MESA ORONDO
El sol cegaba con sus últimos rayos a los tres negros jinetes que acababan de volverse por última vez hacia el Rancho de los Olmos. Marchaban lejos de aquellas tierras que con su intervención habían sido pacificadas. Dejaban atrás la aventura, la emoción de la lucha y del deber cumplido y, guiados por aquel sol que parecía marcarles una meta, los «Tres» se alejaban hacia nuevas luchas, nuevas emociones, nuevos territorios donde imponer su ley. Marchaban con la satisfacción de saber que detrás de ellos quedaba un territorio que bendeciría su nombre hasta que la verdadera civilización llegase a aquellos lugares y los hombres dejaran en sus casas los «Colts» del 45, y las aventuras guerreras del lejano Oeste norteamericano fuesen un recuerdo emocionante que nutriría con sus argumentos la literatura aventurera y los escenarios del mundo entero.
Pero esta época de paz estaba aún muy lejana. Faltaban más de sesenta años para empezar a vislumbrarse su realidad, y durante todo este tiempo el dorado Oeste seguiría gobernado por dos terribles leyes: la Ley Colt y la Ley de Lynch.
Los tres jinetes saludaron por última vez a quienes les veían marchar desde las terrazas del Rancho de los Olmos. Luego, picando espuelas, hicieron corvetear a sus caballos y descendieron al galope la opuesta ladera de la colina.
Los tres jinetes eran realmente extraordinarios. En los anales de la frontera sus nombres iban emparejados con los de «Billy el Niño», Joaquín Murrieta y otros muchos hombres, malos o buenos, que habían escrito su historia con balas de plomo rubricándola con humo de pólvora.
A la derecha cabalgaba un hombre alto, fuerte, de facciones latinas. Vestía de negro y en sus ojos se leía la huella de un gran dolor. Era César Guzmán, español, que, empujado por el afán de vengar a su esposa, se creó con veinticinco disparos una fama terrible entre todos los forajidos del Oeste. Su venganza resultó estremecedora hasta para aquellos hombres endurecidos en las peleas y a quienes ninguna emoción resultaba demasiado fuerte.
El jinete que cabalgaba en medio era semejante en mucho a su compañero. Vestía de negro; pero así como César Guzmán lucía larga levita y sombrero vaquero, Diego de Abriles, que así se llamaba el segundo jinete, vestía a la moda mejicana, con sombrero de alta y puntiaguda copa, y ala vuelta hacia arriba. Calzaba altas botas de montar, y también su rostro hablaba de una tragedia y de un dolor físico y moral más próximo. Por todo el Oeste y Suroeste había perseguido al hombre que le raptó a la mujer amada, y una vieja cicatriz que guardaba en su cuerpo hablaba del disparo que contra él hizo aquella misma mujer a quien él quiso salvar de un destino al que ella se lanzó por su voluntad.
Aunque muy moreno, Diego de Abriles evidenciaba una palidez reciente. Sus enjutas facciones indicaban un dolor físico, y el brazo que todavía llevaba en cabestrillo era la explicación elocuente de que «Niño» MacCoy, antes de morir, supo acertar con una de sus balas la carne del hombre que le señaló la frente con la terrible marca de los Tres. Una mujer, que quedaba en el Rancho de los Olmos, era la explicación de aquel otro dolor que denunciaban los ojos del mejicano. Por unos instantes el viejo guerrero había creído poder hallar la eterna paz bajo los olmos del rancho que un momento antes vieran por última vez. Pero su sino era otro.
El tercer jinete no se diferenciaba en nada de los muchos que galopaban por las tierras de California. Vestía de negro, como sus dos compañeros; pero sus ropas no eran lujosas, su sombrero resultaba extraordinariamente reducido para lo que era normal en aquellas regiones, y más parecía de gaucho argentino que de vaquero norteamericano. Joao da Silveira se diferenciaba de sus compañeros en algo más que en la ropa. No había tragedia ni dolor en su rostro, y la enfundada guitarra que colgaba de su espalda hablaba de alegría y buen humor. Pero los negros y corvos picos de sus dos Colts ponían una nota discordante en el risueño aspecto del portugués. Además, un largo Winchester completaba el armamento de aquel jinete. Armamento que, por otra parte, era idéntico al de sus compañeros.
—Otra vez galopando —dijo César Guzmán.
—Es nuestro sino —murmuró Abriles, dirigiendo una involuntaria mirada a su espalda.
—Hasta que tropecemos con la bala que lleve nuestro nombre —sonrió Joao da Silveira—. ¿Sabéis la historia?
Y sin esperar a que sus compañeros replicaran afirmativa o negativamente, Silveira comenzó a explicar aquella leyenda o superstición general en todos los países donde las armas de fuego hablan a menudo.
—Muchas balas llevan un nombre. Claro que las hay que no lo llevan y esas son las que silban por el aire y caen inofensivas, o se hunden en la tierra, o en el tronco de un árbol. Cuando a uno le disparan una de esas balas, no corre peligro alguno. Son balas que no matan. Pero en cambio, cuando a uno le disparan la bala marcada con su propio nombre, entonces nada puede salvarle. Decía Napoleón que la suya jamás se fundiría. Y tuvo razón el corso. Después de tantas batallas, fue a morir en una isla de África, como un vulgar comerciante.
—No moriremos nosotros así —murmuró Abriles, acariciándose el hombro herido.
—¡Quién sabe! —se encogió de hombros Guzmán—. Tal vez acabemos de la forma más inesperada.
—Es verdad —rió Silveira—. Pueden ahorcarnos de un árbol, de una horca, pueden fusilarnos, pueden matarnos a traición. Estamos destinados a morir con las botas puestas, y si no nos entierran con ellas, será porque alguien nos las quitará para guardarlas como recuerdo.
—¿Qué decías de las balas marcadas? —interrumpió Abriles.
—Pues decía que si te disparan la bala que lleva tu nombre, estás perdido. Una vez vi a un chico que estaba detrás de una roca, esperando que se calmara un buen tiroteo y, de pronto, una bala rebota en un par de piedras y le va a hacer carambola en los sesos… Divertido, ¿eh?
Guzmán y Abriles encogiéronse levemente de hombros. Quizá pensaban que su nombre debía de estar en alguna bala. Sobre todo Abriles, que por dos veces había sentido en su cuerpo la ardiente mordedura del plomo.
—Una bruja hechicera de mi tierra —siguió Silveira, queriendo animar a sus compañeros, en especial al mejicano— me dio la bala en que está mi nombre. A mí no me matarán nunca. Tengo la bala esa, la guardo en mi poder, y nunca me separaré de ella. Es una hermosa bala dé plomo. Mi nombre va escrito alrededor de ella: «Joao da Silveira». Es una verdadera maravilla. Como nadie podrá dispararla, nadie me matará.
—¿Te costó mucho? —preguntó Abriles.
—¿La bala? —inquirió Silveira.
El mejicano asintió con la cabeza.
—¡Ya lo creo! La mujer aquella era horrible Me pedía un precio espantoso. Pero me ofrecía un regalo tan importante que, al fin, cedí.
—Pero ¿qué precio te pedía? —preguntó Guzmán, interesado, a su pesar, por la charla del portugués.
—¿Qué precio? Nunca os lo podréis imaginar. Me pidió un beso.
—¿Y se lo diste? —sonrió Abriles.
Por toda respuesta, Silveira sacó de debajo de la camisa una bolsita de gamuza y de ella una bala de plomo del calibre 45.
—Miradla —murmuró.
Abriles y el español se echaron a reír.
—Eso me recuerda cierta anécdota —comentó Guzmán—. En mis buenos tiempos, cuando me dedicaba al estudio, leí que en París, hace seiscientos o setecientos años, se iba a ahorcar a un ladrón y se le ofreció perdonarle la vida si se casaba con una mujer horrible.
—¿Y qué? —preguntó Silveira.
César Guzmán soltó una breve carcajada y dijo:
—Pues… que le ahorcaron. Y dicen que nunca se ha visto a un reo más contento. Antes de que el cáñamo le ahogara, dijo: «¡De buena me he librado!».
Las risas fueron generales, y los jinetes prosiguieron su camino.
Aquella noche acamparon bajo unos álamos. Traían víveres fríos y comieron sin necesidad de encender fuego. Los coyotes dejaban oír su ladrido, y las aves nocturnas llenaban el silencio con sus pavorosos gritos. De cuando en cuando algún conejo o liebre pasaba, veloz, cerca de los tres hombres, sin turbar su reposo.
Durante tres días más continuaron cabalgando. El buen humor habíase ido reduciendo. Abriles se quejaba, de rato en rato, de agudos dolores en el brazo herido.
—No es nada —decía, al notar la inquietud de sus compañeros—. El caballo ha hecho un movimiento brusco.
Pero al quinto día de marcha era evidente que la fiebre consumía al mejicano. De vez en cuando Guzmán, que no le perdía de vista, notaba un violento estremecimiento en todo su cuerpo.
—¿Qué tienes? —preguntaba.
—Un escalofrío. No es nada.
La mirada del español iba entonces al chorreante rostro de Silveira. También él notaba en las comisuras de sus labios el salado contacto del sudor. Sólo Abriles permanecía con la frente seca, enrojecida, quejándose de frío en medio de aquel calor de horno.
—Será mejor que nos desviemos hacia la región de Mesa Orondo —propuso Guzmán.
—No es mala idea —rió Silveira—. Por lo menos no podrán acusarnos de haber llevado allí disturbios y muertes. Aquello es, desde hace más de cinco años, escenario de guerra entre ovejeros y vaqueros. Tal vez la hayan terminado ya.
—No es fácil —replicó Guzmán—. Esa guerra sólo terminará cuando los ovejeros eliminen a los vaqueros, o éstos acaben con sus contrarios.
—Si se conformaran en luchar entre ellos no dudo que algún día acabarían por aniquilarse; pero desde que empezó la guerra de Mesa Orondo no han hecho otra cosa, unos y otros, que alquilar pistoleros y mantener así una contienda que no tiene razón de ser. Los ovejeros podrían irse a los montes, y dejar los valles a los ganaderos. Pero unos y otros quieren valles y montes, sin dejar riada a sus contrarios.
—Sí, ya sé la vieja historia —replicó Guzmán al comentario de Silveira—. En realidad no me gusta ir hacia allí; pero es la única localidad algo civilizada que existe por estos alrededores. Como se mata tanta gente abundan las médicos. Preferiría tirar hacia la costa, pero Abriles no podrá aguantar mucho. No debimos salir del rancho…
—Aguantaré todo cuanto sea preciso —replicó, con voz temblorosa, el mejicano—. No es necesario que vayamos hacia Mesa Orondo.
Silveira y Guzmán cambiaron una mirada. Su compañero sólo se tenía en la silla echando mano a toda su enorme fuerza de voluntad.
—Ya veremos lo que se hace —dijo el español.
—Quizá sea mejor hacer lo que dice Abriles —intervino Silveira.
—Claro… claro —cabeceó el mejicano—. Vayamos hacia la costa…
Si no le hubiera dominado tanto la fiebre, Abriles hubiese notado en seguida que sus compañeros cambiaban de camino y torcían hacia la región montañosa, aunque evitando las cuestas y buscando los pasos y desfiladeros, aun a costa, a veces, de larguísimos rodeos.
La sed de Abriles era inaplacable, y esto obligaba, también, a sus amigos a buscar el fondo de las cañadas, donde por doquier se encontraban frescos manantiales que ayudaban a aplacar aquella abrasadora fiebre.
—¡Diablo de mujeres! —refunfuñaba Silveira—. Sólo sirven para eso. Si Diego no se hubiera encaprichado de Marisol Benavente no hubiese corrido detrás de Niño McCoy, pues no había necesidad de darse prisa, ya que el bandido estaba imposibilitado de huir, no hubiera habido cambio de tiros, no estaría como está, y aunque hubiese resultado herido, no habría tenido tanta prisa por salir del rancho cuando supo que Cáceres y la rancherita se iban a casar.
—No hables demasiado —le reprendió Guzmán—. Piensa que tal vez también tú, algún día, tengas que confesarte enamorado.
Silveira hizo un gesto de espanto.
—¡No! Después de aquel beso a la hechicera no me han quedado ganas de acercarme a ninguna otra mujer.
Siguió la marcha. Durante la última parte de la misma fue preciso sostener a Abriles, que ya no podía tenerse sobre la silla.
—Tal vez fuera mejor levantar una cabaña de troncos o de ramas y pasar aquí la noche —propuso Silveira.
Guzmán negó con la cabeza.
—No. Esa fiebre obedece a infección de la herida. Hay que someterla a un cuidado médico, y aquí no encontraríamos uno ni pagándolo a peso de oro.
Silveira movió las cejas, y aunque la noche había ya caído, siguió la marcha a la luz de las estrellas.
—Esta es tierra de hombres malos —comentó el portugués, que casi nunca podía estar callado.
—Como nosotros —sonrió Guzmán.
—Sí, como nosotros. ¿Por qué nos habrán puesto tan mala fama? Al fin y al cabo no hacemos más que librar al mundo de bichos repugnantes.
—Sí, pero esos bichos repugnantes tienen nombres tan comprometedores como el de alcalde de San Julián del Valle, representante del Gobierno de California para el Valle de San Aparicio. Esos cadáveres que quedan luciendo en la frente la marca de los Tres parecen, a primera vista, gente honrada, y los que matan a gente honrada son…
—Sí, tienes razón. ¿Falta mucho para llegar a Mesa Orondo?
—Algo más de una hora. Hemos de procurar terminar el viaje sin nuevas paradas. Me temo que Abriles no resista esto.
—¿Conoces la región? —preguntó el portugués.
El español asintió con la cabeza. Sí, la conocía. La estuvo recorriendo años antes, persiguiendo a, uno de los asesinos de su esposa. El hombre conocía bien el terreno y se estuvo escondiendo como un conejo. Sólo en el último instante volvió la cara e hizo frente con sus dos 45 en las manos, enviando un huracán de plomo contra el vengador, aunque sabiendo que una mano suprema había sellado ya su destino.
Hacia las dos de la madrugada los tres jinetes llegaron más allá del último desfiladero. Enfrente quedaban las tierras de Mesa Orondo. Desparramados por valles, laderas y cumbres se veían los parpadeantes resplandores de las luces de las viviendas.
Los «Tres» volvían a estar en tierras habitadas por el hombre. Pero eran tierras malditas, tierras de muerte. El odio imperaba como dueño y señor de ellas, y los hombres se mataban por mezquinos intereses, por rencores cuyas llamas eran avivadas con continuas aportaciones de leña seca.
Los negros jinetes que ahora se dirigían hacia allí iban a encontrarse ante una de sus más peligrosas aventuras. Querrían imponer la ley a unos hombres que se consideraban con atribuciones supremas y que desdeñaban la ayuda que podían prestarles el sheriff y los jueces, quienes, en un lugar donde cada día hablaban los revólveres, jamás eran solicitados por quienes morían o eran víctimas de algún atropello.
Los labios de los moribundos se sellaban cuando el viejo sheriff inclinábase sobre ellos para ver de captar, en la última contracción, el nombre del asesino. Los que morían estaban seguros de que su sangre sería lavada con otra sangre enemiga. Y sonreían al sheriff viendo, acaso, como su aliento empañaba cada vez con menos fuerza la estrella de plata que el servidor de la Justicia lucía en el pecho.