CAPÍTULO II

SÓLO QUEDA UNA MUJER

Los «Tres» se iban acercando a una casa que se adivinaba entre las sombras, y en cuyos cristales se reflejaba alguna estrella. Era la vivienda más próxima. Marcaba la barrera entre la región salvaje y el comienzo de las edificaciones de Mesa Orondo.

Dos siglos antes, Fray Junípero Serra había rezado allí, en medio de un círculo de indígenas, la primera Santa Misa que escucharon aquellas tierras. Pero la bendición del franciscano padre de California no había fructificado en ellas. La cizaña destruyó la buena semilla.

El caballo de Guzmán tropezó con una piedra, que chocó con otras, produciendo un leve derrumbamiento. Los tres jinetes siguieron adelante, pero de pronto brilló un fogonazo y sobre las cabezas de Guzmán, Abriles y Silveira se oyó el siniestro zumbido de una bala de rifle al que siguió una detonación. Luego una voz preguntó:

—¿Quién anda por ahí?

—Gente de paz —contestó Guzmán.

—¿Qué buscan? —siguió preguntando la voz, que sonaba bastante rara, como si la persona que la emitiese tratara de disfrazarla.

—Traemos un herido —siguió contestando Guzmán—. ¿Pueden darnos alojamiento?

—Búsquenlo en el pueblo —replicó la voz, que esta vez sonó claramente femenina—. Está a media hora.

—Es un herido grave, señorita —explicó Guzmán.

De junto a la casa llegó una exclamación de asombro. Luego la misma voz, ya sin disfraz alguno, preguntó:

—¿De dónde vienen?

—Del Valle de San Onofre. Nuestro compañero fue herido allí. Cuando salimos estaba perfectamente, pero la herida se le ha enconado y no puede ya dar un paso más. No sé cómo hemos podido llegar hasta aquí.

—¿Quién le hirió?

—Un hombre que ya está muerto.

—¿Quién era ese hombre?

—Niño McCoy.

—¡Eh! Entonces…

La mujer se contuvo y, con acento menos agresivo, indicó:

—Sigan adelante. Entren por el vallado de la izquierda. Pero no acerquen las manos a sus armas. Tengo mejor puntería de la que se imaginan.

—No tiene nada que temer de nosotros —sonrió Guzmán.

Llevando de la brida el caballo de Abriles, a quien sostenía Silveira, el español avanzó siguiendo el camino indicado por la mujer. Un momento después estaban ante la galería de una casa de una sola planta, de tejado pizarroso, y hecha mitad de adobes y mitad de madera. Alguien había colgado una lámpara de petróleo junto a los escalones que daban acceso a la vivienda. Pero en la galería no se veía a nadie. Sólo mediante una atenta observación pudo Guzmán descubrir en una de las ventanas que daban a aquel lado el reflejo de la luz sobre el cañón de un rifle. Sonriendo, pensó en lo fácil que sería derribar de un par de disparos al inexperto tirador o tiradora que sostenía el arma.

Pero ninguno de los «Tres» anhelaba luchas. Pocas veces habían avanzado más en son de paz. Guzmán detuvo su montura junto al farol y quitóse el sombrero, dejando que la luz bañase su rostro. Silveira hizo lo mismo, mientras continuaba sosteniendo al ya inconsciente Abriles.

—Pueden desmontar —dijo la voz de mujer que antes les había hablado.

Guzmán obedeció al momento. En cuanto estuvo en tierra preguntó:

—¿Podemos entrar a nuestro compañero?

—Sí. Entren por la puerta. Da al salón. Hay luz. Dejen a su amigo sobre un sofá.

Mientras Silveira sostenía a Abriles, Guzmán lo fue recibiendo en sus brazos y un momento después cruzaba el umbral de la puerta y encontrábase en una amplia estancia débilmente alumbrada por un mal quinqué.

Silveira saltó al suelo y, después de atar los tres caballos al poste que sostenía el farol, entró detrás de su amigo. Durante unos minutos permanecieron solos en el salón, aunque ambos notaban fijas en ellos varias miradas.

Por fin se abrió una puerta y apareció un viejo negro, en cuya mano derecha temblaba un enorme pistolón.

—Buenas noches —saludó el hombre, que vestía con el descuido natural en quien ha sido violentamente arrancado al sueño.

—Buenas —contestaron Guzmán y Silveira.

El español añadió:

—Ya pueden dejar ustedes todo ese melodramatismo. No venimos en plan de guerra.

—Es que… caballeros… los tiempos con malos… y la gente…

—Está bien, Tobías; basta ya —dijo la misma voz que había hablado por encima del Winchester—. Tienen razón.

—Sí, señorita Roana —replicó el negro, inclinando la cabeza.

Por la misma puerta por donde entrara Tobías apareció una mujer vestida con traje de montar, de cuero, y sosteniendo con una mano, que no temblaba, un revólver de seis tiros, calibre 38.

Silveira y Guzmán se inclinaron versallescamente. Los dos se habían quitado ya los sombreros y se ofrecían, claramente, al examen de la desconfiada mujer.

—Trae más luz, Tobías —ordenó la que parecía dueña del rancho.

El negro corrió a cumplir el encargo, regresando un momento después con dos buenas lámparas que inundaron de clara luz el amplio salón.

A su pesar, tanto Silveira como Guzmán no pudieron contener una exclamación de asombro. La mujer que tenían delante era del tipo que menos podían haber esperado encontrar allí. Fina, elegante a pesar del traje, rubia como el oro viejo, de tez ligeramente dorada por el sol, de manos exquisitas, boca de labios finos y rojos, que formaban un bello estuche para la doble hilera de perlas que constituían su dentadura.

—¡Señorita! —exclamó Silveira, sintiendo una emoción que constituía una negación a sus anteriores afirmaciones acerca de las mujeres.

—Soy Roana Martín —se presentó la muchacha, que no debía de contar más de veinte años, aunque representaba bastantes menos—. ¿Con quiénes tengo el gusto de hablar?

Por un momento ni Guzmán ni Silveira supieron qué contestar. Roana sonrió complacida. Era mujer y no desdeñaba ni se ofendía de la admiración de los hombres.

—Mi compañero… Silveira… Digo…, Joao da Silveira. Juan de Silveira.

El portugués se asombró ante la turbación de su amigo. Pero cuando él habló, lo hizo como un colegial ante la primera mujer que le sonríe.

—Mi amigo… don César de Guzmán…, español, ¿sabe? Yo soy portugués.

Y sonrió sin atreverse a seguir, y haciendo girar entre sus dedos el sombrero.

Ahora fue la joven la que evidenció sorpresa, alegría y alivio.

—¿Y su compañero? —preguntó—. ¿Es… Abriles?

Guzmán contestó afirmativamente.

—Entonces, ustedes son… los «Tres».

—Sí, señorita —replicó Guzmán.

—¡Oh!

Roana Martín se demostró con una alegría sólo comparable a la que experimenta el condenado a muerte que en el último momento recibe el indulto.

—¿Mataron a Niño McCoy?

—Sí, señorita —explicó Silveira, aún turbado por la mirada de aquellos ojos de azul intenso—. Fue nuestro, amigo. Entonces le hirieron.

—Sí… es natural —murmuró Roana—. Señores, el hombre a quien mató su amigo era el asesino de mi hermano. Hace algunos años, asaltaron un tren. Los viajeros se dejaron robar, pero mi hermano quiso defender lo suyo. Niño McCoy le mató. Están ustedes en su casa. Cuanto hay en ella es suyo. Sólo siento que no sea tanto como se merecen.

Volviéndose hacia Tobías, que permanecía como atontado en un rincón, la joven ordenó:

—Dile a Sara que prepare tres habitaciones. Luego que encienda fuego, ponga agua a hervir, haga comida, y traiga vendas y apósitos. En seguida marcharás a casa del doctor Carvajal y le traerás aunque sea a la fuerza. Si es necesario le disparas un tiro.

—¿Y le mato? —preguntó aterrado, el negro.

—Haz lo que quieras, con tal de que venga en seguida y pueda curar al señor Abriles.

—Pero si le mato… no podrá curar…

—Déjate ya de tonterías y haz lo que te mando. Y si no te das prisa, seré yo quien te mataré a ti.

—¡Sí, señorita, sí! —exclamó el negro, saliendo disparado hacia el interior de la casa, seguido por una sonrisa de la joven.

—¿Es bueno ese doctor? —preguntó Guzmán.

—Cuando está borracho, sí —contestó Roana—. No lo tome a broma. Es así.

—Esta es tierra de cosas raras —sonrió Silveira—. Yo conocí a un pistolero que siempre estaba borracho y nunca dejaba de dar en el blanco. Un día tropecé con él, estaba sereno… y a pesar de que disparó antes que yo…

Silveira terminó la frase con un significativo ademán.

Casi inmediatamente volvió el negro, anunciando:

—Ya está un cuarto preparado, señorita.

—Bien, marcha a buscar al doctor.

Tobías salió de la casa, se le oyó trastear en la cuadra y cuando Silveira y Guzmán levantaban a su amigo, para llevarlo al cuarto precedidos por Roana, que había cogido una de las lámparas, escuchóse el rechinar de unas ruedas sobre las piedras del camino.

Mientras Guzmán y su compañero desnudaban a Abriles, Roana salió del cuarto, volviendo cuando el gemir de las maderas de la cama le indicó que el herido Arabía sido ya acostado.

Al entrar, vio que los dos hombres estaban examinando la herida del mejicano.

—¿Está infectada? —preguntó.

—Muy inflamada —explicó Guzmán—. Cometió una locura al querer marchar del rancho. La herida no estaba aún cicatrizada y ha debido de entrar polvo en ella.

—Ojalá no sea grave —deseó Roana—. He dado orden de que traigan agua bien helada. Le pueden aplicar paños fríos en la frente. Si fuese como antes, podría ofrecerles hielo. Tenemos un pozo donde se conservaba; pero este año no he podido hacerlo traer.

Guzmán notó cierto dolor en la voz de la joven. Sin embargo se abstuvo de hacer ninguna pregunta. Más tarde habría tiempo.

—Ya les han preparado sus habitaciones —siguió Roana.

—Hoy sólo necesitaremos otra —dijo Silveira—. Uno de nosotros se quedará a velar a nuestro amigo.

—Sara puede hacerlo, si quieren. Es maestra en el arte de cuidar heridos. ¡Hemos tenido tantos!

—Sí, lo creo —murmuró Guzmán—. En esta tierra…

La entrada de una negra, tan voluminosa como enjuto era Tobías, interrumpió la conversación.

—¿Es este el herido, mi ama? —preguntó la mujer.

—Sí, Sara. Echa una mirada.

La enorme mujer apartó casi de un empujón a Silveira, y fue a inclinarse sobre el desnudo hombro de Abriles.

—¡Mala, mi ama, mala! —comentó—. Este pobre hijo no ha sido cuidado como un cristiano. Hace una semana que no le han curado la herida.

—No quiso —se excusó Silveira.

—¡No quiso! —bramó la negra—. Si hubiera estado yo, sí que habría querido. Los hombres no tienen energía. Presumen mucho de revólver y puñal, pero yo, con una escoba, he hecho correr a muchos.

Silveira se dijo que en tal caso también él hubiese corrido.

—Limpiaremos con un poco de agua caliente la herida, mi ama —siguió la negra, con ampulosos ademanes—. Este hombre está más sucio que si se hubiera revolcado en un fangal. Luego le velaré esta noche, le pondré paños de agua fría, y le daré un poco de quinina…

—No se moleste, señora —intervino Guzmán—. Mi amigo y yo le velaremos.

La negra adoptó una actitud leonina.

—¡Ustedes a la cama! —gritó—. ¿Quieren enseñar a Sara a cuidar heridos? Llevo sesenta años aquí, he ayudado a venir al mundo a más de cien niños y he cerrado para siempre los ojos de más de doscientos hombres.

—De todas formas… —pretendió insistir, aún, Guzmán.

—¡He dicho que le cuidaré yo! ¿Me entiende?

Por primera vez en su existencia, Guzmán sintióse un poco asustado.

—No trate de luchar con Sara —declaró Roana—. Es terrible. Es el terror de todos los hombres de Mesa Orondo. A veces creo que si no fuese por ella…

La joven no terminó lo que había empezado a decir, y sus ojos se nublaron con un velo de lágrimas.

—¡Vamos, mi ama, vamos! —dijo, enternecida, la negra—. No hable así. Sara no ha hecho más que lo debido…

Ante el malestar y nerviosismo de los dos hombres, la joven echóse en brazos de la negra y rompió en amargo llanto contra su amplio pecho.

Sara, toda hieles un segundo antes, se transformó en una dulce criatura que acabó también derramando lágrimas que se deslizaban, brillantes, sobre sus negras mejillas.

Pasó al fin el acceso, y Roana enjugó su llanto con un fino pañuelo de batista, en tanto que Sara lo hacía con una especie de sábana, o por lo menos mantel, que sacó de las profundidades de su vestido.

Al mismo tiempo se oyó fuera el ruido de unas ruedas, el batir de los cascos de un caballo y la inconfundible voz de Tobías.

—¡Menos mal que ese perro, sarnoso ha vuelto pronto! —declaró Sara—. Si no llega a hacerlo…

No pudo saberse lo que le habría ocurrido a Tobías de no volver pronto, porque en aquel momento el negro entró acompañado de un hombre más enjuto que él, de nariz roja, vestido de oscuro, con una sucia levita, botas de montar y con un maletín de cuero en la mano.

—Buenas noches, doctor —saludó Roana—. Gracias por haber venido tan pronto —añadió.

—¿Pues qué iba a hacer si ese bárbaro de Tobías empezó a soltar tiros contra mi casa? —refunfuñó el doctor Carvajal—. Suerte ha tenido que antes de contestarle debidamente miré a ver quién era.

Y sonriendo a Sara, añadió:

—No quise dejarte viuda, bola de nieve.

La negra lanzó un fuerte bufido, replicando:

—¡Ya sé que usted no es capaz de hacerme ningún favor, mal hombre!

Tobías bajó la vista, acostumbrado, sin duda, al carácter de su esposa.

El doctor Carvajal acercóse al lecho donde yacía el herido y examinó atentamente el hombro izquierdo de Abriles. Desde su entrada en la habitación habíase impregnado el ambiente de un olorcillo alcohólico que justificaba las palabras de Roana. Sin embargo, el médico no se tambaleaba lo más mínimo, y parecía mucho más sereno que los demás.

—Malo, malo —gruñó al fin, incorporándose. Y mirando a todos los reunidos en el cuarto, añadió, guiñando un ojo—: ¡Muy malo! Hay que abrir. —Y se frotó las manos como ante una agradable perspectiva—. ¡Sí, hay que abrir! Pero no será nada. Un cortecito, sacaremos la basura que hay dentro de la herida, la limpiaremos un poco —movió los dedos como si fueran una escoba—, pondremos vendas limpias, y todo quedará resuelto en un par de semanas. Ustedes, los hombres de estas tierras, tienen carne de perro.

Mientras seguía hablando, el médico había abierto su maletín, sacando de él un bisturí, unas pinzas y algunos instrumentos más.

—Va a ser muy fácil; pero si tardan un par de días más, no hay quien retenga a este pájaro en nuestra jaula terrena.

El doctor Carvajal se había quitado la levita y procedía a arremangarse la camisa.

—Trae un poco de agua caliente y jabón, Sara.

Una mirada de la negra, dirigida al marido, hizo entrar a éste en veloz acción.

—No hay en el mundo nadie que cure las heridas de bala tan bien como yo —siguió el médico—. Estuve en la guerra. Con los del Sur. Hicimos curas maravillosas. Y eso que apenas teníamos material. Una vez operé a un general con una navaja de afeitar y un tenedor.

Los oyentes no pudieron contener una carcajada.

—Sí, señores y señorita, sí —siguió Carvajal—. Cuando estalló la guerra del Norte contra el Sur, yo estaba en Méjico y me dije: «Carvajal, los del Sur son muy simpáticos, y además, perderán la guerra». Par eso me alisté en sus filas.

—¿Porque iban a perder? —preguntó Silveira.

Carvajal estaba sentado en la cama, examinando la herida de Abriles.

—Sí, por eso. No sé qué autor fue que dijo: «No hay causa de mayor atractivo romántico, que una causa perdida». El que pierde o va a perder, siempre se lleva las simpatías del público imparcial o neutral.

Carvajal calló un momento y luego ordenó:

—A ver, un poco más de luz. ¡Sara! ¡Muévete, venus negra! Trae cuatro o cinco lámparas. ¿Es que quieres que le abra la nariz en vez del hombro?

Esta vez Sara cumplió ella misma la orden. Indudablemente, el doctor Carvajal era adversario temible hasta para la misma negra.

—Pues sí, me alisté con los del Sur, pasé cuatro años con ellos y me divertí como nunca.

Silveira y Tobías miraron horrorizados al médico.

—¡Si tuviera todos los brazos y piernas que he cortado! —suspiró Carvajal, como si de veras lo lamentase—. Parecería una combinación de ciempiés y araña.

Calló de nuevo el médico, abstraído en el examen de la herida, y a continuación ordenó:

—A ver, ustedes dos, que parecen fuertes, cójanme a este buen mozo por los brazos y la cabeza, y no le dejen mover. Y tú, Sara, siéntate encima de sus piernas, y como las mueva lo más mínimo, te vuelvo la piel al revés y te dejo blanca.

Todos obedecieron. Roana volvió la cabeza mientras Carvajal llevaba a cabo la operación, que quedó ultimada en pocos momentos.

—¿Ven? —siguió Carvajal—. No ha sido nada. Cuando una herida está como estaba esa, no ofrece ninguna dificultad. La carne se encuentra ya insensible. Pronto empezará a bajar la fiebre. De todas formas le dan un poco de quinina, y mañana volveré a renovar el apósito. Si duerme, mejor. Le conviene descanso. Estoy seguro de que todos ustedes vienen desde el otro extremo del mundo con el herido a cuestas.

—Desde el Valle de San Aparicio —explicó Silveira.

El doctor Carvajal, que había vuelto a lavarse las manos, y las estaba secando con una toalla de grueso hilo, miró con fingida suspicacia a Guzmán y Silveira.

—¿Fue buena la cosecha? —preguntó.

—¿Cómo? —inquirió Silveira.

—Sí, hombre, sí. Supongo que la heridita del amigo no se la liarían jugando a los pieles rojas. A mí me tiene sin cuidado que se la hicieran por asaltar un banco, robar caballos o hacer trampas en el juego. Menos asaltar un banco, yo he hecho de todo.

—¿Por qué se empeña en aparecer un hombre terrible, cuando en realidad no es usted más que un bendito, señor Carvajal? —sonrió Roana.

—Tienes razón, hijita, tienes razón —suspiró el médico—. Es que en esta tierra, si uno no se vanagloria de haber enterrado a quince, por lo menos, le miran con desprecio. Yo, la verdad sea dicha, soy un infeliz romántico, un poco borracho… ¡Oye, Roana! ¿Te queda aún de aquel jerez seco que tu padre, que en gloria esté, se hizo traer de Cuba?

—Algo queda —contestó Roana—. ¿Lo quiere?

—Probarlo, nada más, probarlo, hijita. Para calentarme por el camino. Me das un vaso…

Roana le dio una botella entera, y los ojillos del buen médico brillaron de placer.

—Hija mía, esto es la alegría de mi vejez. El día que sepa que se te haya terminado la provisión, me moriré. Ya nada me quedará que hacer en esta vida.

El doctor Carvajal, sin despedirse de nadie, y acariciando la negra botella del dorado caldo, iba a salir de la habitación, cuando Guzmán, deteniéndole, preguntó:

—¿Cuánto le debo, doctor?

—¿Me debe? —Carvajal reflexionó unos instantes—. Pues… un par de pesos. Y si le parece mucho, no me dé nada. La vida aquí es económica. Se necesita tan poco para vivir como para morir.

—No importa —sonrió Guzmán—. Tenga usted.

—Gracias —contestó, distraído, el médico, guardando el verde billete que le tendía Guzmán.

De pronto, como si hasta entonces no hubiera llegado a su cerebro la imagen del billete, el médico lo sacó, y después de alisarlo desorbitó los ojos, lanzando una exclamación de incredulidad y asombro.

—¿Qué me da usted? Pero… ¡Son mil pesos oro!

—Si ha logrado salvar la vida de nuestro amigo, es muy poco. Y si a pesar de todo se muere, sabrá que no hemos sido tacaños con él —dijo Silveira—. Sin embargo, amigo doctor, procure que se salve.

—Pero… óiganme… —Carvajal habíase visto libre, en menos de una fracción de segundo, de todos los vapores alcohólicos acumulados en su cerebro—. ¿Es dinero honrado? Perdonen, no se ofendan; es que aquí también tenemos autoridades, aunque no lo parezca, y si creyeran que yo…

—Vaya sin cuidado, doctor —rió Guzmán. Tengo una cuenta corriente muy limpia y muy honrada, y nadie le perseguirá por el dinero que yo le dé. Y sepa que si cura bien a nuestro amigo, habrá algún otro billete de esos, y hasta haré que le envíen un par de cajas de legítimo jerez.

Mirando aún incrédulamente su billete, el doctor Carvajal salió de la habitación como un sonámbulo.

—¡Qué hombres más raros son ustedes! —musitó Roana, mirando con sus bellos ojos a Guzmán, que inclinó la cabeza y sacudió una mota de polvo que estaba prendida en su pantalón.