Enrique lanzó una última mirada hacia el cielo: un cristal negro. Mil aviones desgarrando ese silencio, era difícil de imaginar; sin embargo, las palabras se entrechocaban en su cabeza con ruido triunfal: ofensiva detenida, derrota alemana, voy a poder partir. Al llegar a la esquina dobló. Las calles olerían a aceite ya azahares, la gente conversaría en las terrazas iluminadas y él tomaría café auténtico al son de las guitarras. Sus ojos, sus manos, su piel tenían hambre; ¡qué largo ayuno! Subió lentamente la escalera iluminada.
—¡Por fin! —Paula lo oprimió como si lo hubiera recobrado después de largos peligros; por encima del hombro de ella, él miró el árbol de Navidad reflejado al infinito por los grandes espejos; la mesa estaba cubierta de platos, de vasos, de botellas; ramas de muérdago y de acebo yacían amontonadas al pie de un escabel; él se desprendió de ella y tiró su gabán sobre el sofá.
—¿Has oído la radio? Hay buenas noticias.
—Ah, pronto, cuéntame. —Ella nunca escuchaba la radio; sólo de boca de él quería oír las noticias.
—¿No has notado cómo está de clara la noche? Se habla de mil aviones en la retaguardia de von Rundstedt.
—¡Dios mío! Entonces no volverán.
—Nunca se trató de que volvieran.
Para ser sincero, esa idea también había cruzado por su mente.
Paula sonrió misteriosamente:
—Yo había tomado mis precauciones.
—¿Qué precauciones?
—En el sótano, al fondo, hay una piecita; le pedí a la portera que la vaciara; te hubieras escondido ahí.
—No debiste hablar de eso con la portera; así se crean los pánicos.
Ella apretaba con la mano izquierda los flecos de su chal como si estuviera protegiéndose el corazón.
—Te hubieran fusilado —dijo—. Todas las noches los oigo: golpean, abro, los veo.
Inmóvil, los ojos entreabiertos, parecía verdaderamente oír voces.
—No ocurrirá —dijo Enrique alegremente.
Ella abrió los ojos y dejó caer las manos.
—¿La guerra ha terminado realmente?
—Ya falta poco. —Enrique instaló el escabel bajo la gruesa viga que cruzaba el cielo raso—. ¿Quieres que te ayude?
—Los Dubreuilh van a venir a ayudarme.
—¿Por qué esperarlos?
Tomó el martillo; Paula puso su mano sobre el brazo de él:
—¿No trabajas?
—Esta noche no.
—Todas las noches dices lo mismo. Ya hace más de un año que no escribes nada.
—No te inquietes: tengo ganas de escribir.
—Ese diario te toma demasiado tiempo; mira la hora en que vuelves. Estoy segura de que no has comido nada; ¿no tienes hambre?
—Por el momento, no.
—¿No estás cansado?
—Pero, no…
Tras esos ojos que lo devoraban con solicitud, él sentía un gran tesoro frágil y peligroso: era lo que lo cansaba. Se encaramó sobre el escabel y se puso a golpear contra un clavo con golpecitos prudentes: la casa no era nueva.
—Hasta puedes decir lo que escribiré: una novela alegre.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Paula con voz inquieta.
—Sólo lo que digo: tengo ganas de escribir una novela alegre.
Por poco hubiera inventado inmediatamente esa novela; le habría divertido elaborarla en voz alta, pero Paula clavaba sobre él una mirada tan intensa que calló.
—Pásame esa gran rama de muérdago.
Colgó con precaución la bola verde salpicada de pintas blancas y Paula le tendió otro clavo. Sí, la guerra había terminado; al menos para él; esta noche era una fiesta de verdad, la paz comenzaba, todo renacía: las fiestas, los ocios, el placer, los viajes, quizá la dicha, seguramente la libertad. Terminó de colgar a lo largo de la viga el muérdago, el acebo, las guirnaldas de papel.
—¿Está bien? —preguntó bajando del escabel.
—Está perfecto. —Ella se acercó al pino, enderezó una vela—: ¿Si no hay más peligro vas a irte a Portugal?
—Naturalmente.
—¿Tampoco trabajarás durante ese viaje?
—Supongo que no.
Ella manoseaba con aire vacilante una de las bolas doradas que pendían de las ramas, y él dijo las palabras que ella esperaba:
—Lamento no llevarte.
—Sé muy bien que no es por tu culpa. No te preocupes; cada vez tengo menos ganas de recorrer el mundo. ¿De qué sirve? —Sonrió—. Te esperaré; esperar en la certidumbre no resulta aburrido.
Enrique sintió ganas de reír: ¿de qué sirve? ¡Vaya una pregunta! Lisboa. Porto. Cintra. Coimbra. ¡Qué lindos nombres! Y ni siquiera necesitaba pronunciarlos para sentirse loco de alegría. Le bastaba decirse: ya no estaré aquí; estaré en otra parte. En otra parte. Era una palabra todavía más hermosa que los más hermosos nombres.
—¿No vas a vestirte? —preguntó.
—Ya voy.
Ella subió la escalera interior y él se acercó a la mesa. Pensándolo bien, tenía hambre, pero en cuanto confesaba algún apetito la inquietud devastaba los rasgos de Paula; extendió una tajada de paté sobre una rebanada de pan y empezó a comer. Se dijo con decisión: «Al volver de Portugal iré a instalarme en el hotel». ¡Es tan agradable volver por la noche a una habitación donde nadie lo espera a uno! Aun en la época en que estaba enamorado de Paula, siempre había querido tener sus cuatro paredes para él. Pero entre el 39 y el 40 Paula se desplomaba noche a noche, muerta, sobre su cadáver atrozmente mutilado; cuando él le había sido devuelto vivo, ¿cómo atreverse a negarle algo?, y además el toque de queda hacía que esta combinación resultara cómoda. Ella le decía: «Siempre podrás irte»; pero todavía no había podido. Tomó una botella y hundió el tirabuzón en el corcho crujiente. En un mes Paula se habría habituado a vivir sin él; y si no se habituaba tanto peor. Ya Francia no era una prisión, las fronteras se abrían, la vida no debía ser más una prisión. Cuatro años de austeridad, cuatro años ocupándose de los demás; es mucho, es demasiado. Ya era hora de ocuparse un poco de sí mismo. Y para eso necesitaba estar solo y estar libre. No es fácil recobrarse al cabo de cuatro años; había un montón de cosas que tenía que aclarar. ¿Cuáles? Bueno, no lo sabía exactamente, pero ahí, mientras paseara por las callejuelas que huelen a aceite, tratarla de ver claro. De nuevo le palpitó el corazón: el cielo sería azul, la ropa flotaría en las ventanas. Caminaría, las manos en los bolsillos, como turista, en medio de personas que no hablaban su idioma y cuyos problemas no le concernían. Se dejaría vivir, se sentiría vivir: quizá eso bastara para aclararlo todo.
—¡Qué bien! ¡Has destapado todas las botellas! —Paula bajaba la escalera con pasitos suaves. …
—Decididamente te has consagrado al violeta —dijo él sonriendo.
—¡Pero tú adoras el violeta! —Él adoraba el violeta hacía diez años: diez años es mucho—. ¿No te gusta este vestido?
Él se apresuró a contestar:
—Sí, es precioso. Pero pensaba que hay otros colores que te quedarían bien: el verde, por ejemplo —concluyó al azar.
—¿El verde? ¿Me ves vestida de verde?
Se había plantado ante uno de los espejos con aire desamparado; ¡era tan inútil!; de verde o de amarillo, nunca la recobraría tal como diez años antes la había deseado, cuando ella le había tendido con ademán indolente sus largos guantes violeta. Él le sonrió: —Ven a bailar.
—Sí, bailemos —dijo ella con una voz tan ardiente que congeló a Enrique.
Su vida en común había sido tan opaca durante ese último año que hasta Paula parecía haberle perdido el gusto; pero había cambiado bruscamente a principios de septiembre; ahora, en todas sus palabras, sus besos, sus miradas, había un estremecimiento apasionado. Cuando la tomó en sus brazos, ella se pegó a él y murmuró:
—¿Recuerdas la primera vez que bailamos juntos?
—En la Pagoda, sí; me dijiste que bailaba muy mal.
—Era el día en que te revelé el Museo Grévin; tú no conocías el Museo Grévin, no conocías nada —dijo con voz enternecida. Apoyó su frente contra la mejilla de Enrique—: Estoy viéndonos.
Él también volvía a verse. Se habían encaramado sobre un zócalo en medio del Palacio de los Espejos y por todos lados alrededor de ellos su pareja se había multiplicado al infinito entre los bosques de columnas: «Dime que soy la más linda de todas las mujeres». «Eres la más linda de todas las mujeres». «Y tú serás el hombre más glorioso del mundo». Volvió los ojos hacia uno de los grandes espejos: la pareja enlazada se repetía al infinito a lo largo de una avenida de pinos y Paula le sonreía con aire maravillado. ¿No se daba cuenta acaso que ya no formaban la misma pareja?
—Han golpeado —dijo Enrique. Se precipitó hacia la puerta; eran los Dubreuilh cargados de cestos y de paquetes; Ana oprimía entre sus brazos un ramo de rosas y Dubreuilh llevaba sobre el hombro enormes racimos de pimientos rojos; Nadine los seguía con aire hosco.
—¡Feliz Navidad!
—¡Feliz Navidad!
—¿Saben la noticia? Por fin la aviación acertó.
—Sí, mil aviones.
—Los limpiaron.
—Esto es el fin.
Dubreuilh dejó sobre el diván la brazada de frutos rojos:
—Para que decoren su burdelcito.
—Gracias —dijo Paula sin entusiasmo. Le fastidiaba que Dubreuilh llamara burdel a ese estudio: a causa de todos esos espejos y de esas cortinas rojas, decía. Inspeccionaba la habitación.
—Hay que colgarlos de la viga del centro; quedará más bonito que ese muérdago.
—Me gusta el muérdago —dijo Paula con voz firme.
—Es tonto el muérdago, es redondo, es histórico; y además es un parásito.
—Cuelguen los pimientos en lo alto de la escalera, a lo largo de la balaustrada —sugirió Ana.
—Aquí quedaría mucho mejor —dijo Dubreuilh.
—No cedo mi muérdago ni mi acebo —dijo Paula.
—Bueno, bueno, está en su casa —dijo Dubreuilh; llamó a Nadine—: Ven a ayudarme.
Ana desembalaba chicharrones, manteca, quesos, pasteles…
—Esto es para el ponche —dijo colocando sobre la mesa dos botellas de ron. Puso un paquete en manos de Paula—. Toma, es tu regalo; y esto es para usted —dijo tendiéndole a Enrique una pipa de barro, una garra de pájaro sosteniendo un huevito; exactamente la pipa que Luis fumaba quince años atrás.
—Es formidable; hace quince años que tengo ganas de una pipa como ésta. ¿Cómo lo adivinó?
—Porque usted me lo dijo.
—¡Un kilo de té! Me salvas la vida —exclamó Paula—; y qué aroma: ¡té verdadero! .
Enrique se puso a cortar rebanadas de pan; Ana las untaba con manteca y Paula agregaba los chicharrones mientras observaba ansiosamente a Dubreuilh que introducía los clavos a grandes martillazos.
—¿Saben lo que falta aquí? —le gritó a Paula—. Una gran araña de caireles. Voy a conseguirle una.
—Pero yo no quiero.
Dubreuilh colgó los racimos de pimientos y bajó la escalera.
—No está mal —dijo examinando su trabajo con ojo crítico.
Se acercó a la mesa y abrió un paquetito de especies; hacía años que en todas las ocasiones confeccionaba ese ponche, cuya receta había traído de Haití. Apoyada en el pasamanos, Nadine mordisqueaba un pimiento; a los dieciocho años, a pesar de sus vagabundeos en las camas francesas y americanas, todavía parecía estar en plena edad ingrata.
—No comas el decorado —le gritó Dubreuilh. Vació una botella de ron en la ensaladera y se volvió hacia Enrique—: Anteayer me encontré con Samazelle y me alegro porque parece dispuesto a marchar con nosotros. ¿Usted está libre mañana a la noche?
—No puedo dejar el diario antes de las once —dijo Enrique.
—Pase a las once —dijo Dubreuilh—. Tenemos que discutir el caso y me gustaría que usted estuviera presente.
Enrique sonrió:
—No veo bien por qué.
—Le dije que usted trabajaba conmigo, pero su presencia tendrá más peso.
—No creo que para un tipo como Samazelle tenga mucha importancia —dijo Enrique siempre sonriendo—. Debe saber muy bien que no soy un hombre político.
—Pero piensa como yo que no hay que abandonar la política a los políticos —dijo Dubreuilh—. Venga aunque sea un momento; Samazelle tiene un grupo interesante detrás de él, tipos jóvenes, los necesitamos.
—¡Escuchen, no van a seguir hablando de política! —dijo Paula con voz enojada—. Esta noche es fiesta.
—¿Y qué hay con eso? —dijo Dubreuilh—. ¿Los días de fiesta está prohibido hablar de lo que a uno le interesa?
—Pero ¿por qué se empeña en embarcar a Enrique en esta historia? —dijo Paula—. Ya se agota bastante y le ha dicho veinte veces que la política le aburre.
—Ya sé, usted me considera como a un vicioso que trata de pervertir a sus compañeritos —dijo Dubreuilh sonriendo—. Pero la política no es un vicio, preciosa, ni un juego de sociedad. Si estallara una nueva guerra dentro de tres años, usted sería la primera en quejarse.
—Eso es un chantaje —dijo Paula—. Cuando esta guerra haya acabado de terminar nadie tendrá ganas de empezar otra.
—¿Usted cree que cuentan las ganas de la gente? —dijo Dubreuilh.
Paula iba a contestar, pero Enrique la interrumpió:
—Verdaderamente —dijo—, no es cuestión de mala voluntad, pero no tengo tiempo.
—El tiempo nunca falta —dijo Dubreuilh.
—A usted no —dijo Enrique riendo—, pero yo soy un ser normal, no puedo trabajar veinte horas seguidas ni privarme de sueño durante un mes.
—¡Ni yo tampoco! —dijo Dubreuilh—. Ya no tengo veinte años. No se le pide tanto —agregó, probando el ponche con aire inquieto.
Enrique lo miró alegremente: con veinte años u ochenta, Dubreuilh siempre parecería igualmente joven a causa de esos ojos enormes y risueños que lo devoraban todo. ¡Qué fanático! En comparación, Enrique se inclinaba a menudo a juzgarse disipado, haragán, inconsistente; pero era inútil forzarse. A los veinte años admiraba tanto a Dubreuilh que se había creído obligado a imitarlo; resultado: siempre tenía sueño, se llenaba de drogas, caía en la imbecilidad. Era necesario acatar su realidad; privado de ocios perdía el gusto de vivir y al mismo tiempo el de escribir, se transformaba en máquina. Durante cuatro años había sido una máquina; ahora le importaba ante todo volver a ser un hombre.
—Me pregunto, ¿de qué puede servirle mi inexperiencia?
—Tiene sus buenos lados la inexperiencia —dijo Dubreuilh; esbozó una sonrisita—: Y además a la hora actual tiene un nombre que representa mucho para mucha gente —su sonrisa se acentuó—: Samazelle se arrastró antes de la guerra por todas las fracciones y fracciones de fracciones, pero no es por eso que quiero tenerlo, sino porque es un héroe del maquis, su nombre impresiona.
Enrique se echó a reír: nunca Dubreuilh le parecía tan ingenuo como cuando quería ser cínico; Paula tenía razón de acusarlo de chantaje; si creyera en la inminencia de una tercera guerra no estaría de tan buen humor. La verdad es que veía abrirse posibilidades de acción y ardía en ganas de explotarlas. Enrique se sentía menos entusiasta. Evidentemente, había cambiado desde el 39. Antes era de izquierda porque la burguesía lo asqueaba, porque la injusticia lo indignaba, porque consideraba a todos los hombres como a hermanos: hermosos sentimientos generosos que no lo obligaban a nada. Ahora sabía que si quería verdaderamente desolidarizarse con su clase tenía que pagar con su persona. Malefilatre, Bourgoin, Picard habían dejado el pellejo a la vera del bosquecito, pero él pensaría siempre en ellos como en personas vivas. Se había sentado con ellos ante un guiso de conejo, bebían vino blanco, y sin creer mucho en ello hablaban del porvenir: cuatro pichones; pero después de la guerra serían de nuevo un burgués, un campesino, dos metalúrgicos; Enrique había comprendido en ese instante que ante los ojos de los otros tres y ante los suyos él representaría un privilegiado más o menos vergonzante, pero consentido; ya no sería uno de ellos; para seguir siendo su compañero no habría más que un camino: continuar haciendo cosas con ellos. Lo había comprendido todavía mejor cuando en el 41 había trabajado con el grupo de Bois-Colombes; al principio no había sido fácil. Flamand lo exasperaba repitiendo todo el tiempo: «No puedes comprender, yo soy un obrero, razono como un obrero». Pero gracias a él Enrique había tocado con el dedo algo que antes ignoraba y cuya amenaza siempre sentiría en adelante: el odio. Lo había desarmado: en la acción común lo habían reconocido como aun camarada; pero si volvía a ser un burgués indiferente, el odio renacería con todo derecho. A menos de probar lo contrario, era un enemigo para centenares de millones de hombres, un enemigo de la humanidad. Él no quería eso a ningún precio: haría sus pruebas. La desgracia era que la acción había cambiado de faz. La resistencia era una cosa, la política otra. La política estaba lejos de apasionar a Enrique. Él sabía lo que significaba un movimiento como el que encaraba Dubreuilh: comités, conferencias, congresos, mítines, se habla, se habla; y hay que maniobrar sin fin, transigir, aceptar compromisos que cojean; tiempo perdido, concesiones rabiosas, tedio sombrío: nada más repelente. Dirigir un diario, eso era un trabajo que le gustaba; pero, evidentemente, una cosa no impedía la otra, y hasta las dos se completaban; imposible utilizar L’Espoir como pretexto. No, Enrique no se sentía con derecho a desertar, trataría solamente de limitar las pérdidas.
—Mi nombre, algunos actos de presencia, no puedo negarle eso —dijo—. Pero no hay que pedirme mucho más.
—Ciertamente le pediré más —dijo Dubreuilh.
—En todo caso, no en seguida. De aquí a mi partida estoy loco de trabajo.
Dubreuilh plantó su mirada en los ojos de Enrique:
—¿Marcha ese proyecto de viaje?
—Más que nunca. Tres semanas a más tardar y me voy.
Dubreuilh dijo con voz fastidiada:
—Eso no es serio.
—¡Ah!, por supuesto —dijo Ana—. Si tuvieras ganas de ir a pasear irías y explicarías que es la única cosa inteligente que se puede hacer.
—Pero no tengo ganas, ésa es mi superioridad —dijo Dubreuilh.
—Debo confesar que eso de los viajes me parece un mito —dijo Paula; le sonrió a Ana—: Una rosa que tú me traes me da más que los jardines de La Alhambra después de quince horas de tren.
—¡Ah!, puede ser apasionante un viaje —dijo Dubreuilh—; pero en este momento es todavía más apasionante estar aquí.
—Y bien, yo tengo tantas ganas de estar en otra parte que si fuera necesario partiría a pie con los zapatos llenos de garbanzos —dijo Enrique.
—Y L’Espoir, ¿lo planta así durante un mes entero?
—Lucio se arreglará muy bien sin mí —dijo Enrique.
Los miró a los tres con asombro. «¡No se dan cuenta! Siempre las mismas caras, el mismo decorado, las mismas conversaciones, los mismos problemas; por más que cambie, siempre es lo mismo: al final uno se siente un muerto en vida. La amistad, las grandes emociones históricas, él había apreciado todo eso en su valor; pero ahora tenía necesidad de otra cosa: una necesidad tan violenta que hubiera sido irrisorio tratar de explicarlo».
—¡Feliz Navidad!
La puerta se abría: Vicente, Lambert, Sézenac, Chancel, todo el equipo del diario. Traían botellas y discos, sus mejillas estaban enrojecidas por el frío, cantaban a voz en cuello la cantinela de las jornadas de agosto:
No los veremos más,
se acabó, están jorobados.
Enrique les sonrió alegremente; se sentía tan joven como ellos y al mismo tiempo tenía la impresión de haberlos creado un poco a todos. Se puso a cantar con ellos; de pronto la electricidad se apagó, el ponche ardía, las luces de bengala crepitaban, Lambert y Vicente cubrían a Enrique de chispas; Paula encendía en el árbol de Navidad las velas infantiles.
—¡Feliz Navidad!
Llegaban por parejas, por grupos; escuchaban la guitarra de Jango Reinhardt, bailaban, bebían, todos reían. Enrique enlazó a Ana y ella dijo con voz emocionada:
—Es lo mismo que la víspera de la invasión; el mismo lugar, la misma gente.
—Sí. Y ahora se acabó.
—Para nosotros, se acabó —dijo ella.
Él sabía lo que ella pensaba: en ese momento aldeas belgas ardían, el mar inundaba las praderas holandesas. Sin embargo, aquí era una noche de fiesta: La primera Navidad en paz. Es necesario que alguna vez sea fiesta, si no, ¿para qué servirían las victorias? Era fiesta; él reconocía ese olor del alcohol, del tabaco y del polvo de arroz, el olor de las noches largas. Mil juegos de aguas color de arco iris danzaban en su memoria; antes de la guerra había habido tantas noches: en los cafés de Montparnasse donde uno se emborrachaba con palabras y café con leche, en los ateliers con olor a pintura al aceite, en los pequeños dancings donde oprimía entre sus brazos a la más bella de las mujeres, Paula; y siempre al alba con rumores metálicos una voz dulcemente delirante murmuraba en él que el libro que estaba escribiendo sería bueno y que nada era más importante en el mundo.
—¿Sabe? —dijo—, he resuelto escribir una novela alegre.
—¿Usted? —Ana lo miró con aire burlón—. ¿Cuándo empieza?
—Mañana.
Sí, no veía el momento de volver a ser lo que era, lo que siempre había querido ser: un escritor. También reconocía esa alegría inquieta: empiezo un nuevo libro. Iba a hablar de cosas, de esas cosas que empezaban a renacer: los amaneceres, las largas noches, los viajes, la alegría.
—Parece estar de muy buen humor esta noche —dijo Ana.
—Lo estoy. Tengo la impresión de salir de un largo túnel; ¿usted no?
Ella vaciló:
—No lo sé. Hubo, sin embargo buenos momentos en ese túnel.
—Por supuesto.
Le sonrió. Estaba bonita esta noche Ana, y la encontraba romántica con su traje sastre austero. De no haber sido una vieja amiga y la mujer de Dubreuilh, le hubiera hecho levemente la corte. Bailó con ella varias veces seguidas y luego invitó a Claudia de Belzunce, que muy escotada y cubierta de joyas de familia había venido a encanallarse con la élite intelectual. Invitó a Jeannette Cange, a Lucía Lenoir. Conocía demasiado a todas esas mujeres; pero habría otras fiestas, habría otras mujeres. Enrique le sonrió a Preston, que avanzaba a través del estudio tambaleándose ligeramente; era el primer americano amigo que Enrique había encontrado en agosto y uno había caído en brazos del otro.
—He querido venir a festejar con ustedes —dijo Preston.
—Festejemos —dijo Enrique.
Bebieron y Preston se puso a hablar sentimentalmente de las noches de Nueva York. Estaba un poco borracho y se apoyaba sobre el hombro de Enrique.
—Tiene que venir a Nueva York —repetía con voz imperiosa—. Le garantizo que será un gran éxito.
—Por supuesto, iré a Nueva York —dijo Enrique.
—En cuanto llegue alquile un avioncito, es la mejor manera de ver el país —dijo Preston.
No se pilotear.
—¡Bah! Es más fácil que guiar un, auto.
—Aprenderé a pilotear —dijo Enrique.
Sí, Portugal no era sino un comienzo; luego vendrían Estados Unidos, México, el Brasil, y quizá Rusia, China: todo. Enrique guiaría autos nuevamente; pilotearía aviones. El aire gris azulado estaba preñado de promesas, el porvenir se extendía al infinito.
De pronto se hizo un silencio. Enrique vio con sorpresa que Paula se sentaba al piano. Empezó, a cantar. Hacía mucho tiempo que eso no había ocurrido. Enrique trató de estucharla con un oído imparcial: nunca había conseguido tener una opinión exacta sobre el valor de aquella voz; sin duda no era una voz indiferente; por momentos uno hubiera creído oír, ahogado en terciopelos, el eco de una campana de bronce. Una vez más se preguntó: «En verdad, ¿por qué dejó de cantar?». En aquel momento había visto en su sacrificio una enloquecedora prueba de amor; más adelante se había asombrado de que Paula eludiera todas las oportunidades de probar su suerte y se había preguntado si ella no había tomado el amor como pretexto para sustraerse a la prueba.
Los aplausos estallaron; él aplaudió con los demás y Ana murmuró:
—¡Su voz es siempre tan bella! Si reapareciera en público, estoy segura de que tendría éxito.
—¿Usted cree? Es un poco tarde, ¿no? —dijo Enrique.
—¿Por qué? Tomando algunas lecciones… —Ana miró a Enrique con aire un poco vacilante—. Me parece que a ella le haría mucho bien. Usted debería alentarla.
—Quizá —dijo él.
Miró fijamente a Paula, que escuchaba sonriendo las alabanzas entusiastas de Claudia de Belzunce. Evidentemente le cambiaría la vida. La ociosidad no le sentaba nada. «Y a mí me simplificaría las cosas», se dijo. Después de todo, ¿por qué no? Sonrió y se acercó a Nadine, que de pie junto a la estufa masticaba chicle con aire taciturno.
—¿Por qué no baila?
Ella se encogió de hombros:
—¿Con quién?
—Conmigo si quiere.
No era bonita, se parecía demasiado a su padre y era molesto encontrar ese rostro rudo al extremo del cuerpo de una joven; los ojos eran celestes como los de Ana, pero tan fríos que parecían a la vez gastados y pueriles; sin embargo, bajo el vestido de lana el talle era más flexible, los pechos más firmes de lo que suponía Enrique.
—Es la primera vez que bailamos juntos —dijo.
—Sí —agregó—. Baila bien.
—¿Le extraña?
—Por supuesto. Ninguno de estos mocosos sabe bailar.
—No han tenido oportunidad de aprender.
—Ya sé —dijo—. No hemos tenido oportunidad para nada.
Él le sonrió; aun fea, una mujer joven es una mujer; le gustaba su olor austero de agua de colonia, de ropa limpia. Bailaba mal pero no tenía importancia, había esas voces jóvenes, esas risas, el coro de esa trompeta, el gusto del ponche, en el fondo de los espejos esos pinos floridos de pequeñas llamas, detrás de las cortinas un puro cielo sombrío. Dubreuilh estaba haciendo un número de prestidigitación: cortaba en pedacitos un diario y volvía a armarlo con un juego de manos; Lambert y Vicente se batían en duelo con botellas vacías; Ana y Lachaume cantaban una ópera; los trenes, los aviones, los barcos giraban alrededor de la tierra y uno podía tomarlos.
—Usted no baila mal —le dijo cortésmente.
—Bailo como un ternero —dijo ella—, pero se me importa un rábano, no me gusta bailar. —Lo examinó con aire desconfiado—: Los dancings, el jazz, las cuevas que apestan a tabaco y sudor, ¿le divierte eso a usted?
—De tanto en tanto. —Preguntó—: ¿Y a usted qué le divierte?
—Nada.
Ella había contestado con una voz tan huraña que él la miró con curiosidad; se preguntaba si era la decepción o el placer lo que la había arrojado en tantos brazos. Quizá al turbarse se dulcificaba el duro esqueleto de su rostro. La cara de Dubreuilh sobre una almohada ¿a qué se parecería?
—Cuando pienso que se va a Portugal, la verdad es que tiene suerte —dijo con rencor.
—Pronto volverá a ser fácil viajar —dijo él.
—¡Pronto! ¡Quiere decir dentro de un año, dentro de dos años! ¿Cómo se las arregló usted?
—Son los servicios de propaganda francesa que me pidieron conferencias.
—Evidentemente, nadie me pedirá conferencias a mí —murmuró ella—. ¿Dará muchas?
—Cinco o seis.
—¡Y paseará durante un mes!
—Los viejos tenemos que tener alguna compensación —dijo él en tono de broma.
—¿Y cuáles se tienen cuando uno es joven? —dijo Nadine; suspiró ruidosamente—: ¡Si al menos ocurrieran cosas!
—¿Qué cosas?
—¡Desde el tiempo que hace que teóricamente estamos en revolución!, y después no pasa nada…
—En agosto, sin embargo, tembló un poco el piso —dijo Enrique.
—En agosto se decía que todo iba a cambiar y está igual que antes: siempre son los que trabajan más los que comen menos y a todo el mundo eso sigue pareciéndole muy bien.
—Aquí nadie encuentra eso bien —dijo Enrique.
—Pero todo el mundo se acomoda con ese orden de cosas —dijo Nadine con voz irritada—. Ya es bastante desagradable verse obligado a perder el tiempo trabajando: si ni siquiera sirve para matar el hambre, yo preferiría hacerme gangster.
—Estoy de acuerdo, todos estamos de acuerdo —dijo Enrique—. Pero espere un poco, está demasiado apurada.
Nadine lo interrumpió:
—Imagínese que en casa me han explicado a lo largo y a lo ancho que hay que esperar; pero desconfío de las explicaciones. —Se encogió de hombros—. A decir verdad, nadie intenta nada.
—¿Y usted? —dijo Enrique sonriendo—. ¿Usted intenta algo?
—¿Yo? No tengo bastante edad —dijo Nadine—; soy un cero a la izquierda.
Enrique se echó a reír francamente.
—¡No se desespere; ya llegará; la edad viene pronto!
—¡Pronto! ¡Se necesitan trescientos sesenta y cinco días para hacer un año! —dijo Nadine. Bajó la cabeza y durante un rato se quedó rumiando en silencio; bruscamente alzó los ojos—: Lléveme.
—¿Adónde?
—A Portugal.
Él sonrió:
—No me parece muy posible.
—Bastaría que lo fuera un poco. —No contestó él, y ella preguntó con voz insistente—: ¿Por qué no es posible?
—En primer lugar, no darían dos órdenes de misión.
—¡Vamos! Usted conoce a todo el mundo. Diga que soy su secretaria: —La boca de Nadine reía, pero su mirada estaba apasionadamente seria.
Él dijo seriamente:
—Si llevara a alguien, llevaría a Paula.
—No le gusta viajar.
—Pero le alegraría acompañarme.
—Hace diez años que lo ve todos los días y tiene para rato; ¿un mes más o menos qué pude importarle?
De nuevo Enrique sonrió:
—Le traeré naranjas.
La cara de Nadine se endureció y Enrique tuvo ante los ojos la máscara intimidante de Dubreuilh.
—Ya no tengo ocho años, ¿sabe?
—Ya sé.
—No; para usted siempre seré la mocosa insoportable que daba puntapiés a la chimenea.
—Nada de eso; la prueba es que la saqué a bailar.
—¡Ah, es una velada familiar! Pero no me invitaría a salir con usted.
Él la miró con simpatía. Una por lo menos que deseaba cambiar de aire; deseaba un montón de cosas: otras cosas. ¡Pobre chica! Es verdad que no había tenido ocasión de hacer nada. Dar la vuelta a l’Ile de France en bicicleta es más o menos todo cuanto había tenido como viaje; una juventud austera y además ese muchacho había muerto; parecía haberse consolado pronto, pero debía ser un recuerdo embromado.
—Pues se equivoca —dijo—. La invito.
—¿Verdad? —Los ojos de Nadine brillaban. Era mucho más agradable cuando su rostro se animaba.
—El sábado a la noche no voy al diario: encontrémonos a las ocho en el Bar Rojo.
—¿Y qué haremos?
—Usted decidirá.
—No tengo idea.
—De aquí a allí yo tendré alguna. Venga a tomar una copa.
—No bebo, pero comeré un sandwich.
Se acercaron a la mesa; Lenoir y Julián estaban discutiendo: era crónico. Cada uno le reprochaba al otro haber traicionado su juventud de la peor de las maneras. Antaño, considerando la extravagancia del surrealismo demasiado medido, habían fundado juntos el movimiento para-humano. Lenoir se había hecho profesor de sánscrito y escribía poemas herméticos; Julián era bibliotecario y había dejado de escribir, quizá porque después de éxitos precoces le había temido a una madura mediocridad.
—¿Qué piensas? —dijo Lenoir—. Hay que tomar medidas contra los escritores colaboracionistas, ¿no?
—Esta noche no pienso en nada —dijo Enrique alegremente.
—Mala táctica la de impedirles publicar —dijo Julián—; mientras ustedes redacten laboriosamente sus libelos, ellos con toda calma escribirán buenos libros.
Una mano imperiosa se posó sobre el hombro de Enrique Scriassine.
—Mira lo que traigo: whisky americano; pude pasar dos botellas; el primer réveillon parisien, buena ocasión para beber.
—¡Magnífico! —dijo Enrique. Llenó un vaso y se lo tendió a Nadine.
—No bebo —dijo ella con aire ofendido.
Le volvió la espalda y Enrique se llevó el vaso a los labios; había olvidado completamente ese gusto; a decir verdad, antes bebía más bien whisky escocés, pero como también había olvidado el gusto del escocés, no había mucha diferencia.
—¿Quién quiere un trago de whisky verdadero?
Lucas se acercó arrastrando sus pesados pies gotosos, Lambert y Vicente lo seguían. Llenaron sus vasos.
—Prefiero un buen coñac —dijo Vicente.
—No es malo —dijo Lambert sin convicción; interrogó a Scriassine con la mirada—: ¿Es verdad que se toman doce por día en América?
—¿Quién se toma? —dijo Scriassine—. Hay ciento cincuenta millones de americanos y no todos se parecen a los héroes de Hemingway.
Su voz era desagradable; no solía ser amable con los tipos más jóvenes que él; volvió deliberadamente hacia Enrique:
—Acabo de conversar seriamente con Dubreuilh; estoy muy inquieto.
Parecía preocupado; era su aspecto habitual; se hubiera dicho que todo lo que ocurría allí donde él estaba, y aun donde él no estaba, le incumbía personalmente. Enrique no tenía ganas de compartir sus inquietudes.
Preguntó sin interés:
—¿Por qué?
—Este movimiento que él está formando, yo creía que tendría como fin esencial desarraigar el proletariado del P. C., y esto no es lo que Dubreuilh parece encarar —dijo Scriassine con voz sombría.
—No, en absoluto —dijo Enrique.
Pensó abrumado: «Ésta es la clase de conversación que tendré que soportar a lo largo de los días cuando me haya dejado convencer por Dubreuilh». De nuevo se sintió invadido de pies a cabeza por unas ganas devorantes de estar en otra parte.
Scriassine lo miró en los ojos: —¿Marchas con él?
—Muy despacio —dijo Enrique—. La política no es mi fuerte.
—Sin duda, no has comprendido lo que Dubreuilh está cocinando —dijo Scriassine. Fijó en Enrique una mirada reprobadora—. Está juntando una izquierda que se dice independiente, pero que acepta la unidad de acción con los comunistas.
—Sí, ya sé —dijo Enrique—, ¿y qué hay con eso?
—Y bueno, que les está haciendo el juego; hay un montón de gente a las que les asusta el comunismo y las va a acercar a él.
—No me digas que está contra la unidad de acción —dijo Enrique—. ¡Sería bonito si la izquierda empezara a dividirse!
—¡Una izquierda esclavizada a los comunistas! Es una mistificación —dijo Scriassine—. Si están decididos a marchar con ellos, inscríbanse más bien en el P. C., será más franco.
—No se trata de eso. En un montón de puntos no estamos de acuerdo —dijo Enrique.
Scriassine se encogió de hombros:
—Entonces, de aquí a tres meses los estalinistas los denunciarán como traidores sociales.
—Ya veremos —dijo Enrique.
No tenía ninguna gana de continuar la discusión, pero Scriassine hundió su mirada en la suya:
—Me han dicho que L’Espoir tiene muchos lectores en la clase obrera. ¿Es verdad?
—Es verdad.
—Así que tienes entre manos el único diario no comunista que llega al proletariado. ¿Te das cuenta de tu responsabilidad?
—Me doy cuenta.
—Si pones L’Espoir al servicio de Dubreuilh, eres cómplice de una maniobra asquerosa —dijo Scriassine—. Dubreuilh puede ser tu amigo —agregó—, pero hay que vigilarlo.
—Escúchame; en lo que respecta al diario, no estará nunca al servicio de nadie: ni de Dubreuilh ni de ti —dijo Enrique.
—Algún día L’Espoir tendrá que definir su programa político —dijo Scriassine.
—No. Nunca tendré programa a priori —dijo Enrique—. Quiero decir lo que pienso, como lo pienso, sin dejarme regimentar.
—Eso no se tiene en pie —dijo Scriassine.
La voz plácida de Lucas se elevó de pronto:
—No queremos programa político, porque queremos salvar la unidad de la resistencia.
Enrique se sirvió un vaso de whisky. «¡Todo eso son tonterías!», rezongó entre dientes. Lucas no tenía más que esas palabras en la boca: el espíritu de la resistencia, la unidad de la resistencia. Y Scriassine veía rojo en cuanto le hablaban de la Unión Soviética. Harían mejor en irse a delirar cada cual por su cuenta. Enrique vació su vaso. No necesitaba que le dieran consejos, tenía sus ideas propias sobre lo que debía ser un diario. Por supuesto, L’Espoir se vería obligado a tomar partido políticamente; pero con toda independencia. Si Enrique había conservado el diario, no era para hacer un pasquín igual a los de preguerra; en ese entonces toda la prensa engañaba al público a golpes de autoridad; se había visto el resultado: privada de su oráculo cotidiano, la gente se había sentido completamente desorientada. Hoy, todo el mundo se entendía más o menos en lo esencial; basta ya de polémicas y de campañas partidarias: había que aprovechar para formara los lectores en vez de rellenarles la cabeza. No dictarles opiniones sino enseñarles a juzgar por sí mismos. No era tan sencillo; a menudo exigían respuestas; no había que darles una impresión de ignorancia, de duda, de incoherencia. Pero justamente a eso había que aspirar: a merecer su confianza en, vez de robarla. La prueba de que el método era bueno es que compraban L’Espoir en todos los ambientes. «No vale la pena reprochar a los comunistas su sectarismo si uno es tan dogmático como ellos», se dijo Enrique. Interrumpió a Scriassine:
—¿No crees que podríamos dejar esta discusión para otro día?
—Muy bien, dame una cita —dijo Scriassine. Sacó su agenda del bolsillo—. Creo que es urgente confrontar nuestras posiciones.
—Esperemos hasta que yo vuelva de mi viaje —dijo Enrique.
—¿Te vas de viaje? ¿Un viaje de información?
—No, de placer.
—¿Ahora?
—Y sí —dijo Enrique.
—¿No te parece una deserción? —dijo Scriassine.
—¿Una deserción? —dijo Enrique burlón—. No soy soldado —señaló con un movimiento de la barbilla a Claudia de Belzunce—. Deberías bailar con Claudia, esa señora muy desnuda que lleva joyas por todos lados; es una verdadera mujer de mundo y te admira mucho.
—Las mujeres de mundo son uno de mis vicios —dijo Scriassine con una sonrisita. Meneó la cabeza—. Confieso que no te comprendo.
Fue a sacar a Claudia; Nadine bailaba con Lachaume, Dubreuilh y Paula giraban alrededor del árbol de Navidad: a ella no le gustaba Dubreuilh, pero a menudo conseguía hacerla reír.
—Has escandalizado bárbaramente a Scriassine —dijo Vicente riendo.
A todos los escandaliza que me vaya de viaje —dijo Enrique—. A Dubreuilh más que a nadie.
—Son formidables —dijo Lambert—. Has hecho más que ellos, ¿no? Tienes derecho a tomarte unas vacaciones.
«Decididamente —se dijo Enrique— con los jóvenes me entiendo mejor». Nadine lo envidiaba, Vicente y Lambert lo comprendían: ellos también, en cuanto habían podido, se habían apresurado a ir a ver lo que pasaba en otras partes, se habían hecho inscribir en seguida como corresponsales de guerra. Permaneció largo rato con ellos y se contaron por centésima vez las jornadas en que habían ocupado los escritorios del diario y en que vendían L’Espoir en las narices de los alemanes, mientras Enrique escribía su editorial con un revólver al alcance de la mano. Esta noche le encontraba un encanto nuevo a todas esas viejas historias porque las oía desde muy lejos: él estaba acostado sobre la arena blanda, el mar era azul, él pensaba con indolencia en los tiempos idos, en amigos lejanos y le encantaba hallarse solo y libre; era feliz.
De pronto volvió a encontrarse en el estudio rojo; eran las cuatro de la mañana. Ya mucha gente se había ido, todos iban a irse y él se quedaría con Paula. Tendría que hablarle, acariciarla.
—Querida, tu reunión ha sido una obra maestra —dijo Claudia abrazando a Paula—. Y tienes una voz maravillosa. Si quisieras, serías una de las leonas de la posguerra.
—No pretendo tanto —dijo Paula riendo.
No, no tenía esa clase de ambiciones; sabía lo que deseaba: volver a ser la más linda de las mujeres en los brazos del hombre más glorioso del mundo; y no sería un juguete hacerla cambiar de sueño. Los últimos invitados se iban; bruscamente el estudio quedó vacío; hubo ruido en la escalera, los pasos turbaron el silencio de la calle y Paula se puso a recoger los vasos olvidados sobre los sillones.
—Claudia tiene razón —dijo Enrique—, tu voz no ha perdido su belleza. Hacía tiempo que no te oía. ¿Por qué ya no cantas nunca?
El rostro de Paula se iluminó:
—¿Te gusta mi voz? ¿Quieres que cante para ti, a veces?
—Por supuesto —sonrió—. ¿Sabes lo que me dijo Ana? Que deberías volver a cantar en público.
Paula lo miró con aire escandalizado:
—Ah; no, no me hables de eso. Es un asunto terminado.
—¿Y por qué? —dijo Enrique—. ¿Viste cómo aplaudieron? Estaban todos conmovidos. Hay un montón de boîtes que se abren en este momento y la gente está deseando estrellas nuevas.
Paula lo interrumpió:
—No; te suplico que no insistas. Exhibirme en público me causaría horror. No insistas —repitió con voz implorante.
Él la miró con perplejidad.
—¿Horror? —dijo con tono incierto—. No comprendo: no te causaba horror antes, y no has envejecido, ¿sabes?; más bien has mejorado.
—Era otra época de mi vida —dijo Paila—, una época enterrada para siempre. Cantaré para ti y para nadie más —agregó con tanta pasión que Enrique no respondió. Pero se prometió volver a la carga. Hubo un silencio y ella dijo—: ¿Subimos?
—Subamos.
Paula se sentó sobre la cama; se quitó los aros y los anillos.
—¿Sabes? —dijo con voz calmada—, si parecí desautorizar tu viaje te pido disculpas.
—¡Qué idea! Tienes derecho a que no te gusten los viajes y a decirlo —dijo Enrique. Le incomodaba pensar que durante toda la noche ella había alimentado escrupulosamente ese remordimiento.
—Comprendo perfectamente que tengas ganas de irte —dijo ella—. Hasta comprendo muy bien que quieras irte sin mí.
—No es que quiera.
Ella lo interrumpió con un gesto:
—No necesitas ser cortés —tenía las manos extendidas sobre las rodillas, los ojos fijos, el busto muy erguido; parecía una serena pitonisa—. Nunca pensé encerrarte en nuestro amor. No serías tú mismo si no desearas horizontes nuevos, alimentos nuevos —se inclinó hacia adelante y clavó en él su mirada fija—: Me basta con serte necesaria.
Enrique no contestó. No quería ni desesperarla ni alentarla. «Si al menos pudiera tenerle rencor —pensaba—. Pero no, ni un agravio».
Paula se incorporó y sonrió; su rostro recobró humanidad; puso sus manos sobre los hombros de Enrique, su mejilla contra su mejilla:
—¿Podrías vivir sin mí?
—Sabes muy bien que no.
—Sí, ya sé —dijo ella alegremente—. Si me dijeras lo contrario, no te creería.
Se dirigió hacia el cuarto de baño; era imposible no abandonarle de tanto en tanto un jirón de frase, una sonrisa; ella conservaba esas reliquias en su corazón y les arrancaba milagros cuando su fe vacilaba. «Pero a pesar de todo sabe que ya no la quiero», se dijo para tranquilizarse. Empezó a desvestirse y se puso el piyama. Ella lo sabía, sí, pero eso no conducía a nada mientras no lo consintiera. Oyó un susurro de seda, luego un ruido de agua y de cristal: esos ruidos que antes le cortaban la respiración. Se dijo con desagrado: «No, esta noche no». Paula apareció en el marco de la puerta, el pelo desparramado sobre los hombros, grave y desnuda; era casi tan perfecta como antes, pero para Enrique esa belleza ya no significaba nada. Se deslizó entre las sábanas y se, apretó contra él sin decir una palabra: no encontraba ningún pretexto para rechazarla; ya ella suspiraba con éxtasis pegándose más estrechamente a él; él se puso a acariciarle el hombro, las caderas familiares y sintió que la sangre afluía dócilmente a su sexo: mejor; Paula no estaba en humor de contentarse con un beso en la sien y le tomaría menos tiempo satisfacerla que explicarse. Besó la boca ardiente que se abría bajo la suya según la rutina ordinaria. Pero al cabo de un instante Paula apartó sus labios y él se sintió incómodo al oírla murmurar viejas palabras que ya no le decía nunca:
¿Soy siempre tu divino racimo de glicinas?
—Siempre.
—¿Y me quieres? —insistió—. ¿Verdad que siempre me quieres?
Él no tenía coraje de provocar un drama; estaba resignado a prometer cualquier cosa y ella lo sabía: «Es verdad».
—¿Eres mío?
—Soy tuyo.
—Dime que me quieres, dilo.
—Te quiero.
Ella emitió un largo quejido crédulo; él la abrazó con violencia, apretó su boca bajo sus labios; sin esperar entró en ella: para terminar de una vez. Ella veía rojo como en el estudio demasiado rojo; se puso a gemir y a gritar palabras como antes. Pero antes el amor de Enrique la protegía; sus gritos, sus quejas, sus risas, sus mordiscos eran ofrendas sagradas; hoy él estaba acostado sobre una mujer trastornada que decía palabras obscenas y cuyos zarpazos hacían daño. Sentía horror de ella y de él. La cabeza echada hacia atrás, los ojos cerrados, los dientes desnudos, estaba tan totalmente entregada, tan horrorosamente perdida que él tuvo ganas de abofetearla para traerla a la tierra y decirle: eres tú, soy yo y estamos haciendo el amor, eso es todo. Le parecía estar violando a una muerta o a una loca y no lograba alcanzar el placer. Cuando por fin se dejó caer sobre Paula oyó un gemido triunfal y la oyó murmurar:
—¿Eres feliz?
—Por supuesto.
—¡Soy tan feliz! —dijo ella; lo miraba con ojos iluminados donde brillaban lágrimas. Él escondió contra su hombro ese rostro cuyo resplandor le resultaba insostenible. «Los almendros están en flor…, se dijo cerrando los ojos. Y los naranjos estarán cargados de naranjas».
No, hoy no conoceré mi muerte; ni hoy ni ningún otro día. Estaré muerta para los otros sin haberme visto morir jamás.
Cerré los ojos pero sin poder volver a dormirme. ¿Por qué la muerte ha atravesado de nuevo mis sueños? Ronda, la siento rondar. ¿Por qué?
No siempre supe que iba a morir. De niña he creído en Dios. Un vestido blanco y dos alas relucientes me esperaban en los vestuarios del cielo: ansiaba cruzar las nubes. Me extendía sobre mi acolchado, juntando las manos, y me abandonaba a las delicias del otro mundo. A veces, en sueños, me decía: «Estoy muerta», y mi voz vigilante me garantizaba la eternidad. El silencio de la muerte lo descubrí con horror. Una sirena expiraba a orillas del mar; por amor a un joven había renunciado a su alma inmortal y sólo quedaba de ella un poco de espuma blanca sin recuerdo, sin voz. Yo me decía para tranquilizarme: «¡Es un cuento!».
No era un cuento. La sirena era yo. Dios se convirtió en una idea abstracta en el fondo del cielo y una noche la borré. Nunca eché de menos a Dios: me robaba la tierra. Pero un día comprendí que al renunciar a él me había condenado a muerte; tenía quince años; en el departamento desierto, grité. Al recobrarme me pregunté: «¿Cómo hace la demás gente? ¿Cómo haré? ¿Tendré que vivir con este miedo?».
Desde el momento en que quise a Roberto ya nunca tuve miedo de nada. Me bastaba pronunciar su nombre para sentirme segura. Está escribiendo en la habitación contigua: puedo levantarme y abrir la puerta… Pero continúo acostada; no estoy segura de que él no oiga a su vez este ruidito roedor. La tierra cruje bajo nuestros pies; arriba de nuestras cabezas hay un abismo y no sé más quiénes somos ni lo que nos espera.
Me erguí sobresaltada; abrí los ojos: ¿cómo admitir que Roberto corra peligro?, ¿cómo tolerarlo? No me ha dicho nada verdaderamente inquietante, no me ha dicho nada nuevo. Estoy cansada, he bebido demasiado; es un leve delirio de las cuatro de la mañana, pero ¿quién puede decidir a qué hora se ve con lucidez? ¿No sería cuando creía estar segura que deliraba? ¿Lo creía acaso verdaderamente?
No puedo recordarlo; no estábamos muy atentos a nuestra propia vida. Sólo los acontecimientos contaban: el éxodo, el regreso, las sirenas, las bombas, las colas, nuestras reuniones, los primeros números de L’Espoir. En el estudio de Paula una vela oscura humeaba: con dos latas de conserva habíamos fabricado un calentador donde quemábamos papel, el humo nos hacía arder los ojos. Afuera había charcos de sangre, el chasquido de las balas, el rugido de los cañones y de los tanques; en todos nosotros había el mismo silencio, la misma hambre, la misma esperanza. Cada mañana nos despertaba la misma pregunta: ¿la cruz esvástica flota todavía sobre el Senado? Había la misma alegría en nuestros corazones cuando bailábamos en el cruce de Montparnasse alrededor de una pira triunfal y después pasó el otoño, y hace un rato, mientras a la luz del árbol de Navidad acabábamos de olvidar a nuestros muertos, advertí que volvíamos a existir, cada cual por su cuenta. «¿Crees que el pasado puede resucitar?», preguntaba Paula, y Enrique me dijo: «Tengo ganas de escribir una novela alegre». Pueden hablar nuevamente en voz alta, publicar sus libros; discuten, se organizan, hacen planes; es por eso que están todos contentos: en fin, casi todos; yo no debería elegir este momento para atormentarme. Esta noche es fiesta: la primera Navidad en paz; la última Navidad de Buchenwald, la última Navidad en la tierra, la primera Navidad que Diego no ha vivido. Bailábamos, nos abrazábamos alrededor del árbol centelleante de promesas, y eran numerosos, ¡ah, tan numerosos!, los que no estaban ahí. Nadie había recogido sus últimas palabras y no estaban enterrados en ninguna parte: el vacío los había devorado. Dos días después de la liberación. Genoveva había tocado un féretro: ¿era el que correspondía? El cuerpo de Jaime no había sido hallado; un compañero pretendía que había enterrado cuadernos bajo un árbol: ¿qué cuadernos?, ¿qué árbol? Sonia había mandado pedir una tricota y medias de seda, luego nunca más había pedido nada. ¿Dónde estaban los huesos de Raquel y los de la hermosa Rosa? Entre sus brazos, que tantas veces habían abrazado el cuerpo de Rosa, Lambert apretaba a Nadine, y Nadine reía como en los tiempos en que Diego la oprimía entre sus brazos. Yo miraba la avenida de pinos en el fondo de los grandes espejos y pensaba: He aquí las velas, el muérdago, el acebo que ellos no ven; todo lo que me es dado es como si se lo estuviera robando a ellos. «Los han liquidado». ¿A quién primero? ¿A él o a su padre? La muerte no entraba en sus planes. ¿Habrá sabido que iba a morir? Y ahora que ha muerto, ¿qué importancia tiene?
Ni aniversario, ni tumba: es por eso que lo busco todavía a tientas en esta vida que él amaba tumultuosamente. Tiendo la mano hacia la perilla de la luz y la dejo caer de nuevo; en mi escritorio hay una fotografía de Diego, pero por más que la mire durante horas nunca recobraré bajo su pelo revuelto su rostro de carne, ese rostro donde todo era demasiado grande: los ojos, la nariz, las orejas, la boca. Estaba sentado en el escritorio y Roberto preguntaba: «En caso de una victoria nazi, ¿usted qué haría?». Él contestó: «La victoria nazi no entra en mis planes». Sus planes eran casarse con Nadine y ser un gran poeta. Lo hubiera logrado, quizá: a los dieciséis años ya sabía cambiar las palabras en brasas; quizá no necesitaba sino muy poco tiempo: cinco años, cuatro años. Vivía tan de prisa… Nos apretujábamos alrededor de la estufa eléctrica y me divertía mirándolo devorar a Hegel o a Kant: él volvía las páginas tan rápidamente como si hubiera hojeado una novela policial; y el hecho es que comprendía. Sólo sus sueños eran lentos.
Estaba en casa casi todo el tiempo. Su padre era un judío español que se empeñaba en ganar dinero haciendo negocios; se decía protegido del cónsul de España. Diego le reprochaba su lujo y una opulenta querida rubia. Nuestra austeridad le gustaba. Y como estaba en la edad en que se admira, admiraba a Roberto: un día había venido a traerle sus poemas y así lo habíamos conocido. Desde el primer instante en que vio a Nadine le entregó impetuosamente su amor: su primero, su único amor; a ella le había conmovido intensamente sentirse por fin necesaria. A la noche, Nadine exigía que yo fuera a darle un beso como antes, y él, acostado a su lado, me decía: «¿Y a mí no me besa?». Yo lo besaba. Aquel año fuimos amigas, mi hija y yo. A mí me gustaba verla capaz de un amor sincero; y ella me agradecía que no contrariara su corazón. ¿Por qué iba a hacerlo? Tenía sólo diecisiete años, pero Roberto y yo pensábamos que nunca es demasiado temprano para ser feliz.
¡Sabían ser dichosos con tanta fogosidad! Junto a ellos yo recobraba mi juventud. «Venga a comer con nosotros… Ven, esta noche es fiesta»., decían tironeándome cada cual de un brazo. Aquella noche Diego le había robado a su padre una moneda de oro: prefería tomar que recibir, eran cosas de su edad; había cambiado sin dificultad su tesoro y había pasado la tarde con Nadine en las montañas rusas del Luna Park. Cuando los encontré por la noche en la calle, estaban devorando una enorme torta comprada en la trastienda de un panadero: era el sistema que tenían para abrirse el apetito. Roberto, convidado por teléfono, se negó a dejar su trabajo; yo los acompañé. Tenían la cara sucia de dulce, las manos negras del polvo de la feria y había en sus ojos la arrogancia de los criminales dichosos; el camarero creyó sin duda que venían a gastar apresuradamente el dinero de algún robó. Nos designó una mesa al fondo y preguntó con helada cortesía: «¿El señor no tiene saco?». Sobre la vieja tricota agujereada de Diego Nadine echó su propia chaqueta, descubriendo una blusa arrugada y manchada; sin embargo, nos sirvieron. Pidieron primero helados y sardinas, y después bifes, papas fritas, ostras y nuevamente helados. «De todas maneras, todo se mezcla en el estómago», me explicaban hundiéndose en el aceite y en la crema. ¡Estaban tan felices de comer hasta saciarse! Por más que yo hiciera milagros, siempre teníamos más o menos hambre. «Coma, coma», me decían con autoridad. Y guardaron en sus bolsillos pedazos de pastel para Roberto.
Poco tiempo después una mañana, los alemanes golpearon a la puerta del señor Serra: el cónsul de España había sido cambiado sin que se lo avisaran. Diego había dormido en casa de su padre aquella noche. A la rubia no la molestaron. «Dígale a Nadine que no tema por mí —dijo Diego—. Volveré porque quiero volver». Fueron las últimas palabras que se hayan recogido de él: todas las demás palabras se han esfumado para siempre; ¡y a él le gustaba tanto hablar!
Era la primavera, el cielo estaba celeste; los durazneros, rosados. Cuando andábamos en bicicleta Nadine y yo por los jardines empavesados, había en nuestros pulmones la alegría de los domingos de paz. Los rascacielos de Drancy reventaban bruscamente esa mentira. La rubia le había dado tres millones a un alemán llamado Félix que nos transmitía mensajes de los prisioneros y que había prometido hacerlos escapar; dos veces a través de unos prismáticos pudimos ver a Diego asomado a una ventana lejana; habían rapado sus rizos lanudos y ya no era completamente él quien nos sonreía: su imagen mutilada flotaba fuera del mundo.
Una tarde de mayo encontramos los grandes cuarteles desiertos; había colchones ventilándose en el alféizar de las ventanas abiertas sobre cuartos vacíos. En el café, donde habíamos dejado nuestras bicicletas, nos dijeron que tres trenes habían salido aquella noche. De pie junto al alambre electrizado acechamos durante mucho rato. Y de pronto distinguimos, muy lejos, muy arriba, dos siluetas solitarias que se inclinaban hacia nosotras. El más joven agitó su boina con un gran gesto triunfal: Félix no había mentido, Diego no había sido embarcado. La alegría nos sofocaba mientras volvíamos hacia París.
«Están en un campamento de prisioneros americanos —nos dijo la rubia—; están bien; toman baños de sol». Pero ella no los había visto; les mandamos tricotas, chocolates; nos agradecían por boca de Félix; pero ningún mensaje escrito llegaba a nosotros; Nadine reclamó una prueba: la sortija de Diego, un mechón de pelo; pero justamente los habían cambiado de campo; estaban en alguna parte, lejos de París. Poco a poco su ausencia dejó de situarse en un punto: eran ausentes, nada más. No estar en ninguna parte, no estar más, no hace mucha diferencia. No hubo ningún cambio cuando Félix dijo por fin con fastidio: «Hace tiempo que los liquidaron».
Nadine aulló durante noches enteras. De la mañana a la noche yo la tenía entre mis brazos. Luego pudo dormir; al principio Diego poblaba sus sueños y parecía malvado. Poco después hasta su fantasma se evaporó. Tiene razón, no la critico: ¿Qué hacer con un cadáver? Ya sé: se los utiliza para confeccionar banderas, escudos, fusiles, decoraciones, altoparlantes y también adornos para el hogar: es mejor dejar sus cenizas en paz. Monumentos o polvo: y habían sido nuestros hermanos. Pero no podemos elegir; ¿por qué nos han dejado? Que nos dejen en paz ellos también. Olvidémoslos. Permanezcamos entre nosotros. Ya tenemos bastante que hacer con nuestras vidas. Los muertos están muertos; para ellos no hay problemas; pero nosotros, los vivos, después de esta noche de fiesta vamos a despertarnos, y entonces, ¿cómo haremos para vivir?
Nadine reía con Lambert, un disco giraba, el piso temblaba bajo nuestros pies, las llamitas verdes titilaban. Miré a Sézenac, que estaba acostado cuan largo era sobre la alfombra: sin duda soñaba con los días gloriosos en que paseaba por París con su fusil en bandolera. Miré a Chancel, que había sido condenado a muerte por los alemanes y canjeado a último momento por uno de sus prisioneros; y Lambert, cuyo padre había denunciado a la novia, y Vicente, que había matado con su propia mano a doce milicianos. ¿Qué van a hacer de su pasado tan pesado, tan corto, y de su informe porvenir? ¿Sabré ayudarlos? Ayudar es mi oficio: puedo extenderlos sobre un diván y hacerles contar sus sueños; pero no resucitaré a Rosa ni a los doce milicianos que Vicente exterminó con su propia mano y aun si logro neutralizar el pasado, ¿qué porvenir puedo ofrecerles? Borro los miedos, limo los sueños, aplaco los deseos, adapto, adapto, pero ¿a qué puedo adaptarlos? Ya no veo nada a mi alrededor que se mantenga en pie.
Decididamente he bebido demasiado; yo no he creado el cielo ni la tierra, nadie me pide cuentas: ¿por qué me paso el tiempo ocupándome de los demás? Sería mucho mejor que me ocupara un poco de mí. Ah, si me preguntan quién soy puedo mostrar mi fichero; para hacerme psicoanalista he tenido que hacerme psicoanalizar; me encontraron un complejo de Edipo bastante pronunciado que explica mi casamiento con un hombre veinte años mayor que yo, una marcada agresividad hacia mi madre, algunas tendencias homosexuales que se liquidaron correctamente. A mi educación católica debo un superyó bastante pronunciado: es la causa de mi puritanismo y de la deficiencia de mi narcisismo. La ambivalencia de mis sentimientos hacia mi hija proviene de mi enemistad hacia mi madre, de mi indiferencia hacia mí misma. Mi historia es de las más clásicas, se ha plegado muy dócilmente a, los marcos previstos. A los ojos de los católicos mi caso también es muy corriente: dejé de creer en Dios cuando descubrí las tentaciones de la sensualidad; mi casamiento con un librepensador terminó de perderme. Socialmente, Roberto y yo somos intelectuales de izquierda. Nada de esto es totalmente inexacto. Heme aquí claramente catalogada, y aceptando que así sea, adaptada a mi marido, a mi oficio, a la vida; a la muerte, al mundo, a sus horrores. Soy yo, apenas yo, es decir, nadie.
No ser nadie es después de todo un privilegio. Yo los miraba ir y venir a través del estudio a todos ellos, que tenían nombres, y no los envidiaba. Roberto, de acuerdo, era un predestinado; pero los demás, ¿cómo se atreven? ¿Cómo se puede ser la bastante arrogante o lo bastante aturdido para servir de pasto a una jauría de desconocidos? Miles de bocas ensucian sus nombres; los curiosos espían sus pensamientos, su corazón, su vida: si yo me viera entregada así a la codicia de todos esos ropavejeros terminaría por mirarme a mí misma como a un montón de trapos viejos. Me felicitaba de no ser alguien.
Me acerqué a Paula; la guerra no había abatido su elegancia agresiva; llevaba una larga falda de seda con reflejos violeta y pendían de sus orejas racimos de amatistas.
—Estás muy linda esta noche —dije.
Se miró de soslayo en uno de los grandes espejos.
—Sí, estoy linda —dijo tristemente.
Estaba preciosa, pero bajo sus ojos se dibujaban unas ojeras que hacían juego con el vestido; en el fondo sabía muy bien que Enrique habría podido llevarla a Portugal, sabía más de lo que pretendía.
—Debes de estar contenta: tu cena es un éxito.
—A Enrique le gustan las fiestas —dijo Paula. Sus dos manos cargadas de sortijas de obispo alisaban maquinalmente la seda tornasolada de su vestido.
—¿Por qué no nos cantas algo? Me encantaría escucharte.
—¿Cantar? —dijo con sorpresa.
—Sí, cantar —dije riendo—. ¿Has olvidado que antes cantabas?
—Antes está lejos —dijo.
—Ahora no; ahora ya es de nuevo como antes.
—¿Tú crees? —su mirada se hundió hasta el fondo de mis ojos y parecía que consultaba más allá de mi rostro una bola de cristal—: ¿Crees que el pasado puede resucitar?
Yo no sabía qué respuesta esperaba de mí y me puse a reír con cierto malestar:
—No soy un oráculo.
—Roberto tiene que explicarme lo que es el tiempo —dijo en tono meditabundo.
Estaba dispuesta a negar el espacio y el tiempo antes de admitir que el amor puede no ser eterno. Yo temía por ella. Había comprendido durante esos cuatro años que Enrique no le concedía sino un afecto hastiado; pero después de la Liberación no sé qué loca esperanza se había despertado en ella.
—¿Recuerdas ese negro espiritual que me gustaba tanto? ¿No nos lo quieres cantar?
Se dirigió hacia el piano, levantó la tapa. Tenía la voz un poco sorda pero siempre tan conmovedora. Le dije a Enrique: «Debería presentarse de nuevo en público». Parecía sorprendido. Después de acallados los aplausos se acercó a Nadine y se pusieron a bailar: no me gustaba la manera en que ella lo miraba. A ella tampoco me era posible ayudarla. Le había dado mi único vestido decente y le había prestado el más bonito de mis collares: era todo cuanto podía hacer. Inútil explorar sus sueños: sé muy bien. Lo que necesita es el amor que Lambert está dispuesto a darle, pero ¿cómo impedirle que lo estropee? Sin embargo, cuando Lambert entró al estudio ella bajó de dos en dos la escalerita desde la alto de la cual nos vigilaba con aire de crítica; se quedó petrificada en el último peldaño, avergonzada de su impulso; él se adelantó hacia ella, le sonrió gravemente: —¡Estoy encantado de que hayas venido!
Ella dijo en tono brusco:
—Vine para verte.
Estaba buen mozo de veras esa noche, con su elegante traje azul; viste con un austero rebuscamiento de cuarentón; tiene modales ceremoniosos, una voz pausada y vigila sus sonrisas; pero la confusión de su mirada, la dulzura de su boca revelan su juventud. Su seriedad halaga a Nadine y su debilidad la tranquiliza; lo miraba fijamente con una complacencia un poco tonta:
—¿Te has divertido mucho? ¡Parece que Alsacia es tan lindo!
—Bueno, en cuanto un paisaje está militarizado se vuelve lúgubre.
Fueron a sentarse sobre un peldaño de la escalera, conversaron, bailaron y rieron durante un largo rato; y luego, para cambiar, deben de haber peleado: con Nadine siempre se acaba así. Ahora Lambert estaba sentado junto a la estufa, parecía enojado y no era cuestión de ir a buscarlos, cada cual en una punta del estudio, y juntarles las manos.
Caminé hacia la mesa, tomé una copa de coñac. Mi mirada bajó a lo largo de mi falda negra y se detuvo en mi pierna: era gracioso pensar que tenía una pierna, nadie lo sospechaba, ni siquiera yo; era delgada y decidida bajo su funda de seda color pan tostado, no era peor que otra; y un día estaría enterrada sin haber existido jamás: parecía injusto. Yo estaba absorta contemplándola cuando Scriassine vino hacia mí:
—No parece divertirse mucho…
—Hago lo que puedo.
—Hay demasiados jóvenes aquí, los jóvenes nunca son alegres. Y demasiados escritores —con un movimiento de cabeza señaló a Lenoir, a Pelletier, a Cange——. Todos escriben, ¿verdad?
—Todos.
—¿Usted no escribe?
Le dije riendo:
—¡No, por Dios!
Sus modales abruptos me gustaban. Antaño yo había leído, como todo el mundo, su famoso libro El Paraíso Rojo, pero sobre todo me había conmovido su obra sobre el nazismo en Austria: era mucho mejor que un reportaje, era un testimonio apasionado. Después de huir de Rusia había huido de Austria y se había hecho naturalizar francés; pero había pasado esos cuatro años en Estados Unidos y lo habíamos encontrado por primera vez este otoño. En seguida había tuteado a Roberto y a Enrique, pero nunca había parecido notar mi existencia. Su mirada se apartó de mí:
—Me pregunto qué será de ellos.
—¿De quiénes?
—De los franceses en general, pero de éstos en particular.
A mi vez lo examiné; ese rostro triangular de pómulos marcados, de ojos vivaces y duros, boca delgada y casi femenina, no era un rostro francés; Rusia soviética era para él un país enemigo, no le gustaba América; no había un lugar sobre la tierra donde se sintiera en su casa.
—Volví de Nueva York en un barco inglés —dijo con una sonrisita—. Un día el Steward me dijo: «Los pobres franceses no saben si han ganado o si han perdido la guerra». Me parece que esto resume bastante bien la situación.
Había en su voz una complacencia que me irritó. Dije:
—Los nombres que quieran darles a los acontecimientos pasados no tienen interés; de lo que se trata es del porvenir.
—Justamente —dijo con vivacidad—, para acertar en el porvenir hay que mirar el presente de frente; y tengo la impresión que la gente de aquí no se da cuenta de eso; Dubreuilh me habla de una revista literaria, Perron de un viaje de placer: parecen creer que podrán vivir como antes de la guerra.
—¿Y el cielo lo ha enviado para abrirles los ojos?
Mi voz era cortante y Scriassine sonrió:
—¿Sabe jugar al ajedrez?
—Muy mal.
Continuaba sonriendo y toda pedantería se había borrado de su rostro; éramos desde siempre amigos íntimos, cómplices; pensé: me está desplegando encantos eslavos; pero el encanto obraba; sonreí yo también.
—Cuando miro un partido de ajedrez como espectador veo cada movimiento mucho más lúcidamente que los jugadores, aunque no juegue mejor que ellos. Aquí me pasa lo mismo: vengo de afuera, entonces veo.
—¿Qué?
—El callejón sin salida.
De pronto lo interrogué con ansiedad; durante tanto tiempo habíamos vivido entre nosotros, codo con codo y sin testigos: esa mirada venida de afuera me inquietaba.
—Los intelectuales franceses están en un callejón sin salida. Les toca el turno —dijo con una especie de satisfacción—su arte, su pensamiento sólo conservarán un sentido si cierta civilización logra perdurar; y si quieren salvarla ya no les quedará nada para dar al arte ni al pensamiento.
—No es la primera vez que Roberto hace política activamente y eso nunca le impidió escribir.
—Sí, en el 34, Dubreuilh sacrificó gran parte de su tiempo en la lucha antifascista —dijo Scriassine con voz cortés—, pero le parecía moralmente conciliable con las preocupaciones literarias —agregó con una especie de rabia—: En Francia ustedes nunca han sentido con toda su urgencia la presión de la historia; en Rusia, en Austria, en Alemania, era imposible eludirla. Yo, por ejemplo, no escribí por eso.
—Usted escribió.
—¿Usted cree que yo no soñaba con otros libros? Pero no era el caso. —Se encogió de hombros.— Había que tener detrás de sí una tremenda tradición humanista para interesarse en problemas de cultura frente a Stalin y a Hitler. Evidentemente, en el país de Diderot, de Víctor Hugo, de Jaures, uno se imagina que la cultura y la política marchan de la mano. Paris durante mucho tiempo se creyó Atenas. Atenas ya no existe, se acabó.
—Si se trata de sentir la presión de la historia, creo que Roberto podrá matarle el punto —dije.
—No ataco a su marido —dijo Scriassine con una sonrisita que negaba toda autoridad a mis palabras; las reducía a una explosión de lealtad conyugal—. En realidad —agregó— considero que las dos inteligencias más grandes de estos tiempos son Robert Dubreuilh y Thomas Mann. Pero justamente si predigo que abandonará la literatura es porque confío en su lucidez.
Me encogí dé hombros; si quería dulcificarme se equivocaba: aborrezco a Thomas Mann.
—Nunca Roberto renunciará a escribir —dije.
—Lo que tiene de admirable la obra de Dubreuilh —dijo Scriassine—, es que supo conciliar las altas exigencias estéticas con una inspiración revolucionaria. En su vida había logrado un equilibrio análogo: organizaba los comités de vigilancia, escribía novelas. Pero justamente es ese hermoso equilibrio lo que se ha vuelto imposible.
—Roberto inventará otro, cuente con él —dije.
—Sacrificará sus exigencias estéticas —dijo Scriassine. Su rostro se iluminó; preguntó con aire triunfante——: ¿Ha estudiado la prehistoria?
—Más o menos como el ajedrez.
—Pero quizá sepa que durante un vasto período las pinturas murales y los objetos encontrados en las excavaciones demuestran un progreso artístico; continuo. Bruscamente, dibujos y esculturas desaparecen, se comprueba un eclipse de varios siglos que coincide con el impulso de las nuevas técnicas. Y bien, abordamos una era en que por distintas razones la humanidad será presa de problemas que ya no le permitirán el lujo de expresarse.
—Los razonamientos por analogía no prueban gran cosa —dije.
—Dejemos caer esta comparación —dijo Scriassine con voz paciente—. Supongo que usted ha vivido esta guerra desde demasiado cerca para comprenderla bien; esto es otra cosa que una guerra, es la liquidación de una sociedad y hasta de un mundo, el principio de la liquidación. Los progresos de la ciencia y de la técnica, los cambios económicos van a revolucionar el mundo a tal punto que hasta nuestro modo de pensar y de sentir cambiarán por completo: nos costará recordar quiénes hemos sido. Entre otras cosas, el arte y la literatura nos parecerán diversiones anacrónicas.
Meneé la cabeza y Scriassine agregó con calor:
—Dígame, ¿qué alcance tendrá el mensaje de los escritores franceses el día en que la hegemonía del mundo pertenezca a la Unión Soviética o a los Estados Unidos? Ya nadie los comprenderá; ni siquiera hablarán el mismo idioma.
—Parecería que esa perspectiva lo alegra —dije.
Se encogió de hombros:
—Es una reflexión muy de mujer; son incapaces de quedarse en un terreno objetivo.
—Quedémonos —dije—. Objetivamente no está probado que el mundo tenga que ser americano o ruso.
—Sin embargo, a plazo más o menos largo, es fatal —me detuvo con un gesto y me hizo una linda sonrisa eslava—. La comprendo, la liberación está todavía muy fresca; todos ustedes navegan en plena euforia; durante cuatro años han sufrido mucho; piensan que han pagado bastante: nunca se paga bastante —dijo con una brusca aspereza. Me miró en los ojos—: ¿Sabe que hay en Washington una facción muy poderosa que quisiera prolongar la campaña de Alemania hasta Moscú? Desde el punto de vista de ellos, tienen razón. El imperialismo americano como el totalitarismo ruso exigen una expansión ilimitada: uno de ellos tendrá que ganar. —Su voz se entristeció—. Ustedes creen que están festejando la derrota alemana; pero es la tercera guerra mundial que se abre.
—Son pronósticos personales, suyos —dije.
—Sé que Dubreuilh cree en la paz y en las posibilidades de una sola Europa —dijo Scriassine; sonrió con indulgencia—. Hasta los grandes cerebros se equivocan. Seremos anexados por Stalin o colonizados por los Estados Unidos.
—Entonces no hay problema —dije riendo—. Inútil preocuparse; los que se divierten escribiendo no tienen más que continuar.
—Escribir cuando no hay nadie que lea, ¡qué juego idiota!
—Cuando todo se ha derrumbado sólo queda jugar a juegos idiotas.
Scriassine calló y luego una sonrisa astuta cruzo por su rostro.
—Ciertas conjeturas serían, sin embargo, menos desfavorables que otras —dijo en tono confidencial—. En el caso en que la Unión Soviética ganara, no hay problema: es el fin de la civilización y el fin de todos nosotros. En el caso de que los Estados Unidos ganaran, el desastre sería menos radical. Si logramos imponerles ciertos valores, mantener algunas de nuestras ideas, se puede esperar que las generaciones futuras reanudarán un día nuestra cultura y nuestras tradiciones; pero hay que encarar la movilización integral de todas nuestras posibilidades.
—No me diga que, en caso de un conflicto, desearía la victoria de los Estados unidos —dije.
—De todas maneras la historia debe fatalmente desembocar en el advenimiento de una sociedad sin clases —dijo Scriassine—, es cuestión de dos o tres siglos. Por la felicidad de los hombres que vivirán en el intervalo, deseo ardientemente que la revolución se haga en un mundo dominado por los Estados Unidos y no por la Unión Soviética.
—En un mundo dominado por los Estados Unidos tengo la impresión de que la revolución se hará esperar bastante —dije
—¿Y usted se imagina lo que sería una revolución hecha por los estalinistas? La revolución era preciosa en Francia hacia 1930. ¡En Rusia le aseguro que lo era menos! —Se encogió de hombros—. ¡Ustedes se están preparando cada sorpresa! El día en que los rusos ocupen a Francia empezarán a darse cuenta. ¡Desgraciadamente será demasiado tarde!
—No va a decirme que usted cree en una ocupación rusa —dije.
—¡Ay! —dijo Scriassine suspirando—. En fin, seamos optimistas. Admitamos que Europa tiene alguna salida. Pero sólo se le podrá salvar con una lucha de todos los instantes. Ni soñar en trabajar para uno mismo.
Callé a mi vez; todo cuanto deseaba Scriassine era reducir al silencio a los escritores franceses; yo comprendía muy bien por qué; y sus profecías no eran nada convincentes; sin embargo, su voz trágica despertaba un eco en mí: «¿Cómo viviremos?». La pregunta me desgarraba desde el principio de la velada, ¿desde hacía cuántos días y semanas?
Scriassine me amenazó con la mirada:
—Una de dos: o bien los hombres como Dubreuilh y Perron mirarán la situación de frente, se comprometerán en una acción que exigirá una entrega total; o bien harán trampa, se obstinarán en escribir; sus obras serán ajenas a la realidad y estarán privadas de todo porvenir. Serán trabajos de ciegos, tan lamentables como la poesía en alejandrinos.
Es difícil discutir con un interlocutor que mientras habla del mundo y de los demás habla sin cesar de sí mismo. Yo no podía tranquilizarme sin herirlo. No obstante dije:
—Es ocioso encerrar a la gente en dilemas; la vida siempre los hace estallar.
—No en este caso. Alejandría o Esparta, no hay otra elección. Es mejor decirse estas cosas hoy —dijo con una especie de dulzura—: Los sacrificios cesan de ser dolorosos cuando han quedado atrás.
—Estoy segura de que Roberto no sacrificará nada.
—Volveremos a hablar de esto dentro de un año —dijo Scriassine—. En un año o habrá desertado o no escribirá más; no lo veo desertando.
—No dejará de escribir.
El rostro de Scriassine se animó:
—¿Qué apostamos? ¿Una botella de champaña?
—No apuesto nada.
Sonrió:
—Usted es como todas las mujeres; necesita estrellas fijas en el cielo y mojones indicadores en las rutas.
—¿Sabe? —le dije, encogiéndome de hombros—: Se han desplazado bastante durante estos cuatro años las estrellas fijas.
—Sí, pero, sin embargo, usted sigue convencida que Francia siempre será Francia y Roberto Dubreuilh, Roberto Dubreuilh; si no, se creería perdida.
—Dígame —contesté alegremente—, su objetividad me parece muy dudosa.
—Estoy obligado a seguirla en el terreno en que usted se ha colocado: usted no me opone más que convicciones subjetivas —dijo Scriassine. Una sonrisa avivó sus ojos inquisidores—. Usted toma las cosas muy en serio, ¿verdad?
—Depende.
—Me habían prevenido —dijo—, pero me gustan las mujeres serias.
—¿Quién lo había prevenido?
Con un ademán vago señaló a todo el mundo y a nadie:
—La gente.
—¿Qué le dijeron?
—Que usted era lejana y austera, pero no me parece.
Apreté los labios para no hacer más preguntas; la trampa de los espejos he sabido evitarla; pero las miradas, ¿quién puede resistirse a ese abismo vertiginoso? Me visto de negro, converso poco, no escribo y todo eso compone una imagen de mí y los demás la ven. No soy nadie, es fácil de decir: soy yo. ¿Quién soy? ¿Adónde encontrarme? Tendría que estar del otro lado de todas las puertas, pero si soy yo quien golpea, callarán. De pronto sentí que mi cara ardía, hubiera querido arrancármela.
—¿Por qué no escribe? —dijo Scriassine.
—Ya hay bastante libros así.
—No es la única razón. —Me clavaba sus ojitos curiosos—. La verdad es que no quiere exponerse.
—¿Exponerme a qué?
—Parece muy segura de sí misma, pero en el fondo es extremadamente tímida. Usted es de esas personas que ponen su orgullo en lo que no hacen.
Lo interrumpí:
—No trate de hacer mi psicología; la conozco en todos sus recovecos: soy psiquiatra.
—Ya lo sé —me sonrió—. ¿No podríamos comer juntos una noche de éstas? Uno se siente tan perdido en este París oscuro; ya no se conoce a nadie.
Pensé bruscamente: «Para él tengo piernas». Saqué mi agenda. No tenía ningún motivo para no aceptar.
—Comamos juntos —dije—. ¿Le viene bien el 3 de enero?
—Perfecto. ¿A las ocho en el bar del Ritz? ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Me sentía molesta. Bah, después de todo, qué me importaba la que podía pensar de mí; cuando adivino en el fondo de una conciencia extraña mi propia imagen, siempre tengo un momento de pánico, pero no dura, pasa de largo; lo que me desconcertaba era haber visto a Roberto a través de unos ojos que no eran los míos. ¿Estaba verdaderamente en una encrucijada? Había tomado a Paula por la cintura y la hacía dar vueltas en redondo y con su otra mano dibujaba no sé qué en el aire; quizá le explicaba el curso del tiempo; en todo caso, ella reía, él reía, no parecía estar en peligro; si hubiera estado en peligro, lo habría sabido: no se equivoca a menudo y no se miente nunca. Fui a ocultarme en el marco de un ventanal detrás de una cortina roja. Scriassine había dicho muchas tonterías, pero había hecho algunas preguntas de las que yo no podía liberarme tan fácilmente. Durante todas esas semanas yo había huido de los interrogantes; habíamos esperado tanto ese momento, la liberación, la victoria; quería aprovecharlo; siempre estaríamos a tiempo mañana para pensar en el día siguiente. Y ahora me encontraba pensando en eso y preguntándome lo que Roberto pensaría. Sus dudas nunca se traducen por el abatimiento sino por un exceso de actividad: esas conversaciones, esas cartas, esos golpes de teléfono, ese derroche de trabajo nocturno, ¿no disimulaban acaso una inquietud? No me oculta nada, pero asimismo a veces guarda provisoriamente para él alguna inquietud. «Y además —pensé con remordimiento— esta noche le dijo a Paula: Estamos en una encrucijada». Lo decía a menudo y es por cobardía que yo evitaba darle su verdadero peso a estas palabras. La encrucijada. Por lo tanto, a los ojos de Roberto el mundo estaba en peligro. Para mí el mundo es él: él estaba en peligro. Mientras volvíamos del brazo costeando el río a través de las tinieblas familiares, su voz voluble no llegaba a tranquilizarme. Había bebido enormemente y estaba muy alegre; cuando ha permanecido días y noches encerrado, la menor salida se convierte en una epopeya; esta noche cobraba en su boca tanto relieve que me parecía haberla cruzado como una ciega. Él tenía ojos alrededor de la cabeza y doce pares de orejas; yo lo escuchaba, pero en sordina continuaba interrogándome. ¿Por qué no terminaba esas memorias que había escrito con pasión durante toda la guerra? ¿Era un síntoma? ¿De qué?
—¡Infortunada Paula! Es una catástrofe para una mujer ser amada por un literato —decía Roberto—. Ha creído ser todo lo que Perron le ha hecho creer que ella era.
Traté de concentrar mi interés en Paula.
—Temo que la liberación se le haya subido a la cabeza. —Dije—. El año pasado ya no se hacía ilusiones; y ahora vuelve a empezar el juego del loco amor, pero está jugando sola.
—Quería a toda costa hacerme decir que el tiempo no existe —dijo Roberto. Agregó—: Lo mejor de su vida está detrás de ella. Ahora que la guerra ha terminado espera recobrar el pasado.
—Todos hemos esperado eso, ¿no? —pregunté. Mi voz me había parecido alegre, pero Roberto me oprimió el brazo:
—¿Qué es lo que anda mal? .
—Nada, todo anda muy bien —dije afectando soltura.
—Vamos, vamos; sé muy bien lo que quieres decir cuando tomas tu voz de mujer de mundo —dijo Roberto—. Estoy seguro de que en este momento te está trabajando fuerte la cabeza. ¿Cuántas copas de ponche bebiste?
—Seguramente menos que tú; y el ponche no tiene nada que ver con esto.
—¡Ah, confiesas! —dijo Roberto en tono triunfal—. Hay alguna cosa y el ponche no tiene nada que ver. ¿Entonces qué?
—Es Scriassine —dije riendo—. Me explicó que los intelectuales franceses estaban liquidados.
—¡A él le encantaría!
—Ya sé, pero así y todo me da miedo.
—¡Una mujer de tu edad que se deja influir por el primer profeta llegado! Me gusta mucho Scriassine; se agita, divaga, hierve, todo vive a su alrededor, pero no hay que tomarlo en serio.
—Dice que la política va a devorarte y que no escribirás más.
—¿Y tú le creíste? —dijo Roberto riendo.
—Sin embargo, la verdad es que no terminas tus memorias —dije.
Roberto vaciló un segundo.
—Es un caso especial —dijo.
—¿Por qué?
—¡Doy tantas armas contra mí en esas memorias!
—Es por eso que el libro vale lo que vale —dije con entusiasmo—. ¡Un hombre que se atreve a descubrirse es tan raro! Y finalmente, cuando se atreve, gana la partida.
—Sí, después de muerto —dijo Roberto. Se encogió de hombros—. He entrado a la vida política, tengo montones de enemigos; ¿te das cuenta de su regocijo el día en que aparezcan esas memorias?
—Tus enemigos encontrarán siempre armas contra ti, ésas u otras —dije.
—Imagina esas memorias en manos de Lafaurie, o de Lachaume, o del chico Lambert. O en las de un periodista —dijo Roberto.
Apartado de toda vida política, de todo porvenir, de todo público, hasta ignorando si ese libro sería publicado alguna vez, Roberto había recobrado al escribirlo la soledad anónima del principiante que se arriesga sin murallas, sin parapetos, a la aventura. A mi modo de ver nunca había escrito nada mejor. Dije con impaciencia:
—Entonces, ¿cuándo se hace política ya no hay derecho a escribir libros sinceros?
—Sí, pero no libros escandalosos —dijo Roberto—. Bien sabes que hoy hay miles de cosas de las que un hombre no puede hablar sin escándalo —sonrió—. A decir verdad, todo lo individual se presta al escándalo.
Dimos algunos pasos en silencio.
—Te has pasado tres años escribiendo estos recuerdos, ¿y lo mismo te da arrojarlos al fondo de un cajón?
—Ya no pienso en él. Pienso en otro libro.
—¿En qué?
—Te hablaré de esto dentro de unos días.
Miré a Roberto con desconfianza.
—¿Y crees que encontrarás tiempo para escribir?
—Por supuesto.
—No me parece tan seguro; no dispones de un minuto para ti.
—En política el principio es lo más duro; después todo se ordena.
Su voz me pareció demasiado serena; insistí:
—¿Y si no se ordenara? ¿Abandonarías tu partido o dejarías de escribir?
—Bueno, no sería tan trágico si me detuviera un momento —dijo Roberto con una sonrisa—. ¡Mira si he borroneado papeles en mi vida!
Se me estrujaba el corazón.
—El otro día decías que tu obra aún estaba por hacerse.
—Sigo pensándolo; pero puede esperar.
—¿Esperar: un mes, un año, diez años? —pregunté.
—Escucha —dijo Roberto con voz conciliadora—, un libro más o menos en el mundo no es tan importante. Y la situación es apasionante, trata de darte cuenta: es la primera vez que la izquierda tiene su suerte entre las manos, es la primera vez que se puede tentar un conglomerado independiente de los comunistas sin correr el riesgo de servir a la derecha, ¡no vamos a dejar pasar esta oportunidad! La he esperado durante toda mi vida.
—Yo encuentro que tus libros son muy importantes —dije—. Le dan a la gente algo único. En cambio, no eres el único que puede encargarse de un trabajo político.
—Soy el único que puedo conducirlo a mi manera —dijo Roberto alegremente—. Deberías comprenderme: los comités de vigilancia, la resistencia, era muy útil; pero era negativo. Hoy se trata de construir, es mucho más interesante.
—Comprendo muy bien, pero tu obra me interesa todavía más.
—Siempre hemos pensado que no se escribe por escribir —dijo Roberto—. En ciertos momentos otras formas de acción son más urgentes.
—No para ti. Tú eres ante todo un escritor.
—Sabes muy bien que no —dijo Roberto en tono de reproche—. Para mí lo que cuenta ante todo es la revolución.
—Si —dije—. Pero la mejor manera que tienes para servir a la revolución es escribir tus libros.
Roberto meneó la cabeza.
—Depende de las circunstancias. Estamos en un momento crítico: primero hay que ganar la partida en el terreno político.
—¿Y qué pasará si no la ganamos? —dije—. ¿No crees seriamente que corremos el riesgo de otra guerra?
—No creo que una nueva guerra estalle mañana —dijo Roberto—. Pero lo que hay que evitar es que se cree en el mundo una situación de guerra: en ese caso tarde o temprano volveremos a darnos de palos. También hay que evitar que esta victoria sea explotada por el capitalismo —se encogió de hombros—. Hay que impedir un montón de cosas antes de divertirse escribiendo libros que quizá nadie lea jamás.
Me paré petrificada en medio de la calle.
—¿Qué? ¿Tú también piensas que la gente va a desinteresarse de la literatura?
—A decir verdad, van a tener otras cosas de que ocuparse.
Decididamente su voz era demasiado tranquila. Dije con indignación:
—No parece conmoverte mucho. Pero sería horriblemente triste un mundo sin literatura y sin arte.
—De todas maneras, a la hora actual hay millones de hombres para los cuales la literatura es cero —dijo Roberto.
—Sí, pero tú contabas con que cambiaría.
—Siempre cuento con eso, ¿qué te crees? —dijo Roberto—. Pero justamente si el mundo se decide a cambiar atravesaremos sin duda un período en que no se tratará de pensar en literatura.
Entrábamos al escritorio y me senté en el brazo de un sillón de cuero; sí, había tomado demasiado ponche, las paredes giraban a mi alrededor. Miré la mesa en la cual día y noche Roberto escribía desde hacía veinte años. Ahora tenía sesenta; si ese período duraba mucho tiempo corría el riesgo de no ver nunca el fin. Eso no podía serle tan indiferente.
—Piensa un poco, crees que tu obra está todavía por hacer; decías hace cinco minutos que ibas a empezar un nuevo libro: eso supone que hay gente para leerte…
—Ah, es lo más probable —dijo Roberto—. Pero, en fin, también hay que encarar la otra hipótesis —se sentó en el sillón junto a mí—. No es tan terrible como dices. La literatura ha sido hecha para los hombres y no los hombres para la literatura —agregó alegremente.
—Para ti sería muy triste —dije—. Si no escribieras más, no serías nada feliz.
—No sé —dijo Roberto; sonrió—. No tengo imaginación.
La tiene; y yo recordaba cómo estaba de ansioso la noche en que me dijo: «Mi obra está todavía por hacer». Le importa que esa obra pese, que quede. Por más que proteste es ante todo un escritor. Al principio quizá sólo pensaba en servir a la revolución; la literatura era sólo un medio; ahora es un fin, la quiere por sí misma, todos sus libros lo prueban; y en particular esas memorias que ya no quiere publicar; las escribió por el placer de escribir. No, la verdad es que le fastidiaba hablar de sí mismo y esa repugnancia no era un buen augurio.
—Pues yo la tengo —dije.
Las paredes giraban pero me sentía muy lúcida, mucho más lucida que en ayunas. En ayunas uno tiene demasiadas defensas, uno se las arregla para no saber lo que sabe. De pronto veía claro. La guerra acababa, una nueva historia empezaba donde ya no había ninguna garantía. En el porvenir de Roberto no había garantía: era posible que dejara de escribir y hasta que toda su obra pasada se hundiera en el vacío.
—¿Qué piensas en verdad? —pregunté—. ¿Que las cosas —andarán bien o mal?
Roberto se echó a reír.
—¡Ah, no soy profeta! Sin embargo, tenemos muchos triunfos en la mano —agregó.
—¿Pero cuántas posibilidades de ganar?
—¿Quieres que te tire las cartas? ¿O prefieres la borra del café?
—No vale la pena que te burles de mí —dije—. Se pueden hacer preguntas de tanto en tanto.
—Yo me hago muchas, ¿sabes? —dijo Roberto.
Se interrogaba y más seriamente que yo; yo no obraba, es por eso que me ponía fácilmente patética; me daba cuenta de que no tenía razón, ¡pero con Roberto cuesta tan poco no tener razón!
—Tú sólo te interrogas sobre la que puedes contestar —dije.
Rio nuevamente.
—De preferencia sí. Las otras preguntas no sirven de mucho.
—No es una razón para no plantearlas —dije. Mi voz se había agresiva, pero no era contra Roberto, era contra mí misma, contra mi ceguera de las últimas semanas—. De todas maneras me gustaría hacerme una idea de la que va a ocurrirnos.
—¿No te parece que es muy tarde, que hemos bebido mucho y que nuestras ideas estarán más claras mañana por la mañana? —dijo Roberto.
Mañana por la mañana las paredes ya no bailarían, los muebles y los adornos estarían en orden, siempre en el mismo orden, mis ideas también, y yo volvería a vivir al día, sin volver la cabeza hacia atrás, y mirando hacia adelante, a lo lejos, ya no me ocuparía de estos menudos desórdenes de mi corazón. Ya estaba cansada de esta higiene. Miré el almohadón sobre el cual Diego se sentaba junto a la chimenea; decía: «La victoria nazi no entra en mis planes». Y luego lo abatieron.
—Las ideas son siempre demasiado claras —dije—. Hemos ganado la guerra, ésa es una idea clara y bueno, a mí me pareció una extraña fiesta la de esta noche, ¡con todos esos muertos que no estaban ahí!
—Sin embargo, es distinto decirse que su muerte ha servido para algo o no ha servido para nada —dijo Roberto.
—La de Diego no ha servido para nada —dije—. ¿Y aunque hubiera servido? —dije con irritación—. Es muy cómodo para los vivos ese sistema en que todo trasciende hacia otra cosa; pero los muertos siguen muertos; se les traiciona, no se les trasciende.
—No se les traiciona obligatoriamente —dijo Roberto.
—Se les traiciona cuando se les olvida y también cuando se les utiliza —dije—. Una nostalgia debe ser inútil; si no, no es una nostalgia.
Roberto vaciló.
—Supongo que no estoy dotado para las nostalgias —dijo con aire perplejo—. Las preguntas a las que no puedo responder, los acontecimientos que no puedo cambiar, no me ocupan mucho. No digo que tenga razón —agregó.
—Oh —dije—. No digo que no la tengas. De todas maneras los muertos están muertos y nosotros vivimos. Las nostalgias no cambian nada.
Roberto puso su mano sobre la mía:
—No te inventes remordimientos. Nosotros también moriremos, ¿sabes?, eso nos acerca a ellos.
Retiré mi mano; en ese instante toda amistad me resultaba enemiga; no quería ser consolada; no todavía.
—Ah, es verdad que ese maldito ponche me ha trastornado el corazón —dije—. Me voy a dormir.
—Vete a dormir. Y mañana nos haremos todas las preguntas que quieras, hasta las que no sirven para nada —dijo Roberto.
—¿Y tú no vas a dormir?
—Creo que voy a darme una ducha y a trabajar.
«Evidentemente Roberto está mejor armado que yo contra los pesares —me dije al acostarme—. Trabaja, obra; entonces el porvenir existe para él más que el pasado. Y escribe: todo lo que cae fuera de su radio de acción, la desdicha, el fracaso, la muerte les da un lugar en sus libros y se siente a mano con ellos. Yo no tengo ningún recurso. Lo que pierdo no lo recupero en ninguna parte y nada rescata mis infidelidades». De pronto me eché a llorar. Pensé: «Son mis ojos los que lloran; él lo ve todo, pero no con mis ojos». Lloraba y por primera vez desde hacía veinte años estaba sola, sola con mis remordimientos, con mi miedo. Me dormí y soñé que estaba muerta. Me desperté sobresaltada y el miedo estaba siempre ahí. Desde hace una hora me debato con él; está todavía ahí y la muerte sigue rondando. Enciendo, apago; si Roberto ve que hay luz bajo mi puerta puede inquietarse; es inútil; esta noche no puede ayudarme. Cuando quise hablarle de él eludió mis preguntas: se sabe en peligro. Tengo miedo por él. Hasta aquí tuve confianza en su destino; nunca traté de tomarle la medida: la medida de todas las cosas era él; he vivido con él como en mí misma, sin distancia. Pero de pronto ya no tengo confianza en nada. Ni estrella fija, ni mojón. Roberto es un hombre, un hombre de sesenta años, falible y vulnerable, que el pasado ya no protege y que el porvenir amenaza. Me apoyo en la almohada, los ojos abiertos. Tengo que arreglármelas para retroceder, para verlo como si no lo hubiera querido durante veinte años sin vacilar jamás.
Es difícil. Hubo un tiempo en que yo lo veía a distancia; pero yo era demasiado joven, lo miraba desde demasiado lejos. Unos compañeros me lo habían señalado con el dedo en la Sorbona, se hablaba enormemente de él, con una mezcla de admiración y de escándalo. Se susurraba que bebía y que iba a los prostíbulos. Eso más bien me hubiera atraído; me sentía mal curada de mi infancia piadosa; ante mis ojos el pecado manifestaba patéticamente la ausencia de Dios y si me hubieran dicho que Dubreuilh violaba a las niñitas lo hubiera tomado por una especie de santo. Pero sus vicios eran menores y las glorias demasiado establecidas me fastidiaban. Cuando comencé a seguir sus cursos estaba decidida a tomarlo como un falso gran hombre. Evidentemente era distinto de todos los otros profesores; llegaba como un ventarrón, siempre con una demora de cuatro o cinco minutos; durante un instante nos inspeccionaba con sus grandes ojos pícaros, luego se ponía a hablar con un tono muy amistoso o muy agresivo. Había algo provocativo en su rostro huraño, en su voz violenta, en sus carcajadas, que a veces nos parecían un poco enloquecidas. Llevaba ropa muy blanca, sus manos estaban cuidadas, se hallaba impecablemente afeitado, de modo que sus camperas, sus tricotas, sus zapatos pesados no podían tener por excusa la negligencia. Prefería su bienestar a la decencia con una desenvoltura que yo declaraba afectada. Yo había leído sus novelas y no me habían gustado; esperaba que me revelaran algún mensaje exaltante y me hablaban de gente cualquiera, de sentimientos frívolos, de un montón de cosas que no me parecían esenciales. En cuanto a sus clases, eran interesantes, de acuerdo, pero no decía nada genial: y estaba tan seguro de tener razón que me daban unas ganas irresistibles de contradecirlo. Ah, yo también me hallaba convencida de que la verdad estaba en la izquierda; desde mi infancia le sentí al pensamiento burgués un olor a tontería y a mentira, un olor muy feo; y además había aprendido en el Evangelio que los hombres son todos iguales, todos hermanos, y seguía creyéndolo a pies juntillas. Pero para mi alma, durante mucho tiempo henchida de absoluto, el vacío del cielo volvía irrisoria cualquier moral, y Dubreuilh se imaginaba que podía haber una salvación en este mundo: en mi primera disertación me expliqué. «La revolución, bueno —dije—, ¿y después?». Cuando me devolvió mi deber ocho días después, a la salida de clase, se burló ferozmente de mí; mi absoluto era, según él, un sueño abstracto de burguesita incapaz de enfrentarse con la realidad. Yo no era de talla para hacerle frente, él ganaba siempre, por supuesto, pero eso no probaba nada y se lo dije. Una semana después volvimos a discutir y esta vez trató de convencerme y no de abrumarme. Tuve que reconocer que frente afrente estaba muy lejos de tomarse por un gran hombre. Se puso a conversarme a menudo después de los cursos, a veces me acompañaba hasta la puerta dando rodeos y luego salimos juntos a la tarde, a la noche; ya no hablábamos de moral ni de política ni de ningún otro tema elevado. Me contaba cuentos y a veces me llevaba a pasear; me mostraba calles, plazas, muelles, canales, cementerios, zonas, depósitos, terrenos baldíos, bodegones; un montón de rincones de París que yo no conocía; y me daba cuenta de que nunca había visto las cosas que creía conocer. Con él todo cobraba mil sentidos: los rostros, las voces, la ropa de la gente, un árbol, un cartel, un aviso de neón, cualquier cosa. Dubreuilh daba la impresión de escribir caprichosamente, por su placer personal, cosas completamente gratuitas; y sin embargo, una vez cerrado el libro uno se encontraba sublevado por la ira, el asco, la indignación y quería que las cosas cambiaran. Al leer ciertos pasajes de su obra se le podía tomar por un esteta puro: le gustan las palabras; y se interesa sin segunda intención en la lluvia y en los días de sol, en los juegos del amor y del azar, en todo; pero ocurre que no se detiene ahí: de pronto uno se encuentra arrojado en medio de la muchedumbre de los hombres y todos los problemas ajenos nos conciernen. Por eso me interesa tanto que siga escribiendo. Sé por mí misma lo que aporta a sus lectores. Entre su pensamiento político y sus emociones poéticas no hay distancia. Es porque le gusta tanto la vida por lo que quiere que todos los hombres tengan ampliamente su parte; y porque quiere a los hombres, todo lo que atañe a la vida de ellos lo apasiona.
Yo releía sus libros, lo escuchaba, lo interrogaba, estaba tan ocupada que no pensaba en preguntarme por qué exactamente estaba a gusto conmigo: ya me faltaba tiempo para descifrar lo que ocurría en mi propio corazón. Cuando me tomó entre sus brazos una noche en medio de los jardines del Carroussel dije escandalizada: «No besaré sino a un hombre a quien quiera». Me contestó tranquilamente. «Pero a mí me quiere». Y en seguida supe que era verdad. Si no lo había advertido antes es porque había ocurrido demasiado pronto: ¡Con él todo andaba tan de prisa! Es eso lo que al principio me subyugó; las demás personas eran tan lentas; la vida, tan lenta… Él quemaba el tiempo y atropellaba todo. Desde el momento en que supe que lo quería fui con entusiasmo de sorpresa en sorpresa. Aprendí que se podía vivir sin muebles y sin horarios, no almorzar, no acostarse de noche, dormir de tarde, hacer el amor en los bosques igual que en una cama. Me pareció sencillo y alegre hacerme mujer entre sus brazos; cuando el placer me asustaba su sonrisa me tranquilizaba. Una sola sombra sobre mi corazón: se acercaban las vacaciones y la idea de una separación me aterrorizaba. Evidentemente, Roberto se dio cuenta: ¿por eso me propuso casarnos? En ese entonces esta idea ni siquiera me rozó: a los diecinueve años parece tan natural ser querida por el hombre al que uno quiere como serlo por padres respetados o por Dios omnipotente.
«¡Pero yo te quería!», me contestó Roberto mucho más tarde. En su boca ¿qué significan exactamente esas palabras? ¿Me habría querido un año antes cuando todavía estaba entregado en cuerpo y alma a la lucha política?, ¿y ese año, para consolarse de su inactividad no habría podido elegir a otra? Ésta es la clase de preguntas que no sirven para nada; pasemos de largo. Lo seguro es que quiso mi felicidad con entusiasmo y que no erró el golpe. Hasta entonces yo no era desdichada, no, pero tampoco era feliz. Me sentía bien, entonces tenía momentos de alegría, pero pasaba la mayor parte del tiempo desesperándome. Tontería, mentira, injusticia, sufrimiento: a mi alrededor era un caos muy negro. ¡Y qué absurdo, esos días que se repiten de semana en semana, de siglo en siglo, sin ir a ninguna parte! Vivir es esperar la muerte durante cuarenta o sesenta años chapaleando en el vacío. He ahí por qué yo estudiaba con tanto fervor: sólo los libros y las ideas aguantaban, sólo ellos me parecían reales.
Gracias a Roberto las ideas bajaron a la tierra y la tierra se volvió coherente como un libro, un libro que empieza mal, pero que acabará bien; la humanidad iba a alguna parte, la historia tenía un sentido y mi propia existencia también; la opresión, la miseria encerraban la promesa de su desaparición. El mal ya estaba vencido; el escándalo, barrido. El cielo se cerró, sobre mi cabeza y los viejos terrores se apartaron de mí. No es a golpe de teorías como Roberto me liberó: me demostró que la vida se bastaba viviendo. La muerte le importaba un rábano y sus actividades no eran diversiones: amaba lo que amaba, quería lo que quería, no huía de nada. En resumen, lo único que yo deseaba era parecerme a él. Si había planteado la justificación de la vida era sobre todo porque me aburría en casa: y ahora ya no me aburría. Roberto había sacado del caos un mundo pleno, ordenado, purificado por ese porvenir que él producía: ese mundo era el mío. El único problema era hacerme mi propio lugar. Ser la mujer de Roberto no me bastaba; nunca antes de casarme con él había encarado una carrera de esposa. Por otra parte, no pensaba ni por un minuto en ocuparme activamente de política. En ese terreno las teorías pueden apasionarme y tengo algunos sentimientos fuertes, pero la práctica me repele. Debo confesar que me falta paciencia: ¡La revolución está en marcha, pero marcha tan lentamente, con pasitos tan inciertos! Para Roberto, si una solución es mejor que otra, es buena; un mal menor, lo considera un bien. Tiene razón, por supuesto, pero sin duda yo no he liquidado del todo mis viejos sueños de absoluto: eso no me satisface. Y además el porvenir me parece tan lejano, me cuesta interesarme en los seres que todavía no han nacido, más bien tengo ganas de ayudar a los que les toca vivir justo en este momento. Es por eso que este oficio me tentaba. Ah, nunca he pensado que uno pueda desde afuera traer alguna salvación prefabricada, pero a menudo son necedades las que separan a la gente de su dicha y quería liberarlos de ellas. Roberto me alentó; en eso se aparta de los comunistas ortodoxos, cree que puede haber un empleo válido del psicoanálisis en la sociedad burguesa y que quizá todavía tenga un papel que desempeñar en la sociedad sin clases; hasta le parecía un trabajo apasionante recrear el psicoanálisis clásico a la luz del marxismo. El hecho es que me apasionó. Mis días estaban tan llenos como la tierra que me rodeaba. Cada mañana se despertaba la alegría de la mañana anterior y me encontraba a la noche enriquecida de mil novedades. ¡Es una gran suerte a los veinte años recibir el mundo de la mano amada! ¡Es una gran suerte ocupar exactamente su lugar! Roberto también logró ese milagro: me protegió del aislamiento sin privarme de la soledad. Todo nos era común: sin embargo, yo tenía mis amistades, mis placeres, mi trabajo, mis preocupaciones. Podía a mi antojo pasar la noche en la ternura de un hombro, o si no, como hoy, sola en mi cuarto, como soltera. Miro estas paredes, el hilo de luz bajo la puerta: cuántas veces he conocido esta dicha: dormirme mientras él trabajaba al alcance de mi voz. Hace años ya que entre nosotros el deseo se ha gastado; pero estábamos demasiado estrechamente unidos para que la unión de nuestros cuerpos pudiera tener una gran importancia; al renunciar se puede decir que no hemos perdido nada. Podría creer que fue una noche de preguerra. Esta misma inquietud que me mantiene despierta no es nueva. A menudo el porvenir del mundo ha sido muy negro. ¿Qué hay de cambiado? ¿Por qué la muerte ha vuelto a rondar? Sigue rondando, ¿por qué?
¡Qué insensata terquedad! Me da vergüenza. Durante estos cuatro años, a pesar de todo, me convencí que después de la guerra íbamos a recobrar la preguerra. Hace un rato todavía le dije a Paula: «Ahora es de nuevo como antes». He aquí que trato de decirme: antes era igual que ahora. Pero no, miento: no es, no será nunca más como antes. Antes, yo estaba segura de que saldríamos de las crisis más inquietantes; Roberto tenía que salvarse, a la fuerza; su destino me garantizaba el del mundo y recíprocamente. Pero con ese pasado a la espalda, ¿cómo confiar todavía en el porvenir? Diego ha muerto, fueron demasiados los muertos, el escándalo ha vuelto a la tierra, la palabra felicidad ya no tiene sentido: a mi alrededor es de nuevo el caos. Quizá el mundo logrará escapar, pero ¿cuándo? Es demasiado largo dos o tres siglos, los días nuestros están contados: si la vida de Roberto termina en el fracaso, en la duda y en la desesperación, nada remediará esto jamás.
Hay leves movimientos en su escritorio; lee, reflexiona, hace planes. ¿Triunfará?, y si no ¿qué? No hay necesidad de encarar lo peor; nadie nos ha devorado; simplemente vegetamos al azar de una historia que ya no es la nuestra. Roberto está reducido al papel de testigo pasivo: ¿qué hará con sus huesos? Sí, hasta qué punto la revolución se le ha entrado en la médula: es el absoluto de él, su juventud lo ha marcado para siempre. Durante todos esos años en que creció entre casas y vidas color hollín el socialismo era su única esperanza; no creyó en él ni por generosidad ni por lógica sino por necesidad. Ser un hombre significaba para él ser como su padre un militante. Tuvieron que mediar muchas cosas para apartarlo de la política: la decepción furiosa del 14, su ruptura con Cachin dos años después de Tours, su impotencia para despertar en el partido socialista la vieja llama revolucionaria. En la primera oportunidad se lanzó de nuevo a la acción; en este momento está más apasionado que nunca. Me digo para tranquilizarme que tiene muchos recursos. Después de nuestro casamiento, durante los años que pasó sin militar, escribió mucho y era feliz. ¿Pero en verdad lo era? En verdad me convenía creerlo y hasta esta noche nunca me atreví a espiar lo que se decía cuando estaba solo: ya no me siento muy segura de nuestro pasado. Si quiso tener un hijo tan pronto fue porque sin duda yo no le bastaba para justificar su existencia; quizá también buscaba una revancha contra ese porvenir sobre el cual ya no tenía poder. Sí, ese deseo de paternidad me parece muy significativo. Significativa también la tristeza de nuestra peregrinación a Bruay. Paseábamos por las calles de su infancia; él me mostraba la escuela donde enseñaba su padre y el oscuro edificio en el que a los nueve años había oído a Jaures; me contaba sus primeros encuentros con la desgracia diaria, con el trabajo sin esperanza; hablaba demasiado rápido en un tono demasiado indiferente; y de pronto dijo con voz muy agitada: «Nada ha cambiado, pero yo escribo novelas». Quise creer en una emoción fugaz; Roberto estaba demasiado alegre para que le supusiera serias nostalgias. Pero después del congreso de Amsterdam, durante toda la época en que organizó los Comités de Vigilancia, vi que podía estar todavía mucho más alegre y tuve que confesarme la verdad: antes tascaba el freno. Si vuelve a encontrarse condenado a la impotencia, a la soledad, todo le parecerá vano, hasta escribir; sobre todo escribir. Entre el 25 y el 32, mientras tascaba el freno escribía, sí. Pero era distinto. Continuaba ligado con los comunistas y ciertos socialistas; conservaba la esperanza de la unidad obrera y de una victoria final; sé de memoria esa frase de Jaures que él repetía en cualquier ocasión: «El hombre de mañana será el más complejo, el más rico de vida que haya conocido la historia». Estaba convencido de que sus libros ayudaban a construir el porvenir y que ese hombre de mañana los leería: entonces, evidentemente, escribía. Ante un porvenir cerrado, ya eso no conservaba ningún sentido. Si sus contemporáneos no lo escuchan más, si la posteridad no lo comprende más, sólo le queda callar.
Y entonces, ¿qué será de él? Una criatura viva que se transforma en espuma es atroz, pero hay una suerte peor: la del paralítico que tiene la lengua trabada. Más vale la muerte; ¿llegaré a desear algún día la muerte de Roberto? No. No es imaginable. Ha tenido golpes fuertes, siempre salió bien de ellos, volverá a salir. No se cómo, pero inventará algo. No es imposible, por ejemplo, que se afilie un día al partido comunista; por supuesto, en este momento no piensa en ello, critica demasiado violentamente su política; pero supongamos que cambien de línea; supongamos que no exista, aparte de los comunistas, ninguna izquierda coherente: antes que permanecer inactivo, me pregunto si Roberto no terminaría por unirse a ellos. No me gusta esta idea. Le resultaría más duro que a cualquiera plegarse a órdenes con las cuales no estuviera de acuerdo. Siempre ha tenido ideas propias sobre la táctica a seguir. Y además, por más que ensaye el cinismo, sé que siempre seguirá fiel a su vieja moral; el idealismo de los demás lo hace sonreír: tiene también el suyo; hay ciertos procedimientos comunistas que nunca podrá tragar. No, esa solución no es tal. Demasiadas cosas lo separan de ellos; su humanismo no es el mismo que el de ellos. No solamente ya no podría escribir nada sincero, sino que estaría obligado, a renegar de todo su pasado.
«Paciencia», me dirá. Hace un rato decía: «Un libro más o menos no tiene gran importancia». Pero ¿acaso lo piensa? Yo doy mucho valor a los libros, quizá demasiado. En la época de mi propia prehistoria los prefería al mundo real; algo de eso me ha quedado; han conservado para mí un gustito de eternidad. Sí, es una de las razones que me hacen tomar tan a pecho la obra de Roberto: si ella muere volvemos a ser dos mortales; el porvenir es sólo una tumba. Roberto no ve las cosas así; pero tampoco es un militante ejemplar perfectamente olvidado de sí mismo; tiene la esperanza de dejar un nombre detrás de sí, un nombre que signifique mucho, para mucha gente. Y además, escribir es lo que más le gusta en el mundo, es su alegría, su necesidad, es él mismo. Renunciar a ello sería un suicidio.
Y bien, tendría que resignarse a escribir bajo una dirección, otros lo hacen: otros, pero no Roberto. En último caso lo imagino militando sin ganas, pero escribir es otra cosa; si no pudiera seguir expresándose a su antojo se le caería la pluma de la mano.
¡Ah, cómo veo el callejón sin salida! Roberto cree sólidamente en algunas ideas y estábamos seguros antes de la guerra que algún día se encarnarían en la realidad; toda su vida se dedicó a la vez a enriquecerlas y a preparar su encarnación: pero supongamos que ésta no deba producirse jamás. Supongamos que la revolución del humanismo que Roberto defendió siempre se cumpla sin él. ¿Qué puede hacer Roberto? Si ayuda a construir un porvenir hostil a todos los valores en los cuales cree, su acción es absurda; pero si se empeña en mantener valores que nunca bajarán a la tierra, se convierte en uno de esos viejos soñadores a los cuales por encima de todo no quiere parecerse. No, en esta alternativa ninguna elección es posible: es en todo caso el fracaso, la impotencia; para Roberto es enterrarse vivo. He aquí por qué se arroja en la lucha con tanta pasión: me dice que la situación le ofrece una posibilidad que ha esperado toda su vida: sea; pero encierra también un peligro más grave que ninguno de los que ha conocido y lo sabe. Sí, estoy segura de que él también se dice todo lo que acabo de decirme. Se dice que para él el porvenir quizá sea una tumba, que se hundirá sin dejar más rastro que Rosa y Diego. Y aun peor que eso; acaso los hombres de mañana lo mirarán como a un retrógrado, a un engañado, un mistificador: inútil o culpable, un harapo humano. Puede ser que un día se sienta tentado a mirarse a sí mismo con sus ojos crueles; entonces terminará su vida en la desesperación. No, no soportaré despertarme mañana y los días venideros con esa enorme amenaza en el horizonte. No. Pero puedo repetir cien veces: no, no y no, nada cambiará. Me despertaré ante esa amenaza mañana y los días venideros. De una certidumbre uno puede morir; pero este miedo sin fondo va a ser preciso vivirlo.