Lars Lavish quiere llevarme al huerto. Los tíos estos del porno son bastante cortos, pese a ser de ideas fijas. Resulta aburrido, pero es más interesante que la compañía de Simon. Se está comportando como un plasta tedioso y atiborrado de coca. No quiero ser demasiado dura con él, porque este es su momento y debería disfrutarlo, por aquello de que más dura será la caída y todo eso. Pero está imposible. Quiere tirarse todo lo que se mueve, como Curtis, que de hecho se tira todo lo que se mueve. Las niñas pijas hacen cola, morbosas, remilgadas y tontonas, para conseguir una ración de esa polla, cuya fama corre de boca en boca por los mentideros de la carpa. Y su porte indica que al muchacho esa polla por fin empieza a quedarle bien. De la hamburguesería a estrella del porno.
Llevaba un rato desaparecido con una acompañante y ahora han vuelto a aparecer. «¿Qué tal te va, Curtis?».
«De puta madre», dice, llevando a la chica de la mano. A ella los ojos se le salen de las órbitas y le cuesta caminar. «¡En la vida lo había pasado mejor!».
Me resulta difícil discrepar.
Lo atraigo hacia mí y le cuchicheo al oído: «¿Te acuerdas de lo que dijiste acerca de aquellos tíos con los que fuiste al colegio? ¿De que te tomaban el pelo llamándote monstruo? Bueno, pues ¿quién tenía razón y quién se equivocó?».
«Yo tenía razón; ellos se equivocaban», dice. «Pero… es una lástima que Danny y Philip no puedan estar aquí para ver todo esto. Les habría encantado».
Al oír esto, Simon le interrumpe. «Es como lo del metro londinense, colega. Esperan que la gente sea lo bastante borrega. No ponen papeleras, sabes; esperan que camines por ahí con la basura encima. Yo no hago eso, la dejo en cualquier parte. Pero la cantidad de gente que lo hace basta para que les salga rentable no ponerlas».
«No te sigo…».
«Lo que te estoy diciendo, amiguete, es que la basura hay que tirarla, no llevarla encima, y aquí se está de puta madre sin la basura», dice con aires de superioridad.
Sick Boy —Dios, cómo le pega ese apodo— está poniendo por las nubes a una chica llamada Ron, que según él es de la Fox Searchlight. «Ron nos ha invitado a todos al sarao de la Fox Searchlight mañana», dice con una sonrisa radiante.
Hago un aparte con él. «¿Por qué no te la llevas y te la follas ahora, Simon? Parece muy dispuesta. ¿O es que se trata de un romance puramente nasal?».
«No seas mezquina, Nikki», dice con desdén. «Sólo es un vehículo para conseguir entradas para la juerga».
Qué morro tiene. Termina el festorro y nos dirigimos a un club durante un rato, pero está tan lleno que apenas podemos movernos, así que decidimos volver a la suite del hotel. «Esto está guay», dice Curtis, impresionado por la opulencia del local.
Nuestro grupito se encuentra cara a cara con un conserje que pregunta de forma bastante imperiosa: «¿Son ustedes huéspedes de este hotel?».
«No, ni por asomo podría decirse tal cosa», contesta ceremoniosamente Simon. Cuando el encargado de uniforme está a punto de ponernos de patitas en la calle, Simon saca la llave de su habitación. «Ser huésped conlleva el derecho a cierta hospitalidad, a alguna forma rudimentaria de cortesía. Estamos alojados en el hotel pero no, no puede decirse que seamos huéspedes».
El conserje está a punto de decir algo, pero Simon sigue adelante, diciéndole que se retire con un movimiento de la mano semejante al que uno emplearía para apartar un olor nocivo. Yo le sigo, con una sonrisa un tanto de disculpa, y los demás también. Llegamos a la habitación y dejamos seco el mini-bar, mientras Simon me irrita con el peloteo descarado con el que trata a la señorita Fox Searchlight. La forma en que asaltan la cocaína al alimón resulta bastante aterradora.
«Una película pornográfica… ¿Y la estrella es Curtis?», pregunta ella, mirándole con ojos saltones. Curtis está tumbado en el sofá mientras Mel sacude la cabeza.
«Sí, bueno, Curtis y Mel, y Nikki también, claro», se digna aclarar Sick Boy. «En el porno siempre dominan las chicas. ¡Pero Curtis tiene cierto activo que le eleva muy por encima de los típicos actores de veinte centímetros! Por supuesto, yo también interpreto un papel…».
«¿De verdaad…?», dice la señorita Fox Searchlight, acariciándole el brazo mientras se devoran mutuamente con los ojos.
Su flirteo al rojo vivo hace que me sienta como si hubiera comido demasiado algodón de azúcar. Le escucho babear un rato y después me quedo dormida en la cama. Cuando me despierto en mitad de la noche, con la vejiga cargada, llego tambaleándome hasta el retrete para echar una larga y dolorosa meada que anuncia el comienzo de una cistitis de la muerte. El minibar está vacío, Simon y Fox Searchlight han desaparecido y Curtis y Mel están sobando en la chaise longue, abrazados y completamente vestidos.
Estoy sentada en la taza del wáter, tratando de expulsar el pis tóxico este de mi vejiga. Llamo al servicio de habitaciones y les pido que me suban un poco de Nurofen. Por suerte, llevo algo de Cylanol en el bolso y me tomo uno. Pero estoy que agonizo; no puedo dormir y segrego sudores febriles. Simon aparece y toma nota de mi malestar. «¿Qué pasa, nena?».
Se lo cuento mientras aparece el tipo del servicio de habitaciones. Simon me acerca el Nurofen. «Enseguida te hará efecto, nena, no te preocupes… ¿Te has tomado ya el Cylanol?».
Asiento con un gesto débil.
«No me he follado a la Roni esa, ¿sabes?», se apresura a explicarme, «sólo fuimos a dar un paseo por la playa porque todos los demás se habían quedado sobados. Ahora soy hombre de una sola mujer, nena; bueno, al menos fuera de la pantalla».
Un paseo por la playa. Suena tan romántico que preferiría que le hubiera echado un polvo rápido en su habitación de hotel. Ve a Mel y a Curt y se acerca a desperezarlos. «Ya es casi de día. ¿Podríais volver al Beverly y dejarnos un rato a solas, familia? ¿Por fa?».
Mel hace una mueca, pero se levanta. «Vale…, venga, Curtis».
Curtis se levanta y se fija en mis lágrimas. «¿Qué le pasa a Nikki?».
«Cosas de mujeres. Estará bien enseguida. Nos vemos dentro de un rato», dice Simon.
Pero Curtis no traga con eso y se acerca hasta la cama. «¿Estás bien, Nikki?».
Le agradezco su preocupación, y mientras besa dulcemente mi frente enfebrecida, rodeo su flacucha cintura con mis brazos. Después se acerca Mel y le doy un beso y un abrazo. «Estoy bien, creo que el Cylanol empieza a hacerme efecto. Es la cistitis esta. Demasiado vino y espirituosos. Creo que ese champán corrosivo también le va fatal».
Cuando se marchan, Simon y yo nos metemos en la cama, dándonos mutuamente la espalda, acartonados y tensos, yo con mi dolor, él con su cocaína.
Finalmente empiezo a relajarme y desentumecerme en la cama. Es ya por la tarde cuando me despierto, alterada por sus movimientos. Se acerca y se sienta en el borde de la cama con una bandeja traída por el servicio de habitaciones: croissants, café, zumo de naranja, bollería y fruta fresca. «¿Te encuentras mejor?», pregunta mientras me besa.
«Sí, mogollón», y le miro a los ojos; ambos guardamos silencio.
Al cabo de poco me aprieta la mano y dice: «Nikki, ayer me comporté de forma abominable. No se trataba sólo de la bebida y la farlopa, se trataba de la ocasión. Quería que todo saliera tan bien, y me convertí en un maníaco del control, en un fascista».
«¿Y eso qué tiene de nuevo?», observo.
«Quiero compensarte esta noche, antes de que vayamos todos a la fiesta de la Fox Searchlight», dice con el rostro atravesado por una sonrisa enorme. A continuación añade: «¡Tengo una noticia cojonuda!».
Está radiante. Tengo que preguntárselo. «¿Y cuál es?».
«¡Estamos preseleccionados para la mejor película del Festival de Cine Adulto de Cannes! ¡Me han llamado esta mañana para decírmelo!».
«Hala…, eso es… genial», me oigo decir.
«Joder si lo es», observa Simon, lleno de gozo. «Y tú, yo y Curtis estamos nominados en los apartados de mejor actriz, director y actor noveles».
Experimento una irrupción tan enorme de júbilo que casi llego hasta el techo de un salto.
Para celebrar la nominación, Simon me lleva a cenar a lo que describe como «uno de los mejores restaurantes, no sólo de Cannes, sino de Francia. Lo cual, por supuesto, quiere decir del mundo entero».
Me pongo un chispeante vestido Prada de color verde manzana con unos zapatos Gucci de tacón. Llevo el pelo recogido y un par de pendientes de oro, un collar y unas pulseras. Simon, que lleva una chaqueta de algodón amarilla y una camisa blanca, me mira y sacude la cabeza. «Eres la quintaesencia de la feminidad», me dice, casi cohibido de admiración.
Me siento tentada de preguntarle si anoche le dijo lo mismo a Fox Searchlight, pero lo dejo correr porque no quiero echar a perder el encanto del momento. Estamos en el aquí y ahora, y sé que ese no siempre será el caso.
Y la verdad es que resulta maravilloso: es la clase de pequeño restaurante de Provenza donde la cocina ha sido elevada a una de las bellas artes. Desde el amuses-bouche al homard bleu, suc lie de truffe noire et basilic pilé y la pechuga de pollo demideuil cubierta con una oscura salsa de trufas hasta llegar al plato fuerte, una pila de trufas rodeando una crujiente ensalada verde. Magnífico.
Para postre, me incliné por la coupe-glacée de café y chocolate con una atrevida taza de café líquido y un brioche para mojar. Todo ello acompañado por una botella de champán «Cristal». Louis Roederer, un Clos de Bois Chardonnay y dos grandes coñacs Remy Martin.
Estamos embriagados por todo y nos seseamos seductoramente el uno al otro en un francés macarrónico, cuando de repente suena el móvil de Simon, el verde. Me da mucha rabia que nunca los tenga apagados. «¿Hola?».
«¿Quién es?», digo entre dientes, un tanto más que molesta de que nuestro momento se vea invadido.
Simon tapa el auricular con la mano. Durante un rato se le ve bastante preocupado, y a continuación prorrumpe en una sonrisa mordaz. «Es François. Tiene unas noticias importantísimas acerca de una timba en Leith de la que me olvidé. ¡Cuán negligente por mi parte no haber consultado la agenda!». Habla tranquilamente por el teléfono. «Estoy en Francia, Frank, en el Festival de Cine de Cannes».
Al otro extremo se oye el rumor de una voz imperiosa. Simon se aparta del móvil. A continuación me guiña el ojo en plan bribón y suelta por el auricular, mientras se tapa el oído con la otra mano: «¿Frank? ¿Sigues ahí? ¿Hola?».
Ahora tapa el micrófono con la mano y se ríe. «François se está poniendo bastante intratable. Sólo a mí se me podría olvidar la incompatibilidad entre el Festival de Cine de Cannes y la Timba de Cartas de Leith. Debería coger un helicóptero directo a Leith», se cachondea, con los hombros estremeciéndose, y ahora yo también me río. «¿Sigues ahí, Frank? ¿Hola?», grita por el teléfono. Después rasca la rejilla del micrófono con la uña. «No te oigo y se está perdiendo la señal. Te llamaré más tarde», dice, cerrando el móvil y apagándolo. «Es tan gilipollas que ni siquiera se le puede odiar. Está por debajo», dice con atónita admiración. «El tipo está más allá del amor o del odio…, sencillamente…, es así».
Acto seguido estira la mano y coge la mía. «¿Cómo pueden existir en el mismo planeta alguien como tú y alguien como él? ¿Cómo puede producir el planeta Tierra semejante gama de humanidad?».
Y de golpe volvimos a estar absortos el uno en el otro. Simon lanzaba arrogantemente aleatorias miradas fulminantes alrededor de la sala, pero la mayor parte del tiempo nuestros ojos cómplices se devoraban mutuamente, danzando y provocando. Tras gozar de semejante intimidad, follar casi sería un anticlímax. Casi.
«¿Tenemos tiempo para volver a la habitación antes de encontrarnos con los demás?», le pregunto.
«Me ocuparé de que así sea», dice agitando el móvil.
Me retiro a los lavabos y me meto los dedos por la garganta, vomitando la comida y haciendo gárgaras con el enjuague bucal que llevo en el bolso. La comida estaba de maravilla, pero engordaba mucho más de la cuenta y era demasiado pesada. Como la mayoría de mujeres inteligentes y modernas, estoy de acuerdo con Jung, aunque Freud tenía una cosa a su favor, y es que odiaba a los gordos. Probablemente porque eran felices y equilibrados y por tanto no le forraban el riñón, a diferencia de los neuróticos delgaduchos. Pero ahora, en este momento, estoy contenta. Me lo he comido todo muy a gusto, y luego lo he potado antes de que pueda perjudicarme.
Al volver al restaurante se está produciendo una pelotera y, para mi mayor intranquilidad, me doy cuenta de que es en nuestra mesa.
«¡Esta tarjeta no puede haber superado el límite; sencillamente no puede ser, joder!», chilla Simon, con la cara colorada por la bebida y probablemente por la cocaína también.
«Pero, por favor, monsieur…».
«¡ME PARECE QUE NO ME HA OÍDO! ¡SENCILLAMENTE NO PUEDE SER, JODER!».
«Pero, por favor, monsieur…».
La voz de Simon queda reducida a un silbido bajo. «¡A mí no me toques los huevos, gabacho de mierda! ¿Quieres que venga aquí Cruise? ¿Quieres que venga a comer Di Caprio? Se supone que he quedado aquí mañana con Billy Bob Thornton para discutir un proyecto de gran envergadura…».
«¡Simon!», grito yo. «¿Qué está pasando?».
«Disculpe…, vale, vale. Ha debido haber algún error. Pruebe con esta». Le entrega otra tarjeta que funciona de inmediato. Pese a la mala cara del maítre, a Simon se le ve petulante y reivindicativo, y no sólo se niega a dejar propina, sino que grita en pleno comedor antes de partir: «¡JE NE REVIENDRAI PAS!».
Fuera, yo me debato entre mosquearme con todo el asunto o reírme de todo ello. Como sigo con un colocón enorme, opto por esto último, y estallo en un ataque de risa borracha y nerviosa.
Simon me echa una mirada malhumorada, y después sacude la cabeza y también empieza a reírse. «Vaya insensatez, si traté de pagar con la tarjeta de la cuenta de Bananazurri. Tiene mogollón de pasta. Todo el dinero del chanchullo uno-seis-nueve-cero está allí metido y Rents y yo somos los titulares y él está en Amster…». Se detiene en seco por un instante, y en su mirada se instala un pánico helado. «Como… ese… cabrón…».
«No seas tan paranoico, Simon», me río. «Mark estará aquí mañana, tal y como estaba previsto. Volvamos al hotel», le cuchicheo al oído, «a hacer el amor…».
«¡Hacer el amor! ¿Hacer el puto amor? ¿Cuando un cabrón pelirrojo podría estar llevándose todo aquello para lo que he estado trabajando?».
«No seas estúpido…», le suplico.
Simon, como si tratase de controlarse y recuperar la compostura, extiende los brazos delante de su cuerpo. «Vale…, vale…, probablemente me esté comportando como un bobo. ¿Qué tal si vuelves al hotel y me das quince minutos para tranquilizarme y hacer unas llamadas?».
Respondo frunciendo el ceño, enfurruñada, pero no se mueve. Me largo, volviendo a regañadientes a la habitación del hotel, donde me sirvo una copa mientras pienso en el muy cabrón con la zorra esa de la Fox Searchlight en la playa.
Cuando vuelve, está más tranquilo y de mejor humor. «¿Diste con Mark, por lo que veo?».
«No, pero hablé con Dianne. Me dijo que la acababa de llamar desde Amsterdam y que la volvería a llamar luego, así que le dije que le dijera que me llame inmediatamente», me explica, y luego me suplica: «Lo siento, cariño, estaba nervioso. Demasiado perico…».
Me acerco a él y le cojo con firmeza de las pelotas a través del tejido de los pantalones, sintiendo cómo se le pone dura. Esboza una gran sonrisa. «¿Serás guarra?», se ríe, y está encima y dentro de mí, y hacemos el amor con frenesí, con más pasión aún que las primeras veces.
Más tarde, nos encontramos con Mel y Curtis para ir a la fiesta de la Fox Searchlight. Al principio resulta bastante aburrida, pero un excelente DJ anima las cosas y volvemos a estar de juerga. Cuando termina, nos metemos en una lancha y salimos para el sarao que hay en el barco de Prívate, un viejo transatlántico amarrado en el Mediterráneo convertido en estudio de cine. Es una fiesta de estrellas del porno, con eurotecno ensordecedor de mala calidad y barra libre. Evidentemente, Simon está hecho un manojo de nervios; se pasa todo el rato llamando por el móvil, tratando de dar con Mark. Intenta quitarle importancia. «Si con esta música no te entran ganas de que te la metan por el culo, Nikki, entonces no hay nada que pueda lograrlo».
«Tienes razón», le digo. «No hay nada que pueda lograrlo».
Yo, Mel y Curtis vamos a por todas en la pista, aunque Curtis desaparece y regresa sin parar, con una sonrisa en la cara y una starlette desquiciada a remolque. A Mel y a mí no paran de entrarnos toda clase de tíos, incluyendo Lars Lavish y Miz, pero disfrutamos de nuestra sensación de poder, dándoles calabazas a todos pero sin dejar de flirtear escandalosamente y de hacer de calientapollas que es un horror. En determinado momento nos metemos en un cubículo de los servicios y hacemos el amor, cada una llevando a la otra hasta el orgasmo; es la segunda vez que disfrutamos de esa clase de intimidad sin que haya una cámara por medio.
Cuando regresamos a cubierta, excitadas pero satisfechas, sonriéndonos la una a la otra, vemos a Simon, que sigue intentando obtener señales en los móviles. Llegan más lanchas y el barco empieza a llenarse. Veo a una chica delgada y de largo cabello rubio con el rabillo del ojo, lo cual no resulta sorprendente, pero la voz que escucho hablando con ella hace que eche un segundo vistazo. Incluso Simon apaga el móvil de la impresión. «… ya, pero la gente se cree que me llaman Juice Terry por la cantidad de esperma que echo en las tomas de corridas. Pero no es por eso; se remonta a los tiempos en que repartía gaseosa, o lo que vosotros los americanos llamaríais soda, aunque técnicamente se denominen aguas carbonatadas, eh. Escucha, muñeca, ¿no te apetece ir a la parte de abajo a explorar un poco el barco? ¡Y puede que algo más!».
«¡Lawson!», grita Simon.
«¡Sicky!», ruge Terry, y entonces nos ve a Mel y a mí. «¡Nikki! ¡Eh-ey! ¡Mel! ¡Qué tal, preciosas!». Se vuelve hacia su acompañante. «Os presento a Carla, trabaja en el negocio, rollo San Fernando Valley y tal. ¿Cómo dijiste que se llamaba tu película, muñeca?».
«A Butt-Fucker in Pussy City», dice la rubia esta de acento americano con una sonrisa de oreja a oreja.
«Eso; Birrell también está aquí, Birrell sénior quiero decir. Me dijo que venía a ver a su torda en Niza, así que me autoinvité a acompañarle. Me bajé en tren hasta aquí y conseguí entrar en la carpa del festival de cine porno a fuerza de labia. Le dije a todo dios que era Juice Terry, el de Siete polvos, y me dieron una acreditación», dice, señalando una tarjeta de color naranja donde aparece la estampa PELÍCULAS PRIVADAS PARA ADULTOS, «JUICE» TERRY LAWSON, ACTOR. «No veáis las ganas que tengo de volver a Edimburgo y presentarme en el Slutland del West End con esto puesto».
«Encantado de que hayas podido venir, Tel», dice Simon de manera incisiva. «Discúlpame un segundo», dice, y se dirige hacia estribor, pulsando números en el móvil verde.
Terry me agarra por el culo y después hace lo mismo con Mel, tras lo cual y después de dedicarnos un guiño pícaro desaparece con Carla, quien evidentemente cree —gracias a la edición de Simon en Siete polvos— que la polla de Terry es la de Curtis. «Se llevará una desilusión», dice Mel riéndose, «aunque tampoco tanta».
El eurotecno este resulta tan animado que casi me apetecería meterme un éxtasis, pero la química no es lo mío. Después de un rato, se acerca Simon, nervioso, con otro boletín de noticias. «Renton no está, así que debe de estar en camino, ¡pero la gafotas esa de Lauren dice que Dianne se ha ido! Al menos eso creo que fue lo que dijo. La muy borde no quiere hablar conmigo, Nikki. Llámala tú», dice, mientras me pone el móvil blanco en las narices. «Por favor», insiste.
Llamo a Lauren y hablo con ella durante uno o dos minutos, preguntando por su salud. Después pregunto por Dianne. A continuación me vuelvo hacia Simon. «Dianne se va a quedar en casa de su madre unos días, eso es todo. Últimamente no se encuentra muy bien».
«¿Cuál es el número de teléfono de su madre? ¡Tengo que hablar con Dianne!».
«Simon, ¿quieres tranquilizarte un poco? Verás a Mark mañana. En el hotel. ¡No se lo perdería por nada del mundo!», le ruego, volviendo a recuperar el compás con Mel.
Pero Simon sacude la cabeza sin escuchar una sola palabra de las que le he dicho.
«No…, no…», gimotea, estrellando el puño contra la palma, «ese cabrón de Renton…, vale, cabrón, ¡tú lo has querido!». Saca el móvil verde.
«¿A quién estás llamando ahora?».
«¡A Begbie!».
Melanie me mira con cara de asombro. «¿Por qué utiliza el móvil verde para llamar a Begbie y el blanco para llamar a Lauren?».
Una vez me lo explicó, pero hay cosas demasiado lamentables como para mencionarlas siquiera. Ahora Simon escucha una especie de diatriba por teléfono con creciente impaciencia mientras cae a sus espaldas un cobrizo atardecer. Finalmente salta: «Olvídate de esa puta mierda. Renton ha vuelto. ¡Está en Edimburgo!».
Después se produce una breve pausa y la expresión de Simon es de incredulidad mientras dice: «¿Qué? ¿En la otra acera? Qué coño… ¡Qué no salga de ahí, Franco! ¡NO LE DEJES ESCAPAR! ¡TIENE MI PUTA PASTA!».
Se queda mirando el teléfono inactivo en la mano y después lo sacude con violencia. «¡PUTO SESOS DE MOSQUITO!».
Miz se acerca acompañado de Lars Lavish. Toca suavemente el brazo de Simon. «¿Sabes, Simon?, nosotros somos de la opinión…».
Horrorizada, contemplo cómo Simon se vuelve y le sacude un fuerte cabezazo, acabando a horcajadas encima de Miz, golpeándole sin orden ni concierto y chillando: «¡TENÉIS MI PUTO DINERO, ASQUEROSOS CABRONES HOLANDESES HOMOSEXUALES ANARANJAOS…!».
Para apartarle y sujetarle hicimos falta todos nosotros más media docena de seguratas suecos. Terry vuelve a aparecer en cubierta y se ríe mientras meten a Simon a empujones en una lancha. «Tienes suerte de que no queramos que la policía esté en el barco», le grita un segurata a Simon mientras Curtis, Mel, dos chicas, Terry, Carla y yo nos unimos a él. Mientras baja cautelosamente hasta la lancha, Terry le sacude subrepticiamente al sueco parlanchín en un lado de la cara. «Adelante, capullo», le provoca. El tío se queda clavado en el sitio, frotándose la mandíbula con gesto enfurruñado, con cara de estar a punto de romper a llorar mientras la lancha se aleja del barco. Podemos escuchar a un alterado Miz chillar: «¡Está loco! ¡Ese hombre está loco!», mientras nos dirigimos hacia la orilla.
Terry se vuelve hacia Curtis. «Esa polla tuya me ha venido bien, colega», dice, con un brazo alrededor de Carla. A continuación contempla a Curtis, flanqueado por sendas chicas. «Claro que a ti tampoco parece haberte perjudicado demasiado».
Observo a Simon, sentado con los ojos fuertemente cerrados, temblando, con los dos brazos alrededor del cuerpo, repitiendo con un susurro ruidoso y jadeante «tolleranza zero…, tolleranza zero…» una y otra vez.
«Simon, ¿qué pasa?».
«Sólo espero que Francis Begbie mate a Mark Renton. Rezo para que así sea», dice persignándose.