Juliet era una experta en administrar el tiempo. Era su trabajo en la misma medida que las labores de promoción. De ese modo, si lograba ahorrar tiempo, podía derrocharlo cuando las circunstancias lo requerían. Si hacía bien su tarea, podía organizar una agenda tan apretada que no habría tiempo para conversaciones que no estuvieran directamente relacionadas con el trabajo. Y contaba con que Houston se prestara a sus fines.
Había trabajado otras veces con Big Bill Bowers, un fanfarrón enérgico y cariñoso que se ocupaba de los eventos especiales de Books, Etc., una de las mayores cadenas de librerías del país. Big Bill dominaba Texas y no se avergonzaba de ello. Era aficionado a las anécdotas largas y exageradas, a las botas repujadas y a la cerveza fría.
A Juliet le caía bien porque era astuto y directo y porque le facilitaba invariablemente el trabajo. En aquella gira en particular, bendecía su presencia porque era, además, un pelmazo impenitente. No les dejaría a Carlo y a ella muchos momentos de intimidad.
En cuanto llegaron al aeropuerto internacional de Houston, aquel texano de metro noventa de estatura y ciento quince kilos de peso se empeñó en entretenerlos.
Había una muchedumbre esperando al final de la pasarela pero era fácil distinguir a Big Bill. Sólo había que buscar a un toro Brahma con un sombrero Stetson.
—Vaya, vaya, aquí está la pequeña Juliet, tan guapa como siempre.
Juliet se encontró atrapada en un enorme abrazo.
—Bill —ella probó sus pulmones cautelosamente cuando se retiró—. Siempre es un placer volver a Houston. Tienes muy buen aspecto.
—La vida sana, cariño —él profirió una risotada que hizo que algunas cabezas se giraran. Juliet sintió que su ánimo mejoraba instantáneamente.
—Carlo Franconi, Bill Bowers. Pórtate bien con él —añadió con una sonrisa—. No sólo es un grandullón, también es quien se encargará de promocionar tus libros en la mayor cadena de librerías del estado.
—Entonces, me portaré bien —Carlo le tendió la mano y se encontró con su enorme y carnosa zarpa.
—Me alegro de que hayáis venido —la misma mano carnosa le dio a Carlo una palmadita amistosa en la espalda que podría haber tumbado un árbol joven. Juliet le concedió algunos puntos a Carlo por no caerse de boca.
—Es un placer estar aquí —se limitó a decir él.
—Yo nunca he estado en Italia, pero me encanta la comida italiana. Mi mujer hace unos espaguetis riquísimos. Déjame que te lleve eso —antes de que Carlo pudiera decir nada, Bill le quitó el pesado maletín de piel. Juliet no pudo evitar una mueca divertida cuando Carlo miró el maletín como si éste fuera un niño pequeño que subía por primera vez al autobús del colegio—. Tengo el coche fuera. Vamos a recoger las maletas y a largarnos. Los aeropuertos y los hospitales, no los soporto —Bill echó a andar hacia la terminal a enormes zancadas—. En el hotel os están esperando. Lo comprobé esta mañana.
Juliet consiguió mantenerle el paso a pesar de que llevaba tacones altos.
—Sabía que podía contar contigo, Bill. ¿Qué tal está Betty?
—Tan mandona como siempre —dijo, orgulloso de su mujer—. Como los chicos se han ido, sólo me puede dar órdenes a mí.
—Pero sigues loco por ella.
—Uno se acostumbra al cabo de un tiempo —sonrió, mostrando un prominente diente de oro—. No hace falta que vayamos al hotel enseguida. Podemos enseñarle un poco Houston a Carlo —mientras caminaba, balanceaba el maletín de Carlo junto al costado.
—Me encantaría —Carlo se acercó discretamente a su costado—. Yo podría llevar ese maletín…
—No hace falta. ¿Qué llevas ahí dentro, chico? Pesa una tonelada.
—Herramientas —dijo Juliet con una sonrisa inocente—. Carlo es muy suspicaz con sus herramientas.
—Nunca se es demasiado suspicaz con las herramientas de uno —dijo Bill, asintiendo con la cabeza. Se tocó el ala del sombrero al ver pasar a una joven con minifalda y larguísimas piernas—. Yo todavía tengo el martillo que me regaló mi padre cuando tenía ocho años.
—Yo soy igual de sentimental con mis espátulas —murmuró Carlo. Pero Juliet notó que a él tampoco le habían pasado inadvertidas aquellas piernas.
—Tienes todo el derecho —los dos hombres intercambiaron una mirada viril y complacida. Juliet pensó que tenía más que ver con largos y tersos muslos que con herramientas—. Bueno, supongo que los dos estaréis hartos de restaurantes elegantes y pollo a la crema. Vamos a hacer una pequeña barbacoa en mi casa. Podréis quitaros los zapatos, soltaros el pelo y comer comida de verdad.
Juliet había estado una vez en una de las pequeñas barbacoas de Bill, que por lo general consistían en asar un ternero entero, además de varios pollos y la mejor parte de un cerdo, haciéndolo bajar todo con un par de docenas de litros de cerveza. Aquello significaba que Juliet no vería su habitación de hotel al menos en cinco horas.
—Suena genial. Carlo, no sabrás lo que es la buena vida hasta que pruebes uno de los chuletones de Bill asado con leña de mezquite.
Carlo pasó una mano sobre el codo de Juliet.
—Entonces, habrá que probar la buena vida —su tono hizo que ella girara la cabeza y lo mirara—, antes de ocuparse de los negocios.
—Aquí está el ticket —Bill se detuvo delante de la cinta transportadora—. Decidme cuáles son y vamos a cargarlas en el coche.
En la pequeña barbacoa de Bill se mezclaron con un centenar de invitados. La música la ponía una orquesta compuesta por siete músicos aparentemente incansables. De la piscina, separada del patio por una extensión de arbustos de flores rojas que olía a calor y especias, se alzaban risas y ruido de chapoteo. Un olor a carne asada, salsa y humo lo cubría todo. Juliet comió el doble de lo normal porque su anfitrión le llenó el plato y no le quitó el ojo de encima hasta que lo dejó vacío.
A ella debería haberle alegrado que Carlo estuviera rodeado por una docena de mujeres en traje de baño y pareo, que, de pronto, parecían haber desarrollado un ávido interés por la cocina. Sin embargo, pensó Juliet con acritud, la mayoría de ellas no distinguiría un fogón de un abrelatas.
Debería haberla alegrado tener a varios hombres danzando a su alrededor. Apenas era capaz de retener sus nombres y sus caras mientras observaba a Carlo reírse con una morena de metro ochenta ataviada con dos minúsculas tiras de tela.
La música sonaba alta; el aire, pesado y cálido. Cediendo a la necesidad, Juliet había sacado de su maleta unos pantalones cortos de pinzas y una camiseta ceñida y se había cambiado. De pronto se le ocurrió que era la primera vez desde el inicio de la gira que podía sentarse al aire libre y tomar el sol sin tener un cuaderno y un lápiz en la mano. A pesar de que el rubio de relucientes bíceps que había a su lado corría el riesgo de convertirse en un tostón, procuró disfrutar del momento.
Era la primera vez que Carlo la veía sin uno de sus discretos trajes. Él ya había deducido por su modo de caminar que sus piernas eran más largas de lo que podía pensarse por su estatura. No se había equivocado.
Ella no parecía tener problemas a la hora de relacionarse con naturalidad con otros hombres. Carlo bebió un sorbo de cerveza mientras la observaba cruzar las largas piernas y reírse con dos hombres sentados a su lado. Juliet no se inmutó cuando el más joven, un tipo musculoso y recio sentado a su izquierda, le puso la mano sobre el hombro y se inclinó hacia ella.
No era propio de Carlo sentir celos. Aunque era un hombre apasionado, nunca había experimentado ese sentimiento. Siempre había creído que una mujer tenía tanto derecho como él a flirtear y experimentar. Pero de pronto había descubierto que aquella regla no servía para Juliet. Si volvía a permitir que aquel patán de piel resbaladiza le pusiera la mano encima…
A Carlo no le dio tiempo a acabar de formular aquella idea. Juliet se rió de nuevo, dejó a un lado su plato y se levantó. No pudo oír lo que le decía al hombre sentado a su lado, pero ella echó a andar despacio y entró en la enorme casa del rancho. Un momento después, aquel individuo moreno y despechugado se levantó y la siguió.
—Maledetto!
—¿Cómo dices? —la morena se detuvo en mitad de lo que creía una conversación íntima.
Carlo apenas se molestó en mirarla.
—Scusi —farfullando, salió en pos de Juliet. Llevaba una mirada asesina.
Harta de luchar a brazo partido con las empalagosas atenciones del joven vecino de Big Bill, Juliet se escabulló en la casa a través de la cocina. Estaba de mal humor, pero se alegraba de haber sabido contenerse. No le había arrancado un pedazo a aquel Adonis de mano larga, ni había gruñido una sola vez al mirar a Carlo.
Ocuparse de su trabajo siempre la ayudaba a refrenar su mal genio. Mirando su reloj, decidió que podía llamar a su ayudante a casa para saber qué tal iban las cosas. Acababa de descolgar el teléfono de la cocina cuando sintió que alguien la levantaba del suelo.
—Tim —logró que su voz sonara amable al tiempo que pensaba que era una lástima que aquel chico tuviera la mayor parte de los músculos de cuello para arriba—. Vas a tener que bajarme para que pueda llamar por teléfono.
—Esto es una fiesta, cariño —girándola mediante una flexión muscular, la sentó sobre el mostrador—. No hace falta que llames a nadie teniéndome a mí aquí.
—¿Sabes qué creo? —Juliet pensó en asestarle una rápida patada por debajo del cinturón, pero se conformó con darle una palmadita en el hombro. A fin de cuentas, era el vecino de Bill—. Creo que deberías volver a la fiesta antes de que las chicas te echen de menos.
—Tengo una idea mejor —él se inclinó hacia delante, poniendo una mano a cada lado de ella. Sus dientes relucían como en un anuncio de pasta dentífrica—. ¿Por qué no nos montamos tú y yo una fiestecita privada? Supongo que vosotras, las chicas de Nueva York, sabéis divertiros.
—Nosotras, las chicas de Nueva York —dijo con calma—, sabemos decir que no. Ahora, apártate, Tim.
—Vamos, Juliet —él enganchó un dedo en el cuello de su camiseta—. Tengo una preciosa cama de agua al otro lado de la calle.
Ella le puso una mano en la muñeca. Vecino o no, iba a darle una patada.
—¿Por qué no vas a tirarte a la piscina?
Él se limitó a sonreír mientras deslizaba una mano por la pierna de Juliet.
—Eso era justamente lo que pensaba hacer.
—Disculpa —la voz de Carlo sonó tensa desde la puerta—. Si no encuentras otra cosa que hacer con las manos inmediatamente, puede que pierdas su uso para siempre.
—Carlo… —dijo Juliet con voz crispada. No estaba de humor para que la rescatara un caballero de brillante armadura.
—La señorita y yo estamos manteniendo una conversación privada —Tim contrajo los pectorales—. Lárgate.
Con los pulgares enganchados en los bolsillos del pantalón, Carlo se acercó despacio. Juliet notó que parecía tan furioso como el día de la albahaca de bote. Cuando se ponía así, era inútil razonar con él. Juliet masculló una maldición, dejó escapar un suspiro e intentó evitar una escena.
—¿Por qué no salimos todos?
—Excelente idea —Carlo le tendió una mano para ayudarla a bajar. Antes de que ella pudiera dársela, Tim le bloqueó el camino. Carlo inclinó la cabeza y luego posó su mirada en Juliet—. ¿Habéis terminado de hablar?
—Sí —exasperada, se quedó sentada donde estaba.
—Por lo visto, Juliet ha terminado —la sonrisa de Carlo era amistosa, pero sus ojos tenían una mirada fría y dura—. Estás impidiéndole el paso.
—Te he dicho que te largues —Tim agarró a Carlo por las solapas.
—Dejadlo ya los dos —imaginándose a Carlo sangrando por la nariz y la boca, Juliet agarró un frasco de galletas en forma de sombrero. Antes de que pudiera usarlo, Tim dejó escapar un gruñido y se dobló por la cintura. Boquiabierto, se llevó las manos al estómago. Juliet se quedó mirándolo con expresión atónita.
—Puedes bajar eso —le dijo Carlo suavemente—. Es hora de que nos marchemos —al ver que ella no se movía, Carlo agarró el frasco, lo dejó a un lado y la tomó de la mano—. Discúlpanos —dijo amablemente dirigiéndose a Tim, que seguía gruñendo, y a continuación sacó a Juliet al exterior.
—¿Qué has hecho?
—Lo que era necesario.
Juliet miró hacia la puerta de la cocina. Si no lo hubiera visto con sus propios ojos…
—Le has pegado.
—No muy fuerte —Carlo saludó con una inclinación de cabeza a unos invitados que estaban tomando el sol—. Ese tipo tiene músculos en la cabeza, en lugar de cerebro.
—Pero… —ella miró las manos de Carlo. Eran elegantes y finas. En uno de sus pulgares brillaba un diamante—. Pero si era enorme…
Carlo alzó una ceja mientras se sacaba las gafas de sol del bolsillo.
—El tamaño no es siempre una ventaja. Eso lo aprendí en el barrio donde crecí. ¿Estás lista para marcharte?
No, su voz no era agradable, pensó Juliet. Era fría. Gélida. La suya imitó instintivamente la de él.
—Supongo que debería darte las gracias.
—En efecto, a no ser, naturalmente, que te guste que te soben. Tal vez Tim estuviera siguiendo las señales que tú le habías mandado.
Juliet se detuvo de pronto.
—¿Qué señales?
—Las que mandan las mujeres cuando quieren que las persigan.
—Puede que ese tipo fuera más grande que tú —dijo entre dientes—, pero creo que sois los dos igual de brutos. Os parecéis mucho.
Los cristales de las gafas de Carlo eran ahumados, pero Juliet notó que sus ojos se achicaban.
—¿Estás comparando lo nuestro con lo que ha pasado ahí dentro?
—Estoy diciendo que algunos hombres no aceptan un «no» por respuesta. Puede que tengas un estilo más suave, Carlo, pero buscas lo mismo, ya sea darse un revolcón en un pajar o en una cama de agua.
Él apartó la mano de su brazo y se metió las dos en los bolsillos.
—Te pido disculpas, Juliet, si he malinterpretado tus sentimientos. Yo no necesito, ni quiero, presionar a ninguna mujer. ¿Quieres quedarte o irte?
Ella sentía mucha presión: en la garganta, detrás de los ojos. No podía permitirse ceder a ella.
—Me gustaría ir al hotel. Todavía tengo cosas que hacer esta noche.
—Bien —él la dejó allí plantada y se fue en busca de su anfitrión.
Tres horas después, Juliet asumió que le resultaba imposible trabajar. Había desplegado toda la batería de recursos inútilmente. Media hora en la bañera con agua caliente, música apacible en la radio, y, el atardecer ante sus ojos a través de la ventana del hotel. Al ver que no lograba calmarse, repasó dos veces la agenda de Houston. Tendrían que correr de un lado a otro de siete de la mañana a cinco de la tarde, casi sin detenerse. Su vuelo hacia Chicago salía a las seis.
No habría tiempo para discutir, pensar o preocuparse por nada de lo ocurrido durante las veinticuatro horas anteriores. Eso era lo que ella quería. Sin embargo, cuando intentaba ponerse a trabajar en las notas de Chicago, le resultaba imposible. Lo único que hacía era pensar en el hombre que tenía a unos pasos de distancia al otro lado del pasillo.
No se había dado cuenta de que Carlo podía ser muy frío. Siempre estaba tan lleno de vida, de energía… Cierto, a menudo resultaba exasperante, pero siempre con brío. Ahora, había dejado a Juliet en una especie de vacío.
No. Tirando a un lado su cuaderno, Juliet apoyó la barbilla en la mano. No, era ella quien se había puesto en aquella situación. Tal vez habría podido mantenerse en sus trece si hubiera tenido razón. Pero se había equivocado por completo. Ella no le había lanzado ninguna señal a aquel idiota de Tim, y la opinión de Carlo al respecto todavía la hacía sulfurarse, aunque… Aunque ni siquiera le había dado las gracias por ayudarla cuando, le gustara admitirlo o no, había necesitado ayuda. No le sentaba bien estar en deuda con nadie.
Encogiéndose de hombros, se levantó y se puso a deambular por la habitación. Le convenía acabar la gira con Carlo enfadado y distante. Ciertamente, de ese modo habría menos problemas personales porque no habría nada personal entre ellos. No habría malentendidos acerca de su relación, porque no habría relación alguna.
Echó un vistazo a la pequeña y pulcra habitación en la que había pasado poco más de ocho horas, la mayor parte de ellas durmiendo.
No, no podía soportarlo.
Dándose por vencida, Juliet se guardó la llave de la habitación en el bolsillo de la bata.
Las mujeres lo habían puesto furioso otras veces. Carlo contaba con ello para evitar que la vida se volviera insípida. Las mujeres lo habían hecho sentirse frustrado anteriormente. Sin frustraciones, ¿cómo iba a apreciarse el éxito debidamente?
Pero dolor… Eso era algo que ninguna mujer le había causado antes. Él ni siquiera había contemplado esa posibilidad. Frustración, furia, pasión, risas, gritos… Ningún hombre que hubiera conocido a tantas mujeres… madre, hermanas, amantes… esperaba una relación sin aquellos elementos. Pero el dolor era cosa distinta.
El dolor era una emoción íntima. Más íntima que la pasión, más elemental que la ira. Cuando calaba hondo, llegaba a lugares que no debían tocarse.
Nunca le había importado que lo consideraran un granuja, un libertino, un playboy. Las aventuras amorosas iban y venían, tal y como se suponía que debía ocurrir. No duraban más que la pasión que las alentaba. Él era un hombre cauto, un hombre cuidadoso. Sus amantes se convertían en amigas cuando el deseo se apagaba. Podía haber reproches y palabras duras durante la tempestad que ponía fin a una relación, pero él nunca había terminado así.
De pronto se le ocurrió que con Juliet había intercambiado más reproches y palabras duras que con cualquier otra mujer. Sin embargo, nunca habían sido amantes. Ni lo serían. Tras servirse una copa de vino, se recostó en el profundo sillón y cerró los ojos. No quería a ninguna mujer que lo comparara con un idiota musculoso, que confundiera la pasión con la lujuria. No quería a ninguna mujer que comparara la belleza del acto amoroso con… ¿cómo era?… un revolcón en una cama de agua. Dio!
No quería a ninguna mujer que pudiera hacerlo sufrir tanto… en mitad de la noche, en mitad del día. No quería a ninguna mujer que pudiera causarle dolor con unas cuantas palabras ásperas.
Dios, deseaba a Juliet.
Oyó que llamaban a la puerta y frunció el ceño. Cuando dejó la copa a un lado y se levantó, volvieron a llamar.
Si no hubiera estado tan nerviosa, a Juliet se le habría ocurrido algo ingenioso que decir sobre el batín negro que Carlo llevaba, decorado con dos flamencos rosas enlazados a un lado. Pero se quedó parada, vestida con su bata y descalza, con los dedos entrelazados.
—Lo siento —dijo cuando él abrió la puerta.
Él dio un paso atrás.
—Pasa, Juliet.
—Tenía que disculparme —ella dejó escapar un profundo suspiro al entrar en la habitación—. Me porté fatal contigo esta tarde, y tú me ayudaste a salir de una situación muy embarazosa sin apenas armar jaleo. Me enfadé cuando insinuaste que yo había provocado a ese… a ese idiota de algún modo. Tenía derecho a enfadarme —flexionó los brazos bajo el pecho y comenzó a pasearse por la habitación—. Fue un comentario muy inoportuno… e insultante. Aunque hubiera la más remota posibilidad de que fuera cierto, no tenías derecho a decirme eso. A fin de cuentas, tú estabas rodeado de todo un harén.
—¿Un harén? —Carlo sirvió otra copa de vino y se la ofreció.
—Sí, y esa amazona morena llevaba la voz cantante —ella bebió un sorbo, señaló con la copa y bebió de nuevo—. Allá a donde vamos, las mujeres se ponen a tus pies. Pero ¿digo yo algo?
—Bueno, tú…
—Y una vez, sólo una vez, tengo un problemilla con un imbécil con la libido hiperactiva, y tú das por sentado que la culpa es mía. Pensaba que ese doble rasero estaba anticuado incluso en Italia.
¿Había conocido él a alguna mujer que pudiera hacerlo cambiar de humor tan rápidamente? Pensando en ello, y encontrándolo de su gusto, Carlo observó su vino.
—Juliet, ¿has venido aquí a disculparte o a exigirme que lo haga yo?
Ella lo miró con el ceño fruncido.
—No sé por qué he venido, pero está claro que ha sido un error.
—Espera —él levantó una mano antes de que Juliet pudiera marcharse—. Tal vez convendría que aceptara tus disculpas.
Juliet le lanzó una mirada asesina.
—Puedes agarrar mis disculpas y…
—Y ofrecerte las mías —concluyó él—. Así estaremos en paz.
—Yo no provoqué a ese tipo —murmuró ella, e hizo un puchero. Él nunca había visto una expresión tan malhumorada y femenina en su rostro. Aquello le produjo varias sensaciones interesantes.
—Y yo no busco lo mismo que buscaba él —Carlo se acercó a ella—. Sino mucho más.
—Puede que eso ya lo sepa —musitó ella, y dio un paso hacia atrás—. Puede que me gustara creerlo. Pero no me gustan las aventuras amorosas, Carlo —soltando una risita, se pasó una mano por el pelo y se dio la vuelta—. Y deberían gustarme: mi padre tuvo muchas. Discretas, eso sí —añadió con un regusto amargo—. Mi madre siempre hacía la vista gorda si eran discretas.
Carlo sabía mucho de aquellas cosas, había visto muchas entre amigos y familiares, de modo que comprendía las cicatrices y desilusiones que podían dejar.
—Juliet, tú no eres tu madre.
—No —ella dio media vuelta, con la cabeza alta—. No, me he esforzado mucho para no ser como ella. Es una mujer guapa e inteligente que abandonó su carrera, su autoestima y su independencia para no ser más que un ama de casa glorificada porque mi padre quería. Él no quería que su mujer trabajara. Su mujer —repitió—. Qué expresión tan extraña. El trabajo de mi madre consistía en ocuparse de él. Eso significaba tener la cena en la mesa a las seis cada noche, y sus camisas bien planchadas y dobladas en su cajón. Él… Maldita sea, es un buen padre, atento y considerado. No cree que un hombre deba gritarle a una mujer, ni a una niña. Como marido, nunca ha olvidado un cumpleaños, un aniversario. Siempre se ha ocupado de que mi madre tuviera las mejores cosas materiales, pero le dictaba cómo debía vivir. Y, entretanto, se lo pasaba de lo lindo con una discreta retahíla de mujeres.
—¿Por qué sigue tu madre con él?
—Se lo pregunté hace un par de años, antes de mudarme a Nueva York. Lo quiere —Juliet se quedó mirando su vino—. Esa es razón suficiente para ella.
—¿Preferirías que lo hubiera dejado?
—Preferiría que hubiera sido lo que podía ser. Lo que debería haber sido.
—Era ella quien debía decidir, Juliet. Igual que tú.
—Yo no quiero atarme a nadie, a nadie que pueda humillarme de esa manera —alzó la cabeza de nuevo—. No me pondré en la posición de mi madre. Por nadie.
—¿Crees que todas las relaciones son tan desiguales?
Encogiéndose de hombros, ella bebió de nuevo.
—Supongo que no conozco muchas.
Carlo se quedó callado un momento. Entendía la fidelidad, la necesidad de ella, y también su falta.
—Tal vez tengamos algo en común. No recuerdo bien a mi padre, lo vi muy poco. Él también le era infiel a mi madre —ella lo miró, pero Carlo no distinguió sorpresa alguna en su expresión. Era como si lo sospechara—. Pero él cometía adulterio con el mar. Se pasaba meses fuera mientras ella nos criaba, trabajaba, esperaba. Cuando volvía a casa, ella lo recibía con los brazos abiertos. Luego, él se iba otra vez, incapaz de resistirse. Cuando murió, mi madre lloró. Lo quería, y había sido elección suya.
—No es justo, ¿no crees?
—Sí. ¿Creías que el amor lo era?
—El amor no me interesa.
Él recordó que otra mujer, una amiga, le había dicho lo mismo en un momento de ofuscación.
—Todos queremos amor, Juliet.
—No —ella sacudió la cabeza con energía nacida de la desesperación—. No, afecto, respeto, admiración, pero no amor. El amor siempre te roba algo.
Él la miró. Juliet permanecía parada junto al halo de la lámpara.
—Puede que sí —murmuró—. Pero, hasta que amamos, no podemos estar seguros de si necesitábamos lo que nos faltaba.
—Tal vez para ti sea fácil decirlo, pensar eso. Tú has tenido muchas amantes.
Aquello debería haber divertido a Carlo. Pero, en lugar de hacerlo, parecía acentuar un vacío del que él no había sido consciente hasta ese instante.
—Sí, pero nunca he estado enamorado. Tengo una amiga… —pensó de nuevo en Summer—, que una vez me dijo que el amor era un tiovivo. Puede que ahora haya cambiado de idea.
Juliet apretó los labios.
—¿Y una aventura? ¿Qué es?
Algo en su voz hizo que Carlo levantara la mirada hacia ella. Por segunda vez se acercó a ella lentamente.
—Puede que sea sólo una vuelta en el carrusel.
Juliet dejó la copa. Le temblaban las manos.
—Nosotros nos entendemos el uno al otro.
—En ciertos sentidos.
—Carlo… —ella vaciló, y luego admitió que la decisión había sido tomada antes de que cruzara el pasillo—. Carlo, yo no he montado en muchos tiovivos, pero te deseo.
¿Cómo debía tratar a Juliet? Era extraño, él nunca había tenido que pensarse tanto las cosas. Con ciertas mujeres, se habría mostrado extravagante, levantándolas en volandas y llevándoselas a la cama. Con otras, habría sido impulsivo, tumbándolas sobre la alfombra. Pero nada de lo que había hecho antes parecía tan importante como la primera vez con Juliet.
Con las mujeres, las palabras siempre le salían fácilmente. La frase correcta, el tono adecuado le salían de manera tan natural como respirar. Pero en ese momento no se le ocurría nada. Incluso un murmullo habría estropeado la simplicidad de lo que Juliet acababa de decirle y de cómo se lo había dicho. De modo que no dijo nada.
La besó donde estaban, no con la pasión abrasadora que sabía Juliet podía extraer de él, ni con la indecisión que ella a veces le hacía sentir. La besó con la sinceridad y la sabiduría que a menudo experimentaban los viejos amantes. Habían acudido el uno al otro con necesidades distintas, con actitudes diferentes, pero, con aquel beso, sellaron el pasado. Esa noche era para lo nuevo, para la renovación.
Ella esperaba las palabras, la viveza y el estilo que parecían formar parte de él. Tal vez incluso esperaba una actitud triunfante. Pero, de nuevo, Carlo le ofreció algo distinto y fresco con sólo rozar su boca.
De pronto, Juliet pensó que Carlo se sentía tan inseguro como ella, pero al instante descartó aquella idea. Entonces él extendió la mano. Juliet le dio la suya. Juntos entraron en el dormitorio.
Si hubiera preparado el escenario para una noche romántica, Carlo habría puesto flores de colores vivos y música con el palpito de la pasión. Le habría dado el calor de las velas y la embriaguez del champán. Esa noche, con Juliet, no había más que silencio y luz de luna. La doncella había deshecho la cama y había descorrido las ventanas. La luz blanca se filtraba entre las sombras y se extendía sobre las sábanas.
De pie junto a la cama, Carlo besó las palmas de Juliet. Eran frescas y guardaban el rastro de su perfume. En su muñeca, el pulso palpitaba con fuerza. Lentamente, mirándola, Carlo le aflojó el nudo de la bata. Con los ojos fijos en ella, posó las manos sobre sus hombros y apartó la tela. La bata cayó sigilosamente a los pies de Juliet.
Carlo no la tocó. Siguió mirando su rostro. Entre los nervios, entre el deseo, algo parecido al bienestar comenzó a moverse a través de Juliet. Sus labios se curvaron levemente cuando tomó el cinturón del batín de Carlo y deshizo el nudo. Con manos ligeras y firmes, apartó la seda.
Quedaron los dos expuestos y vulnerables a sus deseos. La luz era leve y blanca, bañada de sombras. No hacía falta otra iluminación la primera vez que se miraban.
Él era fibroso, pero no flaco. Ella era esbelta, pero suave. Su piel pareció más pálida cuando Carlo la tocó. Su mano pareció más delicada cuando ella lo tocó a él.
Se acercaron lentamente. No había prisa.
El colchón cedió, las sábanas susurraron. Suavemente. Se tumbaron de lado, dándose tiempo… todo el tiempo.
Se necesitaban para descubrir qué placeres podían surgir del sabor de sus bocas, del contacto de su carne.
Debería haber sospechado ella que sería así? Tan fácil. Tan inevitable… Su piel era muy cálida allí donde Carlo la tocaba. Los labios de él exigían y tomaban, pero con extrema paciencia. Carlo la amaba con suavidad, lentamente, como si fuera la primera vez de Juliet. Y, dejándose llevar, Juliet pensó vagamente que tal vez lo fuera.
Inocencia. Carlo la sentía en ella, no una inocencia física, sino emocional. De algún modo, por increíble que pareciera, fue descubriendo que a él le ocurría lo mismo. Daba igual cuántas amantes hubiera tenido antes: los dos se encontraban bañados de inocencia.
Las manos de Juliet no vacilaban al deslizarse sobre él, sino que acariciaban como si ella fuera ciega y sólo pudiera ver a Carlo a través de otros sentidos. Él olía a ducha, a agua y jabón, pero tenía un sabor más intenso, a vino. Entonces él habló por primera vez, diciendo únicamente su nombre. A Juliet le sonó más conmovedor, más poético que cualquier palabra cariñosa.
Su cuerpo se movía al unísono con el de Carlo, rítmicamente, manteniendo el paso. Ella parecía saber de algún modo dónde iba a tocarla Carlo antes de sentir el roce de sus dedos, la presión de sus palmas. Entonces los labios de Carlo iniciaron un largo y lujurioso viaje que ella confiaba nunca acabaría.
Juliet era tan pequeña… ¿Por qué nunca se había fijado él en lo pequeña que era? Resultaba fácil olvidar su fortaleza, su presencia de ánimo, su vigor. Él podía darle ternura y postergar la pasión.
La línea del cuello de Juliet era esbelta y tan blanca a la luz de la luna… Su olor estaba atrapado allí, en su garganta. Intensificado. Excitante. Carlo podía demorarse allí mientras su sangre se calentaba. La sangre de ambos.
Él deslizó la lengua sobre la curva sutil del pecho de Juliet, buscando su pezón. Cuando se lo metió en la boca, ella gimió su nombre, dándoles a los dos un largo y lento empujón hacia el borde del abismo. Pero había más que saborear, más que tocar. La pasión, cuando se encendía, se burlaba del autodominio. Los sonidos se deslizaban por la habitación: un jadeo, un suspiro, un gemido de placer. Sus olores empezaron a mezclarse: la fragancia de un amante. A la luz de la luna, formaban un solo cuerpo. Las sábanas estaban calientes, enredadas. Cuando Carlo, utilizando la lengua y los dedos, condujo a Juliet al primer clímax, ella se aferró a las sábanas revueltas mientras su cuerpo se arqueaba y se estremecía, sacudido por un torrente de placer.
Mientras todavía se hallaba débil y jadeando, Carlo la penetró.
La cabeza le daba vueltas, una sensación deliciosamente extraña para él. Quería enterrarse en Juliet, pero quería verla. Ella tenía los ojos cerrados; sus labios estaban entreabiertos y su aliento salía entrecortado. Ella se movía con él, lentamente y luego cada vez más aprisa hasta que sus dedos se clavaron en los hombros de Carlo. Dejando escapar un grito de placer, ella abrió los ojos de pronto. Al mirarlo, Carlo vio el oscuro y asombrado placer que ansiaba darle.
Al fin, cediendo al impulso apremiante de su propio cuerpo, Carlo cerró la boca sobre la de Juliet y se dejó ir.