresar la síntesis de sus viejos pensamientos y una visión nueva del mundo. Sus fines eran los mismos que antaño: más allá de sus objetivos inmediatos el S. R. L. se proponía mantener la esperanza de una revolución igual a sus intenciones humanistas; pero ahora Roberto estaba convencido de que no se cumpliría sin rudos sacrificios; el hombre de mañana no sería el que Jaurès definía con demasiado optimismo. Entonces, ¿qué sentido, qué posibilidades conservaban los viejos valores: la verdad, la libertad, la moral individual, la literatura, el pensamiento? Si se les quería salvar había que re inventarlos. Eso es lo que Roberto intentaba, eso lo apasionaba, y yo me decía con satisfacción que había recobrado un feliz equilibrio entre, la escritura y la acción. Evidentemente, estaba muy ocupado, pero le gustaba estarlo. Mi vida también estaba llena. Roberto, Nadine, mis clientes, mi libro: en mis días no cabía una nostalgia, un deseo. La muchacha de pelo blanco dormía ahora sin pesadillas; se había afiliado al partido comunista, había tomado amantes, demasiados amantes, bebía en forma inmoderada; no era una maravilla de equilibrio, pero, en fin, dormía. Y yo estaba contenta aquella tarde porque Fernandito había dibujado por fin una casa que tenía puertas y ventanas: por primera vez no tenía reja. Yo acababa de telefonearle a su madre cuando me subieron la correspondencia. Roberto y Nadine estaban en la revista, era día de recepción, yo me hallaba sola en el departamento. Abrí la carta de Romieux: tuve miedo como si bruscamente me hubieran proyectado a la estratosfera. Un congreso de psicoanálisis tendría lugar en Nueva York, en enero: me invitaban; podían organizarme conferencias en Nueva Inglaterra, en Chicago, en Canadá. Extendí la carta sobre la chimenea y la leí con escándalo. ¡Cómo me han gustado los viajes! Aparte de algunas personas nada me ha importado más en el mundo. Pero era una de esas cosas que yo suponía terminadas para siempre. Todavía si me hubieran propuesto un paseo por Bélgica o Italia, ¡pero Nueva York! Yo no podía apartar mi mirada de esa carta insensata. Nueva York había sido siempre para mí una ciudad de leyenda y desde hacía tiempo ya no creía en los milagros; no bastaba ese pedazo de papel para transformar el tiempo, el espacio y el sentido común. Metí la carta en mi cartera y salí a la calle a caminar. Se burlaban de mí arriba; alguien estaba haciéndome una broma y tenía necesidad de Roberto para conjurar esa mistificación. Subí con precipitación la escalera de la casa Mauvanes.

—¿Eres tú? —dijo Nadine con aire crítico.

—Ya lo ves.

—Papá está ocupado —dijo con aire importante.

Dominaba, desde una mesa, en medio de una gran oficina que servía de sala de espera. Había mucha gente esperando: jóvenes, viejos, hombres, mujeres, una verdadera muchedumbre. Antes de la guerra Roberto recibía gran cantidad de visitas, pero no tenían nada que ver con esta muchedumbre. Lo que debía agradarle es que había sobre todo gente joven. Sin duda muchos iban a verlo por curiosidad, por ocio, por arrivismo; pero muchos también admiraban los libros de Roberto y se interesaban en su acción. Menos mal, no hablaba en el desierto, sus contemporáneos todavía tenían ojos para leerlo, oídos para escucharlo.

Nadine se levantó.

—¡Las seis! ¡Cerramos! —gritó con voz ruda.

Acompañó hasta la puerta a los visitantes decepcionados y cerró con llave.

—¡Qué gentío! —dijo riendo—. Como para creer que esperaban que hubiera mesa gratis —abrió la puerta de comunicación—: Vía libre.

Desde el umbral Roberto me sonrió:

—¿Te tomaste un recreo?

—Sí, tuve ganas de dar una vuelta.

Nadine se volvió hacia su padre:

—Es divertido verte oficiar: pareces un sacerdote en el confesionario.

—Yo me veo más bien como un adivino que dice la buenaventura.

Bruscamente, como si hubiera apretado un botón, Nadine se echó a reír a carcajadas; sus ataques de risa eran raros, pero estridentes:

—Qué gracioso.

Nos mostraba con el dedo una valija de bordes gastados; sobre el cuero ajado habían pegado una etiqueta: «Mi vida», por Josefina Mièvre.

—¿Qué te parece el manuscrito? —dijo entre dos carcajadas—. Es su nombre verdadero. ¿Y no sabes lo que me dijo?. —En sus ojos húmedos de placer había una chispa de triunfo: reír era su revancha.— Me dijo: ¡Yo, señorita, soy un documento vivo! Sesenta años. Vive en Aurillac. Cuenta todo desde el principio.

De un puntapié levantó la tapa. Gruesas resmas de papel rosa cubierto de tinta verde, sin una tachadura. Roberto recogió una hoja, la recorrió, la volvió a tirar:

—Ni siquiera es ridículo.

—Quizá haya pasajes obscenos —dijo Nadine esperanzada. Se arrodilló ante la valija. ¡Tanto papel, tantas horas! Horas tibias bajo la lámpara, junto a la lumbre en el olor provinciano del comedor, horas tan llenas y tan vacías, tan deliciosamente justificadas, tan tontamente perdidas.

—¡No, no es gracioso! —Nadine se levantó con impaciencia; ya no había ningún rastro de alegría en su cara—. ¿Entonces, nos vamos?

—Cinco minutos —dijo Roberto.

—Date prisa, apesta a literatura aquí.

—¿Qué olor tiene la literatura?

—Un olor a viejo mal tenido.

No era un olor, pero durante tres horas el aire había estado saturado de temor, d esperanza, de despecho, y uno respiraba a través del silencio esa informe tristeza que sucede a las fiebres estériles. Nadine sacó de su cajón un tejido granate e hizo restallar las agujas con importancia. Generalmente era pródiga de su tiempo, pero en cuanto se le pedía un poco de paciencia, se apresuraba a demostrar que ninguno de sus instantes debía ser derrochado. Mi mirada se detuvo sobre su escritorio. Había algo provocativo en esa tapa negra donde resaltaban en gruesas letras rojas las palabras: Poemas Elegidos, René Douce. Abrí el cuaderno.

«Las praderas son venenosas pero lindas en otoño…».

Di vuelta una página:

«Tropecé, ¿sabe usted?, con increíbles Floridas…».

—¡Nadine!

—Un tipo que manda, firmados por él, trozos elegidos de Apollinaire Rimbaud, Baudelaire… No puede, sin embargo, suponer que vamos a equivocarnos.

—¡Ah!, ya sé de que se trata —dijo Nadine con indiferencia—. Ese pobre infeliz le dio veinte mil francos a Sézenac para que le vendiera poemas suyos; te imaginas que Sézenac no va a divertirse en proporcionarle obras inéditas…

—Pero cuando vuelva habrá que decirle la verdad —dije.

—No importa, Sézenac ya cobro; me asombraría que el cliente se atreviera a protestar; en primer lugar no tiene ningún recurso y además le dará vergüenza.

—¿Hace cosas así Sézenac? —dije con asombro.

—¿Cómo crees que se las arregla? —dijo Nadine. Arrojó su tejido en el cajón—. A veces sus rebusques son para morirse de risa.

—Pagar veinte mil francos para firmar poemas que uno no ha escrito, me da mucho que pensar —dijo Roberto.

—¿Por qué? Si uno desea ver su nombre impreso —dijo Nadine; agregó entre dientes para mí sola, pues ante su padre expurgaba su lenguaje—. Es lo mismo pagar que pelarse el c… trabajando. —Al llegar debajo de la escalera preguntó con aire desconfiado: —¿Vamos a tomar una copa en el boliche de enfrente como el jueves pasado?

—Sí —dijo Roberto.

La cara de Nadine resplandecía de mármol y dijo alegremente:

—¡Confiesa que te defiendo bien!

—Sí.

Miró a su padre con inquietud:

—¿No estás contento de mí?

—Yo estoy encantado; es por ti: esto no te conducirá a nada.

—Los oficios nunca conducen a nada —dijo Nadine con una súbita rigidez.

—Depende. El otro día me decías que Lambert te había sugerido que hicieras un reportaje; me parecería verdaderamente más interesante.

—Si fuera un hombre no digo que no —dijo Nadine—. Pero un reportaje femenino no tiene una posibilidad sobre diez de destacarse. —Detuvo de un gesto nuestras protestas—. Lo que yo llamo destacarse —dijo con altivez—. Las mujeres siempre vegetan.

Insinué:

—No siempre.

—¿Lo crees? —rio. Mírate a ti por ejemplo: te las arreglas, bueno, tienes clientes, pero, en fin, nunca serás Freud.

Había conservado la costumbre infantil de dirigirse a mí con malevolencia cuando su padre estaba presente. Dije:

—Entre ser Freud y no hacer nada hay muchos términos medios.

—Yo hago algo: soy secretaria.

—Si estás contenta así es lo principal —dijo Roberto apresuradamente.

Yo lamentaba que no hubiera sabido callarse; le había estropeado el placer de Nadine sin ningún provecho; yo le había enseñado a menudo la lección, pero él no se decidía a renunciar a las ambiciones que había alimentado respecto a Nadine. Ella dijo en tono agresivo:

—De todas maneras, tiene tan poca importancia hoy el destino de un individuo.

—Tu destino tiene mucha importancia para mí —dijo Roberto sonriendo.

—Pero no depende ni de ti ni de mí; por eso me hacen reír todos esos mequetrefes que quieren ser alguien —tosió y dijo sin mirarnos—: El día en que me sienta con valor para hacer algo difícil me lanzaré a la política.

—¿Qué esperas para trabajar en el S. R. L.?, —dijo Roberto.

Ella tomó de un trago su vaso de agua mineral:

—No estoy de acuerdo. Finalmente, ustedes están contra los comunistas.

Roberto se encogió de hombros:

—¿Crees que Lafaurie estaría tan cordial —si pensara que trabajo contra ellos?

Nadine inició una sonrisita:

—Parece que Lafaurie va a pedirte que no hagas tu mitin.

—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó Roberto.

—Lachaume, ayer; no están nada contentos; encuentran que el S. R. L. está equivocado.

Roberto se encogió de hombros:

—Puede ser que Lachaume y su banda de izquierdistas de mala muerte no estén contentos; pero hacen mal en creerse el Comité Central. He vuelto a ver a Lafaurie la semana pasada.

—Lachaume lo vio anteayer —dijo Nadine—. Te aseguro que es serio. Mantuvieron un gran consejo de guerra y decidieron que había que tomar medidas. Lafaurie va a ir a hablarte.

Roberto guardó un momento de silencio:

—¡Si eso es verdad, es como para no creer ya en nada!

—Es verdad —dijo Nadine—. Dicen que en vez de trabajar de acuerdo con ellos, tu S. R. L. predica una política contraria a la de ellos; que ese mitin es una declaración de hostilidad, que estás dividiendo la izquierda y van a verse obligados a desatar una campaña contra ti. —Había complacencia en la voz de Nadine; sin duda no medía el alcance, de lo que decía; cuando tenemos preocupaciones serias, se desespera, pero nuestras pequeñas contrariedades la divierten.

—¡Obligados! —dijo Roberto—. ¡Eso es admirable! ¡Y soy yo quien divide la izquierda! ¡Ah, no han cambiado! —agregó con rabia—: ¡Nunca cambiarán! Lo que hubieran querido es que el S. R. L. les obedeciera sin chistar; la primera señal de independencia la tachan de hostilidad.

—Por supuesto, —si no opinas como ellos te desautorizan —dijo Nadine con voz razonable—. Tú haces lo mismo.

—Se pueden tener opiniones diferentes y mantener la unidad de acción —dijo Roberto—. Ésa era la idea del Frente Nacional

—Te encuentran peligroso —dijo Nadine—, dicen que predicas la política del desastre, que quieres sabotear la reconstrucción.

—Escucha —dijo Roberto—, ocúpate, de política o no te ocupes, pero no hagas de loro. Si emplearas tu propio cerebro comprenderías que lo catastrófico es la política de ellos.

—No pueden obrar de otra manera —dijo Nadine—. Si trataran de tomar el poder los Estados Unidos intervendrían en seguida.

—Necesitan ganar tiempo, de acuerdo. Pero podrían hacerlo de otra manera —dijo Roberto. Se encogió de hombros—. Admito que su posición es difícil; están entre la espada y la pared. Desde que la S. F. I. O. ha muerto están obligados a representar todos los papeles a la vez, hacen de izquierda de la izquierda y de derecha de la izquierda, por turno. Pero por lo mismo deberían desear la existencia de otro partido de izquierda.

—Y bueno, no lo desean —dijo Nadine. Se levantó bruscamente; estaba satisfecha de haber producido su golpe de efecto y no quería dejarse arrastrar a una discusión que, evidentemente, no podría ganar—: Voy a pasear un poco.

Nos levantamos también y volvimos a pie a lo largo del Sena.

—Voy a llamar inmediatamente a Lafaurie —me dijo Roberto—. Cuando pienso que sería tan necesario marchar codo con codo, ¡y ellos lo saben! Pero nunca soportarán que exista una izquierda fuera de ellos. El P. S. no es más nada, pero ese Frente Nacional sí lo aceptan. Pero un movimiento joven que parece arrancar bien, ya es otra cosa…

Seguía hablando con rabia, y yo, mientras lo escuchaba, pensaba: «No quiero apartarme de él». Antes no me molestaba alejarme, nos queríamos como vivíamos, a través de la eternidad. Pero ahora sé que no tenemos sino una vida, ya seriamente gastada y que el porvenir amenaza. Roberto no es invulnerable. Y de pronto hasta me parecía frágil. Se había equivocado burdamente al contar con la benevolencia de los comunistas; y ante la hostilidad de éstos se planteaban serios problemas: «Aquí está la encrucijada», me dije. No podía ni renunciar a su programa ni mantenerlo contra los comunistas; no había solución intermedia. Quizá las cosas se arreglaran: a condición de que los comunistas se decidieran a tolerar el mitin. La suerte de Roberto no estaba en sus manos, sino en las de ellos; me horrorizaba pensarlo. Podía demoler con una palabra el hermoso equilibrio que Roberto se había construido. No, no era el momento de abandonarlo. Al entrar al escritorio, le dije con voz irónica:

—Mira lo que he recibido.

Le tendí a Roberto la carta de Romieux y su rostro cambió; descifré esa alegría que debió ser la mía:

—¡Pero es magnífico! ¿Por qué no me decías nada?

—No voy a irme tres meses —dije.

—¿Y por qué? —me miró con sorpresa—. Será un viaje sensacional.

Yo murmuré:

—Tengo mucho que hacer aquí.

—¿Qué te pasa? De aquí a enero tienes tiempo de poner todo en orden. Nadine es bastante grande para quedarse sin ti; y yo también —agregó sonriendo.

—Estados Unidos está lejos —dije.

—No te reconozco —dijo. Me examinó con aire crítico—. Te hará mucho bien moverte un poco.

—Vamos a ir a pasear en bicicleta este verano.

—Como viaje no iremos muy lejos —dijo Roberto; sonrió—. No me inquieto. Si vinieran a anunciarte que ese proyecto ha fracasado, estarías muy disgustada.

—Es posible.

Tenía razón; ya me aferraba a ese viaje; y justamente era una de las cosas que me inquietaban. Todos esos recuerdos, esos deseos que se despiertan, ¡qué molesto! ¿Por qué venían a turbar mi juiciosa vidita de muerta? Aquella noche Roberto con Enrique, se indignaban contra Lafaurie, ambos se alentaban para no aflojar: si el S. R. L. se convertía en una verdadera fuerza, los comunistas se verían obligados a contar con él y la unión renacería. Yo escuchaba y me interesaba en lo que decían; sin embargo, había en mi cabeza un bochinche de imágenes idiotas. Al día siguiente no había mejorado; sentada a mi mesa de trabajo me pasé una hora preguntándome: «¿Acepto? ¿No acepto?». Terminé por levantarme y descolgar el teléfono: inútil pretender trabajar. Le prometí a Paula pasar a verla uno de estos días, era la oportunidad de hacerlo. Por supuesto, estaba sola, y me dirigí a su casa a pie. Quiero mucho a Paula y al mismo tiempo me causa horror. A menudo, por la mañana, siento pesar sobre mí la sombra sofocante de todas las desdichas que se están despertando y lo primero en que pienso es en ella; abro los ojos, ella los abre y en seguida su corazón está en tinieblas. Me digo: «En su lugar, yo no podría soportar esa vida». Sé muy bien que ese lugar lo ocupa ella y le resulta ciertamente más tolerable que a mí. Paula es capaz de quedarse encerrada durante horas y semanas sin hacer nada, sin ver a nadie y no aburrirse; todavía consigue no confesarse que Enrique ya no la quiere; pero uno de estos días la verdad terminará por estallar y entonces ¿qué ocurrirá? ¿Qué se le puede aconsejar? ¿Qué cante? Pero no bastará para consolarla.

Me acercaba a su casa y sentí un frío en el corazón. Le sentaba vivir en ese barrio de mala suerte. No sé dónde se habían escondido durante la ocupación, pero esta primavera habían resucitado sus harapos, sus eczemas, sus llagas; había tres sentados contra las rejas de la plaza junto a una placa de mármol donde moría un ramo de flores marchitas; la cara roja de vino y de ira, un hombre y una mujer se peleaban por una bolsa de hule negro; farfullaban con violencia insultos, pero sus manos crispadas sobre la bolsa apenas se movían; el tercero los miraba riendo. Me interné en una callejuela; puertas de madera despintadas cerraban los depósitos donde los ropavejeros venían por la mañana a dejar sus papeles y su chatarra; otras puertas, con vidrios, se abrían sobre salas de espera donde había mujeres sentadas con perros sobre las faldas; yo había leído en los prospectos que en esos dispensarios cuidaban y mataban sin dolor «a los pájaros y a los animalitos». Me detuve ante un cartel: Cuarto amueblado y llamé. Siempre había un enorme tacho de basura al pie de la escalera y en cuanto uno subía los primeros peldaños un perro negro se ponía a ladrar ferozmente. Paula, que tenía una marcada tendencia por lo teatral, obtenía un fácil deslumbramiento cuando abría al nuevo visitante la puerta de su estudio; yo misma cada vez me sentía asombrada por ese brusco esplendor; por sus vestimentas también; prefería sus sueños a la moda y siempre parecía un poco disfrazada. Cuando me abrió, llevaba puesto un amplio vestido de interior en tafetas lila tornasolado y sandalias muy abiertas, con tacones muy altos, cuyas correas se enrollaban alrededor de sus piernas; su colección de zapatos hubiera hecho palidecer a un fetichista.

—Ven a calentarte —dijo arrastrándome hacia un gran fuego de leños.

—No hace frío.

Echó una mirada por la ventana con burletes: —Eso dicen—. Se sentó y se inclinó hacia mí con solicitud. —¿Cómo estás?

—Bien, pero estoy loca de trabajo. Ya la gente no tiene su ración cotidiana de horror; entonces empiezan a torturarme.

—¿Y tu libro?

—Adelanta.

Yo contestaba como ella interrogaba, por cortesía; sabía muy bien que mis trabajos nunca le habían importado.

—¿Te interesa verdaderamente? —preguntó.

—Me apasiona.

—Tienes suerte —dijo Paula.

—¿De hacer un trabajo que me interesa?

—De tener tu destino entre tus propias manos.

No era la impresión que yo me hacía a mí misma, pero no se trataba de mí; dije con calor:

—¿Sabes lo que pienso desde que te oí la noche de Navidad? Que deberías hacer algo con tu voz. Es muy lindo que te dediques a Enrique, pero, en fin, tú también cuentas…

—Mira, justamente tuve grandes discusiones con Enrique a causa de eso —dijo con indiferencia; meneó la cabeza—. No, no cantaré en público.

—¿Por qué? Estoy segura de que tendrías éxito.

—¿Qué me aportaría? —dijo. Sonrió—. Mi nombre en los carteles, mi fotografía en los diarios, verdaderamente no me interesa. Pude haber tenido eso desde hace tiempo y no lo quise. Me has comprendido mal —agregó—; no deseo ninguna gloria personal; un gran amor me parece una cosa mucho más importante que una carrera; lo único que lamento es que su triunfo no dependa únicamente de mí.

—Pero nada te obliga a elegir —dije—. Puedes continuar queriendo a Enrique y cantar.

Me miró gravemente:

—Un gran amor no deja nada de una mujer disponible. Sé que comprensión hay entre Roberto y tú —agregó—, pero no es lo que yo llamo un gran amor.

Yo no quería discutir su vocabulario ni mi vida:

—Pero todos esos días que pasas aquí, sola, te dejan tiempo para trabajar.

—No es cuestión de tiempo —me sonrió con aire de reproche—: ¿Por qué crees que renuncié al canto hace diez años? Porque comprendí que Enrique me exigía entera.

—Dices que él mismo te ha aconsejado que vuelvas a trabajar.

—¡Pero si le tomara la palabra estaría consternado! —dijo alegremente—. No soportaría que uno solo de mis pensamientos no le pertenezca.

—¡Qué egoísmo!

—No es egoísta amar —acarició tiernamente su falda suave—. Oh, no me pide nada; nunca me ha pedido nada. Pero sé que mi sacrificio es necesario no solamente para su felicidad, sino para su obra, su realización y ahora más que nunca.

—¿Por qué su realización te parece tan importante y la tuya no?

—¡Oh, me importa un comino que sea célebre o no! —dijo con vehemencia—. Lo que está en juego es otra cosa.

—¿Qué es?

Paula se levantó bruscamente:

—Preparé vino caliente, ¿quieres?

—Con mucho gusto.

—Yo la oía ajetrearse en la cocina y me preguntaba con malestar: «¿Qué piensa en el fondo?». Afirmaba que despreciaba la gloria; sin embargo, en el momento en que el nombre de Enrique había comenzado a inflarse, en que habían festejado en él al héroe de la resistencia y a la esperanza de la joven literatura, Paula se había reintegrado en su piel de enamorada. Recordé qué triste y desesperanzada estaba un año antes. ¿Cómo sentiría ese amor? ¿Por qué se negaba a evadirse por el trabajo? ¿Cómo veía al mundo a su alrededor? Yo estaba encerrada con ella entre esas paredes rojas, mirábamos el fuego, cambiábamos palabras; pero yo no sabía lo que ocurría en su cabeza. Me levanté, me dirigí hacia la ventana y alcé la cortina. La noche caía, un hombre andrajoso paseaba llevando de una correa a un lujoso perro danés. Bajo la inscripción misteriosa: «Especialidad de pájaros raros y sajones», un mono encadenado al barrote de una ventana parecía también interrogar con perplejidad el crepúsculo. Dejé caer la cortina. ¿Qué había esperado? ¿Ver un instante con los ojos de Paula ese paisaje familiar? ¿Apresar en ese paisaje el color de sus días? No. Nunca el monito vería con ojos de hombre. Nunca me deslizaría en otro pellejo.

Paula volvió de la cocina trayendo con solemnidad una bandeja de plata sobre la cual había dos tazones humeantes,

—Te gusta muy azucarado, ¿verdad?

Respiré la lava roja de perfume ardiente:

—Parece delicioso.

Ella tomó algunos tragos con recogimiento, como si estuviera interrogando un filtro poseedor de la verdad.

—¡Pobre Enrique! —murmuró.

—¿Pobre? ¿Por qué?

—Atraviesa una crisis difícil; y temo que antes de salir de ella tenga que sufrir mucho.

—¿Qué crisis? Parece estar en su plenitud y sus últimos artículos están entre los mejores que haya escrito jamás.

—¡Artículos! —me miró con una especie de rabia—. Antes despreciaba el periodismo, veía en él sólo una manera de ganarse el pan, se mantenía apartado de la política, quería ser un hombre solo.

—Pero las circunstancias han cambiado, Paula.

—¿Qué importan las circunstancias? —dijo con pasión—. Él no tiene por qué cambiar. Durante la guerra arriesgaba su vida, eso era grande; pero hoy la grandeza sería apartarse del mundo.

—¿Y por qué? —dije.

Se encogió de hombros sin contestar y agregué un poco exasperada:

—Sin duda te habrá explicado por qué se ocupa de política; yo lo apruebo completamente. ¿No crees que deberías confiar en él?

—Está comprometiéndose en caminos que no son los suyos —dijo en tono categórico—. Lo sé; hasta puedo darte la prueba.

—Me asombraría —dije.

—La prueba —dijo con énfasis— es que se ha vuelto incapaz de escribir.

—Quizá en este momento no escriba —dije—. Eso no significa que no vaya a escribir más.

—No pretendo ser infalible —dijo Paula—, pero Enrique, date cuenta, ha sido hecho por mí; lo he creado como él crea los personajes de sus libros, y lo conozco como él los conoce. Está traicionando su misión; yo debo hacerlo volver a ella. He aquí por qué no puedo pensar en ocuparme de mí misma.

—¿Sabes?, no tenemos más misión que la que nos imponemos.

—Enrique no es un escritor como los demás.

—Todos son distintos.

Ella meneó la cabeza:

—Si fuera sólo un escritor no me interesaría: ¡hay tantos! Cuando lo tomé, a los veinticinco años, sólo pensaba en la literatura; pero en seguida supe que podía llevarlo mucho más alto. Le enseñé que su vida y su obra debían ser un solo triunfo: un triunfo tan puro, tan absoluto que sirviera de ejemplo al mundo.

Pensé con inquietud que si le hablaba a Enrique en ese tono debía estar seriamente exasperado.

—¿Quieres decir que un hombre debe cuidar su vida tanto como sus libros? —dije—. Pero eso no le impide cambiar.

—A condición que cambie de acuerdo consigo mismo. Yo he evolucionado mucho, pero he seguido mi propio camino.

—No tenemos caminos trazados por anticipado —dije—. El mundo ya no es el mismo, nadie puede hacer nada; hay que tratar de adaptarse —le sonreí—. Yo también durante algunas semanas tuve la ilusión de recobrar la preguerra; pero era una tontería.

Paula contemplaba el fuego con aire terco.

—El tiempo no es la verdad —dijo. Se volvió bruscamente hacia mí—. Piensa en Rimbaud, ¿qué ves?

—¿Qué veo?

—Sí. ¿Qué imagen de él?

—Su foto de muchacho.

—¡Ves! Hay un Rimbaud, un Baudelaire, un Stendhal; han sido más viejos, más jóvenes, pero toda su vida cabe en una sola imagen. Hay un solo Enrique, y yo seré siempre yo, el tiempo no puede nada, la traición no viene de él sino de nosotros.

—Ah, lo embarullas todo —dije—. Cuando tengas setenta años seguirás siendo tú, pero tendrás otras relaciones con la gente, con las cosas —agregué—: Con tu espejo.

—Nunca me he mirado mucho en los espejos —me consideró con un poco de desconfianza—. ¿Qué quieres probar?

Guardé un instante de silencio; negar el tiempo, sin duda a todos nos tienta; a mí también. Envidiaba vagamente a Paula su terca certidumbre.

—Lo único que te digo es que vivimos sobre la tierra y debemos resignarnos. Deberías dejar que Enrique hiciera lo que quisiera y ocuparte un poco de ti.

—Hablas como si Enrique y yo fuéramos dos seres distintos —dijo con aire soñador—. Quizá sea esto un tipo de experiencia incomunicable.

Yo había perdido toda esperanza de convencerla, ¿de qué, por otra parte? Ya ni lo sabía. Sin embargo, le dije:

—Son distintos, la prueba es que lo criticas.

—Hay una parte superficial de él contra la cual yo lucho y que nos separa, es verdad —dijo ella—. Pero fundamentalmente somos un solo ser. Antaño lo he sentido a menudo, hasta recuerdo con nitidez mi primera iluminación: me quedé casi asustada; es extraño, ¿sabes?, eso de perderse absolutamente en otro. ¡Pero qué recompensa cuando uno encuentra al otro en sí mismo! —Clavaba en el cielo raso una mirada inspirada—: Puedes estar segura de una cosa: mi hora volverá. Enrique me será devuelto tal como es en su verdad, tal como lo habré devuelto a sí mismo.

Había en su voz una violencia casi desesperada y renuncié a seguir discutiendo; dije con animación:

—No impide que te haría bien salir a ver gente, moverte un poco. ¿No quieres acompañarme a casa de Claudia el jueves próximo?

La mirada de Paula se dignó volver a la tierra; parecía que había alcanzado un orgasmo interior y que se encontraba liberada, liviana; me sonrió.

—No, no quiero —dijo—. Vino a verme la semana pasada, estoy harta de Claudia por varios meses. ¿Sabes que instaló a Scriassine en su casa? Me pregunto. Cómo él aceptó eso…

—Supongo que estaría sin un centavo.

—¡Vaya un harén! —dijo Paula.

Lanzó una carcajada que la rejuvenecía diez años; antes era siempre así conmigo. En presencia de Enrique se endurecía y hoy yo tenía la impresión de que sentía sin descanso su mirada pesar sobre ella. Quizá habría recobrado su alegría si hubiera tenido el valor de vivir por su cuenta. «No supe hablarle, fui torpe», me dije con reproche al irme. Esa existencia que llevaba no era normal y a ratos divagaba en serio. Pero yo no me sentía capaz en ese momento de reprenderla seriamente. Una existencia normal: ¿hay algo menos razonable? Es una locura la cantidad de cosas en las cuales una está obligada a pensar para ir sin descarrilarse de un extremo al otro del día, es una locura la cantidad de recuerdos que hay que rechazar, de verdades que hay que eludir. «Por, eso tengo miedo de irme —me dije—. Evito las trampas sin demasiada dificultad, las tengo ubicadas, hay campanillas de alarma que me señalan los peligros. Pero sola, bajo un cielo desconocido, ¿qué puede ocurrirme? ¿Qué evidencias van a cegarme de pronto? ¿Qué abismos van a abrirse? Los abismos se cicatrizarán, las evidencias se apagarán, es seguro; he visto otras peores. Somos como esos gusanos que cortamos vanamente en dos o esas langostas cuyas pinzas vuelven a crecer. Pero el momento de la falsa agonía, el momento en que uno prefiere morir que volver a remendarse una vez más, de sólo pensarlo me falta valor. Trato de razonar: ¿por qué tiene que ocurrirme algo?, ¿y por qué no va a ocurrirme nada? No hay ninguna ventaja en apartarse de los caminos trillados. Aquí me ahogo un poco, es verdad; pero uno también se acostumbra a ahogarse, y dígase lo que se diga una costumbre nunca es mala»..

—¿Qué tienes? —me preguntó Nadine con aire de sospecha pocos días después. Estaba en mi cuarto, acostada sobre mi diván, envuelta en mi batón; así solía encontrarla cuando llegaba a casa; sólo la ropa, los muebles, las vidas ajenas tenían valor a sus ojos.

—¿Qué quieres que tenga? —le dije.

Yo no le había hablado de la carta de Romieux; pero aunque me conocía muy mal advertía todos mis cambios de humor.

—Andas como una sonámbula —me dijo.

Es verdad que, generalmente, yo la interrogaba con animación sobre sus días y que esta noche me había sacado el abrigo y me había peinado en silencio.

—Pasé la tarde en Sainte-Anne, supongo que estoy un poco embrutecida —dije—. ¿Y tú? ¿Qué has hecho?

—¿Te interesa? —preguntó con rencor.

—Por supuesto.

El rostro de Nadine se iluminó; renunciaba a ocultar por más tiempo su placer:

—¡Acabo de encontrar al hombre de mi vida! —dijo con voz provocativa.

—¿El verdadero? —pregunté sonriendo.

—Sí, el verdadero —dijo seriamente—; es un amigo de Lachaume, un tipo formidable; no un escritorzuelo como los demás; un militante, un verdadero; se llama Joly.

Poco antes se había peleado con Enrique: sus reacciones eran tan previsibles que me asombraba que ella misma se dejara engañar.

—¿Entonces esta vez te afilias al partido? —dije.

—Estaba escandalizado de que ya no lo hubiera hecho. Ah, éste no anda con vueltas. Va derecho al grano. Es todo un hombre.

—Hace tiempo que pienso que deberías buscar tu propia experiencia.

—Por supuesto, para ti es una experiencia —dijo con voz agria—. Hoy entro al partido, mañana salgo; cosas de juventud, ¿no es eso?

—Pero no, no he dicho eso.

—Sé lo que piensas. La fuerza de Joly, ¿comprendes?, es porque cree en verdades; no se divierte con experiencias: obra.

Durante varios días soporté sin inmutarme los elogios agresivos con que colmaba a Joly; había abierto El Capital sobre su escritorio, junto a su manual de química y su mirada erraba melancólicamente de un volumen al otro, Se había puesto a examinar todos mis gestos a la luz del materialismo histórico; había muchos mendigos en las calles a principios de esa fría primavera y si yo les daba un poco de dinero ella protestaba:

—¡Si crees que dándole una limosna a ese pobre desecho humano cambiarás la faz del mundo!

—No pido tanto; le doy un placer, ya es bastante.

—Y tranquilizas tu conciencia; todo el mundo sale ganando.

Siempre me atribuía cálculos tenebrosos.

—¿Crees que porque te niegas a ir a reuniones y eres grosera con la gente escapas a tu clase? Eres una burguesa vulgar, eso es todo.

La verdad es que no me divertía ir a casa de Claudia; durante la guerra me había enviado de su castillo burguiñón montones de encomiendas y ahora me convocaba imperiosamente a sus jueves; alguna vez iba a tener que ir; pero fue de mala gana como tomé mi bicicleta una nevada tarde de mayo. El invierno había resucitado caprichosamente en medio de la primavera; un cielo silencioso y blanco se desparramaba sobre la tierra en gruesos copos, tibios a la mirada, fríos a la piel. Me hubiera gustado enderezar hacia adelante, muy lejos, sobre una de esas rutas de algodón. Las tareas mundanas me parecían todavía más temibles que antaño. Por más que Roberto se enterrara, huyera de los periodistas, de las decoraciones, de las academias, de los salones, de los estrenos, estaban haciendo de él un monumento público: yo, a mi vez, me volvía pública. Subí lentamente la pomposa escalera. Detesto ese instante en que los rostros se vuelven hacia mí y de una rápida mirada me identifican y me juzgan. Entonces tomo conciencia de mí misma y siempre tengo mala conciencia.

—¡Qué milagro verla! —dijo Laura Marva—. ¡Usted está tan ocupada! Ya uno ni siquiera sé atreve a invitarla.

Habíamos declinado por lo menos tres de sus invitaciones; entre la gente que yo reconocía en esa muchedumbre, había pocos con los cuales no me sintiera más o menos culpable. Nos creían altaneros, misántropos, presumidos. Supongo que la idea de que sencillamente el mundo no nos divertía ni siquiera rozaba a ninguno de los que venían ávidamente a aburrirse aquí. El aburrimiento es un azote que me ha aterrorizado desde la infancia; sobre todo para escapar de él he deseado crecer y edifiqué toda mi vida alrededor de ese rechazo; pero quizá todos los que me estaban dando apretones de mano se hallaban tan habituados que ni siquiera lo discernían; quizá ignoraban que el aire pudiera tener otro sabor.

—¿Roberto Dubreuilh no pudo acompañarla? —dijo Claudia—. ¡Dígale de mi parte que su artículo de Vigilance es admirable! Lo sé de memoria, me lo recito en la mesa, en el baño, en la cama: me acuesto con él; es mi amante del momento.

—Se lo diré.

Ella me miraba intensamente y yo me sentía incómoda; naturalmente no me gusta oír hablar mal de Roberto, pero cuando lo cubren de elogios me da vergüenza; siento sobre mis labios una sonrisa idiota, el silencio parece una pose y cada palabra una incontinencia.

—La publicación de esa revista es un acontecimiento considerable —dijo el pintor Perlène, que era en realidad el amante de turno de Claudia.

Guite Ventadour se había acercado; había escrito novelas hábiles y se sentía la personalidad más destacada de ese salón: su vestimenta, sus modales, indicaban que tenía conciencia de no ser ya joven, pero que recordaba un poco demasiado haber sido hermosa; hablaba con una voz ligeramente inspirada.

—Lo extraordinario en Dubreuilh —dijo— es que con una preocupación tan profunda por el arte puro sepa interesarse tan apasionadamente en el mundo de hoy. Amar a la vez las palabras y los hombres es muy raro.

—¿Usted no lleva un diario de su vida? —me preguntó Claudia—. ¡Qué documento podría ofrecerle al mundo!

—No tengo tiempo —le dije—. Y además no creo que le gustara.

—Lo sorprendente —dijo Huguette Volange—, es que, viviendo junto a un hombre con una personalidad tan aplastante, usted conserve un oficio propio. Yo, sencillamente, no podría; mi querido esposo devora todo mi tiempo; por otra parte, eso me parece lo normal.

Aparté rápidamente todas las contestaciones que acudían a mis labios y dije lo más tontamente posible:

—Es una cuestión de organización.

—Pues yo estoy muy bien organizada —dijo ella con tono ofendido— no, es más bien una cuestión de ambiente moral…

Me traspasaban con sus miradas, exigían cuentas; siempre es así: me rodean, me interrogan con aire astuto como si ya fuera viuda; pero Roberto está vivo y no los ayudaré a embalsamarlo. Coleccionan sus autógrafos, se disputan sus manuscritos, ponen sus obras completas decoradas con dedicatorias en estantes de madera; yo apenas tengo dos o tres de sus libros: sin duda no reclamé a propósito los que me pidieron prestados; a propósito no clasifiqué sus cartas y supongo que he perdido la mayoría: estaban destinadas sólo a mí, no son un depósito que deba transmitir un día; no soy la heredera de Roberto ni su testigo: soy su mujer.

Quizá. Guite adivinó mi malestar; con una seguridad de soberana, que se sabe en su casa en todas partes, puso sobre mi muñeca su manita acariciadora:

—¡Pero no le han ofrecido nada! Venga a la mesa. —Mientras me llevaba me sonrió con aire cómplice—. Me gustaría que un día conversáramos largamente las dos: es tan raro encontrar una mujer inteligente. —Parecía que acababa de descubrir la única persona de la asamblea capaz de comprenderla. Engranó—: ¿Sabe lo que sería agradable? Que un día viniera a comer con Dubreuilh en toda intimidad.

Uno de los momentos más penosos es cuando con aire negligente o superior reclaman una entrevista. En el momento en que contesto las palabras rituales: «Roberto está tan ocupado en este momento», siento la acusación de una mirada severa; y termino por confesarme culpable; soy su mujer, sí, ¿pero con qué derecho?, y además no es una razón para acapararlo: un monumento público pertenece a todos.

—Ah, sé muy bien lo que es la exigencia de la obra —dijo Guite—. ¡Yo tampoco salgo nunca, es por casualidad que me ve aquí! —Su risa insinuaba que yo estaba equivocada, pues en verdad ella no estaba presente—. Pero esto sería diferente; una comidita muy reducida, a la cual sólo invitaría hombres —agregó confidencialmente—. No me gusta la compañía de las mujeres; me siento perdida. ¿Usted no?

—No. Yo me entiendo muy bien con las mujeres.

Me miró con un aire de reprobación consternado:

—Es curioso, muy curioso. Debo ser anormal…

Proclamaba en sus libros la inferioridad de su sexo; creía evadirse de él por la virilidad de su talento; también sobrepasaba a los hombres, puesto que, dotada con las mismas cualidades que ellos, tenía además el mérito singular y encantador de ser una mujer. Esa astucia me fastidiaba. Dije en tono profesional:

—Usted no es nada anormal. Casi todas las mujeres prefieren a los hombres.

Su mirada se congeló por completo y sin afectación, pero deliberadamente se volvió hacia Huguette Volange. ¡Pobre Guite! Estaba desgarrada entre el deseo de eludir todo reproche de narcisismo y el de hacer justicia a sus méritos; entonces trataba de dictar a los demás lo que deseaba que se dijera de ella, pero ¿si no lo decían? ¿Había que aceptar ser incomprendida? Era una alternativa dolorosa. Claudia advirtió que yo estaba sola, y como buena dueña de casa quiso enlazarme con alguien.

—Ana, ¿conoce a Lucía Belhomme? Antes conoció mucho a su amiga Paula —agregó precipitándose hacia un recién llegado.

—Ah, ¿usted conoce a Paula? —le dije a la larga mujer morena vestida de otomán negro y de diamantes que me sonreía con lejanía.

—Sí, la he conocido mucho —dijo con voz divertida—. La vestí gratis como publicidad cuando lancé la casa Amaryllis y ella debutaba en Valcourt; era preciosa pero llevaba mal la ropa —Lucía Belhomme me lanzó una de sus sonrisas heladas—. Hay que confesar que no tenía un gusto muy seguro y no aceptaba consejos; ese pobre Valcourt y yo sufrimos horrores.

—Paula tiene un estilo propio —dije.

—No lo había encontrado en ese tiempo; se admiraba demasiado para conocerse; eso también la perjudicaba en su oficio; tenía una voz muy bonita, pero no sabía manejarla; no sabía en absoluto sacar partido de sí misma; nunca pudo llegar.

—No la he oído nunca, pero me dijeron que tenía éxito; tuvo un contrato en Río.

Lucía Belhomme se echó a reír:

—Tuvo un breve éxito sorpresivo por su belleza; pero en seguida se vino abajo; el canto es como el resto; requiere trabajo y el trabajo no era su fuerte. El Brasil: recuerdo esa historia; yo iba a hacerle sus vestidos; pero no era su canto lo que interesaba a los muchachos, lo comprendió muy bien. Era menos loca de lo que hacía creer. Fingía tomarse por la Malibrán; pero en el fondo lo único que deseaba era encontrar alguien serio que se ocupara de ella; y no tardó en dejar caer todo lo demás. Tuvo razón; nunca hubiera hecho una carrera. ¿Qué es de su vida ahora? —preguntó Lucía con una voz repentinamente benévola—. Me dijeron que su gran hombre la estaba plantando, ¿es verdad?

—En absoluto, se adoran —dije con autoridad.

—¡Ah, mejor así! —dijo ella con una voz perfectamente incrédula—. Lo había esperado bastante la pobre chica.

Yo estaba desconcertada; Lucía Belhomme odiaba a Paula, yo no podía aceptar esa imagen que me ofrecía de ella: una mujerzuela arrogante y perezosa que mientras canturreaba buscaba un protector. Pero advertí que Paula nunca me había hablado de sus primeros años en París, ni de su juventud, ni de su infancia. ¿Por qué?

—¿Puedo saludarla? ¿Ya no me aborrece?

María Ángel me sonreía con un aire falsamente confuso.

—Lo merecería —dije, sonriéndole también—. ¡Me engañó malamente!

—No tenía otro remedio —dijo ella.

—Tranquilícese: ¿no tiene seis hermanos?

—Es verdad que soy la mayor —dijo con voz sincera—, pero tengo un solo hermano y está en Marruecos —su mirada me interrogó ávidamente—. ¿Qué le contaba la Ventadour?

—Nada.

—Puede decírmelo —dijo María Ángel—. A mí se me puede decir todo. Entra por aquí —señalaba sus orejas— y sale por aquí —mostraba su boca.

—Es lo que temo. Dígame más bien qué sabe sobre esa arpía —dije señalando a Lucía.

—¡Oh, es una mujer formidable! —dijo María Ángel.

—¿En qué?

—A su edad, tiene todavía todos los hombres que quiere y se las arregla para mezclar a los útiles con los agradables. En este momento hay tres que quieren casarse con ella.

—¿Y cada uno cree ser el único?

—No. Cada uno cree ser el único en saber que hay otros dos.

—Sin embargo, no es una Venus.

—Parece que era mucho peor a los veinte años; pero se las arregló para ser irreconocible. Hay muchas mujeres feas que llegan por las piernas —dijo María Ángel con aire docto—, pero tienen que pasar malos ratos. Lulú debía tener cuarenta años cuando lanzó la casa Amaryllis con los capitales del viejo Brotteaux. Empezaba a darle mucho cuando estalló la guerra. Ahora le está yendo muy bien, pero las pasó negras —dijo María Ángel con tono compasivo. Agregó—: Por eso es tan mala.

—Ya veo —miré a María Ángel—. ¿Qué viene a buscar aquí? ¿Chismes escandalosos?

—Estoy aquí por placer. Adoro ir a cocktails. ¿Usted no?

—No veo que tienen de divertido: explíqueme.

—Y bueno, uno ve a montones de gente que no tiene ganas de ver.

—Muy claro.

—Y además hay que hacerse ver.

—¿Por qué?

—Si uno quiere ser vista.

—¿Y usted quiere ser vista?

—¡Sí! Lo que más me gusta es hacerme fotografiar —se mordisqueó los dedos—. ¿No es normal? ¿Cree que debería hacerme psicoanalizar?

—¡Por supuesto! Tiene un corso a contramano.

—¿Qué? ¿Complejos?

—Algo así.

—¿Pero qué me quedará si me los quitan? —dijo quejumbrosa.

—Venga por aquí —dijo Claudia—. Ahora que los pesados se han ido, vamos a divertirnos un poco.

Siempre había un momento en que Claudia declaraba que los pesados se habían ido; aunque el orden de las partidas variara de una vez a la otra. Dije:

—Estoy desolada, pero tengo que irme con ellos.

—¿Cómo? Se queda a cenar —dijo Claudia—. Vamos a comer en mesitas chicas, será agradabilísimo. Y va venir gente a la que quiero presentarla. —Me llevó aparte.— He decidido ocuparme de usted —dijo alegremente—. Es ridículo vivir como una salvaje; nadie la conoce: quiero decir en los medios donde se puede sacar dinero. Déjeme lanzarla; la llevo a las casas de costura, la exhibo y en un año tiene la clientela más elegante de París.

—Ya tengo demasiados clientes.

—La mitad no paga y la otra paga mal.

—No es cuestión de eso.

—Sí, es cuestión de eso. Con un cliente que paga como diez, usted trabaja diez veces menos; tiene tiempo para salir y para vestirse.

—Ya hablaremos de esto.

Me extrañaba que me comprendiera tan mal, pero yo no la comprendía mucho mejor a ella. Creía que el trabajo no era para nosotros sino un medio de llegar al éxito y a la fortuna; y yo estaba convencida de que todos esos snobs hubieran cambiado gustosos su situación social por talentos y éxitos intelectuales. En mi infancia una maestra me parecía un personaje mucho más importante que una duquesa o un millonario, y esa jerarquía no se había modificado. Mientras Claudia imaginaba que para un Einstein la suprema recompensa habría sido ser recibido en su salón. No podíamos entendernos.

—Siéntese ahí: vamos a jugar al juego de la verdad —dijo Claudia.

Aborrezco ese juego; siempre digo mentiras y me resulta penoso ver a mis contrincantes, ávidos de exhibir sin perjudicarse el misterio que los habita, interrogarse con escrúpulo y astucia.

—¿Cuál es su flor preferida? —le preguntó Huguette a Guite.

—El iris negro —contestó en medio de un silencio religioso.

Todas tenían una flor preferida, una estación favorita, un libro de cabecera, un modista fijo.

Huguette miró a Claudia:

—¿Cuántos amantes ha tenido?

—Ya no sé muy bien: veinticinco o veintiséis. Espere; voy a ver la lista en el cuarto de baño. —Volvió gritando con una voz triunfante—: ¡Veintisiete!

—¿Qué está pensando exactamente en este momento? —me dijo Huguette.

Para mí también la verdad fue de pronto irresistible.

—Que quisiera estar en cualquier otra parte. —Me levanté. —Seriamente, tengo un trabajo urgente —le dije a Claudia—. No, por favor, no se moleste.

Salí del salón, y María Ángel, que se había quedado tirada en un sofá, salió detrás de mí.

—¿Es mentira, no es cierto, que tiene un trabajo urgente?

—Siempre tengo trabajo.

—La invito a comer —dijo deslizándome una mirada suplicante y prometedora que aplacó en seguida.

—No, de veras, no tengo tiempo.

—Entonces otra vez. ¿No podríamos vernos de tanto en tanto?

—¡Estoy tan ocupada!

Me tendió la punta de los dedos con aire descontento; subí a mi bicicleta y seguí adelante. Más bien me hubiera divertido comer con ella, pero sabía demasiado lo que pasaría: temía a los hombres, jugaba a la chiquita, no hubiera tardado en ofrecerme su corazón y su frágil cuerpecito; me escabullía, no porque la situación me asustara sino porque la preveía con demasiada facilidad para divertirme. Tenía mucho de verdad el reproche que me había hecho un día Nadine: «Nunca participas de las cosas». Yo miraba a la gente con ojos de médico y por eso me resultaban difíciles las relaciones humanas. Difícilmente soy capaz de ira y de rencor; y los buenos sentimientos que despierto no me conmueven: es mi oficio suscitarlos. Debo soportar con indiferencia las consecuencias de las transferencias que opero y liquidarlas en el momento oportuno; hasta en mi vida privada conservo esa actitud. Diagnostico con facilidad las perturbaciones infantiles del paciente, me veo tal como aparezco en sus fantasmas: madre, abuela, hermana, hija, ídolo. No me gustan mucho las brujerías que hacen sobre mí imagen, pero tengo que resignarme. Y supongo, que si alguna vez un individuo normal tuviera el capricho de interesarse por mí me preguntaría en seguida: ¿Qué ve en mí? ¿Qué deseos frustrados trata de saciar?, y sería incapaz del menor impulso.

Había salido de París; iba ahora a lo largo del Sena sobre una calzada angosta bordeada a la izquierda de un parapeto y a la derecha de unas casitas torcidas mal iluminadas de tanto en tanto por un viejo farol; la calzada estaba embarrada pero en la acera había nieve blanca. Sonreí al cielo oscuro. Esa hora me la había ganado huyendo del salón de Claudia y no se la debía a nadie: sin duda por eso había en el aire frío tanta alegría. Recordaba: a menudo, antaño, mi respiración me embriagaba, la alegría caía sobre mí, y entonces me decía que si tales momentos no hubieran existido, no hubiera valido la pena vivir. ¿No renacerían? Me ofrecían que atravesara el océano, descubriera un continente; y lo único que encontraba para contestar era: «tengo miedo». ¿De qué tenía miedo? Antes no era pusilánime. En los bosques de Paiolive o de Gresille instalaba mi mochila bajo mi cabeza, me envolvía en una manta y me tendía sola bajo las estrellas tan tranquilamente como en mi cama. Me parecía natural escalar sin guía, a la aventura, altas montañas con ventisqueros resbaladizos; despreciaba todos los consejos de prudencia; me sentaba sola en los cafetines del Havre o de Marsella, me paseaba sola a través de las aldeas kabyles… Di media vuelta bruscamente. Inútil pretender ir hasta el fin del mundo: si quería recobrar mi vieja libertad más me valía volver a casa y esta misma noche contestarle a Romieux: sí.

Pero no contesté y varios días después seguía todavía pidiendo consejos ansiosamente, como si se tratara de una expedición a las entrañas de la tierra.

—¿En mi lugar aceptaría?

—Por supuesto —dijo Enrique con asombro.

Era durante esa noche en que grandes luminosas cortaban el cielo de París; había traído champaña, discos; yo había preparado la comida y había puesto flores en todas partes. Nadine se quedó en su cuarto pretextando un trabajo urgente: daba la espalda a la fiesta que no era a sus ojos sino un aniversario de muerte.

—Qué fiesta rara —decía Scriassine—. No es un fin, es un comienzo: el comienzo de la verdadera tragedia.

Para él la tercera guerra mundial acababa de iniciarse. Le dije alegremente:

—No se haga el Casandra; ya la noche del réveillon nos predecía desastres: creo que perdió su apuesta.

—No hemos apostado —dijo—. Y ni siquiera ha pasado un año.

—En todo caso los franceses no están apartándose de la literatura —tomé a Enrique de testigo—. Hasta es fabulosa la cantidad de manuscritos que llegan a Vigilance, ¿no?

—Eso prueba que Francia eligió el destino de Alejandría —dijo Scriassine—. Yo preferiría que Vigilance tuviera menos éxito y que un gran diario como L’Espoir no viera pesar sobre él la amenaza de la liquidación.

—¿Qué estás diciendo? —dijo Enrique ásperamente—. L’Espoir está perfectamente.

—Me dijeron que iban a necesitar subsidios privados.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Ah, no sé: es un ruido que corre.

—Es un falso rumor —dijo Enrique secamente.

No parecía de buen humor, cosa rara, porque todo el mundo estaba muy alegre, hasta Paula, hasta Scriassine, cuya desesperación crónica no lo entristecía. Roberto contaba cuentos de otro mundo, cuentos del año veinte; Lenoir y Julián evocaban con él esos tiempos exóticos; dos oficiales americanos que nadie conocía cantaban en sordina una balada del Far West y una Wac dormía en el fondo del diván. Pese a los dramas pasados, a las futuras tragedias, esa noche era una noche de fiesta, yo estaba segura de ello, no a causa de los cantos y de los fuegos artificiales, sino porque tenía ganas a la vez de reír y de llorar.

—Vamos a ver lo que pasa afuera —dije—. Después volveremos a comer.

Todos aceptaron con entusiasmo. Sin demasiada dificultad llegamos a la entrada del subterráneo, que nos llevó a la Concordia; pero desembocar en la plaza era otro cantar; la escalera estaba sumergida por la muchedumbre; para no perdernos nos dábamos sólidamente el brazo, pero en el momento en que pusimos el pie sobre el último peldaño hubo un remolino tan violento que me arrancó del brazo de Roberto, me encontré sola con Enrique, dando la espalda a los Campos Eliseos por donde nos habíamos propuesto ir. La marea nos arrastraba a las Tullerías.

—No intente resistir —dijo Enrique—. Nos encontraremos todos en su casa más tarde. Por el momento hay que seguir la corriente.

En medio de los cantos y de las risas derivamos hasta la plaza de la ópera, toda ensangrentada de luces y de colgaduras rojas; daba un poco de miedo, porque si uno hubiera tropezado, si hubiera caído, habría sido pisoteado; pero también era exaltante; nada estaba concluido, el pasado no resucitaría, el porvenir era incierto; pero el presente triunfaba y había que dejarse llevar por él, la cabeza vacía, la boca seca, el corazón palpitante.

—¿No quiere tomar una copa? —dijo Enrique.

—Si es posible…

Lentamente, con un montón de astucias conseguimos salir de entre la muchedumbre en medio de una calle que subía hacia Montmartre; entramos a un cabaret lleno de americanos en uniforme que balbucían canciones y Enrique pidió champaña; yo tenía la garganta seca de sed, de cansancio, de emoción, y vacié dos copas de un trago.

—Es una fiesta, ¿no es cierto? —dije.

—Por supuesto.

Nos miramos con amistad; es raro que me sienta completamente cómoda con Enrique, hay demasiada gente entre nosotros: Roberto, Nadine, Paula; pero esta noche me parecía muy cerca y el champaña me daba audacia:

—No parecía alegre usted esta noche.

—Sí. —Me tendió un cigarrillo. La verdad es que no parecía alegre—. Pero me pregunto quién hace correr el rumor de que L’Espoir está en dificultades. Podría ser Samazelle.

—¿Usted no lo quiere? —dije—. Yo tampoco. Son hartadoras esas personas que nunca salen sin su personaje.

—Pero Dubreuilh lo escucha mucho —dijo Enrique.

—¿Roberto? Lo encuentra útil, pero no le tiene simpatía.

—¿Hay alguna diferencia? —dijo Enrique.

Su entonación me pareció tan extraña como su pregunta:

—¿Qué quiere decir?

—En el momento actual, Dubreuilh está tan totalmente metido en lo que hace que su simpatía por la gente se mide por su utilidad, ni más ni menos.

—Eso no es verdad —dije con indignación.

Me miró con aire irónico:

—Me preguntaría qué amistad sentiría por mí si yo no hubiese abierto L’Espoir al S. R. L.

—Lo hubiera decepcionado —dije—, evidentemente: lo hubiera decepcionado exactamente por las mismas razones que lo llevaron a usted a aceptar.

—De acuerdo, esa clase de hipótesis es estúpida —dijo con demasiada vivacidad.

Yo me preguntaba si Roberto le había dado la impresión de ejercer una coerción; puede ser brutal cuando quiere llegar a sus fines cueste lo que cueste; me habría desolado que hubiera herido a Enrique; y él ya estaba bastante solo, no debía perder esa amistad.

—Cuanto más quiere Roberto a la gente, más exige de ellos —dije—. Con Nadine, por ejemplo, lo he notado: en cuanto dejó de esperar demasiado de ella empezó a desprenderse.

—Ah, pero no es lo mismo ser exigente en el interés ajeno que en el interés propio; en el primer caso sí, es una prueba de afecto…

—Pero en Roberto los dos se confunden —dije.

No me gusta generalmente hablar de Roberto; pero quería disipar absolutamente esa especie de rencor que presentía en Enrique:

—La unión entre L’Espoir y el S. R. L. era a sus ojos una necesidad, por lo tanto usted debía reconocerla —interrogué a Enrique con la mirada—. Usted cree que dispuso demasiado fácilmente de usted, pero era por estima.

—Ya sé —dijo Enrique sonriendo—, suele prestar a los demás sus propias evidencias: confiese que es una forma de estima un poco imperialista.

—Después de todo no estaba tan equivocado puesto que usted le dio la razón —dije—. No veo muy bien lo que le reprocha.

—¿Acaso dije que le reprochaba algo?

—No, pero se siente.

Enrique vaciló.

—Oh, es cuestión de matices —dijo encogiéndose de hombros—. Le hubiera agradecido a Dubreuilh que se colocara un minuto en mi punto de vista —sonrió cariñosamente—. Usted lo habría hecho.

—Yo no soy una mujer de acción —dije, y agregué—: Sí, de tanto en tanto Roberto se pone anteojeras a propósito; no impide que en general se preocupe verdaderamente por los demás, y tenga sentimientos desinteresados: usted es injusto.

—Quizá —dijo Enrique alegremente—. ¿Sabe?; cuando uno acepta hacer algo sin ganas le guarda un poco de rencor a la persona que lo ha obligado: convengo que no es muy bonito.

Miré a Enrique con una especie de remordimiento:

—Le pesan mucho esas nuevas relaciones de L’Espoir con el S. R. L.

—Oh, ahora ya no hay nada que hacer —dijo—. Estoy metido en esto.

—¿Pero no tenía ganas de meterse?

Sonrió:

—Con locura, no.

Había repetido a menudo que la política le hartaba y que estaba hasta la coronilla; suspiré:

—Sin embargo, hay algo de verdad en lo que dice Scriassine; la política nunca ha sido tan devoradora como ahora.

—Ese monstruo de Dubreuilh no se deja devorar —dijo Enrique con una especie de envidia—, escribe tanto como antes.

—Lo mismo —dije; vacilé pero me sentía verdaderamente en confianza con Enrique—. Escribe lo mismo pero con menos libertad —dije—. Esas memorias de las que usted había leído pasajes, renunció a publicarlas porque dice que encontrarían demasiadas armas contra él; ¿es triste, no, pensar que si uno se vuelve un hombre público ya no puede ser completamente sincero como escritor?

Enrique calló un segundo.

—Hay una cierta gratuidad de la obra que desaparece, evidentemente —dijo—; todo lo que hoy publica Dubreuilh se lee en un contexto que debe tener en cuenta; pero no creo que eso disminuya su sinceridad.

—El hecho de que esas memorias no aparezcan me desespera.

—Hace mal —dijo amistosamente—. La obra de un hombre que se confesara integralmente, pero sin responsabilidad, no sería más verdadera ni más completa que la de un hombre que toma la responsabilidad de todo lo que dice.

—¿Usted cree? —dije, y agregué—: ¿A usted también se le planteó el problema?

—No, no de esa manera —dijo.

—¿Pero se le plantearon interrogantes?

—No paran de llover los interrogantes, ¿no? —dijo evasivamente.

Insistí:

—¿Cómo va su novela alegre?

—Justamente ya no la escribo.

—¿Se volvió triste? Yo se lo había dicho.

—No escribo más —dijo Enrique con una sonrisa de excusa—. Ni una línea.

—¡Vamos!

—Algunos artículos, claro: es el consumo diario; pero un verdadero libro ya no puedo.

Ya no podía: por lo tanto había mucho de verdad en las divagaciones de Paula. A él, que le gustaba tanto escribir, ¿cómo había podido ocurrirle?

—¿Pero por qué? —dije.

—Es muy natural no escribir, ¿sabe?; lo anormal es más bien lo contrario.

—No para usted —dije—. Usted no concebía vivir sin escribir.

Yo lo miraba, molesta; le había dicho a Paula: «La gente cambia», pero por más que uno sepa que cambian, uno se empeña en mirarlos como inmutables en un montón de cosas: otra estrella fija que se había puesto a bailar en mi cielo:

—¿Usted cree que hoy resulta vano?

—¡Oh, no! —dijo Enrique—. Si hay personas para quien escribir sigue teniendo sentido, mejor para ellos. Personalmente, ya no tengo ganas, eso es todo —sonrió—. Voy a confesarle todo: ya no tengo nada que decir; o pongamos que lo que tengo que decir me parece que es lo mismo que nada.

—Es un estado de ánimo que va a pasar —dije.

—No lo creo.

Sentía el corazón oprimido; debía ser horriblemente triste para él ese renunciamiento; dije con reproche y remordimiento:

—¡Nos vemos tan a menudo y nunca nos ha hablado de eso!

—No había oportunidad.

—Es verdad que con Roberto ya no hablan más que de política —tuve una brusca inspiración—. ¿No sabe lo que sería espléndido? Este verano vamos a hacer un viaje en bicicleta Roberto y yo; venga con nosotros a pasar una o dos semanas.

—Podría ser agradable —dijo en tono vacilante.

—Lo será sin duda —vacilé a mi vez—. Pero Paula no sabe andar en bicicleta.

—Oh, de todas maneras no pasaré todas mis vacaciones con ella —dijo rápidamente—. Irá a Tours a casa de su hermana.

Hubo un breve silencio; pregunté bruscamente:

—¿Por qué Paula no quiere tratar de volver al canto?

—¡Si alguien pudiera decírmelo! No sé lo que tiene en la cabeza, últimamente —dijo con voz descorazonada; se encogió de hombros—. Quizá tenga miedo de que si se hace una vida propia yo aproveche para modificar nuestras relaciones.

—¿Eso es lo que usted desearía? —dije.

—Sí —dijo con ímpetu—. Qué quiere —agregó—, ya hace mucho tiempo que no la quiero; por otra parte, ella se da muy cuenta aunque se empeñe en afirmar que nada ha cambiado.

—Tengo la impresión de que vive sobre dos planos a la vez —dije—. Está perfectamente lúcida y al mismo tiempo se convence de que usted la quiere con un amor loco y que hubiera podido ser la mejor cantante del siglo. Pienso que la lucidez terminará por ganar: pero entonces, ¿qué será de ella?

—Ah, no sé —dijo Enrique—. Yo no quisiera conducirme como un cochino, pero no tengo la vocación del martirio. A veces la situación me parece muy simple: cuando uno ha dejado de querer, ha dejado de querer. En otros momentos me parece injusto haber dejado de quererla: sigue siendo la misma Paula.

—Supongo que amar también es injusto.

—Y entonces, ¿qué puedo hacer? —dijo.

Parecía verdaderamente atormentado; una vez más me dije que me alegraba de ser una mujer; porque tengo que arreglármelas con hombres y es mucho más fácil.

—Paula tendría que poner algo de su parte —dije—, sino usted se verá entre la espada y la pared. No se puede vivir con la conciencia sucia; pero tampoco se puede vivir a contrapelo.

—Tal vez haya que aprender a vivir a contrapelo —dijo con falsa desenvoltura.

—¡No! Estoy segura que no —dije—. Si uno no está contento con su vida no veo desde qué punto de vista se le puede justificar.

—¿Usted está contenta con la suya?

La pregunta me tomó desprevenida; había hablado en nombre de una vieja convicción; pero ya no sabía en qué medida me conformaba a ella; dije con molestia:

—No estoy descontenta.

A su vez me examinó:

—¿Y le hasta no estar descontenta?

—No está tan mal.

—Ha cambiado —dijo afectuosamente—. Antes estaba satisfecha con su suerte de una manera casi insolente.

—¿Por qué voy a ser la única en no haber cambiado? —dije.

Pero él tampoco aflojaba:

—A veces me ha parecido que su oficio le interesaba menos que antes.

—Me interesa —dije—. ¿Pero no le parece que a la hora actual es un poco fútil curar estados de ánimo?

—Para aquellos a quienes cura es importante —dijo él—. Es tan importante hoy como antes, ¿dónde está la diferencia?

Vacilé:

—Lo que pasa es que antes creía en la felicidad —dije——, quiero decir: pensaba que la gente dichosa estaba en la verdad. Curar a un enfermo era hacer de él una persona verdadera, capaz de dar un sentido a su vida —me encogí de hombros—. Hay que tener mucha confianza en el porvenir para creer que toda vida puede tener un sentido.

Enrique sonrió; sus ojos me interrogaban.

—El porvenir no es tan negro —dijo.

—No sé —dije—. A lo mejor antes lo veía demasiado rosa; ahora el gris me da miedo —sonreí—. En eso es en lo que más he cambiado: tengo miedo de todo.

—Ahí me sorprende —dijo él.

—Se lo aseguro. Mire, ya hace varias semanas me propusieron que me fuera a Estados Unidos en enero, para un congreso de psiquiatría; no consigo decidirme.

—¿Pero por qué? —dijo él con voz escandalizada.

—No sé; me tienta, pero al mismo tiempo tengo miedo. ¿Usted, en mi lugar, no tendría miedo? ¿Aceptaría?

—Por supuesto —dijo—, ¿qué le va a pasar?

—Nada especial —vacilé—. Debe de ser gracioso verse y ver a los demás desde el fondo de otro mundo…

—Ha de ser muy interesante —me sonrió con aire alentador—. Por supuesto, hará algunos descubrimientos; pero me asombraría que trastornen su existencia. Las cosas que nos pasan o las que hacemos finalmente no tienen tanta importancia…

Bajé la cabeza: «Es verdad —pensé—. Las cosas siempre tienen menos importancia de lo que yo creo. Iré, volveré, todo pasa, nada ocurre». Ya nuestro momento de intimidad había pasado. Había que volver a casa a comer. La intimidad, la confianza de esa hora hubiéramos podido prolongarla hasta el alba: más allá del alba, quizá. Pero por mil razones no debíamos intentarlo. ¿No debíamos? En todo caso no lo intentamos.

—Tenemos que ir a buscar a los demás —dije.

—Sí —dijo Enrique—. Ya es hora.

Caminamos en silencio hasta el subterráneo y fuimos a juntarnos con los demás.

La entrevista de Roberto con Lafaurie había sido cortésmente tempestuosa; ninguno de los dos alzaba la voz; pero se trataron mutuamente de criminales de guerra. Lafaurie concluyó en un tono entristecido: «No tendremos más remedio que pasar al ataque». Eso no impidió que Roberto preparara con pasión el mitin previsto para junio. Una noche, sin embargo, después de una larga conversación con SamazeIle y Enrique, me preguntó a quemarropa:

—¿Tengo o no razón de organizar ese mitin?

Lo miré con estupor:

—¿Por qué me preguntas eso?

Sonrió:

—Para que me contestes.

—Lo sabes mejor que yo.

—Uno nunca sabe.

Continué examinándolo con perplejidad:

—¿Renunciar al mitin quiere decir renunciar al S. R. L.?

—Naturalmente.

—Me explicaste a lo largo y a lo ancho, después de tu disputa con Lafaurie, por qué no podías ni pensar en ceder. ¿Qué ha ocurrido de nuevo?

—No ha ocurrido nada —dijo Roberto.

—Entonces, ¿por qué cambiaste de opinión? ¿Ya no crees que es posible forzarles la mano a los comunistas?

—Sí; en caso de éxito es muy probable que no corten los puentes —la voz de Roberto quedó en suspenso; vaciló—. Es el conjunto lo que me preocupa.

—¿El conjunto del movimiento?

—Sí. Hay momentos en que me pregunto si no es una utopía esa Europa socialista; uno nunca haría nada si considerara que nada es posible, salvo lo que ya existe.

Parecía defenderse contra un interlocutor invisible y yo me preguntaba de dónde le venían de pronto esas dudas. Suspiró:

—No es fácil establecer la diferencia entre una verdadera posibilidad y un sueño.

—¿Lenin no decía: «hay que soñar»?

—Sí; pero a condición de creer seriamente en su sueño; ahí está el problema, ¿creo yo seriamente?

Lo miré con asombro:

—¿Qué quieres decir?

—¿No es por desafío, por orgullo, por complacencia conmigo mismo que me empecino?

—Es raro que tengas esa clase de escrúpulos —dije—. Por lo general no desconfías de ti.

—Desconfío también de mis costumbres —dijo Roberto.

—Entonces desconfía también de esa desconfianza. Tal vez sea por miedo a un fracaso o por temor a un montón de complicaciones por lo que te sientes tentado a ceder.

—Tal vez —dijo Roberto.

—¿Supongo que no te resulta agradable la idea de que los comunistas van a abrir una campaña contra ti?

—No, no me resulta agradable —dijo Roberto—. ¡Uno se toma tanto trabajo para hacerse comprender! Y van a crear sistemáticamente los peores malentendidos. Sí —agregó—; quizá sea el escritor que hay en mí quien aconseja al hombre político que ande con cautela.

—¿Ves? —dije—, si empiezas a desmenuzar tus motivos nunca saldrás a flote. Quédate en el terreno objetivo, como diría Scriassine.

—¡Ay, es un terreno bien inestable! —dijo Roberto—. Sobre todo cuando uno sólo dispone de informes incompletos. Sí, creo en las posibilidades de una izquierda europea: ¿pero no será porque estoy convencido de su necesidad?

Me desconcertaba que Roberto planteara el problema en esos términos. Se había reprochado mucho el haber creído ingenuamente en la buena voluntad de los comunistas; pero eso no debía bastarle para dudar de él hasta ese punto. Por primera vez en nuestra vida lo veía tentado por una solución perezosa.

—¿Desde cuándo piensas en dejar caer el S. R. L.? —dije.

—Oh, no lo pienso positivamente —dijo Roberto—. Me interrogo.

—¿Desde cuándo te interrogas así?

—Hace dos o tres días —dijo Roberto.

—¿Y sin ninguna razón particular?

Sonrió: —Sin ninguna razón particular.

Lo miré fijamente:

—¿No será simplemente que estás cansado? —dije—. Pareces cansado

—Estoy un poco cansado, es verdad —dijo.

De pronto vi que saltaba a la vista: parecía muy cansado. Tenía los ojos enrojecidos, la piel opaca y el rostro hinchado. «¡Es que ya no es joven!», pensé con inquietud. Oh, todavía no era viejo, pero sin embargo ya no podía permitirse los excesos de antes; en realidad se los permitía y hasta los multiplicaba: quizá para probarse que era todavía joven. Aparte del S. R. L., de Vigilance y de su libro, estaban las visitas, las cartas, las telefoneadas; todos tenían cosas urgentes que comunicarle: estímulos, críticas, sugestiones, problemas; si no se les recibía, si no se les imprimía, se les mataba de hambre, se les condenaba a la miseria, a la locura, a la muerte, al suicidio. Roberto los recibía, le robaba horas al sueño, ya casi no dormía.

—Haces demasiadas cosas —dije—. Si sigues así vas a reventar. Uno de estos días se te va a parar el corazón y yo estaré fresca.

—Todavía tengo que tirar un mes, nada más —dijo.

—¿Y crees que te bastará con un mes de vacaciones para reponerte? —reflexioné—. Deberíamos tratar de encontrar una casa en las afueras —dije—. Vendrías a París una o dos veces por semana y el resto del tiempo ni visitas ni teléfono: la tranquilidad.

—¿Eres tú quien encontrará la casa? —dijo Roberto con voz burlona.

Correr a las agencias, visitar casas, ni me gustaba ni tenía tiempo. Pero me partía el corazón ver cómo Roberto se extenuaba. Había decidido que el mitin tendría lugar, pero seguía inquieto: los comunistas sólo se dejarían intimidar si el éxito era indiscutible; en caso de que cortaran los puentes, ¿qué sería del S. R. L.? A mí también me importaba mucho su triunfo. Le doy todavía más importancia que Roberto a los individuos, uno a uno, y a todas las riquezas de la vida privada: los sentimientos, la cultura, la felicidad; necesito creer que en la sociedad sin clases la humanidad cumplirá su destino sin renegar nada de sí misma.

Gracias al cielo, Nadine había cesado de transmitirle a su padre las críticas de sus camaradas comunistas; ya no nos endilgaba diatribas contra el imperialismo americano, había cerrado definitivamente El Capital. No me asombró cuando me dijo bruscamente:

—En el fondo los comunistas son iguales a los burgueses.

—¿Cómo es eso?

Yo estaba arreglándome para dormir y ella estaba sentada en el borde de mi diván; casi siempre elegía ese momento para hablarme de las cosas que la preocupaban.

—No son revolucionarios. Están por el orden, el trabajo, la familia, la razón. Su justicia está en el porvenir; entre tanto se las arreglan con la injusticia igual que los demás. Y además, la sociedad de ellos, y bueno, será también una sociedad.

—Evidentemente.

—Si hay que esperar quinientos años para que el mundo ni siquiera haya cambiado, no me interesa.

—No te imaginarás que el mundo va a ser rehecho en tres meses.

—Es gracioso; hablas como Joly. Te imaginas si conozco sus enjuagues. Pero entonces no veo por qué voy a entrar en el P. C. Es un partido como otro.

«Otro lío que le salió mal —pensé con pena mientras terminaba de limpiarme la cara—. Tendría tanta necesidad de un asunto que saliera bien».

—Lo mejor es quedarse solo, como Vicente —dijo—. Él es un puro, es un ángel.

Un ángel; la misma palabra que empleaba hablando de Diego; sin duda encontraba en Vicente esa generosidad y esa extravagancia que antaño habían tocado su corazón; pero mientras Diego ponía su locura en sus escritos, se podía temer que Vicente llevara la suya a su vida. ¿Se acostaría con Nadine? Yo no lo creía, pero se veían muy a menudo en estos últimos tiempos. Yo me alegraba porque Nadine me parecía agitada, pero contenta. Sin ninguna aprehensión oí la campanilla a las cinco de la mañana. Nadine no había vuelto y supuse que había olvidado la llave. Pero cuando abrí la puerta vi a Vicente. Me dijo:

—¡No se preocupe!

Cosa que en seguida me preocupó. Dije:

—¿Le pasó algo a Nadine? —

—No, no —dijo—, está muy bien, todo va a arreglarse. —Caminó con decisión hacia el living-room—. ¡Hasta Nadine es una mujer! —dijo con aire de asco. Del bolsillo de su campera sacó una tarjeta que puso sobre la mesa—. En dos palabras: la espera en esta encrucijada —dijo señalando el cruce de dos pequeñas rutas al noroeste de Chantilly—. Tiene que conseguirse un auto e ir a buscarla inmediatamente. Perron le prestará sin duda el coche del diario. Pero no le dé explicaciones; pida el coche, nada más. Y sobre todo no me nombre.

Había hablado de un tirón, con una voz tranquila y dura que no me tranquilizaba en lo más mínimo; yo estaba segura que tenía miedo:

—¿Qué está haciendo allí? ¿Tuvo un accidente?

—Le digo que no; se estropeó los pies; eso es todo, no sabe caminar. Pero llegará a tiempo para recogerla, ¿ve bien el lugar? Pongo una cruz. Toque la bocina o llámela; está en el bosquecito a la derecha de la ruta.

—¿De qué se trata? ¿Qué es todo este lío? ¿Qué pasó? Quiero saber —dije.

—Secreto profesional —dijo Vicente—. Haría bien en telefonear en seguida a Perron —agregó.

Aborrecí su rostro pálido, sus ojos sangrientos, su bonito perfil, pero era un furor impotente: marqué el número de Enrique y oí su voz asombrada:

—¡Hola! ¿Quién es?

—Ana Dubreuilh. Sí, soy yo. Tengo que pedirle un servicio urgente. Y por favor no me haga preguntas. Necesito un auto en seguida con nafta para doscientos kilómetros.

Hubo un corto silencio.

—Por suerte, ayer llené el tanque —dijo con una voz muy natural—. El coche estará en su puerta dentro de media hora, el tiempo de ir y volver.

—Tráigalo a la plaza Saint-Andrés des Arts —dije—. Gracias.

—Ah, perfecto —dijo Vicente con una gran sonrisa—. Yo estaba seguro de Perron. Puede estar tranquila —agregó—, Nadine no corre ningún peligro: sobre todo si usted se da prisa. Pero ni una palabra a nadie, ¿eh?; ella me aseguró que se podía contar con usted.

—Se puede —dije, siguiéndolo hasta la puerta—; pero dígame de qué se trata.

—Nada grave, se lo juro —dijo.

Sentí ganas de cerrar violentamente la puerta detrás de él, pero la cerré con suavidad para no despertar a Roberto; felizmente debía dormir a puño cerrado, hacía apenas dos horas que lo había oído acostarse. Me vestí apresuradamente. Recordaba esas dos noches en que esperaba a Nadine mientras Roberto la buscaba por todo París: horrible espera. Hoy era todavía peor. Estaba segura de que habían hecho algo grave: Vicente tenía miedo; se trataba de un robo o de un hold-up, Dios sabe qué; y después de eso Nadine no había podido ir a pie hasta la estación, y yo tenía que llegar antes de que la cosa hubiera sido descubierta, antes de que Nadine fuera descubierta, Nadine que me esperaba desde hacía horas, sola en la noche, en el frío, en el miedo. Era una hermosa mañana de verano con olor a alquitrán y a follaje; dentro de algunas horas haría mucho calor; por el momento en el fresco y el silencio de los muelles desiertos los pájaros cantaban; una alegre mañana cargada de angustia, como la mañana del éxodo.

Enrique llegó a la plaza pocos minutos después que yo.

—Aquí tiene la carroza —dijo alegremente. Permanecía sentado al volante ¿No quiere que la acompañe?

—No, gracias.

—¿Está segura?

—Hace tiempo que no maneja.

—Sé que sabré hacerlo.

Bajó y me instalé en su lugar. Dijo:

—¿Se trata de Nadine?

—Sí.

—Ah, la utilizan a ella para forzarnos la mano —dijo con voz indignada.

—¿Sabe de qué se trata?

—Más o menos…

—Dígamelo.

Vaciló:

—Son sólo suposiciones. Escúcheme, me quedaré toda la mañana en casa; si puedo serle útil en algo, telefonéeme.

«Lo esencial es no tener un accidente —me dije mientras iba hacia la puerta de la Chapelle. Me obligaba a ser prudente y trataba de tranquilizarme—. Enrique parece suponer que Vicente ha mentido: quizá son muchos los que me están esperando; quizá Nadine ni siquiera esté con ellos». ¡Cómo lo deseaba! Prefería mil veces haber sido engañada que suponer a Nadine transida de frío, de miedo y de despecho a lo largo de una larga noche.

La carretera estaba desierta; tomé una pequeña ruta a la derecha y luego otra. La encrucijada también estaba desierta; toqué la bocina y examiné el mapa: no me había equivocado, ¿pero si Vicente se había equivocado? No, había sido muy preciso, ningún error posible. Volví a tocar la bocina y luego detuve el motor, bajé, entré en el bosquecito de la derecha y grité: «Nadine», primero suavemente y luego en voz más alta. Silencio. Un silencio de muerte; comprendí el sentido de esas palabras. Nadine: no hubo respuesta; exactamente como si hubiera gritado: Diego; ella también se había volatilizado; aquí debía estar, justo aquí, y no estaba. Di vuelta en redondo, pisé ramas secas, musgo fresco, ya no llamaba. «La han detenido», pensé con terror. Volví hacia el coche. Quizá se había cansado de esperar; no era paciente, había encontrado el valor de caminar hasta una estación próxima; era necesario encontrarla, era necesario, iba a llamar la atención a esta hora en un andén desierto. En Chantilly habría pasado inadvertida, pero quedaba muy lejos y yo la hubiera encontrado en el camino; seguramente había elegido Clermont; miré fijamente el mapa como si hubiera podido arrancarle una respuesta; para Clermont había dos caminos posibles; probablemente había tomado el más corto. Abrí el contacto, puse el motor en marcha y mi corazón comenzó a latir desesperadamente: el motor no se despertaba; por fin se decidió, y el auto partió sobre el camino a saltitos. Mis manos húmedas resbalaban sobre el volante mojado. Alrededor había un silencio terco; pero la luz ya era imperiosa, muy pronto en los pueblos se abrirían las puertas. «Van a detenerla». El silencio, la ausencia; esa paz me parecía atroz. Nadine no estaba en la ruta, ni en las calles de Clermont, ni en la estación. Sin duda no tenía mapa, no conocía la región, erraba al azar en el campo, la encontrarían antes que yo. Di media vuelta; volvería hasta la encrucijada por el otro camino; luego daría vueltas en redondo por todas esas rutas hasta que el tanque quedara vacío. ¿Y entonces? No interrogarme: seguir todas las rutas; ésta subía hacia una meseta entre cosechas verdeantes, y de pronto vi a Nadine que venía hacia mí con una sonrisa en los labios, como si se tratara de una cita convenida de antemano. Detuve brutalmente el coche y ella se acercó sin prisa; con una voz muy natural dijo:

—¿Viniste a buscarme?

—No, me paseo por placer —abrí la puerta—. Sube.

Se sentó a mi lado, estaba peinada, empolvada, parecía descansada; mi pie aplastaba el acelerador y mis manos aferraban la dirección con demasiada fuerza; Nadine preguntó con una sonrisa mitad burlona, mitad indulgente:

—¿Estás furiosa?

Esas dos lágrimas ácidas que asomaron a mis ojos eran, en efecto, lágrimas de rabia: el coche patinó, supongo que mis manos temblaban, disminuí la velocidad, traté de aflojar mis dedos y de dominar mi voz:

—¿Por qué no te quedaste en el bosque?

—Me aburría —se sacó los zapatos y los puso debajo del asiento—. No creía que vendrías —dijo.

—¿Pero eres idiota? Evidentemente vine.

—No sabía; quería tomar el tren en Clermont; hubiera terminado por llegar —inclinada hacia adelante se masajeaba los pies—. ¡Mis pobres pies!

—¿Qué han hecho?

No contestó.

—Bueno, guarda tus secretos —dije—. Estará en el diario de esta noche.

—¡Estará en el diario! —Nadine se irguió, tenía el rostro descompuesto—. ¿Crees que la portera notó que no volví anoche?

—No podrá probarlo y si es necesario yo juraré lo contrario. Pero quiero saber lo que han hecho.

—¡Puesto que lo sabrás de todas maneras! Hay una mujer en Azicourt —dijo con voz triste—, denunció a dos chicos judíos que se habían ocultado en una granja: los chicos murieron. Todo el mundo sabe que es culpa de ella, pero se las arregló para que no la molestaran: una porquería más. Vicente y sus camaradas decidieron castigarla; hace tiempo que yo estoy al corriente y sabían que yo quería ayudarlos. Esta vez necesitaban una mujer: los acompañé. La mujer era dueña de un boliche; acechamos la partida de los clientes y justo cuando cerraba le supliqué que me dejara entrar un minuto para tomar una copa y descansar; mientras me servía, los otros entraron y se le echaron encima; la llevaron al sótano.

Nadine calló; pregunté: —No la han…

—No —dijo; en seguida agregó—: La raparon. No me porté tan mal —dijo con una voz repentinamente reivindicadora—, cerré la puerta, apagué; pero me parecía largo; tomé un vaso de coñac mientras esperaba; evidentemente, no estoy entrenada; me destrozó. Y además ya habíamos andado muchos kilómetros para venir desde Clermont, ellos querían irse por Chantilly; yo no podía dar un paso más. Me arrastraron hasta el bosquecito, me dijeron que esperara. Tuve tiempo de recuperarme…

La interrumpí:

—Me vas a dar tu palabra de romper con toda esa banda o sales de París esta misma noche.

—De todas maneras, ya no querrán saber nada conmigo —dijo con una especie de rencor.

—Eso no me basta: quiero tu palabra o te juro que mañana estarás lejos.

Hacía años que no le había hablado en ese tono; me miró con aire sumiso e implorante:

—Prométeme otra cosa: no le digas nada a papá.

Me había ocurrido muy raramente callar a Roberto las tonterías de Nadine; pero esta vez pensé que verdaderamente no necesitaba nuevas preocupaciones.

—Promesa contra promesa —dije.

—Prometo todo lo que quieras —dijo con aire triste.

—Entonces no diré nada —agregué con ansiedad—. ¿Estás segura de no haber dejado rastros?

—Vicente afirma que se ocupó de todo —preguntó con angustia—. ¿Qué pasaría si me prendieran?

—No te prenderán; y eres sólo cómplice; y eres muy joven. Pero Vicente arriesga mucho; y si termina su vida en la cárcel bien merecido lo tiene —agregué con rabia—: Es fea esta historia; es imbécil y fea.

Nadine no contestó; dijo después de un silencio:

—¿Enrique prestó su coche sin preguntar nada?

—Creo que sabe a qué atenerse.

—Vicente habla demasiado —dijo Nadine—. Enrique o tú no tiene importancia. Pero un tipo como Sézenac podría ser peligroso.

—¿Sézenac no está metido en esto? ¡Es una locura!

—No está metido en esto; Vicente sabe que de la gente que se droga hay que desconfiar. Pero se quieren mucho, están todo el día juntos.

—Hay que hablarle a Vicente, hay que convencerlo de dejarlo caer…

—No lo convencerás —dijo Nadine—, ni tú, ni yo, ni nadie.

Nadine se acostó y le dije a Roberto que yo había salido a dar una vuelta por gusto. Anda tan preocupado últimamente que no sospechó nada. Le hablé a Enrique, lo tranquilicé con algunas frases vagas. Me costó mucho trabajo interesarme en mis enfermos. Esperaba los diarios de la tarde: no decían nada. Sin embargo, no pude dormir esa noche. «Imposible irme a Estados Unidos», me dije. Nadine está en peligro; me prometió no repetirlo, ¡pero Dios sabe qué otra cosa inventará! Y pensé con tristeza que aunque me quedara junto a ella no lograría protegerla. Sin duda habría bastado que fuera dichosa, que se sintiera amada, para dejar de destruirse; pero yo no podía darle ni el amor ni la dicha. ¡Qué inútil me sentía! A los otros, a los extraños, los hago hablar, desenredo los hilos de sus recuerdos, desembrollo sus complejos y les entrego a la salida unas madejas bien ordenadas que ellos guardan en sus cajones: les hace bien, a veces. Leo sin esfuerzo en Nadine, pero no sé hacer nada por ella. Antes me decía: «¿Cómo es posible respirar tranquilo si uno piensa que los seres queridos se están jugando su vida eterna?». Pero el creyente puede orar, puede hacer tratos con Dios. Para mí no existe comunión de los santos y me digo: «Esta vida es su única oportunidad, no habrá otra verdad que la que haya conocido, ni otro mundo que aquél en el que haya creído». Al día siguiente Nadine tenía los ojos hinchados y yo seguí torturándome. Se pasó el día sentada ante un tratado de química, y a la noche, mientras me limpiaba la cara, me dijo con aire abatido:

—Es una pesadilla la química; seguro que me van a reprobar.

—Siempre has pasado tus exámenes…

—Esta vez no; además, que pase o no pase da lo mismo. Nunca llegaré a hacer una carrera en química —reflexionó un rato—. No puedo hacer carrera en nada. No soy una intelectual y en la acción me achico. No soy utilizable.

—En Vigilance te las arreglaste muy bien y en seguida.

—No es para enorgullecerse, tiene razón papá.

—Cuando encuentres algo que te interese estoy segura de que lo harás muy bien y lo encontrarás.

Meneó la cabeza:

—Supongo que en el fondo estoy hecha para tener marido e hijos como todas las mujeres. Fregaré las cacerolas y fabricaré un chico por año.

—Si te casas por casarte tampoco estarás contenta.

—Tranquilízate, ningún hombre será bastante tilingo para casarse conmigo. Les gusta acostarse conmigo, pero después, buenas noches. No retengo a nadie.

Yo conocía muy bien esa manera que tenía de decir sobre sí misma con un aire muy natural las cosas más desagradables, como si su desenvoltura bastara para desarmar y sobrepasar la agria verdad. Desgraciadamente, la verdad seguía siendo verdadera.

—No quieres retener —dije—. Y si a pesar de todo alguien se empeña en quererte te niegas a creerlo.

—Vas a volver a decirme que Lambert me quiere…

—Hace un año que no sale con ninguna otra mujer, tú misma me lo has dicho.

—Evidentemente es pederasta.

—Estás loca.

—Si no sale más que con muchachos. Está enamorado de Enrique, es muy claro.

—Te olvidas de Rosa.

—¡Rosa era tan linda! —dijo Nadine con nostalgia—. Hasta un pederasta podía estar enamorado de Rosa. ¿No comprendes? —agregó con impaciencia—, Lambert me tiene simpatía por supuesto, pero como lo tendría por un hombre. Además, así está perfecto. No tengo ganas de ser un producto de reemplazo —suspiró—. Los hombres tienen demasiada suerte; va a hacer un gran reportaje a través de toda Francia: la reconstrucción de las regiones devastadas y todo. Se compró una moto. Hay que verlo: se cree el coronel Lawrence —agregó con rabia.

Había tanta envidia en su voz que tuve una idea. Al día siguiente pasé por L’Espoir y pedí ver a Lambert.

—¿Tiene que hablarme? —dijo con aire cortés.

—Si tiene un minuto, sí.

—¿Quiere que subamos al bar?

—Subamos.

En cuanto el barman hubo puesto ante mí un jugo de pomelo, ataqué el tema:

—¿Parece que va a hacer una corresponsalía por toda Francia?

—Sí; salgo la semana próxima, en moto.

—¿No sería posible que llevara a Nadine?

Me miró con una especie de reproche:

—¿Nadine tiene ganas de acompañarme?

—Se muere de ganas, pero nunca se lo pedirá.

—No se lo propuse porque me hubiera asombrado que aceptase —dijo con voz ficticia—. Acepta muy rara vez lo que le propongo; además la he visto muy poco estos últimos tiempos…

—Ya sé —dije—, anda por ahí vagando con Vicente y Sézenac; no son buenas frecuentaciones para ella —vacilé, y dije en seguida—. Hasta son frecuentaciones muy peligrosas; por eso vine a verlo: usted que es amigo de ella llévela lejos de toda esa banda.

Bruscamente el rostro de Lambert cambió; pareció muy joven de pronto y muy desarmado:

—¿No quiere decir que Nadine se droga?

Esa sospecha me venía muy bien; dije en tono reticente:

—No lo sé, no lo creo; pero con Nadine todo puede pasar. Está en un momento de crisis. Se lo digo francamente: tengo miedo.

Lambert guardó un instante de silencio; parecía emocionado.

—Me alegraría mucho que Nadine viniera conmigo —dijo.

—Entonces, inténtelo. Y no se descorazone: supongo que primero dirá que no; es su carácter. Pero insista; quizá, le salve la vida.

Tres días después Nadine me dijo con aire displicente:

—¡Imagínate que ese pobre Lambert quiere llevarme de viaje con él!

—¿Ese reportaje a través de Francia? Sería muy cansador —dije.

—Ah, eso me importa un pito. Pero en primer lugar no puedo dejar plantada la revista durante quince días.

—Tienes derecho a vacaciones, ése no es el problema. Pero si no tienes ganas…

—Fíjate que será muy interesante —dijo Nadine—. Pero tres semanas con Lambert es pagarlo muy caro.

Lo principal era que yo no pareciera empujarla a ese viaje.

—¿Es verdaderamente tan aburrido? —dije en tono ingenuo.

—No es nada aburrido —dijo exasperada—. Pero es tan timorato, tan ficticio: se escandaliza de todo. ¡Si entro en un boliche con una media corrida me pone una cara! ¡Un verdadero niño bien! —agregó—: ¿Sabes que se reconcilió con su padre? ¡Qué vileza!

—Dios mío, qué pronta eres para condenar —dije—. ¿Qué sabes exactamente de esa historia? ¿Y del padre de Lambert y de sus relaciones?

Había hablado con tanto calor que Nadine permaneció un momento sorprendida. Cuando yo estaba verdaderamente convencida sabía convencerla; así fui marcando su infancia, pero por lo general me guardaba tanto rencor que yo evitaba emplear mi influencia. Pero hoy me sentía fuera de mí al verla tan empecinada en mortificarse.

Dijo en tono incierto:

—Lambert no puede vivir sin su papito querido: es infantilismo. Si quieres saberlo, eso es lo que me exaspera en él: nunca será un hombre.

—Tiene veinticinco años y a sus espaldas una extraña adolescencia. Lo sabes muy bien por ti misma, no es fácil echarse a volar con sus propias alas.

—Ah, yo no es lo mismo, soy una mujer.

——¿Y qué hay con eso? Ser un hombre no es mucho más cómodo. Se le pide tanto hoy a un hombre: tú la primera. Tienen todavía la boca llena de leche y deben jugar a los héroes. Es descorazonador. No. No tienes derecho de mostrarte tan severa con Lambert. Di que no te entiendes con él, que ese viaje no te divierte, eso es otra cosa.

—Oh, en un sentido los viajes siempre me divierten.

Dos días después Nadine me dijo con un aire semifurioso, semihalagado:

—¡Es increíble ese tipo! ¡Me hace un chantaje! Dice que ser corresponsal de paz es un oficio que le pudre y que si no voy con él se queda.

—¿Y entonces?

—¿Y entonces qué crees? —dijo con aire inocente.

Me encogí de hombros:

—¿Al menos sabe manejar una moto? Son peligrosos esos aparatos.

—No es nada peligroso, es formidable —dijo Nadine, y agregó—: Si acepto será a causa de la moto.

Contra toda suposición, Nadine fue aprobada en su examen de química; en el escrito salió raspando, pero en el oral mareaba fácilmente a sus examinadores con su charla y su desenvoltura. Festejamos los tres ese triunfo con una gran comida con champaña en un restaurante al aire libre y luego se fue con Lambert. Era una suerte. El mitin del S. R. L. tenía lugar la semana siguiente y todo el tiempo había gente en casa, yo me sentía muy feliz de poder aprovechar sin compartirlos los raros instantes de libertad que le quedaban a Roberto. Enrique lo secundaba con un fervor que me conmovía tanto más desde que conocía su poco entusiasmo por esa clase de trabajo. Ambos decían que el mitin se anunciaba muy bien: «Si lo dicen ha de ser verdad», pensé mientras seguía la avenida Wagram; sin embargo, estaba inquieta. Hacía años que Roberto no había hablado en público: ¿sabría llegar a la gente como antes?

Pasé los camiones policiales colocados a lo largo de la acera y seguí caminando hasta la plaza des Ternes; era demasiado temprano. Dos años atrás la noche del mitin de Pleyel yo también estaba sola, también había llegado temprano, había dado muchas vueltas alrededor de esa plaza y había entrado a tomar un vaso de vino en la Lorraine. No entré. El pasado había pasado. No sé por qué lo lamenté de pronto con tal desgarramiento. Oh, sin duda simplemente porque era el pasado. Volví sobre mis pasos, seguí el largo corredor triste. Recordé mi malestar cuando Roberto había subido a la tribuna: me había parecido que me lo robaban. Aquella noche también me intimidaba la idea de verlo sobre un estrado a distancia. No había todavía mucha gente en la sala. «El público viene siempre a último momento», me dijeron los Cange. Traté de hablarles con calma pero vigilaba ansiosamente la entrada. Por fin íbamos a saber si la gente seguía o no a Roberto. Por supuesto, aun si lo seguían todavía eso no significaba haber ganado algo; pero, en cambio, si la sala estaba vacía el fracaso sería definitivo. Se llenaba. Todos los asientos estaban ocupados cuando los oradores subieron al escenario en medio de los aplausos. Era desconcertante ver todos esos rostros familiares, transformados en figuras oficiales. Lenoir, por una especie de mimetismo, se confundía con las sillas y las mesas, un pedazo de madera seca; Samazelle, al contrario, ocupaba toda la tribuna, era ése su puesto natural. Cuando Enrique empezó a hablar, su voz transformó la inmensa sala en un cuarto privado: no veía ante él a cinco mil personas, sino cinco mil veces a una persona y les hablaba casi en tono de conversación. Poco a poco me reconforté. Más allá de las palabras que decía, esa amistad que nos ofrecía ya era una certidumbre: los hombres no están condenados al odio, a la guerra, estábamos seguros de ello al escucharlo. Lo aplaudieron mucho. Méricaud hizo un discursito languidesciente y luego fue el turno de Roberto. ¡Qué ovación! En cuanto se puso de pie empezaron a gritar y a golpear con las manos y con los pies. Él esperaba con aire paciente y yo me preguntaba si estaba emocionado: yo lo estaba. Día tras día lo veía inclinado sobre su escritorio, los ojos enrojecidos, la espalda encorvada, solitario y dudando de sí: era el mismo hombre que cinco mil personas aclamaban. ¿Qué representaba exactamente para ellos? A la vez un gran escritor y el hombre de los comités de Vigilance y de los mítines antifascistas; un intelectual que se entregó a la revolución sin renegar como intelectual. Para los viejos representaba la preguerra, para los jóvenes el presente y sus promesas; lograba la unidad del pasado y del porvenir. Y sin duda era muchas otras cosas más, cada cual lo quería a su manera. Seguían aplaudiendo y el ruido se amplificaba en mí, se volvía inmenso. La celebridad, la gloria, por lo general, me deja fría; esta noche me parecía envidiable. «Dichoso —me decía— aquél que pueda mirar de frente la verdad de su vida y regocijarse; dichoso aquél que la descifra en el rostro de sus amigos». Por fin callaron. En cuanto Roberto abrió la boca, mis manos se humedecieron y mi frente se cubrió de sudor; aunque sé que habla fácilmente tenía miedo. Por suerte no tardé en sentirme subyugada. Roberto hablaba sin énfasis, con una lógica tan apremiante que se parecía a la violencia; no proponía un programa: nos dictaba tareas. Y eran tan urgentes que no podíamos dejar de cumplirlas; la victoria estaba asegurada por su misma necesidad. A mi alrededor la gente sonreía, los ojos brillaban, cada cual reconocía sobre el rostro de sus vecinos la propia certidumbre. No, esta guerra no habrá sido vana; los hombres han comprendido lo que cuesta la resignación y el egoísmo, van a tomar su destino entre manos, harán triunfar la paz, conquistarán a través de toda la tierra la libertad y la dicha. Era claro, era seguro, era simple sentido común: la humanidad no puede querer otra cosa que la paz, la libertad, la felicidad. ¿Y qué le impide hacer lo que quiere? Reina ella sola sobre la tierra. A través de todo lo que Roberto decía era esa evidencia la que nos deslumbraba. Cuando calló aplaudimos largamente y lo que aplaudimos era la verdad. Me sequé las manos con mi pañuelo. La paz estaba asegurada, el porvenir garantizado, el inmediato y el mediato eran sólo uno. No escuché a Salève. Era tan aburrido como Méricaud, pero no tenía importancia. Habíamos ganado la partida; no solamente el mitin, sino todo lo que significaba.

El último en hablar fue Samazelle. En seguida se puso a lanzar rayos y centellas: un orador de barricada. Me vi sentada en mi butaca, en medio de una muchedumbre tan impotente como yo y que se embriagaba tontamente con palabras. No eran ni promesas, ni presagios: sólo palabras. En la sala Pleyel había visto la misma luz sobre los rostros atentos: y eso no había impedido Varsovia, Buchenwald, Stalingrado, Oradour. Sí, sabemos lo que cuesta la resignación, el egoísmo, pero hace tiempo que lo sabemos sin provecho. Nunca se ha conseguido detener la desgracia, no se conseguirá tan pronto, en todo caso no lo veremos nosotros. En cuanto a lo que pasará más adelante, al cabo de esta larga prehistoria, debemos confesarnos que ni siquiera podemos imaginarlo. El porvenir no es seguro, ni el próximo, ni el lejano. Miré a Roberto. ¿Es su verdad la que se refleja en todos los ojos? También lo miran desde lejos: desde los Estados Unidos, desde la U. R. S. S., desde el fondo de los siglos. ¿Qué ven? Quizá sólo a un viejo soñador cuyo sueño carece de seriedad. Quizá él se verá así, mañana; pensará que su acción no ha servido para nada, o aun peor, que ha servido para mistificar a la gente. Si al menos yo pudiera decidir: no hay verdad. Pero habrá una. Nuestra vida está ahí, pesada como una piedra, y tiene un reverso que no conocemos: es aterrador. Esta vez estaba segura de no delirar, no había bebido nada, no era de noche y el miedo me ahogaba.

—¿Están contentos? —les pregunté con aire desprendido.

Enrique estaba contento. «Es un éxito», me dijo alegremente. Samazelle decía: «Es un triunfo». Pero Roberto rezongó: «Un mitin no prueba gran cosa». Diez años atrás, al salir de la sala Pleyel, no había dicho nada semejante, resplandecía. Sin embargo, pensábamos que quizá la guerra terminaría por estallar: ¿de dónde venía esa serenidad? Ah, teníamos tiempo por delante: más allá de la guerra amenazadora, Roberto adivinaba la muerte del fascismo; los sacrificios que costaría ya los había sobrepasado. Ahora siente su edad: necesita certidumbres a breve plazo, Los días que siguieron anduvo deprimido. Debió alegrarse cuando Charlier le anunció su adhesión al S. R. L. y nunca lo he visto tan desazonado como después de esa entrevista: en realidad yo lo comprendía. No era tanto a causa del aspecto físico de Charlier: su pelo no había vuelto a crecer, tenía la piel roja y granulosa, pero, en fin, desde marzo había engordado diez kilos y se había hecho poner dientes; no era tampoco por las cosas que contaba, ya no teníamos mucho que aprender sobre los horrores de los campos de concentración; lo insoportable era más bien el tono de sus relatos. Él, que había sido el más dulce, el más testarudo de los idealistas, evocaba los golpes, las bofetadas, las torturas, el hambre, los cólicos, el embrutecimiento, el envilecimiento, con una risa que ni siquiera era cínica: infantil o senil, angelical o imbécil, no se sabía. Y reía también ante la idea de que los socialistas esperaban verlo entrar en sus filas; sin embargo, conservaba su vieja repugnancia por los comunistas; el S. R. L. lo sedujo; prometió traer la importante fracción que se reagrupaba tras él. Cuando nos dejó, Roberto me dijo:

—La otra noche te extrañaban mis vacilaciones. Pero ¿comprendes?, lo terrible hoy, cuando uno quiere obrar, es que sabemos demasiado el precio con que pagamos los errores.

Yo sabía que consideraba a todos los hombres de su edad y a sí mismo como responsables de la guerra; sin embargo, era uno de los que habían luchado más lúcidamente contra ella y con más encarnizamiento; pero puesto que había fracasado se consideraba culpable. Lo que me sorprendía es que la vista de Charlier hubiera despertado sus remordimientos: por lo general reacciona ante conjuntos, no por casos particulares.

—De todas maneras, aunque el S. R. L. estuviera equivocado no ocurrirían grandes desastres —dije.

—Los pequeños desastres también cuentan —dijo Roberto. Vaciló—. Hay que ser más joven que yo para creer que el porvenir lo salvará todo. Siento mis responsabilidades como más limitadas que antes, pero también como más definitivas y más pesadas.

—¿Cómo es eso?

—Y bueno, pienso un poco como tú: que la muerte o la desdicha de un individuo es lo más importante de todo. Voy contra la corriente —agregó—, los jóvenes son mucho más duros de lo que éramos nosotros; hasta son francamente cínicos y yo me vuelvo sentimental.

—¿No se podría decir más bien que te estás volviendo más concreto de lo que eras?

—No estoy seguro: ¿dónde está lo concreto? —dijo Roberto.

Sí, seguramente era más vulnerable que antes. Felizmente el mitin daba sus frutos, cada día se registraban nuevas adhesiones. Y finalmente los comunistas no habían declarado la guerra al S. R. L.; lo mencionaban con una malevolencia contenida, nada más. Se podía esperar que el movimiento iba a desarrollarse seriamente. El único punto negro era que L’Espoir había perdido muchos lectores y que iba a ser necesario recurrir a los capitales de Trarieux.

—¿Estás seguro que pagará? —pregunté examinándome en el espejo con desaprobación.

—Completamente seguro —dijo Roberto.

—Entonces, ¿por qué vas a esa comida? ¿Por qué me arrastras?

—Es mejor mantenerlo en buenas disposiciones —dijo Roberto, que se anudaba tristemente una corbata—. Bien se pueden halagar las manías de un tipo al que uno está por aliviar de ocho millones.

—¡Ocho millones!

—Sí —dijo Roberto—, es el déficit. La culpa es de Lucas. ¡Qué terco! De todos modos estarán obligados a tomar el dinero de Trarieux. Samazelle, que anduvo averiguando, dice que no pueden más.

—Entonces me resigno —dije—. ¡L’Espoir bien vale una comida!

Éramos todo sonrisa cuando entramos en el vasto salón biblioteca donde ya estaban Samazelle y su mujer; él lucía un traje de franela gris claro que subrayaba su corpulencia. Trarieux también era todo sonrisa; no tenía esposa visible, sino una hija estirada, de pelo opaco, que me recordaba a mis compañeras de colegio. En un comedor con piso de mármol blanco y negro nos sirvieron una comida llena de tacto; después del café, Trarieux ofreció licores, pero no cigarros; seguramente Samazelle habría apreciado un cigarro, gozaba sin pensar en las consecuencias saboreando un viejo coñac. Hacía tiempo que yo no había puesto los pies en casa de verdaderos burgueses y esa prueba me pareció reconfortante; a veces me digo que todos los intelectuales que conozco tienen algo sospechoso; pero cuando frecuento burgueses compruebo que no tienen nada que envidiarnos. Nadine y la vida que le dejo llevar son evidentemente insólitas; pero esa virgen sin frescura, que servía el café con aire oprimido, me parecía mucho más monstruosa; estaba segura que me habría contado cada cosa si la hubiera extendido en el diván de mi consultorio; y a Trarieux, a pesar de su trivialidad estudiada, la encontraba muy dudoso. Su vanidad mal escondida contrastaba con la admiración demasiado entusiasta que demostraba por Samazelle. Durante un largo rato cambiaron recuerdos de la resistencia y luego se felicitaron del mitin y Samazelle declaró:

—Lo que es un presagio excelente es que estamos empezando a conquistar la provincia. De aquí a un año tendremos doscientos mil adherentes o si no habremos perdido la partida.

—No la perderemos —dijo Trarieux. Se volvió hacia Roberto, que había permanecido hasta entonces mucho más silencioso de lo correcto—. La gran suerte de nuestro movimiento es que se crea justo en el momento necesario. El proletariado comienza a comprender que el P. C. traiciona sus verdaderos intereses. Y muchos burgueses lúcidos ven, como yo, que hoy deben aceptar la liquidación de su clase.

—No impide que en un año no tendremos doscientos mil adherentes y que no por eso habremos perdido la partida —dijo Roberto con mala voluntad—. No tenemos ningún interés en mentirnos.

—Mi experiencia me ha enseñado que cuando uno se contenta con poco no obtiene gran cosa —dijo Trarieux con autoridad—. Es desesperante que el órgano del S. R. L. sea a tal punto inferior a su misión; el tiraje de L’Espoir es irrisoriamente bajo.

—Es a causa de su afiliación al S. R. L. por lo que bajó —dije. Trarieux me miró con aire descontento y pensé que si tenía una mujer no debía hablarle a menudo sin que él la interrogara:

—No —dijo casi groseramente—, es por falta de dinamismo.

—La realidad es que antes L’Espoir tenía mucho público —dijo Roberto secamente.

Samazelle dijo con suavidad:

—Aprovechó el momento de entusiasmo que siguió a la Liberación.

—Hay que mirar las cosas de frente —dijo Trarieux—, todos admiramos lo bastante a Perron como para tener derecho a referirnos a él francamente; es un maravilloso escritor, pero no es ni una mente política ni un hombre de negocios; y la presencia de Lucas a su lado no es muy beneficiosa.

Yo sabía que Roberto no estaba lejos de compartir esa opinión, pero meneó la cabeza:

—Por marchar con el S. R. L., Perron se enajenó la derecha y los comunistas; y sus medios financieros son demasiado limitados para que pueda remontar la corriente.

—Estoy absolutamente convencido —dijo Trarieux, subrayando cada sílaba— que si un hombre como Samazelle estuviera a la cabeza de L’Espoir el tiraje doblaría en pocas semanas.

La mirada de Roberto erró alrededor de la cara de Samazelle y dijo brevemente:

—¡Pero no está!

Trarieux tomó aliento y lanzó:

—¿Y si yo le propusiera a Perron comprarle L’Espoir por cuenta de Samazelle? Pagando lo que sea necesario…

Roberto se encogió de hombros:

—Inténtelo.

—¿Cree que no aceptará?

—Póngase en su lugar.

—Bueno. ¿Y si yo comprara únicamente la parte de Lucas? ¿O en última instancia el tercio de las partes de ambos?

—Es el diario de ellos, ¿comprende? —dijo Roberto—; ellos lo han creado, quieren ser dueños en su casa.

—Es lamentable —dijo Trarieux.

—Quizá, pero nadie puede hacer nada.

Trarieux dio algunos pasos por el salón.

—No soy de naturaleza resignada —dijo con voz divertida—, cuando me afirman que una cosa es imposible en seguida tengo ganas de probarme lo contrario. Agrego que los intereses del S. R. L. parecen más importantes que los sentimientos individuales, aun los más respetables —agregó con gravedad.

Samazelle dijo con aire inquieto:

—Si está pensando en su proyecto de anteayer ya le he dicho que personalmente no puedo seguirlo.

—Y yo le contesté que apreciaba sus escrúpulos —dijo Trarieux con una breve sonrisa; miró a Roberto con un aire un poco desafiante—. Cargo con todas las deudas de L’Espoir y pongo a Perron entre la espada y la pared: o se une con Samazelle o lo dejo al borde de la quiebra

—Perron elegirá la quiebra antes que ceder a un chantaje —dijo Roberto con tono desdeñoso.

—Sea; quiebra y lanzo otro diario cuya dirección entrego a Samazelle.

—No —gimió Samazelle.

—Usted comprende muy bien que el S. R. L. no tendría nada que ver con ese diario; semejante procedimiento provocaría su exclusión inmediata.

Trarieux miró a Roberto de hito en hito como para medir la solidez de su resistencia y debió sentirla muy pronto, porque se apresuró a batirse en retirada.

—Nunca pensé poner ese proyecto en ejecución —dijo alegremente—, pensaba emplearlo para intimidar a Perron. El éxito de ese diario debería, sin embargo, serle precioso —agregó con reproche—: Dobla el tiraje y dobla los efectivos.

—Ya sé —dijo Roberto—, pero le repito; a mi modo de ver, el único error de Perron y de Lucas es haberse empeñado en trabajar con medios financieros muy limitados. El día en que tengan detrás de ellos los capitales que usted ha puesto tan generosamente a su disposición ya verá la diferencia.

—Por supuesto —dijo Trarieux con una sonrisa—, porque al mismo tiempo que los capitales estarán obligados a aceptar a Samazelle.

El rostro de Roberto se endureció:

—Perdón; usted me dijo en abril que estaba dispuesto a tener L’Espoir sin condición.

Observé a Samazelle de reojo; no parecía nada incómodo: su mujer tenía un aspecto torturado, pero siempre tenía ese aspecto.

—No he dicho eso —dijo Trarieux—, he dicho que políticamente la dirección del diario recaía evidentemente sobre los responsables del S. R. L. y que yo no me metería. No se trató de ninguna otra cosa.

—Porque ninguna otra cosa parecía ser discutible —dijo Roberto con voz indignada—. Le prometí a Perron su independencia total y basándose en esta promesa tomó el enorme riesgo de unir L’Espoir al S. R. L.

—Admita que no tengo por qué considerarme comprometido por sus promesas —dijo Trarieux amablemente—. Además, no veo por qué Perron rechazaría esta combinación; Samazelle es su amigo.

—No se trata de eso; pero si se imagina que hemos complotado a sus espaldas para forzarle la mano, se empacará; y lo comprendo —dijo Roberto con vehemencia.

Parecía muy contrariado y yo también lo estaba; sobre todo porque conocía la opinión de Enrique sobre Samazelle.

—Yo también soy terco —dijo Trarieux.

—La posición de Samazelle será muy delicada si entra a L’Espoir contra la voluntad de Perron —dijo Roberto.

—Estoy muy de acuerdo —dijo Samazelle—. Por supuesto, creo que en otras circunstancias sería muy capaz de dar un nuevo empuje a un diario que está decayendo. Pero nunca consentiré ser impuesto a Perron contra su voluntad.

—Me disculpan si miro este negocio como si fuera un poco un negocio personal —dijo Trarieux con voz irónica—. No me propongo sacar un beneficio financiero; pero me niego absolutamente a tirar millones para nada: quiero resultados; si Perron rechaza su colaboración o si usted se la niega —le dijo a Samazelle—, yo me aparto. Nunca entro en una empresa que creo condenada al fracaso. Es un punto de vista que me parece sano; y en todo caso nada me hará cambiar —concluyó secamente.

—Me parece inútil discutir mientras usted no haya hablado con Perron —dijo Samazelle—; estoy convencido que pondrá buena voluntad. Después de todo nos mueve el mismo interés; el éxito del movimiento.

—Sí, Perron comprenderá sin duda la oportunidad de algunas concesiones, sobre todo si usted insiste en hacérselas comprender —dijo Trarieux, dirigiéndose a Roberto.

Roberto se encogió de hombros.

—No cuente conmigo —dijo.

La conversación se arrastró durante un rato más; cuando llegamos al pie de la escalera, media hora más tarde, dije:

—¡Qué mal olor tiene toda esta historia! ¿Qué te había dicho exactamente Trarieux en abril?

—No habíamos hablado sino del aspecto político del asunto.

—¿Y tú le prometiste algo más a Enrique? ¿Exageraste demasiado?

—Tal vez —dijo Roberto—. Por poco que hubiera vacilado no lo habría convencido; uno está obligado a exagerar un poco de tanto en tanto; si no, nunca haría nada.

—¿Por qué hace un rato no pusiste a Trarieux entre la espada y la pared? —pregunté—. O cumple sus promesas sin condición o se acabó, lo expulsan del S. R. L.

—¿Y entonces? —dijo Roberto—. Supongamos que elija la ruptura. El día en que Enrique necesite dinero, ¿qué será de él? —seguimos caminando en silencio y Roberto dijo bruscamente—: Si Enrique pierde ese diario por mi culpa nunca me lo perdonaré.

Yo veía la sonrisa de Enrique la noche de la victoria; le pregunté: —¿Usted no tenía ganas de meterse en esto?

—No muchas.

Le había costado subordinar L’Espoir al S. R. L.; adoraba su diario, adoraba su libertad y no quería a Samazelle. Era feo lo que le pasaba. Pero Roberto parecía tan abatido que guardé esas reflexiones para mí; sólo dije:

—No comprendo que hayas confiado en Trarieux, a mí me resulta muy desagradable.

—Me equivoqué —dijo Roberto brevemente. Reflexionaba—. Voy a pedirle dinero a Mauvanes.

—Mauvanes no te lo dará jamás.

—Se lo pediré a otros. Hay muchos tipos que tienen dinero. Ya encontraremos alguno que acepte.

—Me parece que para aceptar hay que ser a la vez millonario y miembro del S. R. L. —dije—. Es una combinación más bien excepcional.

—Lo buscaré —dijo Roberto—, y al mismo tiempo influiré en Trarieux a través de Samazelle. Samazelle no puede aceptar que lo impongan.

—No parecía molestarle tanto —dije. Me encogí de hombros—. No pierdes nada con intentarlo.

Al día siguiente Roberto vio a Mauvanes; Mauvanes se interesó pero evidentemente no prometió nada. Roberto vio a otras personas que no se interesaron en absoluto. Yo estaba muy inquieta, el recuerdo me pesaba; no hablé con Roberto aunque en lo posible evito ser una de esas mujeres que por compartir las preocupaciones de un hombre las aumentan, pero pensaba todo el tiempo. «Roberto —no debió haber hecho eso» —me decía. Y también me dije: «Antes no lo hubiera hecho». Extraño pensamiento: ¿qué significado tenía? Decía que sus responsabilidades le parecían más limitadas y más pesadas que antes porque ya no podía contar con el porvenir: entonces tenía más prisa por llegar y eso lo hacía menos escrupuloso. No me gustaba esa idea. Cuando uno vive tan cerca de alguien como yo de Roberto, juzgarlo ya es traicionarlo.

Nadine y Lambert volvieron pocos días después; ese regreso me sirvió de feliz diversión; estaban tostados, alegres, e incómodos como recién casados.

—Nadine será una reporter de primera —decía Lambert—. Para pasar por todos lados y hacer hablar a todo el mundo es terrible.

—Es divertido a veces ese oficio —concedía Nadine orgullosa.

Pero su mayor orgullo era que en el curso del viaje había descubierto a treinta kilómetros de París la casa de campo con la cual yo soñaba inútilmente desde hacía varias semanas, En seguida me gustó la fachada amarilla de postigos azules, el pasto inculto, el pequeño pabellón, las rosas salvajes, A Roberto también lo sedujo y firmamos el contrato. El interior estaba derruido, los senderos invadidos por ortigas; pero Nadine declaró que se encargaba de arreglarlo todo; de pronto se desinteresaba de su puesto de secretaria, lo abandonaba por un tiempo más a su reemplazante y se iba a instalar con Lambert en el pabellón; compartían su tiempo entre el libro que estaban redactando, la jardinería y la pintura mural. Con su tez bronceada, sus manos cansadas por el manubrio de la moto, su pelo sistemáticamente despeinado por Nadine, Lambert parecía menos dandy que antes: no tenía el menor aspecto de un trabajador manual, pero no tuve más remedio que confiar en ellos.

Nadine venía de tanto en tanto a París, pero sólo la víspera de nuestra partida para Auvergne nos permitió ir a Saint-Martin. Por teléfono nos invitó pomposamente a comer:

—Dile a papá que habrá una mayonesa, es la especialidad de Lambert.

Pero Roberto declinó la invitación:

—Cuando Lambert me ve se cree siempre obligado a atacarme; estoy obligado a contestarle, cosa que fastidia a todo el mundo y a mí más que a nadie —dijo con pesar.

La verdad es que en su presencia Lambert era siempre agresivo; eran muy pocas las personas que no se creían obligadas a inventarse una actitud frente a Roberto. «En el fondo cómo está de solo», pensé. Nunca le hablaban a él sino a un personaje rígido, lejano, sin verdad, que lo único que tenía de común con él era el nombre. Él que antes había adorado codearse anónimamente con la muchedumbre, no podía impedir que su nombre le creara un precipicio infranqueable: todos se lo recordaban implacablemente; y el hombre de carne y hueso que era en verdad Roberto, con sus risas, sus ternuras, sus rabias, sus insomnios, no interesaba a nadie. En el momento de ir a tomar el ómnibus insistí, sin embargo, para que viniera conmigo.

—Te aseguro que sería una comida desagradable —dijo—. Te advierto que no siento ninguna antipatía por Lambert.

—Con Nadine tiene mucho mérito —dije—. Es la primera vez que ella acepta trabajar en colaboración con alguien.

Roberto sonrió:

—¡Ella, que desprecia tanto la literatura, como estaba de orgullosa al ver su nombre en letras de molde!

—Mejor —dije—. La alienta a continuar. Es exactamente el género de trabajo que necesita.

La mano de Roberto descansó sobre mi hombro:

—¿Estás un poco más tranquila por la suerte de tu hija?

—Sí.

—Entonces, ¿qué esperas para escribirle a Romieux? —dijo Roberto con vehemencia—. Ya no tienes el menor motivo para vacilar.

—De aquí a enero pueden ocurrir muchas cosas —dije precipitadamente. Romieux reclamaba a gritos esa respuesta, pero me desesperaba decir definitivamente sí o no.

—Escucha, ves muy bien que Nadine se las arregla perfectamente sin ti —dijo Roberto—. Por otra parte, me lo has dicho a menudo, nada puede hacerle tanto bien como prescindir de nosotros.

—Es verdad —dije con desgano.

Roberto me miró con perplejidad.

—En fin, tienes ganas de hacer ese viaje, ¿no?

—Por supuesto —dije. Y en seguida sentí que el pánico se apoderaba de mí—. Pero no tengo ganas de dejar París. No tengo ganas de dejarte.

—Qué tonta eres, mi tontita —dijo tiernamente—. Cuando me dejas vuelves a encontrar todo igual. Y hasta me has confesado que no me extrañas —dijo riendo.

—Antes —dije—. Pero ahora, con todas estas preocupaciones que pesan sobre tus hombros, me angustio.

Roberto me miró con aire serio:

——Te angustias demasiado; ayer a causa de Nadine, hoy a causa de mí. Ya se convierte en una manía, ¿no?

—Quizá —dije.

—¡Sin duda! Tú también estás viviendo tu neurosis de paz. No eras así antes.

La sonrisa de Roberto era tierna; pero la idea que mi ausencia pudiera mortificarlo le parecía el invento de un cerebro enfermo. Se las arreglaría muy bien sin mí durante tres meses, al menos durante tres meses. Esa soledad, a la cual lo condenaban su nombre, su edad y la actitud de la gente, yo sólo podía compartirla, no suprimirla: no le pesaría ni más ni menos si yo no la compartía.

—¡Echa a rodar todos esos escrúpulos! —dijo Roberto—. Escribe en seguida esa carta o de lo contrario se te va a escapar el viaje.

—La escribiré al volver de Saint-Martin si todo anda verdaderamente bien —dije.

—Aun si no anda bien —dijo Roberto con voz imperiosa.

—Ya veremos —vacilé—. ¿En qué estás con Mauvanes?

—Ya te lo he dicho: se va de vacaciones; me dará su respuesta definitiva en octubre. Pero prácticamente me ofreció los billetes. —Roberto sonrió—. Él también quiere cuidar su izquierda.

—¿Prometió de veras?

—Sí. Y cuando Mauvanes promete, cumple.

—Me quitas un peso de encima —dije.

Mauvanes no era un falluto; me sentía verdaderamente tranquilizada. Pregunté:

—¿Piensas hablarle a Enrique?

—¿Para qué? ¿Qué puede hacer? Yo lo he metido en este barro, yo tengo que sacarlo —Roberto se encogió de hombros—. Y además corremos el riesgo de que se tome una rabieta y mande todo a paseo. No, le hablaré cuando tenga el dinero.

—De acuerdo —dije. Me puse de pie.

Roberto también se levantó y me sonrió:

—No te angusties más y diviértete.

—Haré lo posible.

Sin duda Roberto tenía razón; había empezado con la Liberación esa ansiedad que no sabía muy bien en qué fijarse; como a tantos otros me costaba readaptarme. La comida de aquella noche no me enseñaría nada nuevo. No era a causa de Nadine ni a causa de Roberto que yo vacilaba en contestarle a Romieux; mi angustia sólo me concernía a mí. A lo largo del trayecto en autocar me preguntaba si terminaría o no por resolverme. Empujé la verja del jardín. La mesa estaba tendida debajo del tilo y de la cocina llegaban gritos; entré directamente a la cocina. Nadine estaba de pie junto a Lambert que, con una servilleta anudada alrededor del cuello, batía furiosamente una salsa liquida.

—Llegas en pleno drama —me dijo alegremente—. Se cortó la mayonesa.

—Buenos días —dijo Lambert con aire sombrío—. Sí, se cortó la mayonesa; a mí, que no se me corta nunca.

—Te digo que se puede arreglar, continúa —dijo Nadine.

—Pero no, está perdida.

—La bates demasiado fuerte.

—Te digo que está perdida —repitió Lambert furioso.

—Ah, les voy a mostrar cómo se arregla una mayonesa —dije.

Tiré a la basura la salsa cortada y le tendí a Lambert otros dos huevos:

—Arréglese.

Nadine sonrió.

—Tienes a veces buenas ideas —dijo con tono imparcial; me tomó del brazo—: ¿Cómo está papá?

—Necesita un descanso.

—Cuando vengan de recorrer Francia la casa estará lista —dijo Nadine—. Ven a ver qué bien trabajé.

Abarrotado de bancos y de tarros de pintura, el futuro living-room tenía todavía la tristeza de las obras; pero las paredes de mi cuarto estaban pintadas de un rosa ceniciento, las de Roberto de ocre pálido; era un buen trabajo.

—Es maravilloso. ¿Quién ha hecho esto, él o tú?

—Los dos; yo doy las órdenes, él ejecuta. Trabaja fuerte y es muy obediente —dijo con aire feliz.

Reí:

—Eso te conviene.

Nadine necesitaba mandar, para cobrar seguridad: ocupada en hacerse obedecer, cesaba de interrogar. Hacía tiempo que no la había visto tan contenta. Le divertía jugar a la dueña de casa. Entre las ensaladeras y los platos de carne fría, Lambert colocó un gran bol de mayonesa untuosa y dura y vaciamos bajo los ojos de Nadine una botella de vino blanco. Me contaban con entusiasmo sus proyectos: primero Bélgica, Holanda, Dinamarca, todos los países ocupados; y luego el resto de Europa.

—Pensar que yo estaba decidido a plantar el reportaje —dijo Lambert—. Sin Nadine, seguramente lo hubiera plantado. Además, ella es mucho más capaz que yo, pronto no aceptará más que la acompañe.

—Por eso no quieres dejarme manejar tu miserable moto —gimió—. Sin embargo, no es tan difícil.

—No es difícil romperte la crisma, especie de loca.

Él le sonreía desde el fondo del alma; la veía dotada de un prestigio que a mí se me escapaba por completo. Yo nunca podría conocerla sino bajo un aspecto: mi hija. Para mí tenía únicamente dos dimensiones, era chata. Lambert descorchó una segunda botella de vino blanco; no sabía beber; ya sus ojos brillaban, tenía los pómulos rojos, un poco de sudor asomaba a su frente.

—No bebas demasiado —dijo Nadine.

—Ah, no juegues a la madre de familia. ¿Sabes lo que pasa cuando juegas a la madre de familia?

El rostro de Nadine se endureció:

—No digas tonterías.

Lambert se arrancó el saco:

—Tengo demasiado calor.

—Te vas a enfriar.

—Nunca me enfrío —se volvió hacia mí—. Nadine no quiere creerlo; no soy un fortachón, pero soy resistente. Estoy seguro que en muchos casos soy más aguantador que un monitor de Joinville.

—Ya veremos cuando atravesemos el Sahara en moto —dijo Nadine alegremente.

—Lo atravesaremos —dijo Lambert—. Una moto pasa por todos lados —me miró—: ¿Usted cree que se puede hacer?

—No tengo ni idea —dije.

—En todo caso lo intentaremos —dijo con decisión—. Hay que tratar de hacer las cosas. Ser un intelectual no es una razón para vivir en pantuflas.

—Prometido —dijo Nadine riendo—. Atravesaremos el Sahara y las mesetas del Tibet e iremos a explorar las junglas del Amazonas —detuvo la mano que Lambert tendía hacia la botella—. No, ya has bebido demasiado.

—No es cierto —se levantó y dio dos pasos—. ¿Acaso tambaleo? Una maravilla de equilibrio.

—Trata de hacer malabarismo —dijo Nadine.

—El malabarismo es una de mis especialidades —dijo Lambert. Tomó tres naranjas, las lanzó al aire, se le cayó una y él se extendió cuan largo era sobre el césped. Nadine se echó a reír con su gruesa carcajada brutal.

—¡Qué imbécil! —dijo tiernamente. Secó con su delantal la frente empapada de Lambert, que la dejaba hacer con aire feliz—. Es verdad que tiene talentos de sociedad —dijo—. ¡Canta canciones tan divertidas! ¿Quieres que cante una?

—Voy a cantarle «Corazón de chancho» —dijo Lambert con decisión.

Nadine reía a carcajadas mientras él cantaba; yo encontraba que había en la alegría de Lambert una desgracia casi patética; parecía tratar, con torpes sobresaltos, de salir de su pellejo, pero éste se le pegaba al cuerpo. Sus muecas, su voz jocosa, el sudor que chorreaba por sus mejillas, la fiebre inquieta de sus ojos me ponían incómoda. Me alegré cuando cayó a los pies de Nadine, que le acarició la cabeza con aire posesivo y dichoso.

—Eres —un buen chico— decía —o Ahora cálmate, descansa.

A ella le gustaba jugar a la enfermera y a él le gustaba hacerse mimar. Tenían muchas cosas en común: el pasado, la juventud, el rencor por las ideas y las palabras, sus sueños de aventuras, sus ambiciones inciertas. Quizá sabrían darse mutuamente confianza, inventarse empresas, éxitos, una dicha. Diecinueve años, veinticinco años: ¡qué porvenir joven tenían! Ellos no eran sobrevivientes… «¿Y yo?», pensé. ¿Estoy verdaderamente enterrada viva en el pasado? No, contesté con pasión, no. Nadine, Roberto, podían vivir sin mí; ellos no habían sido sino pretextos, yo era víctima de mi propia cobardía y de pronto me daba vergüenza. Un avión que me lleva, una ciudad gigante y durante tres meses ninguna otra consigna que instruirme y divertirme: ¡tanta libertad, tanta novedad, cómo las deseaba! Era sin duda una loca esperanza la de ir a perderme en el mundo de los vivos, yo que me había hecho un nido bajo los mirtos: ¡paciencia! Dejé de defenderme contra esa alegría que subía en mí. Sí: esta misma noche contestaría sí. Sobrevivir, después de todo, es sin cesar volver a vivir. Esperaba saberlo todavía.