Me duele la cabeza que te cagas. Puta migraña. Pienso demasiado, ese es mi problema, aunque alguno de los tontos del culo que hay por aquí no lo entendería. Demasiadas cosas en la cabeza. Es lo que pasa cuando se tienen putos sesos; te hacen pensar demasiado, joder, te hacen pensar en todos los putos sobraos a los que les tendrían que partir la puta cara. Y encima hay mogollón. Joputas acojonaos; siempre riéndose a tus espaldas, claro. Lo sé y me doy cuenta. Ellos creen que no te enteras, pero por supuesto que te enteras, joder. Lo sabes. Siempre lo sabes que te cagas, por supuestísimo que sí.
Necesito un poco de Nurofen, joder. Espero que Kate vuelva pronto de casa de su madre con ese crío llorón que tiene, porque un polvo siempre ayuda a cortar el puto dolor de cabeza. Es cierto: cuando vacías la tubería es como si te hicieran un puto masaje en el cerebro. No entiendo a todos esos capullos que dicen: «Ahora no, tengo jaqueca», como en las putas películas y tal. Ves, para mí es entonces cuando más necesitas echar un puto polvo. Si todo dios echara un polvo cuando tuviera jaqueca, el mundo tendría menos problemas.
Se oye ruido en la puerta; será ella.
Pero espera un minuto, joder. Qué coño va a ser ella.
Algún cabrón intenta entrar a robar…, claro, como estaba sentado con las luces apagadas por el dolor de cabeza, ¡se habrán pensado que no hay nadie en casa! ¡Pues vaya si lo hay, joder!
¡Arranca el partido!
Me tiro del sofá al suelo rodando, como uno de esos capullos tipo Bruce Willis o Schwarzenegger, y salgo a gatas, poniéndome de pie contra la pared de detrás del cuarto de estar. Si saben lo que se hacen vendrán por aquí primero, en vez de subir las escaleras. La puerta se abre de golpe; los cabrones la han forzado. Ya están dentro. No sé cuántos, no muchos a juzgar por el ruido que hacen. Pero no importa cuántos entren, coño, porque de aquí no sale ni uno.
Guapo…, guapo que te cagas… Me quedo detrás de la puerta esperando a los muy cabrones. Entra un cabroncete, con un bate de béisbol en la mano, el joputa de mierda. Una desilusión que te cagas. Cierro la puerta a sus espaldas. «¿Buscabas algo, capullo?».
El capullín se vuelve y empieza a blandir el bate delante de mí, pero fijo que se ha cagado a la primera. «¡Quita de ahí! ¡Déjame salir!», grita. ¡Conozco a este capullín! ¡Lo he visto en el pub, en el pub de Sick Boy! El también me conoce, y los ojos se le ensanchan más. «No sabía que era tu casa, tío, ya me marcho…».
Y que lo digas que el capullín no lo sabía. «Venga, pues», le digo con una sonrisa. Le indico la puerta. «Ahí está. ¡¿A qué cojones esperas?!».
«Quita de en medio…, no quiero problemas…».
Dejo de sonreír. «Ya los tienes, quieras o no», le digo. «Así que dame ese puto bate ya. No me obligues a quitártelo. Por tu propio bien, no me obligues a hacerlo».
El capullín está ahí temblando que te cagas, y empiezan a llorarle los ojos. Puta maricona. Baja el bate y yo le cojo por la muñeca y se lo quito; entonces le cojo por la garganta con la otra mano. «Pero ¿por qué no me sacudiste, so mamón? ¿Eh? ¡Acojonao de mierda!».
«Yo no…, no sabía que…».
Le suelto para coger el bate con las dos manos. «Esto es lo que tenías que haber hecho», y empiezo a sacudirle con él.
Levanta los brazos y el bate se estrella contra su muñeca; suelta un grito como un perro cuando lo atropellan, y yo sacudiéndole que te cagas, pensando en lo que habría hecho él si Kate y el puto crío hubieran estado aquí.
Paro al ver sangre en la puta moqueta de Kate. El capullín está tirado hecho un puto ovillo, y chillando como un puto crío. «¡CÁLLATE!», le grito. Estas paredes son como de papel y algún capullo llamará a la puta policía.
Encuentro un viejo trapo de cocina y se lo pongo en la cabeza al capullo, donde se le ha abierto, y vuelvo a ponerle la gorra de béisbol, eso detendrá la puta hemorragia un poco. Después le obligo a sacarse todo lo que lleva en los bolsillos y le doy cosas de la cocina para que limpie la alfombra. Aquí no hay más que puta calderilla, unas llaves y una bolsita de pastillas.
«¿Son éxtasis?».
«Sí…», dice mientras restriega que te cagas, mirando alrededor con expresión preocupada.
«¿No llevas nada de farlopa?».
«… No…».
Compruebo las putas cerraduras. Las ha forzado por los golpes que le ha dado a la puerta con el hombro, pero el marco no se ha rajado, y mejor para él por la cuenta que le trae. Vuelvo a ponerlas en su sitio. Aunque están sueltas que te cagas y habrá que cambiarlas.
Vuelvo a donde el capullín este sigue fregando. «Más vale que salgan esas manchas de sangre. Como ella me monte barrila por haberle manchado la moqueta de sangre, me encargaré de que por lo menos merezca la pena haberla manchado, y ya os enseñaré yo lo que es sangre».
«Vale…, vale…, ya salen…», suelta él.
Averiguo que el capullo se llama Philip Muir y que es de Lochend. Miro la alfombra. No lo ha hecho nada mal. «Venga, tú te vienes conmigo un rato», le digo.
El capullín está demasiado asustado para decir nada. Llegamos a la puta furgona, abro la puerta del copiloto y se sube. Doy la vuelta hasta mi asiento y me subo, sabiendo que está demasiado cagao para salir de naja. «Tú haces de copiloto, colega, que sabes adonde vamos».
«¿Eh…?».
«Vamos a tu casa».
Pongo la radio y conducimos hasta Lochend. Esta furgona está jodida, está en las últimas. Están poniendo esa canción tan guapa de Slade, «Mama We’re All Crazy Now», y empiezo a cantarla. «Los Slade son guapos que te cagas», le digo al capullín.
Paramos junto al puto queo. «¿Aquí es donde viven tus padres?».
«Sí».
«¿No hay nadie?».
«No…, pero volverán enseguida».
«Entonces más vale que nos demos caña, hala».
Así que entramos y compruebo lo que hay. Hay una tele bien guapa, de esas de pantalla plana, y con vídeo, uno de esos nuevos de compact disc pero con imágenes, un puto VDU o como coño lo llamen. También hay un estéreo nuevo, uno de esos con mogollón de altavoces. «Venga, bobochorra, empieza a cargar», le digo al cabrito este.
El chaval sigue cagándose y yo estoy ojo avizor por los entrometidos que pueda haber por la calle. Si algún cabrón se va de la lengua, el marrón se lo come él, eso lo sabe. Subimos a la furgona y llevamos el material a casa de Kate. Lo guapo es que hay un compact de Rod Stewart con todos sus éxitos. Ese me lo metí en el bolsillo nada más verlo.
Cuando volvemos, ella está en casa con el crío. «Frank…, la cerradura…», dice, señalando los tornillos, que vuelven a estar en el puto suelo. «No hice más que meter la llave y cayeron directamente al suelo…». Ve al capullín, de pie detrás de mí. Él se está cagando otra vez a cuenta de la puta cerradura, y más le vale, joder.
«Vale», suelto yo, y salimos y volvemos cogiendo un extremo de la tele cada uno.
Ella lleva al crío en brazos. «La cerradura… Frank, ¿qué pasa? ¿Qué es todo esto?». Mira el televisor.
«Este coleguita mío», le digo, explicándole la historia que me había inventado por el camino de vuelta en la furgona, «es un buen samaritano que te cagas, ¿eh, amiguete? Fueron a parar a sus manos unos bártulos, así que le dije tráetelos aquí. Están mejor que tus cosas viejas».
«Pero la cerradura…».
«Ya, joder, pero es que te lo dije, Kate. Recuerda que te dije: esa cerradura hay que arreglarla. Se lo pediré a mi amigo Stevo, que es cerrajero; él la arreglará. ¡Pero mira esto! Un maldito DVD nuevo. Ahora tendrás que canjear todos esos vídeos viejos».
«Eres muy amable», dice ella. «Gracias, Frank…».
«No es a mí a quien tienes que darle las gracias, sino a Philip, ¿eh, amigo?».
Kate mira al cagao. Menudo ojo lleva. «Gracias, Philip…, pero ¿qué te ha pasado en la cara?».
Interrumpo. «Es una historia larga que te cagas», le digo. «Lo que pasa es que Philip me debía unos cuantos favores, así que cuando consiguió un estéreo y una tele nuevas para su queo, me llama por teléfono y me suelta: puedes quedarte con los viejos si quieres. Así que pensé: será un montón de chatarra, ¿sabes?, ¡pero el capullín me dice que sólo tienen dieciocho meses!».
«¿Estás seguro, Philip? Parecen carísimos…».
«Ya sabes cómo son los jóvenes, pa ellos todo tiene que ser la última moda. ¡Pa ellos eso es como la puta Edad de Piedra! Claro, Philip pensó en mí primero, pero algún otro sobrao pensó que se lo debía a él e intentó pegarle la mordida al capullín este. Así que», digo cogiendo el bate de béisbol, «fuimos a tener una charlita con el cabrón y le aclaramos las cosas, ¿eh, Philip?».
El capullín suelta una sonrisa boba.
Kate está enchufando y montando la tele. «¡Tiene una imagen estupenda!». Está como una puta cría en Navidad. «Fíjate», le dice al crío, «¡Boby sus amigos!».
«Para ti sólo lo mejor, nena».
El capullín no dice una puta mierda; suerte tiene de estar vivo. Se me ocurre que un teleñeco embobao como este podría serme útil. Me lo llevo fuera. «Vale, ya puedes irte, pero mañana por la mañana a las once tienes que venir a verme al Café del Sol, al final de Leith Walk».
«¿Para qué?», pregunta, todo asustado otra vez.
«Para un trabajo. Los capullines como tú os metéis en demasiados líos si no trabajáis. El ocio es la madre de todos los vicios, ¿no? Recuerda, en Leith a las once. Si llego tarde, pregunta por Lexo. Y no te metas en líos, porque ahora trabajas para mí. Recuerda, mañana en el café».
El mamoncete ha dejado de temblar pero sigue poniendo una cara de despiste que te cagas. «¿Voy a cobrar un sueldo?».
«Sí. Seguirás con vida. Ese será tu puto sueldo», le cuchicheo. «Aunque te diré una cosa», le suelto al ver que lleva anillos raperos en casi todos los dedos, «bonitos anillos, colega. Quítatelos».
«Hala, tío, los anillos no, por favor, tío…».
«Quítatelos», le suelto.
El capullín empieza a tirar de ellos. «No consigo sacármelos…».
Saco la navaja. «Vale, ya te los quito yo», le digo.
Es curioso, pero después de eso salieron sin ningún problema.
El capullín me los entrega, todo triste, y yo me los echo al bolsillo, menos uno que le doy a él. «Hoy has hecho un buen trabajo. Sigue haciendo buenos trabajos y los recuperarás como pago. Sóbrate o cágala y eres hombre muerto. Mañana en el café», le digo, y vuelvo adentro y cierro la puerta.
Le doy un toque a Stevo con el móvil, diciéndole que es una urgencia.
Kate va y dice: «¡El estéreo es cojonudo, Frank! ¡No me lo puedo creer! ¡Qué chaval tan majo!».
«Cierto, es buen tipo. Va a trabajar conmigo. Hay que cuidar de los enanos. Si no tienen algo que hacer, se meten en líos. Si no que me lo digan a mí», le cuento.
«Eso está bien, ayudar al chavalín. En el fondo eres un buenazo, ¿a que sí?».
Me siento de lo más raro cuando dice eso, como bien, pero al mismo tiempo pienso: si así es como habla, no me extraña que al último tío con el que estuvo se le fuera la mano. Pero me alegra que esté contenta. «Es como dice el cabrón del político ese: si tienes un puto negocio tienes que ayudar a todos los demás. ¿Entiendes lo que quiero decir? Ponte la chaqueta, vamos a salir. Unos tragos y un chino, ¿que no?».
«El crío…».
«Deja al puto crío en casa de tu madre. Venga, date vidilla. Llevo todo el día currando que te cagas. Unos tragos y un chino, hala. Tengo derecho a tomarme una puta cerveza para relajarme. Tú déjale en casa de tu madre y yo esperaré a que Stevo venga y arregle la puerta. No le costará nada, y si no, le dejo las llaves y que las meta en el buzón cuando termine. Nos vemos en casa de tu madre dentro de un rato, ¿vale?».
Kate se arregla y se cambia y vuelve a meter al crío en el cochecito.
Dejo la tele vieja en el pasillo y conecto la corriente a la nueva para ver Inside Scottish Football en la Sky. Es curioso, el dolor de cabeza me ha desaparecido y ni siquiera he tenido que echar un puto polvo.