55. PUTAS DE AMSTERDAM, 6.a PARTE

Informé a Martin y a Nils de que necesitaba tomarme unas vacaciones del club. Le dije a Katrin que tenía que volver a casa a ver a mi familia un poco. Pero independientemente de lo que haya podido pensar que fuera necesario dado mi estado de ánimo, esto era lo que necesitaba. Apenas podía despegarme de ella. Dianne Coulston.

Hicimos el amor durante casi toda la noche en la cama de invitados de Gav. Deseándola, anhelándola, más allá del agotamiento, pero pronto volvía a estar excitado. La experiencia me dice que eso nada tiene que ver con el amor o la emoción; no es sino la reacción de dos cuerpos extraños en contacto el uno con el otro. Que se me pasará. Pero a la experiencia que le den.

Esta mañana, ella lleva puesta mi camiseta, y siempre sienta bien que una chica haga eso; estamos en la cocina preparando tostadas y café. Aparece Gav, listo para ir a trabajar. La ve, enarca las cejas y se escabulle. Le pego un grito, pues no quiero que se sienta como un extraño en su propia casa. «¡Gav! ¡Ven aquí!».

Regresa tímidamente. «Esta es Dianne», le cuento.

Dianne sonríe y le tiende la mano. Él se la estrecha y se toma un poco de té y unas tostadas conmigo y también con mi novia. Pero he estado pensando en Katrin y en qué decirle a Dianne. Sigo dándole vueltas cuando la dejo y me voy para el centro.

Cuando lo absolutamente normal resulta tan extraño, sabes que has estado llevando una vida hecha polvo. Estoy en Princes Street Gardens con mi cuñada Sharon y mi sobrina Marina, a la que nunca he visto antes. Es la primera vez en años que veo a Sharon. Creo que la última vez fue durante el funeral de mi hermano, cuando me la follé en el retrete, estando embarazada de Marina.

No sólo soy incapaz de conectar emocionalmente con la persona que era entonces; ni siquiera soy capaz de imaginarme cómo sería tal persona. Puede que me esté engañando, claro está, pero así es como me siento. ¿Aún sería esa persona si me hubiera quedado aquí? Probablemente no.

Sharon ha engordado. Su cuerpo ha sido recubierto por varias capas de grasa. La antigua Sharon, tetuda, voluptuosa, está ahora envuelta en varias capas de acolchado carnoso. No me planteo el aspecto que yo debo de tener para ella; ese es su problema, sólo estoy siendo sincero en lo que respecta a mi reacción negativa. En cuanto hablamos, me siento culpable por esta repugnancia a flor de piel. Es una mujer agradable. Estamos sentados en la plaza tomando café, mientras Marina da vueltas en la noria, saludándonos con la mano montada en un caballo de expresión siniestra.

«Lamento que las cosas no funcionaran entre tú y el tío con el que estabas», le digo.

«No, cortamos el año pasado», dice, encendiendo un Regal y ofreciéndome otro, que rehúso. «Quería tener niños. Yo no quiero tener otro crío», explica antes de añadir: «Pero supongo que no sólo fue por eso».

Me quedo sentado asintiendo lentamente, con esa sensación de desconcierto e incomodidad que producen esos festivales de intimidad en los que la gente te lo cuenta todo acerca de sí mismos a las primeras de cambio. «Son cosas que pasan», digo encogiéndome de hombros.

«Y tú qué, ¿estás con alguien?».

«Bueno, resulta un poco complicado… La semana pasada me encontré con alguien», le explico, sintiendo cómo una extraña luminosidad invade mi cara y esbozo una sonrisa al pensar en ella, «alguien a quien conocía de aquí. Y también hay alguien en Holanda, pero ahora mismo las cosas están un poco inciertas. Miento, se acabó».

«El mismo Mark de siempre, ¿eh?».

Siempre fui un tipo más de relaciones estables que de polvos de una noche, sin que se me diera especialmente bien ninguna de las dos cosas. Pero cuando conoces a alguien, no importa cuántas veces la hayas cagado en el pasado, siempre piensas… sí. Estamos demasiado llenos de esperanza para pensar siquiera en las expectativas. «Mira…», digo, echando mano a mi bolsa y entregándole el sobre, «esto es para ti y para Marina».

«No lo quiero», dice ella apartándolo.

«No sabes lo que hay dentro».

«Me lo imagino. Es dinero, ¿no?».

«Sí. Cógelo».

«No».

La miro todo lo inquisitivamente que puedo. «Escucha, sé lo que todo el mundo dice de mí en Leith».

«Nadie habla de ti», dice ella de un modo que pretende ser reconfortante pero que de hecho te deja el ego bastante jodido. Seguro que…

«No procede del tráfico de drogas. Te lo aseguro. Sale de mi club», le explico, esforzándome por no hacer una mueca ante la ironía de lo que acabo de decir. Todo aquel que lleva un club de música dance debe su dinero, aunque sea de forma indirecta, a las drogas. «Yo no lo necesito. Quiero hacer algo… por mi sobrina. Por favor», le suplico, y a continuación me explayo acerca de la fuente de mi desasosiego. «Mi hermano y yo éramos como la noche y el día. Mamonazos los dos, pero cada uno a su manera». Sharon me responde con una sonrisa y yo le correspondo con una extraña sensación de afecto, mientras recuerdo el rostro de mi hermano, dando la cara por mí, deseando de repente haber sido menos duro con él. Menos belicoso, menos dogmático y todo eso. Pero es una chorrada. Fuiste lo que fuiste y eres lo que eres. Al carajo con esas chorradas del arrepentimiento. «Es curioso, pero lo que echo de menos de él no es cómo nos llevábamos, sino la posibilidad de habernos llevado mejor. He cambiado en muchos aspectos. Creo que quizá también él lo hubiese hecho».

«Quizá», dice ella, dubitativa y reservada; no sé si se refiere a él, a mí o a ambos. Mira el sobre, lo palpa. «Debe de haber cientos aquí dentro».

«Ocho de los grandes», le digo.

Casi se le salen los ojos de las órbitas. «¡Ocho mil libras! ¡Mark!». Baja la voz y mira a nuestro alrededor, como si estuviésemos en una película de espías. «¡No puedes andar por ahí con todo este dinero encima! Podrían darte el palo o lo que fuera…».

«Entonces será mejor meterlo en el banco. Mira, no pienso irme con él, así que se quedará en esa mesa de allí si tú no lo coges». Ella está a punto de decir algo pero no la dejo hablar. «Mira, no lo haría si no pudiera permitírmelo. Tan cretino no soy».

Sharon mete el sobre en su bolso y me aprieta la mano mientras las lágrimas le brillan en los ojos. «No sé qué decir…».

Ese es el momento que aprovecho para irme. Le digo que llevaré a Marina a ver Toy Story mientras ella arregla las cosas en el banco y echa un vistazo por las tiendas. Mientras camino con la cría de la mano, me pregunto qué haría Begbie si me lo encontrara ahora. Seguro que no… Me pongo paraca perdido de que pueda acosar a la cría o a Sharon, así que nos metemos en un taxi y vamos hasta el Dominion, porque no acabo de ver a Franco por Morningside. Cuando acaba la película dejo a Marina en casa de Sharon.

Más tarde, mientras cruzo el puente George IV veo otra cara conocida, ¡pero no puede ser, saliendo de la biblioteca! Me acerco a hurtadillas y le agarro del hombro en plan poli. Casi se muere del susto antes de volverse y su mirada hostil se convierte en una sonrisa radiante.

«Mark… Mark, tío…, ¿cómo estás?».

Nos albergamos en un bar cercano para tomar un trago. Por una ironía del destino, se llama Scruffy Murphy’s, un viejo mote con el que todo el mundo le tomaba el pelo a Spud. No recuerdo cómo se llamaba antes. Mientras pido dos Guinness, me resulta difícil no pensar que Spud tiene una pinta tan desastrosa como siempre. Nos sentamos y me cuenta el proyecto este de una historia de Leith en el que está trabajando, que me deja ñipando. No porque suene interesante, que lo es, sino más bien por la noción misma de Spud metido en algo semejante. Pero habla de ello con gran entusiasmo antes de que nos pongamos a hablar de los viejos tiempos. «¿Qué tal está Swaney? No es posible que aún ande por ahí», le pregunto acerca de un viejo amigo.

«En Tailandia», dice Spud.

«Me tomas el pelo», contesto, estupefacto una vez más. Swaney siempre fantaseó acerca de irse para allá, pero no logro comprender que acabara haciéndolo.

«Sí, el menda consiguió llegar», asiente Spud, y se diría que él también acaba de reparar en lo inverosímil que resulta. «Con una sola pierna, además».

Hablamos de Johnny Swan durante un rato, pero hay algo que de verdad quiero saber, y pregunto con toda la naturalidad de que soy capaz: «Dime, Spud, ¿ha salido Begbie de la cárcel?».

«Sí, lleva mogollón de tiempo fuera», me informa Spud mientras me invade una sensación de hundimiento. La cara se me queda aturdida y me pitan los oídos. Me resulta difícil centrarme en lo que me dice y la cabeza empieza a darme vueltas. «Lleva fuera desde después de Año Nuevo. El menda se pasó por mi casa el otro día y tal. Está más tocao que nunca», dice con expresión seria. «Aléjate de él, Mark, no sabe lo del dinero…».

Respondo con cara de póquer: «¿De qué dinero hablas?».

Spud me dedica una enorme, cálida y radiante sonrisa y me estrecha entre sus brazos en un exceso de entusiasmo. Para un tío flacucho su abrazo tiene fuerza. Cuando me suelta, lleva los ojos empañados. «Gracias, Mark», dice.

«No sé de qué me hablas», digo encogiéndome de hombros y permaneciendo en silencio. Aquello que no sepas, no podrán sacártelo a hostias. Ni siquiera le pregunto acerca del estado de su sistema inmunológico, del de Ali o del chaval. Sick Boy es un mentiroso compulsivo y ahora se le da mucho peor y resulta mucho menos divertido que antes. Echo un vistazo al reloj del pub. «… Escucha, colega, tengo que irme. Voy a ver a mi novia».

A Spud esto le entristece un poco y a continuación parece sopesar algo. «Oye, tron, ¿podrías, eh, hacerme un favor?».

«Sí, claro», asiento a regañadientes, tratando de adivinar la cuantía del sablazo.

«Es que Ali y yo…, eh, vamos a deshacernos del piso. Yo me quedo un tiempo en casa de un colega, pero él no puede hacerse cargo del felino. ¿Podrías quedártelo tú un tiempo?».

Me pregunto a qué felino se referirá, y entonces caigo en que habla de uno de verdad. Los detesto con todas mis fuerzas. «Lo siento, colega…, no soy de inclinaciones gatunas… y estoy en el piso de Gav».

«Ah…», dice, y tiene una expresión tan patética que tengo que tratar de hacer algo, así que llamo a Dianne y le pregunto si le apetecería cuidar de un gato durante unos días. A Dianne le parece bien y me cuenta que Nikki y Lauren estuvieron hablando de comprar un gato, así que para ellas sería un buen ensayo, para ver qué tal se les da. Me dice que hablará con ellas, lo que hace, e inmediatamente después me llama. «El gato ya tiene un nuevo hogar temporal», dice.

Spud está encantado con la noticia, y quedamos a una hora para subir al bicho a Tollcross. Mientras dejo a Spud para irme en esa dirección, monto en cólera pese a mi estupefacción; la furia me devora las entrañas. Recobro la compostura y llamo a mi socio al móvil. «Simon, ¿cómo va todo?».

«¿Dónde estás?».

«Eso no importa. ¿Estás seguro de que Begbie sigue en la cárcel? Alguien me ha dicho que ha salido».

«¿Quién te ha dicho eso?», dice Sick Boy.

De común tan pedante y pretencioso, adopta un acento escocés cerrado y sincerote que no resulta nada convincente. «No te importa».

«Pues es un disparate. Que yo sepa, sigue enchironado».

Cabrón embustero. Apago el teléfono, bajo por el Grass-market y subo por West Port hasta Tollcross, mientras toda suerte de pensamientos febriles recorren mi cabeza y horribles emociones me roen las entrañas.