CAPÍTULO V

EL HOMBRE DE LA CICATRIZ

John Naylor saltó de su caballo y, quitándose los guantes, se sacudió con ellos el polvo que le cubría el traje. A no ser por aquella desfiguradora marca en el rostro, Naylor hubiera sido un hombre atractivo. Representaba unos treinta años escasos, era de cuerpo bien proporcionado y caminaba con el balanceo peculiar en quienes pasan a caballo la mayor parte de su vida.

Roana había salido a la puerta y acogió con una amable sonrisa al visitante.

—Hola, señorita Martin —dijo Naylor—. ¿Cómo está?

Se interrumpió al fijarse en Guzmán y Silveira.

—Hola, John —replicó la joven—. Le presento a mi socio el señor Guzmán y a su amigo el señor Silveira…

Naylor dio un paso atrás.

—¿Los «Tres»? —murmuró.

Guzmán inclinó la cabeza.

—¿A qué han venido? —preguntó Naylor con leve temblor en la voz.

—Nuestro compañero estaba herido y tuvimos que desviarnos de nuestro camino. Pensábamos dirigirnos a la costa.

La explicación de Guzmán pareció serenar algo al recién llegado. No obstante, aún subsistía la inquietud en su rostro.

—He visto que Hooker salía de aquí —continuó, dirigiéndose de nuevo a Roana—. ¿La ha vuelto a molestar?

—Sí; pero todo se ha arreglado satisfactoriamente. No creo que regrese más por aquí.

Naylor inclinó la cabeza y durante unos segundos, bajo la escrutadora mirada de Guzmán, estuvo golpeando la tierra con el pie. De pronto una amplia sonrisa se dibujó en el rostro de Guzmán. Acababa de comprender algo que justificaba muchas cosas.

—Sólo he venido a saber si ocurría algo malo —dijo, al fin, Naylor—. Temí que Hooker la hubiera molestado.

—Nada de eso —declaró Guzmán—. Pero no tiene usted por qué marcharse. Entre un rato, beberá algo fresco. Supongo que la señorita Roana no se negará a hacerle los honores de la casa.

—Ahora es usted medio dueño de ella —sonrió la joven.

—Nominalmente, nada más, señorita. En realidad continúa todo siendo suyo.

Naylor miraba, intrigado, a Guzmán y a Silveira. Este último estaba jugueteando con un puñalito antiguo, verdadera joya de orfebrería.

—Para ayudar a la señorita Martin y pagarle algo de lo que está haciendo por nosotros le he prestado algún dinero —explicó Guzmán—. Ella insistió en cederme parte del rancho, y al fin tuve que ceder. Por eso dijimos a Hooker que me había vendido toda la propiedad.

—Ojalá hubiera podido yo hacer otro tanto —suspiró Naylor—. Los negocios no me han ido muy bien, últimamente.

—Le creía hombre rico —declaró Guzmán.

—Tengo bastantes tierras, pero no soy rico ni mucho menos.

—Entonces, el único verdaderamente rico es Hooker, ¿no?

—Sí —contestó, de mala gana, Naylor—. Él, por lo menos, tiene dinero en abundancia. Es dueño del banco y de varias haciendas importantes.

—¿Le odia usted mucho? —preguntó Guzmán.

Naylor miró fijamente al español.

—No apruebo su comportamiento —contestó al fin.

—Me extraña que no se haya dedicado a la cría de reses grandes.

—Esta tierra da muy buenos pastos para las ovejas. Si los ovejeros pudieran tener para ellos los valles y los montes, estarían en condiciones de criar un sin fin más de ovejas. En verano tendrían los pastos de alta montaña; y en invierno los pastos de los valles.

—¿Intervino usted en la guerra de Mesa Orondo?

—No. Llegué cuando ya casi terminaba. Me proclamé neutral. Como todos tenían ya demasiado entre manos, me dejaron tranquilo.

Por tercera vez se oyó el batir de los cascos de un caballo. Como este sonido lo mismo podía indicar la proximidad de un amigo que de un adversario, todos se dirigieron a la ventana.

—¡Es el doctor Carvajal! —anunció Roana—. Viene a visitar al señor Abriles, seguramente.

El médico, pues, entró, sonriente, en la casa, saludó a todos y preguntó:

—¿Qué tal noche ha pasado el enfermo?

—Muy buena —contestó Sara, que había acudido, presurosa, atraída por la voz del doctor.

Todos, menos Naylor, que permaneció en el salón, dirigiéronse al cuarto donde descansaba Abriles. Carvajal se inclinó sobre el herido, que le miró, desconcertado, y estuvo un rato examinando la herida.

—Lo que yo decía —declaró, después de haber lavado y desinfectado el hombro—. Estos hombres tienen carne de perro. Bien, amigo —añadió, dirigiéndose a Abriles—. Por esta vez no se muere usted.

El mejicano entornó los ojos y quedó, de nuevo, sumido en profundo sueño. Carvajal le tomó el pulso, anunciando seguidamente:

—La fiebre es ya mucho más baja.

Después de hacer algunas recomendaciones a Sara, el doctor Carvajal salió del cuarto.

—Volveré mañana —dijo—. Si fuese necesario avísenme, pero no creo que haga falta.

—Si va hacia el pueblo le acompañamos, doctor —dijo Guzmán—. Tengo ganas de ver Mesa Orondo.

—No se ha perdido gran cosa con no verla —contestó Carvajal. De todas formas, pueden acompañarme.

—Yo también iré con ustedes —dijo Naylor.

Se dirigieron todos hacia sus caballos, y poco después los cuatro hombres marchaban hacia Mesa Orondo. El trayecto hubieran podido realizarlo en un cuarto de hora, mas el doctor era mal jinete, o llevaba demasiado alcohol en el cuerpo, y no quiso pasar de un trotecillo cansino, que prolongó el recorrido hasta más de media hora.

Mesa Orondo no se diferenciaba en nada de los pueblos típicos del Oeste. Una calle única, que se iba alargando por sus dos extremos, y que en realidad era la carretera. A ambos lados de ella se levantaban casas de madera de un piso o dos. Algunas de dichas casas tenían una especie de acera hecha de tablones, mas como no todos opinaban que las aceras fuesen necesarias, éstas no tenían la necesaria continuidad, y por ello resultaba infinitamente más práctico caminar por el centro de la calle, sorteando los caballos y carricoches que la recorrían, que ir saltando de la acera al suelo, y de éste a la acera.

Abundaban las tiendas, en las que se vendían víveres, sillas de montar, aperos de labranza y grandes piezas de percal. También se vendía tabaco, pipas, armas de fuego y una serie más de productos, algunos de ellos harto anacrónicos.

—¿Dónde se puede encontrar a la mayor cantidad posible de habitantes? —preguntó Guzmán al doctor.

—En el Salón Dorado. La taberna del pueblo. A estas horas empieza a estar animada.

Todos se encaminaron al local, y antes de llegar a él oyeron las discordantes y erizantes notas de un piano que necesitaba nueva afinación e, incluso, un nuevo piano.

Dejaron los caballos atados junto a los muchos que esperaban a sus dueños, y entraron en el amplio local.

Tampoco éste se diferenciaba gran cosa de las demás tabernas típicas del Oeste. Un gran mostrador de roble, lleno de clientes acodados a él, un espejo con varias huellas de balas, varios estantes llenos de polvorientas botellas vacías, luciendo todas ellas amarillas etiquetas de famosas marcas de licor. El resto del local estaba ocupado por mesas, a las que se sentaban jugadores de póker y bebedores de whisky. Un trozo de piso quedaba libre por si alguien deseaba bailar, y en un tablado, al fondo, se veía un desvencijado piano al que un hombre, ya viejo, de colgantes gafas, aporreaba, arrancando lamentos indescriptibles. Encima, un gran cartel rezaba así:

SE RUEGA A LA DISTINGUIDA CONCURRENCIA NO DISPARE SOBRE EL PIANISTA. EL HOMBRE HACE CUANTO SABE

—He ahí un cartel puesto con lógica —dijo Silveira—. Realmente dan ganas de disparar sobre ese infeliz.

La llegada de Guzmán y Silveira había sido notada en seguida. En primer lugar las miradas fueron atraídas por la popular figura del doctor Carvajal. Y de él pasaron a los dos hombres vestidos de negro.

Un cliente ya viejo, en cuyo chaleco lucía la estrella de plata de los sheriffs, avanzó hacia los recién llegados.

—Hola, doctor —saludó a Carvajal.

—Hola, Davis —replicó el médico.

Después de saludar a Guzmán y Silveira con un movimiento de cabeza, el sheriff se dirigió hacia Naylor, que es taba un poco retrasado, y en voz baja, pero lo suficientemente alta para que la oyeran Guzmán y los otros, dijo:

—¿Qué hay de eso de que te han visto con los Capuchones Negros?

—No es verdad —replicó Naylor.

—Quien me lo ha dicho no acostumbra a mentir, Naylor. Te vieron la cara y la cicatriz. Después alguien más te vio volver del monte, del mismo sitio donde operan los Capuchones Negros. ¿Es verdad?

—Estuve en el monte, pero no hice nada malo.

—¿A qué fuiste?

—Prefiero no decirlo.

El sheriff quedó pensativo.

—Eso no te favorece, John. Piensa que tu pasado no es todo lo limpio que podría desearse. Tu hermano fue condenado a muerte. Y aunque somos muchos los que te apreciamos, tal vez no nos quede otro remedio que reconocer que eres culpable.

—No lo soy, Davis.

—Eso deseo. Por ahora te has portado bien, y nadie querrá ensuciarte con lo que tu hermano pudo hacer. Aparte de todo, aquí no le conocemos. Pero lo que está ocurriendo ahora con los Capuchones Negros es muy distinto de la guerra de Mesa Orondo. Ni vaqueros ni ovejeros apoyan a esos bandidos. Si tienes alguna relación con ellos…

—¡Ninguna, sheriff!

—Te aviso una vez más. Un solo testigo no prueba nada. Pero si volvieran a verte por los sitios que frecuentan los Capuchones Negros, entonces yo tendría que detenerte. Y recuerda, John, que la justicia que se hará con los miembros de la banda será tan expeditiva que aterrará a todos.

—No se canse lanzando amenazas contra mí, sheriff. Es perder el tiempo llamando a la puerta falsa.

—Está bien, Naylor. He sido amigó tuyo y cumplo con mi deber al avisarte. ¿Quiénes son esos dos que han venido contigo?

—Será mejor que haga usted mismo la pregunta, sheriff. Ignoro si quieren ser presentados.

Davis dirigióse hacia Guzmán y Silveira, que le recibieron con una burlona sonrisa.

—Hola, forasteros saludó el sheriff, sin tender la mano.

—Hola, sheriff Davis —replicó Guzmán, sin ofrecer tampoco su mano.

—No he tenido el gusto de oír sus nombres —siguió el representante de la Ley.

—Mi amigo se llama César y yo me llamo Juan —explicó Silveira.

—¿César y Juan? ¡Caramba! ¿Eso es todo?

—Todo, sheriff.

—Algún apellido tendrán, ¿no?

—Tal vez —rió Silveira—. Pero nosotros no somos de esos que van por el inundo amparándose en los apellidos de sus papás y recogiendo la mala fama que pudo él sembrar, o ensuciando el prestigio que dejó. ¿Comprende?

El sheriff tragó saliva. Aquello le resultaba demasiado profundo.

—Está bien —gruñó, al fin—. Si se portan bien pueden quedarse. Si se portan mal tendrán que salir a tiros.

—Somos los nuevos socios de la señorita Roana Martin —dijo Guzmán, con voz lo suficientemente alta para que le oyeran todos los que estaban en la taberna.

Lo consiguió y, al instante, un sin fin de rostros se volvieron hacia él.

—No sabía que el Rancho Cuadrado X estuviera en venta.

—No lo estaba. La señorita Martin necesitaba unes socios que se hicieran cargo de sus negocios —explicó Guzmán—. Llegamos nosotros y ofrecimos comprarle la mitad del rancho y explotarlo a medias.

—¿Aceptó?

—Desde luego.

—Me alegro por ella. De todas formas, señor César, procure no jugar ninguna mala pasada a esa joven. La aprecio lo suficiente para meterle en la cárcel si no juegan limpio con ella.

—No será a nosotros a quienes tendrá que encerrar, sheriff —declaró Silveira—. Al contrario, seremos nosotros quienes le daremos abundantes presos.

—Mejor.

Davis iba a retirarse, cuando Guzmán le retuvo de un brazo.

—Un momento, sheriff. Necesito vaqueros y gente que quiera trabajar en el rancho. ¿Sabe usted si hay alguien que no tenga trabajo?

—Creo que la mayoría de los que hay aquí están sin él.

—¿Qué se ha hecho de los vaqueros que servían a la señorita Martin?

—Casi todos se encuentran aquí.

—¿Son gente de fiar?

—De lo mejor que corre por aquí. Leales y valientes. Un poco tontos. Por eso se fueron.

Alcanzando una silla, Guzmán subió a ella y gritó:

—¡A ver los vaqueros del Cuadrado X!

—¿Qué ocurre? —preguntó uno de los que se habían levantado.

—¿Has trabajado en el Cuadrado X? —preguntó Guzmán.

—Sí.

—¿Quieres volver allí? Ahora yo soy el que da las órdenes. Soy el amo. Os pagaré doble sueldo, pero os exigiré que trabajéis como esclavos. A quien no le gusten las condiciones que no acepte…

Un estruendo de sillas derribadas y vasos rotos cortó las palabras de Guzmán, y un verdadero alud de vaqueros abalanzóse sobre él.