1. CHANCHULLO N.° 18.732

Croxy, sudando debido al esfuerzo y no por efecto de las drogas por una vez en su vida, sube penosamente las escaleras con la última caja de discos mientras yo me derrumbo sobre la cama, sumido en un embotamiento depresivo al mirar boquiabierto las paredes de conglomerado color crema. Conque esto es mi nuevo hogar. Un cuartucho de cuatro metros y medio por cuatro, con pasillo, cocina y un cuarto de baño como propina. La habitación contiene un armario empotrado sin puertas, la cama y casi el espacio justo para dos sillas y una mesa. No puedo quedarme aquí: estaría mejor en la cárcel. Antes vuelvo a Edimburgo a cambiarle a Frank Begbie su celda por esta casucha helada.

En este espacio tan reducido el hedor a cigarrillos viejos que desprende Croxy resulta asfixiante. Llevo tres semanas sin fumar, pero como fumador pasivo me habré echado una media de treinta al día sólo por hallarme en sus inmediaciones. «Menuda sed da este trabajo, ¿eh, Simon? ¿Te vienes a tomar una al Pepys?», pregunta con tal entusiasmo que parece recochineo, una pulla calculada ante las estrecheces que está pasando un tal Simon David Williamson.

Visto desde cierta perspectiva, bajar a Mare Street, al Pepys, para que todos se cachondeen sería una insensatez que te cagas, «Has vuelto a Hackney, ¿eh, Simon?», pero sí, lo que necesito es compañía. Hay que dar la chapa, desahogarse. Además, Croxy necesita un poco de oxígeno. Intentar dejar de fumar en su compañía es como intentar desengancharse en un squat lleno de yonquis.

«Tienes suerte de haber pillado este sitio», me dice Croxy, mientras me ayuda a descargar las cajas. Una suerte que te jiñas. Me tiendo en la cama y todo el chiringuito se tambalea cuando el expreso de Liverpool Street pasa jalando leches por la estación de Hackney Downs, que se halla a medio metro aproximadamente de la ventana de la cocina.

Quedarme donde estoy en mi estado de ánimo es una opción aún más inaceptable que salir, así que bajamos cautelosamente las escaleras peladas, cuya moqueta está tan desgastada que resulta más peligrosa que la superficie de un glaciar. Fuera cae aguanieve y se respira un aura tenue de resaca vacacional por todas partes a medida que nos aproximamos a Mare Street y al ayuntamiento. Croxy, que carece de todo sentido de la ironía, me cuenta que «Hackney es mejor barrio que Islington, lo cojas por donde lo cojas. Islington lleva años hecho una mierda».

Se puede ser un crustie[1] demasiado tiempo. Croxy debería diseñar sitios web en Clerkenwell o el Soho en lugar de organizar squats y fiestas en Hackney. Le espabilo acerca de cómo funciona el mundo, no porque piense que al muy capullo le vaya a servir de algo, sino simplemente para impedir que tonterías como esa se filtren en la subcultura underground sin que nadie se oponga. «No, es un paso atrás», digo mientras me soplo en las manos, cuyos dedos están tan sonrosados como unas salchichas de cerdo sin freír. «Para un crustie de veinticinco años, Hackney está bien. Para un empresario de treinta y seis años en alza», digo señalándome a mí mismo, «lo suyo sería Izzy. ¿Cómo vas a darle a un chocho de nivel una dirección E8 en un bar del Soho? Qué le dices cuando te pregunta “¿Y dónde queda la estación de metro más próxima?”».

«El paisaje está bien», dice, indicando el puente del ferrocarril bajo el cielo turbulento. Un autobús 38 pasa por delante vomitando carbono tóxico. Los putos cabrones de Transportes Londinenses, venga a quejarse en sus panfletos de lujo acerca del daño que los automóviles causan al medio ambiente mientras te atiborran el sistema respiratorio a voluntad.

«Qué coño va a estar bien», salto yo, «es una mierda. Este sitio será la última zona del norte de Londres donde pongan metro. Hasta en el puto Bermondsey ya lo han puesto, hostias. Son capaces de ponerlo para llegar hasta esa puta carpa de circo a la que nadie quiere ir, y no son capaces de hacer lo mismo aquí; menuda cagada».

El enjuto rostro de Croxy se contrae y abre paso a una sonrisa nerviosa; me mira con esos enormes ojos hundidos. «Hoy estás de un temperamental que te cagas, ¿eh, jefe?», me dice.

Y así es. De modo que hago lo de siempre: ahogar mis penas en alcohol, contarles a todos los del pub —Bernie, Mona, Billy, Candy, Stevie y Dee— que Hackney no es más que un cambio temporal y que no esperen verme por el barrio a tiempo completo. De eso nada. Tengo planes más ambiciosos, colega. Y sí, efectúo frecuentes visitas a los lavabos, pero siempre para ingerir en lugar de excretar.

Incluso mientras me meto por la tocha a paletadas, me percato de la triste realidad. La coca me aburre. Nos aburre a todos. Somos unos capullos hartos de todo, en un entorno y en una ciudad que odiamos, fingiendo ser el centro del universo, destrozándonos con drogas de mierda para hacer frente a la sensación de que la verdadera vida transcurre en otra parte, conscientes de que lo único que hacemos es alimentar la paranoia y el desencanto, y, pese a ello, somos demasiado apáticos para dejarlo. Porque, por desgracia, no hay nada que tenga suficiente interés como para dejarlo. Y ya que estamos, abundan los rumores de que Breeny lleva una burrada de perico y da la impresión de que ya circula una cantidad considerable.

De repente es el día siguiente y estamos en un piso pegándole a la pipa y Stevie venga a largar acerca de lo que le costó comprar esta remesa que está lavando, y los billetes arrugados aparecen a regañadientes mientras el tufo a amoníaco inunda el ambiente. Siempre que esa horrible pipa toca mis labios, haciéndome ampollas, me entra una sensación de derrota y de náusea hasta que la calada me envía al otro extremo de la habitación: frío, helado, contento, pagado de mí mismo, diciendo chorradas y tramando planes para dominar el planeta.

Después salgo a la calle. No sabía que estaba otra vez dando vueltas por Islington hasta que vi a una chica luchando con el mapa en el Green, tratando de abrirlo con los mitones puestos, y reaccioné con un lascivo «¿Perdida, nena?». Pero el tono lloroso de mi voz, preñada de emoción, expectación e incluso pérdida, me dejó estupefacto. Me eché hacia atrás tanto por la impresión que me produjo como por el trallazo de la lata morada de Tennent’s que sostenía en la mano. ¿Qué cojones era aquello? ¿Quién se lo puso en la mano? ¿Cómo cojones he llegado hasta aquí? ¿Dónde están todos? Hubo algunos quejidos y algunas despedidas y salí caminando bajo la fría lluvia y ahora…

La chica se puso más tiesa que el mástil de carne pétrea que llevo bajo los pantalones y saltó: «Vete a tomar por culo…, no soy tu nena…».

«Perdona, muñeca», me disculpo con descaro.

«Tampoco soy una muñeca», me hace saber.

«Eso depende del punto de vista con que se mire, cariño. Intenta verlo desde el mío», me oigo decir, como si se tratara de otra persona, y me veo a mí mismo a través de sus ojos: un borrachín sucio y apestoso con una lata de Tennent’s en la mano. Pero tengo un trabajo que hacer, tías a las que ver, incluso un poco de dinero en el banco, y mejor ropa que esta pelliza manchada y maloliente, este viejo gorro de lana y estos guantes, así que, ¿qué cojones pasa aquí, Simon?

«¡Largo, tiparraco!», dice, dándome la espalda.

«Supongo que hemos empezado con mal pie. No importa, a partir de aquí la cosa sólo puede mejorar, ¿eh?».

«¡Vete a tomar por culo!», me grita por encima del hombro.

Las tías. A veces llegan a ponerse pelín negativas. Maldigo mi falta de conocimientos sobre ellas. He conocido a unas cuantas, pero mi rabo siempre se ha interpuesto entre ellas, yo y algo más profundo.

Empiezo a recordar, en un intento por recolonizar mi mente retorcida y calenturienta, a desplegarla y fragmentarla en unidades de perspectiva. Se me vino a la mente que de hecho había estado en casa. Volví deprimido al queo nuevo aquella mañana, tras haber consumido la última coca, y empecé a sudar y a cascármela delante de una foto de prensa de Hillary Clinton vestida de traje presentándose a senadora por Nueva York. Le soltaba el viejo rollo acerca de no preocuparse por las judías, ella seguía siendo una mujer hermosa y Monica no estaba a su altura. Bill lo que tendría que hacer es ir al psiquiatra. Después hicimos el amor. Más tarde, mientras Hillary dormía satisfecha, me fui al lado, donde me aguardaba Monica. Leith se fusionó con Beverly Hills en un elegante polvo posalienación. Después conseguí que Hillary y Monica se lo montaran entre ellas mientras yo miraba. Al principio se resistieron, pero evidentemente logré convencerlas. Sentado en la raída silla que me regaló Croxy, me relajé, disfrutando del espectáculo con un habano, bueno, en realidad, una panatella larga y fina.

Un coche de policía pasa con la sirena ululando por Upper Street en busca de un paisano lento al que lisiar mientras yo me estremezco y vuelvo a la realidad.

La insípida pero sórdida naturaleza de la fantasía me produce cierto desasosiego, pero sólo sucede porque, según mi raciocinio, es el bajón quien hace que esas feas reflexiones —que tendrían que ser fugaces— perduren, atasquen las cañerías y le obliguen a uno a lidiar con ellas. Me quita las ganas de meterme coca, aunque pasará un tiempo antes de que vuelva a poder permitírmelo, lo cual carece de relevancia cuando uno está enganchado.

Voy con el piloto automático puesto, pero paulatinamente me doy cuenta de que ahora me dirijo cuesta abajo desde el Ángel hacia King’s Cross, lo cual es un signo intrínseco de desesperación como la copa de un pino. Me voy a ver a los corredores de apuestas de Pentonville Road por si veo alguna cara conocida, pero no reconozco a nadie. En los tiempos que corren la tasa de rotación de la escoria es muy alta y en el Cross hay polis al acecho por todas partes. Pasan zumbando como lanchas motoras por una ciénaga de aguas residuales, limitándose a dispersar o desplazar los residuos tóxicos pero sin tratar de remediarlos ni erradicarlos jamás.

Entonces veo entrar a Tanya con pinta de haberse picado. Su rostro consumido está pálido como la ceniza, pero se le iluminan los ojos al reconocerme. «Cariño…», dice, estrechándome entre sus brazos. Lleva un tío pequeño y flacucho a remolque, que al fijarme mejor resulta ser una tía. «Esta es Val», dice, con el arquetípico gemido nasal del picota londinense. «Hace siglos que no te veía por aquí».

Me pregunto por qué. «Ya, he vuelto a Hackney. Es temporal y tal. Este fin de semana le he estado pegando un poco a la pipa», le explico, mientras entra bruscamente una pandilla de negratas craqueros: tensos, larguiruchos y hostiles. Me pregunto si habrá alguien que haga apuestas en este lugar. No me molan las vibraciones, así que nos largamos, mientras la marciana anémica de Val y uno de los negros se tiran pullas, y nos dirigimos a la estación de King’s Cross. Tanya gimotea no sé qué acerca del tabaco y vale, ya sé que me estoy quitando, pero no hay color, no quedan más huevos y me revuelvo el bolsillo en busca de calderilla. Compro unos pitillos y enciendo uno en el metro. Un gordo cabrón, blanco y prepotente, que lleva uno de esos nuevos uniformes azul claro de las tropas de asalto gay, me dice que apague el fumeque. Señala una placa que hay en la pared en memoria de los cientos de personas que murieron en un incendio causado por la colilla que tiró algún mamón. «¿Es que eres estúpido? ¿Acaso no te importa?».

¿Con quién cojones creerá este payaso que habla? «No, me importa una puta mierda, se lo merecían. Viajar conlleva ciertos riesgos, joder», salto yo.

«¡Perdí a un buen amigo en ese incendio, so cabrón!», chilla el soplagaitas iracundo este.

«Pues si tenía como amigo a una escoria como tú seguro que era gilipollas», grito yo, pero apago el fumeque mientras bajamos la escalera mecánica que lleva al andén. Tanya se ríe y la tal Val está histérica perdida, saliéndose de sus casillas. Subimos en metro hasta Camden y el queo de Bernie. «No deberíais andar por King’s Cross, chicas», digo con una sonrisa, pues sé exactamente por qué lo hacen, «y menos aún con putos negros», les digo. «Lo único que quieren es encontrar a una tía blanca molona y ponerla a hacer la calle».

La tal Val sonríe al oírlo, pero Tanya se pone borde. «¿Cómo puedes decir eso? Vamos a casa de Bernie. Es uno de tus mejores amigos y es negro».

«Claro que lo es. No hablo de mí; ellos son mis hermanos, mi gente. Casi todos mis colegas de aquí son negros. Hablo de vosotras. No quieren ponerme a hacer la calle a mí. Claro está que si pudiera salirse con la suya, el puto Bernie lo haría».

La marimacho de Val vuelve a soltar una risilla extrañamente atractiva mientras Tanya hace un agrio mohín.

Subimos al piso de Bernie, y me olvido por un segundo del bloque de esta miserable urbanización en el que vive, ya que resulta muy extraño venir aquí de día. Molestamos a un borrachín solitario, dormido entre sus propios meados en un recodo de la escalera, «¡…nos días!», grito con alegría y brío, y el bolinga hace un ruido a mitad de camino entre un gemido y un gruñido. «Eso es muy fácil decirlo», bromeo yo, cosa que hace sonreír a las chicas.

Bernie sigue levantado; también acaba de volver de casa de Stevie. Está espitoso que te cagas, una masa negra y dorada de cadenas, dientes y anillos raperos. Huelo a amoníaco y, efectivamente, tiene una pipa preparada en la cocina y me ofrece una calada. Le pego una chupada larga y profunda; sus enormes ojos me animan maníacamente mientras su mechero quema las piedras. Al retener y espirar lentamente, noto ese ardor sucio y ahumado en el pecho y una flojera en las piernas, pero me aferró al borde de la encimera y disfruto del cuelgue frío y revoltoso. Observo cada miga de pan, cada gota de agua del fregadero de aluminio con minuciosidad compulsiva, lo cual debería repugnarme pero no lo hace, mientras la congelación me estremece y transporta mi psique hasta un lugar frío de la habitación. Bernie no pierde el tiempo, ya ha preparado otra dosis en esa sucia y vieja cuchara y extiende un lecho de ceniza sobre el papel de plata con la misma delicadeza y ternura con la que un padre depositaría a un bebé en la cuna. Sostengo el mechero y me asombra la violencia controlada de sus chupadas. Una vez Bernie me dijo que se entrenaba en la bañera aguantando la respiración bajo el agua para aumentar su capacidad pulmonar. Observo la cuchara, la parafernalia, y pienso con preocupación distante en lo mucho que esto me recuerda mis tiempos de picota. Pero que le den; soy más viejo y más espabilado; el jaco es el jaco y el crack es el crack.

Hablamos de chorradas, despotricando cada uno en las narices del otro, que se hallan a menos de un palmo, agarrados a la encimera, como un par de protas de Star Trek en el puente de mando cuando los rayos enemigos zarandean la nave.

Bernie larga de mujeres, de putas que le han jodido y amargado la vida, y yo hago lo propio. Después nos ocupamos de los cabrones de sexo masculino que nos han jodido y de cómo se llevarán lo suyo. Bernie y yo sentimos antipatía mutua por un tío llamado Clayton, que antes era más o menos amigo pero que ahora anda por ahí poniendo a todo dios a caldo. Clayton siempre es un blanco apropiado cuando se produce un bache en la conversación. Si los adversarios como él no existieran, habría que inventarlos para darle a la vida algo de dramatismo, cierta estructura, algo de significado. «Cada día está más zumbado», dice Bernie, con un extraño tono de preocupación pseudosincera, «cada día más», repite, tamborileándose la sien con el dedo.

«Ya… ¿Y aún se cepilla a la Carmel esa?», pregunto. Siempre quise echarle un polvo.

«No, tío, se fue a tomar por culo y volvió al sitio de donde salió, Nottingham o alguna mierda de sitio desos…», dice con ese deje que sale de Jamaica hasta llegar a la parte norte de Londres, con parada en Brooklyn. Después enseña las palas y dice: «Así eres tú, escocés: ves a una tía nueva por la calle y quieres saber de qué va y quién es su novio. Aunque tengas una mujer guapa, una criatura y dinero. No tienes remedio».

«Simple espíritu cívico. Intento interesarme por la comunidad, eso es todo», sonrío, asomándome a la puerta de al lado, donde las tías están sentadas en el sofá.

«La comunidad…», se ríe Bernie y repite: «Está bien eso de interesarse por la comunidad…».

Y vuelve a ponerse a lavar. «Keep on rocking in the free world»,[2] me carcajeo, mientras salgo para la habitación de al lado.

Mientras entro, noto que Tanya se rasca los brazos por debajo del top; es obvio que le está dando el síndrome, y como si de una especie de contagio fantasmal se tratara, empieza a temblarme el párpado. Me apetece follar para sudar algo de toxinas, pero no me gusta tirarme yonquis porque no se mueven. A saber lo que se meterá la tal Val, pero la cojo del brazo y la llevo medio a rastras hasta el retrete.

«¿Qué haces?», me pregunta, sin ofrecer resistencia ni dar tampoco muestras de conformidad.

«Sacarte una mamada», le digo, guiñándole el ojo; me mira sin temor alguno, y después con una pequeña sonrisa. Me doy cuenta de que arde en deseos de complacerme porque es de esa clase de tías. El tipo averiado, que siempre quiere complacer pero nunca jamás lo hará. Su papel en la vida consiste en hacer teatro: en poner caras para detener el puño de algún cabrón hecho polvo.

Así que entramos, me la saco y me empalmo. Ella se arrodilla y yo me aprieto esa cabeza grasienta contra la entrepierna; se pone a chupar y es… como si nada. No está mal, pero odio la forma en que esos ojos vidriosos se levantan para hacer balance, para determinar si disfruto o no, concepto que resulta totalmente ridículo en estos momentos. Pero sobre todo pienso que ojalá hubiera traído la cerveza conmigo.

Poso la mirada sobre ese cráneo gris, esos ojos mortecinos que me miran furtivamente, y sobre todo en esos grandes dientes, incrustados en unas encías que han ido retrocediendo debido a la ingestión de drogas, la desnutrición y la ausencia total de cuidados dentales. Me siento como Bruce Campbell en alguna toma eliminada de The Evil Dead 3, Army of Darkness, en la que una Deadite le hace una mamada. Bruce se limitaría a convertir ese cráneo quebradizo en polvo, y yo tengo que sacarla antes de que me tiente hacer lo mismo y mi cada vez más fláccido pene quede hecho trizas sobre ese fétido lecho de dientes en descomposición.

Oigo abrirse la puerta principal y, para mi horror, una de las voces es sin duda la de Croxy; ha vuelto a por otra ración. Seguro que Breeny también. Pienso en esa cerveza y no soporto pensar en que algún capullo la agarre y se la beba como quien no quiere la cosa. También se trata de la idea de que encima no significaría nada para ellos, mientras que ahora mismo para mí lo es todo. Si es quien yo creo, puedo dar mi cerveza por perdida si no me muevo ahora mismo. Aparto a la tal Val y salgo pitando, envainándomela y subiéndome la cremallera al mismo tiempo.

Sigue ahí. Ya se me ha pasado el efecto del bacalao y vuelvo a tener hambre de crack. Me dejo caer en el sofá. En efecto, son Croxy, que parece que va follao, y Breeny, que parece fresco, pero preguntándose cómo es posible que se haya perdido una tanda; es asombroso, han subido más cervezas. Resulta curioso, pero no me produce la menor euforia; sólo hace que esa cerveza particular que tanto valoraba se me antoje tibia, desbravada e imbebible.

¡Pero hay más!

Así que bebemos más cervezas, tramamos más trapicheos insensatos y aparecen más piedras; Croxy fabrica una pipa a partir de una vieja botella de limonada de plástico para complementar las actividades de Bernie, y al poco tiempo todos volvemos a estar hechos polvo. La Val esa ha entrado tambaleándose, con cara de refugiada a la que acabaran de botar de un puto campamento, lo cual, supongo, es exactamente lo que es. Le hace una seña a Tanya; esta se levanta y las dos se largan sin decir palabra.

Soy consciente de que una discusión entre Bernie y Breeny va subiendo de tono por momentos. Se nos ha acabado el amoníaco y hemos tenido que pasarnos al bicarbonato para el lavado, lo que exige mayor habilidad, y Breeny le da la murga a Bernie por desperdiciar merca. «La estás cagando, gilipollas de mierda», dice, exhibiendo una boca llena de dientes amarillos y negros medio rotos.

Bernie le contesta no sé qué y pienso en que más tarde tengo que trabajar y que debería sobar un poco. Mientras bajo por el pasillo y abro la puerta, oigo gritos y el inconfundible sonido del vidrio al romperse. Durante aproximadamente un segundo me planteo volver, pero decido que mi presencia sólo complicaría una situación de por sí complicada. Me escabullo silenciosamente por la puerta principal y la cierro a mis espaldas, dejando atrapados los gritos y las amenazas. Después estoy fuera y me largo calle abajo.

Cuando regreso a la casa de mierda en Hackney que ahora he de llamar mi hogar, sudo, tiemblo y maldigo mi estupidez y mi debilidad mientras el Great Eastern procedente de Liverpool Street con destino a Norwich vuelve a hacer retumbar el edificio de nuevo.