Capítulo IX

Harta del viaje y ansiosa por tomar una copa y poner los pies en alto, Juliet se acercó al mostrador de recepción de su hotel en Chicago. Al echar un rápido vistazo al vestíbulo, descubrió con agrado suelos de mármol, esculturas y elegantes palmeras colocadas en tiestos. Tales lugares solían incluir grandes y refinados cuartos de baño. Y ella pensaba pasar su primera hora en Chicago con el cuerpo sumergido de cuello para abajo.

—¿En qué puedo ayudarla?

—Tenemos una reserva a nombre de Franconi y Trent.

Pulsando unas teclas del ordenador, el recepcionista hizo aparecer sus reservas en la pantalla.

—¿Se quedarán dos noches, señorita Trent?

—Sí, eso es.

—Todo está en orden. Si el señor Franconi y usted tienen la amabilidad de rellenar estos impresos, llamaré a un botones.

Mientras garabateaba la información que exigía el impreso, Carlo levantó la mirada. De perfil, Juliet estaba encantadora, aunque quizá un poco cansada. Llevaba el pelo recogido hacia atrás, un poco suelto en los lados y apenas alborotado por el viaje. Parecía capaz de soportar una reunión de negocios de tres horas sin quejarse. Pero entonces arqueó la espalda y cerró los ojos un instante mientras estiraba los hombros. Carlo deseó cuidar de ella.

—Juliet, no nos hacen falta dos habitaciones.

Ella cambió de posición la bolsa que llevaba al hombro y firmó el impreso.

—No empieces, Carlo. Ya está todo arreglado.

—Pero es absurdo. Te vas a quedar en mi suite, así que la otra habitación sobra.

El recepcionista se mantenía a una distancia prudencial, pero escuchaba cada palabra. Juliet sacó su tarjeta de crédito de la cartera y la dejó sobre el mostrador. Carlo notó con cierto regocijo que ya no parecía cansada, y deseó hacerle el amor durante horas.

—Cargue aquí todos mis gastos y los del señor Franconi —le dijo al recepcionista con calma.

Carlo empujó su impreso hacia el recepcionista y luego se apoyó sobre el mostrador.

—Juliet, ¿no te sientes ridícula cruzando el pasillo constantemente? Es absurdo, hasta para un editor, pagar una cama en la que no va a dormir nadie.

Con la mandíbula apretada, ella recogió de nuevo su tarjeta de crédito.

—Yo te diré lo que es ridículo — dijo en voz baja—. Es ridículo que te empeñes en avergonzarme delante de todo el mundo.

—Sus habitaciones son la 1102 y la 1108 —el recepcionista empujó las llaves hacia ellos—. Me temo que están en extremos opuestos del pasillo, y no enfrente.

—Está bien —al darse la vuelta, Juliet vio que el botones había cargado su equipaje en un carrito y los estaba escuchando atentamente. Sin decir una palabra, se dirigió hacia los ascensores.

Caminando a su lado tranquilamente, Carlo notó que la cajera tenía una sonrisa espectacular.

—Juliet, me parece extraño que te avergüence algo tan simple.

—Yo no creo que sea simple — ella apretó el botón de llamada del ascensor.

—Perdóname — Carlo se mordió la lengua—. Es que, si mal no recuerdo, dijiste que querías que nuestra relación fuera lo más simple posible.

—No me repitas lo que dije. Lo que dije no tiene nada que ver con lo que quería decir.

—Desde luego que no —murmuró él, y esperó a que ella entrara en el ascensor.

Al ver la expresión de Juliet, el botones empezó a preocuparse por su propina. Puso una sonrisa conciliadora.

—Bueno, ¿van a estar en Chicago mucho tiempo?

—Dos días —dijo Carlo amablemente.

—En dos días se pueden ver muchas cosas. Supongo que querrán bajar al lago…

—Hemos venido por negocios —lo atajó Juliet—. Sólo por negocios.

—Sí, señora —con una sonrisa, el botones sacó el carrito al pasillo—. La 1108 es nuestra primera parada.

—Ésa es la mía —Juliet sacó de nuevo su cartera y extrajo unos billetes mientras el botones abría la puerta—. Esas dos bolsas —las señaló y se volvió hacia Carlo—. Hemos quedado con Dave Lockwell en el bar a las diez para tomar una copa. Hasta entonces, puedes hacer lo que quieras.

—Se me ocurren algunas ideas —empezó a decir él, pero Juliet pasó a su lado con rapidez. Tras ponerle los billetes en la mano al botones, cerró la puerta produciendo un rápido chasquido.

Treinta minutos, en opinión de Carlo, era tiempo suficiente para que cualquiera se calmara. La actitud envarada que había mostrado Juliet respecto al asunto de las habitaciones le había causado más exasperación que enojo. Claro, que él siempre esperaba que las mujeres resultaran exasperantes. Por un lado, la reacción de Juliet le parecía bastante enternecedora e ingenua. ¿De veras creía ella que el hecho de que fueran amantes haría parpadear siquiera al recepcionista o al botones?

El hecho de que lo creyera, y de que probablemente siguiera creyéndolo siempre, era otro aspecto de su carácter que atraía a Carlo. Juliet Trent era siempre discreta, hiciera lo que hiciese. Sin embargo, bajo su impecable traje de negocios, se escondía una pasión abrasadora. Carlo la encontraba irresistible.

Sacó del jarrón una de las rosas que había hecho que le subieran de la floristería del hotel, olfateó sus pétalos una vez y luego recorrió el pasillo camino de la habitación de Juliet.

Ella acababa de salir de la bañera humeante y se estaba secando. Si cinco minutos antes hubiera oído que llamaban a la puerta, se habría puesto a gruñir. Pero se puso la bata y fue a responder.

Esperaba que fuera él. No era tan tonta como para creer que un hombre como Carlo se tomaría un portazo como una negativa definitiva. Lo que no se esperaba era la rosa. Aunque sabía que no era sensato dejarse conmover por una sola flor de tallo largo y pétalos del color del sol, se enterneció de todos modos. Su plan de mantener una conversación seria con Carlo se tambaleó.

—Pareces descansada —en lugar de darle la rosa, Carlo la tomó de la mano. Antes de que ella pudiera decidir si lo dejaba pasar, él entró.

Si no se ponía en su lugar de inmediato, pensó Juliet, nunca podría hacerse valer.

—Ya que estás aquí, hablaremos. Tenemos una hora.

—Por supuesto — él echó un vistazo a la habitación, como tenía por costumbre. La maleta de Juliet estaba sobre una mesa, todavía hecha, pero con la tapa abierta. No era muy práctico hacer y deshacer las maletas cuando uno se pasaba el tiempo saltando de una ciudad a otra. A pesar de que estaban comenzando su tercera semana de gira, el contenido de la maleta seguía pareciendo limpio y organizado. Carlo no esperaba menos de ella. Su cuaderno estaba ya junto al teléfono con dos bolígrafos. La única cosa que parecía un tanto fuera de lugar en aquella pulcra e impersonal habitación eran los zapatos de tacón italianos colocados en medio de la alfombra, donde Juliet se los había quitado. Aquella inconsecuencia cuadraba con ella a la perfección.

—Hablaríamos mejor —comenzó a decir Juliet— si dejaras de dar vueltas.

—¿Sí? —Carlo se sentó conciliadoramente y agitó la rosa bajo su nariz—. ¿Quieres que hablemos de lo que vamos a hacer en Chicago?

—No… Sí —Juliet tenía al menos una docena de cosas que repasar con él. Pero, por una vez, dejó los negocios en segundo término—. Pero más tarde —decidida a aprovechar cualquier ventaja, Juliet permaneció de pie—. Primero, quiero que hablemos de lo que ha pasado en recepción. Fue totalmente inadecuado.

—¿De veras? —Carlo había aprendido que una buena estrategia se urdía con preguntas amistosas o, sencillamente, asintiendo.

—Desde luego que sí —olvidando su estrategia, Juliet se dejó caer sobre el borde de la cama—. No tenías derecho a discutir nuestros asuntos personales en público, Carlo.

—Tienes mucha razón.

—Yo… —el apacible asentimiento de Carlo la dejó desconcertada. El discurso firme y moderadamente enojado que había preparado en la bañera se fue al garete.

—Debo disculparme —continuó él antes de que Juliet lograra rehacerse—. Fue muy desconsiderado por mi parte.

—Bueno, no —tal y como él había planeado, Juliet salió en su defensa—. No fue desconsiderado, sino inapropiado.

Él desbarató la defensa de Juliet agitando la rosa.

—Eres muy buena, Juliet. Verás, estaba pensando solamente en lo práctica que eres. Es una de las cosas que más admiro de ti. Aparte de las de mi familia, he conocido a muy pocas mujeres realmente prácticas. Ese rasgo tuyo me atrae tanto como el color de tus ojos o la tersura de tu piel.

Sintiendo que perdía pie, Juliet se sentó más derecha.

—No hace falta que me halagues, Carlo. Es simplemente cuestión de establecer ciertas normas de partida.

—¿Lo ves? —él se inclinó hacia delante para acariciar los dedos de Juliet—. Eres demasiado práctica como para esperar halagos o dejarte conmover por ellos. ¿A quién puede extrañarle que esté encantado contigo?

—Carlo…

—Aún no he terminado —él se retiró lo suficiente como para lanzar un ataque en toda regla—. Verás, conociéndote, pensé que estarías de acuerdo en que era absurdo y muy poco práctico reservar habitaciones separadas cuando lo que queremos es estar juntos. Porque tú quieres estar conmigo, ¿no, Juliet?

Frustrada, ella se quedó mirándolo. Le estaba dando la vuelta a la situación por completo. Segura de ello, Juliet buscó un asidero.

—Carlo, esto no tiene nada que ver con el hecho de que yo quiera estar contigo.

Él alzó una ceja.

—¿Ah, no?

—No. Tiene que ver con la línea que separa nuestra relación profesional de nuestra vida privada.

—Una línea difícil de trazar. Quizá imposible, al menos para mí. Quiero estar contigo, Juliet, cada momento que tengamos. Me molesta hasta que pasemos un rato separados. No me conformo con un par de horas cada noche. Quiero más, mucho más.

Al decirlo, Carlo se quedó asombrado. Aquella no había sido una de sus astutas artimañas. Aquella pequeña joya había surgido de algún lugar de su interior en el que había permanecido sigilosamente escondida, aguardando su momento para pillarlo desprevenido.

Se levantó y, para darse un momento, se acercó a la ventana y contempló el fluir del tráfico de Chicago, que corría y luego se paraba de pronto, giraba y serpenteaba y luego seguía adelante a toda prisa. La vida era así, se dijo Carlo. Uno podía avanzar a toda velocidad, pero nunca sabía cuándo algo iba a detenerlo de pronto.

Juliet permanecía en silencio detrás de él, sopesando lo que él había dicho, lo que quería decir en realidad y lo que ella sentía. Desde el principio había procurado tener presente la definición de Carlo de un asunto amoroso. Una simple vuelta en el carrusel. Cuando la música cesaba, uno se apeaba sabiendo que su dinero había valido la pena. Ahora, con unas pocas palabras, él parecía querer cambiar de perspectiva. Juliet se preguntaba si estaban preparados para ello.

—Carlo, dado que dices que lo soy, voy a ser práctica —ella se levantó, haciendo acopio de fuerzas—. Nos queda una semana de gira. En ese espacio de tiempo, tenemos que visitar Chicago y otras cuatro ciudades más. Para ser sincera, preferiría que en este momento el único asunto que hubiera entre nosotros fuera de índole personal.

El se dio la vuelta y, aunque a Juliet su sonrisa le parecía un tanto extraña, al menos sonrió.

—Eso es lo más bonito que me has dicho en todos estos días y en todas esas ciudades, Juliet.

Ella dio un paso hacia él. Parecía absurdo pensar en los riesgos que corrían teniendo tan poco tiempo.

—Estar contigo es algo que no olvidaré nunca, por más que lo intente durante los próximos años.

—Juliet…

—No, espera. Quiero estar contigo, y una parte de mí odia el tiempo que perdemos con otra gente, en habitaciones separadas, en todos esos compromisos que hicieron que nos conociéramos. Pero otra parte de mí sabe que todas esas cosas son completamente necesarias. Esas cosas seguirán ahí cuando cada uno de nosotros esté en un lugar distinto —«no, no pienses ahora en eso», se advirtió ella. Si lo hacía, su voz vacilaría—. Por más tiempo que pase contigo en tu suite, necesito una habitación propia aunque sólo sea para saber que está ahí. Tal vez sea por mi parte práctica, Carlo.

«O por tu parte vulnerable» pensó él. Pero ¿acaso no acababa de descubrir que él también tenía una parte vulnerable? Su nombre era Juliet.

—En fin, haremos lo que quieras —y tal vez fuera mejor así. Quizá él también necesitara pasar algún tiempo a solas para pensar bien las cosas.

—¿No vamos a discutir?

—¿Discutimos alguna vez, cara?

Los labios de ella se curvaron.

—Nunca —ella dio un paso adelante y le rodeó el cuello con los brazos—. ¿Te he dicho alguna vez que, cuando empecé a preparar esta gira, al ver tu fotografía pensé que eras guapísimo?

—No —él la besó suavemente—. ¿Por qué no me lo dices ahora?

—Y sexy, además —murmuró ella, llevándolo hacia la cama—. Muy, muy sexy.

—Conque sí, ¿eh? —él se dejó persuadir para tumbarse en la cama—. Así que decidiste en tu despacho de Nuevo York que seríamos amantes.

—Decidí en mi despacho de Nueva York que nunca seríamos amantes —ella empezó a desabrocharle la camisa lentamente—. Decidí que lo último que quería era dejarme seducir y enamorar por un guapísimo chef italiano con una fila de mujeres a sus espaldas más larga que una hilera de espaguetis, pero…

—Sí —él le lamió el cuello—. Creo que prefiero el «pero».

—Pero me parece que no se pueden tomar decisiones si tener en cuenta todos los datos.

—¿Te he dicho alguna vez que tu sentido práctico me vuelve loco?

Ella suspiró mientras Carlo le deshacía el nudo de la bata.

—¿Te he dicho alguna vez que me encanta que los hombres me regalen flores?

—Flores… —él alzó la cabeza y recogió la rosa que había dejado sobre la almohada, a su lado—. ¿Te sirve con una, querida?

Riendo, ella lo atrajo hacia sí.

Juliet llegó a la conclusión de que había visto más de Chicago al sobrevolar el aeropuerto que durante el día y medio que había estado allí. Los trayectos en taxi desde el hotel a los estudios de televisión, desde los estudios de televisión a los grandes almacenes, de los grandes almacenes a las librerías y de vuelta al hotel otra vez no eran forma de visitar una ciudad. Allí mismo decidió que, cuando tomara sus vacaciones a finales de mes, se iría a algún lugar caluroso con el único propósito de tumbarse a la bartola junto a una piscina de sol a sol.

El único momento remotamente divertido que pasaron consistió en otra expedición a un mercado, donde Juliet presenció cómo elegía Carlo un orondo pollo de cuatro kilos para su cacciatore.

Él tenía que preparar su pollastro alia cacciatora durante la emisión en directo de uno de los programas matinales más vistos del país. Junto a El show de Simpson, Juliet consideraba aquella aparición el momento culminante de la gira. Vamos a hablar era el programa de mayor audiencia de la televisión diurna, y seguía siendo popular y polémico pese a llevar cinco temporadas en antena.

Aunque conocía las habilidades de Carlo como showman, Juliet estaba nerviosa como un gato. El programa se emitiría en directo en Nueva York. Ella no dudaba de que en su departamento todos lo estarían viendo. Si Carlo era un bombazo, el mérito sería sólo suyo. Si era un fracaso, la culpa sería de ella. Así funcionaban las cosas en el mundo de las relaciones públicas.

Carlo no estaba en absoluto nervioso. Podía hacer cacciatore con los ojos vendados, de memoria y usando una sola mano. Tras observar cómo se paseaba Juliet de un lado a otro por la pequeña sala de descanso, sacudió la cabeza.

—Relájate, mi amor, no es más que pollo.

—No olvides mencionar los días que estaremos en las otras ciudades. Este programa se emite en todas ellas.

—Ya me lo has dicho.

—Y el título del libro.

—No lo olvidaré.

—Y acuérdate de decir que preparaste este plato para el presidente cuando visitó Roma el año pasado.

—Intentaré recordarlo. Juliet, ¿no te apetece un café? —ella sacudió la cabeza negativamente y siguió paseando. ¿Qué más?—. A mí me vendría bien uno —decidió Carlo.

Ella miró hacia la cafetera, colocada sobre una placa caliente.

—Sírvete tú mismo.

Él sabía que, si tenía algo que hacer, Juliet dejaría de preocuparse aunque fuera un momento. Y dejaría de pasearse delante de él.

—Juliet, nadie con un poco de corazón le pediría a otra persona que se beba ese veneno que lleva hirviendo desde el amanecer.

—Ah —sin vacilar, ella asumió el rol de camarera—. Yo me encargo.

Grazie.

Ella vaciló en la puerta.

—Puede que el periodista del Sun se pase por aquí antes de que empiece el programa.

—Sí, ya me lo has dicho. Seré encantador.

Mascullando para sí misma, Juliet se fue en busca de un ordenanza.

Carlo se recostó en el asiento y estiró las piernas. Tendría que beberse el café cuando ella se lo llevara, aunque no le apetecía. Tampoco quería tomar el avión hacia Detroit esa misma tarde, pero esas cosas eran inevitables. Además, Juliet y él tendrían la noche libre en Detroit. ¿En qué estado estaba Detroit, por cierto? No estarían allí el tiempo suficiente como para preocuparse por eso.

En todo caso, pronto llegaría a Filadelfia y allí podría ver a Summer. Necesitaba verla. Aunque siempre había tenido amigas, algunas de ellas íntimas, nunca había necesitado una como en ese momento. Con Summer podría hablar sabiendo que ella escucharía atentamente lo que quería decirle sin repetírselo a nadie. Antes nunca lo habían molestado las habladurías, pero tratándose de Juliet… Tratándose de Juliet, nada era como había sido antes.

Ninguna de sus anteriores relaciones amorosas se había convertido en una adicción. Despertarse por la mañana junto a una mujer había sido siempre un placer, nunca una necesidad. Día a día, Juliet iba cambiando aquello. Él no podía imaginar su dormitorio en Roma sin ella, a pesar de que Juliet nunca había estado allí. Y hacía tiempo que había dejado de imaginarse a otras mujeres en su cama.

Levantándose, empezó a pasearse de un lado a otro, como había hecho Juliet. Cuando la puerta se abrió, se dio la vuelta, esperando que fuera ella. La rubia alta y esbelta que entró no era Juliet, pero le resultaba familiar.

—¡Carlo! ¡Cuánto me alegro de verte otra vez!

—¡Lidia! —él sonrió, maldiciéndose por no haber conectado el nombre de la periodista del Sun con la cara de la mujer con la que había pasado dos días interesantes en Chicago un año y medio antes—. Estás preciosa.

Naturalmente, era cierto. Lidia Dickerson no se conformaba con menos. Era inteligente, atractiva y desinhibida. Y, si Carlo no recordaba mal, cocinaba de maravilla y era una excelente crítica especializada en gastronomía.

—Me llevé una alegría cuando supe que venías a Chicago. Haremos la entrevista después del programa, pero quería pasar antes para verte —Lidia se acercó a él contoneándose, envuelta en un olor a lilas primaverales y en el vuelo de su amplia falda—. ¿Te importa?

—Claro que no —sonriendo, él tomó su mano extendida—. Siempre me alegra ver a una vieja amiga.

Ella sonrió y puso las manos sobre sus hombros.

—Debería estar enfadada contigo, caro. Tienes mi número y mi teléfono no sonó anoche.

—Ah —él puso las manos sobre las muñecas de Lidia, preguntándose cómo podía zafarse—. Tendrás que perdonarme, Lidia. Tengo una agenda brutal. Y hay una… complicación —hizo una mueca, pensando en qué pensaría Lidia si supiera que se refería a ella como a «una complicación».

—Carlo —ella se acercó un poco más—, no me digas que no tienes un par de horas para una… vieja amiga. Tengo una receta fantástica de vitéllo tonnato —ronroneó, y el nombre del plato sonó como algo que había que comerse a la luz de la luna—. ¿Para quién voy a hacerla sino para el mejor chef de Italia?

—Me siento halagado —Carlo apoyó las manos en las caderas de Lidia, confiando en apartarla sin que se sintiera ofendida. Hasta mucho después no se daría cuenta de que no había sentido aquella fugaz punzada de deseo que solía sentir—. No he olvidado que eres una cocinera excelente, Lidia.

La risa de ella sonó baja y llena de recuerdos.

—Espero que no hayas olvidado otras cosas.

—No —él dejó escapar un suspiro y optó por la franqueza—. Pero, verás, estoy…

Antes de que pudiera acabar la frase, la puerta se abrió de nuevo. Juliet entró con una taza de café en la mano y se quedó parada de pronto. Miró a la rubia, que abrazaba a Carlo. Al mirar la cara de Carlo, alzó una ceja. Ojalá hubiera tenido una cámara.

—Juliet, yo…

—Os dejo unos minutos a solas para la… entrevista preliminar —dijo ella con calma—. Intenta estar preparado a las ocho cincuenta, Carlo. Tienes que echarle un último vistazo al decorado de la cocina —sin decir otra palabra, Juliet cerró la puerta tras ella.

A pesar de que seguía abrazada a Carlo, Lidia miró hacia la puerta cerrada.

—¡Uf! —dijo.

Carlo dejó escapar un largo suspiro mientras se separaban.

—Yo no podría haberlo expresado mejor. A las nueve, Juliet se hallaba sentada en un incómodo asiento en medio del público. Cuando Lidia se deslizó en el asiento contiguo al suyo, saludó a la periodista inclinando la cabeza y volvió a fijar la vista en el decorado. A su modo de ver, había quedado perfecto.

Cuando fue presentado con un alegre aplauso, Juliet empezó a relajarse un poco. Pero cuando empezó a preparar el pollo moviéndose como un cirujano mientras hablaba con la presentadora, su relajación fue ya completa. Carlo iba a estar fantástico.

—Tiene algo, ¿eh? —murmuró Lidia durante el primer descanso.

—Sí —dijo Juliet.

—Carlo y yo nos conocimos la última vez que estuvo en Chicago.

—Sí, me lo imaginaba. Me alegro de que haya podido venir esta mañana. ¿Recibió el libro de prensa que le mandé?

«Es fría», pensó Lidia, removiéndose en su asiento.

—Sí. Creo que el artículo saldrá a fines de esta semana. Le enviaré una copia.

—Se lo agradecería.

—Señorita Trent…

—Juliet, por favor —Juliet se giró hacia ella y esbozó una amplia sonrisa—. No hacen falta tantas formalidades.

—Está bien, Juliet, me siento como una tonta.

—Lo lamento. No deberías.

—Le tengo mucho cariño a Carlo, pero yo nunca me meto en terreno ajeno.

—Lidia, estoy segura de que no hay una sola mujer sobre la Tierra que no le tomara cariño a Carlo —cruzó las piernas mientras la cuenta atrás para salir en antena empezaba de nuevo—. Si pensara que tienes intención de pisarme el terreno, no serías capaz ni de agarrar el lápiz.

Lidia se quedó parada un momento. Luego se recostó en el asiento, riendo. Carlo se había buscado a una mujer de armas tomar. Le estaba bien empleado.

—¿Te importa que te desee suerte?

Juliet le lanzó otra sonrisa.

—Te lo agradecería.

Juliet y Lidia podían haber llegado a un acuerdo amistoso, pero a Carlo no le resultaba fácil concentrarse en su trabajo mientras las veía sentadas una al lado de la otra entre el público. Su rápida y enérgica aventura con Lidia había durado apenas dos días. Apenas sabía de ella que le gustaban el aceite de cacahuete para cocinar y las sábanas azules. Sabía lo fácil que era que un hombre fuera ejecutado sin juicio previo. Casi le parecía sentir el cosquilleo de la soga alrededor del cuello.

Pero él era inocente. Vertió la mezcla de tomates, salsa y especias sobre el pollo tostado y tapó la cacerola. Juliet tendría que escucharlo, aunque tuviera que atarla.

Terminó el plato con la finura de un artista completando un retrato regio. Actuaba ante el público como un consumado actor. Pero por la cabeza se le pasaban los negros pensamientos que acometían a un hombre en el cadalso.

Cuando el programa acabó, pasó unos instantes con la presentadora y luego dejó que el equipo devorara uno de sus mejores cacciatores. Pero cuando volvió a la sala de descanso, Juliet no estaba allí. Lidia lo estaba esperando. No le quedaba más remedio que enfrentarse primero a ella y a la entrevista.

Lidia no se lo puso fácil. Claro, que las mujeres rara vez ponían las cosas fáciles. Ella se puso a parlotear como si nada hubiera ocurrido. Le hizo preguntas y anotó sus respuestas con un brillo malicioso en la mirada. Al final, Carlo se hartó.

—Está bien, Lidia, ¿qué le has dicho?

—¿A quién? —haciéndose la tonta, Lidia lo miró parpadeando—. Ah, a tu relaciones públicas. Una mujer encantadora. Claro, que yo no soy quién para ponerle reparos a tu gusto, querido.

Él se levantó maldiciendo y preguntándose qué hacía con las manos un hombre desesperado.

—Lidia, nosotros pasamos juntos unas cuantas horas maravillosas. Nada más.

—Lo sé —algo en su tono de voz hizo que Carlo se volviera y la mirara—. No creo que ninguno de los dos pueda contar el número de horas maravillosas que ha pasado —encogiéndose de hombros, se levantó. Tal vez ella lo comprendiera, incluso puede que envidiara lo que creía haber visto en sus ojos, pero ello no era razón para dejar que se fuera de rositas—. Tu Juliet y yo sólo hemos estado charlando, querido —guardó su cuaderno y su bolígrafo en el bolso—. Cosas de chicas, ya sabes. Sólo cosas de chicas. Gracias por la entrevista, Carlo —se detuvo en la puerta y miró hacia atrás—. Si alguna vez vuelves a Chicago sin… complicaciones, llámame. Ciao.

Cuando ella se marchó, Carlo pensó en romper algo. Pero, antes de que pudiera decidir qué rompía, entró Juliet.

—Vámonos, Carlo. El taxi está esperando. Parece que tenemos tiempo suficiente para volver al hotel, recoger las maletas y tomar el próximo vuelo.

—Quiero hablar contigo.

—Sí, vale. Hablaremos en el coche —ella echó a andar por el sinuoso pasillo y a Carlo no le quedó más remedio que seguirla.

—Cuando me dijiste el nombre de la periodista, no caí en la cuenta.

—¿En la cuenta de qué? —Juliet abrió la pesada puerta metálica y salió al aparcamiento trasero. Si hubiera hecho un poco más de calor, pensó, Carlo podría haber frito el pollo en el asfalto—. Ah, de que la conocías. Bueno, es tan difícil acordarse de toda la gente a la que conocemos, ¿verdad? —ella se deslizó en el taxi y le dio al conductor el nombre del hotel.

—Hemos cruzado medio país —irritado, Carlo se montó a su lado—. Las cosas empiezan a estar un tanto confusas.

—Sí, claro —ella le dio una palmadita compasiva en la mano—. Detroit y Boston serán un infierno. Tendrás suerte si recuerdas tu propio nombre —sacó su cajita de maquillaje para darse un rápido retoque—. Claro, que tal vez pueda echarte una mano en Filadelfia. Ya me has dicho que allí tienes una… amiga.

—Lo de Summer es distinto —él le quitó la cajita de maquillaje—. La conozco hace años. Estudiamos juntos. Nunca hemos… Sólo somos amigos —concluyó mascullando—. No me gusta dar explicaciones.

—Ya lo he notado —ella empezó a sacar billetes y calculó la propina mientras el taxi se detenía frente al hotel. Al bajarse del coche, le lanzó a Carlo una larga mirada—. Nadie te las ha pedido.

—Esto es absurdo —él la agarró del brazo antes de que Juliet alcanzara las puertas giratorias—. Sí que me las has pedido. No hace falta que digas nada.

—La mala conciencia te hace imaginar toda clase de cosas —ella atravesó las puertas y entró en el vestíbulo.

—¿La mala conciencia? —furioso, Carlo la agarró del brazo junto al ascensor—. Esto no tiene nada que ver con mi conciencia. Hay que cometer un crimen, algún pecado, para tener mala conciencia.

Ella escuchó con calma mientras entraba en el ascensor y apretaba el botón de su piso.

—Tienes razón, Carlo. Y me parece que estás a punto de hacer una confesión.

El prorrumpió en una sarta de improperios en italiano que hizo que los otros dos ocupantes del ascensor se desplazaran hacia los rincones. Juliet cruzó las manos serenamente y decidió que nunca se había divertido tanto. Los otros ocupantes pasaron cautelosamente junto a Carlo cuando el ascensor se detuvo en su piso.

—¿Quieres que comamos algo rápido en el aeropuerto o prefieres esperar a que aterricemos?

—Me da igual la comida.

—Extraña afirmación viniendo de un chef —ella salió al pasillo—. Tienes diez minutos para recoger el equipaje. Yo llamaré a un botones —sacó la llave y la metió en la cerradura antes de que Carlo la agarrara de la muñeca. Al levantar la mirada hacia él, pensó que nunca lo había visto tan enfadado. Bien. Ya era hora.

—No pienso recoger nada hasta que aclaremos esto.

—¿Hasta que aclaremos qué? —contestó ella.

—Cuando cometo un crimen o un pecado, lo hago a las claras —aquello era lo más cerca que había estado de un estallido. Juliet alzó una ceja y escuchó atentamente—. Era Lidia la que me estaba abrazando.

Juliet sonrió.

—Sí, ya vi cómo te resistías. Deberían encerrarla por aprovecharse de un hombre así.

Los ojos oscuros de Carlo se volvieron casi negros.

—Te pones sarcástica, pero no entiendes las circunstancias.

—Al contrario —ella se apoyó en la puerta—. Creo que entiendo perfectamente las circunstancias, Carlo. Y creo que no te he pedido que me expliques nada. Ahora, será mejor que recojas tus maletas si vamos a tomar ese avión —por segunda vez, Juliet le cerró la puerta en las narices.

Él se quedó allí parado un momento, indeciso. Uno siempre esperaba cierta dosis de celos de una mujer con la que estaba liado. A él incluso le gustaba hasta cierto punto. Pero lo que no esperaba era una sonrisa, una palmadita en la cabeza y una comprensión instantánea cuando lo sorprendían en brazos de otra mujer. Aunque no fuera por su culpa.

No, no lo esperaba, decidió Carlo. Y no lo toleraría.

Cuando llamó a la puerta vigorosamente, Juliet aún tenía la mano en el pomo. Contó hasta diez antes de abrir.

—¿Querías algo?

Él estudió atentamente su cara.

—No estás enfadada.

Ella alzó las cejas.

—No, ¿por qué?

—Lidia es muy guapa.

—Sí, desde luego.

Él entró.

—¿No estás celosa?

—No seas absurdo —ella se sacudió un hilillo de la manga—. Si tú me encontraras con otro hombre en parecidas circunstancias, estoy segura de que lo entenderías.

—No —Carlo cerró la puerta—. Le partiría la cara.

—¿Ah, sí? —complacida, Juliet se apartó para recoger las pocas cosas que tenía en la cómoda—. Supongo que será por el temperamento italiano. Mis antepasados eran bastante juiciosos. ¿Me alcanzas el cepillo, por favor?

Carlo recogió el cepillo y se lo puso en la mano.

—¿Qué significa «juiciosos»?

—Pacíficos y aburridos, supongo. Aunque había una… mi tatarabuela, creo, que sorprendió a su marido haciéndole cosquillas a la criada. Muy juiciosamente, le dio un sartenazo. Creo que él no volvió a hacerle cosquillas a ninguna criada —metiendo el cepillo en una funda de plástico, lo guardó en la bolsa—. Creo que yo salgo a ella.

Carlo la agarró de los hombros y la hizo girarse para mirarlo.

—No había sartenes a mano.

—Cierto, pero yo tengo inventiva. Carlo… —sin dejar de sonreír, ella le rodeó el cuello con los brazos—. Si no hubiera entendido lo que estaba pasando, te habría echado el café por la cabeza. Capice?

—Sí —él sonrió y frotó su nariz contra la de ella. Pero en realidad no la entendía. Quizá por eso le gustaba tanto. Acercando su boca a la de ella, dejó que su regocijo creciera—. Juliet —murmuró—, hay un vuelo a Detroit más tarde, ¿no?

Ella se había estado preguntando si se le ocurriría pensarlo.

—Sí, esta tarde.

—¿Sabías que la prisa es mala para la salud? —mientras hablaba, le quitó la chaqueta y dejó que cayera al suelo.

—Algo he oído.

—Es muy cierto. Desde un punto de vista médico, es mucho mejor tomarse su tiempo. Mantener un ritmo constante, pero no rápido. Y, naturalmente, dar al cuerpo tiempo para relajarse a intervalos regulares. Sería muy poco saludable que recogiéramos las maletas ahora y nos fuéramos corriendo al aeropuerto —le desabrochó la falda.

—Seguramente tienes razón.

—Claro que la tengo —le susurró él al oído —. Y no conviene que nos pongamos enfermos durante la gira.

—Sería un desastre —convino ella—. De hecho, creo que es mucho mejor que nos tumbemos un ratito.

—Sí, sería lo mejor. Hay que cuidarse la salud.

—No podría estar más de acuerdo —le dijo ella mientras la camisa de Carlo iba a parar con su chaqueta y su falda.

Juliet se estaba riendo cuando cayeron sobre la cama. A Carlo le gustaba verla así. Libre, alegre, llena de entusiasmo. Igual que le gustaba cuando se mostraba más fría y enigmática. Podía disfrutar de ella de cien maneras distintas porque Juliet no era siempre la misma mujer. Y, sin embargo, lo era.

Suave, como en ese momento. Cálida allí donde la tocaba, lujuriosa donde probaba su sabor. Podía ser sumisa un instante y agresiva al siguiente, y él nunca se cansaba de aquellos vaivenes. Hicieron el amor entre risas. Carlo sabía que aquello era precioso y raro. Aquel regocijo que yacía por debajo no apagó el fuego ni siquiera cuando la pasión se apoderó de ellos. Juliet le dio más en un momento de lo que Carlo había creído que encontraría jamás en una mujer.

Ella no sospechaba que pudiera ser así: alegre, ardiente, feliz, desesperada. Había tantas cosas que no sabía… Cada vez que Carlo la tocaba sentía algo nuevo, a pesar de que tenía la impresión de que lo único que conocía eran sus caricias. Carlo la hacía sentirse fresca y deseable, salvaje y suplicante a la vez. En el espacio de unos minutos, podía suscitar en ella una intensa sensación de alborozo y una frenética excitación. Cuanto más le daba él, más fácil le resultaba a ella entregarse. Aún no era consciente, igual que él, de que cada vez que hacían el amor su intimidad se hacía más profunda. Estaba cobrando una fuerza y un peso que una simple separación no podría romper. Tal vez, si lo hubieran sabido, habrían intentado impedirlo.

Pero, en lugar de hacerlo, pasaron la mañana amándose con el brío de la juventud y la hondura de lo ya conocido.