Dallas era diferente. Dallas era Dallas sin paliativos. La rica, enorme y arrogante Texas. Si era la ciudad que simbolizaba al estado, lo hacía con estilo. La arquitectura futurista y las autopistas que confundían la mente abundaban en extraña armonía con los edificios más discretos del centro. El aire era caliente y arrastraba un olor a petróleo, a perfumes caros y a polvo de las praderas. Dallas era Dallas, pero nunca había olvidado sus raíces.
Dallas bullía como una ciudad en plena expansión decidida a no detenerse. Estaba repleta de un ímpetu irrefrenable. Pero, en lo que a Juliet concernía, podían haber estado en el centro de Tombuctú.
Carlo actuaba como si nada hubiera pasado. Juliet se preguntaba si lo hacía para volverla loca. Él se mostraba amable, encantador, dispuesto a cooperar. Pero ella desconfiaba. Bajo aquella amabilidad había una voluntad de acero que no estaba dispuesta a ceder un ápice. Ella misma lo había comprobado. Podía decirse que lo había sentido. Y, si hubiera afirmado que no admiraba aquella cualidad, habría mentido.
En desagravio de Carlo, Juliet tenía que reconocer que nunca había ido de gira con alguien tan dispuesto a trabajar sin una sola queja. Y salir de gira era un trabajo duro, por más glamuroso que pareciera sobre el papel. Una vez sobrepasada la segunda semana, costaba sonreír, a menos que se estuviera grogui. Carlo, en cambio, no aminoraba el ritmo. Claro, que él ansiaba la perfección, entendida a su modo, y no cejaba hasta conseguirla.
Carlo tenía defectos, como todo el mundo, se decía Juliet. Recordarlo podía ayudarla a mantener una cierta distancia emocional. Siempre le servía de ayuda anotar en una lista los pros y los contras de una situación, aunque la situación en cuestión fuera un hombre. El problema era que, pese a sus defectos, Carlo era casi irresistible. Y él lo sabía. Eso era otra cosa que Juliet haría bien en recordar.
El ego de Carlo no era cosa de poca importancia. Ella debía sopesar aquel rasgo de su carácter oponiéndolo a su generosidad sin restricciones. El envanecimiento de sí mismo y de su trabajo superaba el límite de la arrogancia. A Juliet le convenía tomarlo en consideración cuando sopesara la consideración innata que Carlo mostraba hacia los demás.
Claro, que estaba también el modo en que sonreía, el modo en que decía el nombre de ella. Incluso Juliet Trent, una mujer práctica y eficiente, pasaba un mal rato cuando se esforzaba por encontrar un defecto que compensara aquellos pequeños detalles.
Los días que pasaron en Dallas fueron tan ajetreados que Juliet tuvo que aguantarse con seis horas de sueño, una buena provisión de vitaminas y océanos de café. Estaban compensando de sobra el chasco de Denver. Los calambres que le daban en las piernas lo atestiguaban.
Cuatro minutos en el telediario nacional, una entrevista en uno de los programas más vistos del país, tres artículos en la prensa local y dos sesiones de firma de libros en las que se agotaron los ejemplares. Cuando Juliet volviera a Nueva York, lo haría triunfalmente.
No quería pensar en las cenas con directivos de grandes almacenes que empezaban a las diez y duraban hasta que se caía de sueño sobre el plátano flambeado. No soportaba llevar la cuenta de las comidas a base de salmón en salsa o ensalada de gambas. Había tenido que rellenar su frasquito de aspirinas de bolsillo y hacer acopio de antiácidos. Pero merecía la pena. Debería estar encantada.
Pero se sentía fatal.
A Carlo, ella lo estaba volviendo loco. Era muy amable, pensaba mientras se preparaban para soportar otro almuerzo con periodistas. Sí, muy amable. Su madre le había enseñado perfectos modales, aunque no le hubiera enseñado a cocinar.
¿Y competente? Al menos en lo que a él se refería, Carlo jamás había conocido a nadie, ni hombre ni mujer, que fuera tan escrupulosamente eficiente como Juliet Trent. El siempre había admirado aquella cualidad en un acompañante, y la exigía en sus socios. Naturalmente, Juliet era ambas cosas. Precisa, puntual, fría en momentos de crisis y dotada de una energía incombustible. Todas ellas cualidades admirables.
Por primera vez en su vida, Carlo pensaba seriamente en estrangular a una mujer.
Su indiferencia. Eso era lo que no podía soportar. Juliet se comportaba como si no los uniera nada más que la siguiente entrevista, la próxima aparición en televisión, el consabido avión. Actuaba como si jamás hubiera habido una chispa de deseo, de pasión, de complicidad entre ellos. Cualquiera hubiera pensado que no lo deseaba con la misma intensidad con que él la deseaba a ella. Pero Carlo sabía que no era así. ¿O sí?
Recordaba con qué enérgica madurez había reaccionado ella. Boca con boca, cuerpo con cuerpo. No había indiferencia alguna en el modo en que lo había abrazado. No, había fortaleza, complacencia, necesidad, ansia, pero no indiferencia. Sin embargo ahora…
Llevaban casi dos días exclusivamente el uno en compañía del otro, pero Carlo no veía nada en sus ojos, no oía nada en su voz que indicara más que una cortés relación profesional. Comían juntos, iban juntos en el coche, trabajaban juntos. Lo hacían todo juntos, menos dormir.
La deseaba. No lo preocupaba admitir que la deseaba cada vez más. Había deseado a muchas mujeres. Nunca había pensado en reprimirse. Cuando uno no deseaba a las mujeres, estaba muerto.
Pero… Carlo encontraba extraño que surgieran tantos «peros» cada vez que pensaba en Juliet. Sin embargo, se sorprendía pensando en ella más a menudo de lo que le parecía saludable. Aunque no le importaba desear a una mujer hasta el punto de sufrir, tenía la impresión de que Juliet podía hacerlo sufrir más de lo que consideraba conveniente. Debería haber sido capaz de racionalizar la amenaza que aquella mujer suponía para su salud y su confort. Pero… ella se mostraba tan condenadamente indiferente… Tenía que arreglar aquello, aunque no hiciera otra cosa en el corto espacio de tiempo que les quedaba en Dallas.
La comida se servía con manteles blancos, pesada cubertería de plata y finísimo cristal. El salón estaba decorado en tono rosa tierra y verde pastel. El murmullo de las conversaciones apenas se notaba. A Carlo le parecía una pena que no hubieran podido encontrarse con la periodista en uno de esos pequeños restaurantes tex-mex que servían cerveza mexicana con chili y nachos. Se prometió corregir aquel error en Houston.
Cuando tomaron asiento, apenas notó que la periodista era muy joven y estaba nerviosa. Había decidido que, costara lo que costase, rompería el inflexible caparazón de amabilidad de Juliet antes de que volvieran a levantarse. Aunque tuviera que jugar sucio.
—Me alegro muchísimo de que incluyera Dallas en su gira, señor Franconi —comenzó la periodista, agarrando su copa de agua para aclararse la garganta—. El señor Van Ness le envía sus excusas. Tenía muchas ganas de conocerlo.
Carlo le sonrió, aunque estaba pensando en Juliet.
—¿Ah, sí?
—El señor Van Ness es el crítico gastronómico del Tribune —Juliet se extendió la servilleta sobre el regazo mientras le proporcionaba a Carlo la información que ella misma había obtenido apenas quince minutos antes. Le lanzó una sonrisa amabilísima, confiando en que él notara que tenía púas de alambre—. La señorita Tribly ha venido en su lugar.
—Claro, claro — dijo Carlo con calma—. Y lo hará de maravilla, estoy seguro.
Como mujer, la señorita Tribly no era inmune a aquella voz cremosa. Como periodista, era consciente de la importancia de aquel encargo.
—Ha sido todo muy rápido —la señorita Tribly se secó las manos sudorosas en la servilleta—. El señor Van Ness va a tener un niño. Bueno, quiero decir que su mujer se puso de parto hace un par de horas.
—Entonces, deberíamos brindar por ellos —Carlo le hizo una seña a un camarero—. ¿Unas margaritas? —hizo la pregunta como una aseveración, ganándose un frío asentimiento de cabeza de Juliet y una sonrisa agradecida de la reportera.
Decidida a bordar su primer encargo importante, la señorita Tribly se colocó discretamente un cuaderno sobre el regazo.
—¿Está disfrutando de su gira por Estados Unidos, señor Franconi?
—Yo siempre disfruto en Estados Unidos —él pasó un dedo ligeramente sobre el dorso de la mano de Juliet antes de que ella pudiera apartarla—. Sobre todo, en compañía de una mujer hermosa —ella empezó a retirar la mano, pero de pronto sintió que él se la sujetaba con fuerza. Para ser un hombre capaz de confeccionar los soufflés más delicados, tenías las manos fuertes como las de un boxeador. Carlo mantuvo una voz suave, tersa y soñadora—. He de decirle, señorita Tribly, que Juliet es una mujer extraordinaria. No podría arreglármelas sin ella.
—El señor Franconi es muy amable —aunque la voz de Juliet sonó tan suave y calmada como la de él, la patada que le dio por debajo de la mesa no lo fue tanto—. Yo me ocupo de los detalles. El señor Franconi es el artista.
—Formamos un equipo admirable, ¿no cree, señorita Tribly?
—Sí —sin saber cómo manejar la situación, la señorita Tribly intentó llevar la conversación hacia terreno más seguro—. Señor Franconi, además de cocinar, es usted propietario y director de un famoso restaurante en Roma, y ocasionalmente viaja al extranjero para preparar platos especiales. Hace unos meses, voló hasta un yate en el Egeo para prepararle unos mínestrone a Dimitri Azares, el magnate naviero.
—Por su cumpleaños, sí —recordó Carlo—. Su hija preparó una sorpresa —su mirada vagó de nuevo sobre la mujer cuya mano sujetaba—. Juliet puede decírselo: me encantan las sorpresas.
—Sí, bueno —la señorita Tribly tomó de nuevo su copa de agua—. Su agenda está siempre tan llena de cosas interesantes… Me pregunto si, en lo que a la cocina se refiere, sigue usted disfrutando de su trabajo.
—La mayoría de la gente piensa que la cocina puede ser cualquier cosa entre una tarea doméstica y una afición. Pero, tal y como le he dicho a Juliet… —sus dedos se entrelazaron ávidamente con los de ella— la comida no es una necesidad básica. Como hacer el amor, debe atraer todos los sentidos. Debe provocar, excitar y satisfacer —deslizó el pulgar alrededor de la palma de Juliet—. ¿Te acuerdas, Juliet?
Ella había intentando olvidarlo, se había dicho que era capaz. Ahora, con aquella caricia suave pero insistente, Carlo estaba avivando de nuevo sus recuerdos.
—El señor Franconi cree firmemente en las virtudes afrodisíacas de la comida. Su raro talento para sacarlas a la luz lo ha convertido en uno de los mejores cocineros del mundo.
—Grazie, mi amore —murmuró él, y se llevó la mano rígida de Juliet a los labios.
Ella apretó su zapato contra la piel suave del mocasín de Carlo, confiando en llegar al hueso.
—Creo que tanto usted como sus lectores descubrirán en el libro del señor Franconi, A la italiana, una demostración realmente asombrosa de su técnica, su estilo y sus opiniones, escrita de tal modo que una persona cualquiera puede seguir paso a paso todas sus recetas, creando de ese modo algo muy especial.
Cuando les sirvieron las bebidas, Juliet intentó desasirse de nuevo, pensando que pillaría desprevenido a Carlo. Pero no fue así.
—Por el recién nacido —Carlo sonrió a Juliet—. Siempre es un placer brindar por la vida en cualquiera de sus estadios.
La señorita Tribly bebió un sorbito de margarita en una copa del tamaño de un baño para pájaros.
—Señor Franconi, ¿de verdad ha cocinado y saboreado todas las recetas que hay en su libro?
—Por supuesto —Carlo disfrutó de la leve acidez de su bebida. Había momentos para lo dulce y momentos para lo amargo. Su risa sonó baja y suave cuando miró a Juliet—. Cuando algo es mío, intento aprender todo lo que pueda sobre ello. Una comida, señorita Tribly, es como una aventura amorosa.
La señorita Tribly rompió la punta del lápiz y buscó rápidamente otro.
—¿Una aventura amorosa?
—Sí. Empieza despacio, casi como experimentalmente. Sólo un bocado para abrir el apetito, para avivar el ansia. Después, el sabor cambia. Tal vez algo ligero y fresco para mantener aguzados los sentidos sin apabullarlos. Luego vienen las especias, la carne, la variedad. Los sentidos se excitan. La mente se concentra en el placer. Hay que recrearse. Pero, finalmente, llega el postre, el momento de la indulgencia —sonrió intencionadamente a Juliet; era imposible malinterpretar su propósito—. Hay que disfrutar lentamente, saboreando hasta que el paladar está satisfecho y el cuerpo saciado.
La señorita Tribly tragó saliva.
—Voy a comprarme un ejemplar de su libro.
Riendo, Carlo tomó su carta.
—De pronto, tengo un hambre de lobo.
Juliet pidió una pequeña ensalada de frutas que se pasó picoteando media hora.
—Tengo que irme, de verdad —tras dejar limpio el plato y comerse una porción de tarta de albaricoque, la señorita Tribly recogió su cuaderno—. No sabe cuánto he disfrutado, señor Franconi. Nunca volveré a comer asado con la misma actitud.
Divertido, Carlo se levantó.
—Ha sido un placer.
—Le enviaré encantada un recorte del artículo a su oficina, señorita Trent.
—Se lo agradecería —Juliet le tendió la mano, y quedó sorprendida cuando la periodista se la retuvo un momento.
—Es usted una mujer afortunada. Que disfrute del resto de la gira, señor Franconi.
—Arrivederci —él seguía sonriendo cuando se sentó para acabarse el café.
—Bonito espectáculo has montado, Franconi.
Él estaba esperando la tormenta. La deseaba.
—Sí, creo que he soltado muy bien mi… ¿cómo lo llamas tú? Ah, sí, mi perorata.
—Parecía más bien una obra de tres actos —con movimientos calmos y deliberados, ella firmó la cuenta—. Pero, la próxima vez, no me metas a mí en ella sin preguntar primero.
—¿Meterte en ella?
Su inocencia estaba calculada para enfurecer a Juliet.
—Le has dado a esa chica la impresión clarísima de que éramos amantes.
—Juliet, me he limitado a darle la impresión, muy acertada, de que te respeto y te admiro. Lo que ella deduzca de eso no es responsabilidad mía.
Juliet se levantó, puso su servilleta con mucho cuidado sobre la mesa y recogió su maletín.
—Eres un cerdo.
Carlo la miró salir del restaurante. Ningún cumplido podría haberle agradado más. Cuando una mujer llamaba cerdo a un hombre, sólo podía deducirse que no le era indiferente. Carlo salió silbando del restaurante para reunirse con ella. Le agradó aún más ver que Juliet estaba luchando con las llaves del coche de alquiler aparcado junto a la acera. Cuando una mujer era indiferente, no insultaba a los objetos inanimados.
—¿Quieres que conduzca yo hasta el aeropuerto?
—No —maldiciendo de nuevo, ella metió la llave en la cerradura. Tenía que controlar su genio. Lo controlaría. Y un cuerno. Apoyando con fuerza ambas manos sobre el techo del coche, se quedó mirando a Carlo—. ¿De qué iba todo ese rollo?
Squisito, pensó él fugazmente. Los ojos verdes de Juliet parecían afilados como cuchillos. Él acababa de descubrir que le gustaban las mujeres con temperamento.
—¿Qué rollo?
—Eso de agarrarme de la mano y esas miradas íntimas que me lanzabas.
—El hecho de que me guste agarrarte de la mano no es ningún rollo. Y me resulta imposible no mirarte.
Ella se negaba a discutir con el coche entre los dos. Rodeó el capó en un par de zancadas y se puso frente a él.
—Ha sido muy poco profesional.
—Sí. Ha sido muy personal.
Iba a resultar difícil discutir si él le daba a todo la vuelta en su provecho.
—No vuelvas a hacerlo.
—Madonna —su voz era muy suave, sus movimientos muy calculados. Juliet se encontró atrapada entre el coche y él—. Aceptaré órdenes tuyas en todo lo que tenga que ver con horarios y vuelos. Pero, en cuestiones personales, hago lo que se me antoja.
Juliet no se esperaba aquello. Por eso perdió su ventaja. Se lo repetiría una y otra vez a sí misma… más tarde. Él la agarró por los hombros y, sin dejar de mirarla fijamente, tiró de ella bruscamente. Aquélla no era la forma de seducción suave y calculadora que Juliet esperaba de él, sino un movimiento rudo, impulsivo y enervante.
Carlo la besó con ímpetu mientras la sujetaba con fuerza. Ella no tuvo tiempo de pensar, de ponerse tensa o debatirse.
Había gente en la acera, coches en la calle. Juliet y Carlo permanecían ajenos a todo. El calor de la tarde en Dallas empapaba el asfalto bajo ellos. Resecaba el aire hasta hacerlo crepitar. Pero ellos estaban concentrados en un fuego que emanaba de su interior.
Juliet apoyó las manos sobre la cintura de Carlo. Un coche pasó velozmente a su lado, con la música sonando a todo volumen a través de las ventanillas abiertas. Juliet no lo oyó. Aunque no había querido tomar vino en la comida, sentía su sabor en la lengua de Carlo y se sentía embriagada.
Luego, mucho más tarde, él se tomaría tiempo para pensar en lo que estaba ocurriendo. No era lo mismo. Una parte de él lo sabía ya y tenía miedo porque no era lo mismo. Tocar a Juliet era distinto que tocar a cualquier otra mujer. Saborearla era también distinto. Los sentimientos eran nuevos, a pesar de que Carlo creía haber experimentado todo cuanto un hombre podía experimentar.
Él sabía mucho de placeres. Los incorporaba a su vida y a su trabajo. Pero nunca antes habían sido tan profundos. Sabía también mucho de intimidad. La esperaba, la exigía en todo cuanto hacía. Pero nunca antes había sido tan intensa.
No había que rechazar las experiencias nuevas, sino explorarlas y sacarles provecho. Si sentía un leve e insidioso temor, podía ignorarlo. De momento.
Más tarde. Se aferraron el uno al otro y se dijeron para sus adentros que lo pensarían más tarde. A fin de cuentas, el tiempo no importaba.
Carlo apartó su boca de la de Juliet, pero siguió sujetándola con las manos. De pronto lo sorprendió ver que le temblaban. Algunas mujeres lo habían hecho sufrir de deseo. Algunas lo habían hecho arder. Pero ninguna mujer lo había hecho temblar.
—Tenemos que buscar un sitio —murmuró—. Tranquilo, privado. Es hora de dejar de fingir que esto no es real.
Ella tenía ganas de asentir, de ponerse en sus manos. Pero ¿acaso no era ése el primer paso para perder el control sobre la propia vida?
—No, Carlo —su voz no sonó tan fuerte como ella hubiera querido—. Tenemos que dejar de mezclar nuestros sentimientos con el trabajo. Aún nos quedan casi dos semanas de gira.
—Me importa un comino si quedan dos días o dos años. Quiero pasarlos haciendo el amor contigo.
Ella se rehizo lo suficiente como para recordar que estaban en la vía pública, en medio del tráfico de la tarde.
—Carlo, éste no es momento para hablar de eso.
—Siempre es momento, Juliet… —él tomó su cara entre las manos—. No es contra mí contra quien estás luchando.
Ella sabía que la batalla estaba dentro de ella. Lo que quería, lo que era sensato. Lo que ansiaba, lo que era conveniente. Aquella contienda amenazaba con partirla en dos, y las dos mitades, puestas juntas, nunca equivaldrían al todo que ella comprendía.
—Carlo, tenemos que tomar un avión.
Él dijo algo suave y penetrante en italiano.
—Vamos a hablar.
—No —ella alzó las manos para agarrarlo por los antebrazos—. De esto, no.
—Entonces, nos quedaremos aquí hasta que cambies de idea.
—Tenemos una agenda que cumplir.
—Tenemos mucho más que eso.
—No, no es cierto —él alzó una ceja—. Está bien, no puede ser. Tenemos que tomar un avión.
—Tomaremos tu avión, Juliet. Pero hablaremos en Houston.
—No me arrincones, Carlo.
—¿Quién te arrincona? —murmuró él—. ¿Yo o tú?
Ella no tenía una respuesta fácil.
—Lo que voy a hacer es pedir que manden a alguien para que acabe la gira contigo.
Él se limitó a sacudir la cabeza.
—No, no lo harás. Eres demasiado ambiciosa. Quedarías mal si dejaras una gira a la mitad.
Ella apretó los dientes. Carlo la conocía demasiado bien.
—Me pondré enferma.
Esta vez, él sonrió.
—Eres demasiado orgullosa. No puedes huir.
—No se trata de huir —«sino de sobrevivir», pensó ella, y cambió rápidamente la frase—. Es cuestión de prioridades.
Él la besó de nuevo suavemente.
—¿Las prioridades de quién?
—Carlo, tenemos asuntos pendientes.
—Sí, pero de distintas clases. Unos no tienen que ver con los otros.
—Para mí, sí. A diferencia de ti, yo no me acuesto con cualquiera que me atraiga.
Él sonrió sin darse por ofendido.
—Me halagas, cara.
Ella podría haber suspirado. Estaba furiosa, pero Carlo le daba ganas de reír.
—Ha sido sin querer.
—Me gustas cuando sacas los dientes.
—Entonces, vas a disfrutar mucho estas dos semanas —ella le apartó las manos—. El aeropuerto está lejos, Carlo. Vámonos.
El le abrió la puerta amablemente.
—Tú mandas.
Una mujer estúpida tal vez habría pensado que acababa de conseguir una victoria.