Katrin era mi novia, una alemana de Hannover. La conocí una noche en el Luxury, mi club, hará unos cinco años. No recuerdo demasiado bien los detalles. Tengo la memoria hecha una mierda; demasiadas drogas. Dejé el jaco cuando me instalé en Amsterdam. Pero incluso los éxtasis y la cocaína te hacen agujeros en el cerebro con el paso de los años y te privan de tus recuerdos, de tu pasado. En lo que a mí respecta, no hay problema, incluso me conviene.
Aprendí paulatinamente a respetar estas drogas, a emplearlas con moderación. Durante la adolescencia o en plena juventud se puede ser indiscriminado, ya que uno tiene poca noción de la propia mortalidad. Por supuesto, eso no quiere decir necesariamente que uno vaya a sobrevivir a esa etapa. Pero cuando andas por la treintena la cosa cambia. De pronto, sabes que en algún momento vas a morir, y en las resacas y los bajones se percibe en qué medida las drogas contribuyen a ese proceso; agotando los recursos espirituales, mentales y físicos, alimentando la apatía con la misma frecuencia con que alimentan la emoción. Se convirtió en un problema matemático en el que uno jugaba con las variables: unidades de droga consumidas, edad, constitución y ganas de quedar hecho polvo. Alguna gente se desentiende directamente. Unos pocos continúan sin parar hasta el fin del camino, resignándose a la noción de la vida como un gran intento de suicidio a plazos. Yo decidí seguir con el mismo tipo de vida, saliendo, desparramando, pero bajo control. Luego, tras una semana muy mala, lo mandé todo al carajo, me inscribí en un gimnasio y me apunté a kárate.
Esta mañana tenía que salir del piso. Se ha enrarecido el ambiente con Katrin. Con las broncas puedo manejarme, pero los silencios me desgastan y la mordacidad de sus pullas me aturde y me escuece más que el directo de un boxeador. Así que cogí la bolsa de deporte y fui a donde voy siempre que me siento así.
Ahora tengo los brazos metidos en las asas de las poleas y completamente extendidos delante del pecho. Inspiro hondo, abriéndolos hasta formar una rígida cruz. Hoy he aumentado la carga y noto la quemazón en los músculos, antes tan enclenques, ahora rocosos a tope…, ante mis ojos bailotean puntos orgásmicos rojos…, y diecinueve…, oigo el rumor de la sangre rugiéndome en los oídos…, los pulmones me estallan como si de un reventón en el carril rápido de la autopista se tratara…, y veinte…
… y treinta repeticiones más tarde paro y noto el sudor de la frente escociéndome los ojos; me paso la lengua por los labios para sentir el sabor de la sal. Después repito el número, dándole idéntico tratamiento a otro aparato. Después treinta minutos en la cinta, pasando de los 10 a los 14 km/h.
Ya en el vestuario, me quito la vieja sudadera gris, el pantalón corto y los calzoncillos, y me meto bajo la ducha, empezando con agua caliente, después tibia, y después la voy enfriando hasta que sale helada que te cagas y ahí me quedo, sintiendo cómo mi sistema se va recargando por dentro. Salgo y casi me derrumbo cuando empiezo a respirar de forma espasmódica, pero después estoy de puta madre, estoy entero otra vez y con calor, relajado y alerta mientras me voy vistiendo lentamente.
Veo a un par de otros tíos que vienen con regularidad. Nunca conversamos, sólo asentimos, con un gesto de severa aprobación de nuestra mutua presencia. Hombres demasiado ocupados, demasiado centrados, para perder el tiempo con charlas intrascendentes. Hombres con una misión que cumplir. Hombres irreemplazables; únicos en su género y ubicados en el centro mismo del universo.
O eso nos gusta pensar.