Capítulo XI

Al día siguiente, a las nueve, no les quedaba absolutamente nada que hacer. La demostración por control remoto de Carlo sobre el modo adecuado de preparar unos linguini había superado todas las expectativas de Juliet, que se había quedado pegada al televisor, escuchando la voz de Carlo junto a ella y a través de los altavoces. Cuando su jefe la llamó personalmente para felicitarla, Juliet comprendió que había triunfado. Relajada y satisfecha, se tumbó en la cama.

—Maravilloso —flexionó los brazos, cruzó los tobillos y sonrió—. Absolutamente maravilloso.

—¿Es que lo dudabas?

Todavía sonriendo, Juliet le lanzó una mirada a Carlo, que se estaba comiendo las sobras del almuerzo que habían pedido.

—Digamos que me alegro de que haya pasado.

—Te preocupas demasiado, mi amore —pero hacía tres días que no la veía hurgar en su bolso en busca del frasco de pastillas. Le causaba una profunda satisfacción saber que podía hacer que Juliet se relajara hasta el punto de no necesitar las pastillas—. Tratándose de mis linguini, el éxito está garantizado.

—Después de esto, jamás lo pondré en duda. Ahora tenemos cinco horas hasta que llegue el momento de tomar el avión. Cinco horas enteras sin nada que hacer.

Él se sentó al borde de la cama y pasó los dedos por su empeine. Juliet estaba tan hermosa cuando sonreía, cuando dejaba descansar a su mente…

—Menudo aliciente —murmuró él.

—Es como estar de vacaciones —suspirando, Juliet disfrutó de aquel leve cosquilleo de placer.

—¿Qué quieres que hagamos con nuestras cinco horas de vacaciones?

Ella lo miró alzando una ceja.

—¿De verdad quieres que te lo diga?

Él le besó lentamente los dos pies.

—Claro. Éste es tu día —rozó con los labios su tobillo—. Estoy a tu servicio.

Ella se incorporó de repente, le echó los brazos al cuello y lo besó con ímpetu.

—Vámonos de compras.

Quince minutos después, Juliet paseaba con Carlo por la primera torre de un inmenso centro comercial contiguo al hotel. La gente se arremolinaba alrededor de los planos del complejo, pero Juliet prefirió no mirarlos. Nada de mapas, ni de horarios, ni de rutas. Ese día, no importaba adonde fueran.

Allí, Carlo descubrió la mayor debilidad de Juliet. El camino hacia su corazón no era la comida, ni estaba pavimentado con pieles y diamantes. Los escaparates de las joyerías apenas atraían su atención. Los trajes de noche’e merecían sólo un vistazo, mientras que la ropa deportiva sólo despertaba en ella un tibio interés. Pero los zapatos eran otra historia. En el espacio de una hora, Juliet estudió, acarició y criticó al menos cincuenta pares. Encontró unos de piel de serpiente con el treinta por ciento de descuento y se los compró para añadirlos a su ya copiosa colección. Luego, escogiendo cuidadosamente, redujo su selección a tres pares de zapatos de tacón, todos ellos italianos.

—Demuestras un gusto excelente — con la paciencia de un hombre acostumbrado a aquel tipo de expediciones, Carlo permanecía reclinado en una silla, observándola vacilar entre un par y otro. Tomó con indolencia uno de los zapatos y miró la firma del interior—. Este diseñador hace zapatos muy elegantes. Y le encanta mi lasaña.

Juliet osciló sobre los finos tacones, boquiabierta.

—¿Lo conoces?

—Claro. Come una vez a la semana en mi restaurante.

—Es mi héroe —ella se echó a reír cuando Carlo la miró alzando una ceja—. Sé que puedo llevar sus zapatos ocho horas seguidas sin necesitar una operación de urgencia. Voy a llevarme los tres —dijo impulsivamente, y luego se sentó para cambiar los tazones por sus zapatillas de deporte recién compradas.

—Estoy sorprendido —comentó él—. ¿Para qué quieres tantos zapatos si sólo tienes dos pies? Ésta no es la práctica Juliet que yo conozco.

—Tengo derecho a algún vicio —Juliet cerró el velero de las zapatillas—. Además, siempre he sabido que los italianos hacen los mejores zapatos —se inclinó un poco más y lo besó en la mejilla—. Y ahora sé que también hacen la mejor… pasta —sin parpadear siquiera, pagó los zapatos y se guardó la factura.

Balanceando la bolsa entre los dos, caminaron de torre en torre. Un grupo de mujeres que pasó a su lado se ganó la admiración de Carlo. «Mira que irse de compras a la hora de la comida», pensó, echando un vistazo hacia atrás. La mano de obra estadounidense era admirable.

—Si sigues así, vas a partirte el cuello —comentó Juliet jovialmente. No podía evitar que le hiciera gracia lo mucho que le gustaban a Carlo las mujeres. El se limitó a sonreír.

—Es sólo cuestión de saber hasta dónde puedes llegar.

Juliet disfrutó del placer de sentir sus dedos entrelazados con los de él.

—Yo jamás le llevaría la contraria a un experto.

Carlo se detuvo de pronto y fijó su atención en una gargantilla de amatistas y diamantes.

—Es preciosa —dijo—. A mi hermana Teresa siempre le ha gustado el color púrpura.

Juliet se acercó un poco más al cristal. Las pequeñas y delicadas piedras preciosas refulgían, ardientes y frías.

—¿Y a quién no? Es fabulosa.

—Teresa va a dar a luz dentro de un par de semanas —murmuró él, y le hizo una seña con la cabeza al dependiente—. Quiero ver esta gargantilla.

—Una pieza magnífica, ¿no les parece? —tras sacarla de la vitrina, el dependiente la colocó cuidadosamente en la mano de Carlo—. Los diamantes son todos de calidad superior, naturalmente, y de uno coma tres quilates. Las amatistas…

—Me la llevo.

Interrumpido en mitad de su discurso, el dependiente parpadeó.

—Si, señor, una elección excelente —intentando disimular su sorpresa, tomó la tarjeta de crédito de Carlo junto con la gargantilla y se desplazó al otro extremo del mostrador.

—Carlo —Juliet se acercó un poco más y bajó la voz—, ni siquiera has preguntado el precio.

Él se limitó a darle una palmadita en la mano mientras observaba el resto del contenido de la vitrina.

—Mi hermana está a punto de hacerme tío otra vez —dijo con sencillez—. Esa gargantilla le sentará bien. Pero creo —comenzó a decir— que tu piedra es la esmeralda.

Ella bajó la mirada hacia un par de pendientes con gemas del color oscuro y húmedo de la hierba estival Logró controlar el deseo momentáneo y puramente femenino que sintió de pronto. Sacudió la cabeza y se echó a reír.

—Creo que me conformo con mimar mis pies.

Cuando Carlo tuvo su regalo envuelto y su factura en la mano, volvieron a salir.

—Me encanta ir de compras —confesó Juliet—. A veces, me paso el sábado entero mirando tiendas. Es una de las cosas que más me gustan de Nueva York.

—Entonces, te encantaría Roma —de pronto, Carlo descubrió que le apetecía verla allí. Junto a las fuentes, riendo, paseando por los mercados y las iglesias, bailando en los clubes que olían a vino y a humedad. Quería tenerla allí, con él. Volver solo era como volver a la nada. Se llevó su mano a los labios y la sostuvo allí hasta que ella se detuvo, extrañada.

—¿Carlo? —la gente pasaba a su lado apresuradamente. Al ver que la mirada de Carlo se hacía más intensa, Juliet tragó saliva y repitió su nombre. Aquélla no era la admiración pasajera que Carlo solía dedicarle a otras mujeres, sino algo más profundo y peligroso. Cuando un hombre miraba así a una mujer, a esa mujer le convenía salir huyendo. Pero Juliet no sabía si debía huir de él o hacia él.

El se sacudió aquel estado de ánimo, comprendiendo que debía actuar con cautela por el bien de ambos.

—Si vinieras —dijo con ligereza—, te presentaría a tu héroe. Un poco de mi lasaña y te dejaría los zapatos a precio de costo.

Aliviada, ella le dio el brazo de nuevo.

—Me dan ganas de ponerme a ahorrar inmediatamente para comprar el billete. ¡Oh, Carlo, mira esto. — Juliet se detuvo delante de un escaparate y señaló con el dedo. En medio de la abigarrada exposición había un elefante indio de medio metro de alto fabricado en cerámica esmaltada. Tenía la cabeza majestuosamente erguida y su trompa se elevaba hasta muy alto. Juliet se enamoró al instante—. Es maravilloso, tan innecesariamente adornado y tan inútil…

Carlo se lo imaginó en su salón, con el resto de piezas que había reunido a lo largo de los años. Pero nunca hubiera imaginado que los gustos de Juliet fueran por los mismos derroteros.

—Me sorprendes otra vez.

Un poco azorada, ella se encogió de hombros.

—Oh, sé que en realidad es horroroso, pero me encantan las cosas que no pertenecen a ningún lugar concreto.

—Entonces tienes que venir a Roma a ver mi casa —él se echó a reír al ver su mirada de asombro—. La última pieza que compré fue un búho así de alto —alzó una mano—. Tiene atrapado a un pobre roedor entre las garras.

—Qué espanto —ella lo besó, profiriendo algo parecido a una risita—. Seguro que me encantaría.

—Puede que sí —murmuró él—. En todo caso, creo que ese elefante tendrá un buen hogar.

—¿Vas a comprarlo? —entusiasmada, Juliet batió palmas mientras entraban. En la tienda olía a sándalo y se oía el tintineo de los móviles que agitaba un ventilador. Juliet dejó a Carlo hablando con la dependienta sobre el envío del elefante y se puso a curiosear, jugueteando con las largas hileras de campanillas y mirando los leones de alabastro y los caprichosos servicios de té.

Aquél, pensó, era el día más tranquilo y relajado que pasaba desde hacía semanas, tal vez incluso desde hacía mas tiempo. Lo recordaría, se prometió, cuando estuviera sola de nuevo y su vida se redujera a una agenda.

Al darse la vuelta, vio que la dependienta se estaba riendo de algo que había dicho Carlo. Nunca había imaginado que pudiera haber hombres como él: seguros y viriles y, sin embargo, sensibles a las necesidades y los estados de ánimo de las mujeres. Carlo era arrogante, sin duda alguna, pero también generoso. Apasionado, pero gentil. Vanidoso, pero inteligente.

Si ella hubiera podido crear un hombre del que pudiera enamorarse, habría… Oh, no, se dijo con algo parecido a la desesperación. No sería Carlo Franconi. No podía ser. Él no era hombre para una sola mujer, y ella no era mujer para ningún hombre. Los dos necesitaban ser libres. Olvidarlo sería como olvidar los planes que había hecho y por los que llevaba luchando diez años. Le convenía recordar que Carlo era simplemente una vuelta en el carrusel, y que la música no duraría mucho tiempo.

Respiró hondo y procuró asimilar su propio consejo. Le costó más de lo que esperaba. Sonrió con decisión y caminó hacia Carlo.

—¿Has acabado?

—Nuestro amigo estará pronto en casa.

—Entonces, habrá que desearle buen viaje. Será mejor que nosotros también empecemos a pensar en el aeropuerto.

Salieron de la tienda agarrados del hombro.

—Supongo que repasaremos la agenda de Filadelfia en el avión.

—Va a ser todo un éxito —dijo ella—. Aunque tal vez te convenga probar mi levadura de cerveza antes de que acabemos.

—No puedo creerlo —a las ocho, Juliet se dejó caer en una silla de la sala de espera del aeropuerto. Tras ella, la cinta que transportaba el equipaje se había detenido—. Han enviado nuestro equipaje a Atlanta.

—No es tan difícil de creer —contestó Carlo, que había perdido tantas veces el equipaje que ya ni podía contarlas Le dio a su maletín de cuero una palmada. Sus espátulas estaban a salvo—. Bueno, ¿cuándo recibiremos nuestra ropa interior?

—Tal vez mañana, a las diez —disgustada, Juliet miró los vaqueros y la camiseta que había llevado en el avión. Llevaba sus cosas de aseo y unas cuentas prendas de vestir en el bolso que colgaba de su hombro, pero nada parecido a un traje formal. Aunque eso era lo de menos, pensó. A fin de cuentas, ella iba a quedarse entre bastidores. Entonces echó un vistazo a Carlo.

El llevaba una sudadera de manga corta en la que ponía Sorbonne, unos vaqueros desgastados y unas zapatillas de deporte viejas. ¿Cómo demonios, se preguntó Juliet, iba a aparecer en antena a las ocho de la mañana vestido así?

—Carlo, tenemos que conseguirte algo de ropa.

—Tengo ropa —le recordó él—, en mis maletas.

—Mañana a las ocho sales en Hola, Filadelfia. De allí vamos directamente a desayunar con unos periodistas del Herald y del Inquirer. A las diez, cuando tal vez lleguen nuestras maletas, tienes que estar en A media mañana. Después…

—Ya hemos repasado la agenda, mi amor. ¿Qué tiene de malo esta ropa?

—No te hagas el gracioso, Carlo. Ahora mismo nos vamos a buscar unos grandes almacenes.

—¿Unos grandes almacenes? —Carlo dejó que Juliet lo sacara a empujones de la terminal—. Yo no me pongo ropa de un gran almacén.

—Pues ahora te la vas a poner. No es momento de remilgos. A ver, ¿qué hay en Filadelfia? —masculló ella Centras llamaba a un taxi—. Los almacenes Wannamaker’s —abriéndole la puerta, miró su reloj—. Puede que lleguemos a tiempo.

Llegaron media hora antes de que cerraran. A pesar de que no paraba de refunfuñar, Carlo dejó que Juliet lo llevara a rastras por el antiguo y respetable establecimiento de Filadelfia. Sabiendo que el tiempo apremiaba, Juliet se puso a mirar un expositor de pantalones.

—¿Cuál es tu talla?

—La treinta y uno, la treinta y tres… —le dijo él, alzando una ceja—. ¿Puedo elegir mi propia ropa?

—Pruébate éstos —Juliet sacó un par de pantalones de pinzas de color marrón grisáceo.

—Prefiero el beige —comenzó a decir él.

—Éste da mejor en cámara. Ahora, camisas —dejándolo con la percha en la mano, pasó al siguiente expositor—. ¿Talla?

—¿Y yo qué sé de tallas americanas? —gruñó él.

—Creo que ésta te servirá —Juliet eligió una elegante camisa de seda de tono salmón y Carlo tuvo que reconocer que a él también le habría llamado la atención—. Ve a probarte todo esto mientras yo miro las chaquetas.

—Esto es como ir de compras con mi madre —masculló él mientras se dirigía al probador.

Juliet encontró un cinturón fino y suave, con una hebilla discreta y bonita a la que sabía que Carlo no le pondría pegas. Tras descartar una docena de chaquetas, se topó con una de hilo suelta e informal, en un tono entre crema y marrón.

Cuando Carlo salió del probador, Juliet le tiró la chaqueta y el cinturón y se retiró para mirarlo.

—Te queda bien —dijo mientras él se ponía la chaqueta—. Sí, te queda muy bien. El color de la camisa impide que el resto parezca demasiado apagado, y la chaqueta es informal, pero no demasiado.

—El día que Franconi se ponga ropa de supermercado…

—Sólo Franconi puede llevar ropa de supermercado y hacer que parezca de diseño.

Él se quedó parado y se encontró con la expresión alborozada de los ojos de Juliet.

—Eres una aduladora.

—A estas alturas, soy capaz de cualquier cosa —dándole la vuelta, lo empujó hacia el probador—. Quítate todo eso Franconi. Voy a traerte unos calzoncillos.

Él le lanzó una mirada fría y muy poco paciente.

—Todo tiene un límite, Juliet.

—Tú no te preocupes por nada —dijo ella alegremente—. La editorial corre con los gastos. Date prisa. Tenemos el tiempo justo para comprar los zapatos.

Juliet firmó el último ticket cinco minutos después de que el sistema de megafonía anunciara el cierre del establecimiento.

—Ya está todo —Juliet se apoderó de las bolsas—. Ahora, si podemos tomar un taxi hasta el hotel, todo arreglado.

—Que conste que voy a ponerme esos zapatos americanos contra mi voluntad.

—No te lo reprocho —dijo ella sinceramente—. Medidas de emergencia, caro.

Aquella palabra de cariño conmovió a Carlo. Juliet nunca bajaba la guardia lo suficiente como para usar apelativos cariñosos. Carlo decidió ser generoso y perdonarla por hacer restallar el látigo.

—Mi madre te admiraría.

—¿Ah, sí? —Juliet permanecía de pie en la acera, distraída, con una mano levantada para llamar a un taxi—. ¿Por qué?

—Ella es la única que ha conseguido llevarme a una tienda a comprarme ropa. Pero de eso hace ya veinte años.

—Las relaciones públicas somos como madres —le dijo ella—. No nos queda más remedio.

El se acercó un poco más y tomó el lóbulo de su oreja entre los dientes.

—Yo te prefiero como amante.

Un taxi paró junto a la acera, haciendo rechinar los neumáticos. Juliet se preguntó si era eso lo que la había dejado sin aliento. Intentando calmarse, metió a Carlo y las bolsas dentro del coche.

—Durante los próximos días, seré ambas cosas. Eran casi las diez cuando llegaron al Cocharan House. Carlo se mordió la lengua y no dijo nada sobre las habitaciones separadas, pero decidió que Juliet no pasaría ni un solo instante en la suya. Les quedaban sólo tres días, la mayor parte de los cuales pasarían trabajando. No malgastarían ni un solo instante de asueto.

Carlo no dijo nada cuando entraron en el ascensor delante del botones. Mientras subían, se puso a canturrear para sí mismo en tanto Juliet parloteaba despreocupadamente con el botones. Al llegar a la puerta de su suite, él la agarró del brazo.

—Deje aquí todas las maletas, por favor —le indicó al botones—. La señorita Trent y yo tenemos que ocuparnos de un asunto urgente —antes de que ella pudiera decir una palabra, Carlo sacó varios billetes y le dio la propia al botones. Ella guardó silencio hasta que se hallaron solos de nuevo.

—¿Qué crees que estás haciendo, Carlo? Ya te he dicho que…

—Que querías tener tu propia habitación. Y la tienes —puntualizó él—. Dos puertas más allá. Pero vas a quedarte aquí, conmigo. Ahora, vamos a pedir una botella de vino y a relajarnos —agarró las bolsas que ella todavía llevaba en las manos y las tiró sobre un largo y bajo sofá—. ¿Prefieres algo ligero?

—Prefiero que no me den ordenes.

—Yo también —Carlo miró su ropa nueva, sonriendo—. Medidas de emergencia.

—Carlo, si intentaras comprender… —se interrumpió al oír que llamaban a la puerta. Sólo masculló un poco cuando Carlo fue a abrir.

—¡Summer! —Juliet notó su tono de alegría y, al volverse, vio a Carlo abrazado a una rubia preciosa. —Pensaba que llegabas una hora antes.

—¡Carlo!

La rubia tenía una voz exótica, con un leve acento francés y un sutil toque británico. Cuando se apartó de Carlo, Juliet advirtió de un solo vistazo que era elegante, refinada y bellísima. Vio que Carlo tomaba su exquisito rostro entre las manos, como a menudo hacía con el suyo, y que le daba a aquella mujer un beso largo y apasionado.

—Ah, mi pequeño pastelito de nata, estás tan guapa como siempre.

—Y tú, Franconi, estás tan… —Summer se interrumpió al ver a Juliet parada en medio de la habitación. Sonrió amablemente, pero no intentó disimular su mirada escrutadora—. Hola, tú debes de ser la relaciones públicas de Carlo.

—Juliet Trent —por extraño que pareciera, Carlo se sentía tan nervioso como un muchacho que le presentara a su madre su primera novia—. Ésta es Summer Cocharan, la mejor pastelera a ambos lados del Atlántico.

Summer extendió una mano mientras cruzaba la habitación.

—Me adula porque quiere que le prepare un éclair.

—Una docena de ellos —dijo Carlo—. ¿A que es guapa, Summer?

Mientras Juliet buscaba algo que decir, Summer sonrió e nuevo. Había notado algo extraño en la voz de Carlo.

—Si, muy guapa. ¿A que es horrible trabajar con él, Juliet?

Juliet sintió que la risa brotaba con facilidad.

—Sí, mucho.

—Pero nunca aburrido —ladeando la cabeza, Summer le lanzó a Carlo una mirada rápida e íntima. Sí, allí había algo que nada tenía que ver con el trabajo. Ya era hora—. Por cierto, Carlo, debería darte las gracias por mandarme al joven Steven.

Interesado, Carlo dejó su maletín de cuero. —Entonces, ¿trabaja bien?

—Maravillosamente.

—El muchacho que quería ser chef… —murmuró Juliet, y se sintió de pronto terriblemente conmovida. Carlo no lo había olvidado.

—Sí, ¿lo conoces? Es muy trabajador —continuó Summer cuando Juliet asintió—. Creo que tu idea de mandarlo a París para que estudie dará fruto. Va a ser un cocinero excelente.

—Bien —satisfecho, Carlo le dio una palmadita en la mano—. Hablaré con su madre y haré los preparativos. Juliet lo miró arrugando la frente.

—¿Vas a mandarlo a París?

—Es el único sitio donde se puede estudiar cocina como es debido —Carlo se encogió de hombros como si aquello no tuviera importancia—. Luego, cuando se haya formado, se lo quitaré a Summer y me lo llevaré a mi restaurante.

—Puede que sí —Summer sonrió—. O puede que no. Carlo iba a pagarle los estudios a un chico al que había visto sólo una vez, pensó Juliet, atónita. ¿Qué clase de hombre era capaz de pasarse veinte minutos retocándose el nudo de la corbata y, al mismo tiempo, podía demostrar tal generosidad hacia un extraño? Qué tonta había sido al pensar que conocía a Carlo.

—Eres muy generoso, Carlo —murmuró. Él le lanzó una extraña mirada y luego se encogió de hombros.

—Hay que pagar las deudas, Juliet. Yo también fui un muchacho y sólo tuve a mi madre para ayudarme. Hablando de madres —continuó suavemente, cambiando de tema—, ¿qué tal está Monique?

—Maravillosamente feliz, todavía —le dijo Summer, y sonrió al pensar en su madre—. Está claro que Keil era el hombre que estaba buscando —riendo, se volvió hacia Juliet—. Lo siento, Carlo y yo nos conocemos hace mucho tiempo.

—No te preocupes. Carlo me ha dicho que estudiasteis juntos.

—Sí, hace un siglo, en París.

—Ahora Summer está casada con un ricachón americano. ¿Qué tal está Blake, cara? ¿Deja que te quedes conmigo?

—No por mucho tiempo —Blake apareció en la puerta abierta, todavía elegante después de doce horas de trabajo. Era más alto y corpulento que Carlo, pero a Juliet le pareció advertir cierto parecido entre ellos. Una especia de autoridad, tanto sexual como intelectual.

—Esta es Juliet Trent —comenzó a decir Summer—. Se ocupa de Carlo durante su gira americana.

—Un trabajo difícil —un camarero entró con copas y una botella de champán en una hielera. Blake le hizo una seña con la cabeza para que se retirara—. Summer me ha dicho que tienes una agenda muy apretada.

—Ella es quien lleva el látigo —le dijo Carlo, señalando a Juliet. Pero, al bajar la mano, rozó el hombro de Juliet en un gesto al mismo tiempo intrascendente e inconfundiblemente íntimo.

—Creo que mañana iré con vosotros al estudio a ver tu demostración —Summer aceptó la copa de champán que le ofrecía su marido—. Hace mucho tiempo que no te veo cocinar.

—Bien —Carlo se relajó con el primer sorbo de champan—. Puede que tenga tiempo de echarle un vistazo a tu cocina. Summer vino aquí a remodelar y ampliar la cocina de Blake, y se quedó porque le tomó cariño.

—Tiene razón —Summer le lanzó a su marido una mirada divertida—. En realidad, le he tomado tanto cariño que he decidido ampliar otra vez.

—¿Sí? —interesado, Carlo alzó una ceja—. ¿Otro Cocharan House?

—Otro Cocharan —contestó Summer.

Carlo tardó un momento en comprender, pero Juliet se percató del momento exacto en que entendía la noticia. Vio que sus ojos se llenaban de emoción mientras dejaba la copa.

—¡Vas a tener un niño!

—Sí, en invierno —Summer sonrió y extendió la mano—. No sé cómo me las voy a apañar para llegar al fogón cuando tenga que preparar la cena de Navidad.

Carlo le tomó la mano y se la besó. Luego la besó en las mejillas.

—Hemos recorrido un largo camino, cara mía.

—Sí, muy largo.

—¿Te acuerdas del tiovivo?

Ella recordaba bien su viaje desesperado a Roma para huir de Blake y de sus sentimientos.

—Me dijiste que me daba miedo esa pequeña alianza de oro, y así conseguiste que me decidiera. Nunca lo olvidaré —él murmuró algo en italiano que hizo que los ojos de Summer se empañaran—. Yo también te he querido siempre. Ahora, vamos a brindar antes de que me ponga en ridículo.

—Un brindis —Carlo alzó su copa y deslizó su brazo libre alrededor de Juliet—. Por el carrusel que nunca termina.

Juliet levantó su copa y, bebiendo, dejó que el champán disipara su melancolía.

Summer había cocinado muchas veces delante de una cámara. Lo hacía varias veces al año, al tiempo que dirigía la cocina del Cocharan House de Filadelfia, satisfacía a algunos clientes selectos con un par de viajes al año si el precio y la ocasión eran lo bastante importantes y, sobre todo, aprendía a disfrutar del matrimonio.

Aunque había cocinado a menudo con Carlo en la cocina de un palacio, en la cocina, más humilde, del piso que aún tenía en París, y en media docena de lugares más, nunca se cansaba de verlo en acción. De ella se decía que trabajaba con la concentración de un neurocirujano; Carlo, en cambio, tenía el ímpetu de un artista. Ella siempre había admirado su expresividad, su sentido del humor, y, especialmente, su talento para la actuación.

Cuando él acabó de darle los últimos toques al plato de pasta al que, no sin arrogancia, le había puesto su nombre, Summer se sumó a los aplausos del público. Pero no sólo había acudido al estudio con Carlo y Juliet para alimentar el ego de un viejo amigo. Summer conocía a Carlo tan bien como a sí misma. A menudo le parecía que estaban hechos de la misma pasta.

—¡Bravo, Franconi! —mientras el equipo empezaba a repartir los linguini entre el público, Summer se levantó para darle a Carlo un beso en la mejilla.

—Sí —él le devolvió el beso—. He estado magnífico.

—¿Dónde está Juliet?

—Hablando por teléfono —Carlo alzó los ojos al cielo—. Dio, esa mujer se pasa más tiempo al teléfono que una recién casada en la cama.

Summer miró su reloj.

—Supongo que no tardará mucho. Sé que tienes un almuerzo con periodistas en el hotel.

—Prometiste hacer crepés —le recordó él.

—Si, ya lo sé. A cambio, ¿crees que podrías encontrar una habitación tranquila donde podamos hablar?

El sonrió y movió las cejas.

—Amor mío, el día que Franconi no pueda ofrecerle a una dama una habitación tranquila, el mundo se parará

—Eso me parecía —ella le dio el brazo y dejó que la condujera por el pasillo hasta lo que resultó ser un pequeño almacén con una bombilla en el techo—. A ti nunca te ha faltado clase, caro.

—Y bien —Carlo se acomodó sobre unas cajas—. Dado que sé que no deseas mi cuerpo, por soberbio que sea, ¿se puede saber en qué estás pensando?

—En ti, por supuesto, chérie.

—Por supuesto.

—Te quiero, Carlo.

La repentina seriedad de Summer lo hizo sonreír y tomarla de las manos.

—Y yo a ti, como siempre.

—¿Recuerdas que, hace no mucho tiempo, viniste a Filadelfia para promocionar otro libro?

—En aquella época, tú tenías dudas sobre cómo afrontar el encargo de remodelar la cocina del americano, sintiéndote atraída por él y al mismo tiempo estando decidida a dominar tus sentimientos.

—Estaba enamorada de él y empeñada en negarlo —puntualizó ella—. Tú me diste un buen consejo. Ahora quiero devolverte el favor.

—¿Vas a darme un consejo?

—Agarra esa pequeña alianza de oro, Carlo, y aférrate a ella.

—Summer…

—¿Quién te conoce mejor que yo?

Él se encogió de hombros.

—Nadie.

—Me di cuenta de que estabas enamorado de ella en cuanto entré en la habitación y dijiste su nombre. Nosotros nos entendemos demasiado bien como para andarnos con fingimientos.

Él se quedó parado un momento sin decir nada. Llevaba días intentando sortear cuidadosamente aquella palabra, y sus consecuencias.

—Juliet es especial —dijo lentamente—. He pensado que tal vez lo que siento por ella sea distinto.

—¿Lo has pensado?

Él dejó escapar un leve bufido y se dio por vencido.

—Está bien, lo sé. Pero la clase de amor de la que estamos hablando conduce al compromiso, el matrimonio, los hijos…

Summer se llevó instintivamente una mano al vientre.

—Sí. Tú me dijiste una vez, cuando te pregunté por qué no te habías casado, que ninguna mujer había hecho temblar tu corazón. ¿Recuerdas qué me dijiste que harías si alguna vez la encontrabas?

—Correr en busca de una licencia y un cura —levantándose, Carlo se metió las manos en los bolsillos de los pantalones que Juliet había elegido—. Eso es fácil decirlo antes de que te tiemble el corazón. No quiero perderla, Summer —una vez dicho, suspiró—. Antes nunca me había importado, pero ahora me importa tanto que no quiero arriesgarme a dar un paso en falso. Ella es muy esquiva, Summer. Hay veces en que la abrazo y siento que una parte de ella se me escapa. Comprendo su impaciencia, su ambición, y hasta la admiro por ello.

—Yo tengo a Blake, pero sigo teniendo mi independencia y mi ambición.

—Si —Carlo le sonrió—. ¿Sabes?, Juliet se parece mucho a ti. Es muy terca —al ver que Summer alzaba una ceja, sonrió—. Tiene la cabeza muy dura y está empeñada en ser la mejor, cualidades que siempre he encontrado extrañamente atractivas en una mujer hermosa.

Mercí, mon cher ami —dijo Summer secamente—. Entonces, ¿dónde está el problema?

—Tú confiarías en mí.

Ella pareció sorprendida. Luego se encogió de hombros como si Carlo hubiera dicho una obviedad.

—Claro.

—Pues ella no puede… No quiere —se corrigió Carlo—. Le resultaría más fácil entregarme su cuerpo, incluso parte de su corazón, que su confianza. Y la necesito, Summer, tanto como necesito lo que ya me ha dado.

Pensativa, Summer se apoyó contra una caja.

—¿Te quiere?

—No lo sé —le resultaba difícil admitirlo. A fin de cuentas, siempre había creído comprender a las mujeres. Sonrió un poco al darse cuenta de que un hombre nunca llegaba a entender por completo a la mujer que amaba—. Hay veces que me parece muy próxima y otras que me parece muy distante. Hasta ayer no tomé una decisión.

—¿Y cuál es?

—Que la quiero a mi lado —dijo él con sencillez—. Cuando sea mayor y me siente junto a las fuentes a mirar a las jovencitas, todavía la querré a mi lado.

Summer se acercó y apoyó las manos sobre sus hombros.

—Da miedo, ¿eh?

—Es aterrador —sin embargo, por alguna razón, pensó Carlo, le parecía más fácil ahora que lo había admitido—. Siempre he pensado que sería fácil. Habría amor, romanticismo, matrimonio e hijos. ¿Cómo iba a imaginarme que la mujer en cuestión sería una americana terca como una mula?

Summer se echó a reír y apoyó la frente en la de Carlo.

—Yo tampoco me imaginaba que el hombre en cuestión sería un americano terco como una muía. Pero era el hombre adecuado para mí. Y Juliet es la mujer adecuada para ti.

—Bueno —Carlo le besó la frente—, ¿y cómo puedo convencerla de eso?

Summer se quedó pensando un momento con el ceño fruncido. Esbozó una rápida sonrisa y se acercó a un rincón. Agarrando una escoba, se la tendió a Carlo.

—Tú eres brujo. Hechízala.

Juliet estaba al borde de un ataque de nervios cuando vio a Carlo bajando tranquilamente por el pasillo del brazo de Summer. Parecía que estaban paseando al atardecer por la orilla izquierda del Sena. La primera oleada de alivio se evaporó, convirtiéndose en exasperación. —Carlo, he puesto esto patas arriba buscándote.

Él se limitó a sonreír y le acarició la mejilla con un dedo.

—Estabas hablando por teléfono. Juliet se pasó una mano por el pelo, intentando dominarse.

—La próxima vez que te vayas a dar un paseo, deja un reguero de miguitas de pan. Tengo a un taxista con muy malas pulgas esperando en la puerta —mientras tiraba de el, luchaba por conservar los buenos modales—. ¿Te ha gustado el programa? —le preguntó a Summer.

—Siempre me gusta ver cocinar a Carlo. Ojalá pudierais quedaros más tiempo. Aunque, pensándolo bien, habéis llegado en el momento adecuado.

—¿Ah, sí? —Carlo abrió la puerta y la sujetó para que ellas pasaran.

—Ese cochino francés llega la semana que viene.

La puerta de cerró de golpe.

—¿LaBare?

Juliet se dio la vuelta. Había oído a Carlo mencionar otras veces aquel nombre con desprecio.

—Carlo…

Él levantó una mano, silenciando cualquier interrupción.

—¿Qué va a hacer aquí ese cerdo?

—Lo mismo que tú —contestó Summer. Echándose el pelo hacia atrás, frunció el ceño—. Ha escrito otro libro.

—Ese patán… No debería cocinar más que para las hienas.

—Para hienas furiosas —puntualizó Summer.

Viendo que sus acompañantes empezaban a sulfurarse, Juliet los tomó del brazo.

—Creo que podemos hablar en el taxi.

—Como se atreva a dirigirte la palabra —anunció Carlo, ignorando a Juliet—, lo cortaré en pedacitos muy pequeños.

Summer sacudió la cabeza.

—No te preocupes. Puedo arreglármelas sola. Además, a Blake le hace gracia.

Carlo dejó escapar un siseo parecido al de una serpiente. Juliet sintió que sus nervios se disparaban.

—¡Americanos! Puede que vuelva a Filadelfia y lo mate con mis propias manos.

Juliet lo empujó suavemente hacia el taxi.

—Vamos, Carlo, sabes perfectamente que no quieres matar a Blake.

—A LaBare —la corrigió Carlo con algo parecido a un estallido.

—¿Quién es LaBare? —preguntó Juliet, exasperada.

—Un cerdo —contestó Carlo.

—Un cochino —confirmó Summer—. Pero tengo planes para él. Va a hospedarse en el Cocharan House —Summer extendió las manos y se miró las uñas—. Voy a encargarme personalmente de prepararle la comida.

Carlo se echó a reír, la levantó del suelo y la beso.

—La venganza, amor mío, es más dulce que tu merengue —satisfecho, la dejó de nuevo en el suelo—. Summer y yo estudiamos con ese patán —le explicó a Juliet—. Sus fechorías son demasiado numerosas como para contarlas —Carlo se ajustó la chaqueta—. Me niego a estar en el mismo continente que él.

Juliet, que empezaba a perder la paciencia, miró al ceñudo taxista.

—No te preocupes —dijo—, habrás vuelto a Italia cuando él llegue aquí.

Carlo asintió con la cabeza, animándose de pronto.

—Tienes razón. Summer, ¿me llamarás para contarme cómo muerde el polvo?

—Naturalmente.

—Entonces, quedamos en eso —él sonrió y retomó la conversación por donde la había dejado antes de que saliera a relucir el nombre del francés—. La próxima vez que vengamos a Filadelfia —prometió—, les prepararemos un banquete a Blake y Juliet. Mi carpaccio y tu tarta de chocolate. No sabrás lo que es el pecado, Juliet, hasta que pruebes la tarta de Summer.

Juliet sabía que no habría una próxima vez, pero compuso una sonrisa.

—Me encantaría.

Carlo se detuvo mientras Juliet abría la puerta del taxi.

—Pero esta noche nos vamos a Nueva York.

Summer sonrió al entrar en el coche.

—No te olvides de llevarte la escoba.

Juliet se montó en el asiento delantero.

—¿La escoba?

Carlo tomó la mano de Summer y sonrió.

—Una extraña expresión francesa.