Capítulo II

I

Al día siguiente la radio confirmó la derrota alemana. «Es verdaderamente la paz que comienza —se repitió Enrique sentándose a su escritorio—. ¡Por fin puedo escribir!». Resolvió: «Me las arreglaré para escribir todos los días». ¿Escribir qué? No lo sabía y se alegraba; las otras veces sabía demasiado. Esta vez trataría de dirigirse al lector sin premeditación, como se escribe a un amigo; y quizá lograría decirle todas esas cosas que nunca habían encontrado lugar en sus libros, demasiado construidos. ¡Tantas cosas que uno quisiera retener con palabras y que se pierden! Alzó la cabeza y miró a través de la ventana el cielo frío. Lástima pensar que iba a ser una mañana perdida; todo parecía tan precioso esta mañana: el papel blanco, el olor a alcohol y a tabaco enfriado, la música árabe que subía del café vecino; Notre-Dame estaba fría como el cielo, un atorrante bailaba en medio de la callejuela, llevaba un enorme cuello de plumas azules y dos mujeres endomingadas lo miraban riendo. Era Navidad, era la derrota alemana y algo se reanudaba. Sí, todas esas mañanas, todas esas noches que había dejado correr entre sus dedos durante esos cuatro años, Enrique trataría de recuperarlos durante treinta años; no se puede decir todo, de acuerdo; pero por lo menos se puede tratar de expresar el verdadero gusto de la propia vida: cada una tiene un gusto que no es sino de ella y hay que decirlo o no vale la pena escribir. «Hablar de lo que he amado de lo que amo, de lo que soy». Dibujó un ramo. ¿Quién era él? ¿A quién encontraba después de esa larga ausencia? Es difícil desde adentro definirse y limitarse. No era un maniático de la política ni un fanático de la literatura, ni un gran apasionado; se sentía más bien mediocre; pero en realidad no le molestaba. Un hombre como todo el mundo que hablara sinceramente de sí mismo, hablaría en nombre de todo el mundo, para todo el mundo. La sinceridad: era la única originalidad a la que apuntaba, la única consigna que tenía que imponerse. Agregó una flor a su ramo. No es tan fácil ser sincero. No encaraba la posibilidad de confesarse y quien dice novela dice mentira. Ah, ya estudiaría eso más adelante. Por el momento no había que complicarse con problemas. Partir al azar, empezar no importa cómo; por los jardines de El-Oued bajo la luna. El papel estaba desnudo, había que aprovechar.

—¿Has empezado tu novela alegre? —preguntó Paula.

—No sé.

—¿Cómo no sabes? ¿No sabes lo que escribes?

—Me hago una sorpresa a mí mismo —dijo riendo.

Paula se encogió de hombros; sin embargo, era verdad: no quería saber; fijaba desordenadamente sobre el papel un montón de momentos de su vida, eso lo divertía enormemente, no pedía más. La noche en que había citado a Nadine lamentó abandonar su trabajo. Le habla dicho a Paula que salía con Scriassine; había aprendido durante ese último año a economizar su franqueza; esas simples palabras; «Salgo con Nadine» hubieran provocado tantas preguntas y tantos comentarios que prefirió pronunciar otras; pero era verdaderamente absurdo esconderse para salir con esa muchacha ingrata, que él consideraba como a una especie de sobrina; era sobre todo absurdo haberle dado esa cita. Empujó la puerta del Bar Rojo y se sentó a la mesa donde ella estaba sentada con Lachaume y Vicente.

—¿Hoy no hay líos?

—Cero —dijo Vicente, defraudado.

Los jóvenes se amontonaban en esa covacha roja, menos para encontrarse entre camaradas que para afrontar a sus adversarios; todas las fracciones políticas estaban representadas. Enrique solía venir a pasar un rato; le hubiera gustado sentarse y conversar distraídamente con Lachaume y Vicente, mirando a los parroquianos; pero Nadine se levantó en seguida.

—¿Me lleva a comer?

—Para eso vine.

Afuera estaba oscuro, la acera estaba cubierta de un barro helado; ¿qué iba a hacer con Nadine? Preguntó;

—Adónde quiere ir, ¿al restaurante del italiano?

—Sí, al del italiano.

No estaba con ánimo de contrariar; lo dejó elegir la mesa, pidió como él peperoni y ossobuco; aprobaba todo lo que él decía con un aire regocijado que le pareció sospechoso a Enrique; en verdad no lo escuchaba, comía con una rapidez plácida sonriéndole al plato; él dejó caer la conversación sin que ella pareciera advertirlo. Después de tragar el último bocado se limpió la boca con un ademán amplio.

—¿Y ahora adónde me lleva?

—¿No le gusta ni el jazz ni el baile?

—No.

—Ensayemos el Trópico de Cáncer.

—¿Es divertido?

—¿Usted conoce boîtes divertidas? En el trópico no se está mal para conversar.

Ella se encogió de hombros.

—Para conversar, los bancos del subterráneo están muy bien. —Su rostro se iluminó.— Hay unas boîtes que me gustan mucho; son esas donde hay mujeres desnudas.

—No es posible. ¿Eso la divierte?

—Ah sí, es más divertido, en los baños turcos; pero en los cabarets tampoco se está mal.

—¿No será un poquito viciosa? —dijo Enrique riendo.

—Es posible —dijo secamente—. ¿Tiene algo mejor para proponerme?

Mirar mujeres desnudas en compañía de esa muchacha que no era ni virgen ni mujer, era lo más incongruente que podía imaginar; pero en fin, Enrique se había encargado de distraerla y le faltaba inspiración. Se sentaron en «Astarté» ante un balde con champaña; la sala estaba todavía vacía; alrededor del bar las mujeres animadoras conversaban. Nadine las examinó largamente.

—Si yo fuera hombre, todas las noches me llevaría una mujer distinta.

—Todas las noches una mujer distinta termina por ser la misma.

—¡Qué esperanza! La morochita y la pelirroja, que tienen pechos falsos tan bonitos, bajo el vestido no se parecen en nada —apoyó su barbilla contra la palma de la mano y miró fijamente a Enrique—. ¿No le divierten las mujeres?

—Así, no.

—Y entonces ¿cómo?

—Y bueno, me gusta mirarlas cuando son bonitas, bailar con ellas y conversar.

—Para conversar son mejores los hombres —dijo Nadine. Su mirada se hizo desconfiada—. ¿En realidad, por qué me invitó? No soy bonita, bailo mal y no converso bien.

Él sonrió.

—¿No se acuerda? Me reprochó que no la invitara nunca.

—¿Cada vez que le reprochan por no hacer una cosa la hace?

—¿Y usted, por qué aceptó mi invitación? —dijo Enrique.

Ella le deslizó una mirada tan ingenuamente provocadora que se sintió desconcertado. ¿Sería verdad que, como decía Paula, no podía ver a un hombre sin ofrecerse a él?

—Nunca hay que rechazar nada —dijo ella en tono sentencioso.

Durante un rato batió su champaña en silencio; la conversación se reanudó, pero de tanto en tanto. Nadine callaba con insistencia, miraba fijamente a Enrique y había en su rostro un aire de reproche asombrado. «No tengo por qué hacerlo» se decía Enrique; le gustaba sólo a medias, la conocía demasiado, era demasiado fácil y además le molestaba a causa de los Dubreuilh; por lo tanto trataba de llenar los silencios, pero ella bostezó dos veces con afectación. A él también le parecía que el tiempo no pasaba nunca. Algunas parejas bailaban, sobre todo americanos y mujerzuelas, y uno o dos falsos matrimonios de provincia. Decidió irse en seguida después del número de variedades y le alivió ver que comenzaba. Eran seis muchachas con corpiño y taparrabos de lentejuelas, tocadas con galeras con los colores franceses y americanos; no bailaban ni bien ni mal, eran feas sin exceso, era un espectáculo sin interés y que no hacía reír; ¿por qué Nadine parecía tan divertida? Cuando las muchachas se sacaron el corpiño para descubrir sus pechos bañados en parafina, ella le lanzó a Enrique una mirada astuta:

—¿Cuál le gusta más?

—Son todas iguales.

—¿No le parece qué la rubia de la izquierda tiene un ombligo precioso?

—Pero una cara muy triste.

Nadine calló; observaba a las mujeres con una mirada experta y un poco hastiada; cuando salieron retrocediendo, agitando el taparrabos con una mano, aplicando contra el sexo el sombrero tricolor, Nadine preguntó:

—¿Qué es más importante, tener una cara bonita o ser bien hecha?

—Depende.

—¿De qué?

—Del conjunto y también de los gustos.

—¿Qué nota merezco en conjunto y según su gusto?

La miró de arriba a abajo:

—Se lo diré dentro de tres o cuatro años; todavía no está terminada de hacer.

—Nadie está terminado antes de estar muerto —contestó ella con voz enojada. Su mirada erraba alrededor de la sala, se detuvo sobre la bailarina que había ido a sentarse al bar y llevaba un vestidito negro—. Es verdad que parece triste, debería sacarla a bailar.

—No creo que la alegre mucho.

—Todas sus compañeras tienen algún tipo; ésta parece dejada como seña. Sáquela, ¿qué le cuesta? —dijo con repentina vehemencia; su voz se dulcificó y se volvió suplicante—: ¡Una sola vez!

—Si usted lo desea tanto… —dijo Enrique.

La rubia lo siguió hasta la pista sin entusiasmo; era trivialmente tonta y no comprendía por qué Nadine se interesaba por ella; a decir verdad, los caprichos de Nadine empezaban a fastidiarle. Cuando él volvió a la mesa ella había llenado las dos copas de champaña y las contemplaba con aire meditabundo.

—¡Cómo es de bueno! —dijo mirándolo con dulzura; sonrió bruscamente—: ¿Usted es divertido cuando está borracho?

—Cuando estoy borracho me creo divertido.

—¿Y los demás qué piensan?

—Cuando estoy borracho no me ocupo de lo que piensan.

Ella señaló la botella: —Emborráchese

—Con champaña no llegaré muy lejos.

—¿Cuántas copas puede tomar sin estar borracho?

—Montones.

—¿Más de tres?

—Por supuesto.

Ella lo miró con aire incrédulo.

—Me gustaría verlo. ¿Si se tomara estas dos copas de un trago no le harían nada?

—Absolutamente nada

—Tómelas.

—¿Para qué?

—La gente siempre se jacta; hay que ponerlos entre la espada y la pared.

—¿Después de eso me va a pedir que camine de cabeza? —preguntó Enrique.

—Después de esto podrá irse a dormir. Vamos, beba un trago tras otro.

Él sorbió una de las copas y sintió un choque en el estómago; ella le puso la otra copa en la mano:

—Hemos dicho trago tras trago.

Bebió la otra copa.

Se despertó acostado en una cama, desnudo, al lado de una mujer desnuda que le sacudía la cabeza; él murmuró:

—¿Quién está ahí?

—Soy Nadine, despiértate; es tarde.

Él abrió los ojos; la luz estaba encendida, era un cuarto desconocido, un cuarto de hotel; sí, recordaba la recepción, la escalera; antes había tomado champaña, le dolía la cabeza.

—¿Qué pasó? No comprendo.

—Tu champaña estaba cortado con coñac al setenta por ciento —dijo Nadine en una carcajada.

—¿Le pusiste coñac al champagne?

—¡Un poco! Es un truco que suelo emplear con los americanos cuando necesito que estén borrachos —sonrió—. Era la única manera de tenerte.

—Y me tuviste.

—Si puede llamarse así.

Él se tocó la cabeza:

—No recuerdo nada.

—Oh, no hay mucho que recordar.

Ella saltó de la cama, sacó un peine de su cartera y desnuda ante el espejo del ropero empezó a peinarse; ¡qué joven era su cuerpo! ¿Había oprimido verdaderamente contra sí ese busto delgado de hombros redondos, pechos livianos? Ella sorprendió su mirada:

—No me mires así —tomó su combinación y se la puso rápidamente:

—¡Eres muy bonita!

—No digas tonterías —dijo ella con voz huraña.

—¿Por qué te vistes? Ven.

Ella meneó la cabeza y él dijo con un poco de inquietud:

—¿Tienes algo que reprocharme? Bien sabes que estaba borracho.

Ella volvió hacia la cama y lo besó en la mejilla:

—Has estado encantador; pero no me gusta repetir —y agregó al alejarse— no el mismo día.

Era verdaderamente humillante no acordarse de nada; ella se ponía los zoquetes; él se sentía incómodo, desnudo bajo esas sábanas.

—Voy a levantarme: vuélvete.

—¿Quieres que me vuelva?

—Por favor.

Ella se plantó en un rincón, la nariz contra la pared, las manos detrás de la espalda como una colegiala en penitencia; enseguida preguntó con voz burlona:

—¿No basta así?

—Sí, basta —dijo él, abrochándose el cinturón.

Ella lo examinó con aire crítico:

—¡Cómo eres de complicado!

—¿Yo?

—¡Pues ya armas líos para meterte en la cama y para salir de ella!

—¡Qué dolor de cabeza me has endilgado!

Enrique lamentaba que ella no hubiera querido volver a acostarse. Tenía un bonito cuerpo y era una chica extraña.

Cuando estuvieron instalados ante sus falsos cafés, en el Biard que amanecía junto a la estación Montparnasse, él preguntó alegremente:

—En realidad, ¿por qué se te había antojado acostarte conmigo?

—Para conocerte.

—¿Siempre te las arreglas así para conocer a la gente?

—Cuando uno se acuesta con alguien se rompe el hielo; después se está mejor juntos que antes, ¿no?

—El hielo se ha roto —dijo Enrique riendo—. Pero ¿por qué tenías tanto empeño en conocerme a fondo?

—Quería que me encontraras agradable.

——Te encuentro muy agradable.

Ella la miró con un aire a la vez malicioso y confundido:

—Quiero que me encuentres la bastante agradable como para llevarme a Portugal.

—¡Ah, era eso! —Colocó su mano sobre el brazo de Nadine—. Te he dicho que es imposible.

—¿Por Paula? Pero puesto que ella no va contigo, puedo ir yo.

—Pero no, no puedes: se desesperaría.

—No se lo digas.

—Sería una mentira demasiado grande —sonrió—: Además, lo sabría.

—Entonces, por evitarle una pena me privas de algo que deseo tanto…

—¿Tienes verdaderamente tantas ganas?

—Un país donde hay y sol y comida vendería mi alma por ir.

—¿Tuviste hambre durante la guerra?

—¡Si la tuve! Y eso que mamá era formidable; se mandaba ochenta kilómetros en bicicleta para traernos un kilo de hongos o un pedazo de carroña; pero no bastaba. El primer americano que me dio su caja de ración, me dejó loca.

—¿Por eso te gustaban tanto los americanos?

—Sí; y al principio me divertían —se encogió de hombros—: Ahora están demasiado organizados, ya no es divertido. París está de nuevo siniestro. —Miró a Enrique con aire suplicante—: Llévame.

A él le hubiera gustado darle ese placer; darle a alguien una verdadera dicha, ¡es tan reconfortante! Pero ¿cómo hacerle tragar eso a Paula?

—Ya has tenido otros líos —dijo Nadine— y Paula no se murió.

—¿Quién te ha contado eso?

Nadine rio con aire entendido:

—Una mujer que habla de sus amores con una amiga, habla en voz alta.

Sí, Enrique le había confesado a Paula algunas infidelidades que ella había disculpado con soberbia; la dificultad de hoy consistía en que una explicación lo llevaría fatalmente o a hundirse en una mentira, en la que no quería volver a caer, o a reivindicar cruelmente su libertad; y para eso le faltaba coraje.

Murmuró:

—Un viaje de un mes es otra cuestión.

—¡Pero nos separaremos a la vuelta! ¡No quiero robarte a Paula! —Nadine rio con insolencia—. Quiero pasear, eso es todo.

Enrique vaciló. Pasear por calles desconocidas, sentarse en las terrazas de los cafés, con una mujer risueña: a la noche en el cuarto de hotel encontrar su joven cuerpo tibio; sí, era tentador. Y puesto que estaba resuelto a terminar con Paula, ¿qué ganaba esperando? El tiempo no arreglaba nada, al contrario.

—Escucha —dijo—, no puedo prometerte nada. Entiende bien que no se trata de una promesa, pero voy a tratar de hablar con Paula y si me parece posible llevarte… Y bueno, de acuerdo.

II

Descorazonada miré el cuadrito. Dos meses antes le había dicho al chico: «Dibuja una casa», y él había dibujado una villa con su tejado, su chimenea, su humo; ni una ventana; ni una puerta y alrededor una alta reja negra de barrotes puntiagudos. «Ahora dibuja una familia» y había dibujado un hombre que tenía a un niño de la mano. Hoy había dibujado nuevamente una casa sin puerta rodeada de barrotes negros y acerados: no adelantábamos. ¿Era un caso particularmente difícil o era que yo no sabía tratarlo?, coloqué el dibujo en una carpeta. ¿No sabía o no quena? Quizá la resistencia del chico traducía la que yo sentía en mí: ese desconocido que había muerto dos años antes en Dachau me horrorizaba expulsarlo del corazón de su hijo. «Entonces debería abandonar esta cura», me dije. Permanecí de pie junto a mi mesa de trabajo. Tenía dos horas ante mí, podía ordenar mis notas pero no me resolvía. Por supuesto, siempre me he hecho un montón de preguntas; a menudo curar es mutilar; en una sociedad injusta el equilibrio individual ¿vale acaso algo? Pero me apasionaba tener que inventar para cada caso una respuesta. Mi meta no era procurar a mis enfermos un confort interior mentiroso; si trataba de liberarlos de sus quimeras íntimas era, para hacerlos capaces de afrontar los verdaderos problemas que se plantean en el mundo; y cada vez que lo lograba consideraba haber hecho un trabajo útil; la tarea es tan vasta, reclama la cooperación de todos: es lo que yo pensaba ayer. Pero eso suponía que para cada hombre sensato hay un papel en la historia que lleva a la humanidad hacia la dicha. Ya no creo en esa hermosa armonía. El porvenir se nos escapa, se hará sin nosotros. Entonces, si nos limitamos al presente, ¿qué ventaja hay en que Fernandito se convierta en un chico risueño y aturdido como los demás chicos? «Estoy pasando un mal momento —me dije— y si esto dura, sólo me queda cerrar el consultorio». Me dirigí al cuarto de baño, traje una palangana y un montón de diarios viejos, me arrodillé ante la chimenea donde ardían sin fuerza bolas de papel; humedecí las hojas impresas, empecé a apretarlas. Sentía menos repugnancia que antes por esta clase de trabajos; con la ayuda de Nadine, y a veces una manita de la portera, conseguía manejar la casa. Al menos, mientras trituraba esos diarios viejos estaba segura de hacer algo útil. El fastidio es que sólo ocupaba mis manos. Conseguí dejar de pensar en Fernandito y en mi oficio, pero no gané gran cosa; el disco volvió a girar en mi cabeza: «En Stavelot ya no hay cajones para enterrar a todos los chicos asesinados por la S. S». Nosotros nos habíamos salvado, pero en otras partes eso había ocurrido. Apresuradamente las banderas habían sido escondidas, las armas sumergidas, los hombres habían huido hacia los campos, las mujeres habían atrancado las puertas, y en las calles abandonadas a la lluvia se habían oído voces roncas; esta vez no llegaban como conquistadores magnánimos, volvían con el odio y la muerte en el corazón. Se habían ido luego; pero de la aldea feliz sólo quedaba una tierra calcinada y montones de pequeños cadáveres.

Me recorrió un largo escalofrío; Nadine había abierto bruscamente la puerta:

—¿Por qué no me pediste que te ayudara?

—Creía que te estabas vistiendo.

—Hace tiempo que estoy lista. —Se arrodilló a mi lado y tomó un diario—. ¿Tienes miedo que no sepa hacerlo? Sin embargo, está a mi alcance.

El hecho es que lo hacía mal: mojaba demasiado el papel, no lo comprimía bastante; a pesar de todo debí haberla llamado. La observé.

—Déjame que te arregle un poco —dije.

—¿Para quién? ¿Para Lambert?

Fui a buscar a mi armario un pañuelo de seda y un broche antiguo y le tendí los zapatos con suela de cuero que me había regalado una clienta que se creía curada. Vaciló:

—Pero si sales esta noche, ¿qué te vas a poner?

—Nadie mirará mis pies —dije riendo.

Tomó los zapatos y gruñó:

—Gracias.

Tuve ganas de contestarle: «¡No hay de qué!». Mis cuidados, mis liberalidades la ponían incómoda porque no lograba sentir gratitud y se lo reprochaba; yo la sentía vacilar entre la gratitud y la desconfianza, mientras amasaba torpemente las bolas. Tenía razón de desconfiar; mi abnegación, mi generosidad, era la más injusta de mis astucias: le creaba una culpabilidad cuando en realidad sólo quería eludir mis remordimientos. Remordimientos porque Diego había muerto, porque Nadine no tenía un vestido de fiesta, porque reía mal y porque la tristeza la afeaba. Remordimientos porque no sabía hacerme obedecer y porque no la quería bastante. Hubiera sido más honesto no aturdirla con mis dones. Quizá también habría logrado aliviarla si la hubiera tomado entre mis brazos diciéndole: «Perdóname hijita mía, si no puedo quererte más». Quizá tenerla abrazada me hubiera defendido contra esos pequeños cadáveres que no había posibilidad de enterrar.

Alzó la cabeza:

—¿Has vuelto a hablarle a papá de ese secretariado?

—Desde anteayer, no. —Agregué en seguida—: La revista no sale hasta abril, tenemos tiempo.

—Pero necesito saber a qué atenerme —dijo Nadine; echó una bola en el fuego—. No comprendo verdaderamente por qué no quiere.

—Ya te lo ha dicho: le parece que vas a perder el tiempo.

Un oficio, responsabilidades de persona mayor: yo pensaba que sería bueno para Nadine, pero Roberto era más ambicioso.

—¿Y la química no es tiempo perdido? —dijo encogiéndose de hombros.

—Nadie te obliga a estudiar química.

Era para ofendernos que Nadine había elegido estudiar química; la castigada era ella.

—Lo que me pudre no es estudiar química sino ser estudiante —dijo—. Papá no se da cuenta: soy mucho más vieja de lo que tú eras a mi edad; quiero hacer algo positivo.

—Sabes muy bien que estoy de acuerdo —dije—. Puedes estar tranquila; si tu padre ve que no cambias de opinión terminará por acceder.

—Accederá, pero ya veo con qué tono —dijo Nadine con aire resentido.

—Lo convenceremos —dije—. ¿Sabes lo que yo haría si estuviera en tu pellejo?: aprendería en seguida a escribir a máquina.

—En seguida, no puedo —dijo. Vaciló, luego me miró desafiándome—: Enrique me lleva con él a Portugal.

Me tomó sin perros.

—¿Decidieron eso anoche? —pregunté con una voz que ocultaba mal mi disgusto.

—Hace tiempo que yo lo había decidido —dijo Nadine; agregó en tono agresivo—. Naturalmente, ¿me desapruebas? ¿Me desapruebas por Paula?

Amasé una bola húmeda entre mis manos:

—Pienso que vas a hacerla sufrir.

—¡Qué puede importarme!

—En efecto.

No agregué nada; sabía que mi silencio la irritaba, pero me crispa verla rechazar en tono cortante las explicaciones que busca; quiere que le fuerce la mano y a mí me repugna entrar en su juego. Sin embargo, hice un esfuerzo:

—Enrique no te quiere —dije—. No está en humor de querer.

—En cambio Lambert es lo bastante estúpido como para casarse conmigo —dijo con hostilidad.

—Nunca te empujé a casarte —dije—. El hecho es que Lambert te quiere.

Me interrumpió:

—Para empezar, no me quiere; ni siquiera me ha pedido jamás que me acueste con él; la otra noche en el réveillon, le hice insinuaciones y me mandó al diablo.

—Espera otra cosa de ti.

—Si no le gusto es cuestión suya; además comprendo que un hombre se vuelva difícil después de haber tenido una mujer como Rosa; créeme que se me importa un rábano. Pero no vengas a contarme que está loco por mí.

La voz de Nadine subía. Me encogí de hombros.

—Puedes hacer lo que quieras —le dije—. Te dejo libre, ¿qué más quieres?

Tosió como hacía siempre cuando estaba intimidada.

—Entre Enrique y yo sólo se trata de una aventura. A la vuelta nos separaremos.

—Francamente, Nadine, ¿lo crees de veras?

—Sí, lo creo —dijo sin demasiada convicción.

—Cuando hayas pasado un mes con Enrique estarás atada a él.

—¡Qué esperanza! —De nuevo el desafío se encendió en sus ojos—. Si quieres saberlo, me acosté con él ayer y no me impresionó nada.

Aparté los ojos; no tenía interés en saberlo. Dije, sin confesar mi incomodidad:

—No es una razón; estoy segura que a la vuelta querrás conservarlo y él no querrá.

—Ya veremos —dijo ella.

—¡Ah, lo admites! Esperas guardarlo. Te equivocas, todo cuanto desea actualmente es su libertad.

—Hay un partido que jugar: me divierte.

—Calcular, maniobrar, acechar, esperar, te divierte, ¡y ni siquiera lo quieres!

—Quizá no lo quiera —dijo—, pero quiero tenerlo.

Arrojó en el hogar un puñado de bolas.

—Con él viviré, ¿comprendes?

—No tiene necesidad de nadie para vivir —dije, rabiosa.

Nadine miró a su alrededor:

—¡A esto le llamas vivir! Francamente, pobre mamá, ¿crees que has vivido? ¡Conversar con papá la mitad del día y la otra mitad cuidar a unos chiflados, vaya existencia!

Se incorporó y sacudió el polvo de sus rodillas; su voz se exasperaba:

—Suelo hacer tonterías, no digo que no; pero preferiría terminar en un prostíbulo antes que pasearme por la vida con guantes de cabritilla: nunca te sacas los guantes. Te lo pasas dando consejos. ¿Y qué sabes de los hombres? Estoy segura de que nunca te miras en el espejo y que nunca tienes pesadillas.

Su práctica consistía en atacarme cada vez que ella había obrado mal o sencillamente cuando dudaba de sí misma; no contesté nada y se dirigió hacia la puerta; en el umbral se detuvo y preguntó con una voz más tranquila:

—¿Vas a tomar una taza de té con nosotros…?

—En cuanto me llames.

Me levanté, encendí un cigarrillo. ¿Qué podía hacer? Ya no me atrevía a hacer nada. Cuando Nadine empezó la persecución y la huida de Diego de cama en cama, traté de intervenir; pero había descubierto demasiado brutalmente la desdicha, estaba todavía demasiado desesperada en su rebeldía y su desequilibrio para poder influir en ella. En cuanto intenté hablarle se tapó los oídos, gritó, huyó: no regresó a casa hasta el alba. A mi pedido, Roberto trató de hacerla razonar; aquella noche no fue a juntarse con su capitán americano, permaneció encerrada en su cuarto; pero al día siguiente desapareció dejando una nota: «Me voy». Durante toda una noche, todo un día y una noche más Roberto la buscó; yo esperaba en casa. ¡Horrible espera! Hacia las dos de la mañana un barman de Montparnasse telefoneó. Encontré a Nadine tirada en una banqueta del bar, totalmente ebria y con un ojo en compota. «Déjala libre. No hay que contrariarla», me dijo Roberto. No tuve otro remedio. De haber empezado a luchar, Nadine hubiera empezado a aborrecerme y me habría contrariado a propósito. Pero sabe que he cedido a pesar de mí y que no la apruebo: me guarda rencor. Quizá no esté equivocada; si yo la hubiera querido más, nuestras relaciones habrían sido diferentes; quizá también hubiese sabido impedir que llevara una vida que condeno. Permanecí mucho rato de pie mirando las llamas y repitiéndome: «No la quiero bastante».

Yo no la deseé; fue Roberto quien quiso tener en seguida un hijo. Nunca le perdoné a Nadine que se cruzara entre nosotros. Yo quería demasiado a Roberto y no me interesaba bastante en mí misma para que me enterneciera reconocer sus rasgos o los míos en esa pequeña intrusa. Observé sin indulgencia sus ojos azules, su pelo, su nariz. La reprendí lo menos posible, pero notó mis reticencias: siempre le resulté sospechosa. Ninguna chica se encarnizó tanto en triunfar sobre su rival en el corazón de su padre, y nunca se resignó a pertenecer a la misma raza que yo; pero cuando le expliqué que pronto iba a ser mujer y lo que eso significaba me escuchó con una atención desaforada y luego estrelló contra el piso su florero predilecto. Después de su primera menstruación su ira fue tan grande que pasó dieciocho meses sin sangrar. Diego había creado entre nosotros un clima nuevo: ella poseía por fin un tesoro que le pertenecía totalmente, se había sentido mi igual y una amistad había nacido entre nosotras. Pero después todo fue peor; ahora todo es peor.

—Mamá.

Nadine me llamaba. Mientras iba por el corredor calculé: si me quedo demasiado tiempo dirá que acaparo a sus amigos; si me voy demasiado pronto pensará que los desprecio. Abrí la puerta; ahí estaban Lambert, Sézenac, Vicente, Lachaume; ninguna mujer. Nadine no tenía ninguna amiga. Tomaban nescafé alrededor de una estufa eléctrica; me tendió un pocillo de agua negra y áspera.

—Mataron a Chancel —dijo bruscamente.

Yo no conocía mucho a Chancel; pero diez días, antes lo había visto reír con los otros alrededor del árbol de Navidad; quizá Roberto tenía razón: no hay tanta distancia entre los vivos y los muertos; sin embargo, esos futuros muertos que tomaban su café en silencio parecían avergonzados como yo de estar vivos. Los ojos de Sézenac estaban todavía más vacíos que de costumbre, parecía un Rimbaud sin cerebro. Pregunté:

—¿Cómo ocurrió?

—No se sabe nada —dijo Sézenac—. Su hermano recibió unas líneas diciendo que había muerto en el campo de honor.

—¿No lo habrá hecho a propósito?

Sézenac se encogió de hombros:

—Quizá.

—A lo mejor no le pidieron su opinión —dijo Vicente—. Nuestros generales no economizan el material humano, son grandes señores.

—En medio de su rostro pálido, sus ojos inyectados de sangre parecían dos llagas; y su boca parecía una cicatriz; uno tardaba en darse cuenta que tenía rasgos regulares y finos. La cara de Lachaume era, por el contrario, a la vez plácida y atormentada como un peñasco.

—Cuestión de prestigio —dijo—. Si todavía queremos jugar a la gran potencia, necesitamos un número correcto de muertos.

—Y además, ¿qué te parece?, desarmar a los F. F. I. no estaba mal, pero sería mejor para esos señores si se los pudiera liquidar sin ruido —dijo Vicente: su cicatriz se abrió en una especie de sonrisa.

—¿Qué insinúas? —preguntó Lambert con voz severa, mirando a Vicente en los ojos—. ¿De Gaulle le dio la orden a Delattre de librarse de todos los comunistas? Si es eso lo que quieres decir, dilo: ten por lo menos el valor.

—La orden no es necesaria —dijo Vicente—. Se comprenden con medias palabras.

Lambert se encogió de hombros:

—Tú mismo no lo crees.

—Tal vez sea verdad —dijo Nadine con voz agresiva.

—Por supuesto que no es verdad.

—¿Quién te lo prueba?

—¡Ah, pescaste la técnica! —dijo Lambert—. Inventan un hecho y después nos piden que probemos que es falso. Evidentemente no puedo demostrarte que Chancel no ha sido matado de un tiro por la espalda.

Lachaume sonrió:

—Vicente no ha dicho eso.

Siempre era así; Sézenac callaba; Vicente y Lambert discutían y en el momento oportuno Lachaume intervenía; generalmente le reprochaba a Vicente su izquierdismo y a Lambert sus prejuicios burgueses. Nadine se incorporaba a uno o a otro, según sus humores. Evité mezclarme en su disputa; fue más vehemente que de costumbre, sin duda porque la muerte de Chancel los había conmovido. De todas maneras Vicente y Lambert no estaban hechos para entenderse. Lambert olía a niño bien; con su campera y su fino rostro malsano, Vicente parecía más bien un canallita; había algo poco tranquilizador en sus ojos, pero, sin embargo, yo no conseguía creer que había matado verdaderos hombres con un verdadero revólver. Cada vez que lo veía pensaba en eso, pero sin llegar a creerlo. Por otra parte, quizá Lachaume también había matado, pero no lo había comentado con nadie y eso no le molestaba.

Lambert se volvió hacia mí.

—Ya no se puede hablar ni con los compañeros —dijo—. ¡Ah!, no está divertido París en este momento. Me pregunto si Chancel no tuvo razón, no digo de hacerse liquidar, sino de ir a pelear.

Nadine lo miró con aire enojado.

—Nunca estás en París —dijo.

—Estoy lo bastante para encontrar que está siniestro. Y cuando paseo por el frente no me siento orgulloso.

—Sin embargo, hiciste todo lo posible por ser corresponsal de guerra —dijo ella con voz agria.

—Prefería eso a quedarme aquí, pero es una medida a medias.

—Ah, si te revienta estar en París nadie te retiene —dijo Nadine, cuyo rostro estaba francamente indignado—. Parece que a Delattre le gustan los muchachos buenos mozos. Ve a jugar al héroe, vete.

—No es un juego peor que otros —gruñó Lambert, clavándole una mirada llena de sobreentendidos.

Nadine lo miró durante un rato.

—No quedarías mal como herido grave, vendado de arriba abajo. —Emitió una risita—. Pero no cuentes conmigo para ir al hospital a visitarte. Dentro de quince días estaré en Portugal.

—¿En Portugal?

—Perron me lleva como secretaria —dijo en tono desdeñoso.

—Pues ya tiene suerte —dijo Lambert—, te tendrá para él solo durante un mes entero.

—No todos son tan difíciles como tú —dijo Nadine.

—Sí, actualmente los hombres son fáciles —dijo Lambert entre dientes—, fáciles como mujeres.

—¡Cómo eres de grosero! —dijo Nadine.

Yo me preguntaba con fastidio cómo cada cual caía en las pueriles maniobras de los otros. Sin embargo, estaba convencida de que hubieran podido ayudarse a revivir; juntos habrían logrado vencer esos recuerdos que los unían y los separaban. Pero quizá se desgarraban justamente por eso: cada uno aborrecía en el otro su propia infidelidad. En todo caso intervenir hubiera sido la peor torpeza. Los dejé pelear y salí de la habitación. Sézenac me siguió hasta el vestíbulo.

—¿Puedo decirle dos palabras?

—Diga.

—Se trata de un servicio —dijo—, de un servicio que quiero pedirle.

Recordé qué aspecto imponente tenía el 25 de agosto con su barba, su fusil, su pañuelo rojo: un verdadero soldado del 48. Ahora sus ojos azules estaban muertos, su cara hinchada; y al darle la mano yo había notado que las suyas estaban húmedas.

—Duermo mal —dijo—. Tengo… Tengo dolores. Una vez un amigo me dio un supositorio de eubina y me alivió mucho. Pero los farmacéuticos exigen una receta…

Me miró con aire suplicante.

—¿Qué clase de dolores?

—En todas partes. En la cabeza. Sobre todo pesadillas…

—Las pesadillas no se curan con eubina.

Su frente se humedeció como sus manos.

—Voy a decirle todo. Tengo una amiga, una amiga a quien quiero mucho; quisiera casarme con ella; pero… no puedo hacer nada con ella si no tomo eubina.

—La eubina es a base de opio —dije—. ¿Suele tomar a menudo?

Tomó un aire escandalizado:

—¡No! Muy de tanto en tanto, cuando paso la noche con Lucía.

—Tanto mejor, porque uno se intoxica fácilmente con esas cosas. —Me miraba con aire suplicante. Tenía la frente cubierta de gotas de sudor—. Venga a verme mañana por la mañana —dije—; veré si puedo darle esa receta.

Volví a mi cuarto; Sin duda ya estaba más o menos intoxicado. ¿Cuándo había empezado a drogarse? ¿Por qué? Suspiré. Otro que extendería sobre el diván para tratar de vaciarlo. A ratos me excedían todos esos yacentes; afuera, erguidos sobre sus piernas, representaban bien o mal su papel de adultos; aquí volvían a ser niños de pecho con la cola sucia y yo tenía que lavarlos de sus infancias. Sin embargo, yo hablaba con una voz impersonal que era la voz de la razón y de la salud. Su verdadera vida estaba en otro lado: la mía también; no era raro que yo estuviera cansada de ellos y de mí.

Yo estaba cansada. «Guantes de cabritilla», decía Nadine. «Distante, intimidante», había dicho Scriassine. ¿Así me veían? ¿Sería yo así? Recordaba mis rabietas de infancia y mi corazón palpitante de adolescente, y las fiebres de aquel mes de agosto, pero todo eso ya estaba lejos. El hecho es que nada más se agitaba dentro de mí. Me pasé el peine, me retoqué los labios. No se puede perseverar eternamente en el miedo, uno se cansa; y además Roberto empezaba un libro, estaba de un humor excelente; yo ya no me despertaba de noche bañada en sudores de angustia; pero seguía deprimida. No veía ninguna razón para estar triste, no; lo que pasa es que me hace desdichada no sentirme dichosa; sin duda me han mimado demasiado. Tomé mi cartera, mis guantes y golpeé a la puerta de Roberto. No tenía ninguna gana de salir.

—¿No tienes demasiado frío? ¿No quieres que te encienda un fueguito de papel?

Empujó su sillón hacia atrás, me sonrió:

—Estoy muy bien.

Por supuesto. Roberto siempre se encontraba bien. Se había alimentado alegremente durante dos años de repollo con nabos; nunca tenía frío; era de creer que él mismo producía su calor como los yoguis; cuando yo regresara a medianoche todavía estaría escribiendo envuelto en su manta escocesa, y se asombraría: «¿Pero qué hora es?». Hasta ahora me había hablado confusamente de su nuevo libro, pero tenía la impresión de que estaba contento; me senté.

—Nadine acaba de anunciarme una noticia muy extraña —dijo—. Se va con Perron a Portugal —alzó vivamente los ojos hacia mí—: ¿Te contraría?

—Sí; Perron no es del tipo de hombre que se toma y se deja: va a enamorarse demasiado de él.

Roberto puso su mano sobre la mía:

—No te preocupes por Nadine; para empezar me asombraría que se enamorara de Perron; y en todo caso no tardará en consolarse.

—No puede pasarse la vida consolándose —dije.

Roberto se echó a reír:

—No hay nada que hacer… siempre te chocará que tu hija se acueste con todo el mundo como un muchacho. Yo hacía lo mismo a su edad.

Nunca Roberto había querido aceptar que Nadine no era un muchacho; le dije:

—No es lo mismo; Nadine se aferra a hombre tras hombre porque cuando está sola no se siente vivir; eso es lo que me inquieta.

—Escúchame; hay que comprender que tenga miedo de estar sola; la historia de niego está todavía muy fresca.

Sacudí la cabeza:

—No es sólo a causa de Diego.

—Ya sé, pretendes que tenemos parte de culpa —dijo él en tono escéptico. Se encogió de hombros—. Cambiará, tiene tiempo de cambiar.

—Así lo espero. —Miré a Roberto con insistencia—. ¿Sabes que sería muy importante para ella tener una ocupación en la que pudiera interesarse de veras? Consíguele ese puesto de secretaria; acaba de volver a hablarme de eso; lo desea enormemente.

—Sin embargo, no tiene nada de apasionante —dijo Roberto—. Escribir sobres a máquina y llevar ficheros a lo largo del día: con su inteligencia es un crimen.

—Se sentirá útil, la alentará.

—¡Puede hacer tantas cosas mejores! Que siga estudiando.

—Por el momento necesita hacer algo bien hecho y sería una buena secretaria —agregué—; no hay que pedir demasiado a la gente.

Para mí, las exigencias de Roberto habían sido siempre tonificantes, pero a Nadine habían terminado por descorazonarla. Nunca le daba órdenes: confiaba en ella, esperaba; a ella el juego la excitaba; había leído siendo demasiado joven libros demasiados serios, había participado demasiado precozmente en las conversaciones de los adultos. Y además ese régimen la había cansado, primero se había decepcionado de sí misma y ahora tomaba una especie de revancha dedicándose a decepcionar a Roberto. Él me miró con perplejidad como cada vez que presiente en mis palabras un reproche.

—Si crees verdaderamente que eso le conviene… —dijo—. Sabes mejor que yo.

—Lo creo verdaderamente —dije.

—Entonces, sea.

Había cedido muy fácilmente: eso probaba que Nadine había conseguido decepcionarlo; cuando ya no puede darse sin reserva a un efecto o a una empresa, Roberto se desinteresa en seguida.

—Evidentemente, un oficio que la independizara de nosotros sería aún mejor —dije.

—Pero no es lo que ella quiere: quiere jugar a la independencia —dijo Roberto secamente.

Ya no tenía ganas de hablar de Nadine y yo no podía transmitirle entusiasmo por un proyecto que él desaprobaba. Dejé caer el tema. Él dijo en un tono de pronto animado:

—No comprendo que Perron haga ese viaje.

—Tiene ganas de tomarse unas vacaciones —dije—. Yo lo comprendo —agregué con calor—: Me parece que tiene todo el derecho a pasarlo bien un tiempo; bastante ha hecho…

—Ha hecho más que yo —dijo Roberto—, pero no se trata de eso —me miró con aire imperioso—. Para que, el S. R. L. arranque necesitamos un diario.

—Ya sé —dije. Agregué vacilante—: Me pregunto…

—¿Qué?

—Si Enrique les cederá alguna vez ese diario: para él es tan importante…

—No se trata de cederlo —dijo Roberto.

—Se trata de que se ponga a las órdenes del S. R. L.

—Pero él forma parte y le convendría mucho adoptar un programa definido: un diario sin programa político no se mantiene.

—Cada cual tiene su idea.

—¡A eso le llamas una idea! —dijo Roberto, encogiéndose de hombros.

—«¡Perpetuar el espíritu de la resistencia más allá de las fracciones!». Muy bonito para ese pobre Lucas, ese tipo de macaneo. Ese espíritu de la resistencia me hace pensar en el espíritu de Locarno. Perron no es de los que creen en las mesas de tres patas. Estoy muy tranquila, terminará por ceder; pero entretanto perdemos tiempo.

Temía que Roberto se preparara una mala sorpresa; cuando se empeña en un proyecto cree que las personas son simples instrumentos. Enrique se había entregado en cuerpo y alma a ese diario, era su gran aventura, no se dejaría dictar programas.

—¿Por qué no le has hablado todavía? —pregunté.

—Sólo piensa en irse a pasear.

Roberto parecía tan descontento que le sugerí:

—Trata de convencerlo de que se quede.

Por Nadine me hubiera convenido que Enrique renunciara a ese viaje; pero por él lo hubiera lamentado: ¡le alegraba tanto!

—Lo conoces —dijo Roberto—, cuando se empeña en algo, se empeña. Es mejor esperar su vuelta. —Envolvió la manta alrededor de sus rodillas—. No es por echarte, pero en general odias ser impuntual —dijo alegremente.

Me puse de pie: —Tienes razón, debo irme. ¿Estás seguro de que no quieres venir?

—¡Ah, no! No tengo ninguna gana de hablar de política con Scriassine; a ti a lo mejor te ahorrará el tema.

—Así lo espero —dije.

En los períodos en que Roberto se enclaustraba yo solía salir sin él; pero esta noche, cuando me hundí en el frío, en la oscuridad, lamenté haber aceptado la invitación de Scriassine. Comprendía muy bien mi reacción: estaba cansada de ver siempre las mismas caras; a los amigos los conocía demasiado; durante cuatro años habíamos vivido codo con codo, eso confortaba; ahora nuestra intimidad se había enfriado, olía a encierro, sin ningún beneficio; yo había cedido a la atracción de la novedad. ¿Pero de qué íbamos a hablar? Yo tampoco tenía ganas de hablar de política. Me detuve en el vestíbulo del Ritz y me miré en un espejo; para ser elegante a pesar de los bonos de textil hubiera habido que dedicarse sólo a eso; yo había preferido abandonarme completamente: con mi saco avejentado y mis zapatos con suela de madera, mi aspecto no era muy atrayente. Mis amigos me tomaban tal como era; pero Scriassine acababa de llegar de los Estados Unidos, donde las mujeres se visten tan bien, y sin duda notaría mis zuecos. «No debía abandonarme tanto», pensé.

Por supuesto, la sonrisa de Scriassine no lo traicionó. Me besó la mano, cosa que detesto; una mano es algo más desnudo que un rostro, me molesta que la miren tan de cerca.

—¿Qué quiere tomar? —preguntó—. ¿Un Martini?

—Bueno, un Martini.

El bar estaba lleno de oficiales americanos y de mujeres bien vestidas; el calor, el olor a cigarrillos, el gusto cortante del gin se me subieron en seguida a la cabeza y me alegró estar allí. Scriassine había pasado cuatro años en los Estados Unidos, el gran país liberador, el país donde las fuentes escupen chorros de jugos de fruta y de cremas heladas; lo interrogué ávidamente. Él contestaba con gusto mientras yo tomaba un segundo Martini. Fuimos a comer a un pequeño restaurante, donde me llené sin escrúpulos de carne roja y de bombas de crema. A su vez Scriassine me hacía hablar; era difícil responder a sus preguntas demasiado precisas. Si yo trataba de recobrar el gusto cotidiano de mis días —el olor de la sopa de repollo en la casa atrancada por el oscurecimiento, ese silencio en mi corazón cuando Roberto tardaba en volver de una reunión clandestina— me interrumpía con autoridad; escuchaba muy bien, se sentía que las palabras hacían un largo camino dentro de él; pero había que hablar para él, no para uno: pedía informes prácticos: ¿cómo nos las arreglábamos para fabricar documentos de identidad falsos, para imprimir L’Espoir, para distribuirlo?, y también reclamaba vastos frescos: ¿en qué clima moral vivíamos? Yo me aplicaba por satisfacerlo, pero lo conseguía mal; todo había sido peor o más soportable de lo que él imaginaba; las verdaderas desdichas no me habían ocurrido a mí y, sin embargo, habían envenenado mi vida: ¿cómo hablar de la muerte de Diego? Las palabras eran demasiado patéticas para mi boca, demasiado secas para mi memoria. Por nada del mundo hubiera querido volver a ese pasado; y, sin embargo, cobraba a distancia una sombría dulzura. Yo comprendía que Lambert se aburriera en esa paz que nos devolvía a nuestras vidas sin devolvernos nuestra razón de vivir. Al volver a encontrar en la puerta del restaurante el frío, la oscuridad, yo recordaba con qué orgullo los afrontábamos antes; ahora yo tenía ganas de luz, de calor; tenía ganas yo también de algo más; Scriassine acababa de lanzarse sin provocación en una larga diatriba y yo deseaba que cambiara de tema; le reprochaba furiosamente a De Gaulle su viaje a Moscú.

—Lo grave —me dijo con voz acusadora— es que todo el país parece aprobarlo. Ver a Perron ya Dubreuilh, hombres honestos, caminar de la mano con los comunistas es un desgarramiento sin nombre para alguien que sabe.

—Roberto no anda de la mano con los comunistas —dije para aplacarlo—. Trata de crear un movimiento independiente.

—Ya me habló de eso; especificó muy bien que no piensa trabajar contra los estalinistas. ¡Al lado de ellos, pero no contra ellos! —dijo Scriassine abrumado.

—Me imagino que no pretenderá que haga anticomunismo en este momento —dije.

Scriassine me miró severamente:

—¿Ha leído mi libro El Paraíso Rojo?

—Por supuesto.

—Entonces tiene una noción de lo que nos ocurrirá cuando le hayamos regalado Europa a Stalin.

—No se trata de eso —dije.

—Es exactamente de lo que se trata.

—¡Pero no! Hay que ganar la partida contra la reacción, y si la izquierda empieza a dividirse está perdida.

—¡La izquierda! —dijo Scriassine con voz irónica; hizo un gesto cortante—. Ah, no hablemos de política; me horroriza hablar de política con las mujeres.

—No soy yo quien empezó —dije.

—Es justo —dijo con una gravedad inesperada—; le pido perdón.

Volvimos asentarnos al bar del Ritz y Scriassine pidió dos whiskies. Ese gusto me agradaba porque era un gusto nuevo; y Scriassine tenía el gran mérito de no resultar familiar. Era una noche imprevista y por eso exhalaba un perfume de juventud: antes había noches que no se parecían a las otras; uno encontraba gente desconocida que decía palabras inesperadas; y a veces algo ocurría. Montones de cosas habían ocurrido desde hacía cinco años: a Francia, a París, a otros; a mí no. ¿Es que nunca más me pasaría nada?

—Es extraño estar aquí —dije.

—¿Por qué extraño?

—El calor, el whisky, ese ruido, esos uniformes…

Scriassine miró a su alrededor:

—No me gusta este lugar; me consiguieron un cuarto porque soy corresponsal de una revista Francia-América —sonrió—. Felizmente se está poniendo demasiado caro para mí. Tendré que irme.

—¿No puede irse sin estar obligado?

—No; por eso el dinero me parece demasiado corruptor —un brillo de alegría rejuveneció su rostro—. En cuanto lo tengo trato de sacármelo de encima.

—Víctor Scriassine, ¿verdad? —un viejito con ojos muy dulces se había acercado a nuestra mesa.

—¿No me reconoce? He envejecido mucho desde Viena. Manés Goldman; me había prometido a mí mismo si alguna vez lo encontraba ir a agradecerle: gracias por su libro.

—¡Manés Goldman! Por supuesto —dijo Scriassine con calor—. ¿Ahora está viviendo en Francia?

—Desde el 35. He pasado un año en los campos de concentración de Gurs, pero salí justo a tiempo —hablaba con una voz todavía más dulce que su mirada, tan dulce que parecía muerta—. No quiero molestarlo; me alegra haberle dado un apretón de manos al hombre que escribió Viena, la parda.

—Me alegro de haberlo vuelto a ver —dijo Scriassine.

Ya el pequeño austríaco se había alejado a pasos apagados, desapareció por la puerta de vidrios detrás de un oficial americano. Scriassine lo había seguido con la mirada; dijo bruscamente:

—¡Otra derrota!

—¿Una derrota?

—Debí hacerlo sentar, hablarle; sin duda quería algo, y no sé su dirección, ni le di la mía. —Había rabia en la voz de Scriassine.

—Si quiere volver a encontrarlo vendrá aquí.

—No se atreverá; yo debía haber tomado la iniciativa, haberlo interrogado; ¡no era tan difícil! Un año en Gurs y supongo que durante otros cuatro años se ha escondido. Tiene mi edad y parece un anciano. Seguramente esperaba algo, y ¡lo dejé ir!

—No parecía decepcionado. A lo mejor solamente quería darle las gracias.

—Es el pretexto que se daba a sí mismo —Scriassine vació su vaso de un trago—. ¡Era tan sencillo decirle que se sentara; cuando uno piensa en todo lo que podía hacer y que no hace! ¡Todas las ocasiones que uno deja escapar! Nos falta la idea, el impulso; en lugar de abrirse uno se cierra; ése es el mayor de los pecados: el pecado por omisión. —Hablaba sin asociarme a sus monólogos en una pasión de remordimientos—. Yo durante esos cuatro años estaba en Estados Unidos al amparo, bien abrigado, bien alimentado.

—No podía quedarse aquí —dije.

—Yo también hubiera podido ocultarme.

—No veo de qué hubiera servido.

—Cuando mis compañeros fueron deportados a Siberia yo estaba en Viena; otros fueron asesinados en Viena por los camisas pardas y yo estaba en París; y estaba en Nueva York durante la ocupación de París. La cuestión es saber si sirve de algo seguir vivo.

El acento de Scriassine me conmovía; nosotros también nos avergonzábamos cuando pensábamos en los deportados: no nos reprochábamos nada, pero no habíamos sufrido bastante.

—Uno se siente culpable de las desdichas que no comparte —le dije, y agregué—: Es odioso sentirse culpable.

Bruscamente Scriassine me sonrió con un aire de secreta convivencia:

—Depende.

Durante un instante escruté ese rostro astuto y atormentado:

—Usted quiere decir que hay ciertos remordimientos que nos protegen contra otros.

Me miró a su vez:

—Verdaderamente, usted no es tonta. En general, no me gustan las mujeres inteligentes: quizá porque no son bastante inteligentes; entonces quieren dar pruebas, hablan todo el tiempo y no comprenden nada. Lo que me impresionó la primera vez que la vi fue su manera de callar.

Me eché a reír:

—No tenía otro remedio.

—Hablábamos todos demasiado, Dubreuilh, Perron, yo mismo; usted escuchaba con aire tranquilo…

—¿Sabe? —dije—, escuchar es mi oficio.

—Sí, pero hay que saber hacerlo —meneó la cabeza—. Usted ha de ser una buena psiquiatra; si yo tuviera diez años menos me pondría en sus manos.

—¿Le tienta hacerse analizar?

—Ahora es demasiado tarde; un hombre formado es un hombre que ha aprovechado sus deficiencias y sus taras para construirse; se le puede demoler, pero no curarlo.

—Depende de qué enfermedad.

—Hay una sola que cuenta: ser uno mismo, sólo uno mismo.

Tenía una expresión desarmada de pronto por una sinceridad casi insoportable; la tristeza confiada de su voz me llegó al corazón; dije en un arranque:

—Los hay más enfermos que usted.

—¿Cómo es eso?

—Hay personas que uno se pregunta al verlas cómo pueden soportarse; pienso que a menos de estar reblandecidos deben horrorizarse de sí mismos. No es el efecto que usted me produce.

El rostro de Scriassine continuaba grave.

—¿Nunca se horroriza de usted misma?

—No —sonreí—, pero tengo muy pocas relaciones conmigo misma.

—Por eso descansa tanto estar con usted —dijo Scriassine—, en seguida me pareció una persona que descansa: parecía una señorita bien educada que deja conversar a las personas mayores.

—Tengo una hija de dieciocho años —dije.

—Eso no quiere decir nada. Además, no puedo hacer sufrir a las chicas, Pero una mujer que parece una chica, eso es encantador —me examinó minuciosamente:

—Es raro; en el medio en que usted vive todas las mujeres son muy libres: me pregunto si nunca ha engañado a su marido.

—Engañar: ¡qué palabra horrible! Roberto y yo somos libres y no nos ocultamos nada.

—¿Pero nunca usó esa libertad?

Dije con cierta molestia:

—A veces.

Vacié mi vaso de Martini por hacer algo. No había habido muchas oportunidades; en ese terreno yo era muy distinta de Roberto; le parecía normal recoger en un bar a una mujerzuela bonita y pasar una hora con ella. Yo nunca hubiera aceptado por amantes hombres que no pudieran ser mis amigos y mi amistad era exigente, Durante esos cinco años yo había vivido casta sin lamentarlo y pensaba que siempre seguiría siéndolo; era natural que mi vida de mujer hubiera terminado: había tantas otras cosas que se habían acabado para siempre…

Scriassine me miraba en silencio:

—En todo caso, apostaría que no ha habido muchos hombres en su vida:

—Es exacto —dije.

—¿Por qué?

—No se dio,

—Si las cosas no se dieron es porque no las buscó.

—Para todo el mundo soy la mujer de Dubreuilh o la doctora Ana Dubreuilh: eso inspira sólo respeto.

Rio:

—No me siento muy tentado de respetarla.

Hubo un silencio y dije:

—¿Por qué una mujer libre va a tener que acostarse con todo el mundo?

Me miró seriamente:

—Si un hombre por el que usted sintiera alguna simpatía le propusiera a boca de jarro pasar la noche con él, ¿lo haría?

—Dependería.

—¿De qué?

—De él, de mí, de las circunstancias.

—Supongamos que yo se lo proponga ahora.

—No sé.

Lo veía venir desde hacía un rato y, sin embargo, me tomaba sin perros.

—Se lo propongo: ¿dice sí o no?

—Va demasiado rápido —dije.

—Odio los remilgos: festejar a una mujer es degradante para ella y para uno. Supongo que no le gustan los coqueteos…

—No. Pero me gusta reflexionar antes de tomar una decisión.

—Reflexione.

Pidió otros dos whiskies. No, yo no tenía ganas de acostarme con él ni con ningún otro hombre; mi cuerpo estaba instalado desde hacía demasiado tiempo en un sopor egoísta: ¿qué perversión podría empujarme a turbar su descanso? Además me parecía imposible. A menudo me había sorprendido que Nadine pudiera entregarse tan fácilmente a desconocidos; entre mi carne solitaria y el hombre que bebía solitariamente a mi lado no había el menor lazo; Imaginarme desnuda entre sus brazos desnudos era tan incongruente como suponer que lo hiciera mi anciana madre. Dije:

—Esperemos a ver qué giro toma la noche.

—Es absurdo. ¿Cómo quiere que hablemos de política o de psicología con este problema rondando en nuestra cabeza? Usted ya debe saber lo que va a resolver: dígalo en seguida.

Su impaciencia me confirmaba que después de todo yo no era mi anciana madre; había que creer que aunque fuera por una hora era deseable, puesto que él me deseaba. Nadine sostenía que era exactamente lo mismo ir a la cama que a la mesa: quizá tuviera razón; me acusaba de afrontar la vida con guantes de cabritilla. ¿Sería verdad? «Mi vida ha terminado», solía repetirme razonablemente; pero contra toda razón todavía me quedaban muchos años que matar.

Dije bruscamente:

—Bueno, sí.

—¡Ah, ésa es una buena respuesta! —dijo con una voz alentadora de médico o de profesor. Quiso tomarme la mano, pero rechacé esa recompensa.

—Quisiera un café. Temo haber bebido demasiado.

Él sonrió:

—Una americana pediría otro whisky —dijo—. Pero usted tiene razón: sería feo que uno de nosotros dos no estuviera lúcido.

Pidió dos cafés y hubo un silencio incómodo. Yo había dicho sí, en gran parte por simpatía hacia él, a causa de esa intimidad precaria que había sabido crear entre nosotros: y ahora ése sí congelaba mi simpatía. En cuanto hubimos vaciado nuestras tazas dijo:

—Subamos.

El cuarto estaba atrabancado de valijas; había dos camas de bronce, una de ellas cubierta de ropa y de papeles; sobre una mesa redonda, botellas de champaña vacías. Me tomó entre sus brazos, sentí contra mi boca una boca violenta y alegre; sí, era posible, era fácil; algo me ocurría: otra cosa. Cerré los ojos, entré en un sueño tan pesado como la realidad y del cual me despertaría al amanecer con el corazón liviano. Entonces oí su voz: «La niña parece intimidada, no le haremos daño a la niña; la desfloraré sin hacerle daño». Esas palabras que no se dirigían a mí me despertaron duramente. Yo no había venido aquí a jugar a la virgen violada, ni a ningún otro juego. Me arranqué de su abrazo.

—Espere.

Me refugié en el cuarto de baño, me lavé rápidamente rechazando todos los pensamientos: era demasiado tarde para pensar. Nos encontramos en la cama antes de que ninguna idea hubiera tenido tiempo de abrirse paso en mí y me aferré a él: ahora era mi única esperanza. Sus manos arrancaron mi combinación, acariciaban mi vientre y me fui abandonando a la ola negra del deseo; arrastrada, sacudida, sumergida, levantada, precipitada; por momentos caía a pique en el vacío; iba a ir a parar al olvido, a la noche; ¡qué viaje! Su voz me devolvió a la cama: —¿Tengo que tomar precauciones?—. Sería mejor. —¿No te hiciste atar? «La pregunta era tan brutal que me estremecía: No —dije—. Ah, ¿por qué?». Era difícil recobrar el envión. De nuevo me recogí bajo sus manos, junté el silencio en mí, me pegué a su piel y devoré su calor por todos mis poros: mis huesos, mis músculos, se fundían en ese fuego y la paz se enroscaba a mi alrededor en sedosas espirales cuando él dijo imperiosamente: «Abre los ojos». Alcé los párpados, pero pesaban mucho, volvían a caer por sí solos sobre mis ojos heridos por la luz. «Abre los ojos —decía—. Eres tú, Soy yo». Tenía razón, yo tampoco quería huir de nosotros. Pero primeramente tenía que habituarme a esa presencia insólita: mi carne; su rostro de extraño y bajo su mirada perderme en mí misma, era demasiado a la vez. Yo lo miré puesto que así lo exigía: me detuve a mitad camino de la turbación, en una región sin luz y sin noche donde yo no era ni cuerpo ni carne. El apartó la sábana y pensé al mismo tiempo que el cuarto no estaba bastante abrigado y que yo ya no tenía un vientre juvenil; entregué a su curiosidad un despojo que no tenía ni frío ni calor. Su boca jugueteó con mis senos, luego se arrastró sobre mi vientre y continuó jugueteando. Cerré rápidamente los ojos, me refugié entera en el placer que me arrancaba: un placer lejano, solitario, como una flor cortada; allí la flor mutilada se exaltaba, se deshojaba y él balbucía para sí solo palabras que yo trataba de no oír; pero me aburría. Volvió hacia mí; durante un instante su calor me reanimó; con autoridad me estrechó entre sus brazos; lo acaricié sin entusiasmo y Scriassine dijo en tono de reproche:

—Hay cosas por las cuales no sientes un verdadero amor.

Esta vez me ponía una mala nota. Pensé: «¿Cómo amar algunas partes si no se ama a todo el hombre?, ¿y para este hombre de dónde sacaré ternura?». Había en sus ojos una hostilidad que me descorazonaba; sin embargo, yo no era culpable hacia él, ni siquiera por omisión.

No sentí gran cosa cuando entró en mí; y en seguida volvió a decir palabras sueltas. Mi boca parecía, llena de cemento, no hubiera podido dejar filtrarse un suspiro entre mis mandíbulas. El calló un momento, luego dijo: «Mira». Yo sacudí débilmente la cabeza: lo que ocurría allí me concernía tan poco que hubiera sido como mirar un acto ajeno. Dijo: «¡Tienes vergüenza! La niña tiene vergüenza». Ese triunfo lo ocupó durante un rato, luego habló de nuevo: «Dime lo que sientes. Dímelo». Yo continuaba muda. Adivinaba una presencia en mí, sin sentirla verdaderamente, como uno se asombra del acero del dentista en una encía dolorida. «¿Sientes placer? Quiero que sí sientas placer». Su voz se irritaba, exigía rendición de cuentas. «¿No lo sientes? No importa: la noche es larga». La noche sería demasiado corta, la eternidad demasiado corta: habíamos perdido la partida, yo lo sabía. Me preguntaba cómo poner punto final: una se siente muy desarmada cuando se encuentra de noche, sola, desnuda, en brazos enemigos. Aflojé los dientes, me obligué a pronunciar palabras:

—No te ocupes tanto de mí; déjame…

—Sin embargo, no eres fría —dijo con rabia—. Resistes con la cabeza, pero te obligaré.

—No —dije—. No. —Había un odio verdadero en sus ojos y sentí vergüenza de haberme dejado cazar en el espejismo dulzón del bienestar carnal: un hombre no es un baño caliente; ahora lo advertía.

—¡Ah, no quieres! —dijo—. No quieres. ¡Cabeza de mula!

Me golpeó levemente en la barbilla; yo estaba demasiado cansada para evadirme en la ira; me puse a temblar: un puño que se abate, mil puños… «La violencia está en todas partes» pensé; temblé y mis lágrimas empezaron acorrer.

Empezó a besar mis ojos, murmuraba: «Bebo tus lágrimas»; había en su rostro una ternura conquistadora que lo volvía a la infancia y tuve tanta piedad de él como de mí: estábamos los dos igualmente perdidos, igualmente decepcionados. Acaricié su pelo, me obligué al tuteo ritual.

—¿Por qué me odias? —

—Es natural —me dijo—. Es natural.

—Yo no te odio. Me gusta mucho estar entre tus brazos.

—¿Es verdad?

—Es verdad.

En un sentido era verdad; algo ocurría: era un fracaso, triste, ridículo, pero era real. Sonreí.

—Me haces pasar una noche extraña; nunca he pasado una semejante.

—¿Nunca?, ¿Ni siquiera con muchachos jóvenes? ¿No me mientes?

Las palabras habían mentido por mí: endosé la mentira.

—Nunca.

Me apretó fogosamente contra él; y luego de nuevo entró en mí.

—Quiero que goces al mismo tiempo que yo —dijo—. ¿Quieres? ¿Me lo dirás? Ahora…

—Yo pensaba con fastidio: esto es lo que ha encontrado: ¡la sincronización! Como si eso probara alguna cosa; como si pudiera reemplazar el entendimiento, ¿acaso si gozáramos juntos estaríamos menos separados? Sé muy bien que mi placer no tiene eco en su corazón, y si espero el suyo con impaciencia es simplemente para que me deje en paz. Sin embargo, estaba vencida: —aceptaba suspirar, gemir; no muy hábilmente, me imagino, puesto que me preguntó:

—¿No gozaste?

—Sí, te aseguro.

Él también estaba vencido porque no insistió. Casi enseguida se durmió contra mí y yo también me dormí, Su brazo cruzándome el pecho me despertó:

—Ah, ¿estás ahí? —dijo. Abrió los ojos—. Tenía una pesadilla; siempre tengo pesadillas. —Me hablaba desde muy lejos, desde el fondo de las tinieblas—: ¿No tienes un lugar donde puedas esconderme?

—¿Esconderte?

—Sí; sería lindo desaparecer. ¿No podríamos desaparecer juntos por algunos días?

—No tengo ningún lugar y no puedo irme.

—¡Qué lástima! —dijo y agregó—: ¿Nunca tienes pesadillas?

—Casi nunca.

—¡Ah!, te envidio. Necesito a alguien junto a mí, de noche.

—Pero voy a tener que irme —dije.

—No tan pronto. No te vayas. No me dejes.

Me tomaba del hombro; yo era un salvavidas, ¿de qué naufragio? Dije:

—Esperaré a que te hayas dormido. ¿Quieres que volvamos a vernos mañana?

—Por supuesto. Estaré a mediodía en el café frente a tu casa ¿Te conviene?

—Por supuesto. Trata de dormir tranquilamente.

Cuando su respiración se regularizó me deslicé fuera de la cama; era duro arrancarme de esa noche que se pegaba a mi piel; pero no quería despertar las sospechas de Nadine; cada una tenía su manera de engañar a la otra: ella me decía todo, yo no le decía nada. Mientras reconstruía ante el espejo una máscara de decencia, no pude dejar de pensar que ella había influido en mi decisión y se lo reproché. En un sentido no lamentaba nada. ¡Se aprenden tantas cosas sobre un hombre en una cama!, mucho más que obligándolo durante semanas a divagar sobre un diván. Lo malo es que para ese tipo de experiencias yo era demasiado vulnerable.

Durante toda la mañana estuve muy ocupada; Sézenac no vino pero tuve muchos otros clientes. Sólo pude pensar sordamente en Scriassine; tenía necesidad de volver a verlo. Nuestra noche me pesaba sobre el corazón, inconclusa, absurda y yo pensaba que al volver a vernos lograríamos concluirla, salvarla. Llegué al café antes que él; un café muy rojo, de mesas lisas, donde yo solía comprar cigarrillos pero donde nunca me había sentado; en los boxes había parejas que susurraban; pedí un falso Oporto; tenía la impresión de estar en una ciudad extraña y ya no sabía muy bien lo que esperaba. Scriassine llegó como un ventarrón:

—Pido disculpas, tenía diez compromisos.

—Gracias por haber venido a pesar de todo.

Me sonrió: —¿Durmió bien?

—Muy bien.

Pidió él también un falso oporto, luego se inclinó hacia mí; en su rostro ya no había nada hostil.

—Quisiera hacerle una pregunta.

—Hágala.

—¿Por qué aceptó tan fácilmente subir a mi cuarto?

Sonreí.

—Por simpatía —dije.

—¿Pero no estaba borracha?

—En absoluto.

—¿Y no lo lamentó?

—No.

Vaciló; yo sentía que deseaba para su catálogo íntimo una nota crítica detallada.

—Quisiera saber: en un momento dado usted me dijo que nunca había pasado una noche semejante. ¿Era verdad?

Reí con una leve molestia:

—Sí y no.

—Ah, es lo que yo pensaba —dijo decepcionado—. Nunca es verdad.

—Es verdad en el momento; lo es menos al día siguiente.

Él tomó su vino de un sorbo y yo continué:

—¿Sabe lo que me congeló? Es que por momentos usted tenía un aire tan hostil…

Él se encogió de hombros:

—Era inevitable.

—¿Por qué? ¿La lucha de los sexos?

—No pertenecemos al mismo clan. Quiero decir políticamente.

Me quedé un instante estupefacta:

—¡La política ocupa tan poco lugar en mi vida!

—La indiferencia también es una manera de tomar posición —dijo secamente—. En ese terreno, ¿sabe?, si no se está enteramente conmigo se está muy lejos de mí.

—Entonces no debió pedirme que subiera a su cuarto —dije con reproche.

Una sonrisa astuta plegó sus ojos.

—Pero me da lo mismo que una mujer esté lejos de mí, si la deseo: podría acostarme muy bien con una fascista.

—No le da lo mismo puesto que estaba hostil.

Volvió a sonreír:

—En la cama no es malo aborrecerse un poco.

—Es horrible —dije. Le clavé la mirada—: ¡Le cuesta salir de usted mismo! —dije—. Puede encontrarse con la gente en la piedad, en el remordimiento, pero con seguridad no en la simpatía.

—¡Ah!, hoy es usted quien está haciendo mi psicología —dijo—. Siga, me encanta.

Había en sus ojos la misma avidez maniática que cuando me espiaba, de noche: sólo hubiera podido soportarla en un chico o en un enfermo.

—¿Cree que la soledad puede quebrarse a golpes de autoridad? En amor —no hay nada más inhábil.

Acusó el golpe:

—En resumen, esta noche fue un fracaso.

—Más o menos.

—¿Volvería a empezar?

Vacilé.

—Sí. No me gusta quedarme en un fracaso.

Su rostro se endureció.

—Es una mala razón —dijo. Se encogió de hombros—. No se hace el amor con la cabeza.

Era también mi opinión: si sus palabras y sus deseos me habían herido es porque venían de su cerebro. Dije:

—Supongo que los dos tenemos demasiada cabeza.

—Entonces es mejor no volver a empezar —dijo.

—Es lo que yo también pienso.

Sí; un segundo fracaso hubiera sido peor; y un éxito no era concebible: no nos queríamos nada; hasta las palabras eran inútiles, no había nada que salvar y esta historia no encerraba ninguna conclusión; cambiamos todavía cortésmente algunas frases y volví a casa.

No le guardo rencor; él está apenas resentido. Además, como Roberto me lo dijo en seguida, no tiene gran importancia: sólo un recuerdo que se arrastra por nuestras memorias y que a nadie más le importa. Pero cuando subí a mi cuarto me prometí que nunca más trataría de arrancarme mis guantes de cabritilla: «Es demasiado tarde —murmuré mirándome al espejo—. Ahora mis guantes están injertados a mi piel; para sacarlos tendría que desollarme». No, no era únicamente la culpa de Scriassine si las cosas habían salido mal, era también la mía. Yo me había acostado en esa cama por curiosidad, por desafío, por cansancio y para probarme no sé muy bien qué: sin lugar a duda había probado lo contrario. Me quedé plantada ante el espejo. Pensaba vagamente que hubiera podido tener una vida diferente; hubiera podido vestirme, exhibirme, conocer los pequeños placeres de la vanidad, o las grandes fiebres de los sentidos. Era demasiado tarde. Y de pronto comprendí por qué mi pasado a veces me parece el de otra; es ahora cuando soy otra: una mujer de treinta y nueve años, una mujer que tiene una edad.

Dije en voz alta: «Tengo una edad». Antes de la guerra era demasiado joven para sentir el peso de los años; luego, durante cinco años me olvidé completamente de mí. Me recupero para enterarme de que estoy condenada: mi vejez me espera, ninguna posibilidad de escaparle; ya la entreveo en el fondo del espejo. Ah, todavía soy una mujer, todavía sangro cada mes, nada ha cambiado, pero ahora sé. Levanto mi pelo; esas estrías blancas ya no son ni una curiosidad ni un signo: un comienzo; mi cabeza va a ir cobrando, en vida, el color de mis huesos. Mi rostro todavía puede parecer liso y duro, pero de un momento a otro la máscara va a caer, desnudando esos ojos resfriados de vieja. Las estaciones se repiten, las derrotas se reparan; pero no hay ningún medio de detener mi decrepitud. «Ya ni siquiera estoy a tiempo de inquietarme —pensé apartándome de mi imagen—. Ya es muy tarde para lamentarlo; sólo me queda continuar».