LA VISITA DE LOS CAPUCHONES NEGROS
Había caído ya la noche, sin que Guzmán ni Silveira hubiesen regresado al rancho. Roana, algo inquieta, habíase sentado en la galería y mantenía la mirada fija en el camino que conducía desde el rancho a Mesa Orondo.
Sin notarlo, sus párpados se fueron cerrando suavemente, y pronto quedó sumida en profundo sueño.
Roana había amado siempre el sueño. Le era fácil, y cuando estaba sumida en él olvidaba sus dolores y angustias. En aquel momento sintióse flotar por unas regiones de maravilla y, poco a poco, vio convertirse en realidad aquellos otros sueños que había alimentado despierta.
Un retemblar de la tierra bajo los cascos de numerosos caballos la arrancó, sobresaltada, a sus dulces fantasías. Miró hacia el camino y sólo pudo ver una negra masa de jinetes.
Iba a precipitarse dentro de su casa en busca de las armas, cuando la voz de Silveira llegó hasta ella, entonando una extraña canción. Tranquilizada por haber identificado a aquel amigo, Roana prestó oído atento. La canción resonaba clarísima sobre el batir de los cascos de los caballos:
Somos tres negros jinetes.
Mala, mala es nuestra suerte,
pues junto a nuestros corceles
cabalga también la muerte.
El brillo de su guadaña
es la estrella refulgente,
que nos guía, paso a paso,
que nos guía hacia la muerte.
¡Mal haya, siempre, mal haya,
aquel sobre cuya frente
el brillo de la guadaña
señale marca de muerte!
Que somos jinetes negros
y que nos guía la muerte,
y ¡ay de aquel en cuya frente
la Muerte marque su sino!
Calló el cantor, y reinó un silencio semejante al de la muerte que se había invocado en la canción. Roana sintió un violento peso en el corazón, del que sólo pudo librarse mediante un esfuerzo de voluntad.
—¿Qué significa todo eso? —preguntó cuando Guzmán, que iba al frente de los otros jinetes, llegó ante la galería del rancho.
—Sus vaqueros, señorita Martin. Han vuelto todos.
—¿Los de antes?
—Los mismos. Ahora ya nadie podrá decirles que les da órdenes una mujer.
—¿Han querido volver?
—Lo estaban deseando. Les remordía la conciencia su mal comportamiento con usted. He pensado que valía más aceptar a quienes conocían ya el terreno y la clase de trabajo, a buscar gente que tal vez no fuese de confianza.
Los vaqueros habían saltado ya al suelo, y corrían hacia los alojamientos que antes ocuparan.
—Será mejor que le diga a Sara que prepare mucha cena. Vienen hambrientos. Me han confesado que las comidas de Sara ha sido algo de lo que más han echado de menos.
—Cuando Sara se entere, se morirá de alegría —rió la joven.
—Pues corra a decírselo.
En poquísimo tiempo la negra preparó la cena para los vaqueros, cuyos alaridos de entusiasmo se oían perfectamente desde la casa principal.
Silveira habíase retirado a su habitación. Tobías andaba por los corrales, arreglando algunas cosas. En la galería sólo quedaban Roana y Guzmán. Los dos tenían la mirada fija en el estrellado firmamento.
—¡Qué hermoso es nuestro cielo! —suspiró la joven.
—Mucho —replicó Guzmán—. ¡Cuántas veces, tendido en la pradera, he permanecido con la mirada fija en esta inmensidad llena de estrellas! Con el tiempo uno llega a conocerlas casi a todas. Son figuras amigas.
—Yo también las conozco casi todas. Dicen que algunas de ellas son mundos habitados. ¿Cómo serán los seres que las habiten?
—Poco más o menos iguales que nosotros. Tendrán nuestros mismos defectos y nuestras mismas virtudes. Tal vez los de algún mundo sean algo mejores, y en cambio, los de otro planeta serán infinitamente peores… sí es que tal cosa resulta posible.
—También dicen que todos tenemos nuestra estrella. Nace al nacer nosotros y muere cuando morimos. De niña, mi madre me decía que cada vez que vemos caer una estrella, muere algún ser humano.
—También la mía me lo explicaba. Son supersticiones que existen en todos los países.
—¿Nació usted en España?
—Sí.
—¿Hace muchos años?
—A veces me parece que desde mi infancia hasta ahora han transcurrido varios siglos. En cambio, en otras ocasiones la veo tan próxima que no parecen haber pasado ni diez años. Todo depende de mi humor en el momento en que reflexiono.
—¿Ha vivido usted una existencia muy movida?
—Mucho. Hay momentos, señorita Martin, en que siento deseos de descansar, de volver a ser un poco niño. ¡Pesan tantos recuerdos sobre mí!
—¿Y todos son tristes?
—Los que no lo son tampoco resultan alegres.
—¿No ha vuelto a amar?
Roana hizo muy tímidamente la pregunta.
—No, nunca —contestó Guzmán—. No lo he intentado.
—Pero… ¿usted cree que ella, desde el cielo, no sufrirá viéndole desgraciado?
—Pero tendrá la alegría de saber que le permanezco fiel.
—Ningún dolor puede ser eterno, señor Guzmán. Llegará un momento en que se dará usted cuenta de que el pasado murió. Los que se van no pueden exigir ni exigen una fidelidad contra naturaleza.
—¿Por qué dice eso, Roana?
—Porque es verdad, César. Los que se quedan deben seguir viviendo. No pueden quedar aferrados a un ayer que cada vez está más lejano.
—Sí pueden. Con voluntad…
—Dios no quiere que la voluntad se imponga al corazón. Él nos marcó un camino y debernos seguirlo obedeciendo a los impulsos que Él nos envía. Luchando contra ellos no cumplimos nuestro deber.
—¿Cree usted que el violentar el propio corazón puede desagradar a Dios?
—Creo que sí.
—Tal vez tenga razón, Roana. Hace unos días dudaba; pero he visto a Abriles rejuvenecerse con un nuevo amor, olvidando el más viejo…
—¿Y qué ocurrió? —preguntó, anhelante, Roana.
—Ella amaba a otro. Ni se enteró del amor de Diego.
—Las mujeres no sabemos apreciar, a veces, la calidad de los amores que se nos ofrecen.
—Es que él nunca habló.
—Una mujer sabe comprender con una mirada.
—Aquélla no supo. Ni por un momento pensó en que mi amigo pudiera estar enamorado de ella. Incluso pronunció las mismas palabras de usted. «Una mujer sabe comprender el valor de una mirada».
Volvieron a callar. En las habitaciones de los vaqueros apenas se oía ningún ruido. Sara trajinaba en la cocina. Los pocos animales de los establos se agitaban inquietos. Una paz muy grande pesaba sobre el rancho.
Roana se puso en pie y, avanzando hasta uno de los pilares que sostenían el techo de la galería, se apoyó contra él. Guzmán se aproximó hasta ella. Una ráfaga de viento trajo olor a artemisa y a salvia. Los recuerdos del pasado volaron lejos de la mente de César Guzmán. A su lado tenía a una mujer joven y hermosa que, con sus palabras, le había revelado el secreto de su corazón. Lentamente, Roana se volvió, quedando de espaldas contra el pilar. Sus ojos miraron dentro de los de Guzmán. Sus labios se entreabrieron para pronunciar una sola palabra con acentos inefables:
—César.
El brazo derecho del español rodeó el talle de la muchacha. Su boca descendió sobre la de Roana.
Y en aquel instante, la inefable paz fue rota por veinte detonaciones. De los arbustos y matorrales cercanos al rancho brotaron lenguas de fuego y las balas silbaron en el aire, arrancando esquirlas de madera.
El sublime momento quedó destrozado como si una bala de aquellas hubiese pegado contra él. De un salto, y protegiéndola con su cuerpo, Guzmán empujó a Roana dentro del rancho; luego, parapetándose contra un montante de la puerta, desenfundó uno de sus revólveres y disparó contra los fogonazos. Se oyó un grito de dolor.
Los disparos iban dirigidos, en su mayor parte, hacia los alojamientos de los vaqueros. Algunos de éstos ya replicaban desde las ventanas, y pronto el estruendo fue infernal.
Un pajar comenzó a arder. Las llamas dejaron ver la identidad de los agresores. Eran jinetes vestidos de negro y con el rostro cubierto por unos capuchones del mismo color.
Estaban parapetados junto al rancho y sólo fugazmente era posible verlos.
Guzmán habíase tendido en el suelo y disparaba, sin cesar. Pero el círculo de fuego era demasiado estrecho. De pronto una lengua de fuego atravesó el aire, dejando tras ella un penacho de chispas.
—¡Una flecha incendiaria! —exclamó Guzmán.
Otras varias partieron de entre los sitiadores y fueron a clavarse en las paredes de la casa.
—¡Quieren prender fuego! —exclamó, horrorizada, Roana.
Pero las paredes de la casa eran, principalmente, de ladrillos, y las flechas incendiarías nada pudieron contra ellas. En cambio, los alojamientos de los vaqueros ardieron pronto como yesca, y era fácil adivinar que la situación de los que se encontraban allí dentro era desesperada.
—Silveira —llamó Guzmán, recargando sus revólveres.
—¿Qué hacemos? —preguntó el portugués, acudiendo a la llamada.
—Hay que organizar una salida. Si nos quedamos quietos acabarán con nosotros antes de que nos lleguen socorros.
—Está bien. ¿Por dónde voy?
—Sal hacia la izquierda, procura no quedar frente a ningún incendio. Procura pasar entre ellos y atacarlos por la espalda.
Los dos hombres se estrecharon fuertemente las manos y partieron uno hacia la derecha y el otro hacia la izquierda.
Roana sólo tuvo tiempo de rozar la mano de Guzmán. Con el corazón en la garganta permaneció junto a la puerta, tratando de seguir el avance del español.
Una sombra hubiera sido más visible que él. Avanzaba a saltos, de un desnivel a otro, buscando cobijo tras las matas de hierba o arbustos.
Los Capuchones Negros seguían disparando contra los vaqueros refugiados en los incendiados cobertizos. Pronto tendrían que salir de aquel infierno y entonces serían fáciles víctimas de los agresores.
Guzmán avanzaba veloz hacia la línea formada por los Capuchones Negros. Durante unos segundos observó atentamente de dónde partían los disparos y descubrió un hueco desde el cual no se disparaba nunca. Tal vez iba a caer en una trampa. No obstante, avanzó rápidamente y cruzó la línea de tiradores sin ser descubierto. Luego se deslizó a la derecha y ocultándose tras una piedra vigiló la posición de uno de los bandidos. El hombre disparaba con toda la velocidad que le permitía su revólver. Seis tiros seguidos y luego un intermedio para recargar el arma.
Guardando en la funda su arma, Guzmán se deslizó hacia el bandido, y de un salto cayó sobre él, descargando, al mismo tiempo, un feroz puñetazo al cuello, que dejó sin sentido al pistolero.
En un momento le amordazó, le ató con su cinturón y unas cuerdas, y lo arrastró hasta detrás de unos matorrales, dejándole allí después de un nuevo puñetazo que completara la eficacia del primero.
Cubriéndose el rostro con el capuchón, y aprovechando la circunstancia de ser también negras sus ropas, se despojó de la levita y, confundido entre los demás, recorrió la línea de tiradores, en busca de alguien.
Lo halló detrás de un montículo, con un rifle entre las manos y disparando sin cesar. Llevaba el capuchón rasgado, y quedaba al descubierto una parte de su rostro.
¡Y esa parte aparecía cruzada por una purpúrea cicatriz!
Guzmán llevó, lentamente, la mano a su revólver. La suerte del jefe de los Capuchones Negros iba a quedar sellada en aquel momento.
De repente oyóse un grito de alarma.
—¡El sheriff! —anunció un centinela—. Viene con mucha gente.
—Dad la señal —ordenó el jefe—. ¡En seguida! ¡Maldito sheriff! ¿Quién le habrá avisado?
—¿Qué hacemos con el negro? —preguntó una voz.
—Déjamelo a mí. Yo lo arreglaré.
El jefe de los Capuchones Negros bajó de su atalaya y un momento después oyóse un golpe y un grito de dolor. Luego un potente silbido y un galopar de caballos.
Guzmán se arrancó el capuchón que cubría su rostro y dando la vuelta al montículo llegó junto a la inmóvil figura de Tobías, de cuya frente manaba un ancho hilo de sangre. Cargando al negro sobre el hombro, Guzmán regresó hacia la casa.
Las llamas de los incendios provocados por las flechas ascendían, rugientes, a lo alto. Los vaqueros, viendo que el peligro había desaparecido, se afanaban en sofocar el fuego.
Guzmán dirigióse a la casa y dejó a Tobías al cuidado de Roana y de Sara, que lanzaba aullidos de muerte, como si le hubiesen matado al ser más querido del mundo.
Volviendo a salir, Guzmán buscó en vano a Silveira. Nadie le había visto. Su caballo estaba en el establo.
Rebuscando por el camino que debió de seguir el portugués, Guzmán fue premiado, muy pronto, con un hallazgo que nada bueno presagiaba. Junto a un matorral encontró el inconfundible sombrero del portugués. Tenía la copa violentamente aplastada, y en el interior se advertía una huella de sangre. No pudo hallar nada más; pero con esto bastaba.
Gritando como energúmenos, y blandiendo sus armas, llegaron el sheriff y el grupo formado para perseguir a los Capuchones Negros.
—¿Llegamos tarde? —preguntó Davis, dirigiéndose a Guzmán.
—Para cazarlos, sí. Se marcharon en cuanto les oyeron llegar.
—¿Ha muerto alguien?
Guzmán miró interrogadoramente a los vaqueros.
—Hay dos o tres heridos —dijo uno de los hombres—. Además, todos sufrimos algunas quemaduras.
—¿Y de ellos?
—Habrá que verlo.
—Yo hice un prisionero —declaró Guzmán—. Lo dejé escondido.
—Vayamos a buscarlo —ordenó Davis.
El prisionero de Guzmán estaba donde éste lo había dejado. Por lo revuelto del terreno a su alrededor se comprendía que había hecho infructuosos esfuerzos por librarse.
Dos de los hombres del sheriff lo pusieron violentamente en pie y sin molestarse en desatarlo ni desamordazarlo, lo empujaron hacia el rancho, dejándolo al pie de la galería.
—Hola, buena pieza —dijo Davis, quitándole la mordaza—. Veo que has andado por malos tumbos.
—Señor sheriff, le aseguro que yo no…
—No sabes nada, ¿verdad? —rió Davis—. Pasabas por aquí, te encontraste en medio del tiroteo y alguien te ató y amordazó. ¿No es eso?
—Le aseguro…
El hombre estaba lívido de terror.
—No asegures nada. Y procura no mentir, pues lo pasarías mal.
—Yo no miento…
—¿Desde cuándo estás con los Capuchones Negros?
—Nunca… —comenzó a decir.
—No seas tonto y di la verdad. Hace tiempo que te vengo observando. Gastas mucho y no trabajas nada. ¿Desde cuándo estás con ellos?
—Hace muy poco.
—¿Cuánto?
—¿No me harán daño?
—Te haremos justicia, que es más de lo que te mereces.
—Es que yo no he matado a nadie, sheriff, se lo aseguro. Me engañaron. Dijeron que se trataba de gastar una broma a los vaqueros del Cuadrado X. Porque habían vuelto al servicio de una mujer.
—¿De veras? —El sheriff soltó una agria carcajada—. ¡Pues habéis matado a siete! ¿Te enteras? ¡Siete hombres muertos! ¿Te das cuenta de lo que significa eso? Siete muertos. Siete inocentes que han salido de este mundo por que a vosotros se os ocurrió gastarles una broma.
El prisionero se mostraba aterrado.
—Yo no disparé a matar —declaró, con un esfuerzo—. Sólo tiraba apuntando bajo. Para hacer ruido y nada más.
—¿Fueron esas las órdenes que os dio vuestro jefe?
—Sí, señor. Nos dijo que sólo matáramos en defensa propia. Y yo fui hecho prisionero en seguida. En cuanto empezó el tiroteo. El señor puede decirlo. —Y el cautivo indicó a Guzmán.
—¿Es verdad? —preguntó Davis.
—Es verdad que le hice prisionero muy al principio de la lucha, pero disparaba como un condenado, y no me parece que disparase muy bajo. Más bien creo que disparaba sin apuntar, que es la peor forma de disparar, pues entonces no se puede hacer puntería alguna, y es más fácil acertar a alguien.
—Pero…
—Cállate —ordenó, bruscamente, Davis—. Tu situación es muy comprometida y no doy dos centavos falsos por tu cabeza. De todas formas contéstame a una pregunta que te haré y te prometo que se te tendrá en consideración tu buena voluntad en ayudar a la Justicia.
—¿Qué quiere? —preguntó el hombre, que se mostraba dispuesto a hacer cuanto pudiese favorecerle.
—¿Quién es el jefe de los Capuchones Negros?
El bandido expresó profundo terror.
—No lo sé —musitó.
—Sí lo sabes. Contesta. ¿Prefieres que te linchen en cuanto lleguemos al pueblo, eh?
—¡No, eso no! ¡Por favor!
—Pues contesta. ¿Quién es el jefe de los Capuchones?
—Es que si hablo me hará matar. Es todopoderoso.
—En estos momentos somos nosotros los todopoderosos. ¿Quiénes?
—John Naylor —musitó el hombre.
Tom Davis quedóse pensativo. Luego, volviéndose hacia Guzmán, le preguntó:
—¿Qué opina de lo que dice este hombre?
El español se encogió de hombros.
—Puede decir la verdad y puede, también, querer amparar a su verdadero jefe. De esa forma, el otro, agradecido, le salvará de la prisión.
—Pero es ya la segunda vez que nuestra atención se ve dirigida hacia ese Naylor.
—No niego que el detalle tiene bastante importancia; mas si los Capuchones Negros se enteraron de los rumores que han circulado acerca de John Naylor, es muy natural que ahora quieran seguir la farsa.
—¿No cree usted en la culpabilidad de John Naylor?
Guzmán vaciló. Podía decir algo que acabaría de echar las culpas sobre Naylor; no obstante prefirió aguardar un poco más. La visión de la cicatriz del jefe de los cuatreros no era detalle suficiente para condenar a un hombre.
—Prefiero esperar a que haya más pruebas —contestó.
—Con las que poseemos hay bastante para ahorcarle.
—Hasta ahora no lo entiendo yo así. No se precipite, sheriff.
En aquel instante apareció Sara.
—Señor sheriff —empezó la negra—. Mi marido ya ha recobrado los sentidos. No hace más que decir que vio al jefe de los bandidos y que está horrorizado.
—¿Cómo? ¿Dices que vio al jefe?
—Él lo dice.
—¡Vamos allí! —dijo el sheriff—. No perdamos un momento. A ver qué nos tiene que decir ese pájaro negro.
El sheriff, seguido de Guzmán y de varios otros, corrió al salón, donde se encontraba Tobías, sentado en un sillón y con un gran vendaje alrededor de su negra cabeza.
—Hola, Tobías. ¿Cómo te encuentras? —saludó Davis.
—Muy malito, señor —gimió el negro—. Me pegaron un golpe terrible.
—¿Quién te lo pegó?
—Es terrible, señor sheriff, es terrible. ¡Tan simpático que me era!
—¿Quién?
Todos esperaban en tensión la respuesta del criado.
—El señor Naylor —musitó Tobías—. Me pegó como si yo fuese su enemigo.
—Estás diciendo tonterías —gruñó el sheriff, con todos los nervios en tensión. El golpe te ha atontado.
—No, señor, no. Lo vi con mis propios ojos. Iba a escapar y en eso se le cayó el capuchón y le vi la cara y la cicatriz. Era el señor John Naylor. Yo lancé una exclamación, y entonces él me gritó: «¡Maldito negro!», y me pegó un golpe terrible con el cañón de su revólver. Estoy seguro de que quiso matarme.
El sheriff miró, triunfante, a Guzmán.
—¿Qué le parece?
—Tiene usted más testigos de los que necesita. Le felicito.
—Ya sabía yo que ese Naylor andaba por mal camino. Lleva sangre de forajido en las venas. Mala sangre esa, amigo Guzmán.
—¿Ya conoce mi nombre? —sonrió Guzmán.
—Tres jinetes negros; uno español, otro mejicano y el tercero portugués. No es un jeroglífico muy difícil, señor Guzmán. Son demasiado populares por estas tierras. Tengo orden de detención contra ustedes, pero no la pondré en ejecución mientras se porten bien. Yo tengo una forma de interpretar la Ley muy particular. Si aquí no hacen nada malo, no tengo por qué detenerles, fiándome sólo de lo que me digan de ustedes.
—Será usted un gran sheriff, amigo Davis —sonrió Guzmán.
—Hace muchos años que lo soy…
Mientras hablaban los dos hombres habían salido del salón y en aquel momento se encontraban en la galería del rancho. Sus miradas acababan de fijarse en un jinete que, saliendo de las tinieblas, había entrado en el círculo luminoso de los incendios.
—Pero ¡si es Silveira! —exclamó Guzmán.
—Sí, compañero, yo soy —gritó el portugués.
—¿Qué ha pasado?
—Poca cosa. Uno me hizo prisionero y su jefe me puso en libertad. Ventajas de la fama.
—Explíquese mejor —ordenó Davis.
—No me ponga nervioso, sheriff, que me atonto —rió el portugués.
Guzmán miraba, aliviado, a su amigo. Era muy agradable volverle a tener a su lado sano y salvo. Era mucho más de lo que había esperado.
—¿Qué te ocurrió? —quiso saber.
—Pues poca cosa. Cometí la torpeza de dejarme descubrir, y cuando creía haber pasado inadvertido me pegaron un culatazo en la cabeza que por poco me deshacen los sesos. Allí perdí la noción de las cosas, y si no me mataron fue porque no les dio la gana.
—Me extraña que no lo hicieran —refunfuñó el sheriff.
—No tiene nada de extraño —rió Silveira.
—Si usted lo dice… —gruñó el sheriff.
—Explícate, Juan —pidió el español—. Han pasado muchas cosas y acabamos de descubrir algo increíble.
—No lo será tanto como lo descubierto por mí —rió Silveira—. Escucha. Cuando recobré el conocimiento me encontré montado a caballo, cabalgando detrás de una serie de jinetes cubiertos con capuchones negros. Comprendí que me habían hecho prisionero. Probé de desatarme, pero fue tarea inútil. Por fin llegamos a esos montes que se llaman del Ciervo, según creo, y comenzamos a subir por una especie de canal que nos condujo hasta lo alto de una meseta.
—Ese punto es poco menos que inaccesible —dijo Davis—. Ya sospechábamos que los Capuchones Negros tenían por allí su guarida.
—Allí la tienen, y, por cierto, que aquello apesta a lana que es un gusto.
»Pero, siguiendo con lo que decía, llegamos allí arriba, después de estar varias veces a punto de rodar montaña abajo. El que parecía el jefe de la banda, y que era el único que no llevaba capuchón negro, dio la orden de parada y entonces alguien le habló de mí. Pidió que me llevasen a su presencia, y antes de acercarme le vi cubrirse la cara con un pañuelo.
Silveira se interrumpió un momento para liar un cigarrillo y encenderlo. Luego prosiguió:
—El hombre me estuvo observando y, de pronto, lanzó un juramento y empezó a llamar idiotas e imbéciles a sus nombres.
«—¿Os dais cuenta de a quién habéis hecho prisionero? —rugió.
»Los hombres no se daban cuenta de nada. Y miraron a su jefe, esperando que él se lo explicara.
»—Este prisionero es uno de los “Tres” —dijo—. El haberlo hecho prisionero nos acarreará la enemistad de los otros dos y si hay algo terrible en este mundo es la venganza de los “Tres”. Sería inútil que nos escondiéramos en el mismo infierno. Cualquiera de ellos sería capaz de irnos a buscar allí. Cualquier cosa es preferible a enemistarse con ellos.
»Y luego, dirigiéndose a mí, me dijo con mucha cortesía:
»—Perdone, señor Silveira. Mis hombres no sabían lo que estaban haciendo. El ataque no iba contra ustedes. Si hubiésemos sabido que aún estaban ustedes en el rancho no lo habríamos atacado. Y mucho menos no le habríamos capturado a usted. Puede usted volver con sus amigos y dígales que los Capuchones Negros no tienen nada contra ellos ni han querido molestarles».
»Entonces hizo que me desatasen y ordenó que me devolvieran mis armas. Sólo encontraron uno de mis revólveres. El otro no apareció por ninguna parte. Entonces el jefe me dio uno de los suyos y después de repetirme que lamentaba mucho lo que me habían hecho sus compañeros, me hizo poner en libertad, indicándome el camino de regreso. Como puedes ver, César, se trata de un bandido muy cortés.
—Mucho —refunfuñó el sheriff—. Estoy seguro de que si en vez de tratarse de usted hubiera apresado a uno de mis hombres no habría mostrado tanta cortesía.
—Acaso —sonrió Silveira—. Pero lo cortés no quita lo valiente. Yo le debo un profundo reconocimiento por lo amable que fue conmigo.
—¿Y ese reconocimiento le impediría decirnos si reconoció a ese endemoniado jefe?
Silveira sonrió ante la pregunta del sheriff.
—No, amigo mío. Será un placer para mí decirle que el tal jefe lucía en la cara una hermosa cicatriz roja.
—Lo que esperábamos, ¿eh, señor Guzmán?
—Sí, tiene razón —admitió el español.
—Desde luego, la tengo, y lo que debemos hacer ahora mismo es ir a casa de John Naylor y hacerle confesar la verdad. Veremos si continúa insistiendo en que él no sabe nada de nada. ¿Vienen?
—Yo sí —dijo Silveira—. Tengo ganas de volver a ver a nuestro amable cuatrero. ¿Cómo sigue Abriles?
—Muriéndose de ganas de tomar parte en la lucha —dijo Guzmán—. Yo también les acompaño.
Mientras los hombres del rancho Cuadrado X se ocupaban en terminar de sofocar los incendios, los hombres del sheriff, precedidos por éste y por Silveira y Guzmán, montaron a caballo y dirigiéronse al galope hacia el rancho de John Naylor.
Mas, antes de que ellos llegasen allí, la noticia de la identidad del cuatrero había llegado ya a Mesa Orondo, y los hombres que no habían tenido valor para acompañar al sheriff en socorro del rancho de Roana Martin comenzaron a sentirse héroes y buscaron una buena soga de cáñamo y un árbol con ramas lo suficientemente fuertes para sostener, al menos, dos cuerpos humanos en su última danza.