Capítulo X

Juliet colgó el teléfono, se pasó una mano por el pelo y masculló una maldición. Levantándose, maldijo de nuevo y se acercó al amplio ventanal de la suite de Carlo. Durante unos instantes rezongó sin dirigirse a nadie en particular ni a nada en concreto. Al otro lado de la habitación, Carlo estaba tumbado en el sofá, aguardando juiciosamente a que ella se callara.

—¿Algún problema?

—Hay niebla —maldiciendo otra vez, ella se quedó mirando por la ventana. Veía la bruma densa e inmóvil al otro lado del cristal. Detroit era invisible—. Han cancelado todos los vuelos. No llegaremos a Boston como no vayamos haciendo dedo.

—¿Haciendo dedo?

—No importa —ella se dio la vuelta y comenzó a pasearse por la suite.

Atrapados, pensó Juliet mientras miraba de nuevo por la ventana. Atrapados cuando en Boston tenían una demostración en vivo a las ocho de la mañana en un programa muy respetado.

—Estás preocupada por el programa de mañana.

—Claro que estoy preocupada —mientras se paseaba por la habitación, Juliet barajaba sus posibilidades. Alquilar un coche e ir conduciendo. No, aun con buen tiempo estaba demasiado lejos. Podían alquilar una avioneta y confiar en que la niebla se hubiera levantado al amanecer. Juliet echó otro vistazo fuera. Estaban en el piso sesenta y cinco, pero podían haber estado treinta metros más abajo. No, decidió, ningún programa de televisión merecía correr ese riesgo. Tendrían que cancelar sus compromisos.

Juliet se dejó caer en una silla y colocó en alto los pies enfundados en medias, junto a los de Carlo.

—Lo siento, Carlo, no hay modo de evitarlo. Tendremos que olvidarnos de Boston —movió los dedos de los pies, sintiéndolos un poco tensos después de una jornada de diez horas—. No podemos llegar a ese programa de televisión, y era la cita más importante que teníamos en Boston. Hay un par de entrevistas para medios escritos y una sesión de firma de libros. No esperábamos que hubiera mucho movimiento, y confiábamos en el programa de televisión para hacer un poco de ruido. Sin él… —se encogió de hombros, resignándose—. Nos hemos quedado planchados.

El entornó los ojos y decidió que el sofá era un lugar excelente para pasar una hora.

—Yo no plancho.

Ella le lanzó una mirada.

—Tú no vas a tener que hacer nada salvo quedarte tumbado… de espaldas —decidió al cabo de un momento— las próximas veinticuatro horas.

—¿Nada?

—Nada.

El sonrió. De pronto se sentó, la agarró de los brazos Y la tumbó a su lado.

—Bueno, pero tú te tumbas conmigo. Dos espaldas, madonna, son mejor que una.

—Carlo… —ella no pudo esquivar el primer beso—. Espera un momento.

—Sólo veinticuatro horas —le recordó él, besándole la oreja—. No hay tiempo que perder.

—Tengo que… Estáte quieto —le ordenó ella cuando su claridad de ideas empezó a enturbiarse—. Tengo que hacer algunos preparativos.

—¿Qué preparativos?

Ella hizo un rápido repaso mental. Cierto, ya había dejado su habitación. Sólo se habían quedado en la suite porque les convenía, y hasta las seis. Podía reservar otra habitación para pasar esa noche, pero… tenía que admitir que, en ese caso, era absurdo. Moviendo los hombros, se rindió a su sentido práctico.

—Como avisar de que vamos a quedarnos en la suite esta noche.

—Eso sí que es importante —él alzó la cabeza un momento. Juliet ya tenía las mejillas sonrojadas y la voz suave. Casi como si ella hubiera hablado en voz alta, Carlo siguió el devenir de sus pensamientos. No podía evitar sentir admiración por el modo en que trabajaba su mente.

—Tengo que llamar a Nueva York para informarlos de nuestra situación. Tengo que llamar a Boston para cancelar nuestras citas, y luego al aeropuerto para cambiar el vuelo. Después tengo que…

—Creo que tienes una historia de amor con el teléfono. Cuesta trabajo ponerse celoso de un objeto inanimado.

—El teléfono es mi vida —ella intentó apartarse de Carlo sin conseguirlo—. Carlo…

—Me encanta cuando dices mi nombre con ese leve toque de exasperación.

—Dentro de un momento será algo más que un leve toque.

Él pensó que eso también le gustaría.

—Aún no me has dicho lo fantástico que he estado hoy.

—Has estado fantástico —era fácil relajarse cuando Carlo la abrazaba así. El teléfono podía esperar un poco. Al fin y al cabo, no iban a ir a ninguna parte—. Los dejaste boquiabiertos con tus linguini.

—Mis linguini son hipnóticos —dijo él—. Y el periodista de Free Press se fue encantado.

—Lo dejaste estupefacto. Detroit nunca volverá a ser la misma.

—Tienes razón —él le besó la nariz—. Boston no sabe lo que se pierde.

—No me lo recuerdes —comenzó a decir ella, y luego se interrumpió. Carlo casi podía oír cómo giraban los engranajes.

—Has tenido una idea —resignado, la colocó sobre sí y la observó pensar.

—Puede que funcione —murmuró ella—. Si todo el mundo colabora, puede que funcione de maravilla. De hecho, puede ser genial.

—¿El qué?

—Tú dices ser un mago además de un artista.

—La modestia me impide…

—Ahórratelo —ella se incorporó hasta quedar sentada a horcajadas sobre él—. Una vez me dijiste que podías cocinar en una pocilga, si hacía falta.

Frunciendo el ceño, él se puso a juguetear con el arito de oro que Juliet llevaba en la oreja.

—Si, puede que te lo dijera, pero sólo era una forma de hablar…

—¿Qué te parece cocinar por control remoto?

Él arrugó la frente, pero pasó la mano con indolencia por el bajo de la falda de Juliet, que se le había subido por los muslos.

—Tienes unas piernas preciosas —dijo de pasada, y luego fijó su atención en ella—. ¿Qué quieres decir con cocinar por control remoto?

—Eso justamente —Juliet se levantó y agarró su cuaderno y su lápiz—. Tú me das todos los ingredientes… Mañana también ibas a hacer linguini, ¿verdad?

—Sí, mi especialidad.

—Bien, de todos modos lo tengo todo en mi archivo. Podemos montar una conexión telefónica entre Detroit y el estudio de Boston. Puedes salir en antena mientras estamos aquí.

—Juliet, tú pides mucha magia.

—No, no es más que una cuestión de electrónica. El presentador del programa, Paul O’Hara, puede preparar el plato en directo mientras tú le das indicaciones. Serás como un controlador aéreo, ¿comprendes? Cuarenta grados a babor… Una tacita de harina.

—No.

—Carlo…

Él se quitó los zapatos lentamente.

—¿Pretendes que ese tal O’Hara, que se dedica a sonreír a la cámara, prepare mis linguini?

—No te pongas quisquilloso —le advirtió ella, mientras barajaba a toda prisa sus posibilidades—. Mira, tú escribes libros de cocina para que cualquier persona normal y corriente pueda preparar uno de tus platos.

—Prepararlos, sí —él se miró las uñas—. Pero no como Franconi.

Juliet abrió la boca y luego volvió a cerrarla. «Cuidado con el ego», se dijo. «Por lo menos, hasta que te salgas con la tuya».

—Por supuesto que no, Carlo. Eso nadie lo espera. Pero podemos convertir este inconveniente en un auténtico acontecimiento. Usando tu libro de cocina en antena, y algunas indicaciones tuyas a través del teléfono O’Hara podrá preparar unos linguini. Él no es un chef ni un gourmet, sino una persona corriente y moliente. De modo que reaccionará como el espectador medio. Cometerá los errores que cometería cualquiera, y tú podrás corregirlos. Si lo conseguimos, las ventas de tu libro se dispararán. Tú sabes que puedes hacerlo —sonrió triunfalmente—. Hasta dijiste que podías enseñarme a cocinar a mí, y yo soy un desastre en la cocina. Seguro que puedes conseguir que O’Hara prepare un plato.

—Desde luego que puedo —cruzando los brazos de nuevo, Carlo se quedó mirando el techo. La lógica de Juliet era infalible; su idea, sumamente original. A decir verdad, le gustaba… casi tanto como la idea de no tener que volar a Boston. Sin embargo, le parecía injusto rendirse sin presentar resistencia—. Lo haré… con una condición.

—¿Cuál?

—Mañana por la mañana, le diré a O’Hara por teléfono cómo preparar los linguini. Pero esta noche… —le sonrió—. Esta noche haremos un ensayo. Y yo te daré instrucciones.

Juliet dejó de dar golpecitos con el lápiz en el cuaderno.

—¿Quieres que haga linguini?

—Con mi ayuda, cara mia, podrías cocinar cualquier cosa.

Juliet se lo pensó y decidió que no tenía importancia. La suite no tenía cocina, así que Carlo estaría pensando en usar la del hotel. Eso tal vez fuera posible o tal vez no— Si era posible, una vez ella hubiera fracasado estrepitosamente, podrían recurrir al servicio de habitaciones. El caso era salvar lo de Boston.

—Me encantaría. Ahora, tengo que hacer esas llamadas.

Carlo cerró los ojos y optó por echarse una siesta. Si iba a tener que enseñarles a dos aficionados los secretos de los linguini en cuestión de doce horas, iba a necesitar todas sus fuerzas.

—Despiértame cuando acabes —le dijo—. Tenemos que echarle un vistazo a la cocina del hotel.

Juliet tardó casi dos horas en acabar. Cuando colgó por última vez, tenía el cuello rígido y los dedos entumecidos. Pero había conseguido lo que quería. Hal le había dicho que era una idea genial, y O’Hara que parecía divertido. Los preparativos ya estaban en marcha.

Esta vez, Juliet sonrió al contemplar la niebla tenaz que se arremolinaba más allá de la ventana. A Juliet Trent nada la detenía. Entonces miró a Carlo y dentro de ella se agitó algo que hizo tambalearse su seguridad y su satisfacción. Emoción, pensó. Eso era algo que no estaba previsto en su itinerario.

En fin, tal vez hubiera una catástrofe que no venía en los libros. Tal vez fuera de tal calibre que ella no podría resolverla con una idea brillante. Sencillamente, tenía que tomar sus sentimientos hacia Carlo paso a paso.

Cuatro días, pensó, y la vuelta en el tiovivo se habría acabado. La música cesaría y llegaría el momento de bajarse del carrusel.

No tenía sentido pensar en lo que pasaría después. Era una página en blanco. Ella tenía que agarrarse a la creencia de que la vida se construía día a día. Carlo se iría, y ella recogería los pedazos y empezaría su vida de nuevo desde ese punto. No era tan tonta como para intentar convencerse de que no lloraría. Derramaría muchas lágrimas por Carlo, pero a solas y en silencio. «Resérvate un día para llorar», pensó, dejando a un lado su cuaderno.

Sólo les quedaban cuatro días. Juliet se miró un instante las manos vacías y se preguntó si se habría comportado del mismo modo de haber sabido adonde llevarían sus pasos. Entonces alzó la vista hacia Carlo y contempló cómo dormía.

Incluso con los ojos cerrados, la dejaba sin aliento. No era sólo cuestión de físico, pensó Juliet. Ella no era de esas mujeres capaces de poner su vida patas arriba por una cuestión de simple atracción física. Era cuestión de estilo. Sonriendo, se levantó y se acercó a él. Por más práctica y sensata que fuera, no podía resistirse a su estilo.

No habría remordimientos, se dijo. Ni en ese momento, ni cinco días después, cuando los separara un océano. A medida que pasaran los años y sus vidas fluyeran y cambiaran, ella seguiría recordando un puñado de días en los que había disfrutado de algo único.

No había tiempo que perder, había dicho Carlo. Mordiéndose la lengua, Juliet decidió que no podía estar más de acuerdo. Alzando las manos, comenzó a desabrocharse la blusa. La colgó cuidadosamente, como tenía por costumbre, del respaldo de una silla y se desabrochó la falda. Se la subió, se la quitó y la dobló. Se quitó las horquillas del pelo, una a una, y las dejó a un lado. Vestida con una combinación de encaje muy poco práctica y un tanga, se acercó a Carlo.

Carlo se despertó aturdido y con el corazón acelerado. Podía oler el leve olor de Juliet en su pelo, más embriagador sobre su piel, mientras su boca se apoderaba de la de él. El cuerpo de Juliet ya estaba encendido y yacía por entero sobre él. Antes de que Carlo pudiera despejarse, su cuerpo siguió al de Juliet.

Ella era toda pasión, encaje y carne. No había tiempo para dominarse, ni para sutilezas. Ansioso, Carlo extendió los brazos hacia ella y encontró seda y delicadeza, tuerza y urgencia allá donde tocaba. Ella le desabrochó a camisa y se la abrió para que la piel de ambos se encontrara. Sintió cómo se aceleraba el corazón de Carlo y aquella sensación de poder la dejó aturdida. Apoderándose de sus labios otra vez, pensó únicamente en conducirlo a la locura. Podía sentir cómo se apoderaba de él, creciendo hasta dominarlos a ambos.

Cuando él se movió de modo que ella quedó atrapada entre el respaldo del sofá y su cuerpo, Juliet estaba lista para cederle el control. Con un gemido oscuro y líquido, se entregó a disfrutar de lo que ella misma había iniciado.

Ninguna mujer lo había hecho sentirse así. Carlo lo comprendió mientras se entregaba al ansia de devorarla. Sus dedos, tan hábiles, tan sutiles, tan suaves, tiraron del encaje hasta que la tirilla se desgarró. Carlo buscó sus pechos pequeños y suaves, que encajaban perfectamente en sus manos, y deslizó las manos por su fuerte y estrecha caja torácica y su fina cintura. Era suya. Aquella idea casi lo volvía loco. Juliet era suya, como lo había sido en el sueño del que ella le había despertado. Tal vez siguiera soñando.

Ella olía a secretos, a pequeños y femeninos secretos que ningún hombre podía comprender por entero. Sabía a pasión, a una pasión madura y palpitante. Carlo probó con la lengua el sutil y dulce valle entre sus pechos y la sintió temblar. Ella era fuerte: Carlo nunca lo había dudado. Y, su fuerza se estaba rindiendo por completo a él, para darles placer a ambos. El encaje olía a ella. Su piel era irresistible. Carlo le bajó la combinación hasta la cintura y gozó de ella.

Con las manos enredadas en el pelo de Carlo y el cuerpo en llamas, Juliet pensaba sólo en él. Ni en el mañana, ni en el ayer. Aunque una hora después lo negara, se habían convertido en uno solo. Dependían el uno del otro para darse placer, consuelo, ilusión. Para muchas más cosas de las que Juliet se atrevía a pensar. Ella lo deseaba dolorosamente. Eso nada podría impedirlo. Pero, en ese momento, Carlo la estaba llevando, con rapidez y furia, a través de una puerta que habían abierto juntos. Ninguno de los dos había penetrado allí antes con otro, ni volvería a hacerlo. Juliet se entregó a aquella oscura y ardiente pasión, y a Carlo.

Él le bajó las tiras que enlazaban sus caderas, ansioso por probar su esencia. Cuando la arrastró hasta el primer clímax, lo supo y se regodeó en ello. Con infinitas oleadas de deseo, la impulsó de nuevo más y más arriba, hasta que los dos se hallaron temblando. Ella gritó su nombre mientras Carlo le besaba la pierna. La tomaría por entero, pensaba él. La tomaría por entero hasta que estuviera dispuesta, lista a tomarlo por entero a él.

—Te deseo, Juliet —su rostro estaba de nuevo sobre el de ella; su respiración se entrecortaba—. Mírame.

Ella se tambaleaba en el filo de navaja entre la razón y la locura. Cuando abrió los ojos, el rostro de Carlo ocupó su visión. Era lo único que quería.

—Te deseo —repitió él, mientras la sangre le rugía en la cabeza—. A ti solamente.

Ella se abrazó a él y echó la cabeza hacia atrás. Por un instante, sus ojos se encontraron. Lo que ocurrió entre ellos no podían expresarlo con palabras. Era al mismo tiempo peligro y seguridad.

—Solamente —murmuró ella, y lo tomó dentro de sí.

Estaban los dos asombrados, conmovidos, felices. Desnudos, sudorosos y acalorados, yacían abrazados en silencio. Las palabras ya estaban dichas, pensó Juliet. Palabras que formaban parte de la locura del momento.

Debía tener cuidado para no repetirlas cuando la pasión se hubiera disipado. Ellos no necesitaban palabras; tenían cuatro días. Sin embargo, Juliet ansiaba oírlas otra vez, decirlas de nuevo.

Ella podía dictar el tono de su relación, pensó. Sólo tenía que empezar y continuar. Sin presiones. Mantuvo los ojos cerrados un momento más. Sin remordimientos. Se tomó un instante más para recuperar fuerzas.

—Podría quedarme así una semana —murmuró. Aunque hablaba en serio, lo dijo con indolencia. Girando la cabeza, miró a Carlo y sonrió—. ¿Listo para otra siestecita?

Había tantas cosas que él quería decir… Y tantas, pensó, que ella no quería oír. Ya habían establecido las normas; él sólo tenía que seguirlas. Pero todo era más difícil de lo que debía ser.

—No —le besó la frente—. Aunque despertarme de la siesta nunca había sido tan agradable. Ahora, creo que es hora de pasar a la siguiente lección.

—¿En serio? —ella se mordió el labio—. Creía que ya me había graduado.

—Tienes que aprender a cocinar —le dijo él, dándole un rápido pellizco.

Juliet se echó el pelo hacia atrás y le devolvió el pellizco.

—Pensaba que se te había olvidado.

—A Franconi nunca se le olvida nada. Nos damos una ducha rápida, nos cambiamos de ropa y bajamos a la cocina.

Juliet se encogió de hombros. No creía ni por un instante que la dirección del hotel les permitiría utilizar sus instalaciones para dar clases de cocina. Media hora después, Juliet descubrió que estaba equivocada.

Carlo, sencillamente, pasó de la dirección. No veía razón para plegarse a la cadena de mando. Juliet y el cruzaron discretamente el elegante comedor del hotel y entraron en la enorme y diáfana cocina. Reinaba un olor exótico y un ruido semejante al de una estación de metro.

Allí le cortarían el paso, pensó Juliet, segura todavía de que menos de una hora después estarían cenando fuera o llamando al servicio de habitaciones. Aunque se había puesto unos cómodos vaqueros, no tenía pensado cocinar. Al echar un vistazo a la enorme estancia con sus grandes armarios y sus metros y metros de encimera, se convenció de ello.

No debería haberla sorprendido que, de nuevo, demostrara estar equivocada.

—¡Franconi! —el nombre estalló y rebotó en las paredes. Juliet dio un salto hacia atrás.

—Carlo, creo que deberíamos… —pero, mientras hablaba, alzó la mirada. Él estaba sonriendo de oreja a oreja.

—¡Pierre!

Ante la mirada atónita de Juliet, Carlo se vio rodeado por un hombre corpulento, provisto de un delantal blanco, un bigote colgante y una cara tan grande y redonda como una sartén. Su tez relucía por el sudor, pero olía inofensivamente a tomates.

—¡Maldito granuja italiano! ¿Qué estás haciendo en mi cocina?

—Honrarla —dijo Carlo mientras se separaban—. Pensaba que estabas en Montreal, envenenando turistas.

—Me suplicaron que me encargara de esta cocina —aquel hombretón con fuerte acento francés se encogió de hombros—. Me dan pena. Los americanos tienen tan poca finura en la cocina…

—Pero se ofrecieron a pagarte por kilos —dijo Carlo secamente—. Por tus kilos.

Pierre puso los brazos en jarras y se echó a reír.

—Tú y yo nos entendemos, viejo amigo. Aun así, he descubierto que me gusta este país. Pero ¿y tú? ¿Por qué no estás en Roma, persiguiendo mujeres?

—Estoy de gira para promocionar mi libro.

—Ah, sí, tú y tus libros de cocina —un ruido tras él le hizo girar la cabeza y ponerse a maldecir en francés. Juliet habría jurado que las paredes retumbaban. Con una sonrisa, Pierre se ajustó el gorro y se volvió hacia ellos—. ¿Y la gira va bien?

—Sí, bastante bien —Carlo hizo que Juliet se acercara—. Ésta es Juliet Trent, mi relaciones públicas.

—Entonces va muy bien —murmuró Pierre, tomando la mano de Juliet para besársela delicadamente—. Puede que yo también escriba un libro de cocina. Bienvenida a mi cocina, mademoiselle. Estoy a su servicio.

Juliet sonrió, encantada.

—Gracias, Pierre.

—No dejes que este viejo truhán te engañe —le advirtió Carlo—. Tiene una hija de tu edad.

—¡Bah! —Pierre lo miró bajando una ceja—. Mi hija sólo tiene dieciséis. Si tuviera un solo día más, llamaría a mi mujer y le diría que cerrara todas las puertas porque Franconi está en la ciudad.

Carlo sonrió.

—Qué adulador, Pierre —con las manos enganchadas en los bolsillos de atrás, miró a su alrededor—. Muy bonito —dijo. Alzando la cabeza, husmeó el aire—. Pato. ¿Es pato lo que huelo?

Pierre sonrió con orgullo.

—Mi especialidad. Canard au Pierre.

—Fantástico —Carlo pasó un brazo alrededor de Juliet mientras la llevaba hacia el lugar de donde procedía aquel olor—. Nadie, absolutamente nadie, hace el pato como Pierre.

Los ojos negros de la cara en forma de sartén relucieron.

—Ahora eres tú quien se pone adulador, mon ami.

—En la verdad no hay adulación —Carlo observo cómo cortaba un ayudante el pato de Pierre. Tomó una fina loncha y se la metió en la boca a Juliet. La loncha se disolvió allí, dejando tras de sí un sabor esquivo que invitaba a probar un nuevo bocado. Carlo se limitó a lamerse el pulgar—. Exquisito, como siempre. ¿Te acuerdas Pierre, de cuando preparamos el banquete de compromiso del sha? Hace cinco o seis años.

—Siete —puntualizó Pierre, y suspiró.

—Tu pato y mis canelones.

—Magnífico. No le pongas tanto pimentón a ese pescado —gritó—. Esto no es Budapest. Ésos sí que eran buenos tiempos —continuó jovialmente—. Pero… —se encogió de hombros a la francesa—. Cuando se tienen tres hijos, hay que sentar la cabeza, ¿no?

Carlo le echó otro vistazo a la cocina y pareció complacido.

—Tienes una cocina magnífica. Tal vez puedas prestarme un rinconcito.

—¿Un rinconcito?

—Por favor —dijo Carlo con una sonrisa encantadora—. Le he prometido a mi Juliet que le enseñaría a preparar linguini.

—¿Linguini con vongole biance? —los ojos de Pierre relucieron.

—Naturalmente. Son mi especialidad.

—Te dejo un rincón de mi cocina, mon ami, a cambio de un plato.

Carlo se echó a reír y le dio una palmada a Pierre en la barriga.

—Para ti, amito, dos platos.

Pierre lo agarró por los hombros y lo besó en las mejillas.

—Me siento rejuvenecer. Dime qué necesitas. —Un instante después, Juliet se encontró cubierta con un delantal blanco y con el pelo recogido bajo un gorro de cocinero. Se habría sentido ridícula si le hubieran dado ocasión.

—Primero, hay que desmenuzar las almejas.

Juliet miró a Carlo y luego bajó la vista hacia el montón de almejas que había sobre la tabla de cortar.

—¿Desmenuzarlas?

—Así —Carlo agarró el cuchillo y con un par de movimientos rápidos cortó en perfectos pedacitos la mitad de las almejas—. Inténtalo tú.

Sintiéndose un poco como un verdugo, Juliet bajó el cuchillo.

—No estarán… vivas, ¿verdad?

Madonna, cualquier almeja considera un honor formar parte de unos linguini Franconi. Un poco más pequeños. Así —satisfecho, Carlo le pasó una cebolla—. Trocéala, no demasiado fina —hizo una demostración, pero esta vez Juliet se sentía más tranquila. Tomando el cuchillo, cortó la cebolla en pedazos y empezó a llorar.

—Odio cocinar —masculló, pero Carlo se limitó a empujar una cabeza de ajos hacia ella.

—El ajo tienes que cortarlo muy fino. Lo que necesitamos es su aroma, no tanto su textura —se inclinó sobre los hombros de Juliet y la observó—. Tienes buenas manos, Juliet. Bien, ahora hay que fundir la mantequilla.

Siguiendo sus instrucciones, Juliet doró la cebolla y el ajo en la mantequilla caliente, removiendo la mezcla hasta que Carlo declaró que era suficiente.

—Ya está tierna, ¿lo ves? Ahora, añadimos una pizca de harina —le sujetó la mano para guiarla mientras ella removía el sofrito—. Así se espesa. Añadimos las almejas… despacio —le advirtió antes de que ella las dejara caer en la sartén—. No queremos que se aplasten. Así… —asintió, satisfecho—. Y las especias —le dijo—. Son el secreto y la fuerza.

Inclinándose sobre ella, le mostró cómo tomar un pellizco de esto y un toque de aquello. A medida que el olor se hacía más agradable, Juliet iba sintiéndose mas segura.

—¿Qué tal si le ponemos un poco de eso? —pregunto, señalando un manojo de perejil.

—No, eso viene justo al final. No queremos que se ahogue. Baja el fuego un poco más. Así —él asintió con la cabeza—. Ponemos la tapa y dejamos que cueza mientras despiertan las especias.

Juliet se pasó el dorso de la mano por la frente húmeda.

—Hablas de la salsa como si estuviera viva y respirara, Carlo.

—Mis salsas lo están —dijo él con sencillez—. Mientras esto cuece, se ralla el queso —tomó un pedazo de queso y lo olió con los ojos cerrados—. Squisito.

Carlo hizo que Juliet rallara el queso y lo mezclara con el sofrito mientras el resto del personal de cocina trabajaba a su alrededor. Juliet pensó en la cocina de su madre, con sus pulcras encimeras y sus olores caseros. Ella nunca había visto nada parecido. No era, desde luego, un lugar tranquilo. Algunas cacerolas se caían, los trabajadores refunfuñaban y maldecían los platos, y la velocidad reinaba por doquier. Los mozos entraban y salían cargados con bandejas, los camareros cruzaban velozmente la cocina, llevando las comandas. Mientras ella lo miraba todo con ojos como platos, Carlo permanecía concentrado. Era hora de confeccionar la pasta.

A menos que estuviera ya cocinada y en un plato, para Juliet la pasta era algo que se sacaba de una estantería en una caja de cartón. Aprendió que era otra cosa cuando tuvo las manos blancas de harina hasta las muñecas. Carlo la obligó a medir, batir y amasar hasta que le dolieron los codos.

Mientras trabajaba, Juliet empezó a comprender por que Carlo tenía tanta vitalidad. Tenía que ser así. Al ganarse la vida cocinando del modo en que lo hacía él, Carlo invertía tanta energía como un atleta. Cuando al fin Carlo le dio el visto bueno a la pasta, a Juliet le dolían los músculos de los hombros como si hubiera jugado un partido de tenis. Apartándose el pelo de los ojos y enjugándose el sudor, se volvió hacia él.

—¿Y ahora qué?

—Ahora, se hace la pasta.

Ella intentó no ponerse a gruñir mientras llenaba de agua una cacerola y la ponía a hervir.

—Una cucharada sopera de sal —le indicó Carlo.

—Una cucharada sopera de sal —masculló Juliet. Cuando se dio la vuelta, Carlo le dio una copa de vino.

—Puedes relajarte hasta que rompa a hervir.

—¿Puedo bajar el fuego?

El se echó a reír y decidió que le apetecía besarla otra vez. Juliet olía a gloria.

—Me gustas de blanco —le limpió la harina de la nariz—. Eres una cocinera muy desordenada, amor mío, pero guapísima.

Resultaba fácil olvidarse del ruido y el ajetreo de la cocina.

—¿Cocinera? —ella se ajustó su gorro con cierta petulancia—. ¿No era chef?

Carlo la besó de nuevo.

—No te pongas chulita. Unos linguini no hacen un chef —ella apenas se había acabado el vino cuando Carlo la puso de nuevo a trabajar—. Mete un extremo de la pasta en el agua. Sí, así. Ahora, ve enrollándolos a medida que se ablandan. Con cuidado. Sí, sí, tienes buena mano. Un poco más de paciencia y tal vez te dé trabajo en mi restaurante.

—No, gracias —dijo Juliet con determinación mientras el vapor se alzaba hacia su cara. Estaba casi segura de que sentía cómo se abría cada poro de su piel.

—Muévelos con cuidado. Siete minutos solamente, ni un segundo más —él volvió a llenarle la copa y le dio un beso en la mejilla.

Ella siguió removiendo la pasta, la escurrió, midió el perejil, lo echó sobre la pasta y añadió el queso. Cuando acabó, tenía la impresión de que no podría comer nada. Estaba nerviosa, descubrió con asombro. Estaba tan nerviosa como una recién casada el primer día que cocinaba.

Juntando las manos, vio cómo Carlo tomaba un tenedor y pinchaba un poco de pasta. Él inspiró, cerrando los ojos. Juliet tragó saliva. Los ojos de Carlo permanecían cerrados cuando probó el primer bocado. Juliet se mordió el labio. Hasta ese momento, no había notado que la cocina estaba tan silenciosa como una catedral. Echó un rápido vistazo alrededor y descubrió que toda actividad había cesado y que todos los ojos estaban fijos en Carlo. Se sentía como si estuviera esperando que la sentenciaran o la absolvieran.

—¿Y bien? —preguntó cuando no pudo soportarlo más.

—Paciencia —le dijo Carlo sin abrir los ojos. Un mozo entró precipitadamente y alguien le ordenó que no hiciera ruido. Carlo abrió los ojos y dejó cuidadosamente el tenedor sobre la mesa—. ¡Fantástico! —tomó a Juliet por los hombros y le dio ceremoniosamente un beso en cada mejilla mientras empezaban a resonar los aplausos.

Riendo, ella se quitó el gorro haciendo una reverencia.

—Me siento como si hubiera ganado la medalla de oro del decathlon.

—Has creado algo bello —mientras Pierre daba voces a diestro y siniestro, Carlo la tomó de las manos—. Formamos un buen equipo, Juliet Trent.

Ella sintió que algo serpenteaba hacia su corazón. Parecía imposible detenerlo.

—Si, formamos un buen equipo, Franconi.