64. SÓLO ESTÁBAMOS JUGANDO

La resaca empieza a hacerse notar y me voy a dar un paseo hasta el centro para despejar el tarro. Pasado St. Andrews, donde están construyendo una estación de autobuses nueva. La vieja estaba hecha una ruina, y la última vez que estuve allí fue hace siglos. De hecho, fue cuando yo, Rents, Sick Boy, Franco y Segundo Premio bajamos a Londres con todo aquel jaco encima. Pura paranoia, tío, pura paranoia. ¡No veas qué temporadita a la sombra como te echen el guante por eso!

No hay sol, tío; la peña va toda embutida para protegerse de la llovizna monótona y el viento frío, pero parece que salgan por todos los ángulos concebibles con las bolsas de la compra. Vaya, que la fiebre de la codicia compradora resulta manifiesta por aquí hoy, tío.

Paseo para poder pensar, tío, para pensar en el menda ese de Dostoievski, en cómo aquello era el crimen perfecto. La vieja prestamista cascarrabias a la que nadie quería y que nadie iba a echar de menos, igual que al cochino pederasta de Chizzie. Lo que ponía en el periódico, lo de los dos jovencitos que soltó Charlie, el del Nicol’s Bar, no era más que pura mierda, ¿sabes? Fijo que Begbie le apretó las clavijas que te cagas, tío. No, nadie echará de menos a Chizzie, a un pederasta no, igual que nadie echará de menos a un yonqui. Porque ahí es donde el menda ese de Raskolnikov la cagó. Aún estaba por medio, en su casa y listo para venirse abajo por la presión psicológica de haber matado a otra persona. Pero yo no estaré por medio para venirme abajo; este crimen no me beneficiará a mí; beneficiará a mis seres queridos.

Me encuentro en Rose Street y le veo; está emocionado a tope, meneando los brazos y soltando una enorme risotada caballuna. Ahora se sujeta el costado con una mano mientras le pasa la otra alrededor del hombro a la chavala.

He estado tratando de ponerme en contacto con él a través del móvil, para echar una cerveza y contarle que necesito que me devuelvan a Zappa porque le echo de menos. La tía de Rents y la chavala esa con la que anda Sick Boy; está con ellas. Sí, son un cuarteto de lo más íntimo y toda esa mierda. Aunque no me imagino que a Rents y a su chorba les vaya el rollo ese del intercambio de parejas; pero nunca se sabe. A Rents aún, pero la chica parece un poco más convencional. Uno piensa: puede que sí, puede que no. El caso es que Rents conoce a esta monada de tiempo atrás, estoy seguro. Ahora van caminando juntos del brazo. A Rents no parece que le importe o que crea en el peligro del Pordiosero. Probablemente ni esté enterado de los rumores que corren acerca de lo que le pasó a Chizzie.

«¡Spud! Qué tal, hombre», dice, dándome un gran abrazo. «Esta es Dianne».

Ella me mira como si tratara de ubicarme, y después se adelanta un paso y me besa en la mejilla, y yo le correspondo.

«¿Qué tal, preciosa? ¿Todo bien?», le pregunto a la chavala.

«No está mal. ¿Y tú?», me pregunta con simpatía. Sí que es una monada, tío. No es la clase de tía que uno asocia con Rents. A él parece que siempre le iba el tipo de chavala problemática: del tipo siniestra o New Age, chicas con marcas de cuchillas en las muñecas, que hablaban de «curación» y «crecimiento» a todas horas. A ese menda siempre le ha atraído el lado oscuro.

«Bueno, sigo dando vueltas en el viejo torbellino de Leith», le largo más o menos.

Pero Rents parece cambiado, tío. Hubo un tiempo en que habría entrado en materia conmigo, ahora se limita a esbozar una sonrisita pal bobo de su amigo. «¿Has ido al fútbol últimamente?», pregunta.

«Sí, me he hecho con el abono de temporada del novio de mi hermana. El Sauzee es excelente», le digo al menda.

Renton parece meditarlo un rato. «Ya, pero no sé si me gusta la idea de apoyar a un equipo ganador. Demasiado borreguil, muy poco enrollao», suelta de un modo que hace que no sepas si habla en serio o no.

«Ya, por eso apoyo yo a los Hearts», dice la pequeña, mirándole con gesto muy indulgente. Es una hermosa gatita cuya expresión cambia por completo cuando sonríe.

«Ahora todo eso se acabó, nena; esos tristes tiempos pertenecen al pasado. Ese albatros Jambo que llevas alrededor del cuello tiene los días contados», se ríe Rents mientras se dan de empellones en medio de la calzada.

«¿Cuánto tiempo vas a estar aquí?», le pregunto.

«Eh, se suponía que era para un par de semanas, pero empiezo a pensar en quedarme una temporadita. ¿Te apetece tomar una cerveza?».

Así que nos metemos en uno de esos bares-para-domingueros-y-guiris a echar unos traguitos. Mientras Dianne está donde la gramola, Renton me cuchichea: «Tenía intención de llamarte para echar un trago, pero eh, no me apetece andar por la ciudad con según quién al acecho», dice mientras hace una mueca.

«Más vale que te andes con ojo, tío, ya me entiendes», le cuchicheo.

Rent Boy sonríe, como si no le importara. Puede que así sea. Para mí que no se da cuenta de lo tocao que está Franco. Nos despedimos; cada uno sigue su camino; ellos a donde sea, diríase que a un lugar secreto, yo de vuelta a la parte del puerto y a casa de mi amigo Begbie. Porque ahora están atándose todos los cabos en mi cabeza: la estación de autobuses, el chanchullo, Dostoievski, Renton y Begbie. Aunque es curioso, tío, pero Renton tiene lo que yo quiero. Tiene a Begbie justo donde yo le quiero.

Así que me dirijo cuesta abajo, en dirección a Leith, y se me ocurre que si eres de allí en realidad eres de dos ciudades, Leith y Edimburgo, en lugar de ser sólo de una. El viejo puerto se extiende ante mis ojos, frío y húmedo mientras se encienden las farolas de sodio, inundando el marrón, el gris y el azul oscuro con destellos blancos, amarillos y anaranjados. A mí se me ocurre que nosotros estamos sólo un pelín más al sur que San Petersburgo y que quizá fuera esta la impresión que sintiera allí el tal Raskolnikov.

Walk abajo, dejando atrás todos los pubs, tan incitantes cuando alguien sale por la puerta, llenos de cháchara estrepitosa, música, risas, humo y algún que otro grito. Dejando atrás los fish and chips con sus borrachines, sus parejas y sus pandillas de mamoncetes en la puerta. Dejando atrás las paradas de autobús, con sus marujas nerviosas que a lo mejor vuelven a una urbanización que está en el quinto pino tras una partida de bingo; y también a los viejos borrachos, peña que lleva décadas sin vivir en Leith pero que se siente atraída por este lugar, que siguen siendo nativos de Leith de pura cepa.

Doblo por Lorne Street, subo la escalera de Begbie y llamo a la puerta. Oigo ruidos al otro lado, como si alguien se dispusiera a marcharse. La puerta se abre y es el menda enorme ese de Lexo, y se dirige a la salida.

«Que no se te olvide lo que te he dicho», le grita Begbie, con muy mala cara, y el tal Lexo se limita a asentir y casi me tira al salir.

Begbie le observa mientras baja las escaleras; después me mira a mí durante un segundo, en realidad por primera vez, y entra, indicándome con un gesto de la cabeza que yo haga lo mismo. Le sigo y cierro la puerta.

«Más vale que el capullo se ande con cuidado, que a ese cabronazo lo mato. Palabra, Spud», dice, entrando en la cocina. Abre la nevera, saca dos latas de cerveza y me pasa una a mí.

«Gracias, tron», suelto yo, mirando a mi alrededor. «Guapo este queo».

Me parece que huele a crío; hay un tufillo de pis y de talco. A continuación una chavala joven, que no tiene mal aspecto, pero con cara de estar bastante preocupada, aparece y me saluda con un gesto de la cabeza, pero Begbie no nos presenta. Espera a que ella saque una plancha del armario y se largue.

«El cabrón de Lexo intenta saldar su deuda con calderilla. Se lo dije claro al capullo. Le suelto: tú y yo éramos socios hasta que me enteré de lo contrario…». Ahora Franco prepara unas rayas de farlopa. «Dejó de venir a verme a la cárcel sin más; nunca dijo nada del puto café tailandés ni de la disolución de la sociedad. Eso quiere decir que la mitad de ese puto café es mía. Se vuelve y empieza con que si todas las putas deudas que tuvo que pagar para montar el puto café, pero yo me limité a volverme y decirle al capullo que no estábamos hablando de putas pelas, sino de putos colegas. Es una cuestión de putos principios».

Miro un gran cuchillo del pan que hay en la tabla de cortar sobre la encimera. Sería perfecto, tío, pero aquí no…, no con la chavala esa y su crío en casa. Me meto una raya.

«Ya nos hemos quedado sin farlopa», suelta él, mientras saca el móvil, «pero pillaré más».

«Nah, yo tengo en casa, acompáñame, la pillamos y nos vamos a echar una cerveza».

«De puta madre, tío», suelta Franco, mientras se pone la chaqueta. Le pega un grito a su chorba: «Me voy por ahí un rato, vale» y le sigo y salimos por la puerta.

Sigue dándole al pico acerca de Lexo. «Ese cabronazo…, más vale que se ande con cuidao o lo mato, joder».

Yo estoy como temblando por dentro, pero no tan asustado; puede que sea la farlopa, así que le suelto: «Ya, eso ya lo puedes hacer, Franco. Te cargaste a Donnelly».

Franco se para en seco en mitad de la calle y me lanza una mirada ártica que te cagas, tío. Por esa le cayó una condena por homicidio sin premeditación. Era él o Donnelly, todo el mundo lo dijo, y Franco salió gravemente herido, el tío intentó cargárselo de dos puñaladas con un destornillador afilado. «¿Qué cojones me estás diciendo?».

«Nada, Franco; venga, vámonos a buscar la farlopa y luego te invito a una cerveza, tío».

Begbie me mira un instante, y a continuación empieza a andar; nos encaminamos hacia mi casa. Subimos las escaleras y yo hago como que rebusco por los bolsillos de la ropa en busca de farlopa. Me voy a la cocina y dejo unos cuchillos a mano. Espero que el gachó sea rápido. «¡Ven un momento, Franco!», le grito.

Franco se acerca hasta la cocina. «¿Dónde está la puta farlopa, eh, pedazo de inútil?».

«Te cargaste a Donnelly, ¿no?», le suelto.

«No sabes de la misa la mitad, Spud», dice mientras se ríe de forma escalofriante y enciende el móvil. «Ya conseguiré yo la blanca, inútil de mierda», dice mientras empieza a teclear los números.

«Chizzie el Bicharraco», le suelto. Franco cierra el móvil de golpe. «¿Pero tú de qué cojones vas?». Begbie está sobresaltado y me mira, y con esa mirada sería capaz de helar el infierno, tío. Te fijas en esos ojos y es como si te arrancaran la piel, tío, como si no llevaras ni ropa, como si no fueras más que una masa palpitante de sangre a punto de perder su forma y desparramarse por el suelo sin más.

Puede que sean la coca y los nervios pero le estoy contando a Begbie la historia, el plan, y cómo me estaría haciendo un favor. Pero se le ve furibundo, tío, furibundo que te cagas, así que decido pasar al plan B. Señalo los cuchillos dispuestos sobre la mesa y suelto: «Eh, Franco, tío, me olvidé de darte algo…».

«¿Qué…?».

Y le estrello el tarro en la cara, tío, pero le doy en la boca en lugar de darle en la tocha. Durante una fracción de segundo, noto esa sensación de adrenalina a tope y casi capto lo que Begbie le ve al rollo este de la violencia. Ahí estoy, de pie, en una pose de pelea, mirándole sin más. Para mi espanto, no arremete contra mí. Se toca el labio, ve la sangre en el dedo. Después se me queda mirando un momento.

«¡PUTO CABRÓN DE MIERDA!», escupe Begbie, lanzándose hacia delante y estrellando su cabeza contra mi cara. Me tambaleo hacia atrás mientras esa muestra de dolor puro, como de una blancura eléctrica, llega disparada al centro de mi cerebro. Me vuelve a golpear y me encuentro en el suelo sin recordar cómo he llegado hasta allí. Tengo los ojos llorosos y me hinca la bota y no puedo respirar y vomito; el cuerpo me tiembla del shock y me baja sangre por la tráquea. Esto no es lo que quiero…, que acabe rápido…

«… acaba rápido…», me quejo.

«¡No pienso matarte, joder! ¡No vas a morir! ¡JODER, COMO INTENTES HACER QUE TE MATE, ERES HOMBRE MUERTO!… JODER, ERES…».

Begbie se para en seco durante un minuto, mientras yo me esfuerzo en levantar la vista e intento concentrarme en él y parece que vaya a reírse, pero hace una mueca y le pega un puñetazo a la pared. «¡PUTO CAPULLO! ¡NOSOTROS NO DOBLAMOS! ¡SOMOS DE LOS HIBS! ¡SOMOS DE LEITH, HOSTIAS! ¡NO HACEMOS CAGADAS DESAS!», prácticamente suplica, y baja la voz: «Eso es fallarle a todo el mundo…, Spud…». Después me mira con cara de loco otra vez. «¡Ya veo a qué juegas! ¡YA VEO TU JUEGO! ¡QUIERES UTILIZARME, CACHO CABRÓN!».

Intento incorporarme apoyándome en el codo, tratando de ponerme las pilas. «Sí…, quiero morir… Renton dio el dinero a los tipos como yo, no a ti…, a ti te dejó tirao. Yo me lo gasté todo. En caballo».

Aunque ahora no puedo verle, apenas logro ver el neón del techo de la cocina, noto su mirada fija. «Tú… sé lo que intentas hacer…».

«Me lo gasté todo, tío», sonrío a pesar del dolor, «perdona, tron…».

Franco resuella como si le hubiese pegado una patada en el estómago y estoy a punto de decir más cuando siento un golpe en un lado de la cara y se oye un chasquido espantoso, como si me hubiera roto la mandíbula. El dolor es vomitivo, pero un tanto entumecedor. A continuación escucho su voz y otra vez esa especie de extraña plegaria, tío: «¡Están Alison y el crío! ¿Cómo crees que les afectaría tu muerte, capullín egoísta?».

Me está pateando y sus golpes no paran de llover pero no los siento mientras pienso en todo ello…, Alison, Andy…, y recuerdo aquel verano, los dos junto al Shore, en Water of Leith, ella con aquel vestido premamá veraniego, yo acariciándole el bombo y sintiendo las pataditas del crío. Yo le decía, con lágrimas de alegría en los ojos, que ese chaval iba a hacer todas las cosas que yo no hice nunca. Luego parece como cuando le sostuve por primera vez en el hospital. La sonrisa de ella, el primer paso de él, y su primera palabra, que fue «papá»…, veo todo eso y quiero vivir; Franco tiene razón tío, tiene razón…, levanto una mano y jadeo: «Tienes razón, Franco…, tienes razón», gimo, pero con todo mi corazón. «Gracias, colega…, gracias por ponerme las pilas. Quiero vivir…».

No veo la expresión de Franco, sólo veo una espiral de negrura; con los ojos no puedo verla, pero con la mente sí. Y es fría y malvada y le oigo decir: «Ahora ya es demasiado tarde para eso, so capullo; haberlo pensado antes de pasarte de listo y tratar de utilizarme…».

Y vuelve a darme de puntapiés…

Y yo trato de librarme gimiendo, tío, pero es como si estuviera en otra parte y nada funcionara y me desvaneciera…, está todo oscuro…, después hace frío y me están despertando a bofetadas y pienso que estoy en el hospital pero es la cara de Franco. «¡Arriba, arriba, bobochorra, que no quiero que te pierdas la fiesta! Porque sí que vas a morir, so capullo, pero va a ser de un lento que te cagas…».

Y su puño vuelve a estrellarse en mi cara y lo único que veo es a Alison sonriéndome y al enano, y pienso en lo mucho que les echaré de menos y después la oigo gritar a ella, a Alison: «¡DANNY! ¡QUÉ ESTÁ PASANDO!… ¡QUÉ LE ESTÁS HACIENDO, FRANK!».

Ella está en casa con el crío y, ay no…, y Begbie le ruge por respuesta: «¡ES UN PUTO ANORMAL! ¡ES UN PUTO ANORMAL! ¿ES QUE SOY EL ÚNICO TIPO NORMAL EN ESTE LUGAR? ¡DÍSELO!».

Acto seguido se larga, sale por la puerta, y Ali, llorando, está junto a mí, sosteniéndome la cabeza. «¿Qué ha pasado, Danny? ¿Fue algo de drogas?».

Yo escupo sangre. «Un malentendido…, eso es todo…». Levanto la vista para mirar al crío, que está todo asustado. «El tío Frank y yo sólo estábamos jugando, amiguito…, sólo estábamos jugando…».

Intento mantener erguida la cabeza, tratando de mostrarme valiente por él, pero siento dolor por todas partes y todo me da vueltas lentamente alrededor y me siento desvanecer y perder el conocimiento, y voy cayendo en un pozo oscuro que da vueltas…