78. PUTAS DE AMSTERDAM, 12.a PARTE

No había nada que pudiese hacer.

No pude hacer nada. Ni gritar, ni suplicar, ni nada. Y los chicos que iban en el coche no le vieron.

No había nada que pudiese hacer.

El coche golpeó a Franco con fuerza a sólo unos metros de donde estaba yo. Saltó por encima del capó y se estrelló contra el asfalto. Quedó tendido, inmóvil, con un hilo de sangre manándole de la nariz.

Me acerco sin saber qué coño hago conscientemente. Estoy arrodillado, a su lado, sosteniéndole la cabeza, observando sus atareados ojos centellear y moverse, rebosantes de perpleja malevolencia. Así no le quiero ver. De verdad que no. Quiero verle dándome puñetazos, pateándome. «Franco, tío, lo siento…, ha sido una sobrada…, lo siento, tío…».

Lloro. Sostengo a Begbie entre mis brazos y lloro. Pienso en los viejos tiempos, en todos los buenos ratos; le miro a los ojos y veo cómo el rencor los abandona, como si se retirara una oscura cortina para dejar entrar una luz serena mientras sus finos labios esbozan una sonrisa malvada.

Joder, me sonríe. Entonces intenta hablar, y dice algo así como: «Siempre me caíste bien», o a lo mejor es que escucho lo que quiero oír, puede que haya algún matiz. Después empieza a toser y un goteo de sangre se le escapa por la comisura de los labios.

Intento decir algo, pero de repente me doy cuenta de que alguien me observa desde arriba. Levanto la vista y contemplo un rostro que me resulta ajeno y familiar al mismo tiempo. Me doy cuenta de que es Nelly Hunter, que se ha quitado los tatuajes de la cara y a punto estoy de decir algo para que sepa que le he reconocido cuando su puño sale disparado y me golpea en la mandíbula.

El cuerpo me da una sacudida de la impresión y mi cara acusa un dolor sordo. Joder, vaya hostia. Le veo sumergirse de nuevo entre la multitud de buitres mientras me incorporo tambaleante. Noto una mano en el hombro y me vuelvo raudo, temiendo verme hecho papilla a manos de la peña de Franco, pero sólo se trata de un enfermero con su bata verde. Colocan a Franco sobre una camilla y lo meten en la ambulancia. Voy a meterme yo pero un policía se interpone en mi camino y dice algo que no logro descifrar. Otro poli le hace un gesto al enfermero y luego al primer poli. Este se aparta de mi camino y me subo a la parte trasera de la ambulancia y enseguida cierran la puerta y arrancan. Estoy acurrucado junto a Franco, diciéndole que aguante. «No pasa nada, Frank, estoy aquí contigo, colega», le digo. «Estoy aquí».

Me froto la mandíbula, que está jodida por el puño de Nelly; menudo hostión. Bienvenido a Leith. Bienvenido a casa, vaya que sí. Pero ¿eso dónde queda ahora? Leith…, no. Amsterdam…, no. Si el verdadero hogar es donde uno tiene a los suyos, ahora mismo mi hogar es Dianne. Tengo que llegar al aeropuerto.

Aprieto la mano de Franco, pero ha perdido el conocimiento y los enfermeros le han puesto una máscara de oxígeno en la cara. «Sigue hablándole», me exhorta uno de ellos.

Joder, esto no pinta nada bien. Lo raro es que a lo largo de los años pensé que deseaba que llegara este momento, incluso lo había añorado, fantaseado con él, pero ahora quisiera cualquier cosa que no fuera esto. El tío de la ambulancia no necesita animarme, porque no podría callarme aunque quisiera. «Tenía intención de reunirme contigo y arreglar las cosas, Frank. Siento de verdad lo de aquella vez en Londres, pero no pensaba con claridad, Frank; necesitaba alejarme como fuera y desengancharme del jaco. He estado en Amsterdam pero ahora he vuelto por aquí de momento, Frank. He conocido a una chica estupenda, Frank…, a ti te caería bien. Pienso mucho en las risas que solíamos echar, en los partidos de fútbol en los Links, en lo bien que me trataba tu madre cuando iba por tu casa; siempre hacía que me sintiese bienvenido. Son cosas que a uno se le quedan. ¿Te acuerdas cuando solíamos ir al State en Junction Street los sábados por la mañana para ver los dibujos animados, o a aquel cine cochambroso que había al final del Walk? ¿Cómo se llamaba? ¡El Salón! Si teníamos dinero suficiente para ir a Easter Road por la tarde, recuerdo que solías acercarme… Luego nos pillaron pintando nuestros nombres con spray y la leyenda YLT en la parte trasera de Leith Academy Primary y como sólo teníamos once años y estábamos al borde de las lágrimas, ¡la poli nos soltó! ¿Te acuerdas de aquello? Aquella vez estábamos yo, tú, Spud, Tommy y Craig Kincaid. ¿Te acuerdas de la vez que los dos nos follamos a Karen Mackie? ¡Y qué me dices de la vez aquella en Motherwell cuando tú zurraste al grandullón aquel y me detuvieron como responsable a mi!».

Y lo raro es que mientras digo todo esto y lo recuerdo y lo siento, una parte de mi cerebro piensa otra cosa. Piensa que Sick Boy es un explotador nato, instintivo, una criatura de su tiempo. Pero su eficacia se ve restringida por el hecho de que se involucra mucho más de la cuenta en el proceso, en la intriga y en el aspecto social de todo ello. Él cree que se trata de algo significativo, que de hecho quiere decir algo. De modo que se sumerge en todo ello, y nunca se para a tomar distancia y acordarse de hacer lo más simple.

Como coger el dinero y largarse.

No le gustará nada comprobar que el dinero ha desaparecido y yo con él. Su repugnancia por sí mismo al ver que se la han jugado por segunda vez probablemente precipite alguna clase de derrumbamiento mental. Puede que al final haya acabado por cargármelos tanto a él como al pobre Franco. Franco…, prescindiendo de la máscara de oxígeno, tiene exactamente el mismo aspecto. Entonces se oye una llamada procedente de él y me doy cuenta de que es su móvil el que está sonando en el bolsillo de su chaqueta. Le echo una mirada al enfermero, que me hace un gesto con la cabeza. Lo saco y lo enciendo. Un grito me retumba en el oído. «¡FRANK!».

Es la voz de Sick Boy.

«¿PILLASTE A RENTON? ¡CONTÉSTAME, FRANK! ¡SOY YO, SIMON! ¡YO! ¡YO! ¡YO!».

Apago el móvil. «Creo que era su novia quien intentaba hablar con él», me escucho decirle al enfermero. «La llamaré más tarde».

Llegamos al hospital y me encuentro aturdido y mudo mientras un joven médico delgaducho y de aspecto nervioso me cuenta que Franco sigue inconsciente, cosa que ya había deducido, y que lo van a ingresar en la UVI. «Es cuestión de que se le estabilicen las constantes y luego de hacerle unas pruebas para ver qué daños ha sufrido», dice de forma tan vacilante que casi parece que sepa a quién están atendiendo.

Ya no hay nada más que pueda hacer, pero subo al pabellón de la UVI, donde veo a una enfermera poniéndole un gotero intravenoso en el brazo. La saludo con una leve inclinación de la cabeza y me responde con una sonrisa escueta y profesional. Pienso en las ganas que tengo de estar con Dianne en el aeropuerto y en las poquitas que tengo de estar aquí cuando Nelly y algunos otros colegas de Franco entren en tromba por la puerta. «Lo siento, Frank», digo antes de hacer ademán de marcharme, y a continuación me vuelvo rápidamente y añado: «Sé fuerte». Salgo del pabellón, y me marcho a un ritmo vivo por el pasillo, bajo por la escalera de mármol, donde las suelas casi me resbalan sobre la superficie, salgo por las dos puertas giratorias y atravieso a toda velocidad el patio delantero para meterme en un taxi que está esperando. Vamos bien hasta al aeropuerto porque hay poco tráfico, pero llego tarde. Muy tarde.

Nos detenemos junto a Salidas y veo a Dianne saludándome con la mano; salgo corriendo para encontrarme con ella. Ella se queda clavada en el sitio pero se relaja a medida que me voy acercando; su comprensible disgusto se desvanece cuando cae en la cuenta de mi estado de ánimo. «Dios…, ¿qué pasa? Pensé que me habías dejado plantada por una antigua enamorada o algo por el estilo».

Por un segundo casi me río. «De eso nunca hubo ningún peligro», digo, temblando al abrazarla, inhalando su presencia. También intento controlarme, porque tengo unas ganas de subir a ese avión mayores de las que nunca haya tenido por meterme pico alguno.

Nos apuramos para llegar al mostrador de facturación, pero ni siquiera están dispuestos a inscribirnos. Hemos perdido el vuelo a Londres y, por consiguiente, el de enlace. Al muy hijo puta lo perdimos sólo por unos minutos, casi segundos. Pero lo hemos perdido. Afortunadamente, los billetes son abiertos y reservamos para el primer vuelo a San Francisco vía Londres, que sale mañana a la hora de comer. Los dos estamos de acuerdo en que no estamos dispuestos a volver a enfrentarnos a la ciudad y optamos por inscribirnos en un hotel cercano al aeropuerto, donde le explico en detalle lo sucedido.

Sentado en una cama cubierta por un edredón rojo y verde con Dianne, todavía bajo los efectos de la impresión y cogiendo su mano entre las mías, recorro las finas venas azules del dorso mientras cuento mi historia. «Es de locos, pero el venao hijo de puta me habría matado…, me quedé de piedra…, dudo que hubiese podido intentar defenderme siquiera… Aunque lo más increíble de todo es que… después… era como si siguiésemos siendo colegas, como si no le hubiera dado el palo ni nada de eso. Es alucinante, pero hay una parte de mí que sigue queriéndole mucho… A ver, la psicóloga eres tú, ¿cómo lo ves?».

Dianne frunce los labios y abre más los ojos mientras medita. «Forma parte de tu vida, supongo. ¿Te sientes culpable por la parte que desempeñaste en el accidente?».

Una sensación de repentina y diáfana frialdad se apodera de mí. «No. No debió haber cruzado la calle de ese modo».

La habitación dispone de calefacción central pero Dianne sostiene la taza de café con ambas manos, como para que le dé calor, y caigo en la cuenta de que ella también está impresionada por lo de Franco pese a no haberlo conocido jamás. Es como si se comunicase de mí a ella.

Intentamos cambiar de tema, reponernos a base de mirar hacia el futuro. Ella me cuenta que no cree que su tesis acerca de la pornografía sea muy buena, y que en cualquier caso le apetece un año de vacaciones. Incluso quizá decida buscar una universidad en los Estados Unidos. ¿Qué vamos a hacer en San Francisco? Simplemente pasar el rato. Puede que vuelva a montar un club, pero lo más probable es que no, es demasiado agobio. Quizá Dianne y yo nos metamos en la mierda esa de los sitios web y nos convirtamos en unos puntocom. Aunque llevamos tiempo haciendo planes y fantaseando al respecto, ahora mismo no quiero pensar en eso, sólo puedo pensar en Begbie y, por supuesto, en Dianne. Se ha convertido en una mujer alucinante, pero siempre lo fue. Era yo el que era demasiado joven e inmaduro para que pudiésemos emprender las cosas como mandan los cánones en su momento. Esta vez aguantaremos mientras duren el amor o la pasta.

A la mañana siguiente nos levantamos temprano y desayunamos en la habitación. Llamo al hospital para que me den noticias de Franco. No hay novedad, sigue inconsciente, pero las radiografías han confirmado el alcance de sus lesiones; tiene una pierna rota y el hueso de la cadera destrozado, amén de algunas costillas con fisuras, una fractura de cráneo y otra en el brazo y algunas heridas internas. Debería sentirme aliviado de que esté impedido, pero sigo sintiéndome fatal por lo que le pasó. Y sí, ahora mismo me siento culpable.

Regresamos al aeropuerto, Dianne con muchas ganas de alejarse de todo y yo simplemente más angustiado por las posibles consecuencias de quedarnos por aquí un segundo más de lo necesario.