Aquí estoy, en la sauna a la que dije que no volvería. Y aquí está Bobby, atosigándome otra vez. Es lo que tienen los depredadores: jóvenes o viejos, apuestos o feos; son implacables. Me dice que no me echa porque le caigo bien. Es cierto; mi técnica masajística es rudimentaria y sigo sin saber hacer una paja decente, pero la mayoría de clientes están demasiado desesperados para fijarse en mi apatía y en mi falta de habilidad técnica. Pero a Bobby le parece que ya va siendo hora de que pase de menear pollas a mamarlas.
«A los clientes les gustas. Tendrías que ganar dinero en condiciones, nena», me dice.
Resulta demasiado extraño tratar de explicar que hago más que eso con mis novios y que en ocasiones lo hago con desconocidos delante de una cámara. ¿Por qué tantos remilgos ante una mamada rápida a puerta cerrada en «Miss Argentina»? En primer lugar, porque no quiero que las áreas de mi vida libres de transacciones sexuales comerciales mengüen más aún. Cada cosa en su lugar y un lugar para cada cosa, como dice mi padre. Hay otras cosas que hacer y en las que pensar a lo largo del día además de en mamadas.
En segundo lugar, triste pero cierto, la mayoría de clientes son unos fetos que te cagas, y la simple idea de meterme sus genitales en la boca supera con mucho lo repulsivo.
Bobby, cosa que le honra, parece tener suficiente sensatez estética y empresarial para saber que su presencia en lo que él denomina «la fachada del negocio» rebaja el nivel. Hablando de niveles ínfimos, le comento que conozco a Mikey Forrester. Su semblante adquiere una nota hostil y responde: «Es una basura. Es un malhechor, un yonqui. Regenta un burdel, una cloaca, no una sauna. Por su culpa nos ponen a todos la misma etiqueta».
«Nunca he visto su salón de relax».
«¡Una mierda, salón de relax! No tiene la menor discreción, ni siquiera intenta dar masajes. ¡Las chicas que hay allí no saben ni lo que es un masaje! Trafica abiertamente con drogas, cocaína. Si por mí fuera, a la escoria como él le cerraba el garito. ¡No, mejor los encarcelaba!». A continuación baja la voz y adopta un tono serio y confidencial. «Una chica tan maja como tú no debería andar con gente así. Te estás buscando problemas. Una cosa tiene esa gente: más pronto o más tarde conseguirán que te pongas a su nivel. Te lo digo de gratis».
Pienso para mí: ya lo han conseguido, mientras sonrío cortésmente. A nadie parece gustarle el señor Forrester y estoy segura de que se lo merece. Cuando vuelvo a casa, se lo comento a Mark, que está preparando un plato de pasta en la cocina con Dianne. Echa la cabeza hacia atrás y se ríe: «Mikey…».
«¿Es el chulo?», pregunta Dianne.
«Lleva una sauna», digo yo. «La mía, no», me apresuro a añadir.
Mark no logra ocultar su desagrado ante la sola idea. «Apenas le conozco», le digo a Dianne. Después me vuelvo hacia Mark. «Si mal no recuerdo hubo cierta fricción entre vosotros dos allá en el pub».
«Mikey y yo jamás nos enviaremos tarjetas navideñas», sonríe Mark, mientras echa cebolla, ajo y pimiento picados a una sartén y da vueltas frenéticamente mientras chisporrotean. Se vuelve hacia Dianne y hacia mí y, como si nos hubiera leído el pensamiento, se ríe: «Suponiendo que seáis capaces de concebir que cualquiera de los dos enviemos tarjetas navideñas».
No creo que Mikey ni, ya puestos, ninguno de mis nuevos amigos vaya a figurar en la lista de regalos navideños de Bobby. Aunque es probable que yo sí. Ahora que Simon es persona non grata, paso más tiempo en la sauna, haciendo todos los turnos que puedo, tratando de reunir más pasta. No quiero pedirle dinero a Simon, ya que su ostracismo desde la debacle cinematográfica ha sido completo y omnicomprensivo: como habría dicho Wilde, ha tenido que disfrutar en solitario su triunfo. Para mostrarme solidaria con mis compañeros trabajadores de la industria del sexo, he estado haciendo caso omiso de sus mensajes en el contestador: rollos extraños y perturbadores que indican que está ligeramente trastornado. Por supuesto, el pacto tácito entre Mark y yo exige hallar la forma de limitar nuestro distanciamiento de él. A fin de cuentas, somos socios en el chanchullo.
Mark y él mantienen una relación muy extraña: son amigos y sin embargo parecen aborrecerse abiertamente. Mientras nos comemos la lasaña —yo, Dianne y Mark— no puedo evitar pontificar acerca de él. Despotrico contra su tacañería con el dinero y su duplicidad. Mark, haciendo caso omiso de mi rabia, se limita a decir con calma: «Siempre es mejor desquitarse que enfadarse».
Algo de razón tiene, pero he de reconocer, no obstante, que pese a todas mis bravatas, mi hostilidad hacia Simon está menguando peligrosamente. Lauren, por contraste, sigue dejando que su odio por él arda con más furia que un volcán. «Utiliza a la gente, Nikki; me alegro de que no contestes a sus mensajes. Está desquiciado; fíjate en los mensajes tan extraños que deja en el contestador. No le llames», dice, mientras tose con una carraspera terrible y áspera. Lauren tiene un aspecto y una voz espantosos.
Incluso Dianne, que nunca critica a nadie ni se mete en los asuntos de los demás, se siente impelida a comentar: «No creo que sea mala idea», y a continuación se vuelve hacia Lauren y le pregunta: «¿Has cogido la gripe?».
«No es más que una tos», dice Lauren, que se vuelve hacia mí y dice: «Eres demasiado buena para él, Nikki».
Después de un rato, Lauren se toma un Frenadol y se va a la cama, con un aspecto realmente terrible, y entonces Mark y Dianne se largan, no sé adonde, supongo que a follar a casa de Mark. A medida que la noche va aproximándose me pongo a leer, por placer, en lugar de tragarme por obligación los tochos del mundo universitario. Cuánto alivio siento por haber acabado ya con los exámenes. Mientras disfruto de La mandolina del capitán Corelli, acariciando a Zappa, que está hecho una bola en mi regazo, intento no pensar en Simon al volver a leer el pasaje en el que Corelli aparece por vez primera. Es estúpido, el personaje no se parece nada a él…, es sólo que…, ya hace una semana.
Llaman a la puerta y me sobresalto, asustando de tal manera al pobre Zappa que sale disparado. Estoy nerviosa y eufórica porque sé que es él. Tiene que serlo. Bajo por el pasillo hasta llegar a la puerta, tonteando con jueguecitos idiotas del tipo «si es él es que estamos hechos el uno para el otro», esperando que sea él y al mismo tiempo que no lo sea.
Es él. Los ojos se le ensanchan al abrir la puerta, pero mantiene tensos los labios. «Nikki, lo siento. He sido un poco egoísta. ¿Puedo pasar?».
A mí me parece que en el tiempo que abarca mi vida sexual, una década más o menos, he pasado por esto un millón de veces. «¿Por qué?», digo fríamente. «Supongo que sólo querrás hablar».
Su respuesta me deja atónita. «No. No quiero hablar», dice, sacudiendo enfáticamente la cabeza. Me da la impresión de que Simon tiene buen aspecto; se le ve bastante esbelto, el moreno de rayos UVA resulta evidente, con ese aspecto levemente rugoso que puede resultar aceptable en los hombres maduros si van bien arreglados. «Ya he hablado bastante», dice, y luce ese aspecto herido y vulnerable que sabes que es un escudo manipulador pero… «y no he dicho más que chorradas», declara rotundamente. «Quiero escuchar. Quiero oírte hablar a ti. Eso en el supuesto de que consideres que merece la pena hablar conmigo y, si te soy sincero, no te lo reprocharía si consideraras que no lo vale».
Yo le sigo mirando, sin decir nada.
«De acuerdo», dice levantando las manos y sonriendo con tristeza. «Sólo quería decir que siento haber armado todo este follón. Pero en su momento creí de veras que todo era para bien», declara torvamente, antes de volverse y dirigirse de nuevo hacia las escaleras.
Una sensación de pánico se apodera de mí y soy incapaz de controlar lo que estoy a punto de decir. La cabeza me zumba; mis expectativas se han invertido. «Simon…, espera…, entra un ratito». Abro la puerta del todo; él se encoge de hombros, se vuelve y se queda en el marco, pero no hace intento alguno de entrar en el piso.
En lugar de eso, levanta las manos como un escolar que intenta llamar la atención de la maestra. El caso es que funciona; no lo puedo creer, pero este puto mamón hace que sienta deseos de comérmelo, de decirle «no pasa nada, chiquillo, ven a la cama y deja que te folle». «Nikki, estoy intentando enmendarme», dice con un destello de tristeza en la mirada. «No te valdré para nada hasta que no lo haya hecho. Pensé que estaba más adelantado en el camino de la enmienda de lo que creía, pero veo por tu mirada que aún me queda mucho trecho por recorrer».
«Simon…», me oigo gimotear a mí misma, y el sonido parece proceder de otra persona, «¿…y si te tomaras las cosas con más calma? ¿Como la cocaína? Siempre parece que te saque lo peor».
Pienso en lo que acabo de decir y, horrorizada, se me ocurre que jamás le he conocido sin que fuera puesto de cocaína.
Evidentemente, esta no es una excepción. «Correcto del todo», ladra de repente. A continuación vuelve a poner los ojos como platos y enternecedores y dice: «Nikki, me derrumbo. Haces que quiera ser mejor persona, y con tu amor, sé que podría ser esa persona», dice en voz baja, mientras me fijo en las perlas de sudor drogota que pueblan su frente.
Se produce ese instante horrible y hermoso, ese impasse agridulce en el que sabes que alguien te está vacilando pero lo hacen con tal garbo y convicción… No, es porque dice exactamente lo que tú quieres oír en ese momento preciso. Está en el marco de la puerta, apoyado en el brazo con todo su peso. No es como Colin; no es como los otros. No es como los otros porque es irresistible de la muerte. «Entra», le digo en un susurro.