26. «… MONSTRUOS SEXUALES…»

Aquella noche me llevó a su casa y me acostó. Me desperté completamente vestida bajo el edredón. Tuve unos breves quebraderos de cabeza paranoicos cuando pensé en el ridículo que había hecho y luego en las cosas que Terry podría haber llegado a hacer con esa cámara de vídeo. Pero tengo la convicción y la impresión de que no sucedió nada porque Gina se ocupó de mí. Gina y Simon. Cuando me levanté de la cama, el piso estaba vacío. Era una pequeña vivienda de una casa de vecinos cuyo salón estaba dominado por un tresillo de cuero y un suelo de parquet con alfombras de aspecto caro. El papel pintado es una espantosa cascada de azucenas color naranja. Encima del hogar hay un grabado de una mujer desnuda con el perfil de Freud superpuesto, con un pie que dice: «En qué piensan los hombres». Me sorprende lo inmaculadamente recogida que está la casa.

Entré en la cocina, pequeña y con armarios empotrados, donde hallé una nota sobre una de las encimeras.

N:

Nos pareció que estabas un poco desmejorada, así que Gina y yo te trajimos aquí. Estoy en su casa, y después me voy derechito a trabajar. Tómate lo que quieras: té, café, tostadas, cereales, huevos y demás. Dame un toque al 07779 441 007 (móvil) y quedamos un rato de estos.

Cuídate,

Simon Williamson

Le llamé para darle las gracias, pero no quedamos, ya que se iba a Amsterdam con Rab y Terry. Quise ponerme en contacto con Gina para darle las gracias pero nadie parece saber cuál es su número.

Así que ahora echo de menos a mis chicos nuevos: Rab, Terry y, sin duda, Simon también. A Simon sobre todo. Casi desearía haberme ido a Amsterdam con ellos. Pero sigo divirtiéndome con mis chicas, puesto que Lauren está de mejor humor a raíz de la ausencia de los monstruos sexuales corruptores de Leith, y Dianne, aunque anda bastante ocupada con su tesis, está por la labor de echar unas risas y unos tragos.

Hablando de monstruos del sexo: el martes por la tarde nos topamos con uno, uno de verdad. Hacía un día sorprendentemente bueno y las tres estábamos sentadas al aire libre, en el Pear Tree, tomando una cerveza, cuando se nos aproxima un tiparraco sórdido y se sienta a nuestra mesa. «Buenas tardes, chicas», dijo, posando su pinta en el extremo del banco. Eso es lo malo que tiene el Pear Tree, el patio se llena enseguida y los bancos son tan largos que muchas veces acabas sentada al lado de alguien con el que no te apetece estar. «No os importa que me siente aquí, ¿verdad?», preguntó, áspero y arrogante. Tenía una expresión dura, una cara de hurón, pelo ralo entre rubio y panocha, y llevaba una camiseta sin mangas que dejaba ver unos brazos abundantemente tatuados. No era sólo que su piel fuera mortalmente pálida en plena racha de buen tiempo; tenía, en mi opinión, lo que Rab describió una vez, señalando a un conocido suyo en el bar, como «el tufo de la cárcel».

«Este es un país libre», dijo Dianne perezosamente, lanzándole una mirada somera y antes de volverse hacia mí otra vez. «Llevo unas ocho mil palabras en estos momentos».

«Estupendo. ¿Cuántas decías que necesitabas?».

«Veinte mil. Si consigo planificar las secciones estoy a salvo. Es sólo que no quiero incrustar palabras y después tener que quitar la mayor parte de ellas porque me he salido por la tangente. Tengo que estructurarlo bien», explicó, levantando su vaso y echando un trago.

Oímos una voz ronca a nuestro lado. «¿Así que sois estudiantes?».

Me volví cansinamente hacia el tipo, por ser la que más cerca de él se encontraba. «Sí», le dije. Lauren, sentada enfrente, enrojeció y empezó a poner mala cara. Dianne tamborileaba sobre la mesa con los dedos, impaciente.

«Entonces, ¿qué es lo que estudiáis?», preguntó el tipo con voz cazallosa, con los ojos nublados y una expresión a la vez violenta y relajada por el alcohol.

«¿Todas estudiamos cosas distintas?», le dije, esperando que con eso quedara satisfecho.

Por supuesto, no fue así. Detectó inmediatamente mi acento. «¿Tú de dónde eres?», preguntó, señalándome con el dedo.

«De Reading».

El tipo bufó, y a continuación me sonrió y se volvió hacia las otras. Empecé a sentirme realmente incómoda. «¿Y vosotras qué? ¿También sois inglesas?».

«No», dijo Dianne. Lauren permaneció callada.

«Me llamo Chizzie, por cierto», dijo tendiéndonos una mano grande y sudorosa.

Yo la estreché con reticencia, turbada por la fuerza de su apretón, y Lauren también lo hizo, pero Dianne la despreció.

«Ah, conque esas tenemos, ¿eh?», dijo el tal Chizzie. «No importa», sonrió. «Dos de tres no está mal, ¿eh, chicas? Hoy estoy de suerte, en compañía de unas damas tan hermosas».

«No estás en nuestra compañía», le dijo Dianne. «Nosotras sí estamos en compañía unas de otras».

En vistas de cómo reaccionó aquel tiparraco, igual habría dado que no hubiera dicho nada. Se embarcó en su propia película y la boca se le torció lujuriosamente mientras nos miraba de arriba abajo. «¿Tenéis todas novio, entonces? Seguro que sí. Seguro que todas tenéis pareja, ¿eh?».

«No creo que eso sea asunto tuyo», dijo Lauren, con voz firme pero apagada y aguda. Miré a aquel bravucón y después la miré a ella, notando la diferencia de tamaño entre ellos, y empecé a enfadarme.

«¡Uy, eso quiere decir que no!».

Dianne se volvió y le miró directamente a los ojos. «Da igual que tengamos o no. Aunque pudiéramos elegir entre un millón de pollas, puedes tener la certeza de que la tuya no estaría entre ellas. Y aun en el caso de que hubiera escasez crónica, no esperes una llamada nuestra».

Un gesto ligeramente amenazador asomó en los ojos del tipo aquel. Era un chalao. Yo pensé: Dianne debería cerrar la boca. «Con una boca como esa, podrías tener problemas, cielo», dijo, y después añadió en voz baja: «Grandes problemas».

«¡Vete a tomar por culo!», saltó Dianne. «¡Limítate a dejarnos en paz de una puta vez y siéntate en otro lado! ¿Vale?».

El tipo miraba fijamente su hermoso y desenvuelto perfil con su enorme, estúpida, lasciva y fea cabezota. «Una pandilla de putas tortilleras», dijo arrastrando la voz. Yo le habría dicho lo mismo que Dianne si se hubiera tratado de alguien como Colin, pero este tipo parecía un zumbao peligroso y perturbado. Me daba cuenta de que Lauren estaba realmente asustada y supongo que yo también lo estaba.

Dianne no, porque se puso en pie y fue derecha hacia él. «¡Venga, tú, te estoy diciendo que te vayas a tomar por culo ya! ¡Venga, largo!».

Él se puso en pie, pero ella lo miró fijamente, con la mirada encendida, hasta que apartó la vista; por un momento pensé que iba a golpearla, pero unos tíos que había en otra mesa gritaron no sé qué y una de las chicas del bar, que estaba recogiendo vasos, se aproximó y preguntó qué problema había.

El tío prorrumpió en una sonrisa fría. «No hay ningún problema», dijo, levantando su pinta, apurándola y alejándose. «¡Putas lesbianas!», nos gritó.

«Qué va, somos ninfómanas y nos morimos de las ganas, ¡pero hasta nosotras tenemos unos mínimos!», le gritó Dianne a su vez. «¡MIENTRAS HAYA PERROS EN LA CALLE Y CERDOS EN LAS GRANJAS TU COCHINA COLA COSTROSA DE MARIQUITA NO NOS HACE NINGUNA FALTA, TÍO! ¡VETE ACOSTUMBRÁNDOTE!».

El majaron se dio la vuelta súbitamente; parecía absolutamente incandescente de furor; acto seguido se volvió y se marchó, humillado por la risa procedente de las mesas que había a nuestro alrededor.

Yo me quedé sentada, muda de asombro ante la actuación de Dianne. Lauren temblaba todavía, casi al borde de las lágrimas. «Era un maníaco, un violador, ¿por qué tienen que ser así?, ¿por qué tienen que ser así los hombres?».

«Sólo necesitaba echar un polvo, el triste hijo de puta», dijo Dianne, encendiendo un cigarrillo, «pero como dije, no seré yo. De verdad, alguna gente debería meneársela antes de atreverse a salir a la calle», dijo con una sonrisa maliciosa, dándole a Lauren un abrazo solidario. «No te preocupes por ese gilipollas, cariño», dijo ella. «Voy a por unas copas más».

Nos embolingamos y nos dirigimos a casa. He de reconocer que me sentía un poco nerviosa durante el trayecto por si volvíamos a encontrarnos al majaron ese. Creo que Lauren también, pero me da la impresión de que Dianne habría estado encantada. Fue más tarde, aquella misma noche, cuando Lauren se fue a sobar, cuando dejé que me hiciera la primera entrevista, que grabó. «Hombres agresivos como el que nos encontramos hoy», dijo ella, «¿te has topado con muchos? En la sauna, quiero decir».

«La sauna es un sitio muy seguro donde trabajar», le conté. «Ahí no se andan con tonterías. Quiero decir, yo…». Me encogí de hombros y decidí decirle la verdad sin rodeos: «Bueno, me limito a hacer pajas. Nunca haría la calle. Los clientes de la sauna tienen dinero. Si no quieres hacer lo que te piden, encontrarán a otra que lo haga. Por supuesto, hay algún rarito que puede llegar a obsesionarse, que quiere demostrar el poder que tiene sobre ti y no acepta un no como respuesta…».

Dianne se llevó el bolígrafo a la boca y se bajó las gafas de lectura sobre la punta de la nariz. «¿Qué haces en esos casos?».

Le conté, y fue la primera persona a la que se lo conté, lo que pasó aquella vez el año pasado. Desvelarlo resultó inquietante y catártico al mismo tiempo. «Un tío me esperaba, empezó a seguirme a casa. Nunca hizo nada, sólo empezó a seguirme. Cuando volvía a aparecer por la sauna, siempre preguntaba por mí. Decía que habíamos nacido para estar juntos y todas esas historias que dan tanto miedo. Se lo conté a Bobby, que le echó y le prohibió volver. Fuera continuaba siguiéndome por ahí. Supongo que por eso empecé a salir con Colín; por el factor disuasión», le conté, dándome cuenta de que me lo estaba explicando a mí misma por primera vez. «Por sorprendente que parezca, dio resultado. Vio que tenía novio, así que me dejó en paz».

Al día siguiente me quedé toda la mañana en la cama, trabajé un poco e hice unas compras, y después les preparé un guiso a las chicas. Luego llamé a casa. Contestó mi madre y cuchicheó unos saludos ratoniles que apenas pude descifrar antes de oír un clic, el sonido de la línea de la parte de arriba de la casa. «¡Princesa!», bramó una voz, y otro clic me indicó que mamá había colgado. «¿Qué tal en la gélida Jockoland?».[23]

«Bastante calentita, a decir verdad, papá. ¿Podrías volver a pasarme a mamá un minuto?».

«¡No! ¡Desde luego que no! Está en la cocina haciendo de abnegada esposa y preparándome la cena, ja ja ja…, ya sabes cómo es», dijo alegremente, «feliz en sus dominios. De todas formas, ¿cómo va ese prohibitivo curso universitario tuyo? ¡Sigues dispuesta a sacar todo matrículas, ja ja ja!».

«Sí, va bien».

«¿Cuándo vas a venir a casa a vernos, entonces? ¿Vendrás para Semana Santa?».

«No, tengo turnos aquí en el restaurante. Puede que vaya algún fin de semana… Lamento que el curso sea caro, pero lo estoy disfrutando y me va bien».

«Ja ja ja, no me duele el gasto, tesoro; por ti lo que sea, ya sabes. Cuando seas una productora o directora de cine famosa y estés en Hollywood, ya me resarcirás. O me consigues un papel como galán con Michelle Pfeiffer, eso sí que me iría ideal. Bueno, ¿y en qué más andas?».

Haciéndoles pajas a los vejestorios en una sauna…

«En nada, lo de siempre».

«¡Dilapidando la pasta que tanto sudor me cuesta ganar en juergas, seguro! ¡Si sabré yo cómo sois los estudiantes!».

«Bueno, puede que un poco. ¿Qué tal está Will?».

El tono de voz de mi padre pasa a ser un tanto distante e impaciente. «Bien, muy bien. Creo. Ojalá…».

«¿Sí?».

«Ojalá tuviera algunos amigos normales, en vez de los casos perdidos que parece que colecciona. Ese mariquita con el que anda ahora; le dije que si no se anda con cuidado acabará criando idéntica fama…».

El ritual de la llamada semanal a mi padre, y fui yo quien lo inició. Eso demuestra lo desesperadamente necesitada de compañía que estoy. Lauren ha vuelto a casa, a Stirling, a pasar un largo fin de semana. Dianne sigue en la biblioteca la mayor parte del tiempo, trabajando día y noche en su tesis. Anoche me llevó a casa de su familia en una parte de la ciudad que no conozco, y tomamos una copa con su madre y su padre, que son una gente realmente legal y enrollada. Hasta fumamos un poco de hierba.

Así que hoy me he quedado por la uni de puro aburrimiento, esperando con cierta expectación el regreso de los chicos de Amsterdam. Chris me cuenta que está organizando una producción teatral para el festival y me pregunta si me gustaría tomar parte. Pero sé lo que en realidad quiere decir. Es majo, pero me he follado a muchos tíos como él en el pasado; el sexo está bien durante un mes, y luego se amortigua rápidamente salvo que se convierta en pasaporte hacia otra cosa; ¿qué? ¿Estatus, beneficios económicos, amor, intriga, sadomasoquismo, orgías? Así que le digo que no me interesa, que estoy demasiado ocupada. Ocupada yendo por ahí con unos extraños tipos locales, algunos de los cuales ya están entraditos en años. Rab, el cabrón que me dio calabazas. Simon, que parece quererlo todo y que parece imaginarse que sólo es cuestión de tiempo que lo consiga. Y Juice Terry, contento con las cosas como están. ¿Y por qué no? Se lo folla todo y tiene pasta suficiente para despilfarrar en copas. Eso le convierte en una potencia formidable, puesto que ya está viviendo un sueño para el que lleva toda la vida preparándose. No hay necesidad alguna de amortiguar su sordidez ni de subir el listón, no; lo único que quiere es follar, beber y vacilar.

Terry pasaba tanto tiempo en el viejo puerto de Leith, que yo solía decirles en broma a Dianne y a Lauren que era como el Mister Price de Mansfield Park, «una vez en el astillero, empezó a contar con algún encuentro feliz con Fanny». Esto fue algo que empezamos a hacer después de darme cuenta de que Terry se refería continuamente a todas las mujeres como «Fanny».[24] Así que por el piso empezamos a llamarnos «Fanny» unas a otras y a citar pasajes de esa novela.

Ahora estoy sola, limándome las uñas y suena el teléfono. Pensé que podría ser mi madre, llamando para charlar mientras papá está en el trabajo, pero me llevo la sorpresa, aunque no desagradable, de que es Rab desde Amsterdam. Al principio pienso que no se trata sólo de que me echa de menos, sino que lamenta no haberse acostado conmigo cuando tuvo la oportunidad. Desde que se ha metido en todo el rollo este de la despedida de soltero, lleva las hormonas revueltas y lamenta no haber aprovechado su oportunidad. Yo también lo lamento, pero no pienso desaprovechar la mía. Ahora quiere ser Terry o Simon durante unas semanas, horas o minutos, antes de que aparezca su crío o dé el sí.

Yo me lo monto de tranqui, preguntando por Simon y Terry.

Durante un par de compases se produce un gélido silencio antes de que hable. «La verdad es que casi no les he visto. Terry se pasa todo el día de putas, y la noche entrándole a las tías en los clubs. Sick Boy probablemente estará haciendo lo mismo. Eso y tratando de montar chanchullos. No para de rajar acerca de sus contactos en el negocio y todo eso, y después de un rato te saca de tus casillas».

Sick Boy: vanidoso, egoísta y cruel. Y ese es su lado bueno. Pero creo que fue Wilde quien dijo que las mujeres aprecian la crueldad redomada más que cualquier otra cosa, y en ocasiones me inclino a creerlo. Creo que Rab también lo cree.

«Sick Boy me tiene fascinada. Lauren tenía razón; dijo que te sorbe el seso sin que te des cuenta», digo con añoranza, sin olvidar que estoy hablando por teléfono con Rab, pero haciendo como que lo he olvidado.

«Así que te gusta», dice él, de un modo que a mí me parece de lo más mezquino y malicioso.

Noto cómo se tensa mi mandíbula. No hay nada peor que un hombre que no quiere follar contigo cuando tiene la oportunidad y después se raya cuando te planteas follar con otro. «No he dicho que me gustara; he dicho que me fascina».

«Es una escoria. Es un chulo. Terry no es más que un idiota, pero Sick Boy es un cabrón maquinador», carraspea Rab con una amargura que nunca antes le había escuchado. Sólo entonces me doy cuenta de que está un poco bebido o fumado o ambas cosas.

Esto resulta extraño. Antes se llevaban bien. «Recuerda que estás trabajando en una película junto a él».

«¿Cómo olvidarlo?», dice Rab con desdén.

Rab parece haberse convertido en Colin: posesivo, controlador, desaprobador y hostil, y eso que ni siquiera hemos follado aún. ¿Por qué parece que tengo este efecto sobre los hombres, el de sacarles lo peor? Pues no pienso aguantarlo. «Y estáis pasando juntos vuestra despedida de muchachitos solteros en Amsterdam. Búscate una puta, Rab, entra en ambiente si quieres echar un polvo antes de casarte. Conmigo ya tuviste tu oportunidad».

Rab permanece en silencio un ratito y dice a continuación: «Estás como una chota», tratando de aparentar despreocupación, pero se le nota en el tono de voz que sabe que se ha comportado incorrectamente, que ha estado poco decoroso, y para alguien tan orgulloso como él eso es algo terrible. No engaña a nadie, me desea, pero llega usted demasiado tarde, señor Birrell.

«Vale», dice, rompiendo el silencio, «hoy estás de un humor un poco raro. De todos modos, el motivo por el que llamaba era para hablar con Lauren. ¿Está aquí?».

Algo se estrella en mi pecho. Lauren. ¿Qué? «No», digo con voz temblorosa, «se ha ido a Stirling. ¿Para qué quieres hablar con ella?».

«Ah, no importa. La llamaré a casa de su madre. Le dije que comprobaría si mi viejo tenía un software que convertía las cosas que tiene en el Apple Mac que tiene en casa a Windows. De todos modos, lo tiene y estará encantado de instalárselo. Es sólo que ella decía que era bastante urgente, porque tenía cosas en el Mac que necesitaba… ¿Nikki?».

«Estoy aquí. Que disfrutes del resto de tu despedida, Rab».

«Gracias. Nos vemos», dice él antes de colgar.

Ya veo por qué a Terry le saca tanto de sus casillas. Al principio no lo veía, pero ahora sí.