Capítulo XII

Nueva York no había cambiado. Hacía tal vez más calor que cuando Juliet se había ido, pero el tráfico seguía fluyendo, la gente seguía yendo de un lado para otro apresuradamente y el ruido seguía sonando. Parada junto a su ventana del hotel Harley, ella lo absorbía todo.

No, Nueva York no había cambiado, pero ella sí.

Tres semanas antes, había contemplado desde la ventana de su despacho un paisaje semejante a aquél. Entonces estaba concentrada en la gira, en hacer de ella todo un éxito. Para sí misma, admitió. Había querido triunfar a lo grande.

Se daba cuenta de que lo había conseguido. En ese momento, Carlo estaba en su suite concediendo una entrevista a un reportero del Times. Ella había pretextado mil razones distintas para excusar su presencia. Carlo se había creído que tenía que hacer un montón de llamadas y ocuparse de un sinfín de detalles, pero lo cierto era que Juliet necesitaba estar sola.

Más tarde llegaría otro periodista y un fotógrafo de una de las revistas más importantes del país. La televisión cubriría la demostración de Carlo en Bloomingdale’s A la italiana había alcanzado el quinto puesto en la lista de los libros más vendidos. Su jefe estaba a punto de canonizarla.

Pero Juliet intentaba recordar cuándo había sido la última vez que se había sentido tan desgraciada.

El tiempo se estaba agotando. La noche siguiente, Carlo tomaría un avión y ella se montaría en un taxi para recorrer el corto trayecto de regreso a su apartamento. Mientras ella deshiciera las maletas, él estaría a miles de kilómetros sobre el Atlántico. Ella estaría pensando en él mientras él flirteara con una azafata de vuelo o con su compañera de asiento. Así era él. Ella siempre lo había sabido.

Le resultaba imposible disfrutar de su éxito, hacer planes para su siguiente encargo cuando era incapaz de pensar más allá de las siguientes veinticuatro horas.

¿No era aquello exactamente lo que siempre había intentado evitar? ¿No había actuado siempre con extrema cautela para tenerlo todo bajo control? Se había labrado una carrera partiendo de cero, y todo cuanto tenía se lo había ganado con esfuerzo. Nunca había considerado que el hecho de no compartirlo fuera señal de cicatería, sino de simple pragmatismo. A fin de cuentas, tenía presente lo que consideraba el perfecto ejemplo de lo que pasaba cuando una mujer soltaba las riendas de su vida y permitía que otra persona se apoderara de ellas. Su madre había entregado a ciegas el control sobre su existencia y nunca había vuelto a recuperarlo. Su prometedora carrera como enfermera se había desmoronado hasta quedar reducida al cuidado de los arañazos que sus hijas se hacían en las rodillas. Se había sacrificado por un hombre que la quería, pero que no podía serle fiel. ¿Hasta qué punto había estado ella cerca de hacer lo mismo?

Si de algo estaba segura todavía, era de que no podría vivir así. Existir, sí, pensó, pero no vivir. De modo que le gustara o no, tenía que pensar más allá de las siguientes veinticuatro horas. Recogiendo su cuaderno, se acercó al teléfono. Siempre había llamadas que hacer.

Antes de que pudiera marcar la primera tecla, Carlo entró en la habitación.

—Te tomé prestada la llave —dijo él antes de que Juliet se lo preguntara—. Para no molestarte si estabas durmiendo. Pero debí imaginar que no —señaló con la cabeza el teléfono y luego se dejó caer en una silla. Parecía tan complacido consigo mismo que Juliet tuvo que sonreír.

—¿Qué tal ha ido la entrevista?

—Perfectamente —Carlo estiró las piernas, suspirando—. El periodista preparó mis raviolis anoche mismo. Piensa, con toda razón, que soy un genio.

Ella miró su reloj.

—Muy bien. Otro periodista viene de camino. Si puedes convencerlo de que eres un genio…

—Sólo tiene que ser un poco perspicaz.

Ella sonrió y, dejándose llevar por un impulso, se levantó y fue a arrodillarse delante de él.

—No cambies, Carlo.

Inclinándose, él tomó su cara entre las manos.

—Mañana seguiré siendo el mismo que hoy.

Mañana él se habría ido. Pero Juliet no quería pensar en eso. Lo besó rápidamente y luego se obligó a apartarse.

—¿Vas a llevar esa ropa?

Carlo miró su chaqueta de lino y sus vaqueros negros.

—Claro.

—Hmm —ella lo observó atentamente, intentando juzgarlo desde el punto de vista de una cámara—. Creo que servirá para ese artículo. Algo informal y relajado para una revista que siempre está llena de corbatas y cuellos almidonados. Le dará un toque distinto.

Grazie —dijo él secamente mientras se levantaba—. Dime, ¿cuándo vamos a dejar de hablar de periodistas?

—Cuando te lo hayas ganado.

—Eres muy dura, Juliet.

—Dura como el acero —pero no pudo resistir el deseo de rodearlo con los brazos—. Cuando hayas acabado esa entrevista, nos iremos a Bloomingdale’s.

Él la atrajo hacia sí hasta que sus cuerpos se tocaron.

—¿Y luego?

—Luego tienes un cóctel con el editor.

Él le pasó la punta de la lengua por el cuello.

—¿Y después?

—Después tienes la noche libre.

—Una cena tardía en mi suite —sus labios se encontraron, quedaron unidos un momento y luego se separaron.

—Podría arreglarse.

—¿Champán?

—Tú eres la estrella. Pide lo que quieras.

—¿A ti?

Ella apretó la mejilla contra la de él. Esa noche, esa ultima noche, no habría restricción alguna.

—A mí.

Eran las diez cuando volvieron a recorrer el pasillo de camino a la suite de Carlo. Juliet había perdido el apetito hacía rato, pero su entusiasmo por aquella velada no se había mitigado.

—Carlo, nunca deja de asombrarme lo bien que actúas. Si hubieras elegido ser actor, tendrías una pared llena de Oscars.

—Sentido de la oportunidad, innamorata. Sólo se trata de eso.

—Los tenías comiendo de tu mano.

—Pues me resultó bastante difícil —confesó él, y se detuvo ante la puerta para tomarla en brazos—. No dejaba de pensar en volver aquí, contigo.

—Entonces, sí que te mereces un Osear. Cada una de las mujeres de la fiesta estaba convencida de que sólo pensabas en ella.

—He recibido dos ofertas interesantes.

Ella alzó las cejas.

—¿Ah, sí?

Él frotó la nariz contra su barbilla.

—¿Estás celosa?

Juliet entrelazó los dedos detrás de su cuello.

—Yo estoy aquí y ellas no.

—Cuánta arrogancia. Creo que todavía tengo un número de teléfono en el bolsillo.

—Sácalo, Franconi, y te romperé la muñeca.

Él le sonrió.

—Entonces, creo que me limitaré a sacar la llave.

—Excelente idea —divertida, Juliet se apartó mientras él abría la puerta. Entró y de pronto se quedó boquiabierta.

La habitación estaba llena de rosas. Cientos de ellas, de todos los colores que hubiera podido imaginar, en cestas, jarrones y cuencos. La habitación olía como un jardín inglés una tarde de verano.

—Carlo, ¿de dónde has sacado todas estas flores?

—Las encargué.

Ella se detuvo y se inclinó para oler un capullo.

—¿Las encargaste? ¿Para ti?

Él sacó el capullo del jarrón y se lo dio.

—Para ti.

Abrumada, ella paseó la mirada por la habitación.

—¿Para mí?

—Siempre deberías tener flores —él le besó la muñeca—. Las rosas te sientan bien.

Una sola rosa o cientos de ellas. Para Carlo, no había término medio. Juliet sintió de nuevo una emoción insoportable.

—No sé qué decir.

—¿Te gustan?

—¿Que si me gustan? Sí, claro, me encantan, pero…

—Entonces no tienes que decir nada. Prometiste cenar conmigo —tomándola de la mano, la condujo hasta la mesa, que estaba ya preparada junto a la amplia ventana sin cortinas. Una botella de champán estaba puesta a enfriar en un cubo de plata. Las velas blancas esperaban que alguien las encendiera. Carlo levantó una tapa para mostrar unas colas de langosta delicadamente cocinadas. Era, pensó Juliet, el decorado más bello del mundo.

—¿Cómo has conseguido que todo estuviera preparado?

—Les dije a los del servicio de habitaciones que lo tuvieran todo listo a las diez — retiró la silla de Juliet—. Yo también sé organizar una agenda, amor mío —cuando Juliet se sentó, Carlo encendió las velas y bajó las luces para que reluciera la plata. A otro toque suyo, la música empezó a flotar hacia ella.

Juliet pasó la punta de un dedo por el fino fuste blanco de una vela y luego miró a Carlo. Él descorchó el champán y llenó dos copas.

Carlo haría especial su última noche, pensó Juliet. Era muy propio de él. Dulce, generoso, romántico. Cuando se separaran, los dos tendrían algo memorable que llevarse consigo. Sin lamentaciones, pensó Juliet de nuevo, Y le sonrió.

—Gracias.

—Por la felicidad, Juliet. La tuya y la mía.

Ella tocó la copa de Carlo con la suya y lo miró Centras bebía.

—¿Sabes?, algunas mujeres sospecharían que quieren seducirlas si las invitaran a cenar con champán y velas.

—Sí. ¿Tú lo sospechas?

Ella se echó a reír y bebió de nuevo.

—Cuento con ello.

Dios, cómo lo excitaba ella, con sólo verla reír, oírla hablar… Carlo se preguntaba si aquel deseo se mitigaría con el paso de los años. ¿Cómo sería, se preguntaba, despertarse cada mañana junto a la mujer amada? A veces, pensaba, se encontrarían al amanecer con mutuo deseo y soñolienta pasión. Otras, se quedarían tumbados el uno al lado del otro, envueltos en el calor de la noche. El siempre había considerado el matrimonio algo sagrado, casi misterioso. Ahora pensaba que podía ser una aventura… una aventura que sólo quería compartir con Juliet.

—Esto es maravilloso —Juliet dejó que la langosta se disolviera en su boca—. Me estás malacostumbrando.

Carlo le llenó la copa otra vez.

—¿Malacostumbrando? ¿Por qué?

—Este champán es mucho mejor que el Reisling que tomo de vez en cuando. Y la comida… —tomó otro pedazo de langosta y cerró los ojos—. En estas tres semanas, mi actitud hacia la comida ha cambiado radicalmente. Voy a acabar gorda y sin un penique, si quiero mantener mi adicción.

—Así que has aprendido a relajarte y a disfrutar. ¿Tan malo te parece?

—Si sigo relajándome y disfrutando, voy a tener que aprender a cocinar.

—Te dije que te enseñaría.

—Los linguini los hice bien —le recordó ella.

—Eso fue sólo una lección. Se tarda años en aprender a cocinar como es debido.

—Entonces, supongo que tendré que conformarme con las cajitas de comida precocinada.

—Eso sería un sacrilegio, cara, ahora que tienes educado el paladar —Carlo tocó sus dedos sobre la mesa—. Juliet, todavía quiero enseñarte.

Ella sintió que su pulso se aceleraba y, aunque intentó concentrarse, no logró apaciguarlo. Intentó sonreír.

—Tendrás que escribir otro libro de cocina. La próxima vez que vengas de gira, puedes enseñarme a hacer espaguetis —Juliet pensó que estaba parloteando. Y, cuando parloteaba, no podía pensar—. Si escribes un libro por año, creo que podré apañármelas. Podría dar la siguiente lección cuando vuelvas el año que viene. Para entonces, puede que tenga mi propia empresa y puedas contratarme. Después de tres bestsellers, deberías pensar en contratar a tu propia relaciones públicas.

—¿Mi propia relaciones públicas? —él le apretó los dedos un instante—. Puede que tengas razón —se metió la mano en el bolsillo y sacó un sobre—. Tengo algo para ti.

Juliet reconoció el membrete de la línea aérea y tomó el sobre frunciendo el ceño.

—¿Hay algún problema con tu vuelo de regreso? Pensaba que… —se calló al ver que su nombre figuraba en un billete de ida a Roma.

—Ven conmigo, Juliet —él aguardó hasta que ella lo miró —. Ven a casa conmigo.

Más tiempo, pensó ella, estrujando el billete. Él le estaba ofreciendo más tiempo. Y más dolor. Era hora de que ella aceptara que iba a sufrir. Esperó hasta que estuvo segura de que podía controlar su voz y sus palabras.

—No puedo, Carlo. Los dos sabíamos que la gira acabaría.

—La gira, sí. Pero no lo nuestro —él había creído que se sentiría seguro, confiado, incluso alegre. No había contado con la desesperación—. Quiero que vengas conmigo, Juliet.

Ella dejó cuidadosamente el billete a un lado y descubrió que le dolía apartar su mano de él.

—Es imposible.

—Nada es imposible. Nosotros nos pertenecemos el uno al otro.

Ella tenía que desactivar aquellas palabras de algún modo. Tenía que fingir que no le llegaban muy adentro y se hinchaban hasta el punto de que su corazón parecía a punto de estallar.

—Carlo, los dos tenemos obligaciones, y nos separan miles de kilómetros. El lunes, los dos habremos vuelto al trabajo.

—Eso puede cambiar —dijo él—. Si necesitas unos días para arreglar tus asuntos aquí, en Nueva York, esperaremos. Nos iremos a Roma la semana que viene, o la siguiente.

—¿Arreglar mis asuntos? —ella se levantó y descubrió que le Saqueaban las rodillas—. ¿Sabes lo que estás diciendo?

Él lo sabía, pero ignoraba qué había sido de las palabras que tenía preparadas. Le salían exigencias, cuando lo que quería era demostrarle el deseo y la emoción que sentía. Se tropezaba allí donde siempre había avanzado con paso firme.

—Estoy diciendo que quiero que vengas conmigo —se levantó y la agarró de los brazos. La luz de las velas danzó sobre sus rostros confusos—. Las agendas y los planes no significan nada, ¿es que no lo ves? Te quiero.

Ella se quedó rígida y fría, como si la hubiera abofeteado. Un centenar de impulsos, una multitud de deseos se agolparon en su interior, y con ellos la certeza de que Carlo les había dicho aquellas mismas palabras a tantas mujeres que ni siquiera podía recordarlas.

—No uses esas artimañas conmigo, Carlo —su voz no era firme, pero Carlo vio furia en sus ojos—. Me he quedado contigo hasta ahora porque nunca me has insultado con cosas como ésa.

—¿Insultarte? —asombrado y furioso, él la zarandeó—. ¿Por qué? ¿Por quererte?

—Por usar una frase que no significa nada para un hombre como tú.

Los dedos de Carlo se aflojaron. Bajó los brazos.

—Después de esto, después de lo que ha habido entre nosotros, ¿me reprochas mi pasado? Tú tampoco viniste a mí intacta, Juliet.

—Los dos sabemos que eso es distinto. Yo no he hecho carrera de mi éxito como amante — Juliet sabía que lo estaba insultando, pero sólo pensaba en defenderse—. Ya te dije lo que pensaba del amor, Carlo. No permitiré que destroce mi vida y me aparte de todas mis metas. Tú… me das un billete de avión y me dices que me vaya a Roma, y esperas que huya contigo por un capricho, abandonando mi trabajo y mi vida hasta que nos cansemos.

Los ojos de Carlo se helaron.

—Yo sé mucho de caprichos, Juliet, de dónde empiezan y de dónde terminan. Te estaba pidiendo que fueras mi esposa.

Asombrada, Juliet dio un paso atrás como si la hubiera golpeado. ¿Su esposa? Sintió que el pánico se agitaba en su garganta.

—No —susurró, aterrorizada. Corrió hacia la puerta y cruzó el pasillo sin mirar atrás.

Juliet tardó tres días en reunir fuerzas suficientes para volver a la oficina. No le había resultado difícil convencer a su jefe de que estaba enferma y necesitaba que alguien la sustituyera durante el último día de la gira de Carlo. En realidad, lo primero que le dijo su jefe cuando regresó al despacho días después fue que debería estar en la cama.

Ella sabía qué aspecto tenía: estaba pálida y ojerosa. Pero estaba decidida a cumplir lo que se había prometido. Recoger los pedazos y seguir adelante. Y no lo conseguiría encerrada en su apartamento, mirando fijamente las paredes.

—Deb, quiero que despejes la agenda para la gira de Lia Barrister en agosto.

—Tienes un aspecto horrible.

Juliet alzó la mirada de su mesa llena de papeles.

—Gracias.

—Si quieres que te dé un consejo, adelanta tus vacaciones y márchate de la ciudad. Necesitas que te dé un poco el sol, Juliet.

—Lo que necesito es una lista de hoteles en Albuquerque para la gira de Barrister.

Encogiéndose de hombros, Deb se dio por vencida.

—Enseguida te la traigo. Mientras tanto, échales un vistazo a estos artículos sobre Franconi que acaban de llegar —al levantar la mirada, notó que a Juliet se le había caído al suelo la cajita de clips—. Estás un poco torpe hoy, ¿no?

—Vamos a ver esos artículos.

—Hay uno que no sé muy bien cómo interpretar —Deb sacó una hoja de la carpeta y la miró con el ceño fruncido—. No es sobre uno de nuestros autores, en realidad, sino sobre un chef francés que acaba de empezar una gira.

—¿LaBare?

Deb alzó la mirada, impresionada.

—Sí. ¿Cómo lo sabes?

—Un mal presentimiento.

—Bueno, el nombre de Franconi salió a relucir en la entrevista porque el reportero había escrito un artículo sobre él. Ese tal LaBare hizo algunos comentarios sobre él un tanto… en fin, desagradables.

Juliet tomó el artículo y leyó lo que su ayudante había subrayado.

—«Comida para patanes hecha por un patán» —leyó en voz baja—. «Aceite, almidón y nada de sustancia…» —había más, pero Juliet se limitó a alzar una ceja. Esperaba que el plan de venganza de Summer estuviera funcionando a la perfección—. Será mejor que no hagamos ni caso —decidió, y tiró la hoja a la papelera—. Si se lo pasáramos a Carlo, sería capaz de retar a LaBare a un duelo.

—¿A cucharones y a diez pasos?

Juliet le lanzó una mirada fría.

—¿Qué más tienes?

—Podría haber un problemilla con el reportaje de Dallas —dijo, dándole a Juliet la carpeta—. A la periodista se le ha ido la mano y ha puesto diez recetas sacadas directamente del libro.

Juliet alzó la cabeza.

—¿Has dicho diez?

—Cuéntalas. Supongo que Franconi se pondrá furioso cuando las vea.

Juliet hojeó los artículos hasta que llegó a aquél. El texto era entusiasta y halagüeño, pero a la tímida señorita Tribly se le había ocurrido sugerir un menú completo, desde el antipasto al postre. Las recetas de Carlo aparecían citadas literalmente.

_¿En qué estaría pensando? —masculló Juliet—. Podría haber usado una o dos. Pero esto…

—¿Crees que Franconi pondrá el grito en el cielo?

—Creo que la señorita Tribly tiene suerte de estar a unos cuantos miles de kilómetros. Será mejor que me pongas con el departamento jurídico. Si Carlo quiere demandarla, conviene que estemos bien informados.

Tras pasarse casi dos horas al teléfono, Juliet volvió a sentirse casi normal. Si sentía un cierto vacío, se decía que era porque no había comido… ni desayunado. Si se perdía frases enteras cuando le hablaban, se decía que le costaba concentrarse en aquella jerigonza legal.

Podían interponer una demanda o apretarle las tuercas a la señorita Tribly, pero cualquiera de las dos cosas causaría un enorme revuelo, y ella tenía que visitar Dallas con otros dos autores ese mismo verano.

Habría que decírselo a Carlo, pensó mientras colgaba el teléfono. Era imposible, o al menos poco ético, tirar el artículo a la basura y fingir que no existía, como había hecho con el de LaBare. El problema era si debía pedir al departamento jurídico que se pusiera en contacto con él, dejar aquel asunto en manos del editor o tomar al toro por los cuernos y escribirle ella misma.

Escribirle no le haría ningún mal, se dijo mientras jugueteaba con su pluma. Había tomado una decisión, había dicho lo que pensaba y se había bajado del carrusel. Los dos eran adultos y competentes. Dictar una carta con el nombre de Carlo no podía causarle ningún dolor.

Pensar en su nombre le causaba dolor.

Maldiciendo, Juliet se levantó y se acercó a la ventana. Carlo no lo había dicho en serio. Juliet volvió a recordar su última noche juntos, como había hecho muchas veces durante los días anteriores.

Para él, no había sido más que una aventura. Él podía dejarse llevar por la situación sin sufrir las consecuencias. «Te quiero»… Qué frase tan sencilla. Calculada e insignificante. No lo había dicho en serio, como había que decirlo.

¿Matrimonio? Aquello era absurdo. Carlo llevaba toda su vida evitando casarse. Sabía lo que pensaba ella al respecto. Por eso lo había dicho, resolvió Juliet. Sabía que, con toda seguridad, ella se negaría. Ni siquiera podía pensar en casarse hasta que pasaran unos años. Tenía que pensar en su empresa. En sus metas, en sus obligaciones.

¿Por qué no podía olvidar el modo en que el la hacia reír, el modo en que la hacía arder de pasión? Los recuerdos, las sensaciones, no se iban desvaneciendo a medida que pasaban los días. De algún modo ganaban en intensidad, la perseguían constantemente. A veces, demasiado a menudo, recordaba la expresión de Carlo cuando tomaba su cara entre las manos.

Tocó el corazoncito de oro y diamantes que no había sido capaz de quitarse. Más tiempo, se dijo. Sólo necesitaba más tiempo. Tal vez hiciera que el departamento jurídico se pusiera en contacto con Carlo, después de todo.

—¿Juliet?

Juliet se apartó de la ventana y vio que su ayudante estaba en la puerta. —¿Sí?

—Te he llamado dos veces. —Lo siento.

—Ha llegado un paquete para ti. ¿Quieres que te lo traigan aquí?

Una extraña pregunta, pensó Juliet, y regresó a su mesa.

—Claro.

Deb abrió la puerta de par en par.

—Por aquí.

Un hombre de uniforme metió un carrito en el despacho. Confundida, Juliet se quedó mirando la caja de madera, casi tan grande como su mesa.

—¿Dónde se lo pongo, señorita?

—Eh… ahí. Ahí está bien.

El hombre descargó la caja con un movimiento hábil.

—Firme aquí —le tendió un portafolios mientras Juliet miraba fijamente la caja—. Que pase un buen día.

—Eh… sí, gracias —seguía mirando la caja cuando Deb volvió a entrar con una pequeña palanca.

—¿Qué has pedido?

—Nada.

—Vamos, ábrelo —impaciente, Deb, le dio la palanca—. Me muero de impaciencia.

—No sé qué puede ser —deslizando la palanca bajo la tapa, Juliet empezó a hacer fuerza—. A menos que mi madre me haya mandado la vajilla de mi abuela.

—Aquí cabría la vajilla de un regimiento.

—Seguramente será todo envoltorio —masculló Juliet. Cuando la tapa cedió, comenzó quitar las capas de corchos blancos.

—¿La vajilla de tu abuela tiene trompa?

—¿El qué?

—Trompa —incapaz de esperar, Deb se puso a quitar corcho blanco—. Cielo santo, Juliet, parece un elefante.

Juliet vio algo que brillaba y dejó de pensar.

—Ayúdame a sacarlo.

Entre las dos consiguieron sacar la pesada pieza de cerámica de la caja y ponerla sobre la mesa.

—Es la cosa más ridícula que he visto nunca —dijo Deb cuando recuperó el aliento—. Es feo, ostentoso y absurdo.

—Sí —murmuró Juliet—, lo sé.

—¿Qué clase de maníaco te mandaría un elefante?

—Sólo puede ser uno —dijo Juliet para sí misma, y pasó una mano suavemente por la trompa del elefante.

—Mi hijo de dos años podría montarse en él —comentó Deb, y de pronto vio la tarjeta, que había salido con el envoltorio—. Aquí tienes. Ahora sabrás a quién tienes que demandar.

Juliet se dijo que no debía mirar la tarjeta. Volvería a empaquetar el elefante y lo devolvería. Ninguna mujer sensata se dejaba conmover por una pieza de cerámica esmaltada de medio metro de alto y sin ninguna utilidad.

Juliet tomó la tarjeta y la abrió.

No te olvides.

Juliet rompió a reír. Cuando derramó las primeras lágrimas, Deb seguía a su lado, completamente atónita.

—Juliet… ¿estás bien?

—No —apretó la mejilla contra el elefante y siguió riendo—. Acabo de perder el juicio.

Cuando llegó a Roma, Juliet sabía que era demasiado tarde para entrar en razón. Llevaba una sola bolsa que había hecho a toda prisa. Si se le hubiera extraviado por el camino, no habría sido capaz de identificar su contenido. El pragmatismo lo había dejado en Nueva York. Lo que ocurriera a continuación decidiría si volvía a por él.

Le dio al taxista la dirección de Carlo y se recostó en el asiento para disfrutar de su primera travesía por Roma. Tal vez pudiera verlo todo antes de volver a casa. O quizá ya estuviera en casa. Habría que tomar decisiones, pero confiaba en no tener que hacerlo sola.

Vio las fuentes de las que Carlo le había hablado. Se alzaban y caían interminablemente, llenas de sueños. Llevada por un impulso, hizo parar al conductor y se acercó a una cuyo nombre ni siquiera conocía. Tiró una moneda y pidió un deseo. Vio cómo caía junto a miles de otros deseos. Algunos se harían realidad, se dijo. Eso le daba esperanzas.

Cuando el conductor se acercó a la acera y paró bruscamente, ella se hizo un lío con los billetes. El taxista se apiadó de ella y contó el dinero. Como Juliet era joven y estaba enamorada, sólo le cobró una moderada propina.

Juliet corrió a la puerta y llamó. Las cosas que quería decir, que había ensayado, se agolpaban en su cabeza de tal modo que no sabía cuál de ellas saldría primero. Pero, cuando la puerta se abrió, estaba preparada.

La mujer era bonita, morena, joven y curvilínea. Juliet sintió que su ímpetu se desvanecía mientras la miraba. Tan pronto, pensó. Carlo ya había metido a otra mujer en su casa. Por un instante, pensó en darse la vuelta y echar a correr tan rápido como pudiera. Pero luego cuadró los hombros y miró fijamente a la otra mujer.

—He venido a ver a Carlo.

La otra vaciló sólo un momento y luego esbozó una bella sonrisa.

—Es usted inglesa.

Juliet inclinó la cabeza. No había llegado tan lejos, arriesgado tanto, para huir con el rabo entre las piernas.

—Estadounidense.

—Pase. Soy Angelina Tuchina.

—Juliet Trent.

La mujer le estrechó la mano.

—Ah, sí, Carlo me ha hablando de usted.

Juliet estuvo a punto de echarse a reír.

—Muy propio de él.

—Pero no dijo que fuera a venir. Venga por aquí. Estábamos tomando el té. Lo echaba de menos cuando estaba en América, ¿sabe?, así que hoy le he pedido que no fuera al restaurante para que nos pusiéramos al día.

A Juliet la asombraba que aquella situación le hiciera gracia. Pensó un instante que Angelina, como muchas otras, iba a sufrir una desilusión. La única mujer que iba a ponerse al día con Carlo a partir de ese momento, era ella.

Cuando entró en el salón, su regocijo se convirtió en sorpresa. Carlo estaba sentado en un sillón de respaldo alto, forrado de raso, manteniendo una encendida conversación con otra mujer. Ésta estaba sentada en su regazo y no tenía más de cinco años. —Carlo, tienes visita.

Él alzó la mirada y su sonrisa se desvaneció. Al igual que sus pensamientos. — Juliet…

—Traiga, deme eso —Angelina le quitó la bolsa a Juliet y le lanzó a Carlo una mirada inquisitiva. Nunca lo había visto con aquella expresión de pasmo—. Rosa, ven a decirle buenos días a la señorita Trent. Rosa es mi hija. Rosa se bajó de las rodillas de Carlo y se acercó a Juliet, mirándola fijamente.

—Buenos días, señorita Trent —complacida con su inglés, la niña se volvió hacia su madre y se puso a hablar en italiano.

Riendo, Angelina la tomó en brazos. —Dice que tiene los ojos verdes, como la princesa del cuento que le estaba contando Carlo. Carlo, ¿no vas a pedirle a la señorita Trent que se siente? —con un suspiro, Angelina señaló una silla—. Por favor, póngase cómoda. Debe perdonar a mi hermano, señorita Trent. A veces se pierde en las historias que le cuenta a Rosa.

¿Su hermano? Juliet miró a Angelina y vio los ojos oscuros y cálidos de Carlo. De pronto se sintió como una tonta.

—Tenemos que irnos —Angelina se acercó y le dio un beso a su hermano en la mejilla. Mientras lo hacía, pensó en pasarse por la tienda de su madre para hablarle de la americana que había dejado a Carlo sin habla—. Espero que nos veamos otra vez mientras esté en Roma, señorita Trent.

—Gracias —Juliet le dio la mano y sonrió—. Estoy segura de que así será.

—No hace falta que nos acompañes, Carlo. Ciao.

Él seguía callado cuando Juliet comenzó a pasearse por la habitación, deteniéndose aquí y allá para admirar alguna pieza de la colección de Carlo. Allí había opulentas muestras de artesanía de todas las culturas. Aquello debería haberle dado a la estancia un aire abrumador y museístico, pero en cambio producía una sensación alegre y acogedora, y tal vez un poco frívola, como él.

—Me dijiste que me gustaría tu casa —dijo ella al fin—. Y me gusta.

El consiguió levantarse, pero no se acercó a ella. Había dejado una parte de sí en Nueva York, pero todavía tenía su orgullo.

—Dijiste que no vendrías.

Ella se encogió de hombros y decidió que era preferible no arrojarse a sus pies, como había pensado.

—Ya conoces a las mujeres, Franconi. Cambian de idea. Y también me conoces a mí —se dio la vuelta y logró mirarlo cara a cara—. Me gusta hacer bien mi trabajo.

—¿Tu trabajo?

Juliet metió la mano en su bolso y sacó el artículo de Dallas.

—Deberías echarle un vistazo a esto.

Al ver que ella no avanzaba, Carlo se acercó y le quitó el artículo. Su olor estaba allí, como siempre. Le recordaba muchas cosas, y con demasiada celeridad. Su voz sonó crispada y fría cuando la miró.

—¿Has venido a Roma para traerme un trozo de papel?

—Será mejor que le eches un vistazo antes de que hablemos.

Él se quedó mirándola un momento antes de fijar su mirada en el papel.

—Otro artículo —comenzó a decir, y de pronto se detuvo—. ¿Qué es esto?

Ella sintió que sus labios se curvaban al notar su cambio de tono.

—Lo que imaginaba que querrías ver.

A Juliet le pareció entender los improperios que Carlo le dedicaba en italiano a la señorita Tribly. Él dijo algo acerca de un cuchillo en la espalda, hizo una bola con el papel y lo tiró a la chimenea limpia que había al otro lado de la habitación. Juliet notó de pasada que su puntería era perfecta.

—¿Qué pretende hacer esa mujer? —preguntó ella.

—Su trabajo. Con excesivo entusiasmo, quizá.

—¿Su trabajo? ¿Su trabajo consiste en citar literalmente todas mis recetas? ¡Y mal, encima! —enfurecido, Carlo comenzó a dar vueltas alrededor de la habitación—. Ha puesto demasiado orégano en mi carpaccio.

—Me temo que no me he fijado —murmuró Juliet—. En cualquier caso, tienes derecho a una retribución.

—¿Una retribución? —gritó él, trazando un círculo con las manos—. Iré a Dallas y le retorceré el pescuezo. ¡Ésa será mi retribución!

—Puedes hacer eso, por supuesto —Juliet apretó los labios para contener la risa. ¿De verdad había pensado alguna vez que podía vivir sin él?—. O puedes demandarla. Le he dado muchas vueltas, y creo que lo mejor será mandar una carta de repulsa escrita con toda firmeza.

—¿Repulsa? —replicó él—. ¿En vuestro país os limitáis a expresar vuestra repulsa por un asesinato? ¡Esa mujer le ha puesto demasiado orégano a mi carpaccio!

Juliet carraspeó y consiguió controlarse.

—Te entiendo, Carlo, pero creo que no lo ha hecho con mala intención. Si recuerdas la entrevista, estaba muy nerviosa e insegura. Me parece que la dejaste abrumada.

Él masculló una maldición y se metió las manos en los bolsillos.

—Le escribiré yo mismo.

—Puede que sea lo mejor… si dejas que el departamento jurídico le eche un vistazo antes a la carta.

Él frunció el ceño y la miró cuidadosamente de la cabeza a los pies. No había cambiado. De algún modo, ello lo consolaba y lo angustiaba al mismo tiempo.

—¿Has venido a Roma a hablarme de demandas?

Ella tomó su vida en las manos.

—He venido a Roma —dijo con sencillez.

Carlo no estaba seguro de poder acercarse un poco más sin sentir la necesidad de tocarla. El dolor no se había disipado. Estaba seguro de que nunca se disiparía.

—¿Por qué?

—Porque no he olvidado —Juliet se acercó a él—. Porque no podía olvidar, Carlo. Me pediste que viniera y tuve miedo. Me dijiste que me querías y no te creí.

Él cerró los puños para intentar controlar el temblor de sus dedos.

—¿Y ahora?

—Ahora sigo teniendo miedo. En cuanto me quedé sola, en cuanto supe que te habías ido, tuve que dejar de fingir. Pero, hasta cuando admití que estaba enamorada de ti, pensé que podía superarlo. Que tenía que superarlo.

—Juliet… —Carlo le tendió los brazos, pero ella retrocedió rápidamente.

—Creo que será mejor que esperes a que acabe. Por favor —añadió al ver que él seguía acercándose.

—Entonces, acaba rápido. Necesito abrazarte.

—Oh, Carlo —ella cerró los ojos e intentó refrenarse—. Quiero creer que puedo vivir contigo sin abandonar lo que soy, lo que necesito ser. Pero, verás, te quiero tanto que me temo que sería capaz de dejarlo todo en cuanto tú me lo pidieras.

—¡Dio, qué mujer! —Juliet permaneció en silencio, sin saber si aquello era un cumplido o un insulto, mientras Carlo daba una vuelta alrededor de la habitación—. ¿Es que no entiendes que te quiero demasiado como para pedirte eso? Si no fueras quien eres, no estaría enamorado de ti. Si amo a Juliet Trent, ¿por qué iba a querer cambiarla por otra Juliet Trent?

—No sé, Carlo. Yo sólo…

—Fui muy torpe —ella alzó las manos y Carlo se las agarró para tranquilizarla—. La noche que te pedí que te casaras conmigo, fui muy torpe. Había cosas que quería decirte, y sabía cómo decirlas, pero era todo tan importante… Lo que con otras mujeres me parece fácil se me hace imposible con la única mujer que me importa.

—Yo no pensé que…

—No —Carlo se llevó sus manos a los labios—. He pensado mucho en lo que te dije. Pensaste que te estaba pidiendo que abandonaras tu trabajo, tu casa, y vinieras a Roma a vivir conmigo. Te estaba pidiendo menos, y mucho más. Debería haber dicho que… Juliet, te has convertido en mi vida y sin ti sólo soy la mitad de lo que era. Compártela conmigo.

—Quiero hacerlo, Carlo —ella sacudió la cabeza y se lanzó a sus brazos—. Quiero hacerlo. Puedo empezar de nuevo, aprender italiano. Debe de haber alguna editorial en Roma que necesite una estadounidense.

Él la agarró por los hombros, la apartó y la miró fijamente.

—¿Qué quieres decir con empezar de nuevo? Vas a fundar tu propia empresa. Me lo dijiste.

—Eso no importa. Puedo…

—No —él la agarró con más firmeza—. Importa, y mucho, para los dos. Sé que algún día tendrás tu propia empresa en Nueva York. ¿Quién sabe mejor que yo el éxito que tendrás?

—Pero tu restaurante está aquí…

—Sí. He pensado que tal vez te interese abrir una filial de tu empresa de relaciones públicas aquí, en Roma. Aprender italiano es una idea excelente. Yo mismo te enseñaré. ¿Qué mejor profesor?

—No te entiendo, Carlo. ¿Cómo vamos a compartir nuestras vidas si yo estoy en Nueva York y tú en Roma?

El la besó porque hacía demasiado tiempo que no la besaba. La atrajo hacia sí porque Juliet estaba dispuesta a darle algo que él nunca le había pedido.

—Aquella noche no llegué a contarte mis planes. He estado considerando la posibilidad de abrir otro restaurante. El Franconi’s es el mejor de Roma, por supuesto. Sin punto de comparación.

Juliet buscó de nuevo su boca, olvidándose de los planes.

—Por supuesto.

—Así que, un Franconi’s en Nueva York será el doble de bueno.

—¿En Nueva York? —ella alzó la cabeza para mirarlo—. ¿Estás pensando en abrir un restaurante en Nueva York?

—Mis abogados ya están buscando local. Verás, Juliet, no habrías podido escaparte de mí por mucho tiempo.

—Ibas a volver.

—Cuando se me pasaran las ganas de matarte. Tenemos nuestras raíces en dos países. Y nuestros negocios también. Así que viviremos en dos países.

Las cosas eran tan sencillas… Juliet había olvidado lo generoso que era Carlo. De pronto recordó todo lo que habían compartido y pensó en lo que aún les quedaba por compartir. Parpadeó, intentando contener las lágrimas.

—Debí confiar en ti.

—Y en ti misma, Juliet —Carlo tomó su cara entre las manos, deslizando los dedos entre su pelo—. Dio, cuánto te echaba de menos. Quiero que lleves mi anillo en el dedo, y llevar el tuyo.

—¿Cuánto se tarda en conseguir una licencia matrimonial en Roma?

Sonriendo, él la hizo girar en sus brazos.

—Tengo contactos. A fines de esta semana estarás… ¿cómo se dice?… atada a mí.

—Y tú a mí. Llévame a la cama, Carlo —Juliet se apretó contra él, comprendiendo que tenía que acercarse aún más—. Quiero que me enseñes otra vez cómo será el resto de nuestras vidas.

—He pensado mucho en ti, aquí, conmigo —Carlo le besó la sien mientras recordaba los reproches que ella le había lanzado aquella última noche—. Juliet… —Preocupado, se apartó, tocando sólo sus manos—. Tú sabes cómo soy, cómo he vivido. No puedo borrar todo eso, ni lo haría si pudiera. Ha habido otras mujeres en mi cama.

—Carlo… —ella le apretó las manos—. Puede que en cierta ocasión dijera algunas tonterías, pero no soy tonta. No quiero ser la primera mujer en tu cama. Quiero ser la última. La única.

—Juliet, mi amore, desde momento sólo tendré ojos para ti.

Ella apoyó la mano en su mejilla.

—¿Lo oyes?

—¿El qué?

—El carrusel —sonriendo, Juliet extendió las manos—. Nunca se detiene.

Fin