Capítulo III

Nadine fue a buscar a Enrique varias noches seguidas al diario; una noche hasta subieron de nuevo a un cuarto de hotel, sin gran provecho. Para Nadine, hacer el amor, era evidentemente una ocupación fastidiosa. Enrique, a su vez, no tardó en aburrirse. Pero le gustaba salir con Nadine, verla comer, oírla reír, hablar con ella. Ella era ciega para muchas cosas; pero reaccionaba con viveza ante todo lo que veía y Nunca hacía trampas; él se decía que sería una agradable compañera de viaje y se sentía conmovido por su avidez. Cada vez que lo veía, ella le preguntaba:

—¿Has hablado?

—Todavía no.

Ella bajaba la cabeza con un aire tan desolado que él se sentía culpable; el sol, de qué comer, un viaje verdadero, todo lo que le había faltado y de lo que él continuaba privándola. Puesto que estaba decidido a romper, que por lo menos alguien aprovechara; además, hasta por el interés de Paula era mejor explicarse antes de partir, en lugar de dejarla consumirse de esperanzas durante la separación. Lejos de ella, él se sentía en su derecho: él no le había mentido, ella le mentía cuando fingía creer en la resurrección de un pasado muerto y enterrado.

Pero cuando estaba junto a ella encontraba que él también tenía su parte de culpa: «¿Soy un cochino por haber dejado de quererla?». Estaba en el Dôme con Julián y Luis y en una mesa cercana se hallaba esa mujer color glicina que leía La Mésaventure con afectación; había dejado sobre la mesa largos guantes violeta; al pasar ante ella le había dicho: «¡Tiene unos guantes preciosos!». ¿Le gustan? Son suyos. «¿Y qué haré con ellos?». «Guardarlos en recuerdo de nuestro encuentro». Juntos habían nublado sus miradas; algunas horas más tarde la oprimía contra él, desnuda, y decía: «Eres demasiado hermosa». No, no podía condenarse. Era natural que lo hubiera deslumbrado la belleza de Paula, su voz, el misterio de su lenguaje, la serenidad lejana de su sonrisa. Era un poco mayor que él, sabía un montón de pequeñas cosas que él ignoraba y que le parecían mucho más importantes que las grandes. Lo que más admiraba en ella era su desprecio por los bienes de este mundo; planeaba en una región sobrenatural donde a él le parecía imposible alcanzarla; y estaba anonadado de que ella se dignara hacerse carne entre sus brazos. «Por supuesto, me trabajé un poco la cabeza», se confesó. Ella había creído en los juramentos de eternidad y en el milagro de ser ella misma; sin duda es ahí donde residía su culpa: cuando había exaltado desmesuradamente a Paula para tomar luego demasiado lúcidamente su medida. Sí, culpas tenían los dos, ese no era el problema: el problema era salir de ahí. Daba vuelta a las frases en su boca: ¿sospechaba ella algo? Por lo general, cuando él se quedaba silencioso ella lo interrogaba enseguida.

—¿Por qué cambias esos adornos de lugar? —preguntó Enrique.

—¿No te parece que así es más bonito?

—¿Te importaría sentarte un minuto?

—¿Te irrito?

—No; pero quisiera hablarte.

Ella tuvo una risita crispada; —¡Qué aspecto solemne tienes! ¿No vas a decirme que ya no me quieres?

—No.

—Entonces, todo el resto me es igual —dijo sentándose; se inclinó hacia él con aire paciente, un poco burlón—. Habla, mi amor, te escucho.

—Quererse, no quererse; ése no es el único problema —dijo él.

—Para mí es el único.

—Para mí bien sabes que hay otras cosas que cuentan.

—Sí, ya sé, tu trabajo, los viajes; nunca te aparté de ellos.

—Hay otra cosa que me importa, te lo he dicho a menudo: mi libertad.

Ella sonrió de nuevo:

—¡No vas a contarme que no te dejo libre!

—Tan libre como lo permite una vida en común; pero para mí, libertad quiere decir primeramente soledad. ¿Recuerdas?, cuando me instalé aquí habíamos convenido que sería solamente mientras durará la guerra.

—No creí serte pesada —dijo. Ya no sonreía.

—Nadie podría serlo menos que tú. Pero encuentro que era mejor cuando cada cual vivía por su lado.

Paula sonrió: —Venías aquí todas las noches; decías que sin mí no podías dormir.

Había dicho eso durante un año, no más, pero no protestó; dijo:

—De acuerdo, pero escribía en mi cuarto de hotel…

—Era una de tus manías de muchacho ese cuarto —dijo ella con voz indulgente—. Nada de promiscuidad, nada en común, reconoce que tu código era muy abstracto; ni puedo creer que todavía lo tomes en serio.

—Pero no, no era abstracto. La vida en común trae a la vez la tensión y el abandono; me doy cuenta de que a menudo soy desagradable o negligente y que eso te apena. Es mejor verse solamente cuando uno tiene verdaderamente ganas.

—Yo siempre tengo ganas de verte —dijo ella con reproche.

—Pero yo, cuando estoy cansado o de mal humor, o cuando estoy escribiendo, prefiero estar solo.

Hablaba con voz seca; Paula sonrió de nuevo:

—Vas a estar solo un mes entero. Ya veremos a la vuelta si no has cambiado de opinión.

—No, no cambiaré —dijo firmemente.

Bruscamente, la mirada de Paula vaciló;

—Júrame una cosa…

—¿Qué?

—¿No te instalarás nunca con otra mujer?

—¡Estás loca! ¡Qué idea! Por supuesto, te lo juro.

—Entonces puedes recobrar tus queridas costumbres de muchacho —dijo en tono resignado.

Él la miró con curiosidad: —¿Por qué me preguntaste eso?

De nuevo la mirada de Paula se enloqueció; guardó un momento de silencio.

—Oh, sé muy bien que ninguna mujer ocupará jamás mi lugar en tu vida —dijo en un tono falsamente sereno—. Pero me ato a algunos símbolos. —Esbozó nuevamente el movimiento de levantarse como si temiera oír algo más; él la detuvo.

—Espera —dijo—; tengo que hablarte francamente; nunca viviré con otra, nunca. Pero es sin duda a causa de la austeridad de estos cuatro años: tengo ganas de novedad, de aventuras; tengo ganas de líos sin trascendencia, con mujeres.

—Pero tienes uno, ¿no es cierto? —dijo Paula tranquilamente—. Con Nadine.

—¿Cómo lo sabes?

—Mientes muy mal.

¡A veces era tan ciega y a veces tan perspicaz! Estaba desconcertado; dijo, molesto:

—Fue una tontería mía no contártelo; pero tenía miedo de apenarte y sin razón; no ha ocurrido casi nada y no durará mucho tiempo.

—¡Tranquilízate! ¡No estoy celosa de una chica y sobre todo de Nadine! —Se acercó a Enrique y se sentó en el brazo de su sillón—: Te lo dije la noche de Navidad: un hombre como tú no está sujeto a las mismas leyes que los demás. Hay una forma trivial de fidelidad que yo nunca reclamaría de ti. Diviértete con Nadine y con quien quieras —acarició alegremente el pelo de Enrique—: ¿Ves que respeto tu libertad?

—Sí —dijo él; estaba aliviado y decepcionado, esta victoria demasiado fácil no lo conducía a ninguna parte. Por lo menos había que llevarla hasta el final—. En realidad, Nadine no siente ni una sombra de amor por mí —agregó—; lo único que quiere es que la lleve de viaje; pero está convenido que a la vuelta nos separaremos.

—¿De viaje?

—Va a acompañarme a Portugal.

—¡No! —dijo Paula. Bruscamente su máscara serena voló hecha añicos y Enrique tuvo ante él un rostro de carne y hueso con labios temblorosos, con ojos brillantes de lágrimas—. ¡Me dijiste que no podías llevarme!

—No te importaba demasiado, entonces no me empeñé.

—¡No me importaba demasiado! Pero hubiera dado una mano por ir contigo. Sin embargo, comprendí que querías estar solo. Acepto sacrificarme por tu soledad —gritó sublevada—, ¡pero no por Nadine, no!

—Solo o con Nadine no le veo la diferencia —dijo con mala fe—, puesto que no tienes celos de ella.

—Hay toda la diferencia del mundo —dijo con voz desesperada—. Solo, yo estaba contigo, continuábamos juntos. El primer viaje de postguerra no tienes derecho a hacerlo con otra.

—Escucha —dijo—, si ves en esto un símbolo cualquiera te equivocas. Nadine tiene ganas de ver mundo, es una pobre chica que nunca ha visto nada; me da gusto pasearla: eso es todo.

—Entonces, si verdaderamente eso es todo —dijo Paula lentamente—, no la lleves —miró a Enrique con aire suplicante—: Te lo pido en nombre de nuestro amor.

Sé miraron un instante en silencio; el rostro entero de Paula no era más que una súplica; pero Enrique se sentía de pronto tan empecinado como si hubiera tenido que afrontar no a una mujer suplicante sino a torturadores armados.

—Acabas de decirme que respetabas mi libertad —dijo.

—Sí —dijo ella en tono hosco—, pero si te empeñaras en destruirte te lo impediría. No te dejaría traicionar nuestro amor.

—En resumen, soy libre de hacer lo que tú quieres —dijo con voz irónica.

—¡Qué injusto eres! —dijo ella en un sollozo—. Acepto todo de ti, todo. Pero eso sé que no debo aceptarlo. Nadie más que yo debe irse contigo.

—Tú lo decretas —dijo él.

—Pero es evidente.

—No para mí.

—¡Porque te ciegas, porque quieres cegarte! Escucha —dijo con voz razonable—, esa chica te tiene sin cuidado y mira qué pena me causas. No la lleves.

Enrique guardó silencio; no había mucho que contestar a ese argumento; sentía por Paula el mismo rencor que si ella hubiese empleado contra él una fuerza física.

—Está bien, no la llevaré —dijo. Se puso de pie y caminó hacia la escalera—. Pero no vuelvas a hablarme de libertad.

Paula lo siguió y le puso las manos sobre los hombros:

—¿Tu libertad consiste en hacerme sufrir?

Él se liberó bruscamente:

—Si resuelves que sufres cuando hago lo que tengo ganas de hacer, tengo que elegir entre mi libertad y tú.

Dio un paso y ella clamó con voz inquieta:

—Enrique —había pánico en sus ojos—, ¿qué quieres decir?

—Lo que digo.

—¿No vas a estropear nuestro amor a propósito?

Enrique se volvió hacia ella:

—¡Bueno, puesto que te empeñas, expliquémonos de una vez por todas! —dijo. Estaba bastante irritado contra ella para llegar por fin hasta el extremo de la verdad—. Hay un malentendido entre nosotros. No tenemos la misma idea del amor…

—No hay ningún malentendido —dijo Paula precipitadamente—. Sé lo que vas a decirme: el amor es toda mi vida y tú quieres que sea solamente una cosa en tu vida. Lo sé y estoy de acuerdo.

—Sí, pero a partir de ahí se plantean los problemas.

—¡Ah, no! —dijo Paula—. Pero todo esto es estúpido —agregó con voz agitada—. ¡No vas a poner nuestro amor en tela de juicio porque te pido que no te vayas con Nadine!

—No me iré con ella; convenido. Pero ya no se trata de eso.

—Bueno, escucha —dijo Paula bruscamente—, terminemos. Si te resulta absolutamente necesario llevarla para probarte que eres libre, prefiero que la lleves. No quiero que pienses que te tiranizo.

—Puedes estar segura de que no la llevaré si vas a amargarte durante todo ese viaje.

—Me amargaré mucho más si te diviertes en destruir nuestro amor por despecho —se encogió de hombros—. Eres muy capaz de hacerlo: ¡les das tanta importancia a tus menores caprichos!

Lo miró con aire implorante; esperaba que él contestara: «No te guardaré ningún rencor»; podía esperar mucho tiempo. Suspiró:

—Me quieres, pero no quieres sacrificar nada a nuestro amor; yo soy la que tengo que dar todo.

—Paula. —Dijo él con voz amistosa—, si hago ese viaje con Nadine te repito que a la vuelta dejaré de verla y que entre tú y yo nada habrá cambiado.

Ella calló. «Estoy cometiendo una extorsión —pensó Enrique—, es un poco abyecto». Lo más vil era que también Paula lo sabía; jugaba la carta de la generosidad sabiendo que aceptaba un trato bastante sórdido. Pero ¿qué se le va a hacer? Hay que querer lo que se quiere. Él quería llevarse a Nadine.

—Harás lo que quieras —dijo Paula. Suspiró—. Supongo que les doy demasiada importancia a los símbolos. En verdad, que esa chica te acompañe o no tiene muy poca importancia.

—No tiene ninguna importancia —dijo Enrique con autoridad.

Paula no volvió sobre el tema en los días que siguieron, pero cada uno de sus gestos, cada silencio, significaba: «Estoy indefensa y abusas». Es verdad que no tenía ningún arma, ni la más mínima; pero estar tan desvalida también era una trampa. No le dejaba a Enrique más salida que la de ser víctima o verdugo; no tenía ninguna gana de jugar a la víctima; lo fastidioso es que tampoco era un verdugo. Se sentía más bien incómodo en su pellejo la noche en que se juntó con Nadine en el andén de la estación de Austerlitz.

—No llegaste temprano —dijo ella en tono rezongón.

—Tampoco tarde.

—Subamos rápido, el tren podría irse.

—No va a salir antes de hora.

—Uno nunca sabe.

Subieron y eligieron un compartimiento vacío. Durante un largo rato Nadine se quedó plantada con aire perplejo entre las dos banquetas y luego se sentó junto a la ventana, dando la espalda a la locomotora; abrió su maleta y se dedicó a instalarse con prolijos cuidados de solterona: se ponía un batón, unas zapatillas, envolvía una manta alrededor de sus piernas, colocaba una almohada bajo su cabeza; de la bolsa que le servía de cartera sacó una tableta de chicle; entonces recordó la existencia de Enrique y sonrió con aire atrayente:

—¿Berreó mucho Paula cuando vio que decididamente me llevabas?

Enrique se encogió de hombros:

—Evidentemente no le causó placer.

—¿Qué te dijo?

—Nada que te importe.

—Pero me divierte saber.

—No me divierte contarte.

Sacó de su bolsa un tejido color granate y se puso a hacer chasquear sus agujas mientras mascaba su chicle. «Está exagerando», pensó Enrique malhumorado; tal vez lo estaba provocando a propósito porque sospechaba que los remordimientos de Enrique se detenían en el departamento rojo; Paula lo había abrazado sin lágrimas: «Que tengas un buen viaje». Pero en este momento lloraba. «Le escribiré en cuanto llegue», se dijo. El tren se movía, se deslizaba a través de un triste crepúsculo de suburbio y Enrique abrió una novela policial; echó una mirada sobre el rostro hosco que tenía enfrente. Por el momento no podía nada contra la tristeza dé Paula, no valía la pena estropear el placer de Nadine; hizo un esfuerzo y dijo con entusiasmo:

—Mañana a estas horas atravesaremos España.

—Sí.

—No me esperan tan pronto en Lisboa, tendremos dos días para nosotros.

Ella no contestó; durante un momento siguió tejiendo con aplicación; luego se extendió sobre la banqueta, se puso bolas de cera en los oídos, se vendó los ojos con un pañuelo y le volvió la espalda a Enrique: «¡Yo que esperaba que sus sonrisas me recompensarían de las lágrimas de Paula!», se dijo con ironía; terminó su novela y apagó; ya los cristales no parecían pintados de azul, las praderas completamente negras se extendían bajo un cielo sin estrellas, hacía frío en el compartimiento, ¿por qué estaba en ese tren frente a esa extraña que respiraba ruidosamente? De pronto parecía imposible que el pasado los esperara en la cita.

«Por lo menos podría ser más amable», se dijo al día siguiente con rencor en la ruta que conducía a Irún; Nadine ni siquiera había sonreído cuando al salir de la estación de Hendaya habían sentido sobre la piel el sol y el viento liviano; mientras él hacía visar los pasaportes, ella bostezaba sin disimulo; ahora caminaba ante él a grandes zancadas de muchacho; él llevaba dos pesadas maletas, sentía calor bajo ese sol nuevo y miraba sin placer las piernas fuertes un poco velludas cuyos zoquetes subrayaban la ingrata desnudez. Una barrera se había cerrado tras ellos; por primera vez, desde hacía seis años, pisaba un suelo que no era francés; una barrera se levantó ante ellos y oyó el grito de Nadine: «¡Oh!». Era ese gemido apasionado que él había intentado en vano arrancarle con sus caricias.

—¡Oh! ¡Mira!

A la vera de la ruta, junto a una casa incendiada habían armado un mostrador: naranjas, bananas, chocolate; Nadine se abalanzó, tomó dos naranjas y le tendió una a Enrique; ante esta alegría fácil que dos kilómetros separaba inexorablemente de Francia, él sintió en su pecho algo negro y duro, que desde cuatro años antes hacía las veces de corazón, transformarse en estopa; había mirado sin parpadear las fotografías de los chicos holandeses agonizando de hambre: y ahora tenía ganas de sentarse al borde del camino, la cabeza entre las manos y de no moverse más. Nadine había recobrado su buen humor; se atragantó de frutas y de bombones a través de los campos vascos y de los desiertos castellanos; miraba sonriendo el cielo de España. Pasaron otra noche más, acostados en medio del polvo de las banquetas; por la mañana costearon un arroyo celeste que serpenteaba entre los olivos que se tornó en río y luego en lago. El tren se detuvo: Lisboa.

—¡Cuántos taxis!

Una fila de taxis esperaba cerca del andén; Enrique dejó las maletas en la estación y dijo al chofer: «Llévenos a pasear». Nadine le apretaba el brazo gritando de terror, mientras bajaban a una velocidad que parecía vertiginosa las calles abruptas donde corrían estruendosos tranvías: habían perdido la costumbre de andar en auto. Enrique reía también oprimiendo el brazo de Nadine; volvía la cabeza a derecha e izquierda con una alegría incrédula: el pasado los esperaba en la cita. Una ciudad del sur, una ciudad ardiente y fresca con la promesa del mar en el horizonte, y un viento salado golpeando sus promontorios: él la reconocía. Y sin embargo, lo asombraba más que antaño Marsella, Atenas, Nápoles, Barcelona, porque hoy toda novedad lindaba con el prodigio; era hermosa esa capital de corazón juicioso, de colinas desordenadas, con sus casas de colores tiernos y sus grandes barcos blancos.

——Déjenos en algún lugar del centro —pidió. El taxi se detuvo junto a una gran plaza rodeada de cinematógrafos y de cafés; en las terrazas estaban sentados hombres de trajes oscuros: no había mujeres; las mujeres se atareaban en la calle de las tiendas que bajaba hacia el estuario; Enrique y Nadine miraban deslumbrados:

—¡Te das cuenta!

Cuero, verdadero cuero grueso y flexible cuyo olor se adivinaba; maletas de cuero de chancho, guantes de pecarí, tabaqueras rojizas, y sobre todo esos zapatos de suelas espesas de goma con los cuales se podría caminar sin hacer ruido y sin mojarse los pies. Seda verdadera, lana verdadera, trajes de franela, camisas de poplin. Enrique advirtió de pronto que debía tener un aspecto miserable con su traje de fibrana y sus zapatos rajados que se abrían en las puntas; y entre esas mujeres que llevaban pieles, medias de seda, finos escarpines, Nadine parecía una pordiosera.

—Mañana vamos a comprar cosas —dijo—. Montones de cosas.

—¡No parece verdad! —dijo Nadine—. ¡Qué dirían si vieran esto los amigos de París!

—Lo mismo que estamos diciendo —dijo Enrique riendo.

Se detuvieron ante una confitería y esta vez no fue la codicia sino el escándalo lo que endureció la mirada de Nadine; él también permaneció un rato petrificado de incredulidad y empujó a Nadine por el hombro.

—Entremos.

Aparte de un anciano y de un chico, no había sino mujeres alrededor de las mesitas, mujeres de cabello brillante, abrumadas de pieles, de joyas y de celulitis que cumplían religiosamente con su gula cotidiana. Dos chiquilinas de trenzas negras que llevaban en bandolera una cinta azul y un montón de medallas colgando del cuello, saboreaban con aire reservado un espeso chocolate cubierto de crema batida.

—¿Quieres? —dijo Enrique.

Nadine hizo sí con la cabeza; cuando la camarera hubo colocado la taza ante ella, la llevó a sus labios y la sangre se retiró de su rostro.

—No puedo —dijo; y agregó en tono de excusa—: Mi estómago ha perdido la costumbre.

Pero su malestar no había venido de su estómago; había pensado en algo o en alguien. Él no le hizo ninguna pregunta.

El cuarto del hotel estaba tapizado de cretona flamante; en el cuarto de baño había agua caliente y verdadero jabón, toallas de género esponja. Nadine recobró toda su alegría. Exigió frotar a Enrique con un guante de crin y cuando tuvo la piel roja y ardiente de pies a cabeza lo tumbó riendo sobre la cama. Hizo el amor con tan buen humor que parecía que sentía placer. Le brillaban los ojos a la mañana siguiente cuando palpaba con su mano ruda las lanas opulentas, las sedas:

—¿Hay tiendas tan lindas en París?

—Las había mucho más lindas. ¿No lo recuerdas?

—No iba a las tiendas lujosas, era demasiado chica. —Miró a Enrique con esperanza—: ¿Crees que eso renacerá algún día?

—Algún día, quizá.

—Pero ¿cómo son tan ricos aquí? Yo creía que era un país pobre.

—Es un país pobre donde hay gente muy rica.

Compraron para ellos y para la gente de París géneros, medias, ropa, zapatos, tricotas. Almorzaron en un sótano tapizado de carteles multicolores donde los toreros a caballo desafiaban toros furiosos. «Carne o pescado: también tiene sus restricciones», dijo Nadine riendo. Comieron bifes color ceniza y luego, ambos calzados con zapatos de un amarillo agresivo pero de suelas lujosas, escalaron las calles, empedradas con guijarros redondos, que subían hacia los barrios populosos. En una encrucijada unos chicos descalzos miraban sin reír un teatro de títeres descolorido; la calzada se estrechaba, los frentes estaban descascarados, el rostro de Nadine se ensombreció.

—Es repugnante esta calle, ¿hay muchas así?

—Creo que sí.

—No parece indignarte.

No estaba con humor de indignarse. En verdad, hasta era con un cierto placer que volvía a ver la ropa abigarrada que se secaba en las ventanas asoleadas, sobre un pozo de sombra. Siguieron en silencio por una callejuela y Nadine se detuvo en medio de una escalera de piedras mugrientas.

—Es repugnante —repitió—, vámonos.

—Sigamos un poco más —dijo Enrique.

En Marsella, en Nápoles, en el Pireo, en el Barrio Chino, había pasado horas vagando por callejuelas miserables; por supuesto, entonces, como hoy, deseaba que se terminara con toda esa miseria; pero ese voto permanecía abstracto, nunca había tenido ganas de huir: ese violento olor humano lo aturdía. De arriba a abajo de la colina era el mismo hervidero viviente, el mismo cielo azul ardía encima de los tejados; a Enrique le parecía que de un momento a otro iba a recobrar en toda su intensidad la vieja alegría; la perseguía de calleja en calleja: pero no la encontraba. Las mujeres, sentadas en cuclillas ante las puertas, asaban sardinas sobre pedazos de carbón de leña; el olor a pescado podrido cubría el del aceite caliente; estaban descalzas; aquí todo el mundo andaba descalzo. En los sótanos abiertos a la calle, ni una cama, ni un mueble, ni una imagen: catres, chicos sarnosos, y de tanto en tanto una cabra: afuera ni una voz alegre, ni una risa, ojos muertos. ¿La miseria era más desesperada aquí que en otras ciudades? ¿O será que en vez de endurecerse uno se sensibiliza a la desgracia? El azul del cielo parecía cruel encima de la sombra malsana, y Enrique se sentía invadido por la consternación muda de Nadine. Se cruzaron con una mujer cubierta de harapos negros con un chico colgando de su pecho desnudo, que corría con aire desesperado, y Enrique dijo bruscamente:

—¡Ah, tienes razón, vámonos!

Pero de nada había servido irse. Enrique lo advirtió al día siguiente en un cocktail dado por el consulado francés. La mesa estaba cargada de sándwiches y de dulces fabulosos, las mujeres llevaban vestidos de colores olvidados, todos los rostros reían, se hablaba francés, la colina de Gracia estaba muy lejos, en un país completamente extraño cuyas desdichas no le incumbían a Enrique, reía cortésmente con los demás cuando el viejo Mendoz das Viernas lo arrastró hasta un rincón de la sala; llevaba cuello duro, una corbata negra, había sido ministro en la dictadura de Salazar; clavó en Enrique una mirada desconfiada:

—¿Qué impresión le ha causado Lisboa?

—¡Es una ciudad magnífica! —dijo Enrique. La mirada se ensombreció y agregó con una sonrisa—: Debo decirle que todavía no he visto gran cosa.

—Por lo general, los franceses que vienen aquí se las arreglan para no ver absolutamente nada —dijo das Viernas con rencor—. Valery admiró el mar, los jardines; para el resto, un ciego —el viejo hizo una pausa—. ¿Usted también está resuelto a taparse los ojos?

—Al contrario —dijo Enrique—. Sólo pido emplearlos.

—Por lo que me habían dicho de usted es lo que esperaba —dijo das Viernas con voz dulcificada—. Vamos a concertar una cita para mañana y me encargo de mostrarle Lisboa. Una hermosa fachada, sí, pero ya verá lo que hay detrás.

—Ayer ya di una vuelta por la colina de Gracia —dijo Enrique.

—¡Pero no entró en las casas! Quiero que compruebe con sus propios ojos cómo vive, cómo come esa gente: no me creería. —Das Viernas se encogió de hombros—. ¡Toda esa literatura alrededor de la melancolía portuguesa y de su misterio! Es muy sencillo, sin embargo; sobre siete millones de portugueses, hay setenta mil que no pasan hambre.

Imposible zafarse: Enrique pasó la mañana siguiente visitando tugurios. El exministro había convocado a algunos amigos al final de la tarde a propósito para que él los conociera: imposible negarse. Todos llevaban trajes oscuros, cuellos duros, galeritas, hablaban ceremoniosamente, pero de tanto en tanto el odio transfiguraba sus rostros razonables. Eran exministros, experiodistas, exprofesores, arruinados por haberse negado a unirse al régimen; todos tenían parientes y amigos deportados, estaban pobres y perseguidos; los que todavía se obstinaban en luchar sabían que la isla del infierno los acechaba: un médico que atendía gratuitamente a los pordioseros, que trataba de abrir un dispensario o de introducir un poco de higiene en los hospitales, era en seguida sospechoso; cualquiera que organizara un curso nocturno, cualquiera que hiciera un gesto generoso o sencillamente caritativo, era un enemigo de la Iglesia o del Estado. Sin embargo, se empecinaban. Y querían creer que la ruina del nazismo arrastraría consigo ese fascismo clerical. Soñaban con derrocar a Salazar y crear un Frente Nacional análogo al que se había reconstituido en Francia. Se sabían muy solos: los capitalistas ingleses tenían fuertes intereses en Portugal, los americanos negociaban con el gobierno la compra de bases aéreas en las Azores. «Francia es nuestra única esperanza», repetían. Suplicaban: «Dígales a los franceses la verdad, ellos no saben, si supieran vendrían en nuestra ayuda». Impusieron a Enrique entrevistas cotidianas, la abrumaban con hechos, cifras, le dictaban estadísticas, lo paseaban por los barrios hambrientos: no eran exactamente la clase de vacaciones que él había soñado, pero no podía elegir. Prometía mover a la opinión con una campaña de prensa: la tiranía política, la explotación económica, el terror policial, el atontamiento sistemático de las masas, la vergonzosa: complicidad del clero, diría todo. «Si Carmona supiera que Francia está dispuesta a sostenernos marcharía con nosotros», afirmaba das Viernas. Había conocido anteriormente a Bidault y pensaba proponerle una especie de tratado secreto: a cambio de su apoyo el futuro gobierno portugués podría ofrecerle a Francia transacciones ventajosas respecto a las colonias de África. ¡Resultaba imposible explicarle sin grosería hasta qué punto ese proyecto era quimérico!

—Veré a Tournelle, su jefe de gabinete —prometió Enrique la víspera de su partida para Algarve—. Es un camarada de la resistencia.

—Voy a poner a punto un proyecto preciso que le confiaré a su vuelta —dijo das Viernas.

Enrique estaba contento de dejar Lisboa. Los servicios franceses le prestaban un automóvil para que hiciera cómodamente su gira de conferencias; podría disponer de él todo el tiempo que quisiera y pasaría por fin verdaderas vacaciones. Desgraciadamente, sus nuevos amigos contaban con que pasaría su última semana conspirando con ellos: iban a reunir una documentación exhaustiva y a coordinar encuentros con algunos comunistas de las canteras de Zamora. Ni pensar en negarse.

—Total, tenemos apenas quince días para pasear —dijo Nadine en tono rezongón.

Estaban comiendo en un bodegón del otro lado del Tajo; una camarera había puesto sobre la mesa pedazos de merluza frita y una botella de vino color rosa sucio; a través del vidrio veían las luces de Lisboa que se escalonaban entre el cielo y el agua.

—¡En quince días, con un auto, se pueden ver muchas cosas! —dijo Enrique—. ¡Te das cuenta de la suerte que tenemos!

—Justamente: es una lástima no aprovecharla.

—No puedo decepcionar a todos esos tipos que cuentan conmigo, ¿no?

Se encogió de hombros:

—No puedes hacer nada por ellos.

—Puedo hablar en nombre de ellos; es mi oficio; de lo contrario, ni vale la pena ser periodista.

—Quizá no valga la pena.

—No pienses ya en la vuelta —dijo él en tono conciliador—; vamos a hacer un viaje estupendo. Y mira esas lucecitas a orillas del agua cómo son de lindas.

—¿Qué tienen de lindas? —dijo Nadine. Era el tipo de preguntas irritantes que le gustaba hacer. Él se encogió de hombros—. No, de veras —insistió—, ¿qué les ves de lindo?

—Es lindo y basta.

Ella apoyó su frente contra el vidrio.

—Quizá fueran lindas si no supiéramos lo que hay detrás; pero cuando se sabe… Es otra impostura —concluyó con rabia—. Aborrezco esta horrible ciudad.

Era una impostura sin duda alguna y, sin embargo, no podía dejar de pensar que esas luces eran lindas; el cálido olor de la miseria, sus alegres disfraces ya no lo engañaban; pero esas llamitas que centelleaban a lo largo de las aguas oscuras lo conmovían a pesar de todo; quizá porque le recordaban un tiempo en que él ignoraba lo que se oculta detrás de esas bambalinas; quizá lo único que aquí le gustaba era el recuerdo de un espejismo. Miró a Nadine: ¡dieciocho años y ni un espejismo en su memoria! Él, al menos, había tenido un pasado. «Y un presente, y un porvenir —protestó en sí mismo—. Felizmente, aún quedan cosas para amar».

Aún quedaban, felizmente. ¡Qué placer tener de nuevo un volante entre las manos y esas rutas ante sí hasta donde no llega la vista! Después de todos esos años, Enrique, el primer día, se sentía intimidado; el auto parecía dotado de una vida personal; tanto más que era pesado, tenía mala suspensión, era ruidoso y caprichoso; y sin embargo, obedecía tan espontáneamente como una mano.

—¡Qué rápido anda, es formidable! —decía Nadine.

—Ya has paseado alguna vez en auto, ¿no?

—En París, en jeeps, pero nunca anduve tan ligero.

Eso también era una impostura, la vieja ilusión de libertad y de poderío, pero ella la aceptaba sin escrúpulo. Bajaba todos los vidrios, bebía golosamente el viento y el polvo. Si Enrique la hubiera escuchado, nunca habrían bajado del coche; lo que a ella le gustaba era correr lo más rápido posible entre la rutas y el cielo; apenas se interesaba en los paisajes. Y sin embargo, ¡que hermosos eran! El polvo dorado de las mimosas, los juiciosos paraísos primitivos que repetían al infinito los azahares de cabezas redondas, los delirios de piedra de Battaglia, el dúo majestuoso de las escaleras que subían entrelazadas hacia una iglesia blanca y negra, las calles de Beja, donde se arrastraban los antiguos gritos de una monja enferma de amor. En el sur, con olor a África, unos burritos giraban alrededor de una noria para arrancar un poco de agua al suelo árido; de tanto en tanto se divisaba en medio de los aloes azules que apuñaleaban la tierra roja, la falsa frescura de una casa lisa y blanca como la leche. Subieron hacia el norte por una ruta donde las piedras parecían haber robado a las flores sus colores más violentos: violeta, rojo, ocre; y luego los colores volvieron a convertirse en flores entre las suaves colinas del Minho. Sí, un hermoso decorado y que se desenvolvía demasiado pronto para que uno tuviera tiempo de pensar en lo que había detrás. A lo largo de las costas de granito, como sobre las rutas ardientes del Algarve, los campesinos caminaban descalzos, pero parecía no haber muchos. Fue en Oporto el rojo, donde la mugre tiene el color de la sangre, donde se acabó la fiesta. Sobre los muros de los tugurios, todavía más sombríos y más húmedos que los de Lisboa e hirvientes de chicos desnudos, habían pegado carteles: «Insalubre. Prohibido vivir aquí». Unas chiquitas de cuatro o cinco años vestidas con bolsas agujereadas hurgaban en la basura. Para almorzar, Enrique y Nadine se ocultaron en un lugar oscuro, pero adivinaban rostros pegados a los vidrios del restaurante. «¡Aborrezco las ciudades!», dijo Nadine con furor. Permaneció encerrada toda la tarde en su cuarto y al día siguiente apenas abrió la boca. Enrique no trató de alegrarla.

En el día fijado para el regreso se detuvieron a almorzar en un pequeño puerto a tres horas de Lisboa; dejaron el coche ante la hostería para escalar una de las colinas que dominaban el mar; en la cima se erguía un molino blanco con un tejado de tejas verdes; habían colgado de sus alas unos jarritos de barro de boca angosta donde el viento cantaba. Enrique y Nadine bajaron la colina entre los olivos y los almendros en flor y la música pueril los perseguía. Se dejaron caer sobre la arena de la playa; unas barcas con velas rojizas vacilaban sobre el mar pálido.

—Aquí estaremos bien —dijo Enrique.

—Sí —dijo Nadine con aire desapacible; y agregó—: Me muero de hambre.

—Evidentemente. No has comido nada.

—Pido huevos pasados por agua y me traen un bol de agua tibia y huevos crudos.

—El bacalao era muy bueno; las habas también.

—Una sola gota de aceite y mi estómago desbordaba —escupió Con furia—. Tengo aceite en la saliva.

Con un ademán decidido se arrancó la blusa.

—¿Qué haces?

—¿No lo ves?

No llevaba corpiño y, acostada de espaldas, ofrecía al sol la desnudez de sus pechos livianos.

—No, Nadine; si alguien viniera…

—No vendrá nadie.

—Te conviene creerlo.

—Me tiene sin cuidado; quiero sentir el sol. —Los pechos al viento, el pelo abandonado sobre la arena, miraba el cielo con reproche—. Hay que aprovechar, puesto que es el último día.

Él no contestó, y ella dijo con voz plañidera:

—¿Estás verdaderamente decidido a volver a Lisboa esta noche?

—Sabes muy bien que nos esperan.

—No hemos visto la montaña; todos decían que era lo más lindo; en ocho días podríamos todavía dar una vuelta espléndida.

—Te digo que tengo gente que ver.

—¿Tus viejos con cuello duro? Quedarían muy bien en las vitrinas del Museo del Hombre; pero, como revolucionarios, déjame reír.

—Yo los encuentro conmovedores —dijo Enrique—. Y te prevengo que corren grandes riesgos.

—Hablan mucho —hizo chorrear la arena entre sus dedos—. Palabras, como dice el hermano, palabras.

—Siempre es fácil tomar un aire de superioridad ante la gente que intenta algo —dijo él con un poco de fastidio.

—Lo que les reprocho es no intentar nada en serio —dijo ella con irritación—. En vez de hablar tanto, yo liquidaría a Salazar de un buen golpe.

—No adelantarían gran cosa.

—Adelantarían que estaría muerto. Como dice Vicente, la muerte al menos no perdona —miraba el mar con aire meditativo—. Si alguien estuviera resuelto a saltar con él, el golpe resultaría fácil.

—No lo intentes —dijo Enrique sonriendo; puso su mano sobre el brazo cubierto de arena—. ¡Te das cuenta mi papel!

—Sería un lindo fin —dijo Nadine.

—¿Tienes mucha prisa por llegar al fin?

Ella bostezó: —¿Te divierte vivir?

—No me aburre —dijo él alegremente.

Ella se irguió sobre un codo y lo examinó con curiosidad.

—Explícame, ¿borronear cuartillas como lo haces de la mañana a la noche te llena verdaderamente la vida?

—Cuando escribo sí, me llena la vida —dijo—. Hasta tengo unas ganas terribles de volver a empezar.

—¿Cómo te empezó eso de querer escribir?

—¡Oh, se remonta a muy lejos! —dijo Enrique.

Se remontaba a muy lejos, pero él no sabía demasiado qué importancia conceder a sus recuerdos.

—Cuando yo era joven, un libro me parecía algo mágico.

—A mí también me gustan los libros —dijo Nadine con viveza: ¡Pero ya hay tantos! ¿De qué sirve fabricar uno más?

—Nadie tiene exactamente las mismas cosas que decir que los demás: cada cual tiene su vida, sus relaciones propias con las cosas, con las palabras.

—¿Y no te molesta pensar que hay tipos que han escrito cosas tan superiores a lo que tú harás? —dijo Nadine con un tono levemente irritado.

—Al principio no lo pensaba —dijo Enrique sonriendo—; uno es arrogante cuando no ha hecho nada y luego, cuando uno ya está metido en el baile, se interesa en lo que escribe y no pierde más tiempo en comparaciones.

—¡Por supuesto, uno se las arregla! —dijo ella con voz enfadada, dejándose caer cuan larga era sobre la arena.

Él no había sabido contestarle; es muy difícil explicarle por qué a uno le gusta escribir, a alguien que no le gusta. Por otra parte, ¿podía explicárselo a él mismo? Él no imaginaba que lo leerían eternamente y, sin embargo, cuando escribía se sentía instalado en la eternidad; lo que lograba poner en palabras le parecía salvado, absolutamente; ¿qué había de verdad en todo eso? ¿En qué medida no era también un espejismo? Ésa era una de las cosas que hubiera tenido que aclarar durante sus vacaciones, pero en realidad no había aclarado nada. Lo seguro es que sentía una piedad casi angustiada por todas esas vidas que ni siquiera intentaban expresarse: las de Paula, de Ana, de Nadine. «¡A la hora que es —pensó—, mi libro ya ha aparecido!». Hacía tiempo que no había afrontado el público y lo intimidaba pensar que había gente que estaba leyendo su novela y hablando de ella. Se inclinó sobre Nadine y le sonrió:

—¿Estás bien?

—Sí, aquí se está bien —dijo con un tono un poco regalón.

—Se está bien.

Entrelazó sus dedos con los de Nadine y se pegó a la arena caliente; entre el mar sin violencias que el sol desteñía. Y el azul imperioso del cielo, había una dicha suspendida para que él pudiera apoderarse de ella; habría bastado una sonrisa de Nadine: era casi bonita cuando sonreía; pero el rostro salpicado de pecas permanecía inerte; él dijo:

—¡Pobre Nadine!

Ella se irguió bruscamente:

—¿Por qué pobre?

Había motivos para compadecerla, pero no sabía exactamente cuáles:

—Porque este viaje te ha decepcionado.

—Bah, tampoco esperaba tanto.

—Sin embargo, tuvimos buenos momentos.

—Todavía podríamos tenerlos —el azul frío de sus ojos volvió a cobrar calor—. Deja caer a esos viejos soñadores; no hemos venido para eso. Paseemos. Divirtámonos, mientras nos quede carne sobre los huesos.

Él se encogió de hombros:

—Bien sabes que no es tan fácil divertirse.

—Intentémoslo. Una gran excursión por las montañas sería lindo, ¿no? Te gusta andar en auto. En cambio, esas reuniones, esas encuestas te hartan.

—Por supuesto.

—¿Entonces? ¿Quién te obliga a hacer cosas que te pudren? ¿Es una vocación?

—Trata de darte cuenta: ¿puedo explicarles a esos pobres viejos que sus desdichas no interesan a nadie, que Portugal es demasiado pequeño, que tiene sin cuidado al mundo entero?

—Enrique se inclinó hacia Nadine sonriendo. —¿Puedo hacerlo?

—Puedes telefonearles que estás enfermo y nos vamos a Evora.

—Les destrozaría el corazón —dijo Enrique—. No, no puedo.

—Mejor dicho, no quieres —dijo Nadine agriamente.

—Bueno —dijo con impaciencia—, no quiero.

—Eres todavía peor que mi madre —rezongó hundiendo la nariz en la arena.

Enrique se dejó caer cuan largo era junto a ella. «Divirtámonos». Antes sabía divertirse; los sueños de los viejos conspiradores los hubiera sacrificado en un impulso a esas alegrías que había conocido antes. Cerró los ojos. Estaba acostado en otra playa al lado de una mujer de carne dorada, vestida con un «pareo» florido, la más hermosa de las mujeres, Paula; sobre sus cabezas oscilaban palmas y a través de los juncos miraban avanzar sobre el mar, trabadas por sus vestidos, sus tules, sus joyas, unas gordas judías risueñas; a veces, por la noche, espiaban a las mujeres árabes que se aventuraban en el agua, envueltas en sus sudarios, o si no en la taberna de basamentos romanos bebían un espeso jarabe de café; o bien se sentaban en la plaza del mercado y Enrique fumaba el narguillé conversando con Amour Harsine; y luego volvían al cuarto lleno de estrellas y caían sobre la cama. Pero las horas que Enrique recordaba con más nostalgia eran esas mañanas que pasaba en la terraza del hotel entre el azul de cielo y el olor apasionado de las flores; en la frescura del día naciente, en el ardor del mediodía, escribía, y bajo sus pies el cemento ardía cuando por fin, aturdido de sol y de palabras, bajaba a la sombra del patio a tomar un anís helado. Era el cielo, las flores, las aguas violentas de Djerba que había venido a buscar aquí, era la alegría de sus noches charlatanas, y sobre todo, el fresco y el ardor de sus mañanas. ¿Por qué no recobraba ese gusto ardiente, y tierno que antes había tenido su vida? Sin embargo, había deseado ese viaje; durante días y días no había pensado en otra cosa; durante días y días había soñado que se acostaba sobre la arena, al sol; y ahora estaba aquí, había sol y arena: era dentro de él donde faltaba algo. Ya no sabía bien lo que querían decir las viejas palabras: felicidad, placer. Sólo tenemos cinco sentidos y se aburren tan pronto. Ya su mirada se aburría de deslizarse incesantemente sobre ese azul que no terminaba más de ser azul. Tenía ganas de desgarrar ese raso, de lastimar la suave piel de Nadine.

—Empieza a hacer fresco —dijo.

—Sí —bruscamente ella se pegó a él; a través de su camisa él sintió contra su pecho los jóvenes senos desnudos—: Abrígame.

Él la rechazó con suavidad.

—Vístete. Volvamos al pueblo.

—¿Tienes miedo de que nos vean? —Los ojos de Nadine brillaban; un poco de sangre había afluido a sus mejillas, pero él sabía que su boca continuaba fría—. ¿Qué crees que nos harían? ¿Nos lapidarían? —preguntó en tono seductor.

—Levántate; es hora de volver.

Ella pesaba sobre él con todo su peso y él resistía mal al deseo que lo embotaba; le gustaba su busto joven, su piel límpida; si al menos consintiera en dejarse mecer por el placer en vez de saltar en la cama con un impudor buscado… Ella lo observaba entornando los ojos; su mano bajaba hacia el pantalón de brin.

—Déjame… Déjame acariciarte…

Su mano, su boca eran hábiles, pero él odiaba el triunfo seguro que había leído en sus ojos cada vez que había cedido.

—No, no —dijo—. Aquí no. Así no.

Se liberó de ella y se irguió; la blusa de Nadine yacía sobre la arena y él se la echó sobre los hombros.

—¿Por qué? —preguntó ella con despecho; agregó con voz arrastrada—: A lo mejor al aire libre hubiera sido un poco más divertido.

Él sacudía la arena que cubría su ropa.

—Me pregunto si alguna vez serás verdaderamente una mujer —murmuró en tono falsamente indulgente.

—Oh, mira, mujeres a las que les guste acostarse, estoy segura que sobre cien no hay una; se dan corte por esnobismo.

—Vamos, no discutamos —dijo él tomándola del brazo—. Ven. Voy a comprarte tortas y chocolates para que comas en el auto.

—Me tratas como a una chica.

—No. Sé muy bien que no eres una chica; te comprendo mejor de lo que crees.

Ella lo miró con desconfianza y una sonrisita asomó a sus labios.

—No siempre te aborrezco —dijo.

Él le oprimió el brazo un poco más fuerte y caminaron en silencio hacia la aldea. La luz declinaba; las barcas volvían al puerto: iban arrastradas hacia la arena por bueyes. De pie o sentados en rueda los aldeanos miraban. Las camisas de los hombres, las amplias faldas de las mujeres, llevaban cuadros de colores alegres; pero esa alegría se petrificaba en una opaca inmovilidad; los pañuelos negros encuadraban rostros de piedra; los ojos fijos en el horizonte no esperaban nada. Ni un gesto, ni una palabra. Parecía que una maldición había paralizado todas las lenguas.

—Me dan ganas de gritar —dijo Nadine.

—Supongo que ni siquiera te oirían.

—¿Qué esperan?

—Nada. Saben que no esperan nada.

En la plaza mayor la vida balbuceaba débilmente. Los chicos gritaban; sentadas en el borde de las aceras las viudas de los pescadores muertos en el mar mendigaban. Los primeros tiempos Enrique y Nadine habían mirado con odio a las burguesas con gruesas pieles que respondían majestuosamente a los mendigos: «Tengan paciencia». Ahora huían como ladrones cuando las manos se tendían hacia ellos: había demasiadas.

—Cómprate algo —dijo Enrique deteniendo a Nadine ante una confitería.

Entró; dos chicos con las cabezas rapadas aplastaban la nariz contra el vidrio; cuando ella salió cargada de bolsas de papel, gritaron. Ella se detuvo.

—¿Qué dicen?

Él vaciló.

—Que tienes suerte de poder comer cuando tienes hambre.

—¡Oh!

Con un ademán furioso les tiró en los brazos las bolsas llenas.

—No. Voy a darles dinero —dijo Enrique.

Ella lo arrastró

—Deja. Esos malditos mocosos me han cortado el apetito.

—Tenías hambre.

—Te digo que ya no tengo hambre.

Subieron al auto y durante un rato anduvieron en silencio; Nadine dijo con voz ahogada:

—Debimos haber ido a otro país.

—¿Adónde?

—No sé. Pero tú debes saber.

—No, no sé —dijo él.

—Pero debe de haber un país donde se pueda vivir —dijo Nadine.

Bruscamente se echó a llorar y él la miró con estupor: las lágrimas de Paula eran naturales como la lluvia; pero ver llorar a Nadine era casi tan molesto como si hubiera sorprendido a Dubreuilh sollozando. Pasó su brazo alrededor de sus hombros y la atrajo hacia él.

—No llores. No llores —acariciaba su pelo lacio. ¿Por qué no había sabido hacerla sonreír? ¿Por qué le pesaba el corazón?

Nadine enjugó sus lágrimas y se sonó ruidosamente

—Pero tú, cuando eras joven, ¿fuiste feliz?

—Sí, he sido feliz.

—¡Ya ves!

Él dijo:

—Tú también serás feliz un día.

Hubiera habido que apretarla más fuerte y decirle: «Yo te haré feliz». En ese instante lo deseaba: el deseo de un instante de comprometer toda su vida. No dijo nada. Pensó bruscamente: «El pasado no se repite; el pasado no se repetirá».

—¡Vicente! —Nadine se precipitó hacia la salida. Vestido con su uniforme de corresponsal de guerra. Vicente agitaba la mano sonriendo. Nadine resbaló sobre sus suelas de goma y recobró el equilibrio aferrándose al brazo de Vicente.

—¡Hola, qué tal!

—¡Hola, los viajeros! —dijo Vicente alegremente. Silbó de admiración—. ¡Cómo estás vestida!

—Una verdadera señora, ¿eh? —dijo Nadine girando sobre sí misma; con su abrigo de piel, sus medias, sus zapatos, parecía elegante y casi femenina.

—Dame esto —dijo Vicente apoderándose de una gran bolsa marinera que Enrique arrastraba tras sí—. ¿Es un cadáver?

—Cincuenta kilos de comida —dijo Enrique—. Nadine abastece a su familia; el problema es llevarlos hasta el Quai Voltaire.

—No hay problema —dijo Vicente con aire triunfal.

—¿Robaste un jeep? —dijo Nadine.

—No he robado nada.

Atravesó con decisión el hall de entrada y se detuvo ante un autito negro: —Es lindo, ¿eh?

—¿Es para nosotros? —dijo Enrique.

—Sí; por fin Lucas se las rebuscó. ¿Qué te parece?

—Es chiquito —dijo Nadine.

—Va a sernos bárbaramente útil —dijo Enrique abriendo la puerta. Se amontonaron como pudieron con el equipaje atrás.

—¿Me llevarás a pasear? —preguntó Nadine.

—¿Estás chiflada? —dijo Vicente—. Es un instrumento de trabajo. Evidentemente, con toda esa carga que se trajeron estamos un poco apretados —concedió; se sentó al volante y el coche arrancó con unos sobresaltos dolorosos.

—¿Estás seguro que sabes manejar? —preguntó Nadine.

—Si me hubieras visto la otra noche arremeter en jeep, sin faros, sobre rutas minadas, no me insultarías gratuitamente. —Vicente miró a Enrique—: ¿Dejo a Nadine y te llevo al diario?

—De acuerdo. ¿Cómo va L’Espoir? No he visto ni un solo número en ese maldito país. ¿Siempre seguimos con el formato estampilla?

—Siempre; han autorizado dos nuevos pasquines pero para nosotros no encuentran papel; Lucas te lo contará mejor que yo: acabo de llegar del frente.

—¿Pero el tiraje no bajó?

—No creo.

Enrique estaba ansioso por llegar al diario; pero sin duda Paula había llamado a la estación y sabía que el tren había llegado a horario; esperaba, los ojos fijos en el reloj, espiando todos los ruidos. Cuando hubieron dejado a Nadine en el ascensor en medio de todo su equipaje, Enrique dijo:

—Pensándolo bien, prefiero pasar primero por casa.

—Pero los muchachos te esperan —dijo Vicente.

—Diles que estaré en el diario dentro de una hora.

—Entonces te dejo el Rolls —dijo Vicente. Detuvo el coche ante el dispensario para perros y preguntó—: ¿Saco las valijas?

—La más chica, no más. Gracias.

Con un suspiro Enrique empujó la puerta, que golpeó violentamente un tacho de basura; el perro de la portera se puso a ladrar; antes de que Enrique hubiera golpeado Paula abrió.

—¡Eres tú! ¡Eres tú! —Quedó un momento inmóvil entre sus brazos; luego retrocedió—. ¡Tienes un aspecto espléndido; estás tostado! ¿No fue muy cansador ese viaje de vuelta? —Sonreía, pero un pequeño músculo temblaba espasmódicamente en la comisura de su boca.

—No, nada —puso la maleta sobre el diván—. Esto es para ti.

—¡Qué bueno eres!

—Ábrela.

La abrió: medias de seda, sandalias de gamuza, una cartera que hacía juego, telas, bufandas, guantes, había elegido cada artículo con un cuidado inquieto; se sintió un poco decepcionado porque ella miraba sin tocar nada, sin inclinarse, con un aire conmovido y vagamente indulgente: «¡Eres tan bueno!», repetía; volvió bruscamente la cabeza hacia él:

—¿Y tú maleta dónde está?

—Abajo, en el coche. Quizá sepas que L’Espoir consiguió un coche: Vicente fue a buscarme en él —dijo con voz animada.

—Voy a llamar a la portera para que suba tu maleta.

—No vale la pena —dijo Enrique y sin transición—. ¿Cómo pasaste este mes? ¿El tiempo no fue muy malo? ¿Saliste un poco?

—Un poco —dijo ella en tono evasivo. Su rostro se había petrificado.

—¿A quién has visto? ¿Qué has hecho? Cuéntame.

—No tiene ningún interés —dijo—. No hablemos de mí —y continuó con animación, pero con voz distraída—. ¿Sabes que tu libro es un éxito?

—No sé nada. ¿Anda bien?

—Los críticos no comprendieron ni una palabra, por supuesto; pero olfatearon la obra maestra.

—Estoy muy contento —dijo él con una sonrisa forzada; hubiera querido hacerle algunas preguntas, pero el vocabulario de Paula le resultaba insoportable. Cambió de tema—. ¿Has visto a los Dubreuilh? ¿Qué es de ellos?

—He entrevisto a Ana; tiene mucho trabajo.

Contestaba con el borde de los labios, y él estaba tan impaciente por volver a tomar contacto con la vida. Preguntó:

—¿Guardaste los números de L’Espoir?

—No los leí.

—¿No?

—Tú no habías escrito nada y tenía otras cosas en qué pensar. —Buscó su mirada y su rostro se reanimó—. He pensado mucho durante este mes y he comprendido muchas cosas. Lamento la escena que te hice antes de tu partida: la lamento sinceramente.

—No hablemos de eso —dijo Enrique—. En realidad, no me hiciste ninguna escena.

—Sí —dijo ella—. Y te repito que lo lamento. Mira, en el fondo, sé desde hace tiempo que una mujer no puede serlo todo para un hombre como tú; ni siquiera todas las mujeres; pero no lo aceptaba de veras; ahora estoy dispuesta a quererte con una generosidad total; por ti, no para mí. Tienes una misión que debe pasar ante todo.

—¿Qué misión?

Ella logró sonreír:

—Me he dado cuenta que a menudo te he resultado un poco pesada; comprendo que hayas tenido ganas de recobrar un poco de soledad. Pero puedes estar tranquilo: la soledad, la libertad, te las prometo —miró a Enrique con intensidad—. Eres libre, mi amor, quiero que lo sepas bien; por otra parte, acabas de probarlo, ¿no?

—Sí —contestó y agregó débilmente—. Pero te he explicado…

—Lo recuerdo —dijo—, pero te afirmo que dado el cambio que se ha producido en mí ya no tienes ninguna razón de ir a instalarte al hotel. Escucha: ¿tienes ganas de independencia, de aventuras, pero también me quieres?

—Por supuesto.

—Entonces no te vayas; no lo lamentarás, te lo juro; verás qué trabajo se ha hecho en mí y como en adelante te resultaré de poco peso, —se levantó y tendió la mano hacia el receptor—: El sobrino de la portera va a subirte la valija.

Enrique se levantó también y caminó hacia la escalera interior. «Más adelante», se dijo. No podía volver a torturarla desde los primeros minutos.

—Voy a lavarme un poco —dijo—, me esperan en el diario. Vine justo a darte un beso.

—Comprendo muy bien —dijo ella tiernamente.

«Ahora va a dedicarse a probarme que soy libre —pensó sin benevolencia, instalándose en el autito negro—. Ah, pero esto no va a durar. No me quedaré mucho en su casa». Se prometió con rencor y decidió: «Mañana mismo voy a ocuparme de arreglar esto». Por el momento no quería pensar más en ella; ¡estaba tan contento de estar de regreso en París! El tiempo era gris, la gente había tenido frío y hambre ese invierno, pero todos llevaban zapatos; además se les podía hablar, hablar con ellos; lo que resultaba tan deprimente en Portugal era sentirse un testigo completamente inútil de una desdicha ajena. Al bajar del coche miró con ternura la fachada del edificio ¿Cómo habría andado L’Espoir? ¿Era verdad que su novela tenía éxito? Subió rápidamente la escalera y en seguida hubo un clamor; una banderilla cruzaba el cielorraso del corredor: «Bienvenida al viajero». De pie contra las paredes hacían un cerco, a guisa de espadas blandían sus lapiceras y cantaban un refrán ininteligible donde Salazar rimaba con azar; sólo faltaba Lambert, ¿por qué?

—¡Todos al bar! —gritó Lucas. Colocó pesadamente la mano sobre el hombro de Enrique—. ¿Te fue bien?

—¡Cómo estás de quemado!

—¡Mira esos zapatos!

—¿Nos traes un reportaje?

—¡Viste la camisa!

Palpaban el traje, la corbata, exclamaban, hacían pregunta tras pregunta, mientras el barman llenaba los vasos. Él también interrogaba; el tiraje había bajado un poco, pero iban a salir de nuevo en gran formato y eso restablecería las cosas; había habido un lío con la censura, nada grave; todo el mundo alababa su libro, era una barbaridad la cantidad de cartas que habían llegado, encontraría sobre su escritorio toda la colección de L’Espoir, tal vez se podría obtener un suplemento de papel por Preston, el americano. Eso permitiría sacar un suplemento los domingos, había muchas otras cosas que discutir. Se sentía un poco idiotizado por tres noches mal dormidas, por ese ruido, esas voces, esas risas, esos problemas; idiotizado y dichoso. Que idea la de ir a buscar a Portugal un pasado muerto y enterrado cuando el presente era tan alegremente vivo.

—Estoy encantado de haber vuelto —dijo en un impulso.

—Nosotros tampoco estamos descontentos de volver a verte —dijo Lucas. Agregó—: Ya empezábamos a necesitarte; vas a tener mucho trabajo, te advierto.

—Así lo espero.

Las máquinas de escribir tabletearon; todos se deslizaron por los corredores con patinadas y risas: qué jóvenes parecían al salir de un país donde nadie parecía tener edad.

Enrique empujó la puerta de su escritorio y se sentó en su sillón con una satisfacción de viejo empleado de oficina. Extendió ante él los últimos números de L’Espoir, las firmas habituales, una buena compaginación, ni un centímetro de papel perdido. Saltó un mes atrás y se puso a recorrer los números uno tras otro; se las habían arreglado muy bien sin él y eso mismo probaba su éxito: L’Espoir no era solamente una aventura de guerra, era una empresa muy sólida; excelentes los artículos de Vicente sobre Holanda, y aun mejores los de Lambert sobre los campos de concentración; decididamente habían sabido encontrar el tono: ni tonterías, ni mentiras, ni vaciedades; L’Espoir conmovía a los intelectuales por su probidad y atraía al grueso público porque estaba lleno de vida. Un solo punto débil: los artículos de Sézenac eran lamentables.

—¿Puedo entrar?

Lambert sonreía tímidamente en el marco de la puerta.

—¡Por supuesto! .¿Dónde te escondías? ¡Bien podías haber ido a la estación, falluto!

—Pensé que no habría lugar para cuatro: —dijo Lambert con aire incómodo— y la fiestita de éstos… —agregó con una mueca; se interrumpió—. Lo que pasa es que ahora te molesto.

—En absoluto; siéntate.

—¿Agradable el viaje? —Lambert se encogió de hombros—. Te lo habrán preguntado veinte veces.

—Agradable y desagradable; un hermoso decorado y siete millones de muertos de hambre.

—Tienen buenas telas —dijo Lambert examinando a Enrique con aprobación; sonrió—. ¿Están de moda allí los zapatos anaranjados?

—Naranja o limón, pero es un buen cuero. Para los ricos hay de todo, eso es lo feo; ya te contaré, pero primeramente dame noticias de aquí. Acabo de leer tus artículos, son buenos, ¿sabes?

—Parecía una composición de colegio —dijo Lambert con voz irónica—. Describa sus impresiones durante la visita a un campo de concentración; creo que hemos sido más de veinte los que tocamos el tema —su rostro se iluminó—. ¿Sabes lo que es muy bueno?: tu libro; yo estaba reventado, había andado un día y una noche sin pegar los ojos cuando lo empecé: lo leí de un tirón, no pude dormirme antes de haberlo terminado.

—No sabes qué placer me das —dijo Enrique.

Las alabanzas resultan incómodas; sin embargo, Lambert le había dado un placer verdadero; es exactamente así como había soñado ser leído: a lo largo de una noche por un joven impaciente. Sólo por eso valía la pena escribir; sobre todo para eso.

—He pensado que te divertiría leer las críticas —dijo Lambert. Arrojó sobre la mesa un grueso sobre amarillo—. Yo también me mandé mi notita.

—Por supuesto, me divierte; gracias —dijo Enrique.

Lambert lo miró con aire levemente ansioso:

—¿Allí escribiste?

—Un reportaje.

—Pero ahora nos darás otra

—En cuanto tenga tiempo.

—Encuentra el tiempo —dijo Lambert—. Pensé durante tu ausencia… —se ruborizó—. Tienes que defenderte.

—¿Contra quién? —dijo Enrique sonriendo.

De nuevo Lambert vaciló.

—Parece que Dubreuilh te espera con impaciencia. No te dejes embarcar en su organización…

—Ya estoy más o menos embarcado —dijo Enrique.

—Y bueno, trata de salir.

Enrique sonrió:

—No. Ya no es posible seguir apolítico.

El rostro de Lambert se ensombreció:

—¿Entonces me censuras?

—¡Qué esperanza! Quiero decir que para mí ya no es posible. No tenemos la misma edad.

—¿Qué tiene que ver la edad? .—preguntó Lambert.

—Ya verás. Uno comprende cosas, cambia. —Sonrió—. Te prometo que encontraré tiempo para escribir.

—Es necesario —dijo Lambert.

—Pero ya que hablamos, es muy fácil sermonear a los otros; sin embargo no veo dónde están esos famosos relatos que me habías anunciado.

—No valen nada —dijo Lambert.

—Tráemelos; después, una de estas noches, podemos ir a comer juntos y te daré mi opinión.

—De acuerdo —dijo Lambert. Se levantó. Supongo que no quieres recibirla pero ahí está esa chica, María Ángel Bizet, que quiere reportearte a toda costa; espera desde hace dos horas. ¿Qué le digo?

—Que nunca acepto que me reporteen y que estoy loco de trabajo.

Lambert cerró la puerta tras sí y Enrique vació sobre la mesa el sobre amarillo. En una carpeta hinchada la secretaria había escrito: «Correspondencia novela». Vaciló un segundo. Había escrito esa novela durante la guerra sin pensar en la suerte que le esperaba, ni siquiera estaba seguro que le esperara destino alguno; y ahora el libro estaba publicado, la gente lo había leído; Enrique era juzgado, discutido, clasificado como tan a menudo él juzgaba y discutía a los demás. Desparramó los recortes y se puso a recorrerlos. Paula decía: «Un triunfo», y él había pensado que exageraba; pero el hecho es que los críticos empleaban también palabras definitivas. Lambert era evidentemente parcial, Lachaume también y todos esos jóvenes críticos que acababan de nacer eran de una benevolencia decidida hacia los escritores de la Resistencia; pero las cartas calurosas enviadas por amigos y por desconocidos confirmaban el veredicto de la prensa. Verdaderamente, aun sin darse cuerda, había de qué estar contento: esas páginas escritas con emoción habían emocionado. Enrique se desperezó alegremente. Era algo un poco milagroso lo que acababa de producirse. Dos años antes espesas cortinas velaban los vidrios pintados de azul, él estaba separado de la ciudad oscura y de la tierra, su lapicera vacilaba sobre el papel: hoy esos rumores inciertos en su garganta habían estallado en el mundo en una voz viviente; los secretos movimientos de su corazón se habían trocado en verdades para otros corazones. «Debí explicarle a Nadine —se dijo—. Si los demás no cuentan no tiene sentido escribir. Pero si cuentan es enorme suscitar con palabras su amistad, su confianza; es enorme oír resonar en ellos los pensamientos de uno». Alzó los ojos; la puerta se abría.

—He esperado dos horas: —dijo una voz quejumbrosa—, bien puedes concederme un cuarto de hora —María Ángel se plantó ante su escritorio—. Es para Lendemain, un gran aparato en primera página, con foto.

—Sabes muy bien que nunca acepto reportajes.

—Por lo mismo; así el mío valdrá como oro en polvo.

Enrique meneó la cabeza y ella continuó con indignación.

—No vas a arruinar mi carrera por una cuestión de principio.

Él sonrió: ¡para ella significaba tanto un cuarto de hora de conversación y a él le costaba tan poco! A decir verdad hasta se sentía con humor de hablar de sí mismo. Entre la gente que admiraba su libro había seguramente algunos que deseaban conocer mejor al autor; tenía ganas de informarles. Para que esa simpatía se dirigiera verdaderamente a él.

—Está bien —dijo—. ¿Qué quieres que te diga?

—Y bueno; para empezar, ¿de dónde sales?

—Mi padre era farmacéutico en Tulle.

—¿Después?

Enrique vaciló, no era cómodo empezar a boca de jarro a hablar de sí mismo.

—Vamos —dijo María Ángel—. Cuéntame uno o dos recuerdos de infancia.

Recuerdos, él los tenía como todo el mundo, pero no le parecían muy importantes: salvo esa comida en el comedor Enrique II durante el cual se había liberado del miedo.

—Bueno, ahí va uno —dijo—. No es casi nada pero para mí fue el principio de muchas cosas.

María Ángel lo miró con aire alentador, el lápiz suspendido sobre su libreta de anotaciones, y él agregó:

—El gran tema de conversación entre mis padres eran las catástrofes que amenazaban al mundo: el peligro rojo, el peligro amarillo, la barbarie, la decadencia, la revolución, el bolchevismo; yo veía eso como monstruos horribles que iban a devorar a la humanidad. Aquella noche mi padre profetizaba como de costumbre: la revolución era inminente, la civilización se hundía, Y mi madre opinaba con aire aterrorizado. Bruscamente pensé: «Pero de todas maneras los que ganarán serán hombres». Quizá no fueron exactamente esas palabras las que me dije, pero era ese el sentido —Enrique sonrió—. El efecto fue milagroso. No hubo más monstruos, estábamos sobre la tierra entre criaturas humanas, entre nosotros.

—¿Y entonces? —dijo María Ángel.

—Entonces, desde ese día, me dediqué a cazar monstruos.

María Ángel miró a Enrique con aire perplejo:

—Pero ¿cómo termina tu historia?

—¿Qué historia?

—La que acabas de empezar —dijo ella con impaciencia.

—No hay otro fin. Está terminada —dijo Enrique.

—¡Ah! —dijo María Ángel; agregó quejumbrosa—. Hubiera querido algo pintoresco.

—Mi infancia no tuvo nada de pintoresco —dijo Enrique—. La farmacia me hartaba y me humillaba vivir en provincias. Felizmente tenía un tío en París que me hizo entrar en Vendredi.

Se detuvo; de sus primeros años en París veía muchas cosas para decir, pero no sabía cuales elegir.

—¿Vendredi era un diario de izquierda? —dijo María Ángel—. ¿Ya tenías ideas de izquierda?

—Sentía sobre todo horror por todas las ideas de derecha.

—¿Por qué?

Enrique reflexionó: Era ambicioso cuando tenía veinte años; justamente por eso era democrático. Quería ser el primero; pero el primero entre iguales. Si había trampa en la largada de la carrera el juego perdía todo valor.

María Ángel borroneó sobre su libreta; no parecía inteligente. Enrique buscó palabras fáciles: «Entre un chimpancé y el último de los hombres hay mucha más diferencia que entre éste y Einstein. Una conciencia que atestigua de sí misma es un absoluto». Iba a volver a decir algo pero María Ángel se le anticipó.

—Háblame de tus comienzos.

—¿Qué comienzos?

—Tus comienzos en la literatura.

—He escrito más o menos siempre.

—¿Qué edad tenías cuando apareció La Mésaventure?

—Veinticinco años.

—¿Quién te lanzó? ¿Dubreuilh?

—Me ayudó mucho.

—¿Cómo lo conociste?

—Me mandaron a hacerle un reportaje: él me hizo hablar a mí; me dijo que volviera a verlo y volví…

—Dame detalles —dijo María Ángel con voz quejumbrosa—. Cuentas muy mal. —Lo miró en los ojos—: ¿De qué hablan cuando están juntos?

Él se encogió de hombros.

—De todo y de nada, como todo el mundo.

—¿Él te alentó a escribir?

—Sí. y cuando terminé La Mésaventure se la dio a leer a Mauvanes, que la aceptó en seguida…

—¿Tuviste mucho éxito?

—Un éxito de estima. ¿Sabes?, es divertido…

—Sí, cuéntame algo divertido —dijo ella encantada.

Enrique vaciló:

—Es divertido ver que uno empieza con grandes sueños de gloria y después está loco de alegría por el primer éxito minúsculo.

María Ángel suspiró:

—Los títulos de tus otros libros y las fechas los tengo. ¿Te movilizaron?

—En la infantería, como segunda clase. Nunca quise ser oficial. Herido el 9 de mayo en el Mont-Dieu cerca de Vouziers, evacuado en Montélimar; vuelta a París en septiembre.

—¿Qué hiciste exactamente en la Resistencia?

—Lucas y yo fundamos L’Espoir en 1941.

—¿Pero tuviste otras actividades?

—No tiene interés; déjalas.

—Bueno. ¿Cuándo escribiste tu último libro?

—Entre el 41 y el 43.

—¿Has empezado otra cosa?

—No; pero voy a hacerlo.

—¿Qué? ¿Una novela?

—Una novela; pero está todavía muy vaga.

—He oído hablar de una revista.

—Sí; me ocuparé con Dubreuilh de una revista mensual que aparecerá en la editorial Mauvanes y que se llamará Vigilance.

—¿Qué es ese partido político que Dubreuilh está creando?

—Sería muy largo de explicar.

—¿Pero qué es?

—Pregúntaselo a él.

—No es posible acercársele. —María Ángel suspiró—. Son increíbles. Yo, si fuera célebre, me haría hacer reportajes sin cesar.

—Entonces no tendrías tiempo de hacer nada y no serías ni un poquito célebre. Ahora vas a ser buena y me vas a dejar trabajar.

—Pero me faltan todavía un montón de preguntas: ¿qué impresiones traes de Portugal?

Enrique se encogió de hombros.

—Es repugnante.

—¿Por qué?

—Por todo.

—Explícate un poco; yo no puedo decirles a mis lectores, simplemente: es repugnante.

—Y bueno, diles que el paternalismo de Salazar es una innoble dictadura y que los americanos deberían apresurarse en sacarlo —dijo Enrique con voz rápida—. Desgraciadamente no estamos en víspera de ello: acaba de venderles bases aéreas en las Azores. —María Ángel frunció el ceño y Enrique agregó—: Si te molesta no hables de esto; yo voy a ocuparme en L’Espoir.

—¡Claro que hablaré! —dijo María Ángel. Miró a Enrique con aire profundo—. ¿Qué razones interiores te empujaron a ese viaje?

—Mira, no estás obligada a destacarte en el oficio de hacer preguntas idiotas. Y te repito que ya basta: ahora vete.

—Hubiera querido anécdotas.

—No tengo ninguna.

María Ángel se alejó a pasitos cortos. Enrique se sintió un poco decepcionado: ella no había hecho las preguntas necesarias, él no había dicho nada de lo que tenía que decir. Después de todo, ¿qué tenía que decir? «Quisiera que mis lectores supieran quién soy, pero ni yo mismo tengo una idea hecha sobre mi persona». En fin, dentro de algunos días iba a volver a escribir y trataría de definirse con método.

Volvió a recorrer su correspondencia ¡cuántos telegramas y recortes de prensa para examinar, cartas para escribir, gente a quien ver! Lucas lo había prevenido: había mucho trabajo. Pasó los días siguientes encerrado en su escritorio; sólo iba a casa de Paula para dormir, y apenas encontraba tiempo para redactar su reportaje, que los tipógrafos le arrancaban hoja por hoja. Después de sus vacaciones, demasiado largas, le gustaba esta orgía de actividad. Reconoció sin entusiasmo la voz de Scriassine en el teléfono.

—Especie de ingrato, hace cuatro días que has vuelto y todavía no te he visto. Ven en seguida a L’Isba, calle Balzac.

—Lo lamento; tengo que trabajar

—No lo lamentes, ven; te esperamos para tomar el champaña de la amistad.

—¿Quién me espera? —dijo Enrique alegremente.

—Yo, entre otros —dijo la voz de Dubreuilh—, Ana y Julián. Tengo cincuenta cosas que decirle. ¿Qué diablos está haciendo? ¿No puede salir de su madriguera una hora o dos?

—Pensaba ir a su casa mañana —dijo Enrique.

—Más bien venga en seguida a L’Isba.

—Bueno, voy.

Enrique colgó y, sonrió; tenía ganas de ver a Dubreuilh. Descolgó el receptor y llamó a Paula:

—Soy yo. Los Dubreuilh y Scriassine nos esperan en L’Isba. L’Isba, sí; qué sé yo; voy a buscarte con el auto.

Media hora más tarde bajaba con Paula por una escalera flanqueada de cosacos engalonados; ella llevaba un vestido largo, nuevo, y pensándolo, el verde no le quedaba bien.

—Qué lugar disparatado —dijo ella.

—Con Scriassine hay que prepararse a todo.

Afuera la noche estaba tan desierta, tan muda, que el lujo de L ‘Isba parecía inquietante: uno imaginaba así la antecámara perversa de una sala de torturas. Las paredes acolchadas estaban pintadas de un rojo sangriento, la sangre chorreaba por los pliegues de las cortinas y las camisas de los músicos cíngaros estaban satinadas de rojo.

—¡Ah, por fin llegó! ¡Consiguió escaparse! —dijo Ana.

—Parecen sanos y salvos —dijo Julián.

—Acabamos de ser atacados por periodistas —dijo Dubreuilh.

—Dubreuilh estuvo formidable —dijo Julián con voz entusiasta y tartamuda—. Dijo… ya no sé lo que dijo, pero estaba bien mandado. Un poco más y los destripa…

Hablaban todos a la vez, salvo Scriassine que sonreía con un aire un poco superior.

—Creí, de veras, que Roberto iba a pegarles —dijo Ana.

—Dijo: No somos monos sabios —agregó Julián con aire iluminado.

—Siempre he considerado que mi cara era de mi propiedad personal —dijo Dubreuilh con dignidad.

—Lo que pasa —dijo Ana— es que para las personas como tú la desnudez comienza en la cara; mostrar su nariz y sus ojos ya es exhibicionismo.

—A los exhibicionistas no los fotografían —dijo Dubreuilh.

—Es un error —dijo Julián.

—Bebe —dijo Enrique tendiéndole a Paula un vaso de vodka—. Bebe, llevamos mucho retraso. —Vació su copa y preguntó—. Pero ¿cómo pudieron saber que ustedes estaban aquí?

—Es verdad —dijeron mirándose con sorpresa—. ¿Cómo?

—Supongo que el camarero les telefoneó —dijo Scriassine.

—Pero no nos conoce —dijo Ana.

—A mí me conoce —dijo Scriassine. Mordisqueó su labio inferior con un aire confuso de mujer descubierta en falta—. Yo quería que los tratase a la altura de sus méritos y entonces le dije quiénes eran.

—¡Y veo que la acertaste! —dijo Enrique. La pueril vanidad de Scriassine lo asombraba siempre.

Dubreuilh se echó a reír.

—Él mismo nos denunció. ¡Sería imposible inventar algo mejor! —Se volvió vivamente hacia Enrique—. Y ese viaje, ¿qué tal? Cómo vacaciones parecería que pasó todo su tiempo en conferencias y en encuestas.

—Sin embargo, paseé bastante —dijo Enrique.

—Su artículo da más bien ganas de ir a pasear a otro lado: ¡triste país! .

—Era triste pero era hermoso —dijo Enrique alegremente—. Es triste sobre todo para los portugueses.

—No sé si lo hizo a propósito —dijo Dubreuilh—; pero cuando dice que el mar es azul, el azul se convierte en un color siniestro.

—Lo era a veces, no siempre —Enrique sonrió—. Usted sabe lo que es cuando uno escribe.

—Sí —dijo Julián—. Hay que mentir para no ser verídico.

—De todas maneras me alegro de haber vuelto —dijo Enrique.

—Pero no se muere de ganas por ver a sus amigos.

—Sí, me moría de ganas —dijo Enrique—. Todas las mañanas me decía que iba a hacer un salto hasta su casa y luego bruscamente era más de medianoche.

—Sí —dijo Dubreuilh con aire de reprimenda—. Pues mañana arrégleselas para vigilar mejor su reloj; tengo que ponerlo al corriente de montones de cosas —sonrió—. Creo que estamos partiendo con buen pie.

—¿Empieza a reclutar? ¿Samazelle se decidió? —preguntó Enrique.

—No está de acuerdo en todo, pero llegaremos a una transacción —dijo Dubreuilh.

—Nada de conversaciones serias esta noche —dijo Scriassine; hizo una seña al camarero——. Dos botellas de Mumm, bruto.

—¿Es absolutamente necesario? —dijo Enrique.

—Sí, son las órdenes —Scriassine seguía con los ojos al camarero—. Ha pegado un bajón desde el 39, es un excoronel.

—¿Eres un cliente de esta cueva? —dijo Enrique.

—Cada vez que tengo ganas de que se me quiebre el corazón vengo a escuchar esta música.

—¡Hay tantos medios menos costosos! —dijo Julián—. Además todos los corazones están hechos trizas desde hace tiempo —concluyó con un aire vago.

—Mi corazón sólo se quiebra cuando oigo jazz —dijo Enrique—; estos cíngaros más bien me rompen la cabeza.

—¡Oh!, dijo Ana.

—El jazz —dijo Scriassine—. He escrito páginas definitivas sobre el jazz en Los hijos de Abel.

—¿Usted cree que alguna vez se escribe algo definitivo? —dijo Paula con voz altiva.

—No discuto, léalo —dijo Scriassine—. La edición francesa va a aparecer en estos días —se encogió de hombros—. ¡Cinco mil ejemplares es irrisorio! Para libros de valor debería haber medidas de excepción. ¿Cuántos ejemplares sacaste?

—Cinco mil —dijo Enrique.

—Absurdo. Porque en fin, has escrito el libro de la ocupación. Semejante libro debería tener una tirada de cien mil ejemplares.

—Explícate con el ministro de Informaciones dijo Enrique.

El entusiasmo imperioso de Scriassine lo había fastidiado; entre amigos uno trata de no hablar de sus libros: molesta a todo el mundo y no divierte a nadie.

—Vamos a sacar una revista el mes próximo —dijo Dubreuilh—. Pero obtener papel le juro que no fue fácil.

—Es que el ministro no sabe su oficio —dijo Scriassine—. ¡Yo se lo encontraría el papel!

Cuando atacaba con su voz didáctica un problema técnico, Scriassine era inagotable. Mientras inundaba complacientemente a Francia de papel, Ana dijo en voz baja:

—¿Sabe?, creo que desde hace veinte años ningún libro me ha conmovido tanto como su novela; es un libro… justo lo que uno tenía ganas de leer después de estos cuatro años. Me conmovió tanto, que varias veces tuve que cerrarlo y salir a pasear por las calles para calmarme. —Se ruborizó bruscamente—: Es estúpido decir estas cosas, pero también es estúpido no decirlas; no pueden apenar.

—Más bien dan placer —dijo Enrique.

—Ha conmovido a mucha gente —dijo Ana—, a todos los que no tienen ganas de olvidar —agregó con una especie de pasión. Él le sonrió con simpatía; llevaba esa noche un vestido escocés que la rejuvenecía, tenía la cara bien arreglada, en un sentido parecía mucho más joven que Nadine. Nadine nunca se ruborizaba.

Scriassine instaló su voz:

—Esa revista puede ser un instrumento de cultura y de acción francamente considerable, pero a condición que no exprese solamente las tendencias de un clan. Estimo que un hombre como Luis Volange debe formar parte de su equipo.

—De ninguna manera —dijo Dubreuilh.

—Una debilidad de orden intelectual no es tan grave —dijo Scriassine—. ¿Qué intelectual no se ha equivocado nunca? —Agregó con voz sombría—: ¿Hay que soportar toda la vida el peso de las propias faltas?

—Ser miembro del partido en la U. R. S. S. en 1930 no era una falta —dijo Dubreuilh.

—Si no hay derecho a equivocarse, era un crimen.

—No es una cuestión de derecho —dijo Dubreuilh.

—¿Cómo se atreven a erigirse en jueces? —dijo Scriassine sin escucharlo—. ¿Conoce usted las razones de Volange, sus excusas? ¿Están acaso seguros de que todas las personas que aceptan en su equipo valen más que él?

—No juzgamos —dijo Enrique—. Tomamos partido. Es muy distinto.

Volange había sido lo bastante hábil como para no comprometerse seriamente; pero Enrique se había jurado no volver a darle la mano; además no se sorprendió cuando leyó en los diarios que Luis escribía en zona libre: desde que habían salido del colegio, la amistad entre ambos se había convertido en una franca enemistad, casi confesada.

Scriassine se encogió de hombros con aire escéptico e hizo una seña al camarero.

—Otra botella —de nuevo examinaba de reojo al viejo emigrado—. ¿No les impresiona esa cara? Las bolsas bajo los ojos, el pliegue de la boca, todos los síntomas de la decadencia; antes de la guerra todavía había altivez en ese rostro; pero lo corroe la vileza, su casta de crápulas y su traición.

Clavaba en el hombre; una mirada fascinada y Enrique pensó: «Es su ilota». Él también había huido de su país y allí lo llamaban traidor; era sin duda eso lo que explicaba su vanidad: no tenía más patria ni más testigo que sí mismo; entonces tenía que asegurarse que en alguna parte del mundo su nombre significaba algo.

—¡Ana! —exclamó Paula—. ¡Qué horror!

Ana vaciaba su vaso de vodka en la copa de champaña.

—Es para animar el champaña —explicó—. Prueba, te va a gustar.

Paula sacudió la cabeza.

—¿Por qué no bebes nada? —dijo Ana—. Uno está más alegre cuando bebe.

—Beber me emborracha —dijo Paula.

Julián se echó a reír.

—Me hace pensar en esa muchacha, una chica encantadora que encontré en la puerta de un hotelucho en la calle Montparnasse, que me decía: A mí, vivir me mata…

—No lo dijo —opinó Ana.

—Hubiera podido decirlo.

—Además tenía razón —dijo Ana con voz sentenciosa de ebria—. Vivir es morir un poco…

—Callen, por Dios —dijo Scriassine—. Si no escuchan, por lo menos dejen escuchar.

La orquesta acababa de atacar con ímpetu «Ojos negros».

—Dejemos que se le quiebre el corazón —dijo Ana.

—Sobre las ruinas de un corazón quebrado… —murmuró Julián.

—¡Pero callen!

Callaron. Scriassine, los ojos fijos sobre los dedos movedizos de los violinistas, escuchaba con aire arrebatado algún antiguo recuerdo. Creía viril imponer sus caprichos, pero le cedían como a una mujer nerviosa; esa docilidad debería haberle parecido sospechosa: quizá lo notaba. Enrique sonrió mirando a Dubreuilh que tamborileaba sobre la mesa; su cortesía parecía infinita si no se le ponía demasiado tiempo a prueba: pronto uno advertía que tenía límites. Enrique tenía muchas ganas de conversar tranquilamente con él, pero no sentía impaciencia; no le gustaba ni el champaña, ni la música cíngara, ni ese falso lujo: no impide que era una fiesta estar sentado a las dos de la mañana en un lugar público. «Estamos de nuevo en lo nuestro», se dijo. Ana, Paula, Julián, Scriassine, Dubreuilh: «mis amigos». La palabra crepitó en su corazón con la alegría de una piña.

Mientras Scriassine aplaudía con furia, Julián arrastró a Paula a la pista; Dubreuilh se volvió hacia Enrique:

—¿Todos esos tipos que usted ha visto allí esperan una revolución?

—La esperan; desgraciadamente, Salazar no caerá antes de que hayan sacado a Franco, y los americanos no parecen impacientes.

Scriassine se encogió de hombros.

—Comprendo que no tengan ganas de crear bases comunistas en el Mediterráneo.

—¿Por miedo al comunismo llegarías hasta endiosar a Franco? —dijo Enrique con voz incrédula.

—Temo que ustedes no comprendan muy bien la situación —dijo Scriassine.

—Tranquilícese —dijo Dubreuilh alegremente—, la comprendemos muy bien.

Scriassine abrió la boca, pero Dubreuilh lo detuvo riendo:

—Sí, usted ve el porvenir, pero sin embargo no es Nostradamus; sobre la que pasará dentro de cincuenta años no tiene más luces que nosotros. Lo seguro es que por el momento el peligro estaliniano es un invento americano.

Scriassine miró a Dubreuilh con aire sospechoso.

—Usted habla exactamente como un comunista.

—¡Ah, perdón! Un comunista no diría en voz alta lo que acabo de decir —dijo Dubreuilh—. Cuando uno ataca a Estados Unidos lo acusan de hacerle el juego a la quinta columna.

—La consigna cambiará muy pronto —dijo Scriassine—. Usted los precede en algunas semanas, eso es todo —frunció el ceño—. Me preguntan muy a menudo en qué puntos se diferencian ustedes de los comunistas; y confieso que no sé qué contestar.

Dubreuilh se echó a reír: —No conteste.

—Vamos —dijo Enrique—. Creí que las conversaciones serias estaban prohibidas.

Encogiéndose de hombros con aire fastidiado, Scriassine demostró que ya no era el momento de ser frívolo.

—¿Es una manera de no contestar? —preguntó clavando en Dubreuilh una mirada acusadora.

—Pero no, no soy comunista, usted lo sabe muy bien —dijo Dubreuilh.

—Lo sé mal —el rostro de Scriassine cambió; sonrió con su aire más encantador—: Verdaderamente, me gustaría conocer su punto de vista.

—Me parece que en este momento los comunistas la están embarrando —dijo Dubreuilh—. Sé muy bien por qué sostienen a Yalta, quieren dejar a la U. R. S. S. el tiempo de levantarse; pero el resultado es que el mundo va a encontrarse de nuevo dividido en dos campos que tendrán todos los motivos para golpearse entre sí.

—¿Eso es todo lo que les reprocha? ¿Un error de cálculo? —dijo Scriassine con severidad.

—Les reprocho que no vean más allá de sus narices. —Dubreuilh se encogió de hombros—. La reconstrucción es muy linda; pero no por cualquier medio. Aceptan la ayuda americana, uno de estos días se morderán los dedos; poco a poco Francia va a caer bajo el dominio de Estados Unidos.

Scriassine vació su copa de champaña y volvió a colocarla bruscamente sobre la mesa.

—¡He aquí una predicción muy optimista! —continuó con voz seria—: No me gustan los Estados Unidos; no creo en la civilización atlántica; pero deseo la hegemonía americana porque la cuestión que hoy se plantea es la de la abundancia, y sólo los Estados U nidos pueden dárnosla.

—¿La abundancia para quién? ¿A qué precio? —dijo Dubreuilh y agregó con voz indignada—. ¡Será lindo el día en que seamos una colonia de los Estados Unidos!

—¿Usted prefiere que seamos anexados por la U. R. S. S.? —dijo Scriassine. Detuvo a Dubreuilh con un gesto—. Ya sé, sueña con una Europa unida, autónoma, socialista. Pero si rechaza la protección de los Estados Unidos caerá fatalmente en manos de Stalin.

Dubreuilh se encogió de hombros.

—La U. R. S. S. no quiere anexar nada.

—De todas maneras esa Europa no se hará —dijo Scriassine.

—Es usted quien lo dice —dijo Dubreuilh. Agregó con vivacidad—: En todo caso, aquí, en Francia, tenemos una meta bien precisa: es la de formar un verdadero gobierno de frente popular; para eso es necesario una izquierda no comunista que pueda soportarlo. —Se volvió hacia Enrique—: No hay que perder tiempo. En este momento la gente tiene la impresión de que el porvenir está abierto: no esperemos que estén descorazonados.

Scriassine tomó un vaso de vodka y cayó en la contemplación del camarero; renunciaba a hablar razonablemente con locos.

—¿Usted decía que habían partido bien? —dijo Enrique.

—Sí, arrancamos bien; pero ahora hay que continuar. Quisiera que usted se reuniera con Samazelle lo antes posible. El sábado hay una reunión de comité, cuento con usted.

—Déjeme respirar —dijo Enrique. Miró a Dubreuilh con un poco de inquietud. No sería fácil defenderse contra esa buena sonrisa exigente.

—He demorado la discusión para que usted pueda asistir —dijo Dubreuilh con un leve reproche.

—No hubiera debido hacerlo —dijo Enrique—. Le aseguro que sobrestima mi competencia.

—Y usted su incompetencia —dijo Dubreuilh. Miró a Enrique con severidad—: Usted ha dado la vuelta completa de la situación durante estos cuatro días; la evolución fue mala. Se habrá dado cuenta que ya la neutralidad no es posible.

—Pero yo no he sido neutro —dijo Enrique—. Siempre acepté marchar con el S. R. L.

—¡Vamos! Su nombre y algunos actos de presencia, eso es todo lo que prometió.

—No se olvide que tengo un diario a mi cargo —dijo Enrique con impetuosidad.

—Justamente; es sobre todo en su diario en lo que pensaba; no puede seguir siendo neutro.

—¡Pero no lo es! —dijo Enrique con sorpresa.

—¡Qué más quiere! —Dubreuilh se encogió de hombros—. Estar del lado de la Resistencia no constituye un programa.

—No tengo programa —dijo Enrique—, pero cada vez que es necesario L’Espoir toma partido.

—Pero no, no toma partido; por otra parte, tampoco lo toman los demás diarios; todos discuten por nimiedades pero están de acuerdo en lo fundamental —había ira en la voz de Dubreuilh—. Desde Le Figaro hasta L’Humanité, son todos mistificadores; dicen sí a De Gaulle, sí a Yalta, a todo; fingen creer que todavía hay una Resistencia y que estamos en marcha hacia el socialismo; uno que descarriló de veras en sus últimos editoriales es su amigo Lucas. En verdad nos movemos sin adelantar; hasta hemos empezado a dar marcha atrás, ¡y ninguno de ustedes se atreve a tomar posición!

—Yo creía que usted estaba de acuerdo con L’Espoir —dijo Enrique; su corazón se había puesto a latir más rápido; se sentía consternado; durante estos cuatro días había coincidido con ese diario como uno coincide con su propia vida; y de pronto L’Espoir era acusado, y por Dubreuilh.

—¿De acuerdo con qué? —dijo Dubreuilh—. L’Espoir no tiene línea. Todos los días deplora que no se hayan hecho las nacionalizaciones. ¿Y qué hay? Lo que sería interesante decir es quién las frena y por qué.

—No quiero colocarme en un terreno de clases —dijo Enrique—. Las reformas se harán cuando la opinión lo exija; trato de ganar la opinión. Para eso no debo indisponer a la mitad de nuestros lectores.

—¿No pensará que la lucha de clases está superada? —dijo Dubreuilh con aire sospechoso.

—No.

—Entonces no venga a hablarme de la opinión —dijo Dubreuilh—. Está de un lado el proletariado, que quiere las reformas, y del otro la burguesía, que no las quiere. La clase media vacila porque no sabe muy bien dónde está su interés; pero no espere influir en ella. La situación decidirá.

Enrique vaciló. La lucha de clases no estaba superada, eso condenaba todo llamado a la buena voluntad de la gente, a su buen sentido.

—Sus intereses son complejos —dijo—. No estoy muy seguro de que no sea posible influir en ella.

Dubreuilh hizo un gesto, pero Enrique lo detuvo.

—Otra cosa —dijo enérgicamente—, los obreros que leen L’Espoir lo hacen porque los cambia de L’Humanité, los ventila; si me coloco en el mismo terreno que los diarios comunistas sólo me quedarán dos alternativas: o repetir las mismas cosas que dicen ellos, o tomar partido contra ellos; y los obreros me dejarán caer. —Agregó con voz conciliadora—: Yo llego a mucha más gente que ustedes. Estoy obligado a tener una plataforma mucho más amplia.

—Sí, usted llega a mucha gente —dijo Dubreuilh—, pero usted mismo acaba de decir por qué. Si su diario gusta a todo el mundo es porque no molesta a nadie. No ataca nada, no defiende nada elude todos los verdaderos problemas. Se le lee con placer, pero como se lee una gaceta local.

Hubo un silencio. Paula había vuelto a sentarse junto a Ana; parecía ofendida y Ana muy molesta; Julián había desaparecido; Scriassine se había arrancado de su meditación, y miraba tan pronto a Enrique, tan pronto a Dubreuilh como si estuviera midiendo los golpes; pero no se jugaba ningún partido. Enrique estaba anonadado por la violencia del ataque.

—¿Adónde quiere ir? —dijo.

—Encare las cosas francamente —dijo Dubreuilh—, y sitúese con respecto al P. C.

Enrique clavó en Dubreuilh una mirada cargada de sospechas; solía mezclarse a menudo fogosamente en los asuntos de los demás, pero también a menudo se advertía que lo había convertido en un asunto propio.

—En resumen, lo que me propone es el programa del S. R. L.

—Sí —dijo Dubreuilh.

—¿No pretende, sin embargo, que L’Espoir se convierta en el diario del movimiento?

—Sería normal —dijo Dubreuilh—. La debilidad de L‘Espoir viene de que no representa nada; por otra parte, sin diario, el movimiento no tiene casi ninguna posibilidad de triunfar. Como nuestras finalidades son las mismas…

—Nuestras finalidades, pero no nuestros métodos —dijo Enrique. Pensó con pena: «¡Por eso Dubreuilh estaba tan impaciente por verme!» Toda su alegría había caído: «¿No se puede acaso pasar una noche entre amigos sin hablar de política?», se dijo. No era tan urgente esa conversación. Dubreuilh hubiera podido diferirla uno o dos días; se había vuelto casi tan maniático como Scriassine.

—Precisamente saldría ganando si cambiara de método —dijo Dubreuilh.

Enrique meneó la cabeza:

—Le mostraré las cartas que recibo; cartas de intelectuales sobre todo: profesores, estudiantes; lo que les gusta en L’Espoir es su buena fe. Si enarbolo un programa pierdo la confianza de ellos.

—Por supuesto. Los intelectuales están encantados cuando se les alienta a no ser ni chicha ni limonada —dijo Dubreuilh—. La confianza de ellos… como decía el otro, ¿para qué?

—Déme dos o tres años y se los llevo de la mano al S. R. L. —dijo Enrique.

—¿Usted cree? ¡Vaya un idealista! —dijo Dubreuilh.

—Posible —dijo Enrique con un poco de irritación—. En el 41 también me trataron de idealista —agregó con voz decidida—: Tengo mis ideas sobre lo que debe ser un diario.

Dubreuilh hizo un ademán evasivo.

—Ya volveremos a hablar. Pero créame, dentro de seis meses L’Espoir entrará en los rangos de nuestra política o no será más que una hoja anodina.

—Volveremos a hablar dentro de seis meses —dijo Enrique.

Se sentía de pronto cansado y desamparado. La proposición de Dubreuilh lo había tomado desprevenido. Estaba absolutamente decidido a no darle curso. Pero necesitaba volver a estar solo para recobrarse.

—Debo irme —dijo.

Paula hizo todo el trayecto en silencio, pero en cuanto llegaron a su casa atacó:

—¿No quieres darle ese diario?

—Por supuesto que no —dijo Enrique.

—¿Estás completamente seguro? —dijo ella—. Dubreuilh lo quiere y es testarudo.

—Yo también soy testarudo.

—Pero siempre terminas por cederle —dijo Paula, cuya voz explotó bruscamente—. ¿Por qué aceptaste entrar en el S. R. L? ¡Cómo si ya no tuvieras bastante trabajo! Hace cuatro días que has vuelto y no hemos tenido ni cinco minutos para conversar, ni has escrito una línea de tu novela.

—Mañana por la mañana vuelvo a empezar. Ya el diario se está ordenando.

—No es una razón para cargarte con nuevas tareas —la voz de Paula subía—. Dubreuilh te hizo un favor hace diez años; no te lo va a hacer pagar durante toda tu vida.

—Pero, Paula; no es por hacerle un favor por lo que voy a trabajar con él; me interesa.

Ella se encogió de hombros.

—¡Vamos!

—Puesto que te lo digo.

—¿Crees en lo que andan diciendo que va a haber otra guerra? —preguntó ella con un poco de inquietud.

—No —dijo Enrique—, quizás haya algunos exaltados en Estados Unidos, pero allí no les gusta la guerra. La verdad es que el mundo va a cambiar seriamente: para mejor o para peor. Hay que tratar que sea para mejor.

—El mundo ha cambiado todo el tiempo. Y antes de la guerra lo dejabas cambiar sin inmutarse —dijo Paula.

Enrique subió la escalera con decisión.

—Ya no estamos antes de la guerra —dijo en un bostezo.

—¿Pero por qué no podemos vivir como antes de la guerra?

—Las circunstancias son distintas y yo también —bostezó de nuevo—. Tengo sueño.

Tenía sueño, pero cuando estuvo acostado al lado de Paula no pudo dormir: era culpa del champaña, del vodka, de Dubreuilh. No, no cedería L’Espoir, era una de esas evidencias que no necesitaban justificación; pero de todas maneras le hubiera gustado encontrar algunas buenas razones. Un idealista, ¿era verdad? ¿Y qué quiere decir ser idealista? Evidentemente; en cierta medida creía en la libertad de la gente, en su buena voluntad, en el poder de las ideas. «¿No creerá que la lucha de clases está superada?» No, no lo creía, pero ¿qué conclusión debía sacar? Se extendió sobre la espalda; tenía ganas de encender un cigarrillo, pero hubiera despertado a Paula, y a ella le hubiera alegrado distraer su insomnio; no se movió. «¡Dios mío!» —se dijo con un poco de angustia—, que ignorantes somos! Sin embargo, leía mucho, pero sólo tenía conocimientos dignos de ese nombre en literatura, ¡y aun en eso! Hasta aquí no lo había incomodado. No se necesitan conocimientos especiales para luchar en la resistencia, ni para fundar un diario clandestino: había creído que todo seguiría así. Sin duda se había incomodado. ¿Qué es la opinión? ¿Qué es una idea? ¿Qué pueden las palabras, en quién, en qué circunstancias? Para dirigir un diario habría que poder responder a esas preguntas y así todo va entrando en el juego. «Uno está obligado a decidir en la ignorancia», se dijo Enrique; hasta Dubreuilh, con toda su ciencia, solía obrar a ciegas; Enrique suspiró; no podía contentarse con esas derrotas; había grados en la ignorancia: el hecho es que estaba particularmente mal preparado para la vida política. «Lo único que me queda es ponerme a trabajar», se dijo. Pero si quería profundizar las cosas necesitaría años: economía, historia, filosofía, ¡no terminaría jamás! ¡Sólo para estar más o menos en claro frente al marxismo, qué trabajo! Ya no podría escribir. Y quería escribir. Sin embargo no podía abandonar L’Espoir por el hecho de no conocer en todos sus recovecos el materialismo histórico. Se sentía obligado como todo el mundo a ocuparse de política; pero eso no debería exigir un aprendizaje especial; si era un dominio reservado a los técnicos, que no le pidieran que se mezclara.

«Lo que necesito es tiempo», pensó Enrique despertándose. «El único problema es encontrar tiempo». La puerta del estudio acababa de abrirse y luego de cerrarse. Paula ya había salido y al volver circulaba por la habitación con pasos prudentes. Él apartó sus cobijas. «¡Si viviera solo ganaría horas!» Nada de conversaciones ociosas ni de comidas organizadas; leería los diarios mientras tomaba el desayuno en la lechería de la esquina, trabajaría hasta la hora de ir al diario: un sandwich haría las veces de almuerzo; terminado el trabajo comería rápidamente y por la noche leería hasta muy tarde. Así lograría sacar adelante L‘Espoir, su novela y sus lecturas. «Voy a hablar con Paula esta mañana mismo», decidió.

—¿Dormiste bien? —dijo Paula alegremente.

—Muy bien.

Canturreaba mientras disponía flores sobre la mesa; desde el regreso de Enrique estaba siempre alegre con ostentación.

—Te he hecho café verdadero y queda manteca fresca.

Se sentó y se puso a cubrir una tostada con manteca.

—¿Ya comiste algo?

—No tengo hambre.

—Nunca tienes hambre.

—Te aseguro que como; como muy bien.

Él mordió su tostada, ¿qué hacer? No podía alimentarla con sonda. —Te levantaste muy temprano.

—Sí, ya no podía dormir más. —Puso sobre la mesa un gran álbum de cantos dorados—: Aproveché para ordenar tus fotos de Portugal. —Abrió el álbum y señaló la escalera de Braga: Nadine, sentada en un peldaño, sonreía.

—Ves que no trato de huir de la verdad —dijo.

—Lo sé muy bien.

No huía de la verdad, pasaba a través de ella, era mucho más desconcertante. Volvió las páginas: «Ya en tus fotos de chico tenías esa sonrisa desconfiada; cómo te pareces a ti mismo». Antaño él la había ayudado a reunir esos recuerdos; hoy le parecía vano; le fastidiaba que Paula todavía se divirtiera exhumándolos, embalsamándolos.

—Aquí estás cuando te conocí.

—No tengo un aire muy brillante —dijo él rechazando el álbum.

—Eras joven; eras exigente —dijo ella. Se plantó ante Enrique y dijo con una brusca pasión—: ¿Por qué contestaste al reportaje de Lendemain?

—¡Ah! ¿Apareció el nuevo número?

—Sí. Lo traje —fue a buscar la revista al fondo del estudio y la arrojó sobre la mesa—. Habíamos decidido que nunca aceptarías un reportaje.

—Si uno tuviera que cumplir todas las decisiones que toma…

—Ésta era seria. Decías que cuando uno empieza a sonreír a los periodistas está a punto para la Academia francesa.

—He dicho muchas cosas.

—Me hizo daño físicamente ver tu foto en el diario.

—Estás encantada cuando ves mi nombre.

—Para empezar, no estoy encantada. Y además es muy distinto.

Paula era la reina de las contradicciones, pero ésta mortificaba particularmente a Enrique: quería que fuera el más glorioso de todos los hombres y afectaba despreciar la gloria; es que se empeñaba en verse a sí misma tal como él la había imaginado antes: altanera, sublime; y al mismo tiempo, por supuesto, vivía sobre la tierra como todo el mundo. «No tiene una vida muy divertida —pensó él con una brusca piedad—. Es natural que necesite compensaciones». Dijo en tono conciliador.

—Quise ayudar a esa chiquilina; es una debutante; se las arregla mal.

Paula sonrió tiernamente:

—Y además no sabes decir que no.

No había ningún doble sentido en su sonrisa; él sonrió también.

—No sé decir que no.

Él extendió el semanario. En primera plana su fotografía sonreía. Entrevista con Enrique Perron. Lo tenía sin cuidado lo que María Ángel pensaba de él; sin embargo, ante esas líneas impresas recobraba un poco la fe ingenua del campesino que lee la Biblia: como si a través de esas frases que él mismo había suscitado hubiera podido por fin enterarse de quién era. «En la sombra de la farmacia de Tulle, la sombra de los frascos rojos y azules… Pero el niño juicioso aborrece esa vida estrecha; el olor de los medicamentos, las calles mezquinas de su ciudad natal… Crece y el llamado de la gran ciudad se hace más apremiante. Se ha jurado elevarse por encima de las brumas de la mediocridad; en un rincón secreto de su corazón espera fundar un diario más elevado que los otros… Un providencial encuentro con Robert Dubreuilh… Deslumbrado, desconcertado, compartido entre la admiración y el desafío, Enrique Perron cambia sus sueños de adolescente por una verdadera ambición de hombre; trabaja encarnizadamente… Un librito y es bastante para que de pronto la gloria entre en su vida: tiene veinticinco años. Moreno, ojos exigentes, una boca severa, directo, abierto y, sin embargo, secreto…» Apartó el diario. María Ángel no era idiota, lo conocía bastante bien y, sin embargo, había hecho de él un Rastignac para modistillas.

—Tienes razón —dijo—. Hay que rehusarse a los periodistas. Para ellos, una vida no es más que una carrera, y una obra, nada más que un medio de llegar. Lo que llaman triunfo es el ruido que se hace y el dinero que se gana. Imposible hacerlos salir de ahí.

Paula sonrió con indulgencia:

—Advierte que esa chica ha dicho cosas simpáticas sobre tu libro; pero es como los demás. Admiran sin comprender.

—No es para tanto lo que admiran —dijo Enrique—. Es la primera novela que aparece desde la Liberación; entonces están obligados a hablar bien.

A la larga resultaba más bien incómodo ese concierto de elogios; demostraba la oportunidad de su libro, pero no informaba en absoluto sobre sus méritos. Enrique estaba a punto de pensar que debía su éxito a los malentendidos. Lambert creía que había querido, a través de la acción colectiva, exaltar el individualismo, y Lachaume, al contrario, que predicaba el sacrificio del individuo a la colectividad. Todos subrayaban el carácter edificante de la novela. Sin embargo, era casi por un azar que Enrique había situado esa historia durante la resistencia; había pensado en un hombre y también en una situación; en una cierta relación entre el pasado de su personaje y la crisis que atravesaba; y en muchas otras cosas de las que no hablaba ningún crítico. ¿Era culpa suya o de los lectores? El público admiraba un libro totalmente distinto del que Enrique había creído ofrecerle.

—¿Qué vas a hacer hoy? —preguntó con voz afectuosa.

—Nada especial.

—¿Pero qué?

Ella reflexionó:

—Y bueno, voy a llamar a mi costurera para mirar con ella esas hermosas telas que me has traído.

—¿Y después?

—¡Ah, tengo siempre tantas cosas que hacer!

—Es decir que no haces nada— dijo Enrique. Miró a Paula con severidad. —He pensado mucho en ti durante este mes. Me parece criminal que pases tus días vegetando entre estas cuatro paredes.

—¡A esto le llamas vegetar! —dijo Paula. Sonrió con dulzura y como antaño había toda la sabiduría del mundo en su sonrisa—: Cuando uno ama no vegeta.

—Pero amar no es una ocupación.

Ella lo interrumpió:

—Discúlpame; pero a mí me ocupa.

—He pensado en lo que te dije en Nochebuena —empezó él—. Y estoy seguro de que tenía razón: debes volver a cantar.

—Hace años que vivo como en este momento —dijo Paula—. ¿Por qué te inquietas bruscamente?

—Durante la guerra uno podía contentarse con matar el tiempo; pero la guerra ha terminado. Escúchame —dijo con autoridad—, vas a ir a decirle al viejo Grépin que quieres volver a trabajar; yo te ayudaré a elegir tu repertorio; hasta trataré de escribir una canción para ti y de pedirles otras a los muchachos: mira: está justamente en la cuerda de Julián; estoy seguro de que te escribirá canciones encantadoras. Brugère les pondrá música, verás el repertorio que tendrás dentro de un mes. El día en que estés preparada, Sabririo te oirá y te garantizo que hará de ti la estrella del club 45. A partir de ese momento estarás lanzada.

Se dio cuenta de que había hablado con demasiada volubilidad y con demasiado entusiasmo; Paula le clavaba los ojos con un aire de reproche asombrado.

—¿Y qué hay con eso? —dijo—. ¿Seré más importante para ti el día en que veas mi nombre en los carteles?

Él se encogió de hombros.

—No seas tonta. Por supuesto que no. Pero es mejor hacer algo que no hacer nada. Yo trato de escribir; tú deberías cantar porque estás dotada para eso.

—Vivo, te quiero, ¿no es poco decir?

—Juegas con las palabras —dijo él con impaciencia—. ¿Por qué no quieres intentarlo? ¿Te has vuelto tan haragana? ¿O tienes miedo? ¿O qué?

—Escucha —dijo ella con una voz que se endureció de pronto—, aun si todas esas vanidades: el éxito, la celebridad, tuvieran todavía algún sentido para mí, no iría a empezar a los treinta y siete años una carrera de segundo orden. Cuando te sacrifiqué esa gira por el Brasil era una renuncia definitiva. No lo lamento; pero no volvamos sobre eso.

Enrique abrió la boca para protestar; ese sacrificio que ella había decidido con entusiasmo, sin consultarlo, ahora parecía hacerlo cargar con la responsabilidad. Se contuvo y miró a Paula con perplejidad. Él nunca había sabido si ella despreciaba verdaderamente la fama o si temía no alcanzarla.

—Tu voz es tan linda como antes —dijo él—. Y tú también.

—Pero no ——dijo ella con impaciencia; se encogió de hombros—. Ya lo sé; habrá un puñado de intelectuales que por darte el gusto decretarán durante unos meses que tengo talento; y después, buenas noches. Hubiera podido ser Damia o Edith Piaf; dejé pasar la oportunidad; peor para mí, pero no volvamos sobre eso.

Sin duda no llegaría a ser una gran vedette; pero bastaba que tuviera un poco de éxito y ya bajaría sus pretensiones. De todas maneras su vida sería menos lamentable si se interesara activamente en algo.«¡Y a mí me vendría tan bien!», se dijo. Sabía perfectamente que lo que estaba en juego era su propia vida más que la de Paula.

—Aunque no llegues al gran público, vale la pena —dijo él—. Tienes tu voz, tus dones propios. Sería interesante tratar de sacar partido de ellos. Estoy seguro que lograrías verdaderas alegrías.

—Tengo muchas alegrías en mi vida —dijo ella; su rostro se exaltó—. No pareces comprender lo que es mi amor por ti.

—Pero sí —dijo él con vivacidad y agregó con voz cruel—: ¿Pero no serías capaz de hacer lo que te pido por amor a mí?

—Si tuvieras verdaderas razones de pedírmelo lo haría —dijo ella gravemente.

—Lo único es que prefieres tus razones a las mías.

—Sí —dijo ella con tranquilidad—, porque son mejores. Me hablas desde un punto de vista completamente exterior, un punto de vista mundano que no es verdaderamente el tuyo.

—¡No veo cuál es el punto de vista tuyo! —dijo él malhumorado. Se levantó; inútil discutir, más bien trataría de ponerla ante el hecho consumado: le traería canciones, concertaría entrevistas para ella—. Está bien, no hablemos más. Pero estás equivocada.

Ella sonrió sin contestar:

—¿Vas a trabajar?

—Sí.

—¿En tu novela?

—Sí.

—Está bien —dijo ella.

Él subió la escalera; tenía ansias de ponerse a escribir. Y se felicitaba ante la idea de que esta novela no sería nada edificante; todavía no tenía una idea precisa de lo que iba a hacer; su única consigna era divertirse gratuitamente en ser sincero. Extendió sus borradores ante él; casi cien páginas; estaba bien haberlas dejado descansar durante un mes, iba a releerlas con ojos nuevos. Primeramente se abandonó al placer de recobrar, vertidas en frases pensadas, un montón de impresiones y de recuerdos; y poco a poco una inquietud lo acosó. ¿Qué iba a hacer con todo eso? No tenían ni pie ni cabeza esos borroneos. Había algo de común entre ellos, un cierto clima: la preguerra. Y justamente era lo que de pronto la molestaba. Había pensado vagamente; «Tratar de expresar el gusto de mi vida», Como si se hubiera tratado de un perfume Con etiqueta y marca de fábrica, el mismo a través de todos los años. Pero, por ejemplo, la que él decía sobre los viajes concernía exclusivamente al joven de veinticinco años que era él en 1935; nada que ver con lo que había sentido en Portugal. Su historia con Paula era igualmente anacrónica; ni Lambert, ni Vicente, ni ninguno de los muchachos que él conocía tendrían hoy semejantes reacciones; y además, Con cinco años de ocupación a sus espaldas, una joven de veintisiete años sería muy distinta de la que era Paula. Había una solución; situar deliberadamente su novela más o menos en 1935; pero él no tenía ninguna gana de componer una novela de época, evocando un mundo superado. Lo que deseaba, al contrario, al trazar esas líneas, era arrojarse vivo en el papel; entonces había que escribir esa historia al presente, transponiendo los personajes y los acontecimientos. «Transponer»: ¡qué palabra irritante!, ¡qué palabra idiota!, se dijo; Son insensatas las libertades que uno Se toma con los personajes de novela; uno los transporta de un siglo al otro, los pasea de un país al otro, se pega el presente de éste con el pasado de aquél, introduciendo fantasmas personales; si uno los mira de cerca son todos monstruos y todo el arte consiste en impedir que el lector mire demasiado de cerca. Bueno; no transpongamos; bien puedo fabricar, pieza por pieza, hombrecitos que nada tengan que ver con Luis, con Paula ni conmigo; lo he hecho en otras oportunidades, pero esta vez lo que yo quería pintar era la realidad de mi propia experiencia. Rechazó los borradores. Juntar materiales al azar: pésimo método. Había que hacer lo de siempre, partir en forma global y de una intención precisa. ¿Cuál? ¿Qué verdad deseo expresar? Mi verdad; qué significa exactamente. Miraba estúpidamente la página en blanco. Zambullirse en el vacío con las manos vacías es intimidante. Quizá ya no tengo nada que decir, pensó; pero le parecía, por el contrario, que nunca había dicho nada. Tenía todo qué decir, como todo el mundo, en todo momento. Todo es demasiado. Recordaba una vieja frase descifrada en el fondo de un plato: «Uno entra, grita y es la vida; uno grita, sale y es la muerte». ¿Qué agregar? Vivimos todos en el mismo planeta, nacemos de un vientre y alimentaremos a los gusanos; todos tenemos la misma historia, ¿por qué decidir que es mía y que yo debo contarla? Bostezó; no había dormido bastante y esa página desnuda le daba vértigo; caía en el fondo de la indiferencia; no se puede escribir nada en la indiferencia; había que remontarse a la superficie de la vida, allí donde los instantes y los individuos cuentan, uno por uno. Pero no, lo único que encontraba si sacudía su sopor eran preocupaciones. L’Espoir, una gaceta local, ¿es verdad? Cuando trato de tener influencia sobre la opinión ¿soy un idealista? En vez de soñar sobre ese papel hubiera sido mejor que se dedicara a estudiar seriamente a Marx. Sí, era urgente: tenía que trazarse un programa y ponerse a trabajar fuerte. Hacía tiempo que debió haberlo hecho. Su excusa era que los acontecimientos lo habían tomado desprevenido y había atendido lo más urgente. Pero también había habido aturdimiento en su caso: desde la Liberación vivía en una especie de euforia que nada justificaba. Se levantó. Esa mañana no era capaz de concentrarse en ningún trabajo, su conversación con Dubreuilh lo había sacudido demasiado. Además, la víspera había dejado su correspondencia inconclusa, tenía que hablar con Sézenac, estaba ansioso por saber si Preston le procuraría papel, todavía no había entregado al Quai d’Orsay la carta del viejo das Viernas. «Bueno, voy a llevarla en seguida», decidió.

—¿Podría ver cinco minutos al señor Tournelle, de parte de Enrique Perron? Tengo un mensaje para él.

—Si quiere escribir su nombre y el motivo de la visita. —Dijo la secretaria tendiéndole un formulario impreso.

Sacó su lapicera: ¿qué motivo?, el respeto de una quimera; él sabía hasta qué punto ese paso era vano; escribió: Confidencial. «Tome».

La secretaria tomó la ficha con aire indulgente y se dirigió hacia la puerta; su sonrisa, la dignidad de su andar, significaban claramente que un jefe de gabinete es un señor demasiado importante para ser molestado sin premeditación. Enrique miró con piedad el grueso sobre blanco que llevaba en la mano; había ido hasta el extremo de la comedia pero ahora ya no podía eludir la realidad: el pobre das Viernas iba a estrellarse contra una respuesta cruel o el silencio, La secretaria reapareció:

—Para el señor Tournelle será un placer concederle Una entrevista lo más pronto posible; puede dejarme su mensaje, se lo transmitiré en seguida.

—Muchas gracias —dijo Enrique. Tendió el sobre: nunca le había parecido tan absurdo como entre las manos de esa joven respetable. En fin, bueno, había hecho lo que le habían pedido que hiciera, el resto no le incumbía. Decidió pasar por el Bar Rojo; era la hora del aperitivo; sin duda estaría Lachaume y quería agradecerle su artículo. Al empujar la puerta vio a Nadine que estaba sentada entre Lachaume y Vicente; dijo con voz enojada—: No se te ve a menudo.

—Trabajo.

Se sentó junto a ella y pidió un turin-gin.

—Hablábamos de ti —dijo alegremente Lachaume—, de tu reportaje en Lendemain; está bien que digas la verdad: quiero decir a propósito de la política aliada en España.

—¿Por qué no lo hacen ustedes? —dijo Vicente.

—Nosotros no podemos, no en este momento; pero está bien que alguien lo haga.

—Tiene gracia —dijo Vicente.

—No quieres comprender nada —dijo Lachaume.

—Comprendo muy bien.

—No, no comprendes.

Enrique bebió su turin-gin escuchando distraídamente. Lachaume nunca perdía una ocasión de explicar el presente, el pasado, el porvenir, vistos y corregidos por el partido; pero no era posible guardarle rencor: a los veinte años había descubierto a la vez, en el maquis, la aventura, la camaradería, el comunismo; eso excusaba su fanatismo. «Lo quiero porque le hice un favor», pensó Enrique con ironía. Lo había ocultado durante tres meses en el estudio de Paula, le había conseguido documentos falsos, al separarse de él le había regalado su único abrigo.

—Oye, te agradezco tu artículo —dijo bruscamente—. Es verdaderamente muy generoso.

—Dije lo que pensaba —contestó Lachaume—. Por otra parte, todo el mundo está de acuerdo: tu libro es estupendo.

—Sí, es divertido —dijo Nadine——, por una vez, todos los críticos están de acuerdo: parecería que entierran a alguien o que disciernen un premio a la virtud.

—Hay algo de eso —dijo Enrique. «Pedazo de víbora», pensó con un rencor divertido. «Encontró justo las palabras que yo no quería decirme». Le sonrió a Lachaume—: Te equivocaste en una cosa: nunca mi personaje será comunista.

—¿Qué otra cosa quieres que sea?

Enrique se echó a reír:

—Y bueno, lo que yo soy.

Lachaume también rio:

—¡Justamente!—. Miró a Enrique en los ojos. —Dentro de seis meses el S. R. L. no existirá más y habrás comprendido que el individualismo no sirve. Te inscribirás en el P. C.

Enrique sacudió la cabeza:

—Les resulto mucho más útil así. Estás bien contento de que yo haya hecho la denuncia en lugar de ustedes. ¿Y de qué serviría que L’Espoir repitiese lo que repite L’Humanité? Hago un trabajo mucho más útil tratando de que la gente piense, planteando preguntas que ustedes no hacen, diciendo ciertas verdades que ustedes no dicen.

—Habría que hacer ese trabajo siendo comunista —dijo Lachaume.

—No me lo permitirían.

—Pero sí. Por supuesto, en este momento hay demasiado sectarismo en el partido; pero es culpa de las circunstancias; eso no durará indefinidamente —Lachaume vaciló—. No lo repitas, pero con los muchachos esperamos tener muy pronto una revista nuestra, una revista un poco al margen, en la cual entablaríamos discusiones con toda libertad.

—Una revista no es un diario —dijo Enrique—, y en cuanto a lo de la libertad, ya lo veremos —miró a Lachaume con amistad—. De todas maneras sería magnífico si tuvieras una revista tuya. ¿Crees de veras que va a engranar?

—Hay muchas posibilidades.

Vicente se inclinó y clavó en Lachaume una mirada desafiante: —Si verdaderamente te dejan hablar, explícales a los camaradas que es una porquería abrirles los brazos a todos esos cochinos que se dicen arrepentidos.

—¿Nosotros? ¿Que nosotros recibimos a los colaboracionistas con los brazos abiertos? Anda a decirles eso a los lectores del Figaro, los alegrará un poco.

—Hay un montón de crápulas perdonados por ustedes.

—No compliques todo —dijo Lachaume—; si uno decide pasar la esponja es porque el tipo es recuperable.

—Por ese camino, ¿cómo sabes si los tipos que hemos liquidado no eran recuperables?

—En ese momento no había alternativa: había que matarlos.

—¡En ese momento! Yo los he matado para toda mi vida.

—Vicente sonrió con malicia. —Pero voy a decirte algo tranquilizador: eran todos unas basuras, sin excepción, y lo único que hay que hacer es liquidar a todos los que hemos dejado olvidados.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Nadine.

—Quiero decir que deberíamos organizarnos —dijo Vicente. Su mirada buscó la de Enrique.

—¿Organizar qué? ¿Expediciones punitivas? —dijo Enrique riendo.

—Sabes que en Marsella están deteniendo a todos los nuestros, los del maquis, como a criminales de delitos comunes —dijo Vicente—. ¿Hay que permitir eso?

—El terrorismo no es un remedio —dijo Lachaume.

—No —dijo Enrique. Miró a Vicente—. Me han hablado de algunas bandas que se divierten en jugar a los justicieros. Si se trata de arreglar cuentas personales, comprendo. Pero tipos que se imaginen salvar a Francia abatiendo a un colaboracionista aquí, a otro allí, son enfermos o cretinos.

—Ya sé; lo que es sano es afiliarse al P. C. o al S. R. L. —dijo— Vicente. Sacudió la cabeza: —No me convencerán.

—Nos las arreglaremos sin ti —dijo Enrique con voz cordial.

Se levantó; Nadine se levantó también.

—Te acompaño.

Había caído en su disfraz de mujer; había tratado de maquillarse, pero sus pestañas parecían espinas de puerco espín y había unas líneas negras bajo sus ojos. Apenas estuvo afuera preguntó: —¿Almorzamos juntos?

—No; tengo que hacer en el diario.

—¿A esta hora?

—A toda hora.

—Entonces comemos juntos.

—No, me quedo en el diario hasta muy tarde. Y luego voy a ver a tu padre.

—¡Oh, ese diario! ¡No tienes otra palabra en la boca! No es el centro del mundo.

—No digo que lo sea..

—No, pero lo piensas. —Se encogió de hombros—. ¿Entonces cuándo nos vemos?

Vaciló:

—Verdaderamente, Nadine, en este momento no tengo un minuto.

—Sin embargo, alguna vez te has de sentar ante una mesa y has de comer, ¿no? No veo por qué no puedo sentarme frente a ti —miró a Enrique en los ojos—: A menos que te reviente.

—Por supuesto que no.

—¿Entonces?

—Bueno. Ven a buscarme mañana entre nueve y diez.

—De acuerdo.

Tenía mucha simpatía por Nadine y no le fastidiaba verla, pero ahí no estaba el problema; el problema era que necesitaba organizar su vida con la más estricta economía: no había lugar para Nadine.

—¿Por qué le contestaste tan duramente a Vicente? —dijo Nadine—. No debiste hacerlo.

—Temo que haga tonterías.

—Tonterías. En cuanto alguien quiere obrar, ustedes dicen que son tonterías. ¿Crees que una de las peores tonterías no es escribir libros? Te aplauden, te enorgullece; pero después la gente pone el libro en un rincón y nadie piensa más.

—Es mi oficio —dijo él.

—Vaya un oficio.

Siguieron caminando en silencio y ante la puerta del diario Nadine dijo secamente:

—Bueno. Me voy. Hasta mañana.

—Hasta mañana.

Seguía plantada ante él con aire indeciso:

—Entre nueve y diez es muy tarde; no tendremos tiempo de hacer nada. ¿No podríamos empezar la noche un poco más temprano?

—No estoy libre antes.

Ella se encogió de hombros:

—Entonces a las nueve y media. ¿Pero de qué sirve ser célebre si uno no tiene tiempo para vivir?

«Vivir —pensó él mientras ella giraba bruscamente sobre sus talones—, en boca de ellas quiere decir: ocuparse de ellas. Pero hay más de una manera de vivir». Le gustaba ese olor a rincones polvorientos y a tinta fresca. Los locales estaban todavía vacíos, el sótano silencioso: muy pronto todo un mundo iba a surgir de ese silencio, un mundo que era su creación. «Nadie pondrá la mano sobre L’Espoir», se repitió. Se sentó ante su escritorio y se desperezó. No valía la pena exaltarse. No cedería el diario; tiempo se encuentra siempre; y cuando hubiera dormido durante una buena noche su trabajo marcharía mejor.

Liquidó rápidamente la correspondencia y miró el reloj; tenía una cita con Preston dentro de media hora, lo que le dejaba ampliamente tiempo para explicarse con Sézenac. «¿Quiere llamar a Sézenac?», pidió a su secretaria. Volvió a sentarse ante su escritorio. Es muy bonito confiar en la gente, pero ocurre que un montón de muchachos hubieran querido ocupar. El lugar de Sézenac y lo merecían más que él. La oportunidad que se empeñaba en darle a uno, hacía que privara arbitrariamente a otro, cosa nada aceptable. «Lástima», dijo Enrique. Recordaba qué aspecto importante tenía Sézenac cuando Chancel se lo había traído; durante un año había sido el más fervoroso agente de unión; quizá necesitaba circunstancias extraordinarias: pálido, hinchado, los ojos vidriosos, iba a remolque de Vicente y ya no era capaz de escribir dos frases coherentes.

—Ah, eres tú, siéntate.

Sézenac se sentó sin pronunciar una palabra; y Enrique advirtió de pronto que había trabajado un año con él, pero que no lo conocía; estaba más o menos al corriente de la vida, de los gustos, de las ideas de los demás; éste siempre había callado.

—Quisiera saber si vas a resolverte, sí o no, a escribir algo mejor que esos borroneos informes —dijo con una voz más seca de lo que hubiera querido.

Sézenac se encogió de hombros con aire de impotencia.

—¿Qué te pasa? ¿Te sientes mal? ¿Tienes preocupaciones? Sézenac apretaba un pañuelo entre sus manos y miraba fijamente el piso; era verdaderamente difícil encontrar un punto de contacto con él.

—¿Qué te pasa? —repitió Enrique—. Acepto darte otra oportunidad.

—No —dijo Sézenac—, el periodismo no es mi fuerte.

—Los primeros tiempos no salía tan mal.

Sézenac sonrió vagamente:

—Chancel me ayudaba un poco.

—¿No te hacía todos tus artículos, supongo?

—No —dijo Sézenac sin seguridad; sacudió la cabeza—. No vale la pena insistir en un trabajo que no me gusta.

—Podías haberlo dicho antes —dijo Enrique con un poco de fastidio. Hubo un nuevo silencio y Enrique preguntó—: ¿Qué quisieras hacer?

—No te inquietes, ya me las arreglaré.

—Sí, ¿pero qué?

—Doy lecciones de inglés; y además me han prometido traducciones —se puso de pie—. Te agradezco que me hayas aguantado tanto tiempo.

—Si alguna vez quieres mandarnos algo…

—Si se presenta.

—¿Puedo hacer algo por ti?

—Podrías prestarme mil francos —dijo Sézenac.

—Toma dos mil —dijo Enrique—, pero eso no es una solución.

Sézenac metió su pañuelo en el bolsillo y por primera vez sonrió:

—Es una solución provisoria: son las más seguras—. Empujó la puerta. —Gracias.

—Buena suerte —dijo Enrique.

Se sentía desconcertado; parecía que Sézenac no esperaba sino la ocasión de escapar. «Tendré noticias suyas por Vicente», pensó para tranquilizarse; pero lo mortificaba un poco no haber sabido hacerlo hablar. Sacó su lapicera y extendió ante él un papel de carta. Preston llegaría en un cuarto de hora. No quería pensar demasiado en esa revista antes de estar seguro, pero tenía la cabeza llena de proyectos; todos los semanarios que aparecían en ese momento eran lamentables; por lo tanto, sería todavía más divertido lanzar algo verdaderamente bueno.

La secretaria entreabrió la puerta:

—El señor Preston desea verlo.

—Hágalo pasar.

Vestido de civil, Preston no tenía en absoluto el aspecto de un americano; sólo la perfección de su francés la hacía un poco sospechoso. Entró en seguida en materia.

—Sin duda, su amigo Lucas le habrá dicho que nos hemos encontrado varias veces durante su ausencia —dijo—. Juntos hemos deplorado la condición actual de la prensa francesa, que es verdaderamente lamentable. Para mí sería una gran alegría poder ayudar a su diario procurándole un suplemento de papel.

—¡Ah, qué bien nos vendría! —dijo Enrique—. Por supuesto, no podemos encarar ninguna modificación del formato —agregó—, somos solidarios con los otros periódicos. Pero nada nos prohíbe sacar un suplemento el domingo y eso abre un montón de posibilidades.

Preston sonrió con aire tranquilizador.

—Prácticamente no hay problema —dijo—; ese papel pueden tenerlo mañana —encendió largamente su cigarrillo con un encendedor de laca negra—. Tengo que hacerle muy francamente una pregunta: ¿la línea política de L’Espoir no va a cambiar?

—No —dijo Enrique—. ¿Por qué?

L’Espoir presenta a mis ojos exactamente el guía que su país necesita —dijo Preston—, y por eso mis amigos y yo queremos ayudarlo. Admiramos su independencia de criterio, su coraje, su lucidez.

Calló pero su voz continuaba en suspenso.

—¿Y que más? —dijo Enrique.

—Seguí con mucho interés el principio de sus crónicas sobre Portugal; pero esta mañana quedé un poco sorprendido al leer en un reportaje que usted tenía la intención, a propósito del régimen de Salazar, de criticar la política americana en el Mediterráneo.

—En efecto, esa política me parece lamentable —dijo Enrique un poco secamente—. Hace tiempo que Franco y Salazar deberían estar liquidados.

—Las cosas no son tan sencillas, usted lo sabe muy bien —dijo Preston—. Por supuesto, pensamos ayudar a los españoles y a los portugueses a recobrar las libertades democráticas; pero cuando llegue el momento.

—El momento ha llegado ——dijo Enrique—. Hay condenados a muerte en las prisiones de Madrid. Cada día cuenta.

—Ése es también mi criterio —dijo Preston—, y sin duda es el que va a adoptar el Departamento de Estado. —Sonrió.— Por eso me parece inoportuno levantar contra nosotros la opinión francesa.

Enrique sonrió también:

—Los políticos nunca están apurados; me parece útil ponerlos entre la espada y la pared.

—No se haga demasiadas ilusiones —dijo Preston amablemente—. Su diario es muy apreciado en los ambientes políticos americanos. Pero no espere influir sobre Washington.

—¡Oh, no lo espero! —dijo Enrique. Agregó rápidamente—: Digo lo que pienso, eso es todo. Usted me felicitaba por mi independencia…

—Justamente, esa independencia va a comprometerla —dijo Preston. Miró a Enrique con reprobación—. Al abrir esa campaña usted haría el juego de los que quieren presentarnos como imperialistas —agregó—. Usted se coloca en un punto de vista humanitario con el cual yo simpatizo plenamente, pero que no es válido políticamente. Déjenos un año y la República quedará restablecida en España en mejores condiciones.

—No tengo la intención de abrir una campaña —dijo Enrique—. Sólo quiero señalar ciertos hechos.

—Pero esos hechos serán utilizados contra nosotros —dijo Preston.

Enrique se encogió de hombros:

—Eso no es cuestión mía. Soy periodista. Digo la verdad; es mi oficio.

Preston miró a Enrique:

—Si usted está seguro de que una cierta verdad traerá consecuencias nefastas, ¿la dice?

Enrique vaciló:

—Si estuviera seguro de que la verdad es perjudicial, entonces no vería más que una solución: renunciaría; abandonaría el periodismo.

Preston sonrió con aire cordial:

—¿No es esa una moral muy formal?

—Tengo amigos comunistas que me han hecho exactamente la misma pregunta —dijo Enrique—. Pero no es tanto la verdad lo que respeto, sino a mis lectores. Admito que en ciertas circunstancias la verdad puede ser un lujo; quizá sea el caso de la U. R. S. S. —dijo sonriendo—, pero en Francia, hoy no le reconozco a nadie el derecho de acapararla. Quizá para un político sea menos sencillo; pero yo no estoy del lado de los que maniobran: yo estoy con los que los demás tratan de manejar; cuentan con que los informe lo mejor posible y si me callo o miento, los traiciono.

Se detuvo un poco avergonzado de ese largo discurso; no iba únicamente dirigido a Preston; se sentía vagamente cercado y se defendía a Preston; se sentía vagamente cercado y se defendía al azar como todo el mundo.

Preston sacudió la cabeza:

—Volvemos al mismo malentendido; lo que usted llama informar yo lo veo como una manera de obrar. Temo que usted sea víctima del intelectualismo francés. Yo soy pragmático; ¿usted no conoce a Dewey?

—No.

—Lástima. Nos conocen muy mal en Francia. Es un gran filósofo. —Preston hizo una pausa—. Advierta bien que no nos oponemos a que nos critiquen. No hay país más abierto que los Estados Unidos para la crítica constructiva. Explíquenos cómo podemos hacer para conservar el afecto de los franceses y lo escucharemos con el mayor interés. Pero Francia está mal colocada para juzgar nuestra política mediterránea.

—Sólo hablaré en mi nombre —dijo Enrique con fastidio—. Bien o mal colocado, uno siempre tiene derecho a dar su opinión.

Hubo un silencio y Preston dijo por fin:

—Usted comprende, evidentemente, que si L’Espoir toma partido contra los Estados Unidos, yo no puedo conservarle mi simpatía.

—Comprendo —dijo Enrique secamente—. Usted comprenderá por su lado que yo no puedo encarar someter L’Espoir a su censura.

—¡Pero quién habla de censura! —dijo Preston con aire contrariado—. Todo cuanto deseo es verlo permanecer fiel a esa neutralidad de la que se había hecho una regla.

—Justamente, permanezco fiel —dijo Enrique con una brusca ira—. L’Espoir no está en venta por algunos kilos de papel.

—¡Oh, si lo toma en ese tono! —dijo Preston; se levantó—. Créame que lo lamento.

—Yo no lamento nada —dijo Enrique.

Durante todo el día se había sentido vagamente irritado; y bien, ahora tenía una linda ocasión para enfurecerse. Había sido un idiota al imaginar que Preston iba a hacer de Papá Noel. Era un agente del State Department y Enrique había dado pruebas de una ingenuidad imperdonable discutiendo con él como con un amigo. Se levantó y se dirigió hacia la sala de redacción.

—Y bien, mi pobre Lucas, se voló el suplemento —dijo sentándose al borde de una gran mesa.

—¿No? —dijo Lucas—. ¿Por qué? —Tenía una cara hinchada y vieja como la de un enano; en cuanto estaba contrariado parecía que iba a echarse a llorar.

—Porque ese americano quiere impedirnos que abramos la boca contra los Estados Unidos: venía a ofrecerme el negocio.

—¡No es posible! ¡Parecía tan buen tipo!

—En un sentido es halagador— dijo Enrique, —nos codician demasiado. ¿No sabes lo que Dubreuilh me sugirió anoche? Que L’Espoir se convierta en el diario del S. R. L.

Lucas alzó hacia Enrique un rostro consternado:

—¿No aceptaste?

—Por supuesto.

—Todos esos partidos que resucitan, esas facciones, esos movimientos… hay que quedar afuera de todo eso —dijo Lucas con voz suplicante.

Las convicciones de Lucas eran tan íntegras que aun cuando uno las compartía se sentía tentado de inquietarlo un poquito.

—Sin embargo, es cierto que la unidad de la Resistencia ya no es más que una palabra —dijo Enrique—, va a haber que definir claramente nuestra posición.

—Son ellos los que están saboteando la unidad —dijo Lucas con una brusca pasión—. Al S. R. L. la llaman agrupación; en realidad, crean una nueva escisión.

—No, la escisión la crea la burguesía; y cuando uno pretende situarse más allá de las luchas de clase arriesga hacerles el juego.

—Escucha —dijo Lucas—, la línea política del diario la decides tú, tienes más cabeza que yo; pero someterse al S. R. L. Es otra historia: ahí estoy en contra, absolutamente en contra —su rostro se puso firme—. Te he evitado el detalle de nuestras dificultades del lado de las finanzas, pero te he prevenido que no estábamos muy arriba. Si nos ponemos de chinchorro de un movimiento que no significa gran cosa para nadie, eso no arreglará nuestros negocios.

—¿Piensas que perderemos aún más lectores? —dijo Enrique.

—¡Evidentemente!, y entonces estamos liquidados.

—Sí, parece más que probable —dijo Enrique.

Para comprar un minúsculo diarucho los provinciales preferían sus gacetas locales a los diarios parisienses, el tiraje había bajado mucho; aun recobrando su formato normal, no era seguro que L’Espoir recobrara su clientela; en todo caso no podía pagarse el lujo de una crisis: «¡Decididamente, no soy más que un idealista!», pensó Enrique; le había opuesto como objeciones a Dubreuilh cuestiones de confianza, de influencia, de papel que representar, y la verdadera respuesta estaba escrita en las cifras: quebraremos. Era uno de esos argumentos robustos contra los cuales ni los sofismas ni la moral pueden nada; tenía prisa de utilizarlo.

Enrique llegó a las diez al quai Voltaire, pero el ataque previsto no se desató en seguida. Como de costumbre, Ana trajo sobre una mesita con ruedas una especie de comida: salchichón portugués, jamón, una ensalada de arroz, y para festejar el regreso de Enrique una botella de Meursault. Cambiaron en frases deshilvanadas impresiones de viaje y los últimos chismes de París. A decir verdad, Enrique no se sentía con humor combativo. Le alegraba encontrarse de nuevo en ese escritorio; esos libros viejos, pero por lo general dedicados, los cuadros firmados por pintores conocidos, pero que no habían sido comprados, los adornos exóticos que eran todos recuerdos de viaje; toda esa vida discretamente privilegiada, él la apreciaba a distancia y al mismo tiempo, era ése su verdadero hogar; se sentía al calor, en la intimidad de su vida propia.

—Se está bien en casa —le dijo a Ana.

—¿No es cierto? En cuanto salgo me siento perdida —dijo ella alegremente.

—Hay que confesar que Scriassine eligió un lugar que espantaba —dijo Dubreuilh.

—Sí, ¡qué cueva!, pero en realidad fue una noche agradable —dijo Enrique; sonrió—. Salvo el final.

—¿El final? No, para mí lo más duro fue el momento de los «Ojos Negros» —dijo Dubreuilh con aire inocente.

Enrique vaciló; quizá Dubreuilh había decidido no volver a la carga demasiado pronto; había que aprovechar su discreción, sería una lástima estropear ese momento; pero Enrique estaba impaciente por confirmar su secreta victoria.

—La verdad es que dejó a L’Espoir como trapo de piso —dijo con voz alegre.

—Pero no… —dijo Dubreuilh con una sonrisa.

—¡Ana es testigo! Todo no era falso en su acusación —agregó Enrique—. Pero quería decirle: su propuesta de ligar L’Espoir al S. R. L. he vuelto a pensarla, hasta hablé con Lucas; es totalmente imposible.

La sonrisa de Dubreuilh se borró.

—Espero que no sea su última palabra —dijo—. Porque sin diario el S. R. L. nunca será nada y no me diga que hay otros: ninguno tiene exactamente nuestra tendencia. Si usted se niega, ¿quién aceptará?

—Ya sé —dijo Enrique—. Pero dese cuenta: en este momento L’Espoir está en crisis, como la mayoría de los diarios; creo que saldremos de ésta, pero durante mucho tiempo tendremos que apretarnos el cinturón. El día en que decidiéramos ser el órgano de un partido político, el tiraje bajaría inmediatamente; no estamos en situación de soportar el cimbronazo.

—El S. R. L. no es un partido —dijo Dubreuilh—. Es un movimiento lo bastante amplio como para que sus lectores no se espanten.

—Partido o movimiento, prácticamente es lo mismo —dijo Enrique—. Todos esos obreros comunistas o comunizantes de los que yo le hablaba, compran junto con L’Humanité un diario de información, pero no otro pasquín político. Aun si el S. R. L. marcha de la mano con el P. C. ocurrirá lo mismo: L’Espoir se volverá sospechoso en cuanto lleve una etiqueta —Enrique se encogió de hombros—. El día en que sólo nos lean los miembros del S. R. L. no nos quedará más que cerrar.

—Los miembros, del S. R. L. serán infinitamente más numerosos cuando tengamos el apoyo de un diario —dijo Dubreuilh.

—Entre tanto habrá un largo período de incertidumbre —dijo Enrique—, y esto nos bastará para irnos a pique, cosa que no está en el interés de nadie.

—No, no está en el interés de nadie —concedió Dubreuilh, guardó un momento de silencio; la yema de sus dedos golpeteaban el papel secante—. Evidentemente hay un riesgo —dijo.

—Un riesgo que no podemos permitirnos el lujo de correr —dijo Enrique.

Dubreuilh reflexionó nuevamente durante unos instantes y dijo con un suspiro:

—Necesitaríamos dinero.

—Justamente no lo tenemos.

—No lo tenemos —concedió Dubreuilh con voz soñadora.

Por supuesto, no se daba tan fácilmente por vencido; todavía le daba vueltas a sus esperanzas en la cabeza; pero el argumento había sido eficaz: no volvió a la carga durante la semana siguiente; sin embargo, Enrique lo vio a menudo, quería probarle su buena voluntad; hubo dos entrevistas con Samazelle, asistió a las reuniones del comité, prometió publicar el manifiesto en L’Espoir. «Haz lo que quieras —decía Lucas—, mientras sigamos independientes». Seguían independientes, era una cosa resuelta: pero había que saber qué hacer con esa independencia. En septiembre todo parecía tan sencillo: un poco de buen sentido y de buena voluntad, y bastaba, uno estaba protegido. Ahora los problemas se planteaban sin tregua y todos obligaban a volver a fojas uno. Lachaume había comentado tan efusivamente los artículos de Enrique sobre Portugal que L’Espoir iba a ser considerado un instrumento del P. C. ¿Había que desmentir? Enrique no quería perder ese público de intelectuales que apreciaban L’Espoir por su imparcialidad; tampoco quería indisponer a sus lectores comunistas; sin embargo, cuidando a todo el mundo se condenaba a la insignificancia y por ahí contribuía a adormecer a la gente. ¿Entonces qué? Le iba dando vueltas al problema en su cabeza mientras se dirigía hacia el Scribe, donde Lambert lo esperaba para comer. Cualquiera fuera su decisión, cedería a un capricho y no a una evidencia; a pesar de todas sus resoluciones estaba siempre en el mismo punto: no sabía bastante, no sabía nada. «Sin embargo, sería lógico informarse primero y hablar después», se dijo. Pero las cosas no ocurren así. Primero hay que hablar, es urgente; luego los acontecimientos nos desmienten o nos dan la razón. «Eso es justamente lo que llamo macanear —se dijo disgustado—. Yo también les macaneo a mis lectores». Se había prometido decirle a la gente cosas que iluminaran y ayudaran a pensar, cosas verdaderas, y ahora macaneaba. ¿Qué hacer? ¡No podía cerrar las oficinas, despachar a todo el personal y confinarse un año en un cuarto entre libros! El diario debía vivir y para que viviera Enrique estaba obligado a consagrarse a él por entero día a día. Se detuvo ante el Scribe; le alegraba comer con Lambert; le fastidiaba un poco tener que hablarle de sus relatos, pero confiaba en que Lambert no les diera demasiada importancia. Empujó la puerta giratoria; podía haberse creído transportado bruscamente a otro continente: hacía calor; hombres y mujeres llevaban uniformes americanos, el aire olía a tabaco rubio y las vitrinas ostentaban adornos lujosos. Lambert avanzó sonriendo, disfrazado él también con un uniforme de teniente; en la sala del restaurante, que servía de cantina a los corresponsales de guerra, había sobre las mesas manteca y prismas de pan muy blanco.

—¿Sabes?, se puede tomar vino francés en este drug-store —dijo Lambert alegremente—. Vamos a comer tan bien como un prisionero de guerra alemán.

—¿Te indigna que los americanos alimenten correctamente a sus prisioneros?

—No es eso especialmente, aunque cae mal en los lugares donde los franceses tragan ladrillos. Lo feo es el conjunto: ver cómo tratan a los Fritz, aun a los nazis, y cómo tratan a los tipos de los campamentos.

—Me gustaría saber si es verdad que la Cruz Roja francesa tiene prohibida la entrada a los campamentos —dijo Enrique.

—Es lo primero que voy a verificar —dijo Lambert.

—Decididamente, los Estados Unidos no nos tienen muy embalados estos últimos tiempos —dijo Enrique llenando su plato de tallarines.

—¡No hay de qué estarlo! —Lambert frunció el ceño—. Lástima que esto alegre tanto a Lachaume.

—Pensaba en esto al venir —dijo Enrique—. ¡Si dices una palabra contra el P. C. le haces el juego a la reacción! Si criticas a Washington eres comunista. A menos que sospechen que perteneces a la quinta columna.

—Felizmente una verdad corrige otra —dijo Lambert.

Enrique se encogió de hombros.

—No hay que fiarse demasiado. ¿Recuerdas?, la noche de Navidad decíamos que L 'Espoir no debía dejarse regimentar, y ya ves, no es fácil.

—Tenemos que seguir hablando según nuestra conciencia —dijo Lambert.

—¡Te das cuenta! —dijo Enrique—. Todas las mañanas les explico a cien mil tipos lo que deben pensar, ¿y sobre qué me baso? ¡Sobre la voz de mi conciencia! —se sirvió un vaso de vino—. Es una estafa.

Lambert sonrió.

—Cítame periodistas más escrupulosos que tú —dijo afectuosamente—. Tú mismo abres todos los telegramas, estás al tanto de todo.

—Día a día trato de ser honesto —dijo Enrique—. Pero justamente no tengo un minuto para estudiar a fondo las cosas de que hablo.

—¡Vamos! Tus lectores están muy contentos así —dijo Lambert— conozco un montón de estudiantes que no juran más que por L’Espoir.

—Eso me hace sentirme aún más culpable —dijo Enrique.

Lambert lo miró con aire inquieto.

—¿No vas a ponerte a estudiar estadísticas durante todo el día?

—Es lo que debería hacer —dijo Enrique. Hubo un breve silencio y bruscamente Enrique se decidió; lo mejor era librarse cuanto antes de ésa tarea—. Te he traído tus relatos —dijo. Sonrió—. Es raro, tienes un montón de experiencias detrás de ti, las has vivido intensamente y a menudo me las has contado muy bien; tus reportajes están siempre llenos de cosas. Y luego en tus relatos no ocurre nada. Me pregunto por qué.

—¿Los encuentras malos? —dijo Lambert. Se encogió de hombros—. Te había prevenido.

—Lo que pasa es que no has puesto nada tuyo —dijo Enrique.

Lambert vaciló:

—Las cosas que me atañen de veras no son interesantes para nadie.

Enrique sonrió:

—Se siente demasiado que éstas no te atañen en lo más mínimo. Parecería que has escrito esos cuentos como quien hace un deber.

—Bah, ya sospechaba que no tenía dones —dijo Lambert.

Sonreía, pero con un aire forzado. Enrique tuvo la impresión de que en verdad les daba mucha importancia a sus relatos.

—¿Quién tiene dones y quién no los tiene? No sé muy bien lo que eso quiere decir —dijo Enrique—. No. Tu error es elegir temas que te son tan ajenos, eso es todo. La próxima vez ponte más tú mismo.

—No sabría —dijo Lambert. Tuvo una risita—. Soy el tipo perfecto del pobre intelectual incapaz de ser nunca un creador.

—¡No digas tonterías! —dijo Enrique—. Estos relatos no prueban nada; es normal que uno falle la primera vez.

Lambert meneó la cabeza.

—Me conozco; nunca haré nada valedero. Y es deplorable un intelectual que no hace nada.

—Harás algo si te empeñas en hacerlo. Por otra parte, ser un intelectual no es una tara.

—No es una gracia —dijo Lambert.

—Soy uno y, sin embargo, me concedes tu estima.

—Tú eres otra cosa —dijo Lambert.

—Pero no, soy un intelectual. Me revienta que hagan de esa palabra un insulto: hay tipos que parecen creer que el vado del cerebro les amuebla la virilidad.

Buscaba a Lambert con la mirada, pero Lambert miraba su plato con obstinación; dijo:

—Me pregunto qué será de mí cuando haya terminado la guerra.

—¿No quieres seguir en el periodismo?

—Ser corresponsal de guerra tiene una defensa, pero ser corresponsal de paz ya no camina —dijo Lambert. Agregó con voz animada—: Hacer periodismo como lo haces tú, vale la pena: es una verdadera aventura. Pero ser redactor, aun en L’Espoir, tendría que necesitar verdaderamente ganarme la vida para que tuviera un sentido. Por otra parte, tendría un peso de conciencia si viviera como rentista —vaciló—. Mi madre me dejó demasiado dinero; de todas maneras me pesa sobre la conciencia.

—Todos estamos en las mismas —dijo Enrique.

—No, tú posees lo que ganas, no hay problema.

—Nunca se tiene la conciencia limpia —dijo Enrique—. Por ejemplo, comer aquí y rechazar los restaurantes del mercado negro: es pueril. Todos tenemos nuestras astucias. Dubreuilh finge considerar el dinero como un elemento natural; tiene enormes cantidades, pero no hace nada para ganarlo; nunca se lo niega a nadie, deja que Ana lo administre. Ella se las arregla considerándolo como ajeno: lo gasta para su marido y su hija, les hace una existencia confortable y ella la aprovecha. A mí lo que me ayuda es que nunca termino de ajustarme a un presupuesto; entonces tengo la impresión de que no poseo nada de sobra; es otra manera de hacer trampa.

—Sin embargo es distinto.

Enrique sacudió la cabeza.

—Cuando la situación es injusta no puedes vivirla correctamente; por eso uno se ve obligado a hacer política: para tratar de cambiar la situación.

—A veces me pregunto si yo no debería rechazar ese dinero —dijo Lambert—. ¿Pero de qué serviría? —Vaciló—. Además, confieso que la pobreza me da miedo.

—Trata más bien de emplearlo en forma útil.

—Y bueno, justamente, ¿cómo? ¿Qué puedo hacer?

—Hay montones de cosas que te importan.

—Me pregunto… —dijo Lambert.

—Hay cosas que te gustan, ¿no? ¿O no te gusta nada? —dijo Enrique con un poco de impaciencia.

—Me gusta tener compañeros, pero desde la Liberación no hacemos más que pelearnos; las mujeres son idiotas o insoportables; de libros ya estoy harto, y en cuanto a viajar la tierra es igualmente triste en todos lados. Y además, desde hace algún tiempo ya no sé distinguir el bien del mal —concluyó.

—¿Cómo es eso?

—Hace un año era simple como una estampa de Épinal; ahora advertimos que los americanos son unos brutos tan racistas como los nazis y que les importa un pito que la gente siga reventando en los campos de concentración; los campos, también parece que los hay en la U. R. s. S. y que están lejos de ser lindos; a algunos colaboracionistas los fusilan y a otros igualmente puercos los cubren de flores.

—Si te indignas es porque todavía crees en ciertas cosas.

—N o, francamente, cuando uno empieza a interrogarse ya nada resiste. Hay montones de valores que se dan por sentados. ¿En nombre de qué? En el fondo, ¿por qué la libertad, por qué la igualdad, qué justicia tiene un sentido? ¿Por qué preferir los demás a uno mismo? ¿Un tipo como mi padre, que sólo pensó en gozar de la vida, estaba tan equivocado? —Lambert miró a Enrique con inquietud—. ¿Te escandalizo?

—En absoluto; son preguntas que uno debe hacerse.

—Sería necesario sobre todo que alguien las contestara —dijo Lambert, cuya voz se acaloraba—. Nos tienen hartos con la política, ¿pero por qué una política y no otra? Primeramente necesitamos una moral, un arte de vivir —Lambert miró a Enrique un poco desafiante—. Eso deberías darnos; eso sería más interesante que ayudar a Dubreuilh a redactar manifiestos.

—Una moral encierra forzosamente una actitud política —dijo Enrique—. Y a la inversa: una política es algo vivo.

—No me parece —dijo Lambert—. En política uno se preocupa de cosas que no existen: el porvenir, las colectividades; cuando la concreto es el momento presente, los individuos uno a uno.

—Pero los individuos están interesados por la historia colectiva —dijo Enrique.

—La desgracia es que en política no se vuelve nunca de la historia al individuo —dijo Lambert—. Uno se pierde en generalizaciones y a nadie le importan los casos particulares.

Lambert había hablado con una voz tan reivindicante que Enrique lo miró con curiosidad:

—¿Por ejemplo?

—Y bueno, por ejemplo, toma la cuestión de la culpabilidad. Políticamente, abstractamente, un individuo que ha trabajado con los alemanes es un cochino, todos la escupen, no hay problema. Ahora, si ves de cerca de uno en particular, ya no pasa lo mismo.

—¿Piensas en tu padre? —dijo Enrique.

—Sí; hace algún tiempo que quería pedirte un consejo: ¿debo empeñarme verdaderamente en darle la espalda?

—¡El año pasado hablabas de él en un tono! —dijo Enrique sorprendido.

—Porque en ese momento yo creía que había denunciado a Rosa; pero sobre ese punto me ha convencido: no tiene nada que ver; todo el mundo sabía que era judía. No, mi padre hizo colaboración en el terreno económico; ya es bastante feo; pero en fin; va a ser llevado a los tribunales y sin duda condenado; es Viejo.

—¿Has vuelto a verlo?

—Una vez; y desde entonces me ha mandado varias cartas, cartas que más bien me han impresionado, te lo confieso.

—Si tienes ganas de reconciliarte con él eres libre —dijo Enrique—. Pero creía que estaban en muy malas relaciones —agregó.

—Cuando te conocí, sí —Lambert vaciló y dijo con esfuerzo—: Él me educó; creo que a su manera me quería mucho; pero no había que desobedecerle.

—¿Nunca le habías desobedecido antes de conocer a Rosa? —preguntó Enrique.

—No. Eso es lo que lo volvió loco de rabia: era la primera vez que yo le hacía frente —dijo Lambert. Se encogió de hombros—. Más bien me convenía pensar que él la había denunciado; así ya no había más problema: lo hubiera matado con mi propia mano en ese momento.

—¿Pero cómo llegaste a sospecharlo?

—Algunos amigos me metieron esa idea en la cabeza: Vicente entre otros. Pero volví a hablarle de esto; no tiene absolutamente ninguna prueba, ni la más mínima. Mi padre juró sobre la tumba de mi madre que era falso; y ahora que he recobrado mi sangre fría estoy seguro de que nunca hubiera hecho semejante cosa. Nunca.

—Parece más bien monstruoso —dijo Enrique. Vaciló.

Lambert deseaba a su padre inocente como dos años antes lo había deseado culpable, sin pruebas, sin duda no había ningún medio de conocer la verdad.

—Vicente cae fácilmente en la novela truculenta —dijo Enrique—. Escucha: si ya no sospechas más de tu padre, si personalmente no le guardas rencor, no te corresponde hacer de justiciero. Vuelve a verlo, haz lo que te guste y no te ocupes de nadie.

—¿Crees verdaderamente que puedo? —dijo Lambert.

—¿Quién te lo impide?

—¿No crees que sería una prueba de infantilismo?

Enrique miró a Lambert con sorpresa:

—¿De infantilismo?

Lambert se puso rojo:

—Quiero decir de cobardía.

—No, hombre. No es cobarde vivir como uno siente.

—Sí. tienes razón, voy a escribirle —dijo Lambert—. He hecho bien en hablarte —agregó con voz agradecida.

Metió su cuchara en el engrudo rosa que temblaba sobre su plato:

—Podrías ayudarnos de veras— murmuró. —No sólo a mí: hay un montón de muchachos que están en mi caso.

—¿Ayudarlos a qué? —dijo Enrique.

—Tienes el sentido de la realidad. Deberías ayudarnos a vivir al día.

Enrique sonrió:

—Una moral un arte de vivir, no está dentro de mis planes.

Lambert alzó hacia él una mirada brillante:

—Me he expresado mal. No pensaba en tratados teóricos. Pero a ti te importan ciertas cosas, crees en ciertos valores. Entonces deberías mostrarnos las cosas amables que hay en este mundo. Y también hacerlo un poco más habitable escribiendo buenos libros. Me parece que ése es el papel de la literatura.

Lambert había largado ese discursito de un tirón. Enrique tuvo la impresión de que lo había preparado de antemano y que esperaba desde hacía varios días el momento de colocarlo.

—La literatura no tiene por qué ser alegre —dijo.

—Sí, tiene que serlo —dijo Lambert—. Hasta lo triste se vuelve alegre cuando uno lo transforma en arte —vaciló—. Quizá alegre no sea la palabra, pero en fin, se justifica —se interrumpió y se puso rojo—. No vayas a creer que quiero dictarte tus libros. Simplemente no debes olvidar que eres ante todo un escritor, un artista.

—No lo olvido —dijo Enrique.

—Ya sé, pero… —de nuevo Lambert se turbó—. Por ejemplo, tu crónica sobre Portugal está muy bien, pero recuerdo esas páginas tuyas sobre Sicilia. Lamenté un poco no encontrar nada semejante.

—Si alguna vez vas a Portugal no tendrás ganas de describir los granados en flor —dijo Enrique.

—¡Ah, quisiera que esas ganas te volvieran! —dijo Lambert con voz apremiante—. ¿Por qué no? Uno tiene derecho a pasearse a orillas del mar sin preocuparse por el precio de las sardinas.

—El hecho es que no pude —dijo Enrique.

—Después de todo —agregó Lambert con vehemencia— hemos hecho la resistencia para defender al individuo, su derecho a ser él mismo y a ser dichoso; es hora de recoger lo que hemos sembrado.

—La desgracia es que hay algunos millares de individuos para quienes ese derecho sigue siendo letra muerta —dijo Enrique. Se encogió de hombros—. Creo que justamente porque empezamos a interesarnos en ellos ya no podemos detenernos.

—¿Entonces cada cual debe esperar que todo el mundo sea dichoso antes de tratar de serlo? —dijo Lambert—, ¿al arte y la literatura hay que despacharlos a la edad de oro? Sin embargo, es justamente ahora cuando nos harían falta.

—No digo que no haya que escribir más —dijo Enrique. Vaciló. El reproche de Lambert le había llegado directamente al corazón; sí, había muchas otras cosas que decir sobre Portugal, no era sin nostalgia que las había apartado. Un artista, un escritor: eso quería ser, no había que olvidarlo. Se había hecho grandes promesas antaño, era hora de cumplirlas. Éxitos de juventud, un libro demasiado oportuno, alabado sin ton ni son: quería otra cosa—. En realidad —agregó—, estoy justamente escribiendo una novela según tu idea. Una novela completamente gratuita en la que cuento cosas por el solo placer de hacerlo.

—¿Es verdad? —dijo Lambert. Su rostro se iluminó—. ¿Te falta mucho? ¿Camina?

—Los principios siempre son un poco ingratos. Pero camina.

—¡Ah, me alegro! —dijo Lambert—. Sería verdaderamente una lástima si te dejaras devorar.

—No me dejaré devorar —dijo Enrique.

—¿Avanza tu novela?— preguntó Paula.

—Sí, avanza —dijo Enrique.

Ella se recostó sobre la cama, a sus espaldas y él sentía en su nuca su mirada meditabunda; una mirada no hace ruido, él hubiera demostrado mala voluntad al despedirla, pero le pesaba. Hizo un esfuerzo para volver a concentrar su atención en su novela. Había tomado decisiones durante ese mes, se había resignado a situar su historia en 1935; quizá fuese un error, hacía días que las frases morían en el extremo de su lapicera.

«Sí, es un error», se dijo con decisión. Quería hablar de sí mismo: y bueno, ya no tenía nada que ver con lo que había sido en 1935. ¡Su indiferencia política, su curiosidad, su ambición, todo ese individualismo obcecado, cómo era de limitado, de tonto! Eso suponía un porvenir sin choques, con un progreso garantizado, una fraternidad inmediata entre los hombres, una posteridad amistosa; suponía sobre todo egoísmo y aturdimiento. Ah, sin duda podrían encontrarse excusas. Pero escribía ese libro para tratar de decir la verdad de su vida y no para explicar las faltas. «Hay que escribir al presente», decidió. Releyó las últimas páginas. Lástima pensar que ese pasado iba a quedar enterrado definitivamente: la llegada a París, los primeros encuentros con Dubreuilh, el viaje a Djerba. «Oh, si lo he vivido basta», se dijo. Pero encarándolo así, el presente también se bastaba, la vida se bastaba: el hecho es que no se bastaba, puesto que tenía necesidad de escribir para sentirse completamente vivo. En fin, paciencia: de todas maneras no es posible salvarlo todo. La cuestión era saber lo que tenía que decir sobre sí mismo, hoy. «¿En qué estoy? ¿Qué quiero?» Cosa rara: si uno desea tanto expresarse es porque se siente singular y ni siquiera es capaz de decir en qué: «¿Quién soy?» Antes no se lo preguntaba; antes las otras personas eran todas definidas, tenían límites: él no; sus libros y su vida estaban ante él, eso le permitía recusar todos los juicios que recaían sobre él, y considerar a todo el mundo, hasta a Dubreuilh, con un poco de condescendencia, desde lo alto de su obra futura. Pero ahora tenía que confesarse que era un hombre hecho: los jóvenes lo trataban como a un mayor, los adultos como a uno de ellos y hasta algunos le daban muestras de consideración. Hecho, limitado, terminado, él y no otro, solamente él: ¿Quién? En un sentido sus libros lo decidirían, pero a la inversa, para escribirlos tenía que conocer su propia verdad. A primera vista el sentido de estos meses que acababa de vivir era bastante claro, pero si uno miraba de cerca todo se turbaba. Ayudar a la gente a pensar mejor, a vivir mejor, ¿le importaba verdaderamente tanto o no era más que un vago sueño humanitario? ¿Se interesaba de veras en el destino ajeno o tan sólo en la paz de su conciencia?, y la literatura, ¿en qué se había convertido para él? Querer escribir es muy abstracto cuando uno no tiene nada urgente que decir. Con la pluma en suspenso pensó con fastidio que Paula veía que no escribía. Se volvió.

—¿Vas a ver a Grépin mañana temprano? —preguntó.

Paula dejó escapar una risita:

—¡Tú, cuando tienes una idea en la cabeza!

—Escucha: esa canción parece hecha para ti; dices que te gusta, la música de Bergère es preciosa, Sabririo te oirá el día que quieras, ¡bien puedes poner algo de tu parte! En vez de dormitar sobre esa cama, trabajarías tu voz, y te aseguro que no sería peor.

—No dormito.

—En todo caso, ahora que te he conseguido esa entrevista, ¿vas a ir?

—Puedo ir a ver a Grépin y aprender a cantar bien tu canción —dijo.

—Pero no cantarás para el público; ¿es eso lo que quieres decir?

Ella sonrió: —Hay algo de eso.

—¡Me desalientas!

—Reconoce que nunca te alenté— sonrió de nuevo. —No te ocupes de mí —dijo tiernamente.

Él hubiera preferido ocuparse de ella una vez por todas y no sentirla así, a sus espaldas, espiándolo; pero quizá ella se daba cuenta. Él había hablado con Sabririo, había escrito dos canciones, compuesto todo un repertorio y telefoneado a Grépin, había hecho por ella todo lo que podía. Ella aceptaba de buena gana cantar para él, y hasta demasiado a menudo; pero continuaba terca en su negativa. Él volvió a alinear sin alegría frases muertas.

Hacia dos horas que se aburría ante el papel cuando golpearon animadamente a la puerta del estudio. Miró el reloj: más de medianoche.

—Han golpeado.

Paula dormitaba sobre la cama. Se incorporó.

—¿Abro?

Golpearon de nuevo y oyeron una voz alegre:

—Soy yo, Dubreuilh, ¿los molesto? Bajaron juntos la escalera y Paula abrió la puerta:

—¿No ha ocurrido nada?

—¿A quién? —dijo Dubreuilh sonriendo—. Vi luz, pensé que podía subir, son apenas las doce. ¿Iban a acostarse? —Ya se había instalado en el sillón de cuero donde se sentaba de costumbre.

—Tenía justamente ganas de tomar una copa —dijo Enrique—, y no me hubiera atrevido a tomarla solo. Es mi ángel malo quien lo trae.

—¿coñac? —preguntó Paula abriendo el armario.

—Con gusto —dijo Dubreuilh; volvió hacia Enrique un rostro resplandeciente— le traigo calentita una noticia que va a interesarle mucho.

—¿Qué es?

—Habíamos renunciado más o menos a la idea de hacer de L’Espoir el diario del S. R. L. a causa de la crisis financiera que podía provocarse…

—Sí —dijo Enrique. Tomó el vaso que Paula le tendía y bebió un trago con una vaga inquietud.

—¡Y bien! Salgo de casa de un tipo podrido en oro que está dispuesto a sostenernos en caso de necesidad. ¿Ha oído hablar de un tal Trarieux? ¿Un zapatero que hizo un poco la resistencia?

—Me dice algo.

—Tiene millones del año que le pidan y una admiración sin límites por Samazelle; feliz combinación que lo lleva a ayudar sustancialmente al S. R. L. Esta noche Samazelle me arrastró a su casa. Está dispuesto a financiar el mitin de junio, nos proporcionará todos los capitales necesarios si L’Espoir se convierte en el diario del movimiento.

—Samazelle tiene muy buenas relaciones —dijo Enrique. Vació su vaso de un trago; estaba levemente fastidiado por la alegría demasiado comunicativa de Dubreuilh.

—Samazelle es de esa clase de tipos que van a comer fuera —dijo Dubreuilh riendo—. Usted y yo es lo último que haríamos; yo preferiría pedir limosna en las plazas; pero a él le gusta, y gusta. Mejor, porque así consigue dinero: en finanzas no sé dónde estaríamos sin él. Conoció a Trarieux durante la ocupación y lo cultivó.

—¿Es del S. R. L. ese zapatero con todos sus millones?

—¿Le asombra?

Paula se había sentado frente a Dubreuilh, fumaba un cigarrillo mirándolo fijamente con aire hostil. Iba a abrir la boca y Enrique adivinaba su voz indignada: le previno:

—No le diré que su proposición me entusiasma Dubreuilh se encogió de hombros:

—Mire: todos los diarios se van a ver obligados, tarde o temprano, a aceptar subsidios privados; la prensa libre: ¡otra bonita mentira!

L’Espoir, sin embargo, se ha restablecido— dijo Enrique. —Podemos bastarnos durante mucho tiempo si seguimos siendo lo que somos.

—Usted se basta, ¿y qué hay con eso? —dijo Dubreuilh vivamente—. Comprendo bien: usted creó L’Espoir, solo; quisiera seguir solo soportando el chubasco; comprendo —repitió—. ¡Pero piense en el papel que usted tiene que representar! Se ha dado cuenta durante este mes de la necesidad que tiene de un diario el S. R. L., ¿no?

—Sí —dijo Enrique.

—Entonces, ¿está de acuerdo con la importancia de nuestra tentativa?

—Si ese señor financia L’Espoir, querrá meter la nariz —dijo Enrique.

—¡Ah, no se trata de eso! —dijo Dubreuilh—. No intervendría absolutamente en nada en la dirección del diario. En el fondo, usted sería mucho más independiente con semejante comanditario de lo que lo es ahora. Porque, en fin, ahora está amordazado por el miedo de perder a sus lectores.

—Me parece un extraño filántropo su hombrecito.

—Si usted viera al tipo comprendería en seguida —dijo Dubreuilh.

—Sin embargo, no puedo creer que no me impondría ninguna condición —dijo Enrique.

—Ninguna, se lo garantizo; es una cosa absolutamente aclarada.

—¿Usted está seguro que todo eso no son palabras en el aire?

—Escuche: háblele usted mismo —dijo Dubreuilh—. Llámelo por teléfono, está dispuesto a firmar mañana.

Dubreuilh había hablado con tanta vivacidad que Enrique sonrió.

—Espere un poco; primero tengo que ver a Lucas. Y aun si resolviéramos declararnos por el S. R. L., quizá tratáramos de arreglárnoslas solos; yo lo preferiría.

—Personalmente estoy convencido que L’Espoir no perderá a sus lectores —dijo Dubreuilh—. Estoy completamente de acuerdo para intentarlo sin Trarieux —vaciló—. Sin embargo, sería mejor que usted tuviera una conversación con él.

—No me dirá más de lo que le dijo a usted —dijo Enrique—. Y no deseo que me ofrezca sus billetes mientras lo pueda impedir.

—Como usted quiera —Dubreuilh miró a Enrique con aire inquieto—. Se lo ruego: trate de decidirse hemos ¡Ya hemos perdido tanto tiempo!

—Usted sabe que es grave lo que me está pidiendo— dijo Enrique. —No estoy yo solo en juego. Usted trate a su vez de ser un poco paciente.

—No tengo otro remedio —dijo Dubreuilh con un suspiro. Se levantó y le dirigió a Paula una gran sonrisa—. ¿No viene a dar una vuelta conmigo?

—¿Adónde? —dijo Paula.

—A cualquier parte; es una linda noche; una noche de verano.

—No, tengo sueño —dijo Paula con mala voluntad.

—Yo también —dijo Enrique.

—Paciencia, pasearé solo —dijo Dubreuilh dirigiéndose hacia la puerta—. Hasta el sábado.

—Hasta el sábado.

Enrique corrió el cerrojo; cuando se volvió, Paula estaba de pie frente a él; el rostro convulsionado:

—¡Es insensato! ¡Quiere robarte tu diario!

—Escucha: no se trata de un robo— dijo Enrique. Bostezó con afectación; en esos casos soportaba muy mal discutir con Paula: cuando ella estaba de acuerdo con él. Él también estaba irritado: ¡extraño juego de prestidigitación! Había bastado que Dubreuilh reclamara ese diario para crearse derechos sobre él. —Mis repugnancias personales le importan un pito; su amistad no vale mucho cuando resuelve servirse de uno.

—Debiste mandarlo a paseo —dijo Paula—. Nunca te tomará en serio; serás eternamente el jovencito que él lanzó en la literatura y que le debe todo.

—Después de todo no exige nada extraordinario —dijo Enrique—; pertenezco al S. R. L. y dirijo L’Espoir; es más bien natural que ambas cosas se fusionen.

—Ya no serás tú dueño, estarás obligado a recibir órdenes de ellos —la voz de Paula temblaba de indignación—. Y además vas a estar hundido hasta la coronilla en la política; ya no dispondrás de un minuto para ti. Ya te quejas de que te falta tiempo para tu novela.

—No te agites tanto; todavía no está nada decidido —dijo Enrique—. No he dicho que aceptaba.

El rencor de Enrique se disipaba al escuchar las protestas de Paula; su misma vehemencia hacía aparecer los motivos frívolos; y eran exactamente los que, Enrique rumiaba en su interior. «Me sublevo porque temo que la política me devore, porque temo las nuevas responsabilidades, porque deseo tener ocios, y sobre todo ser el dueño en mi casa». Razones muy fútiles en realidad. Cuando llegó al diario al día siguiente esperaba desde el fondo del corazón que Lucas le daría otras mejores.

Pero Lucas estaba sobrepasado por los acontecimientos. Decididamente, Lachaume le había hecho un flaco servicio a L’Espoir; se susurraba que Enrique estaba bajo las órdenes de los comunistas; eso le resultaba mucho más irritante por el hecho de que en ese momento les reprochaba un montón de cosas: la confusión que establecían entre la resistencia y el partido, el patrioterismo, la demagogia de su propaganda electoral, sus indulgencias desvergonzadas y sus severidades arbitrarias respecto a los colaboracionistas. Pero los diarios de derecha explotaban complacientemente el equívoco; muchos lectores se quejaban. Lambert pedía que tomaran medidas, la mayoría de los colaboradores del diario se sentían incómodos; Lucas también. «Etiqueta por etiqueta —dijo cuando Enrique le hubo expuesto la situación—, es todavía mejor representar el S. R. L. que pasar por comunistas». Era más o menos la opinión general. «Yo no creo en el S. R. L. ni en el P. C., el uno no es mejor que el otro —dijo Vicente—. Resuelve lo que quieras».

«En resumen, están todos de acuerdo —dijo Enrique cuando se encontró solo en su escritorio—. No ven ninguna razón para negarse». Se le oprimió el corazón; iba a verse obligado a aceptar. El S. R. L. necesitaba un diario y él representaba una oportunidad que era imposible negarle. El mundo vacilaba entre la guerra y la paz, el porvenir dependía quizá de un imponderable: sería un crimen no intentar todo en favor de la paz. Enrique miró el escritorio, el sillón, las paredes, escuchó el runrún de las rotativas, y le pareció de pronto que se despertaba de un largo sueño de frivolidad. Hasta ahora había considerado a L’Espoir como una especie de juguete: el equipo completo del pequeño impresor, tamaño natural, un juguete magnífico; y era un instrumento, un arma; tenían derecho a pedirle cuentas de la manera en que lo empleaba. Caminó hacia la ventana. Oh, exagera un poco; tan fútil no era; la euforia de septiembre se había disipado desde hacía rato, él se agitaba mucho a causa de ese diario; pero, sin embargo, pensaba no tener que rendir cuentas sino a sí mismo. Se equivocaba; «Es raro —se dijo—. En cuanto uno hace algo correcto, en lugar de adquirir derechos adquiere deberes». Había fundado L ‘Espoir y eso lo llevaba a lanzarse con cuerpo y alma en la feria política.

Ya imaginaba las intrusiones de Samazelle, sus arengas, los golpes de teléfono de Dubreuilh, los coloquios, las consultas, las disputas, las transacciones. Se había jurado no dejarse devorar. Ahora los dados estaban echados, iba a ser devorado. Salió de su despacho y bajó la escalera. Bajo la niebla, la ciudad esa noche parecía una inmensa estación: a él le habían gustado las estaciones, la niebla. Ahora ya nada le gustaba: ya se había dejado devorar. Por eso, cuando trataba de hablar de sí mismo no encontraba nada que decir. «Hay cosas que te importan, dinos cuáles». ¿Cuáles? No quería ni a Paula ni a Nadine; viajar no le tentaba, nunca se le ocurría leer por placer, ni pasear, ni escuchar música; ya no hacía nada por su propio placer. Ya nunca se detenía a contemplar un paisaje, nunca le divertía un recuerdo. Gente que ver, cosas que hacer; vivía como un ingeniero en un universo de instrumentos; no era sorprendente que se hubiera vuelto seco como una piedra. Apresuró el paso; le horrorizaba esa sequedad. Se había dicho tanto en aquella Nochebuena que iba a recobrarse: no recobraba nada. Para colmo se sentía todo el tiempo incómodo en su pellejo, todo el tiempo a la defensiva, tendido, irritable, irritado. Sabía muy bien que todas esas tareas que se infligía las hacía mal y no le traían más que remordimientos. «No sé bastante, no veo claro, tomo partido a la ligera, no tengo tiempo, nunca tendré tiempo». Era hartadora esa cantinela. Y ya no dejaría de oírla, todo iba a ser peor que antes, infinitamente peor. Comido, devorado, limpiado hasta los huesos. Ya no se trataría de escribir. Escribir es un estilo de vida, él iba a elegir otro; ya no tendría nada que comunicar a nadie. «No quiero», se dijo sublevado. No, sus repugnancias no eran fútiles; con un poco de patetismo podía decirse, al contrario, que ahí se planteaba para él una cuestión de vida o muerte: su vida o su muerte de escritor estaban en juego; tenía que defenderse. «Después de todo el S. R. L. no tiene entre sus manos el destino de la humanidad —pensó—. Ni yo entre las mías el destino del S. R. L». Se lo había dicho a menudo: «La gente se toma demasiado en serio. En verdad nuestros pactos no pesan mucho en la balanza; este mundo no pesa mucho: es fibroso, r poroso, sin consistencia». Los transeúntes se apresuraban en medio de la bruma como si hubiera sido importante que llegaran un poco antes aquí o allí; para terminar, morirán n todos, y yo también; eso alivia la vida. No se puede nada contra la muerte; entonces uno no puede hacer nada por nadie, no le debe nada a nadie; es inútil envenenarse la existencia. Entonces debía hacer lo que era capaz de hacer. Dejar caer L’Espoir y el S. R. L., irse de París, instalarse en un rincón del Mediodía y consagrarse a escribir. «Recoger lo que se ha sembrado», decía Lambert. Tratar de ser dichoso sin esperar a que todo el mundo lo sea. ¿Por qué no? Enrique imaginaba la casa solitaria, los pinos, el olor a hierba. Pero ¿qué escribiré? Seguía caminando, la cabeza vacía. «La trampa está bien hecha —se dijo—. En el momento en que uno cree escapar, se cierra sobre uno». Recuperar el pasado, salvar el presente con palabras, es muy bonito; pero sólo puede hacerse contándolo a los demás; sólo tiene sentido si el pasado, si el presente, si la vida tienen peso. Si este mundo no tiene importancia, si los otros hombres no cuentan, ¿para qué escribir? Sólo queda bostezar de aburrimiento. La vida no se detalla, hay que tomarla en bloc, es todo o nada; pero no se tiene tiempo, eso es todo, ése es el drama. De nuevo la zarabanda se desencadenó en la cabeza de Enrique. Él quería su diario; y sus preocupaciones a propósito de la guerra, de la paz, de la justicia no eran pamplinas. No se trataba de arrojar todo eso por encima de la borda; y sin embargo, era un escritor, quería escribir. Hasta ahora se las había arreglado para conciliarlo todo bien o mal: más bien mal. Si cedía a Dubreuilh, no saldría nunca más del pantano. Entonces ¿qué hacer? ¿Ceder? ¿No ceder? ¿Obrar? ¿Escribir? Se fue a la cama.

Al cabo de algunos días Enrique se sentía igualmente vacilante. «¿Sí o no?» Esa obsesión terminaba por ponerlo de mal humor. Reparó en esto cuando vio en el marco de la puerta el rostro sonriente de Lachaume.

—¿Puedes concederme cinco minutos?

Lachaume solía pasar por el diario para ver a Vicente; y cuando llegaba al despacho de Enrique siempre era el bienvenido; pero esta vez Enrique dijo con una voz demasiado seca:

—Preferiría mañana; tengo que terminar un artículo.

—Es que quisiera hablarte hoy —dijo Lachaume sin desconcertarse. Se sentó con decisión.

—¿De qué se trata?

Lachaume miró a Enrique con una especie de severidad:

—Por lo que dice Vicente, ¿se trataría de que L’Espoir se uniera al S. R. L.?

—Vicente es muy charlatán —dijo Enrique—. Es una cosa totalmente en el aire.

—¡Ah, lo prefiero así! —dijo Lachaume.

—¿Por qué? ¿Qué puede importarte? ——dijo con un tono un poco agresivo.

—Sería un grave error —dijo Lachaume.

—¿Qué tendría de grave? —dijo Enrique.

—Suponía que no te dabas cuenta —dijo Lachaume—, por eso quise prevenirte. —Su voz se endureció—. En el Partido se considera que el S. R. L. se está convirtiendo en un movimiento anticomunista.

Enrique se echó a reír:

—¡Verdaderamente, a mí solo nunca se me hubiera ocurrido eso!

—No hay motivo para reírse —dijo Lachaume.

—¡Tienes la risa difícil! —dijo Enrique. Miró a Lachaume con ironía—. Cubres L’Espoir de flores, un poco demasiado para mi gusto; y Dubreuilh, que dice las mismas cosas que yo, está contra ustedes. ¿Qué ha ocurrido? —agregó—: Lafaurie no podía estar más amable la semana pasada.

—Un movimiento como el S. R. L. es muy equívoco —dijo Lachaume con su voz tranquila—. Por un lado atrae a la gente de izquierda, eso es un hecho; pero si se anexa un diario y organiza un mitin es porque tiene la intención de bombearnos. Al principio el P. C. deseaba una alianza; pero si se declaran contra nosotros no tenemos más remedio que estar contra ellos.

—¿Quieres decir que si el S. R. L. hubiera sido un grupito insignificante, silencioso, trabajando dócilmente a la sombra de ustedes, ustedes la habrían tolerado y hasta alentado? Pero si se pone a existir por su cuenta, la unión sagrada ya no corre.

—Te repito que trata de bombearnos —dijo Lachaume—; entonces ya no hay unión sagrada.

—Sí, así razonan ustedes —dijo Enrique—. Y bien, un consejo vale otro: no empiecen a atacar al S. R. L. No le harán creer a nadie que es un movimiento anticomunista; y le darán la razón a todos los que piensan que el frente nacional es una mistificación. ¡Entonces es verdad que no soportan una izquierda fuera de ustedes!

—No se trata por el momento de atacar públicamente al S. R. L. —dijo Lachaume—; lo vigilamos, eso es todo —miró a Enrique con aire grave—. El día en que disponga de un diario empezará a ser peligroso; no les cedas L’Espoir.

—Pero dime ¡eso es un chantaje! —dijo Enrique—. Si el S. R. L. renuncia a tener un diario podrá vegetar tranquilo, ¿no es eso?

—¡Chantaje! —dijo Lachaume con reproche—. Si el S. R. L. se queda en su lugar seguimos amigos, si no, no; es lógico.

Enrique se encogió de hombros:

—Cuando Scriassine me afirmaba que no se puede trabajar con ustedes, yo no quería creerlo y bueno, tenía razón; el único derecho que se tiene con ustedes es obedecerles sin chistar—, nada más, —No quieres comprender— dijo Lachaume. Agregó con voz apremiante. —¿Por qué no seguir independiente? Es tu fuerza.

—Si marcho con el S. R. L. diré exactamente las mismas cosas que antes —dijo Enrique—. Cosas que tú apruebas.

—Pero las dirás en nombre de cierta facción y tomarán otro sentido.

—¿Mientras que hasta ahora se podía suponer que estaba de acuerdo con el P. C. en toda la línea? A ustedes les venía bien.

—Si es verdad que estás de acuerdo —dijo Lachaume con fervor—. Si estás harto de jugar al franco tirador, ven con nosotros. El S. R. L., de todas maneras, no tiene porvenir; nunca tendrán al proletariado. En el P. C. si hablas, hay gente que te escucha; ahí se puede hacer un trabajo serio.

—Pero es un trabajo que no me gusta —dijo Enrique. Y pensó con irritación: «Me han atado de pies y manos». Lachaume continuaba exhortándolo; debía darse cuenta de que esa clase de líos no daban ganas de acercarse a ellos. ¿Había venido a prevenir a Enrique como amigo o a tratar de manejarlo? Sin duda ambas cosas iban juntas, eso era lo más feo. Enrique dijo bruscamente—: Perdemos el tiempo y tengo que terminar mi artículo.

Lachaume se levantó:

—Convéncete que tener L’Espoir sirve los intereses de Dubreuilh, pero no los tuyos.

—Cuenta conmigo para defender mis intereses —dijo Enrique.

Se dieron la mano más bien fríamente.

Dubreuilh había sido informado de la actitud del P. C.; Lafaurie lo había conminado cortésmente a renunciar a la idea del mitin. «Temen que cobremos demasiada importancia —dijo Dubreuilh—. Tratan de intimidarnos; pero si nos resistimos no se atreverán a atacarnos, por lo menos seriamente». Se hallaba decidido a resistir y Enrique estaba de acuerdo. Pero de todas maneras había que plantearle la cuestión al comité: era una consulta puramente formal, el comité siempre terminaba por estar de acuerdo con Dubreuilh. «¡Cuánto tiempo perdido!», pensaba Enrique escuchando el bullicio de las voces apasionadas. Miró por la ventana el magnífico cielo azul: «Lo mejor que podría hacer sería salir a pasear», se dijo. El primer día de primavera; la primera primavera de paz; y no había encontrado un minuto para aprovecharla. Por la mañana había tenido la conferencia con los corresponsales de guerra americanos y luego el conciliábulo con los norafricanos; había almorzado un sandwich recorriendo los diarios y ahora estaba encerrado en esa oficina. La voz de Lenoir temblaba de pasión y de timidez, casi tartamudeaba:

—Si ese mitin puede parecer hostil al partido comunista lo considero como nefasto.

—Es nefasto si no denuncia la tiranía del P. C. —dijo Savière—; es por esa cobardía que la izquierda está muriendo.

—No creo ser un cobarde —dijo Lenoir—. Pero quiero tener derecho a cantar con mis camaradas la noche en que enciendan las antorchas del triunfo.

—Vamos, en el fondo estamos todos de acuerdo, sólo se trata de una cuestión de táctica —dijo Samazelle.

En cuanto tomaba la palabra todo el mundo callaba, no había lugar para otra voz al lado de la suya; era enorme y amplia; cuando la hacía rodar en su boca parecía que estaba bebiendo vino tinto. Explicaba que el mitin constituía en sí una declaración de independencia respecto al P. C. y por lo tanto convenía que el contenido de los discursos fuera neutro, más bien amistoso. Hablaba tan hábilmente que Savière pensó que se trataba de una maniobra destinada a asegurar la ruptura con los comunistas haciéndoles cargar con las culpas, mientras Lenoir comprendió que se mantenía la alianza a cualquier precio.

«¿Pero de qué sirve esa habilidad?, —se preguntó Enrique—. Disfrazar nuestras diferencias no es salvarlas». Por el momento Dubreuilh imponía fácilmente sus decisiones. «Pero si la situación se agravara; por ejemplo: si los comunistas nos atacaran, ¿cuáles serían las reacciones de cada uno?» Lenoir estaba fascinado por los comunistas; sólo sus gustos literarios y su amistad por Dubreuilh le impedían afiliarse. A Savière, por el contrario, le costaba dominar sus rencores de exmilitante socialista. Enrique no sabía muy bien lo que pensaba Samazelle, desconfiaba vagamente de él. Era el tipo acabado del político. A causa de su corpulencia y de su cálida voz ronca parecía sólidamente enraizado en la tierra, uno imaginaba que amaba vigorosamente a la gente y las cosas; pero en verdad sólo le servían para alimentar su impetuosa vitalidad: se embriagaba con ella. ¡Cómo le gustaba hablar! ¡Y a cualquiera! ¡Le sentaba ir a comidas! Cuando un hombre le da más importancia al sonido de su voz que al sentido de sus palabras, ¿dónde está su sinceridad? Bruneau y Morin eran sinceros pero vacilantes; exactamente esos intelectuales de los que hablaba Lachaume, que quieren sentirse eficaces sin sacrificar su individualismo: «Como yo —se dijo Enrique—, como Dubreuilh. Mientras podamos marchar con los comunistas sin ser uno de ellos, vamos bien; pero si llegaran a decidir excomulgarnos, qué lío se armaría». Enrique alzó los ojos hacia el cielo azul. Inútil querer resolver hoy el problema, ni siquiera se le podía plantear concretamente: todas las perspectivas cambiarían si la actitud del P. C. cambiaba. Lo seguro era que no había que dejarse intimidar; todo el mundo coincidía y esos debates eran ociosos. «En este momento hay tipos que van a la pesca», se dijo Enrique. A él no le gustaba la pesca, pero a los pescadores les gustaba, qué suerte tenían.

Cuando por fin el comité se hubo pronunciado por unanimidad en favor del mitin, Samazelle se acercó a Enrique.

—¡Es necesario que el mitin sea un éxito! —dijo. Había un vago reproche en su voz.

—Sí —dijo Enrique.

—Para eso el ritmo de reclutamientos debería acentuarse considerablemente —dijo Samazelle.

—Es de desearlo.

—¿Se da cuenta?; si tuviéramos un diario estaríamos seguros de tener una repercusión mucho más vasta.

—Ya sé —dijo Enrique.

Examinaba sin alegría el sólido rostro de sonrisa abundante. «Si cedo tendré que vérmelas con él casi tanto como con Dubreuilh», pensó. Samazelle era de una —actividad infatigable.

—Necesitamos la respuesta con urgencia —dijo Samazelle.

—Le advertí a Dubreuilh que necesitaba algunos días de reflexión.

—Sí, ya hace algunos días de eso —dijo Samazelle.

«Decididamente no me gusta», se repitió Enrique. Se dijo, condenándolo: «¡He aquí una típica reacción de individualista!» Un aliado no es necesariamente un amigo. «Además, ¿qué es un amigo?», se preguntó mientras le daba un apretón de manos a Dubreuilh. Amigos: ¿hasta qué punto? Si no cedo, ¿qué será de esta amistad?

—No se olvide que hay unos manuscritos que lo esperan en Vigilance —dijo Dubreuilh.

—Voy en seguida —dijo Enrique.

Le hubiera gustado ocuparse más de esa revista, le divertía ayudar a Dubreuilh a juntar textos, a seleccionarlos; pero estaba siempre la misma cantinela: hubiera necesitado tiempo para leer cuidadosamente los manuscritos, para escribir a los autores, para conversar con ellos. Ni soñarlo; debía limitarse a hojear apresuradamente los escritos anónimos. «Liquido todo», pensó instalándose al volante de su autito negro. También liquidaba ese lindo día. Así, día tras día, uno termina por liquidar su vida.

—¿Has venido a buscar tu correspondencia?— dijo Nadine. Le tendió con aire importante un grueso sobre amarillo; tomaba muy en serio su papel de secretaría. —Y aquí están los Argos, si quieres echarles un vistazo.

—Otro día— dijo Enrique, Examinó con compasión las pilas de papeles que cubrían la mesa; cuadernos negros, rojos, verdes, paquetes de hojas mal atados, registros; tantos manuscritos, y para su autor cada uno es único…

—Dame la lista de los que te llevas —pidió Nadine trajinando entre sus fichas —Tomo este paquete dijo enrique—. Y también éste; parece más bien buena —dijo señalando una novela cuya primera página le había gustado.

—¿El libro de ese chico Peulevey? Parece simpático ese mocoso, ¿pero qué puede escribir a esa edad? No tiene más de veintidós años, —posó sobre el cuaderno una mano imperiosa—. Déjamelo, Te lo llevaré esta noche.

—No estoy muy seguro de que sea bueno, —Quiero mirarlo— dijo Nadine. Su única pasión era esa curiosidad glotona. —¿Nos vemos esta noche? —agregó en tono desconfiado, —De acuerdo, A las diez en el boliche de la esquina.

—¿No vienes antes a casa de los Marconi? Es para festejar la caída de Berlín, estarán todos los muchachos.

—No tengo tiempo.

—Parece que Marconi tiene todos los últimos discos; a mí me importa un comino, pero como pretendes que te gusta el jazz…

—Me gusta el jazz, pero tengo que hacer.

—¿Entre las cinco y las diez no puedes encontrar un minuto?

—No. A las siete voy a ver a Tournelle, que por fin me dio una audiencia.

Nadine se encogió de hombros:

—Se te va a reír en la cara.

—Lo supongo. Pero quiero poder escribirle al pobre das Viernas que le hablé personalmente.

Nadine terminó su lista en silencio.

—Bueno, hasta esta noche —dijo alzando la cabeza.

Enrique le sonrió:

—Hasta esta noche.

La vería a las diez; alrededor de las once subirían juntos al hotelito frente al diario: era ella quien había insistido para volver a acostarse con él; era un consuelo pensar que ese día árido se abriría dentro de unas horas sobre una noche tibia y rosada. Enrique se sentó de nuevo en su coche y partió hacia el diario. La noche todavía estaba lejos y la tarde iba a terminarse sin alegría. Oír jazz inédito, beber con los compañeros, sonreír a las mujeres, sí, le hubiera gustado mucho; pero sus minutos estaban contados: en el diario ya había gente que contaba sus minutos. Le hubiera gustado detener el auto junto al Sena, acodarse al parapeto, mirar el agua asoleada; o si no, correr, hacia las tímidas praderas que rodean París, ¡le hubieran gustado tantas cosas! Pero no. Este año también las viejas piedras de París iban a reverdecer sin él. «Nunca un descanso: sólo existe el porvenir y retrocede indefinidamente. Y eso es lo que se llama obrar». Discusiones, conferencias, ninguna de esas horas era vivida por sí misma. Ahora iba a empezar su editorial, ver a Tournelle, tendría justo tiempo antes de las diez para terminar su artículo y bajar al boliche. Detuvo el coche ante el edificio del diario; era una suerte haber conseguido esa cafetera; sin ella, nunca hubiera podido dar abasto. Abrió la portezuela y su mirada rozó el cuenta kilómetros: 2327. Volvió a leer la cifra con sorpresa. Estaba seguro de que anoche marcaba 2102. Eran cuatro los que tenían la llave del garaje: Lambert estaba en Alemania, Lucas había pasado la mañana entera en el diario, ¿y por qué Vicente iba a hacer 225 kilómetros entre las doce de la noche y las doce del día? No era de esa clase de tipos que salen a pasear con mujeres, tenía un gusto demasiado exclusivo por los prostíbulos. Además, ¿de dónde hubiera sacado nafta? Y se lo habría advertido, uno siempre advierte. Enrique subió la escalera y en el umbral de su escritorio se inmovilizó. Esa historia de f kilometraje lo intrigaba. Se dirigió hacia la sala de redacción y puso su mano sobre el hombro de Vicente:

—Dime…

Vicente se volvió y sonrió; Enrique vaciló. No era ni siquiera una sospecha, pero hace un rato, leyendo France-Soir, había visto abajo, en la primera página, algo que le había recordado cierta sonrisa de Vicente en el Bar Rojo; y ahora Vicente sonreía. Él recordaba el suelto. Dejó la pregunta en suspenso y preguntó:

—¿Vienes a tomar una copa?

—Nunca digo que no —dijo Vicente.

Subieron juntos al bar. Se sentaron ante una mesita junto a la puerta que se abría a la terraza. Enrique pidió dos vinos blancos y agregó:

—Dime, ¿eres tú el que tomó el auto esta mañana?

—¿El auto? No.

—Qué raro; entonces alguien más tiene las llaves. Lo guardé anoche a las doce y después alguien hizo 225 kilómetros.

—Debiste equivocarte de cifra —dijo Vicente.

—No, estoy seguro que no; había notado que veníamos justo de pasar los 2100 —Enrique hizo una pausa—. Lucas estaba aquí esta mañana. Si no sacaste el coche, me pregunto verdaderamente quién puede ser. Tengo que aclarar esto.

—¿Qué puede importarte? —dijo Vicente. Había algo insistente en su voz y Enrique lo miró un momento en silencio.

—No me gustan los misterios —dijo.

—No es un misterio muy importante.

—¿Lo crees?

—De nuevo hubo un silencio y Enrique preguntó:

—Tu lo sacaste, ¿verdad?

Vicente sonrió:

—Escucha, voy a pedirte un favor. Olvida esta historia; olvídala a fondo. El coche no ha salido desde anoche, eso es todo.

Enrique vació su vaso; 225 kilómetros; Attichy está a unos 100 kilómetros de París. El suelto de France-Soir refería que el doctor Brumal, sospechoso de haber trabajado con la Gestapo y que acababa de ser absuelto, había sido encontrado asesinado a la madrugada en su casa de Attichy. Enrique examinó de nuevo a Vicente. Esa historia olía a folletín y Vicente sonreía en carne y hueso; era bien real. Enrique se levantó. En Attichy había un cadáver bien real y los asesinos de carne y hueso estaban en alguna parte.

—Estaríamos mejor afuera para hablar —dijo.

—Sí, es un lindo día —dijo Vicente adelantándose hacia el parapeto por encima del cual se podía ver el espejeo de los techos de París.

—¿Dónde estabas anoche? —dijo Enrique.

—¿Te empeñas en saberlo?

Sonreía a sus pensamientos. Enrique dijo bruscamente:

—Estabas en Attichy.

El rostro de Vicente cambió; miró sus manos; no temblaban.

Alzó vivamente los ojos hacia Enrique:

—¿Qué te hace decir eso?

—Es demasiado claro —dijo Enrique.

En verdad había lanzado palabras sin creer en ellas; y de pronto era verdad. Vicente formaba parte de una de esas bandas; anoche había estado en Attichy.

—¿Es tan claro? —dijo Vicente con voz decepcionada. Estaba desolado de haberse vendido tan fácilmente y todo el resto le resultaba perfectamente indiferente.

Enrique lo tomó por el hombro:

—Pareces no darte cuenta; son muy feos estos líos, son verdaderamente feos.

—El doctor Baumal —dijo Vicente con voz tranquila— es el que iba a la calle de la Pompe para atender a los muchachos que se habían desmayado; los reanimaba y volvían a torturarlos. Hizo ese trabajo durante dos años.

Enrique apretó con más fuerza el hombro huesudo:

—Sí; era un cochino. ¿Y qué hay con eso? ¿Ganas mucho con un cochino menos en la tierra? Liquidar a los colaboracionistas en el 43, estoy de acuerdo. Pero ahora no sirve de nada, casi no hay riesgo, no es ni acción, ni trabajo, ni siquiera deporte: apenas un jueguito malsano. Hay cosas mejores que hacer.

—Reconoces que la depuración es una comedia asquerosa —dijo Vicente.

—Esto también es una comedia igualmente asquerosa —dijo Enrique—. ¿Quieres que te diga algo? —agregó con voz irritada—. Les desespera a ustedes que la aventura haya terminado, fingen prolongarla. Pero Dios mío, lo que contaba no era la aventura: eran las cosas que defendíamos.

—Siempre se defienden las mismas cosas —dijo Vicente con su voz tranquila. Parecía que discutía un problema de casuística completamente abstracto—. ¿Sabes? —agregó—: Estos incidentes son muy útiles para refrescar la memoria de la gente. Lo necesitan. Mira: la semana pasada me crucé con Lambert, que paseaba con su padre; es un poquito abusivo, ¿no te parece?

—Le aconsejé que lo viera si tenía ganas —dijo Enrique—. No es cuestión tuya. ¡Refrescar la memoria de la gente! —agregó, encogiéndose de hombros—. Hay que estar loco para creer que cambiaremos algo.

—¿Quién cambia algo? ——dijo Vicente en tono irónico.

—¿Sabes por qué estamos empantanados? —dijo Enrique con furia—. Porque no somos bastante numerosos. Y eso es culpa tuya, de tus compañeros, de todos los muchachos Que se divierten con tonterías en vez de hacer un trabajo verdadero.

—¿Quieres que me afilie al S. R. L.? —dijo Vicente con voz irónica.

—¡Sería mucho mejor! —dijo Enrique—. En fin, date cuenta: ¿qué significa hacer puntería sobre un cochino cualquiera que no interesa a nadie? No por eso la derecha anda peor.

Vicente le cortó la palabra:

—Lachaume dice que el S. R. L.. sirve a la reacción, y Dubreuilh que el P. C. traiciona al proletariado; ¡trata de entenderte!— se dirigió deliberadamente hacia la puerta: —Olvida esta historia. Te prometo que no usaré más el auto —agregó con una sonrisa.

—Me importa un comino el auto —dijo Enrique.

Vicente lo paró:

—No te ocupes del resto.

Atravesaron el bar y Vicente preguntó:

—¿Vas a casa de Marconi luego?

—No. Tengo demasiado trabajo.

—Lástima. ¡Por una vez que podemos alegrarnos todos juntos de una misma cosa! Nos hubiera gustado tenerte.

—A mí también me hubiera gustado.

Bajaron la escalera en silencio; Enrique hubiera querido agregar algo, un argumento convincente: no encontraba nada. Se sentía muy deprimido. Vicente tenía doce macabeos detrás de él, trataba de olvidarlos continuando la matanza; y entre tanto se emborrachaba mucho: bebería como una cuba en casa de Marconi. Pero ¿cómo impedírselo? «Hay algo podrido en alguna parte», se dijo Enrique. ¡Tantas cosas que hacer! ¡Y tantos tipos que no sabían qué hacer! Debería engranar y después no engranaba. «Voy a mandarlo muy lejos a hacer un largo reportaje», decidió. Pero era una solución provisoria. Hubiera necesitado tener algo sólido que ofrecerle a Vicente. Si el S. R. L. anduviera mejor, si representara verdaderamente una esperanza, Enrique habría podido decirle: «Te necesitamos». Por el momento estaban lejos de eso.

Cuando Enrique llegó al Quai d’Orsay dos horas más tarde estaba deprimido. Había previsto exactamente la amable acogida de Tournelle, su sonrisa circunspecta.

—Dile a tu amigo das Viernas que su carta será tomada en consideración, pero aconséjale que tenga paciencia —dijo Tournelle—. Me encargo de hacer llegar tu respuesta por valija diplomática —agregó—, entrégasela a mi secretaria; pero de todas maneras debe ser muy prudente.

—Por supuesto; el pobre viejo ya es bastante sospechoso —Enrique miró a Tournelle con un leve reproche—. Son soñadores, no se dan cuenta de las cosas, pero, sin embargo, tienen mucha razón de querer derrocar a Salazar.

—¡Evidentemente que tienen razón! —dijo Tournelle; había una especie de rencor en su voz y Enrique lo miró con más atención.

—Entonces, ¿no te parece que deberíamos tratar de ayudarlos de una manera o de otra? —dijo.

—¿De qué manera?

—Yo no sé: es tu trabajo.

Tournelle se encogió de hombros:

—Tú conoces la situación tan bien como yo. ¡Cómo quieres que Francia haga algo por Portugal si no puede hacer nada por ella misma! Enrique miró con inquietud el rostro irritado. Tournelle había sido uno de los primeros en organizar la Resistencia, nunca había dudado de la victoria: no parecía de él esa confesión de derrota.

—¿Pero tenemos un poco de crédito? —dijo Enrique.

—¿Lo crees? ¿Eres de esos que se sienten orgullosos porque Francia ha sido invitada a San Francisco? ¿Qué te imaginas? La verdad es que ya no contamos.

—No pesamos mucho, por supuesto —dijo Enrique—. Pero en fin, podemos hablar, defender puntos de vista, ejercer presiones…

—Recuerdo —dijo Tournelle en tono amargo—. Queríamos salvar el honor para que Francia pudiera hablarles a los aliados con la cabeza alta; hay tipos que se dejaron matar por eso. ¡Cuánta sangre perdida!

—¡No vas a decirme que no había que resistir!— dijo Enrique.

—No sé. ¡Todo lo que sé es que no hemos adelantado mucho!

—Tournelle puso la mano sobre el hombro de Enrique—. ¡No vayas a repetir lo que te estoy diciendo!

—Por supuesto que no— dijo Enrique.

Los labios de Tournelle recuperaron una sonrisa mundana:

—Me alegra haber tenido la oportunidad de volver a verte.

—Yo también —dijo Enrique.

Atravesó de un paso rápido los corredores y el zaguán. Tenía el corazón oprimido. «¡Pobre das Viernas. Pobres viejitos!» Veía los cuellos duros, las galeras, esa indignación razonable en sus ojos; decían: «Francia es nuestra única esperanza». No había esperanza en ninguna parte, ni en Francia ni en ningún lado. Atravesó la calzada, se apoyó contra el parapeto que daba al río. Desde Portugal, Francia conservaba todavía el brillo terco de las estrellas muertas, y Enrique se había dejado atrapar. De pronto descubría que vivía en la capital moribunda de un pequeño país. El Sena corría en su lecho, la Madeleine, la Cámara de Diputados estaban en su lugar, el obelisco también: se podría creer que la guerra milagrosamente había evitado a París. «Queríamos creerlo», pensó Enrique mientras conducía su coche por el Boulevard Saint-Germain, donde florecían fielmente los castaños; todos se habían dejado engañar complacientemente por esas casas, esos árboles, esos bancos que imitaban tan exactamente el pasado; pero en verdad se había dejado aniquilar la orgullosa ciudad erguida sobre el corazón del mundo. Enrique no era más que el ciudadano deleznable de una potencia de quinto orden; L’Espoir una gaceta local, algo así como el Petit Limousin. Subió con paso cansado la escalera del diario. «Francia no puede hacer nada». Informar, indignar, apasionar a gente que no puede hacer nada, ¿adónde conduce? Enrique había cuidado su informe sobre Portugal, como si estuviera destinado a levantar la opinión de un polo al otro. Y a Washington se le importaba un comino y el Quai d’Orsay no podía hacer nada. Se sentó en su escritorio y releyó el principio de su artículo: ¿para qué? Las personas la leerían, menearían la cabeza, tirarían el diario al canasto y se acabó. ¿Qué importancia tenía que L’Espoir continuara o no independiente, que tuviera más o menos lectores o hasta que quebrara? «No vale la pena obstinarme», pensó Enrique bruscamente. Dubreuilh y Samazelle creían poder utilizar el diario; creían también que a Francia le quedaba un papel que representar si no continuaba aislada; todas las esperanzas estaban de su lado; enfrente, solo el vacío. «Entonces, ¿por qué no telefonear que acepto?», se dijo Enrique; miró durante un largo rato el teléfono que estaba sobre su escritorio; pero su mano no se decidía. Volvió al artículo.

—¡Hola, Enrique! Es Nadine —había un estremecimiento angustiado en su voz—, ¿no me has olvidado?

Miró su reloj con sorpresa:

—Pero no, iba a bajar; no son más de las diez y cuarto, ¿no?

—Diez y diecisiete.

—Y bueno, tenía que trabajar.

Colgó con impaciencia. Para eso tenía el don: se las arreglaba siempre para estropear los encuentros. Durante ese día árido él había pensado en el momento en que tomaría en sus brazos ese cuerpo liso y fresco; entonces tendría por fin su parte de primavera. Y ahora de un golpe el rencor sumergía su deseo. «Otra que se cree con derechos sobre mí —se decía mientras bajaba la escalera—, ya basta con Paula…» Empujó la puerta del café; Nadine leía con aire juicioso tomando agua mineral.

—¿Qué hay? ¿No puedes esperar veinte minutos?

Ella alzó la cabeza:

—Perdóname, no quería apurarte. Pero es más fuerte que yo. En cuanto empiezo a esperar me parece que nunca más veré a la persona que espero.

—No se desaparece así.

—¿Tú crees?

Él apartó la mirada con un poco de vergüenza; recordaba de pronto que tenía dieciocho años y recuerdos pesados.

—¿Pediste algo?

—Sí, esta noche tienen bifes —agregó con una sonrisa conciliadora—. Hiciste bien en no ir a casa de Marconi; no ha sido divertido.

—¿Vicente se emborrachó?

—¿Cómo lo sabes?

—Se emborracha siempre. Deberías tratar de convertirlo.

—Ah, Vicente tiene todos los derechos —dijo Nadine con voz soñadora—. Es tan diferente de los demás; es un arcángel.

Clavó la vista en Enrique:

—Entonces, ¿viste a Tournelle?

—Lo vi. Dice que no se puede hacer nada.

—Ya sabía que nos estábamos rompiendo para nada —dijo Nadine.

—Pero yo también lo sabía.

—¡Entonces, verdaderamente no valía la pena! —dijo Nadine. Su cara había vuelto a ensombrecerse; le tendió a Enrique el cuaderno negro—: Te traje el manuscrito.

—¿Vale algo?

—Cuenta cosas de Indochina que son muy divertidas —dijo Nadine con voz imparcial.

—¿Crees que podemos publicar algunos pasajes en la revista?

—Seguramente; o hasta la daría entera —miró el manuscrito con una especie de rencor—. Hay que no tener pudor para atreverse a hablar así de sí mismo; yo no podría.

Enrique le sonrió:

—¿Nunca tienes ganas de escribir?

—Nunca —dijo Nadine con énfasis—. En primer lugar, no comprendo que uno escriba si no tiene genio.

—A veces tengo la impresión de que te ayudaría escribir —dijo Enrique.

La expresión de Nadine se endureció:

—¿Me ayudaría a qué?

—A desenvolverte en la vida.

—Me desenvuelvo muy bien, gracias —dijo ella atacando su bife—. Son graciosos ustedes —agregó—, peores que morfinómanos.

—¿Por qué morfinómanos?

—Porque los morfinómanos quieren drogar a todo el mundo: ustedes quieren que todo el mundo escriba.

Enrique abrió el manuscrito y de nuevo las frases dactilografiadas resonaron en él con un ruido claro, seco y alegre como una lluvia de piedritas.

—Para un chico de veintidós años está muy bien —dijo.

—Sí, está muy bien —contestó ella; se encogió de hombros—. ¿Cómo puedes entusiasmarte a causa de un tipo que no conoces?

—No me entusiasmo; compruebo que tiene talento.

—¿Y qué hay con eso? ¿No hay bastantes escritores de talento en esta tierra? Explícame —agregó con aire terco—, ¿qué necesidad tienen papá y tú de descubrir obras de arte incipientes?

—Si uno escribe es porque cree en la literatura —dijo Enrique—. Da placer verla enriquecerse con un buen libro.

—¿Quieres decir que eso repercute sobre las actividades de ustedes y las justifica?

—En cierto modo, sí.

—Es lo que yo pensaba —dijo ella con voz satisfecha—. El interés que sienten por los jóvenes, en el fondo, es egoísmo.

—¡.Qué cinismo barato!

—¿No se obra siempre por egoísmo?

—Digamos en todo caso que hay ciertas formas de egoísmo más o menos agradables para los demás.

Sobre todo no quería discutir; ella estaba raspándose los dientes con un pedazo de fósforo y él estaba francamente crispado. Ella dejó caer el fósforo:

—¿Tú también piensas que cometí un error al entrar de secretaria?

—¿Por qué me preguntas eso? Lo haces muy bien.

—No es por el interés de la revista por la que hablo, sino por mí. ¿Tuve o no tuve razón?

A decir verdad, él no tenía opinión; a pesar de su cinismo, Nadine se habría asombrado si hubiera sabido hasta qué punto sus problemas lo dejaban indiferente.

—Evidentemente, podías haber continuado tus estudios —dijo con desgano.

—Quería ser independiente.

Trabajar en la revista de su padre era una extraña independencia; en verdad, se aplicaba en despreciar a sus padres, hasta en aborrecerlos, pero no hubiera soportado que la vida de ellos no fuera la suya: necesitaba llevarles la contra de cerca. Él dijo blandamente:

—Eres el mejor juez.

—Entonces, ¿te parece que tuve razón?

—Tienes razón de hacer lo que se te antoja.

Contestaba sin ganas; sabía que Nadine adoraba hablar de sí misma, pero que cualquier juicio, aun benévolo, la hería. A decir verdad, no tenía ganas de hablar de nada esta noche; todo cuanto deseaba era acostarse con ella.

—¿Sabes la que harías si fueras buena?

—¿Qué?

—Cruzarías la calle conmigo.

El rostro de Nadine se ensombreció.

—Sólo para eso me ves —dijo con despecho.

—No creía insultarte.

Ella dijo quejumbrosa:

—Yo quería conversar.

—Y bueno, conversemos. ¿Quieres un coñac?

—Sabes muy bien que no.

—Siempre tan sobria como una hija de María. ¿Cigarrillos tampoco?

—No.

Él pidió un coñac; encendió un cigarrillo.

—¿De qué querías hablar?

Su voz no era amable, pero Nadine no se dejó desconcertar:

—Tengo ganas de afiliarme al P. C.

—Inscríbete.

—Pero ¿qué opinas?

—No hay nada que opinar —dijo él vivamente—. Tú debes saber lo que quieres.

—Pero vacilo, no es tan sencillo; por eso quisiera conversar.

—Las discusiones nunca han convencido a nadie.

—Con otras personas discutes —dijo Nadine y su voz se agrió bruscamente—. Conmigo nunca quieres; supongo que es porque soy una mujer; las mujeres sólo sirven para acostarse con ellas.

—Paso mis días discutiendo. Si supieras cómo termina por hartar.

El hecho es que con Lambert o Vicente no habría eludido el tema. Nadine estaba tan necesitada de ayuda como ellos; pero había aprendido a sus costillas que ayudar a una mujer es siempre concederle un derecho; del menor don hacían una promesa; él se mantenía a la defensiva.

—Lo que pienso es que si entras en el partido no permanecerás mucho tiempo —dijo con un esfuerzo.

—Mira: los escrúpulos de ustedes los intelectuales no me devoran. Lo único seguro —dijo apasionadamente— es que si hubiera estado afiliada no habría tenido tantos remordimientos cuando veíamos en Portugal a esos pibes muertos de hambre.

Él no contestó; sí, librarse de una vez por todas de los remordimientos es muy alentador; pero si uno se afilia, sólo por eso es seguro que se equivoca.

—¿En qué piensas? —dijo Nadine.

—Pensaba que si tienes ganas de afiliarte debes hacerlo.

—¿Pero a ti te gusta más seguir en el S. R. L. que entrar en el P. C.?

—¿Por qué quieres que haya cambiado de idea?

—Entonces, ¿piensas que ser comunista es bueno para mí y no para ti?

——Hay un montón de cosas que no soporto en ellos; si tú las soportas, adelante.

—¿Ves?, no quieres discutir —dijo ella.

—Discuto.

—¡Tan por encima! Pareces aburrirte tanto conmigo —agregó en tono de reproche.

—No, no me aburro. Pero esta noche estoy embrutecido.

—Siempre estás embrutecido cuando me ves.

—Porque te veo a la noche; sabes muy bien que no tengo otro momento libre.

Hubo un corto silencio y ella dijo:

—Escucha, voy a pedirte algo; pero, por supuesto, me lo negarás.

—¿Qué?

—Pasa conmigo el próximo weekend.

—Pero no puedo —dijo. De nuevo el rencor se le subió a la garganta; le negaba ese cuerpo que él deseaba y exigía tiempo, atención… —Sabes muy bien que no puedo.

—A causa de Paula.

—Exactamente —¿Cómo un hombre puede aceptar seguir siendo toda la vida el esclavo de una mujer a la que no quiere?

—Nunca te he dicho que no quería a Paula.

—Tienes piedad de ella y tienes remordimientos: todas esas cocinas sentimentales son tan asquerosas… Cuando ya no se tienen ganas de ver a la gente, se la larga; eso es todo.

—En ese caso nunca hay que pedir nada a nadie —dijo él mirándola con insolencia—. Y sobre todo no indignarse cuando la respuesta es: no.

—No me habría indignado si me hubieras dicho francamente: no tengo ganas de pasar el weekend contigo, en vez de hablarme de tus deberes.

Enrique emitió una risita: «No —pensó— esta vez no me dejaré agarrar Con el golpe de la franqueza: reclama la verdad, la tendrá». Dijo en voz alta:

—Admitamos que te lo digo francamente…

—No tendrás que decírmelo dos veces.

Tomó su cartera y la cerró de un golpe seco; —No soy del genero estampilla— dijo. —No me pego; y además puedes estar tranquilo; no te quiero —lo miró un instante en silencio—. ¡Cómo se puede querer a un intelectual! Tienen una balanza en el lugar del corazón y un pequeño cerebro en la punta del sexo. Y en el fondo —concluyó—, son todos fascistas.

—No te sigo.

—Nunca tratan a la gente de igual a igual; disponen de ellos a su antojo; tienen una generosidad que es imperialismo y una imparcialidad que es suficiencia.

Hablaba sin rabia, con aire soñador; se levantó y lanzó una risita.

—No tomes ese aire dolorido. Te fastidia verme y en el fondo a mí tampoco me divierte mucho: no es ningún drama; hablaremos cuando nos encontremos. Sin rencor.

Desapareció en la oscuridad de la calle y Enrique pidió la cuenta. No estaba contento de él. «¿Por qué fui tan grosero con ella?» Lo fastidiaba, pero le tenía cariño. «Me impaciento demasiado a menudo —se dijo—. Todo me impacienta: hay algo que no anda bien». Vació su vaso de vino. No era sorprendente: pasaba sus días haciendo cosas que no tenía ganas de hacer, vivía de la mañana a la noche a contrapelo. «¿Cómo he llegado a esto?» A primera vista, no parecía tan ambicioso lo que se había propuesto al día siguiente de la Liberación: recobrar su vida de preguerra y enriquecerla con algunas actividades nuevas; creía que podría dirigir L’Espoir y trabajar en el S. R. L. sin dejar por eso de escribir ni de ser dichoso; no podía. ¿Por qué? No era una cuestión de tiempo; de haberlo deseado verdaderamente se las habría arreglado esta tarde para vagabundear por las calles o ir a casa de Marconi, y justo ahora tenía tiempo para trabajar, podía pedirle papel al camarero, pero esa idea le repugnaba. «¡Vaya un oficio!», decía Nadine. Tenía razón. Los rusos estaban saqueando a Berlín, una guerra terminaba o la otra empezaba. ¿Cómo podía uno divertirse en contar historias que no habían ocurrido jamás? Se encogió de hombros: ésa también es la clase de pretexto que uno se da cuando el trabajo no adelanta. La guerra amenazaba, la guerra había estallado, y él todavía se divertía en contar cuentos: ¿por qué no ahora? Salió del café. Recordaba otra noche, una noche de niebla, en que se había pronosticado que la política iba a devorarlo: ya estaba devorado. ¿Pero por qué no se había defendido mejor? ¿De dónde venía esa aridez interior que lo paralizaba? ¿Por qué ese muchacho, cuyo manuscrito tenía entre sus manos, encontraba cosas que decir y él no? Él había tenido veintidós años y cosas que decir, había caminado por esas calles soñando con su libro: el libro… Aminoró el paso. Ya no eran las mismas calles. Antes deslumbraban con su luz y surcaban la capital del mundo; hoy la luz de un farol cortaba de tanto en tanto la noche y uno advertía hasta qué punto la calzada era estrecha y las casas decrépitas. La Ciudad Luz se había apagado. Si un día brillaba de nuevo, el esplendor de París sería el de las ciudades venidas a menos: Venecia, Praga, Brujas la muerta. No eran las mismas calles ni la misma ciudad, ni el mismo mundo. Enrique se había prometido en aquella Nochebuena contar con palabras la dulzura de la paz; pero esa paz no tenía dulzura. Las calles eran tristes y triste la carne de Nadine; esta primavera no tenía nada que ofrecerle: el cielo azul, los retoños obedecían a la rutina de las estaciones, no llevaban promesas. «Contar el gusto de mi vida». Ya no tenía gusto, porque las cosas ya no tenían sentido. También ahí Nadine tenía razón: uno no puede complacerse en describir las lucecitas a lo largo del Tajo cuando uno sabe que alumbran una ciudad que revienta de hambre. Y la gente que revienta de hambre no es un pretexto para hacer frases. El pasado no había sido más que un espejismo: del espejismo disipado, ¿qué quedaba? Desdicha, peligro, tareas inciertas, un caos. Enrique había perdido un mundo, no le daban nada en cambio. No estaba en ninguna parte, no poseía nada, no era nadie. «Y bueno, sólo me queda callar», pensó. «Si termino por resignarme dejaré de sentirme crucificado. Quizá haga con más gusto las tareas que estoy obligado a llevar a cabo». Se detuvo ante el Bar Rojo; a través del vidrio vio a Julián sentado solitariamente en un banquito. Empujó la puerta y oyó que susurraban su nombre. Todavía ayer eso lo hubiera conmovido; pero mientras se abría camino a través de la muchedumbre indígena, se indignó por haberse dejado engañar por tan pobre espejismo: llegar a ser un gran escritor en Guatemala o en Honduras, ¡qué triunfo irrisorio! Antes creía habitar un lugar privilegiado del mundo desde donde cada palabra se propagaba a través de la tierra entera; pero ahora sabía que todas sus palabras morían a sus pies.

—¡Demasiado tarde!— dijo Julián.

—¿Por qué demasiado tarde?

—Te perdiste las patadas. ¡Oh!, no era nada extraordinario —agregó—. Ya ni siquiera saben romperse la cara.

—¿A propósito de qué?

—Un tipo llamó a Pétain «el mariscal» —dijo Julián con voz incierta. Sacó de su bolsillo un frasco chato—. ¿Quieres scotch?

—Quiero.

—Señorita; otro vaso y otra soda, por favor— dijo Julián.

Llenó hasta la mitad el vaso de Enrique.

—Estupendo— dijo Enrique; tomó un gran trago. —Tenía necesidad de un estimulante: tuve un día tan lleno… es una locura, ¿no has notado cómo se siente uno de vacío después de un día bien lleno?

—Los días están siempre llenos, nunca falta una hora; las botellas es distinto, por desgracia.

Julián tocó el cuaderno que Enrique había puesto sobre el mostrador:

—¿Qué es esto? ¿Documentos secretos?

—La novela de un joven.

—Dile a tu joven que la convierta en bonetes de papel para su hermanita; que se coloque de bibliotecario como yo, es un oficio encantador, y además es más sano. ¿Has, notado?: si les has vendido manteca o cañones a los alemanes, te perdonan, te abrazan, te condecoran; pero si has escrito una palabra de más aquí o allí, entonces: ¡apunten, fuego! Deberías escribir un artículo sobre eso.

—Lo pienso.

—Piensas en todo, ¿eh? —Julián vació el frasco de scotch en los vasos—. ¡Pensar que puedes llenar columnas y columnas para reclamar sobre las nacionalizaciones! Trabajo y justicia: ¿crees que será divertido?, y las nacionalizaciones de salvo sea la parte, ¿para cuánto serán? —alzó su vaso—, ¡a los asesinatos de Berlín!

—¿Los asesinatos?

—¿Qué crees que están haciendo en Berlín esta noche los buenos cosacos? ¡Asesinatos y violaciones! ¡Vaya un prostíbulo! Es la victoria, nuestra victoria, ¿no te sientes orgulloso?

—¡Ah, no me vas a jorobar tú también con la política!

—¡Ah, no! Al cuerno la política.

—Si lo que quieres decir es que este mundo no es muy atrayente, pienso como tú —dijo Enrique.

—Yo también. Mira esta cueva: se llama un bar. Hasta los borrachos hablan de levantar a Francia. ¡Y las mujeres! Ni una mujer alegre en el barrio: todas impresionantes.

Julián bajó de su banco.

—Vamos a Montparnasse. Allí por la menos hay muchachas encantadoras; quizá no sean verdaderas, verdaderas señoritas, pero son muy complacientes y nada impresionantes.

Enrique sacudió la cabeza:

—Me voy a la cama.

—Tú tampoco eres muy divertido —dijo Julián con asco—. ¡No, como postguerra no está muy lograda!

—¡No está muy lograda!— dijo Enrique. Siguió con la mirada a Julián qué caminaba dignamente hacia la puerta; él tampoco era muy divertido, se estaba volviendo más bien envenenado. Pero después de todo, ¿por qué tenía que ser especialmente divertida la postguerra? Sí, bajo la ocupación se la imaginaba muy linda: vieja historia. Basta de canturrear la canción del mañana; mañana era hoy, ya no se cantaba. En verdad, París había sido destruido y todo el mundo había muerto en la guerra. «Yo también», se dijo Enrique. ¿Y qué hay con eso? No es incómodo estar muerto si uno renuncia a fingir que está vivo. Basta de escribir, basta de vivir. Una sola consigna: obrar. Obrar en equipo, sin ocuparse de sí; sembrar, seguir sembrando, no cosechar jamás. Obrar, unirse, servir, obedecer a Dubreuilh, sonreír a Samazelle. Telefonearía: «El diario es suyo». Servir, unirse, obrar. Pidió un coñac doble.