Renton sigue negándose a aventurarse por las inmediaciones del hermoso puerto de Leith. Lo cierto es que no puedo reprochárselo. Ni siquiera me quiere decir dónde se queda, aunque sé que ahora sus padres viven fuera de la ciudad.
Nikki me cuenta que ayer en el piso saltaron chispas entre Rents y su compañera de piso, Dianne. Al parecer, se supone que en tiempos se la folló. No la recuerdo, y no es que los ex rollos de Renton constituyan un mar-de-rostros-de-las-rebajas-de-enero-en-Princes-Street. Eso sí, siempre intentó mantener a sus chicas lejos de mí, cabe suponer que por si se las quitaba. Renton siempre tuvo tendencia a ser sorprendentemente intenso en sus relaciones, incluso a ser un necio enamoradizo y enfermo en ocasiones. Pero ¿qué clase de mujer tiene que ser ella para salir con un pelirrojo?
Skreel me buscó una cita con otra torda, llamada Tina, que me dio menos problemas que la primera y me proporcionó la lista de abonados para toda la temporada sin ningún reparo. Me dijo que era una partidaria secreta del Celtic. Es lo que pasa cuando se adopta una política de igualdad de oportunidades en el empleo.
Estoy en el pub, totalmente satisfecho, pese a no quitarle el ojo al grupo de hooligans que sigue reunido en torno a la gramola. El tal Philip está muy gallito últimamente; le he visto hablar con Begbie unas cuantas veces. Es evidente que piensa que él es el baranda, pero al menos me habla con un tono de voz más respetuoso ahora que sabe que Franco y yo estamos conectados de algún modo.
Ahora el tal Philip está orquestando una tomadura de pelo contra su adlátere alto y desgarbado, el memo Curtis, que tiene un defecto de habla y siempre parece ser el blanco de todos los chistes. Están fardando delante de las chicas que las acompañan, pero la verdad es que son gracias bastante insustanciales. «Es un puto maricón», dice el tío, y los hombros de otro cretino se estremecen como si padeciera alguna enfermedad nerviosa. ¿Acaso cuando teníamos esa edad nosotros éramos tan sosos y estábamos tan faltos de inspiración?
«¡No lo soy! ¡No s-s-soy ma-ma-maricón!», aúlla el pobre Curtis antes de salir hacia los lavabos.
Philip me ve mirando en su dirección y se vuelve hacia las chavalillas y después de nuevo hacia mí. «Puede que no sea maricón, pero virgen sí. Aún no ha echado un polvo. Deberías hacértelo con él, Candice», le dice a una putilla descerebrada.
«Vete a la mierda», dice ella, mirándome con cara de vergüenza.
«Ah, la virginidad», sonrío, «no la menospreciéis. La mayoría de los verdaderos problemas en esta vida llegan después de perderla», les digo, pero con esta peña incluso las parrafadas de usar y tirar más simples y fáciles caen en saco roto.
Voy al tigre a mear y el tal Curtis está dentro, y es verdad, un tanto lento ya es. A decir verdad, su presencia en la superficie de este planeta desmiente la noción anarquista de que no existen leyes buenas; nuestra legislación sobre incesto, por ejemplo, existe para prevenir que haya más gente como él dando tumbos por ahí. Es un mangui y hace buenas migas con Spud, cosa que no cuesta creer. Un aprendiz de Begbie y uno de Spud en la misma banda, gestándose bajo mi puto techo. Ese hijo de puta malo de Philip y el resto de sus colegas atormentan a Curtis a todas horas, por lo que se ve. Como solía hacer yo con Spud en el colegio y por el río y en los Links y por la vía férrea. Es curioso, pensar en ello hace que ahora me sienta casi culpable. El chaval está meando a mi lado y se vuelve con una sonrisa de idiota, con aspecto nervioso y tímido. Bajo la vista sin querer y entonces lo veo.
Lo veo.
El mayor capullo de toda la historia; y no me refiero al triste apéndice unido a él, sino a la polla.
Termino de orinar y contemplo mi propio pene, sacudiéndolo, guardándolo y abrochándome la bragueta. No soporto observarle a él hacer lo mismo. Joder, el rabo de este imbécil es más grande que el mío; joder, es más grande que el de nadie. Vaya un desperdicio. A continuación, mientras me acerco a la pila, pregunto con naturalidad: «¿Qué tal van las cosas, colega? Te llamas Curtis, ¿no?».
El chaval se vuelve hacia mí con una mirada huidiza. Se acerca a la pila de al lado, lleno de terror. «Bueno…», replica. «No está mal». Los ojos lagrimean y tiene un aliento terrible, como si hubiera estado chupándose su propia polla sin lavar —cosa que para él sería perfectamente viable, incluso con problemas de espalda— y llenándose las tripas de lefa enranciada por el alcohol de garrafón y las drogas cortadas. Es como uno de esos tigres químicos que hay en los raves o los conciertos que necesita que lo limpien ya. Pero yo estoy pensando en el activo de este jovencito. «Eres amigo de Spud, ¿no?», declaro y a continuación, sin aguardar su respuesta, añado: «Spud es buen amigo mío. Nos conocemos desde que éramos críos».
Curtis me mira para ver si le estoy vacilando. Y no quiero decir con eso que se enteraría si lo estuviera haciendo. Entonces dice: «Me cae bien Spud», añadiendo con amargura: «Es el único que no intenta tomarme el p-p-pelo…».
«Un tipo excelente…», asiento, y pienso en el tartamudeo del chaval y en la estrofa de aquella vieja canción antibélica: «La edad media del combatiente americano era de di-di-diecinueve años».
«Él entiende que a veces uno se siente tímido», dice enfurruñado el pequeño grandullón.
Un amigo de Spud. Dios, me imagino las conversaciones entre estos dos: «A veces me siento tope tímido». «Ya, yo también». «No te preocupes, tómate unas gelatinas». «Vale, guay».
Me tomo mi tiempo, asintiendo comprensivamente mientras me lavo las manos. ¡Jesús! Este tigre asqueroso necesita una limpieza, vaya que sí. ¿Pagamos o no a nuestras limpiadoras para que limpien? No, la vida sería demasiado sencilla, demasiado poco escocesa, si la gente cumpliese con las tareas para las que nacieron. ¿Y nuestro amigo Tímido, para hacer qué se supone que nació? «No tiene nada de malo ser tímido, colega, todos lo hemos sido alguna vez», miento. Pongo las manos debajo del secador. «Déjame que te invite a un trago», le digo con una sonrisa, sacudiéndome el agua sobrante.
El muchacho no parece entusiasmado por mi oferta. «Aquí no me voy a quedar», dice, señalando con ira más allá de la puerta, «¡no mientras esos me estén tomando el p-p-pelo!».
«A ver qué te parece, colega, yo me voy a bajar al Caley a tomar una birra. Necesito una pausa. Ven conmigo y me haces compañía».
«Vale», dice, y nos escabullimos por la puerta lateral hasta la calle. Hace un frío que te cagas, y está cayendo aguanieve. ¡Se supone que estamos en primavera, hostias! El ñajo este es, como suele decirse, todo rabo y costillas; es como si cada bocado de alimento que se metiera en el cuerpo lo engullese la polla esta. Si estuviera con una tía, probablemente se correría tanto que se deshidrataría de mala manera y tendría que pasar semanas en la UVI. Esa prominente nuez, esa piel cetrina y llena de granos…, desde luego estrella de cine no es. Pero en el mundo del porno, si es capaz de empalmarse a voluntad…
Nos introducimos en el cálido y acogedor Caley, con su chimenea; saco un par de pintas y de brandys mientras buscamos un rincón tranquilo. «Entonces, ¿por qué están estos colegas tuyos siempre encima de ti?».
«Porque soy un poco tímido… y por tar-tar-tartamudo…».
Considero este problema durante un rato y me cuesta mucho ocultar mi indiferencia antes de aventurarme: «¿Es tu tartamudez lo que hace que seas tímido o eres tímido por ser tartamudo?».
Nuestro amigo Curtis se encoge de hombros. «Fui a que me lo miraran, y me dijeron que sólo eran ne-nervios…».
«¿Qué es lo que te pone tan nervioso? No eres nada distinto al resto de tus amigos. No tienes dos cabezas ni nada por el estilo. Vais todos igual vestidos, tomáis las mismas drogas…».
El ñajo agacha la cabeza y es como si no pasara nada bajo la gorra de béisbol esa. A continuación dice en un susurro atormentado: «Pe-pe-pero… no cuando tú no lo has hecho y todos e-e-ellos sí…».
«La dimensión media del mamón escocés con anillos raperos era de di-di-diecinueve pulgadas».
No puedo decir nada al respecto. Me limito a asentir tan comprensivamente como puedo. Con creciente desasosiego, me doy cuenta de que en muchos casos estos capullos no tienen siquiera la edad legal requerida para follar, no digamos ya beber. Gracias a Dios por el certificado de paz del jefe de policía Lester encima de la barra.
«El Philip se cree m-m-muy duro por andar por ahí con B-B-Begbie. Antes era mi me-me-mejor amigo, encima. Puede que sea tímido con las chicas, pero no soy ma-ma-maricón. Danny…, Spud, entiende que puedes volverte tímido delante de las ti-ti-tías que te gustan».
«¿Así que nunca has salido con ninguna de las chicas con las que tonteáis ahí dentro?».
La cara del capullín se pone roja como la remolacha. «No…, no… Eh…, no».
«Mejor para ellas. Las partirías en dos con ese cacharro que tienes», digo, gesticulando con la cabeza hacia su entrepierna. «No pude dejar de fijarme, colega. ¡Seguro que a ti te dieron el pecho! ¿Tienes sangre italiana?», pregunto.
«Nah…, escocesa, eh». A continuación me mira a mí como si yo fuera un bujarrón chungo.
En lo que a la guerra de sexos se refiere este capullo es un pacifista total. Mejor para las titis, porque con una herramienta como esa ya la habría ganado el solo sin ayuda de nadie.
«Seguro que alguna oportunidad habrás tenido», le insisto.
Ahora el tío sí que está aturullado; le lagrimean los ojos mientras farfulla y tartamudea una humillación del pasado. «Estuve con… con… una chica una vez y me dijo que la tenía demasiado grande y que era un bicho raro».
El pobre cabrón tuvo la mala suerte de que su primera oportunidad de follar fuera con una mema. «De eso nada, colega. El bicho raro era ella, la zorra modorra», digo sacudiendo la cabeza, dejándole las cosas claras. Ahora bien, tiene unos hombros encorvados, una mirada furtiva y nerviosa, un aliento que haría que cualquier mujer prefiriese morrearle el ojete y un tartamudeo horroroso. Me jugaría algo, además, que todo ello se debe a que alguna gnoma atontolinada sencillamente carecía de la sensatez de darse cuenta de que le había tocado la lotería. «Escucha, ¿conoces a Melanie?».
Los ojos del jovencito se iluminan un poco. «¿La que hace porno casero con vosotros en la parte de arriba del pub?».
«¡Joder! Se supone que eso no tendría que saberlo nadie», maldigo, inhalando bruscamente y luchando contra la tentación de preguntarle quién le habló de nuestro club. «Sí, esa», digo tranquilamente.
«Eh, sí, la he visto y tal».
«¿Te gusta?».
El gachó prorrumpe en una sonrisa pensativa. «Claro, le gusta a todo el mundo…, y la otra, la que habla tan bien…», dice con expresión anhelante.
A ver si le enseñamos a este capullín a caminar antes de que intente correr. «Estupendo, porque a ella le gustas tú. Les gustas a las dos».
El pobre cabrito se ruboriza.
«Nah, lo sé de buena tinta».
«Nah…, m-me estás tomando el p-p-pelo…».
No hay suficientes horas en un día para llegar a algún lado con este chaval. «Escucha, amigo, yo soy medio italiano por parte de madre. ¿Eres católico?».
«Bueno, sí, pero nunca voy a la igle…».
Le silencio con un gesto de la mano. «No importa. Yo lo soy, y te juro por la vida de mi madre que a Melanie le gustas y que le gustaría darse un revolcón contigo en una de esas pelis pornos caseras», digo poniéndome en pie con cara de póquer mientras voy hasta la barra y pido otra ronda. Deja al capullo que se lo piense. Cuando vuelvo, está a punto de decir algo, pero como estoy pendiente del reloj, le corto. «Y además te pagan. Te pagan por tirarte a Melanie y a otras tías también. Y no sólo en una peli casera, sino en una peli porno con todas las de la ley. ¿Qué me dices?».
«Estás de bro-broma…».
«¿Tengo cara de estar de broma? Mi galán principal, Terry, está impedido y necesitamos sangre nueva. Tú eres el tipo indicado. ¿Qué te paguen por follarte a Mel? ¡Venga ya, colega!».
«A mí la que me gusta es Candice», lloriquea a la defensiva.
Otro puto romántico de tapadillo. Qué triste. La pequeña golfa del Sunshine de hace un rato. «Escucha, amigo, sé que te toman el pelo allí», digo señalando la calle, «pero no te tomarán el pelo cuando seas una estrella del porno que se folla a los chochos de primera. Piénsalo», le digo guiñándole el ojo y apurando la copa; dejo al capullín allí para que haga eso exactamente.
Cuando vuelvo al Sunshine, Spud está sentado en un rincón mientras Ali pasa de él. Al cabo de un rato se levanta e intenta darle un dinero y ella le dice que se marche. Él va hasta el culo y hecho un puto desastre. Lleva un auténtico look de maníaco del speed; cabello despeinado, con grasa suficiente para abastecer a todos los fish and chips de Leith; unos ojos con los párpados tan caídos que parecen permanentemente cerrados, cercos negros como arandelas a su alrededor, capilares inflamados, todo ello albergado en una piel fibrosa del color y la textura de una chapata vieja. ¡Vaya! ¡Hola, guapo! Aquí llega tu maridito, Ali, muñeca, guau, ¡qué buen partido! Te pierdo de vista durante unos cuantos años y mira lo que pasa. Ya no es que bajes el listón, es que te conviertes en una humorista del cagarse. Porque ningún chocho-chorras, desde Marti Caine pasando por French and Saunders hasta llegar a Caroline Aherne, arrancó jamás tantas carcajadas como tú cuando entraste en un bar con aquello colgado del brazo. Ahora él levanta el brazo e intuyo que mi presencia sólo echaría más leña al fuego, así que capto la atención de Ali y le indico que lo eche.
Veo a Curtis volver a entrar haciendo deliberadamente caso omiso a sus amigos, a uno de los cuales, el tal Philip, le aparta bruscamente el brazo amistoso con el que le rodea los hombros. En lugar de eso, se acerca a Spud para ayudarle a salir y emprender camino. Mi nuevo protagonista. ¡El nuevo Juice Terry!
Mo y Ali parecen poder arreglárselas, hasta el punto de que no parecen haberse fijado siquiera en mi escapada. Decido estirar mi suerte un poco más y me escurro por la puerta lateral, doblo la esquina y subo las escaleras hasta el piso. A punto estoy de poner un vídeo de Russ Meyer como fuente de inspiración cuando me veo por el rabillo del ojo en el espejo de la pared. Los pómulos se me antojan más prominentes. En efecto, estoy perdiendo un poco de peso.
Shimon, deja que te felishite por el éshito de eshta inishiativa shinematográfica.
Vaya, muchas grashias, Sean. La verdad esh que la pornografía nunca ha shido lo mío, pero shé apreciar una película hecha con ofishio, y ya no digamosh un buen culo.
Todo está saliendo a pedir de boca. Casi todo. Ahora me acuerdo de que Mo me dijo que Francis Begbie pasó antes por aquí y preguntó por mí.
Efectivamente, compruebo los mensajes que hay en el móvil verde y hay uno de texto que es de él, o «Frank», como gusta de firmar:
E D VRTE NSEGUIDA ACRCA D
ALGUIEN Q PRONTO DJARA D ESISTIR
Como si lo viera, «Frank». Puto gilipollas. Tiene que tratarse de Renton. Renton pronto dejará de «esistir». Hay otro mensaje de texto de Seeker. Si alguna vez se creó un sistema de comunicación a la medida de alguien, son los mensajes de texto para Seeker:
LISTO CUANDO QUIERAS
Drogas. Estupendo. Sólo me queda una pequeña cantidad. Saco la papela y preparo una raya de saludables dimensiones, que hace diana perfecta. Ahora sí que necesito un cigarrillo, y enciendo uno; gracias a la farlopa, el humo se me antoja limpio y fresco en contacto con mis pulmones.
Me miro al espejo en profundidad. «Escucha, Franco, ya iba siendo hora de que tú y yo tuviéramos un pequeño tête à tête, una sesioncilla para despejar malos rollos. Se trata de la obsesión esa que te traes con Renton. A ver, afrontémoslo, hay que reconocerlo, Franco, y seguro que sabrás apreciar mi franqueza: esto va mucho más allá de lo de aquella vez con la pasta. Pareces un amante despechado. Por supuesto, en Leith está en boca de todo el mundo. De acuerdo, asumamos que estás loco por él. Mientras hacías el amor con todos aquellos chicos en la cárcel, ¿te imaginabas que era él? Siento que las cosas no funcionasen entre vosotros dos, tío. Es curioso, solía imaginar que tú eras el que daba y Rents el que recibía. Ahora, sin embargo, lo dudo mucho. Me doy cuenta de que la zorrilla lloriqueante y quejumbrosa del vestido sometida a la voluntad del Judas pelirrojo eres tú, agachado con lágrimas en los ojos mientras él te dice guarrerías y pone a punto tu culo engrasado, y que cuando te la mete, sonríes bobamente y maúllas como la asquerosa nenaza putona que…».
El timbre.
Abro la puerta y allí está él. De pie delante de mí.
«Franco…, en ti estaba pensando…, pasa, colega», tartamudeo; parezco el jovencito Curtis, al que acabo de dejar.
Y por la reacción de sus ojos es como si este hijo de puta me leyera el cerebro. ¿Estaría hablando en voz muy alta?… Seguro que no… pero ¿y si tenía abierta la rendija del correo para echar un vistazo primero?… ¿Y si me ha oído hablar desde el pasillo…?
«El puto Renton…», bufa.
Ay, joder, Jesusito de mi vida, no me hagas esto, por favor… «¿Qué?», consigo ladrar.
Begbie se da cuenta de que algo no encaja. Me mira de forma desagradable y tanteadora y dice en voz baja: «Renton ha vuelto aquí, joder. Le han visto».
Y algo en mi cerebro, mientras me asomo a esa mirada fija de cinco kilómetros de profundidad y me quedo paralizado, alguna especie de esencia primordial, me dice a gritos: actúa, Simon, actúa. Actúa por Escocia; no, mejor por Italia. «¿Renton? ¿Dónde? ¡Dónde cojones está ese cabrón!». Y me asomo al infierno, a ese punto negro solitario que hay detrás de las pupilas de esos ojos enloquecidos, con una mirada llena de odio que siento que intenta apagar un alto horno con una pistola de agua de juguete. Espero que, como una cobra, me golpee, casi rezo para que lo haga: hostia puta, hazlo ya, líbrame de este tormento, porque incluso yendo de farlopa ya no puedo aguantar más.
Begbie me sostiene la mirada, y menos mal, su voz desciende hasta llegar a un bufido escasamente audible. «Esperaba que tú pudieras decírmelo, joder».
Me golpeo la frente con la palma, me vuelvo y empiezo a caminar de un lado a otro, remontándome a la agonía que Renton nos causó, que me causó. De pronto me paro y señalo a Franco, y sí, es un dedo acusador, porque fue la insensatez de este cabrón la que hizo que nos levantaran la bolsa; se supone que era él quien estaba a cargo de ella. «Si ese cabrón ha vuelto, quiero mi puto dinero…». A continuación pienso en cómo lo contemplará Begbie, y añado, volviendo a llevarme la palma a la frente: «¡Estoy tratando de rodar una puta película con un presupuesto de risa!».
Excelente argumento. Diríase que Franco está casi satisfecho con eso. Se le estrechan los ojos un poco más. «Tienes mi puto número de móvil. Si Renton se pone en contacto contigo, me llamas echando leches».
«Lo mismo te digo, Franco», le suelto, regodeándome ahora con la sensación de indignación, el perico mezclándose armoniosamente con ella, mientras experimento el poder y la pureza de mi desdén, la fuerza pura de mi descaro. «Y no toques a ese puto cabrón hasta que haya recuperado mi dinero más los daños y perjuicios; después haces con él lo que te dé la gana…, siempre y cuando yo tenga derecho a echar una mano, claro está».
Debo haberle parecido lo suficientemente acalorado, porque Begbie dice «Vale»; después se vuelve y empieza a salir.
Renton. No puedo creer que esté protegiendo a ese cabrón. Aunque no será por mucho tiempo. Las cuentas bancarias ya están listas. En cuanto la peli esté lista, cada uno a lo suyo.
Voy bajando las escaleras detrás de Franco; se vuelve y me pregunta: «¿Tú adonde cojones vas?».
«Eh…, otra vez al pub, acabo de salir y tengo que volver».
«Guay, así me pillo una cogorza», dice él.
De modo que el necio espécimen me sigue hasta allí y tengo que quedarme en la barra bebiendo con él. Hay un plus: me pasa una papela de farla, que al menos me ayudará a arreglármelas hasta que pueda pasarme por donde Seeker. Con todo, la situación dista mucho de ser ideal. Al menos Spud se ha ido, pero no antes de darle un disgusto a Alison, que evidentemente ha estado llorando. Ahora ese paddy[43] piojoso se dedica a minar la moral de mi plantilla.
Begbie sigue empantanado en la paranoia, porque no para de hablar de paquetes, lo cual hace que se me dispare el pulso, y que si Renton es un maricón retorcido, todo lo cual me suena a música celestial. ¡Ay, cómo deseo que Renton se tope con él! Sobre todo para saciar mi curiosidad y ver hasta dónde llega Franco. Sorprendentemente, me pregunta por la película.
«Bueno», le suelto, quitándole importancia, «en realidad sólo es un poco de diversión, Frank».
«Las estrellas del porno esas, los gachos, quiero decir, ¿hay como…, a ver, tienen que tenerla de un tamaño estipulado?».
«En realidad no; entiéndeme, cuanto más grande mejor, evidentemente», le digo.
Franco se agarra la cojonera en plan orangután, cosa que me revuelve el estómago. «¡Entonces yo valdría!».
«Sí, pero lo más importante es la capacidad de quedarse empalmado. Muchos tíos con pollas grandes son incapaces de empalmarse delante de la cámara cuando llega el momento de la verdad. La capacidad de quedarse empalmado es lo principal, por eso Terry era tan bueno…», digo antes de que se me acabe el gas, cuando me doy cuenta de que Franco me mira con una expresión colérica llena de odio. «¿Te encuentras bien, Frank?».
«Sí…, es que cuando pienso en ese cabrón de Renton…», dice, apurando la bebida y lanzándose a despotricar, venga a hablar de si sus críos, y de cómo June no los cuida como es debido. «Si vieras la pinta que lleva, parece salida del campo de Belsen. Parece como si estuviera consumiéndose que te cagas…».
«Ya, Spud dijo que estaba fatal. Aunque es lo que tiene la pipa. A ver, que yo me meto bastante farlopa, Frank, pero te digo que la pipa te deja hecho polvo de verdad», le explico, saboreando el dejar a Murphy en la boca del lobo.
Begbie me mira con cara de espanto y los dedos que rodean el vaso palidecen. Respiro hondo, porque este capullo está a punto de explotar. «La pipa… crack… June… ¡¿CON MIS PUTOS CRÍOS?!».
Veo mi oportunidad y entro a matar. «Mira, Spud dijo que estuvo lavando con ella; sólo te lo cuento porque deberías saberlo, por lo de los críos y tal…».
«Vale», dice mirando a Alison, quien parece absolutamente desaliñada. «¡TU HOMBRE ES UN CABRÓN! ¡UN PUTO YONQUI INÚTIL DE MIERDA! ¡LOS SERVICIOS SOCIALES TENDRÍAN QUE QUITARTE AL PUTO CRÍO!».
Entonces Franco sale del bar en tromba mientras Alison se queda allí incrédula durante uno o dos segundos, y luego estalla en sollozos incontrolables, sólo para verse consolada por Mo. «¿Qué…?», dice entre borbotones, «¿qué coño dice?… ¿Qué es lo que ha hecho Danny?».
Tengo que hacerme cargo de la barra mientras ellas hacen el numerito del caso perdido. Estoy encantado de que el zoquete simiesco de Begbie se haya largado, pero menos de que lo haya hecho incapacitando a mi puta plantilla. Y el siguiente cliente en esta cinta transportadora de perdidos que pasa por ser una taberna no es otro que Paul, mi colega de Empresarios de Leith Contra la Droga, con cara de llevar el peso del mundo sobre sus hombros.
Le llevo a un rincón tranquilo del garito y lo primero que hace es gimotear acerca del dinero. «¡Se trata de mi pellejo, Simon!».
Se lo digo claro al capullo: «Más vale que te calles si no quieres que tu lamentable carrera se vaya a tomar por culo. ¡No pienso repetírtelo!». Una vez aclarado esto, adopto una actitud más conciliadora. «Mira, Paul, no te preocupes. Sencillamente no entiendes la economía general de los negocios. De mi industria. Lo recuperaremos», canturreo alegremente, deleitándome con el hecho de no perder la cabeza cuando eso es lo que hacen todos los que me rodean.
Qué criaturita tan excremental.
«Este sí que es un hombre que entiende de economía», digo con una sonrisa mientras el viejo Eddie entra en el bar arrastrando los pies y mirando a todo el mundo por encima del hombro. «Ed, ¿qué tal te van las cosas, viejo amigo?».
«No van mal», dice Eddie gimiendo.
«¡Excelente!», sonrío yo. «¿Qué te apetece tomar? Invita la casa, Ed», le cuento.
«Si invita la casa, una pinta de special[44] y un Grouse grande».
Ni siquiera la desfachatez de este viejo borrachín es capaz de hacerme perder el ritmo hoy. «Certainment, Eduardo», sonrío, antes de gritarle a la Elena Francis de Leith: «Mo, ¿quieres hacer los honores, hermosa mía?». Señalo con la cabeza a un Paul destrozado, y me vuelvo otra vez hacia Ed. «Pues aquí estaba, poniendo al día a mi amigo Paul respecto a las mañas del mundo del comercio. ¿Tú en qué rama de la industria trabajabas, Eddie?».
«Era ballenero», me dice el viejo náufrago gruñón.
Un hombre de mar. Hola, marinero. ¿O debería decir «hola, ballenero»? «Ya; entonces, ¿llegaste a conocer a Bob Marley?».[45]
El viejo lobo de mar sacude vigorosamente la cabeza. «No había ningún Bob Marley en los barcos que salían de Granton. Al menos no cuando yo navegaba», nos cuenta Ed con gran sinceridad, echándose un buen trago del Grouse.
«Tu ronda, Paul», sonrío radiante, «y espero que incluyas otro chupito dorado para Ed. La forma en que tratamos a los mayores es indicio del grado de civilización de una sociedad, y aquí en Leith estamos a varios años luz por delante de toda la competencia en ese terreno. ¿Tengo razón o simplemente estoy en lo cierto, Ed?».
Eddie se limita a mirar agresivamente a Paul. «Tomaré un whisky, pero asegúrate de que sea Grouse», advierte al desconcertado publicista, como si estuviera haciéndole al pobre cabrón un gran favor.
Decido hacer caso omiso de este gimoteante mariquita yuppie y dejar a Mo y a Ali disfrutar del sabor de bitter seamen,[46] porque Juice Terry entra en el pub. «¡Tel! ¿Te han dado el alta?».
«Sí», sonríe. «Aunque todavía tengo que ir con cuidado y tomarme las pastillas esas, eh».
«Excelente. ¿Qué vas a tomar?».
Ahora me encuentro aún más animado. Pronto estará aquí toda la cuadrilla. ¿Alex?
De crucial importancia, Simon. Por desgracia, en estos tiempos no se gana nada con sólo los primeros once. Necesitamos unos cuarenta en pelota, todos sudando la camiseta.
«Ni siquiera puedo beber mientras tome las pastillas», se queja Terry, pasándose la mano por los rizos. El bigote de estrella porno que se dejó en plan broma ya no está.
«Caramba, Tel, qué pesadilla. No puedes follar, no puedes beber…», me río, señalando con la cabeza a los colegas de Ed, sentados en el rincón dando sorbos a sus medias pintas. «De todos modos, así te preparas para el siguiente turno, eh».
«Ya», dice con un gesto de arrepentimiento, mientras observo que el gilipollas de Paul, ahora muy consciente de que puedo hacerle el vacío tranquilamente durante toda la noche, decide ser realista y sale cabizbajo con el rabo entre las piernas.
Para animar a Terry, le llevo a la oficina y preparo un par de patitas de calamar del gramo que me consiguió Begbie. Le cuento a Tezzo la visita de mi anterior colega Monsieur François Begbí. «Me vienen a la cabeza las palabras “ajo” y “picar”», digo, cortando las rayas finas con mi tarjeta e indicándole a Terry que se sirva, «pero no necesariamente en ese orden. Con todo, la farla a la que le estamos pegando es suya, así que el tío no deja de tener su utilidad».
Terry se ríe y se agacha para esnifar. «¿Qué si come ajos? Ese capullo se comería la cosecha entera», dice antes de meterse una.
Hago otro tanto y empiezo a largar acerca de mis planes para la película. Terry empieza a tener aspecto de encontrarse incómodo. «¿Estás bien, Tel?».
«Nah… es la polla… debe haber sido la coca, pero me empieza a doler cosa mala».
El pobre Terry se larga, casi doblado por la mitad. Es tan triste ver a un hombre antaño orgulloso castrado de esa forma. Como sigue retirado de la circulación, me preocupa la vida sexual de la pobre Melanie así que la llamo, pensando que estaría bien que conociera al joven Curtis.