CAPÍTULO VII

SANGRE DE FORAGIDO

El sheriff Davis y sus hombres dirigiéronse a galope hacia el rancho de Naylor, lo rodearon en un momento, penetraron en él con las armas en la mano y llamaron violentamente a la puerta.

Pasaron unos minutos y por fin se abrió una ventana. John Naylor se asomó a ella. A la luz de las antorchas que llevaban los del sheriff se veía, más roja que nunca, la cicatriz que cruzaba la mejilla izquierda del dueño del rancho.

—¿Qué buscan? —preguntó Naylor.

—Abra la puerta y no haga preguntas —ordenó Davis.

—¿Es usted, sheriff?

—Yo mismo. Dése prisa.

—¿Y no puede decirme para qué se me busca?

—Cuando abra le daré toda clase de explicaciones.

Naylor demostró cierta vacilación, pero al fin cerró la ventana y un momento después abría la puerta principal. Iba completamente vestido, y el sheriff no dejó de notar ese detalle.

—¿Qué hace levantado a estas horas? —preguntó.

—¿Es, acaso, algún pecado estar despierto? —preguntó Naylor.

—No es pecado, pero no deja de resultar extraño que un hombre con las ocupaciones de usted no se haya acostado aún.

—Siempre me acuesto tarde —replicó Naylor.

—¿Ha salido de su casa esta noche? —siguió preguntando el sheriff.

Naylor vaciló un momento. Por fin contestó:

—No, no he salido.

Guzmán observaba atentamente a Naylor. Lo mismo hacía Silveira.

Los dos se habían fijado en el polvo que cubría el traje del ranchero.

—A ver, un par de vosotros que vayan a la cuadra y vean si los caballos están descansados y limpios o si hay alguno sudoroso y sucio —indicó Davis.

Naylor se sobresaltó.

—Un momento, sheriff —dijo—. He dado un corto paseo a caballo por los alrededores del rancho. Creí que usted se refería a haber hecho un paseo largo.

—Está bien. Todo se explicará. De momento que examinen los caballos.

Pasaron unos minutos de tenso silencio. Por fin regresaron los tres que habían ido a examinar los caballos. Traían uno de la brida.

—Mire este, Davis —dijo uno de los delegados—. Lo menos ha recorrido cuarenta millas.

El caballo, a la luz de las antorchas, aparecía sudoroso, lleno de polvo, con señales de evidente cansancio.

—¿Y dice que con este caballo dio sólo un paseo por los alrededores del rancho? —se burló el sheriff—. ¿Qué les ocurrirá a sus caballos cuando cabalguen toda la noche?

Una expresión, de terror profundo cruzó por los ojos de Naylor. La cicatriz de su rostro cobró un tinte más purpúreo.

—Ese caballo no es mío —musitó—. Lo pueden decir todos cuantos me conocen.

—¿De veras? —se burló el sheriff—. ¿Me va a decir que lo encontró perdido por el monte y se lo trajo a su cuadra para alimentarlo y dejarle descansar. Y ni siquiera se molestó en quitarle la brida. Lo hizo para que comiese con, más facilidad?, ¿eh?

—Está usted cometiendo un error, sheriff.

—No, Naylor; usted es quien lo está cometiendo. Mejor dicho, usted es quien lo ha cometido. Déme sus armas y no intente cometer ninguna tontería más, pues le dejaré muerto en el acto.

Con los ojos muy abiertos, Naylor llevó la mano a la funda de su revólver, pero la retiró en seguida, murmurando:

—No llevo revólver.

—No, ¿verdad? —El sheriff reía triunfalmente—. Ya lo he notado desde el primer momento. —Volvióse hacia el portugués—. Por favor, señor Silveira —dijo—. Présteme el revólver que le dieron esta noche.

Con la mirada fija en Naylor, Silveira obedeció.

Davis cogió el arma y, acercándose en dos zancadas a Naylor, metió el revólver en la vacía funda del ranchero. El arma encajaba perfectamente en ella.

—¿Qué le parece? —preguntó ahora a Naylor.

—Me parece que el revólver encaja en mi funda de la misma forma que encajaría cualquier otro revólver del mismo calibre.

—Es verdad. Tiene usted mucha razón. —El sheriff se mostraba, eufórico—. Y, por lo tanto, vamos a comprobarlo ahora mismo. Aquí tenemos uno de mis revólveres. Calibre cuarenta y cinco, marca Colt, acción simple. Veamos si cabe en su funda.

Mientras decía esto, Davis había metido en su cinto el revólver que le entregara Silveira, y probaba uno de los suyos en la funda de Naylor.

El arma se hundió dentro de la funda, quedando todo el guardamontes fuera del alcance de la mano.

—Veo que esta no va bien —comentó Davis.

—Será que usa usted armas más cortas, sheriff.

—No, Naylor, no. Usted es quien ha usado siempre armas más largas de lo normal. Me lo dijo el armero que se las vendió. Eran dos excelentes revólveres calibre cuarenta y cinco, acción simple, con el gatillo limado de tal forma que el percusor cae en cuanto lo suelta el dedo. Son armas de precisión, poco usadas por nuestra gente. Tal vez usted no se dio nunca cuenta de que sus revólveres eran únicos en Mesa Orondo. En cuanto lo vi en la funda del señor Silveira, sobresaliendo casi dos pulgadas más de lo normal, comprendí de quién eran. John Naylor, le detengo por cuatrero, por jefe de la banda de los Capuchones Negros, y por asesino.

Naylor quiso abalanzarse sobre el sheriff, mas en un momento vióse rodeado de revólveres que le apuntaban con terrible firmeza.

—No cometa ninguna tontería más, Naylor. Esta noche ha cometido demasiadas. Le reconoció Tobías, el señor Silveira, a quien entregó usted su propio revólver, y además le ha denunciado uno de su banda. Las declaraciones de esos testigos, unidas a las pruebas que ya poseernos contra usted, bastarán para llevarle a la horca, de la que hoy comprendo debió usted, colgar junto con su hermano.

Davis había sacado unas manillas y procedió a colocarlas en torno a las muñecas del preso.

—Tiene usted sangre de forajido, Naylor —siguió con terrible dureza—. Tiene usted sangre maldita. Es carne de horca, y al fin colgará de ella. Y el mundo se verá libre de un canalla que, escudándose bajo la capa del honor, ha estado haciendo daño a la comunidad, cometiendo los más terribles crímenes.

Naylor había inclinado la cabeza con profundo abatimiento. Se daba por vencido.

En silencio montó al caballo que trajeron para él y, rodeado de sus guardianes, se dejó llevar hacia Mesa Orondo, donde esperaba una multitud enfurecida, ansiosa de tomarse la justicia por su mano y acabar con el hombre que había estado llevando el luto a infinidad de hogares de la región.

Silveira y Guzmán cabalgaban cerca del prisionero. A ninguno de los dos les agradaba el espectáculo que presentían.