Capítulo VIII

¿Había otros que conocieran la verdadera pasión? Abrazada a Carlo, absorta en él, Juliet comprendió que ella no la había conocido hasta hacía unos instante. ¿La pasión hacía que uno se sintiera más débil? Ella se sentía débil, pero no vacía.

¿Debía arrepentirse? Sí, desde un punto de vista lógico. Había entregado más de sí misma de lo que pretendía, había compartido más de lo que imaginaba, se había arriesgado más de lo que debería haber osado. Pero no se arrepentía. Quizá más tarde hiciera una lista de pros y contras. De momento, sólo quería disfrutar del dulce placer posterior al amor.

—Estás muy callada —el aliento de Carlo, seguido por sus labios, rozó la frente de Juliet.

Ella sonrió un poco y cerró los ojos.

—Tú también.

Frotando la mejilla contra su pelo con suavidad, Carlo contempló la luz de la luna que entraba de soslayo por la ventana. No estaba seguro de qué palabras usar. Nunca se había sentido así con una mujer. Nunca había esperado sentirse así. ¿Cómo podía decírselo a ella y esperar que lo creyera? A él mismo le costaba creerlo. Y sin embargo… Tal vez la verdad mera lo más difícil de expresar con palabras.

—Pareces muy pequeña cuando te abrazo así —murmuró él—. Me dan ganas de abrazarte así horas y horas.

—Me gusta que me abraces —a Juliet le resultó más fácil admitirlo de lo que pensaba. Riendo suavemente, giró la cabeza para mirar la cara de Carlo—. Me gusta mucho.

—Entonces, supongo que no te opondrás a que te abrace unas cuantas horas.

Ella le besó la barbilla.

—Unos minutos solamente —puntualizó—. Tengo que volver a mi habitación.

—¿No te gusta mi cama?

Ella se estiró y se acurrucó, pensando en lo maravilloso que sería no moverse de allí.

—Creo que me encanta, pero tengo cosas que hacer antes de irme a dormir, y tengo que levantarme a las seis y media, y además…

—Trabajas demasiado —la atajó él, y se inclinó para descolgar el teléfono—. Puedes despertarte aquí tan bien como en tu cama.

Sintiendo que le gustaba cómo se apretaba el cuerpo de Carlo contra el suyo, Juliet se preparó para dejarse convencer.

—Puede ser. ¿Qué estás haciendo?

—Chist. Sí, soy Franconi, de la 922. Quiero que me despierten a las seis —colgó el teléfono y rodó sobre la cama, poniendo a Juliet encima de él—. Bueno, ya está todo arreglado. El teléfono sonará al amanecer y nos despertará.

—Desde luego que sí —Juliet cruzó las manos sobre su pecho y apoyó la barbilla en ellas—. Pero les has dicho que nos llamen a las seis. No tenemos que levantarnos hasta las seis y media.

—Sí —Carlo deslizó las manos por su espalda—. Así que tenemos media hora para… eh… despertarnos.

Riendo, ella le besó el hombro. Por una vez, se dijo, dejaría que otro hiciera los planes.

—Me parece muy práctico. ¿Crees que podríamos tomarnos media hora o así para… eh… dormirnos?

—En eso precisamente estaba pensando.

Cuando sonó el teléfono, Juliet se limitó a gruñir y a deslizarse bajo las sábanas. Por segunda vez, se encontró debajo de Carlo cuando éste se giró para contestar.

Tenía el pelo alborotado y el mentón oscurecido por una sombra de barba. Pero, cuando sonreía, parecía que llevaba horas despierto. Estaba absolutamente maravilloso.

Con un repentino arrebato de energía, Juliet se colocó sobre él. Sus manos eran rápidas, su boca ávida. En cuestión de segundos, dejó a Carlo sin aliento.

Ella nunca había sido agresiva, pero le gustó sentir el fugaz gemido de sorpresa de Carlo, el rápido bombeo de su corazón. El cuerpo de Juliet reaccionó como un rayo. No le importaba que las manos de Carlo no fueran tan suaves, tan pacientes como la noche anterior. Aquella nueva urgencia la hacía estremecerse.

El era Franconi, conocido por su amplia experiencia tanto en la cocina como en la alcoba. Pero ella lo estaba volviendo salvaje y desvalido a un tiempo. Riendo, Juliet apretó su boca contra la de él, dejando que su lengua buscara su sabor oscuro y rico. Cuando Carlo intentó moverla, tomarla, pues el deseo se había vuelto tan urgente que no podía controlarlo, ella se zafó. Él susurró una maldición jadeante contra su boca.

Carlo nunca perdía la delicadeza con una mujer. La pasión, su pasión, siempre era refinada. Ahora, mientras Juliet realizaba un viaje frenético sobre él, Carlo no tenía refinamiento alguno, sólo deseo. Nunca se había precipitado. Cuando cocinaba, procedía lentamente, paso a paso. Disfrutaba, experimentaba, sentía. Hacía el amor de la misma manera. Aquellas cosas había que saborearlas, había que apreciarlas con los cincos sentidos.

Pero era imposible detenerse a paladear cuando uno se sentía empujado más allá del límite de lo civilizado. Cuando sus sentidos giraban, enredados, no era posible separar unos de otros. Sentirse arrastrado era algo nuevo para él, algo embriagador. No, no opondría resistencia, pero arrastraría a Juliet con él.

La agarró con fuerza de las caderas. Unos instantes después, perdieron los dos el sentido, impulsados más allá de la razón…

La respiración de Carlo seguía siendo irregular, pero abrazó con fuerza a Juliet y la atrajo hacia sí. Fuera lo que fuese lo que había hecho, o lo que le estaba haciendo, no quería perdérselo. Pensó fugazmente que no quería perderla y apartó aquella idea. Era peligrosa. Tenían el ahora. Era mucho más sensato concentrarse en eso.

—Tengo que irme —a pesar de que deseaba acurrucarse a su lado, Juliet se obligó a moverse—. Tenemos que estar abajo dentro de cuarenta minutos.

—Para encontrarnos con Big Bill.

—Exacto —Juliet se agachó a recoger su bata y se puso las mangas antes de levantarse. Los labios de Carlo temblaron al ver que ella se daba la vuelta para atarse el cinturón. Era enternecedor ver aquel pudor inconsciente en una mujer que acababa de explorar cada centímetro de su cuerpo—. No sabes cómo me alegro de que Bill se haya ofrecido a hacer de chófer. Lo que menos me apetece es enfrentarme a las autopistas de esta ciudad. Lo he hecho otras veces, y no se lo deseo a nadie.

—Podría conducir yo —murmuró Carlo, disfrutando del modo en que la seda verde de la bata de Juliet se movía sobre sus muslos.

—No, gracias, no quiero morir. Llamaré para que suba un botones a recoger las bolsas dentro de… treinta y cinco minutos. Asegúrate…

—De comprobar que no me dejo nada porque no vamos a volver —concluyó él—. Juliet, ¿no he demostrado ya que soy una persona competente?

—Sólo quería recordártelo —ella fue a echar un vistazo a su reloj, pero entonces recordó que no lo llevaba puesto—. La entrevista en televisión será un paseo. La presentadora es Jacky Torrence. Es un programa bastante divertido que va después de una telecomedia.

—Hmm —él se levantó, desperezándose. La relaciones públicas había vuelto, pensó con una media sonrisa, pero, al agacharse para recoger su batín, notó que ella se había quedado callada. Alzando la cabeza, la miró.

Cielo santo, qué guapo era, pensaba Juliet. Agendas, planes, puntos de información, todo voló de su cabeza. Al sol de la mañana, su piel parecía más dorada que morena, suave y tersa sobre las costillas, y su cintura se afinaba hasta alcanzar la línea estrecha de las caderas. Dejando escapar un suspiro tembloroso, Juliet dio un paso atrás.

—Será mejor que me vaya —logró decir—. Repasaremos la agenda de hoy de camino al estudio.

A Carlo le agradó enormemente comprender qué era lo que había roto su concentración. Sujetando la bata en una mano, se acercó a ella.

—Tal vez nos topemos con un atasco.

—Muérdete la lengua —intentando poner un tono ligero, Juliet logró susurrar—: Qué bata tan interesante.

El tono de su voz excitó aún más a Carlo.

—¿Te gustan los flamencos? Mi madre tiene mucho sentido del humor —pero no se puso la bata mientras seguía acercándose a ella.

—Carlo, quédate donde estás. Lo digo en serio —ella levantó una mano mientras retrocedía hacia la puerta.

El sonrió, y siguió sonriendo después de oír el chasquido de la puerta del pasillo.

Entre Juliet, que hacía restallar el látigo, y Bill, que conducía, su agenda en Houston funcionó con la precisión de un reloj. Los medios respondieron con entusiasmo. La sesión de firmas de media tarde se convirtió en una auténtica fiesta y fue un éxito rotundo. Juliet se buscó un sitio en un almacén y rasgó el grueso sobre que le habían mandado al hotel desde su oficina. Recostándose en una silla, empezó a revisar los artículos que su ayudante le había enviado por correo urgente.

Los de Los Angeles eran excelentes, tal y como esperaba. Entusiastas y amenos. En San Diego podían haber sido más exhaustivos, pero le habían dado a Carlo la portada del suplemento gastronómico de un periódico, y la contraportada de la sección de estilo de otro. No podían quejarse. Los de Portland y Seattle incluían una receta y críticas entusiásticas. Juliet se habría frotado las manos de alegría si no hubiera estado bebiendo café. Entonces llegó a los artículos de Denver. El café se le salió de la taza y le manchó la mano.

—¡Maldita sea! —hurgando en su maletín, encontró tres pañuelos de papel arrugados y empezó a limpiarse el café. Una columna de cotilleos. ¿Quién lo habría pensado? Juliet se concedió un momento para pensar y luego se relajó. La publicidad era la publicidad, a fin de cuentas. Y lo cierto era que Franconi generaba cotilleos.

Asintió distraídamente mientras leía deprisa el primer párrafo. Charlatán y superficial, pero no ofensivo. Había mucha gente que no miraba las secciones gastronómicas, y que sin embargo leía las columnas de cotilleos. Bien mirado, era seguramente una publicidad excelente. Entonces leyó el segundo párrafo y estuvo a punto de caerse de la silla. Esta vez, ni siquiera notó que el café se derramaba en el suelo. Su expresión cambió de perpleja a furiosa en cuestión de segundos. En el mismo espacio de tiempo, embutió los artículos en el sobre. No le resultó fácil, pero se dio cinco minutos para intentar calmarse antes de volver a la tienda.

El horario previsto sólo les permitía quedarse quince minutos más, pero Carlo tenía a más de veinte personas esperando y a otras tantas merodeando alrededor. Los quince minutos tendrían que convertirse en treinta. Apretando los dientes, Juliet se acercó a Bill.

—Ah, estás ahí —jovial como siempre, Bill le pasó un brazo alrededor de los hombros y la apretó—. Esto va de perlas. Ese pillín de Carlo sabe cómo encandilar a las mujeres sin enfadar a los hombres.

—Bill, ¿puedo usar el teléfono? Tengo que llamar a la oficina.

—Claro. Ven conmigo —la condujo a través de las secciones de psicología, novela del oeste y literatura romántica, hasta una puerta en la que ponía privado—. Sírvete tú misma —la invitó, indicándole que pasara a una habitación con una mesa metálica, un flexo y montones y montones de libros. Juliet se fue derecha al teléfono.

—Gracias, Bill —no esperó a que la puerta se cerrara para empezar a marcar—. Deborah Mortimor, por favor —le dijo a la operadora que contestó. Dando golpecitos con el pie, aguardó.

—Aquí la señorita Mortimor.

—Deb, soy Juliet.

—Hola, estaba esperando que llamaras. Parece que, cuando vuelvas a Nueva York, vamos a tener un auténtico chollo con el Times. Acabo de…

—Eso luego —Juliet metió la mano en el maletín y sacó un frasco de antiácidos—. He recibido los artículos.

—Son geniales, ¿no?

—Sí, claro. Maravillosos.

—Oh oh —Deb aguardó un instante—. Lo dices por lo del numerito de Denver, ¿verdad?

Juliet le dio una rápida patada a la silla giratoria.

—Pues claro.

—Siéntate, Juliet —Deb no tenía que ver a Juliet para saber que se estaba paseando.

—¿Sentarme? Me dan ganas de volver a Denver y estrangular a esa cretina.

—Matar periodistas no es bueno para una relaciones públicas, Juliet.

—«La encantadora compañera de viaje americana de Carlo Franconi» —citó entre dientes—. ¡Compañera de viaje! Da la impresión de que sólo le sirvo de entretenimiento para el camino. Y luego…

—Lo he leído —la interrumpió Deb—. Y Hal también, —añadió, refiriéndose al director de publicidad. Juliet cerró los ojos un momento.

—¿Y?

—Bueno, primero pasó por unos seis estados de ánimo diferentes. Al final, decidió que unos cuantos comentarios como ése avivarían el interés del público y ayudarían a aumentar la… bueno, la leyenda de Franconi, podríamos decir.

—Entiendo —Juliet apretó la mandíbula y sus dedos se crisparon sobre el frasco de pastillas—. Entonces, todo arreglado, ¿no? Me encanta contribuir a aumentar la leyenda de un cliente.

—Bueno, Juliet…

—Mira, dile a nuestro querido y viejo Hal que lo de Houston ha salido a pedir de boca —iba a necesitar dos pastillas. Juliet sacó otra del frasco con el pulgar—. No quiero que le digas que he llamado para hablar de… del incidente de Denver.

—Como quieras.

Tomando un bolígrafo, Juliet se sentó y abrió un hueco en el escritorio.

—Ahora, cuéntame qué pasa con el Times.

Media hora después, Juliet estaba acabando de hacer su última llamada cuando Carlo asomó la cabeza en el despacho. Al ver que ella estaba al teléfono, Carlo hizo girar los ojos, cerró la puerta y se apoyó contra ella. Alzó una ceja al ver el frasco de antiácidos medio vacío.

—Sí, gracias, Ed, el señor Franconi llevará todos los ingredientes y estará en el estudio a las ocho en punto. Sí —ella se rió, a pesar de que estaba dando golpecitos con el pie en el suelo—. Está absolutamente delicioso. Te lo garantizo. Hasta dentro de dos días.

Cuando Juliet colgó, Carlo se acercó a ella.

—No has venido a rescatarme.

Ella le lanzó una mirada larga y lenta.

—Parecía que te las arreglabas muy bien sin mí.

El conocía aquel tono de voz, y aquella expresión. Lo único que tenía que hacer era encontrar su causa. Acercándose lentamente, tomó el frasco de pastillas.

—Eres muy joven para necesitar estas cosas.

—No sabía que hubiera un límite de edad para tener una úlcera.

El arrugó el ceño mientras se sentaba al borde de la mesa.

—Juliet, si creyera que tienes una úlcera, te llevaría a mi casa de Roma y te tendría en la cama un mes a base de purés. Ahora… —se guardó el frasco en el bolsillo—, dime cuál es el problema.

—Son varios, en realidad —dijo ella quisquillosamente mientras recogía sus notas—. Pero ya están arreglados. En Chicago tendremos que hacer la compra otra vez para ese plato de pollo que piensas hacer. Así que, si has acabado aquí, podemos…

—No —él puso una mano sobre su hombro y la sujetó en la silla—. No hemos acabado. Comprar pollo en Chicago no es lo que te ha hecho recurrir a las pastillas. Dime qué es.

La mejor defensa era siempre el hielo. La voz de Juliet se heló.

—Carlo, he estado muy ocupada…

—¿Crees que después de dos semanas no te conozco? —impaciente, él la zarandeó con suavidad—. Tú sólo buscas las aspirinas o esos caramelitos de menta en el maletín cuando estás muy estresada. Y no me hace ni pizca de gracia.

—Pues así soy yo —ella intentó apartarle la mano sin conseguirlo—. Carlo, tenemos que llegar al aeropuerto.

—Tenemos tiempo de sobra. Dime qué pasa.

—Está bien —ella sacó el artículo del maletín con dos movimientos bruscos y se lo puso en las manos.

—¿Qué es esto? —Carlo le echó un vistazo sin leerlo—. ¿Una de esas columnas sobre quién sale con quién y sobre qué se ponen cuando se ven?

—Más o menos.

—Ah —al empezar a leer desde el principio, Carlo asintió con la cabeza—. Y a ti te han visto conmigo.

Juliet cerró su cuaderno y lo guardó cuidadosamente en el maletín. Se recordó dos veces que no conseguiría nada perdiendo los nervios.

—Como tu relaciones públicas, eso difícilmente podía evitarse.

Él se limitó a asentir.

—Pero piensas que esto sugiere algo más.

—Dice algo más —replicó ella—. Y no es cierto.

—Aquí dice que eres mi compañera de viaje —él alzo la mirada, sabiendo que aquello no iba a sentarle bien—. Puede que no sea toda la historia, pero no es incierto. ¿Te molesta que te conozcan como mi acompañante?

Juliet no quería que se pusiera razonable.

—El matiz que tiene aquí la palabra «acompañante» no es ni profesional, ni inocente. No estoy aquí para que mi nombre aparezca unido al tuyo de este modo, Carlo.

—¿De qué modo, Juliet?

—Aquí pone mi nombre y dice que siempre te tengo al alcance de la mano y que te guardo como si fueras mi propiedad personal. Y que tú…

—Que te beso la mano en locales públicos como si no pudiera esperar a estar a solas contigo —leyó Carlo de un vistazo—. ¿Y? ¿Qué importa lo que diga aquí?

Ella se pasó las manos por el pelo.

—Carlo, estoy aquí, contigo, para cumplir con mi trabajo. Este artículo ha pasado por mi oficina y por las manos de mi jefe. ¿No sabes que algo como esto podría arruinar mi credibilidad?

—No —dijo él con sencillez—. Esto no son más que habladurías. ¿Tu jefe se ha enfadado?

Ella se echó a reír, pero con poco humor.

—No. En realidad, por lo visto le parece estupendo. Favorece tu imagen.

—Bueno, ¿y entonces?

—Yo no quiero servir para favorecer tu imagen —replicó ella con tanto ímpetu que los dos se sorprendieron—. No pienso ser uno más entre esas decenas de nombres y caras asociadas contigo.

—Bien —murmuró él—. Al fin hemos dado con la verdad. Estás enfadado conmigo por esto —él dejó los artículos sobre la mesa—. Estás enfadada porque ahora hay mas verdad en este artículo que cuando se escribió.

—No quiero estar en la lista de nadie, Carlo —su voz abia bajado, calmándose. Metió los puños cerrados en los bolsillos de la falda—. Ni en la tuya, ni en la de nadie. No he llegado hasta donde estoy para permitir que ahora ocurra esto.

Carlo se levantó, preguntándose si Juliet comprendía lo ofensivas que eran sus palabras. No, para ella eran hechos fehacientes, no dardos.

—Yo no te he puesto en ninguna lista. Si tú estás pensando en una, eso no tiene nada que ver conmigo.

—Hace un par de semanas era una actriz francesa y el mes anterior una condesa viuda.

Él no gritó, pero le costó toda su fuerza de voluntad moderar su voz.

—Nunca he fingido que fueras la primera mujer con la que me acostaba. Ni esperaba ser el primer hombre con el que te acostabas tú.

—Eso es totalmente distinto.

—Ah, ahora eres tú quien emplea un doble rasero —Carlo recogió el artículo, hizo una bola con él y lo tiró a la papelera—. No tengo paciencia para estas cosas, Juliet.

Carlo se acercó a la puerta antes de que ella hablara.

—Espera, Carlo —él se dio la vuelta, intentando refrenar su ira—. Maldita sea —con las manos todavía en los bolsillos, Juliet caminó de un montón de libros a otro—. No pretendía reprocharte nada. Está totalmente fuera de lugar y lo lamento de veras. Supongo que pensarás que ahora mismo no pienso con mucha claridad.

—Eso parece.

Juliet dejó escapar un suspiro, percibiendo el filo aguzado de la voz de Carlo.

—No sé cómo explicarlo. Sólo puedo decir que mi carrera es muy importante para mí.

—Eso lo entiendo.

—Pero no es más importante que mi intimidad. No quiero que mi vida privada sea la comidilla de la oficina.

—La gente habla, Juliet. Es natural e insignificante.

—Yo no puedo quitármelo de encima con la misma facilidad que tú —ella recogió el maletín y luego volvió a dejarlo sobre la mesa—. Estoy acostumbrada a permanecer en segundo plano. Organizo las cosas, me ocupo de los detalles, voy de acá para allá, pero es la foto de otro la que sale en el periódico. Y así es como quiero que sea.

—No siempre se tiene lo que se quiere —con los pulgares enganchados en los bolsillos, Carlo se recostó contra la puerta y la miró—. Tu enfado tiene que ver con algo más profundo que unas cuantas líneas en un periódico de las que nadie se acordará mañana.

Ella cerró los ojos un momento y luego se volvió hacia él.

—Está bien, sí, pero no se trata de que esté enfadada. Me he colocado en una posición delicada contigo, Carlo.

El sopesó cuidadosamente la frase, la analizó y la juzgó.

—¿Una posición delicada?

—Por favor, no me malinterpretes. Estoy aquí, contigo, por mi trabajo. Es muy importante para mí cumplir con mi labor con la mayor profesionalidad posible. Lo que ha pasado entre nosotros…

—¿Y qué ha pasado entre nosotros? —preguntó él al ver que ella se interrumpía.

—No me lo pongas difícil.

—Está bien, te lo pondré fácil. Somos amantes.

Ella dejó escapar un largo y trémulo suspiro, preguntándose si de veras creía él que aquello era fácil. Para él tal vez fuera un paseo más a la luz de la luna. Para ella, era una carrera a través de un huracán.

—Quiero mantener ese aspecto de nuestra relación completamente separado del ámbito profesional.

A Carlo lo sorprendió que aquella aseveración le pareciera enternecedora. Tal vez el hecho de que Juliet era medio romántica, medio empresaria, fuera en parte la razón por la que se sentía atraído por ella.

—Juliet, amor mío, parece que estás negociando un contrato.

—Puede que sea así —los nervios empezaban a apoderarse de ella otra vez—. Puede que en cierto sentido sea eso lo que estoy haciendo.

La furia de Carlo se había disipado. Los ojos de Juliet no parecían tan firmes como su voz. Sus manos, notó él, se retorcían. Se acercó lentamente a ella, complacido al ver que, pese a que ella no se apartaba, su recelo hubiera hecho de nuevo acto de presencia.

—Juliet… —alzó una mano para acariciarle el pelo—, se pueden negociar cláusulas y horarios, pero no emociones.

—Pero las emociones se pueden… regular.

Él la agarró de las manos, besándoselas.

—No.

—Carlo, por favor…

—Te gusta que te toque —murmuró él—. Aunque estemos aquí o entre un montón de extraños. Si toco tu mano así, ya sabes en qué estoy pensando. No siempre se trata de pasión. Hay veces que, cuando te veo o te toco, sólo tengo ganas de estar contigo… hablando, o sentado en silencio. ¿Quieres que negociemos cómo tengo que tocarte la mano o cuántas veces al día me está permitido?

—No me hagas parecer tonta.

Los dedos de Carlo se tensaron sobre los suyos.

—No hagas que lo que siento por ti parezca una tontería.

—Yo… —no, ella no podía tocar ese tema. No se atrevía—. Carlo, yo sólo quiero que las cosas sean más simples.

—Imposible.

—No, no es cierto.

—Entonces, dime, ¿esto es simple? —deslizando un dedo sobre su hombro, se inclinó para besarla. Tan suavemente, con tanta delicadeza, que apenas la besó. Ella sintió que sus piernas se disolvían de rodilla para abajo.

—Carlo, nos estamos saliendo del tema.

Él deslizó los brazos a su alrededor.

—A mí este tema me gusta mucho más. Cuando lleguemos a Chicago… —sus dedos se deslizaron arriba y abajo por la espalda de Juliet mientras empezaba a depositar suaves besos sobre su cara—, quiero pasar la noche a solas contigo.

—Tenemos… tenemos un cita para tomar una copa a las diez con…

—Cancélala.

—Sabes que no puedo, Carlo.

—Muy bien —él tomó el lóbulo de su oreja entre los dientes—. Diré qué estoy cansado y me aseguraré de que nos vamos prontito a la cama. Luego, me pasaré el resto de la noche haciéndote cositas así.

Su lengua se introdujo en la oreja de Juliet y luego se retiró hacia su lóbulo. El estremecimiento que se apoderó de Juliet bastó para excitarlos a ambos.

—Tú no lo entiendes, Carlo.

—Entiendo que te deseo —la agarró por los hombros—. Si ahora te dijera que te deseo más de lo que he deseado a ninguna otra mujer, no me creerías.

Ella se retiró, pero Carlo la agarró de nuevo.

—No, no te creería. No hace falta que lo digas.

—Te da miedo oírlo. Te asusta creerlo. Conmigo no conseguirás que las cosas sean simples, Juliet. Pero a cambio tendrás un amante que no podrás olvidar.

Ella se calmó un poco y lo miró fijamente.

—Ya me he resignado a eso, Carlo. No pienso pedir «culpas por ello, ni me arrepiento de haber acudido a ti anoche.

—Entonces, resígnate también a esto —la ira volvió a aparecer en sus ojos, ardiente y volátil—. Me importa un comino lo que digan los periódicos, lo que se murmure en los despachos de Nueva York. Lo único que me importa en este momento eres tú.

Algo se rompió suavemente dentro de ella. Una línea defensiva construida instintivamente a lo largo de los años. Sabía que no debía tomárselo al pie de la letra. A fin de cuentas, se trataba de Carlo Franconi. Si ella le importaba, era únicamente a su modo y por un tiempo. Sin embargo, algo se había hecho añicos en su interior, y ella no podría reconstruirlo fácilmente. En lugar de hacerlo, prefirió mostrarse franca.

—Carlo, no sé cómo manejarte. No tengo experiencia en estas cosas.

—Pues no intentes manejarme —él la tomó de nuevo por los hombros—. Confía en mí.

Juliet puso las manos sobre las de él, las apretó un momento y luego se apartó.

—Es muy pronto. Y esto es demasiado para mí.

A veces, en su trabajo, Carlo tenía que derrochar paciencia. En su vida privada le sucedía mucho más raramente. Sin embargo, sabía que, si presionaba a Juliet en ese momento, como deseaba hacer por alguna razón que no alcanzaba a explicarse, sólo conseguiría que se distanciaran aún más.

—Entonces, por ahora, nos limitaremos a disfrutar el uno del otro.

Eso era lo que ella quería, se dijo Juliet. Nada más, ni nada menos. Sin embargo, tenía ganas de llorar.

—De acuerdo, disfrutaremos el uno del otro —dijo. Dejando escapar un suspiro, tomó la cara de Carlo entre las manos como él hacía a menudo con la suya—. Muchísimo.

Al apoyar su frente en la de ella, Carlo se pregunto por qué aquello no le parecía suficiente.