Capítulo V

Colorado, las Rocosas, Pike’s Peak, ruinas indias, álamos temblones y arroyos veloces. Sonaba precioso, excitante. Pero una habitación de hotel no dejaba de ser una habitación de hotel.

En el estado de Washington habían estado muy ocupados. Durante la mayor parte de su estancia de tres días, Juliet no había parado ni un momento. Pero los medios se habían portado de maravilla. Su agenda estaba tan llena que el jefe de Juliet, desde Nueva York, debía de estar haciendo el pino de alegría. El informe de Juliet sobre su gira por la costa sería el sueño de cualquier relaciones públicas. Luego le había tocado el turno a Denver.

La cobertura mediática que había logrado movilizar allí apenas justificaba el precio del billete de avión. Un programa de entrevistas a las siete de la mañana, una hora intempestiva, y un miserable artículo en la sección gastronómica de un periódico local. Ni una sola emisora de radio, ni una sola cadena de televisión en la firma de libros, ni un solo periodista que hubiera confirmado su presencia. Un chasco.

Eran las seis de la mañana cuando Juliet oyó que llamaban. Al mirar por la mirilla, vio a Carlo. Él le sonrió y se puso a bizquear. Juliet se limitó a refunfuñar un poco mientras abría la puerta.

—Llegas pronto —dijo, y entonces advirtió el aroma tentador del café. Al mirar hacia abajo, vio que él llevaba una bandeja con una pequeña cafetera, tazas y cucharillas—. Café —murmuró ella, casi como una plegaria.

—Sí —él asintió con la cabeza mientras entraba en la habitación—. Pensé que ya estarías lista, aunque el servicio de habitaciones no lo esté —se acercó a una mesa, advirtió que la habitación cabía en un rincón de su suite y dejó la bandeja—. Así que tendremos que apañárnoslas nosotros solos.

—Bendito seas —dijo ella con tanto entusiasmo que Carlo sonrió de nuevo mientras ella cruzaba la habitación—. ¿Cómo te las has arreglado? El servicio de habitaciones no abre hasta dentro de media hora.

—Hay una cocinita en mi suite. Un poco primitiva, pero suficiente para hacer café.

Ella probó el primer sorbo, caliente y fuerte, y cerró los ojos.

—Está buenísimo. Realmente buenísimo.

—Naturalmente. Lo he hecho yo.

Ella abrió los ojos de nuevo. No, pensó, no estropearía la gratitud con el sarcasmo. A fin de cuentas, llevaban tres días casi sin discutir.

—Ponte cómodo —sugirió—. Yo enseguida acabo.

Esperando que él se sentara, Juliet tomó su taza y entró en el cuarto de baño para ocuparse de su cara y su pelo. Estaba aplicándose la base de maquillaje cuando Carlo se apoyó en la puerta.

—Mi amore, ¿no te parece poco práctico este arreglo?

Ella intentó no azorarse mientras se aplicaba la base suave y traslúcida.

—¿A qué arreglo te refieres?

—Tú tienes este… armario para los cepillos —dijo Carlo, señalando la habitación—, mientras que yo tengo una suite enorme con dos baños, una cama en la que caben tres y uno de esos sofás que se despliegan.

—Tú eres la estrella —murmuró ella mientras se aplicaba color en las mejillas oblicuamente.

—Le ahorraríamos dinero al editor si compartiéramos la suite.

Ella movió los ojos en el espejo hasta que se encontraron con los de él. Habría jurado que Carlo no pretendía sugerir nada más. Eso, si no lo conociera.

—El editor puede permitírselo —dijo ella con ligereza—. Y a los de contabilidad les viene de perlas cuando llega la hora de pagar impuestos.

Carlo se encogió de hombros mientras bebía un sorbo de su taza. Sabía de antemano cuál iba a ser la respuesta. Naturalmente, habría disfrutado compartiendo su suite con ella por razones obvias, pero, además, le disgustaba que la habitación de Juliet fuera tan inferior a la suya.

—Necesitas un toque más de colorete en la mejilla izquierda —dijo perezosamente, sin advertir la mirada de sorpresa de Juliet. Sí se fijó, en cambio, en la bata de seda verde que, colgada detrás de la puerta, se reflejaba en el espejo. ¿Qué aspecto tendría con ella puesta?, se preguntaba. ¿Y sin ella?

Tras mirarse achicando los ojos, Juliet descubrió que él tenía razón. Tomó de nuevo la brocha y se igualó el colorete.

—Eres muy observador. La mayoría de los hombres no se fijan en esas cosas —ella tomó un lápiz de ojos para pintarse la sombra.

—Yo me fijo en todo, tratándose de una mujer. Eso que estás haciendo ahora te da una mirada muy diferente.

Relajada de nuevo, ella se echó a reír.

—De eso se trata.

—Pero no —Carlo se acercó para mirar por encima de su hombro. Aquella intimidad azarosa resultaba tan natural para él como embarazosa para ella—. Sin maquillaje, tu cara parece más joven, más vulnerable, pero igual de atractiva. Es diferente… —tomó el cepillo de Juliet y se lo pasó por el pelo—. Ni más, ni menos, sólo diferente. Me gustas de las dos formas.

A Juliet le resultaba difícil controlar su pulso. Dejó el lápiz de ojos y probó de nuevo el café. Mejor mostrarse cínica que conmovida, pensó, y le lanzó una fría sonrisa.

—Pareces completamente a tus anchas en el cuarto de baño con una mujer maquillándose.

A él le gustaba la forma en que su pelo se movía cuando lo cepillaba.

—Lo he hecho muchas veces.

La sonrisa de Juliet se hizo más fría.

—No lo dudo.

Él reparó en su tono de voz, pero siguió cepillándole el pelo mientras miraba sus ojos en el espejo.

—Tómatelo como quieras, cara, pero recuerda que crecí en una casa con cinco mujeres. Vuestros mejunjes no tienen secretos para mí.

Ella lo había olvidado, tal vez porque había preferido olvidar cualquier cosa relacionada con él que no estuviera directamente relacionada con el libro. Sin embargo, de pronto empezó a hacerse preguntas. ¿Qué opinión de las mujeres tenía un hombre que había crecido rodeado de ellas? Frunciendo un poco el ceño, tomó el bote de rímel.

—¿Erais una familia unida?

—Todavía lo somos —contestó él—. Mi madre es viuda y lleva una tienda de ropa en Roma con mucho éxito —era propio de él no mencionar el hecho de que se la había comprado él—. Mis cuatro hermanas viven en un radio de treinta kilómetros. Ya no comparto el cuarto de baño con ellas, pero, por lo demás, ha habido pocos cambios.

Ella se quedó pensando. Aquello sonaba muy tierno y acogedor. Ella no creía poder decir lo mismo de su familia.

—Tu madre debe de estar muy orgullosa de ti.

—Estaría más orgullosa si añadiera a su tribu un nieto.

Ella sonrió. Aquello le sonaba más familiar.

—Sé lo que quieres decir.

—Deberías dejarte el pelo así —le dijo Carlo, dejando el cepillo—. ¿Tú tienes familia?

—Mis padres viven en Pennsylvania.

Él luchó un momento con la geografía.

—Ah, entonces irás a visitarlos cuando pasemos por Filadelfia.

—No —dijo ella secamente mientras cerraba el bote de rímel—. No habrá tiempo para eso.

—Entiendo —y, en efecto, le parecía empezar a comprender—. ¿Tienes hermanos? ¿Hermanas?

—Una hermana —Juliet se dejó el pelo suelto y salió del cuarto de baño en busca de su chaqueta—. Se casó con un médico y tuvo dos hijos, uno de cada sexo, antes de cumplir los veinticinco.

Oh, sí, Carlo empezaba a comprender. Aunque había hablado con ligereza, los hombros de Juliet se habían tensado.

—¿Es la perfecta esposa del señor doctor?

—En efecto.

—No todos valemos para las mismas cosas.

—Yo, desde luego, no valgo para eso —ella recogió su maletín y su bolso—. Será mejor que nos vayamos. Me dijeron que se tarda un cuarto de hora en llegar al estudio.

Era extraño, pensó Carlo, que la gente creyera siempre que sus heridas íntimas pasaban inadvertidas. De momento, dejaría que Juliet se hiciera la ilusión de que las suyas no se notaban.

Como la señalización era buena y el tráfico poco denso, Juliet se puso al volante del Chevy último modelo que había alquilado. Carlo se prestó a darle indicaciones porque le gustaba el modo atento y hábil con que manejaba el volante.

—Hoy no me has dado la lata con la agenda —dijo él—. Gira a la derecha en ese semáforo.

Juliet miró por el retrovisor, se cambió de carril y giró. Aún no estaba segura de cómo reaccionaría él al saber que apenas tenían compromisos.

—He decidido darte un descanso — dijo alegremente, consciente de que algunos autores se enfadaban cuando sus giras sufrían algún altibajo—. Tienes el programa de esta mañana y luego la firma de libros en la librería El Mundo de los Libros, en el centro de la ciudad.

Carlo aguardó, esperando que ella siguiera. Cuando se volvió hacia Juliet, había alzado una ceja.

—¿Qué más?

—Eso es todo —Juliet notó el tono de disculpa que había empleado mientras se detenía ante un semáforo en rojo—. A veces pasa, Carlo. Sencillamente, no salen los planes. Yo sabía que aquí las cosas iban a estar más tranquilas, pero, además, es que acaban de empezar a rodar una película importante utilizando localizaciones de Denver. Todos los periodistas, los redactores y las unidades móviles van a cubrir el comienzo del rodaje esta tarde. El caso es que nos hemos quedado sin nada.

—¿Sin nada? ¿Quieres decir que no hay programas de radio, ni almuerzos con periodistas, ni cenas de compromiso?

—No, lo lamento. Es que…

—¡Fantástico! —agarrando la cara de Juliet con las dos manos, Carlo la besó con ímpetu—. Averiguaré el título de esa película para ir al estreno.

El pequeño nudo de tensión y culpabilidad se desvaneció.

—No te lo tomes tan a pecho, Carlo.

Él se sentía como si acabaran de darle la libertad bajo fianza.

—¿Pensabas que iba a sentarme mal, Juliet? Dio, pero si llevamos una semana de un lado para otro sin parar.

Ella divisó la torre de televisión y giró a la izquierda.

—Te has portado de maravilla —le dijo. El mejor momento para reconocerlo, decidió, era ése, cuando apenas tenían dos minutos que perder—. No todos los autores con los que he hecho giras han sido tan considerados.

Carlo se quedó sorprendido. Pero le gustaba que las mujeres lo sorprendieran. Agarró un mechón de pelo de Juliet y se lo enroscó en el dedo.

—Entonces, ¿me has perdonado por lo de la albahaca?

Ella sonrió y tuvo que refrenarse para no tocar el corazón que llevaba en la solapa.

—Lo he olvidado por completo.

Carlo la besó en la mejilla con un gesto tan natural y amistoso que Juliet no tuvo nada que objetar.

—Ya me parecía. Tienes un gran corazón, Juliet. Y esas cosas son bellas por sí solas.

Carlo sabía cómo apaciguarla sin ningún esfuerzo. Juliet lo sintió, luchó contra ello y, de momento, decidió rendirse. Dejándose llevar por un impulso raro en ella, le acarició el pelo de la frente.

—Entremos. Tienes que despertar a Denver.

Profesionalmente, a Juliet la falta de compromisos y atención mediática en Denver la horrorizaba. Iba a dejar unos cuantos huecos en blanco muy evidentes en su informe final. Personalmente, estaba encantada.

Conforme al plan previsto, a las ocho estaba ya de vuelta en su habitación. A las ocho y tres minutos se había quitado el traje y se había metido, desnuda y feliz, en la cama todavía revuelta. Durante una hora exacta durmió profundamente y sin sueños que pudiera recordar. A las diez y media, había acabado de hacer sus llamadas telefónicas y se había comido un opíparo desayuno. Tras retocarse el maquillaje, se puso el traje y bajó a encontrarse con Carlo en el vestíbulo.

No debería haberle causado sorpresa alguna que él estuviera en una de las acogedoras salas de descanso acompañado por tres mujeres. No debería haberla puesto de mal humor. Fingiendo que no era así, se acercó tranquilamente. Fue entonces cuando notó que las tres mujeres tenían una figura estupenda. Pero eso tampoco tendría que haberla sorprendido.

—Ah, Juliet —él esbozó una sonrisa encantadora—. Siempre puntual. Señoras… —se volvió para hacerles una reverencia a las tres—. Ha sido un placer.

—Adiós, Carlo —una de ellas le lanzó una mirada que podría haber derretido el bronce—. Recuerda, si alguna vez pasas por Tucson…

—¿Cómo iba a olvidarlo? —dándole el brazo a Juliet, Carlo se dirigió a la salida—. Juliet, ¿dónde está Tucson?

—¿Es que nunca te cansas? —preguntó ella.

—¿De qué?

—De coleccionar mujeres.

Él alzó una ceja mientras abría la puerta del coche del lado del conductor.

—Juliet, se coleccionan cajas de cerillas, no mujeres.

—Pues cualquiera diría que para algunos es lo mismo.

Él le bloqueó el camino antes de que ella pudiera subir al coche.

—El que lo haga es tan estúpido que no merece consideración —rodeó el coche y abrió la puerta antes de que ella dijera nada.

—¿Quiénes eran ésas, por cierto?

Carlo se ajustó el ala del sombrero color ocre que llevaba.

—Unas culturistas. Por lo visto, están de convención.

A Juliet se le escapó la risa.

—Vaya tres.

—Sí, desde luego, pero qué musculatura —su expresión seguía siendo grave cuando se montó en el coche.

Juliet se quedó callada un momento. Luego decidió darse por vencida y se echó a reír. Nunca se había divertido tanto en una gira. Era mejor que lo aceptara.

—Tucson está en Arizona —le dijo, riendo—. Y no está en el itinerario.

Habrían llegado a tiempo a la firma de libros si no se hubieran encontrado con un atasco. Algunas calles estaban cortadas por culpa del rodaje, y los desvíos habían producido un embotellamiento monumental. Juliet se pasó veinte minutos zigzagueando, negociando y maldiciendo hasta que descubrió que lo único que había conseguido era dar una vuelta en círculo.

—Aquí ya hemos estado —dijo Carlo perezosamente, y Juliet le lanzó una mirada furiosa.

—¿No me digas? —preguntó ella dulcemente.

Ella se limitó a cambiar de posición las piernas.

—Ésta es una ciudad interesante —comentó—. Creo que, tal vez, si giraras a la derecha en la siguiente esquina y luego a la izquierda dos calles más allá, encontraríamos el camino.

Juliet alisó meticulosamente el papel donde llevaba escritas las indicaciones, aunque hubiera preferido arrugarlo en una bola.

—La recepcionista dijo claramente que…

—Estoy seguro de que es una mujer encantadora, pero hoy parece que esto está un poco liado —a él no lo molestaba especialmente. El ruido de una bocina sobresaltó a Juliet. Divertido, Carlo se limitó a mirarla—. Siendo de Nueva York, deberías estar acostumbrada a estas cosas. Juliet apretó los dientes.

—Yo nunca conduzco por ciudad.

—Yo sí. Confía en mí, innamorata.

Ni en sueños, pensó ella, pero giró a la derecha. Tardaron casi diez minutos en llegar a las siguientes dos calles, pero, al girar a la izquierda, Juliet se encontró, tal y como había dicho Carlo, en el camino adecuado. Aguardó, resignada, a que él empezara a pavonearse.

—En Roma el tráfico va más rápido —se limitó a decir él.

Juliet se preguntó si alguna vez podría prever sus reacciones. Carlo no montaba en cólera cuando ella lo esperaba, ni se pavoneaba cuando era lo más natural. Suspirando, se dio por vencida.

—En todas partes va más rápido que aquí —Juliet se encontró de pronto en la calle indicada, pero no había aparcamiento. Detuvo el coche en doble fila—. Mira, Carlo, voy a tener que dejarte aquí. Ya llegamos tarde. Buscaré un sitio para aparcar y volveré en cuanto pueda.

—Tú mandas —dijo él alegremente, a pesar de que llevaban tres cuartos de hora en un atasco.

—Si no estoy aquí dentro de una hora, avisa a la policía.

—Yo apuesto por ti.

Juliet esperó hasta que lo vio entrar en la librería y luego se abrió de nuevo paso entre el tráfico. Veinte minutos después, entró en la pequeña y respetable librería. Estaba, advirtió sintiendo un hormigueo en el estómago, demasiado tranquila y vacía. Un dependiente con una corbata a rayas y unos zapatos relucientes se acercó a ella.

—Buenos días, ¿qué desea?

—Soy Juliet Trent, la relaciones públicas del señor Franconi.

—Ah, sí. Por aquí —él se deslizó por la alfombra hasta llegar a un par de anchos peldaños—. El señor Franconi está en el segundo piso. Ha sido mala suerte que el tráfico y el lío que hay montado hayan desanimado a la gente. Naturalmente, nosotros rara vez hacemos estas cosas —le lanzó una sonrisa y se quitó un hilito de la manga de la chaqueta azul—. La última fue… veamos, en otoño. J. Jonathan Cooper estaba de gira. Seguro que habrá oído usted hablar de él. Escribió La fuerza metafísica y tú.

Juliet refrenó un suspiro. Cuando se está en dique seco, lo mejor es esperar a que suba la marea.

Divisó a Carlo en una pequeña y encantadora sala, sentado en un diván curvo. A su lado había una mujer de unos cuarenta años, provista de un traje discreto y unas bonitas piernas. Tales cosas solían merecer un segundo vistazo. Pero, para sorpresa de Juliet, Carlo no estaba ocupado intentado seducirla. Estaba enfrascado escuchando a un chico sentado frente a él.

—He trabajado allí, en las cocinas, los tres últimos veranos. No me dejan preparar nada, pero puedo mirar. En casa, cocino siempre que puedo, pero, con la escuela y el trabajo, sólo puedo hacerlo los fines de semana.

—¿Por qué?

El chico pareció quedarse en blanco.

—¿Por qué que?

—¿Por qué cocinas? —preguntó Carlo. Saludó a Juliet inclinando la cabeza y volvió a fijar su atención en el muchacho.

—Porque… —el chico miró a su madre y volvió a mirar a Carlo—. Pues porque es importante para mí. Me gusta tomar las cosas y mezclarlas. Hay que concentrarse, ¿sabe?, y tener mucho cuidado. Pero se pueden hacer cosas realmente fantásticas. Cosas que tengan buena pinta y huelan de maravilla. Es… no sé —bajó la voz, azorado—. Satisfactorio, supongo.

—Sí —Carlo le sonrió con agrado—. Es una buena respuesta.

—Tengo sus otros dos libros —balbució el chico—. He intentado todas sus recetas. Incluso hice su pasta a los tres quesos para la cena de cumpleaños de mi tía.

—¿Y?

—Les gustó —el chico sonrió—. Quiero decir que les gustó mucho.

—Quieres estudiar.

—Oh, sí —pero el chico se miró las manos, que se frotaba con nerviosismo sobre las rodillas—. Pero ahora mismo no puedo pagarme la universidad, así que espero poder encontrar trabajo en algún restaurante.

—¿En Denver?

—En cualquier sitio donde pueda empezar a cocinar, en vez de fregar platos.

—Ya hemos abusado suficiente de la amabilidad del señor Franconi —la madre del chico se levantó, notando que había ya un puñado de gente merodeando por la segunda plata de la librería, con el libro de Carlo en la mano—. Quiero darle las gracias —le tendió la mano a Carlo cuando él se levantó—. Para Steven significaba mucho hablar con usted.

—Ha sido un placer —Carlo se volvió hacia el chico—. Tal vez puedas darme tu dirección. Conozco a algunos dueños de restaurantes aquí, en Estados Unidos. Quizá uno de ellos necesite un aprendiz de cocinero.

Atónito, Steven se quedó mirándolo fijamente.

—Es usted muy amable —su madre sacó un cuadernito y anotó la dirección. Su pulso era firme, pero, cuando le tendió el papel a Carlo y lo miró, él vio que estaba emocionada. Pensó en su propia madre. Tomó el papel y luego la mano de la mujer.

—Su hijo es muy afortunado, señora Hardesty.

Pensativa, Juliet los vio alejarse, notando que Steven miraba hacia atrás con la misma expresión de asombro.

De modo que Carlo tenía corazón, pensó, conmovida. Un corazón no del todo dedicado al amore. Pero, al ver que Carlo se metía el papel en el bolsillo, se preguntó si volvería a acordarse del chico.

La firma de libros no fue un éxito aplastante. Juliet contó seis libros. Eso ya era bastante malo, pero entonces sucedió «El Incidente».

Mirando la librería casi desierta, Juliet había considerado la posibilidad de salir a la calle con un cartel en la espalda. Pero entonces había llegado una mujercita cargada con los tres libros de Carlo. Lo cual estaba muy bien para el ego, pensó Juliet. Eso fue antes de que la mujer dijera algo que hizo que los ojos de Carlo se helaran y su voz quedara congelada. Lo único que Juliet oyó fue el nombre de LaBare.

—¿Cómo ha dicho, señora? —dijo Carlo en un tono de voz que Juliet nunca le había oído.

—He dicho que tengo sus tres libros en la estantería de mi cocina, justo al lado de los de André LaBare. Me encanta cocinar.

—¿LaBare? —Carlo puso la mano sobre la pila de libros como un padre protector sobre un hijo amenazado—. ¿Se atreve usted a poner mi obra junto a la de ese… patán?

Pensando a toda prisa, Juliet dio un paso adelante y se metió en la conversación. Carlo parecía a punto de cometer un asesinato.

—Oh, veo que tiene usted todos los libros del señor Franconi. Seguro que le encanta la cocina.

—Pues sí, pero…

—Espere a probar sus nuevas recetas. Yo misma he probado la pasta con pesto. Es maravillosa —Juliet comenzó a quitar los libros de la mujer de debajo de la mano de Carlo pero se topó con su resistencia y su mirada tenaz. Ella le lanzó otra y le quitó los libros de un tirón—. A su familia le va a encantar cuando la prepare —continuó Juliet con voz agradable, intentando quitar a la mujer de la línea de fuego—. Y los fetuchini

—LaBare es un cerdo —la voz de Carlo llegó muy clara hasta las escaleras. La mujer miró hacia atrás con nerviosismo.

—¡Hombres! —susurró Juliet en tono conspirativo—. Son tan vanidosos…

—Sí —recogiendo sus libros, la mujer bajó las escaleras a toda prisa y salió de la tienda. Juliet aguardó a que saliera para abalanzarse sobre Carlo.

—¡Cómo has podido!

—¿Que cómo he podido? —él se levantó y, aunque medía sólo un metro ochenta, de pronto pareció enorme—. ¿Cómo se atreve esa mujer a mencionar ese nombre en mi presencia? ¿Cómo se atreve a asociar el trabajo de un artista con el trabajo de un cretino? LaBare…

—En este momento, me importa un comino quién sea ese LaBare —Juliet le puso una mano sobre el hombro y lo empujó hacia el asiento—. Lo que me importa es que estás asustando a los pocos compradores que han venido. Ahora, compórtate.

Él se quedó sentado únicamente porque le gustó el modo en que Juliet se lo ordenó. Una mujer fascinante, pensó, decidiendo que era preferible pensar en ella que en LaBare. Cualquier cosa era preferible a pensar en LaBare.

La tarde se habría arrastrado interminablemente de no ser por el chico, pensó Carlo, y tocó el papel que llevaba en el bolsillo. Cuando llegara a Filadelfia, llamaría a Summer para hablarle del joven Steven Hardesty. Pero, aparte de Steven y de la mujer que le había hecho subir la presión arterial hablándole de LaBare, Carlo había estado peligrosamente a punto de caer en el aburrimiento. Algo que consideraba peor aún que una enfermedad.

Necesitaba alguna actividad, un desafío…, aunque fuera pequeño. Miró a Juliet, que estaba hablando con el dependiente. Aquél no era desafío pequeño. Lo único que no había hecho en compañía de Juliet había sido aburrirse. Ella siempre conseguía avivar su interés. ¿Sexualmente? Sí, eso no hacía falta decirlo. Pero también intelectualmente. Lo cual era un gran aliciente.

El entendía a las mujeres. En su opinión, no era cuestión de orgullo, sino de circunstancias. Él disfrutaba de las mujeres. Como amantes, naturalmente, pero también como compañeras, amigas y sodas. Era muy raro encontrar una mujer que pudiera ser todas esas cosas a la vez. Eso era lo que quería de Juliet. Aún no había resuelto la cuestión de cómo conseguirlo, pero lo deseaba. Convencerla para que fuera su amiga sería tan difícil, y tan satisfactorio, como convencerla para que fuera su amante.

No, se dijo mientras observaba su perfil. Con una mujer así, era más fácil entablar una aventura amorosa que una relación de amistad. Él tenía dos semanas para conseguir ambas cosas. Con una sonrisa decidió empezar la campaña en serio.

Media hora después, iban andando por la calle en dirección al aparcamiento donde Juliet había dejado el coche.

—Esta vez, conduzco yo —le dijo Carlo a Juliet cuando entraron en el cavernoso edificio gris del aparcamiento. Al ver que ella se disponía a protestar, él extendió la mano para que le diera las llaves—. Vamos, cariño, acabo de sobrevivir a dos horas de aburrimiento mortal. ¿Por qué vas a ser tú la única que se divierta?

—Si me lo pones así —ella le puso las llaves en la mano, alegrándose de que ya no estuviera enfadado.

—Bueno, entonces, ahora tenemos la tarde libre.

—Sí —con un suspiro, Juliet se recostó en su asiento y esperó a que él encendiera el motor.

—Cenaremos a las siete. Esta noche, la agenda la marco yo.

Una hamburguesa en su habitación, una vieja película y a la cama. Juliet dejó que aquel deseo cruzara fugazmente su cabeza. Su trabajo consistía en mimar y entretener al autor, dentro de un orden.

—Como quieras.

Carlo sacó el coche del hueco del aparcamiento haciendo chirriar los neumáticos. Juliet se incorporó de un salto.

—Voy a tomarte la palabra, cara.

Salió a toda velocidad del garaje y giró a la derecha sin apenas detenerse.

—Carlo…

—Deberíamos tomar champán para celebrar el final de nuestra primera semana. ¿Te gusta el champán?

—Sí, yo… Carlo, el semáforo va a cambiar.

El se saltó el semáforo en ámbar, pasó rozando el parachoques de un coche y siguió adelante.

—Comida italiana. ¿Alguna objeción?

—No —ella se agarró al manillar de la puerta hasta que sus nudillos se pusieron blancos—. ¡El camión!

—Sí, ya lo veo —Carlo esquivó al camión, se saltó otro semáforo y giró a la derecha derrapando—. ¿Tienes planes para esta tarde?

Juliet se llevó una mano a la garganta, preguntándose si sería capaz de articular palabra.

—Estaba pensando en usar el balneario del hotel. Si es que sobrevivo.

—Bien. Yo pienso irme de compras.

Juliet apretó los dientes mientras él cambiaba de carril en medio de un atasco.

—¿Cómo puedo ponerme en contacto con tu familiar más cercano?

Riendo, Carlo paró delante del hotel.

—No te preocupes, Juliet. Tú vete a la sauna y al jacuzzi. Y llama a mi puerta a las siete.

Ella miró hacia la calle. Mimar y entretener al autor, pensó. ¿Incluía eso jugarse la vida? Su jefa habría dicho que sí.

—Tal vez deba ir contigo.

—No, insisto —Carlo se inclinó y la agarró del cuello antes de que a ella le diera tiempo a reaccionar—. Que disfrutes —murmuró suavemente contra sus labios—. Y piensa en mí mientras tu piel se calienta y tus músculos se relajan.

Juliet salió corriendo del coche, despavorida. Antes de que pudiera decirle que condujera con cuidado, él enfiló la calle como un cohete. Ella rezó una plegaria por los maníacos italianos y entró en el hotel.

A las siete, se sentía renacida. Se había librado de la fatiga a base de sudar en la sauna, se había despertado sobresaltada en el jacuzzi y se había dado el gusto de utilizar los servicios del masajista. La vida, pensó mientras se ponía perfume, tenía sus buenos ratos, a fin de cuentas. Durante el vuelo del día siguiente a Dallas podría redactar el borrador de su informe sobre Denver. Esa noche, sólo tenía que preocuparse de la cena. Tras llevarse una mano al estómago, reconoció que le hacía falta.

Echándose un último vistazo, le dio su aprobación al sencillo vestido color marfil, con el cuello alto y sus diminutos botones de perla. Era muy apropiado, a no ser que Carlo hubiera elegido un puesto de perritos calientes para cenar. Agarrando su bolso de noche, cruzó el pasillo para llamar a la puerta de Carlo. Sólo esperaba que él hubiera elegido un sitio cercano. Lo último que quería era volver a vérselas con el tráfico del centro de Denver.

La primera cosa que notó cuando Carlo abrió la puerta fue que llevaba la camisa arremangada. Era una camisa de algodón amplia, moderna y elegante, pero lo que atrajo la atención de Juliet fue la sorprendente hilera de músculos de sus antebrazos. Saltaba a la vista que Carlo no se limitaba a levantar cucharas y espátulas. Lo segundo que notó Juliet fue un erótico olor a especias y salsa de tomate.

—Preciosa —Carlo la tomó de las manos y tiró de ella hacia el interior de la habitación. Le gustaba su piel suave y blanca, su olor ligero y sutil, la expresión indecisa de sus ojos cuando miró hacia donde el aroma de la comida era más fuerte.

—Una colonia interesante —logró decir ella al cabo de un momento—. Pero ¿no crees que te has pasado un poco?

Innamorata, la salsa de espaguetis Franconi no se lleva, se absorbe —le besó el dorso de la mano—. Se presiente —le besó la otra—. Se saborea —esta vez, le besó la palma.

Una mujer lista no se dejaba subyugar por un hombre que utilizaba tácticas tan ampulosas, se dijo Juliet, sintiendo que un estremecimiento le subía por el brazo.

—¿Salsa de espaguetis? —apartando las manos, las juntó a la espalda.

—Encontré una tienda maravillosa. Las especias me gustaron mucho. El borgoña era excelente. Italiano, por supuesto.

—Por supuesto —Juliet dio unos pasos hacia el interior de la habitación con cautela—. ¿Te has pasado la tarde cocinando?

—Sí. Por cierto, recuérdame que hable con el dueño del hotel sobre la calidad de la placa de la cocina. Al final, ha ido bastante bien.

Juliet se dijo que no era sensato animarlo teniendo en cuenta que no pensaba comer a solas con él en su habitación. Pero quizá si hubiera sido de piedra habría podido resistirse a la tentación de acercarse a la pequeña cocina. Se le hacía la boca agua.

—Oh, Dios…

Encantado, Carlo deslizó un brazo alrededor de su cintura y la llevó hacia el fogón. La cocinita estaba patas arriba. Juliet nunca había visto tantas cacerolas, fuentes y cucharas embutidas en un fregadero. La encimera estaba manchada y salpicada. Pero el olor… Olía a gloria, pura y simplemente.

—Los sentidos, Juliet. No hay ni una sola persona que no esté gobernada por ellos. Primero, uno capta un olor y empieza a imaginar —sus dedos se movieron ligeramente sobre la cintura de Juliet—. Casi puede sentir uno un sabor en la lengua con sólo usar la imaginación.

—Hmm —sabiendo que estaba cometiendo un error, ella lo miró alzar la tapa de la cacerola que había sobre el fogón. El olor le hizo cerrar los ojos e inspirar—. Oh, Carlo…

—Luego miramos, y la imaginación va un paso más allá —le apretó ligeramente la cintura hasta que ella abrió los ojos y miró el interior de la cacerola. La salsa, roja y burbujeante, estaba sazonada con especias, pimiento y carne. A Juliet comenzaron a sonarle las tripas.

—Bonito, ¿no?

—Si —Juliet no se dio cuenta de que su lengua se deslizaba sobre sus labios, ansiosa, pero Carlo sí.

—Y luego oímos —junto a la salsa, una cacerola con agua comenzó a hervir. Carlo midió la pasta a ojo y la echó dentro—. Algunas cosas están hechas para complementarse —comenzó a remover la pasta suavemente—. Están incompletas unas sin otras. Pero cuando se funden… —ajustó la llama—, son un tesoro. La pasta y la salsa. Un hombre y una mujer. Vamos, tienes que tomar un poco de borgoña. El champán es para luego.

Era hora de dejar las cosas claras.

—Carlo, yo no tenía ni idea de que te referías a esto. Pensaba que…

—A mí me gustan las sorpresas —le dio una copa medio llena de vino tinto—. Y me apetecía cocinar para ti.

Ella deseó que no lo hubiera dicho de aquella forma. Deseó que su voz no fuera tan cálida, tan profunda, como sus ojos. Como los sentimientos que hacía brotar dentro de ella.

—Te lo agradezco mucho, Carlo, pero…

—¿Has estado en la sauna?

—Sí. Ahora…

—Te ha relajado. Se te nota.

Ella suspiró, bebiendo un sorbo de vino sin darse cuenta.

—Sí.

—A mí me relaja esto. Esta noche, comemos juntos —hizo chocar su vaso con el de ella—. Los hombres y las mujeres llevan siglos haciéndolo. Forma parte de nuestra civilización.

Ella alzó la barbilla.

—Te estás burlando de mí.

—Sí —asomándose a la nevera, Carlo sacó una bandejita—. Primero tienes que probar mi antipasto. Creo que ya tienes preparado el paladar.

Juliet eligió un pedacito de zucchini.

—Creía que preferías que te sirvieran en un restaurante.

—Sí, de vez en cuando. Hay veces que prefiero un lugar más íntimo —dejó la bandeja. Ella dio un pasito atrás. Interesado, él alzó una ceja—. Juliet, ¿te pongo nerviosa?

Ella se tragó el zucchini.

—No seas absurdo.

—¿Lo soy? —llevado por un impulso, Carlo dejó su vino y dio otro paso hacia ella. Juliet se encontró con la espalda pegada a la nevera.

—Carlo…

—No, chist. Vamos a hacer un experimento —suavemente, sin dejar de mirarla, le rozó la mejilla con los labios. Notó que ella contenía el aliento y luego exhalaba un suspiro trémulo. Era lógico que estuviera nerviosa. Cuando un hombre y una mujer se sentían atraídos y estaban cerca, siempre había nervios. Sin ellos, la pasión resultaba insípida, como una salsa sin especias.

Pero ¿miedo? ¿Acaso no era miedo lo que veía en los ojos de Juliet? Tan sólo un retazo fugaz. Él sabía cómo enfrentarse a los nervios, cómo sacarles partido. Pero el miedo era cosa distinta. Lo perturbaba, lo dejaba bloqueado y, al mismo tiempo, lo conmovía.

—No voy a hacerte daño, Juliet.

Ella lo miró fijamente, sin vacilar, a pesar de que su mano se había cerrado en un puño.

—¿De veras?

El la tomó de la mano y se la abrió despacio.

—No. No voy a hacerte daño. Ahora, vamos a comer.

Juliet contuvo un estremecimiento hasta que Carlo se dio la vuelta para remover y escurrir la pasta. Quizá él no le hiciera daño, pensó, y apuró con nerviosismo su vino. Pero tal vez se lo hiciera ella a sí misma.

Mientras veía cómo le daba los últimos toques a la cena, Juliet pensó que Carlo no era en absoluto distinto allí, en aquella cocinita de hotel, a como era delante de las cámaras. Ella ayudó del único modo que se atrevía: puso la mesa.

Sí, era un error, se dijo mientras colocaba los platos. Pero sólo un tonto rechazaría algo que olía como aquella salsa. Y ella no era tonta. Podía controlarse. El instante de miedo que había sentido en la cocina había pasado. Disfrutaría de la cena informal, se bebería un par de copas de aquel vino excelente y luego cruzaría el pasillo y dormiría ocho horas seguidas. El tiovivo continuaría girando al día siguiente.

Eligió un champiñón marinado mientras Carlo llevaba a la mesa la fuente con los espaguetis.

—Eso está mejor — dijo cuando ella le sonrió—. ¿Estás listas para divertirte?

Encogiéndose de hombros, Juliet se sentó.

—Si uno de los mejores chefs del mundo quiere hacerme la cena, ¿por qué iba a quejarme?

—El mejor —puntualizó él, y le indicó que se sirviera. Ella lo hizo, refrenando a duras penas el ansia.

—¿De verdad te relaja cocinar?

—Depende. A veces me relaja y otras me excita. Pero siempre me satisface. No, no los cortes —sacudiendo la cabeza, él extendió los brazos—. ¡Americanos! Hay que enrollarlos en el tenedor.

—Pero es que se me caen.

—Mira, se hace así —agarrándola por las muñecas, Carlo le enseñó cómo se hacía. Notó que tenía el pulso firme, pero acelerado—. Ahora —dijo, llevando el tenedor hacia su boca—, pruébalo.

Mientras ella probaba los espaguetis, Carlo observó su cara con satisfacción. Las especias estallaron en la lengua de Juliet. El calor de la comida se difundió por su boca, entibiándose. Ella paladeó despacio, a pesar de que ya estaba pensando en el siguiente bocado.

—Oh, esto no es un pecado pequeño.

Nada podría haber deleitado más a Carlo. Riendo, se recostó en la silla y comenzó a comer.

—Los pecados pequeños sólo son pequeños placeres. Cuando Franconi cocina, la comida no es una necesidad básica.

Ella ya estaba enrollando de nuevo los espaguetis en el tenedor.

—Tienes toda la razón. Pero ¿por qué no estás gordo?

Prego?

—Si yo cocinara así… —ella probó de nuevo la pasta y suspiró— parecería una albóndiga.

Carlo se echó a reír y la observó clavar de nuevo el tenedor. Le gustaba ver cómo disfrutaba con su comida alguien que le importaba. Aunque llevaba muchos años cocinando, nunca se cansaba de ello.

—Entonces, ¿tu madre no te enseñó a cocinar?

—Lo intentó —Juliet tomó un pedazo del crujiente pan que él le ofrecía, pero lo dejó a un lado y siguió enrollando los espaguetis. Lo primero era lo primero—. Pero nunca se me dieron muy bien las cosas que ella quería enseñarme. Mi hermana toca el piano de maravilla. Yo apenas me acuerdo de las escalas.

—¿Y qué querías hacer, en vez de dar clases de piano?

—Jugar de tercera base —dijo ella con tanta naturalidad que se quedó sorprendida. Creía haber enterrado aquel viejo deseo junto con otras frustraciones de la infancia—. Pero no pudo ser —dijo, encogiéndose de hombros—. Mi madre estaba empeñada en que fuéramos dos señoritas bien educadas y que nos convirtiéramos en excelentes esposas. Pero a veces se gana, y a veces se pierde.

—¿Crees que no está orgullosa de ti?

La pregunta puso el dedo en una llaga que Juliet no creía tener abierta. Tomó su copa de vino.

—No es cuestión de orgullo, sino de decepción, supongo. La decepcioné. Y mi padre estaba muy confuso conmigo. Todavía siguen preguntándose qué hicieron mal.

—Lo que hicieron mal fue no aceptar cómo eres.

—Puede ser —murmuró ella—. O puede que yo estuviera empeñada en hacer algo que ellos no pudieran aceptar. Nunca he podido averiguarlo.

—¿Eres infeliz?

Sorprendida, ella alzó la mirada. ¿Infeliz? A veces se sentía frustrada, estresada y explotada. Pero ¿infeliz?

—No, no soy infeliz.

—Entonces, puede que ésa sea la respuesta.

Juliet lo observó un momento. No era sólo guapo y sexy, ni poseía únicamente las cualidades que anteriormente ella le había atribuido con cierto cinismo.

—Carlo —por primera vez, Juliet se atrevió a tocarlo, sólo la mano, pero a él le pareció un paso de gigante—. Eres un hombre muy bueno.

—Desde luego que sí —los dedos de Carlo se cerraron sobre los de ella—. Podría darte referencias.

Riendo, Juliet se retiró.

—Estoy segura de ello —concentrada y ansiosa, ella dejó limpio el plato.

—La hora del postre.

—¡Carlo! —gimiendo, Juliet se llevó una mano al estómago—. Por favor, no seas cruel.

—Te gustará —él se levantó y se acercó a la cocina antes de que Juliet pudiera disuadirlo—. Es una tradición italiana antiquísima. Se remonta al imperio. La tarta de queso de aquí a veces está buenísima, pero esto… —sacó una pequeña tarta cubierta de cerezas.

—Carlo, me moriré…

—Sólo un bocadito, con champán —él quitó el corcho a la botella con un experto giro de muñeca y sirvió dos copas—. Vamos, siéntate en el sofá, ponte cómoda.

Al hacerlo, Juliet se acordó de que los romanos tenían la costumbre de echarse a dormir después de comer. Podía haberse acurrucado en una bolita y haberse quedado inconsciente en cuestión de segundos. Pero el champán era vivaz e insistente.

—Toma —él le acercó un plato con una pequeña porción de tarta—. La compartiremos.

—Un mordisquito —le dijo ella, dispuesta a mantenerse firme. Pero entonces probó la tarta. Era cremosa, suave, no muy dulce, y sabía a nueces. Estaba exquisita. Dejando escapar un suspiro de rendición, Juliet probó otro bocado—. Carlo, eres un mago.

—Un artista —la corrigió él.

—Como quieras — haciendo acopio de fuerza de voluntad, Juliet cambió la tarta por el champán—. No puedo comer ni un mordisco más.

—Sí, ya me acuerdo. No te gustan los excesos —pero le llenó la copa otra vez.

—Puede que no —ella bebió, deleitándose en el lujoso aura que sólo poseía el champán—. Pero ahora tengo una perspectiva distinta y estoy dispuesta a ser indulgente —quitándose los zapatos, se rió por encima del borde de la copa—. Me he convertido.

—Eres preciosa —las luces estaban bajas, la música era suave, el olor delicioso. Carlo pensó en resistirse. El miedo que había advertido en los ojos de Juliet exigía que se lo pensara dos veces. Pero ella estaba relajada y sonreía. La punzada de deseo que él había sentido nada más verla nunca se había disipado del todo.

La comida había aguzado y excitado sus sentidos. Eso Carlo lo comprendía perfectamente. Y comprendía también que un hombre y una mujer no debían ignorar los placeres que podían ofrecerse mutuamente. De modo que no se resistió. Tomó la cara de Juliet entre sus manos. Así podía ver sus ojos, sentir su piel, casi saborearla. Esta vez, vio deseo. No miedo, sino recelo. Tal vez ella estuviera preparada para la segunda lección.

Juliet podría haberse negado. La idea se le pasó por la cabeza. Pero las manos de Carlo eran tan fuertes, tan suaves sobre su piel… Nunca la habían tocado así antes. Sabía cómo la besaría él, y la emoción se mezclaba con los nervios.

¿Conocía ella su propia mente? Tocó las muñecas de Carlo, pero no lo apartó. Sus dedos se cerraron y permanecieron allí mientras ella acercaba los labios a los de él. Por un instante, se quedaron así, permitiéndose saborear aquel primer bocado, aquella primera sensación. Luego, lentamente, se pidieron más el uno al otro.

Juliet parecía tan pequeña cuando Carlo la abrazaba que era fácil olvidar lo fuerte y competente que era. Carlo descubrió que deseaba conservarla como un tesoro. El deseo podía arder, pero, cuando ella se mostraba tan suplicante, tan vulnerable, él sólo sentía el impulso de mostrarle delicadeza.

¿La había mostrado alguna vez un hombre tanta ternura? A Juliet empezó a darle vueltas la cabeza mientras las manos de Carlo se movían entre su pelo. ¿Había sido algún hombre tan paciente con ella? El corazón de Carlo palpitaba contra el suyo. Ella podía sentirlo. Parecía salvaje y desesperado. Pero su boca era tan suave, sus manos tan delicadas… Como si fueran amantes desde hacía años, pensó ella vagamente. Y tuvieran todo el tiempo del mundo para disfrutar de su amor.

Nada de prisas, ni de frenesí. Sólo placer. El corazón de Juliet se abrió con reticencia, pero se abrió. Él empezó a filtrarse en su interior. Cuando el teléfono chilló, él masculló una maldición y ella suspiró.

—Será sólo un momento —murmuró él.

Todavía soñando, ella le tocó la mejilla.

—Está bien.

Mientras él iba a responder, Juliet se recostó en el sillón, decidida a no pensar.

Cara! —el entusiasmo de Carlo le hizo abrir los ojos de nuevo. Con una risa cálida, Carlo empezó a hablar en italiano a toda prisa. A Juliet no le quedó más remedio que ponerse a pensar.

Afecto. Sí, su voz transmitía afecto. No hacía falta entender las palabras para darse cuenta. Al girarse para mirar Juliet lo vio sonreír mientras hablaba con la mujer del otro lado de la línea. Resignada, tomó su copa de champán. Le costaba admitir que se había portado como una tonta. Y que se sentía herida.

Sabía quién era él. Lo que era. Sabía a cuántas mujeres había seducido. Quizá ella fuera una mujer que se conocía a sí misma, y quizá deseaba a Carlo. Pero jamás se pondría en una larga lista de «otras». Dejando el champán, se levantó.

—Sí, sí. Te quiero.

Juliet se giró al oírlo. Qué bien se le deslizaba de la lengua en cualquier idioma. Y qué poco significaba para él.

—Lamento la interrupción.

Juliet le lanzó una mirada ambigua.

—No importa. La cena estaba buenísima, Carlo, gracias. Tienes que estar listo para dejar el hotel a las ocho.

—Un momento —murmuró él. Acercándose, la agarró de los brazos—. ¿Qué pasa? ¿Estás enfadada?

—Claro que no —ella intentó desasirse, pero no pudo. Resultaba fácil olvidar lo fuerte que era él—. ¿Por qué iba a estar enfadada?

—Las mujeres a veces no necesitan razones.

Ella achicó los ojos.

—Habló el experto. Muy bien, pues déjame decirte algo acerca de esta mujer, Franconi. No me gusta que un hombre intente hacerme el amor y al instante siguiente me restriegue a sus otras amantes por la cara.

El alzó una mano.

—No te estoy siguiendo. Puede que me esté fallando el inglés.

—Tu inglés es perfecto —le espetó ella—. Y, por lo que acabo de oír, tu italiano también.

—Mi… —él sonrió de pronto—. Ah, el teléfono…

—Sí, el teléfono. Ahora, si me perdonas…

Carlo la dejó llegar hasta la puerta.

—Juliet, admito que estoy irremediablemente enamorado de la mujer con la que estaba hablando. Es guapa, inteligente, interesante y nunca he conocido a nadie como ella.

Furiosa, Juliet dio media vuelta.

—Qué maravilla.

—Eso creo yo. Era mi madre.

Ella retrocedió para recoger el bolso que había estado a punto de dejarse olvidado.

—Pensaba que un hombre con tu experiencia y tu imaginación podría inventarse una excusa mejor.

—Y podría —Carlo la agarró con más fuerza—. Si fuera necesario. Pero no tengo costumbre de dar explicaciones y, cuando las doy, no miento.

Ella respiró hondo porque de pronto estaba convencida de que le había dicho la verdad. Pero, en cualquier caso, se había comportado como una tonta.

—Lo siento. De todos modos, no es asunto mío.

—Sí, sí lo es —él la agarró de la barbilla—. Antes vi miedo en tus ojos y me preocupé. Ahora creo que no tenías miedo de mí, sino de ti misma.

—Eso no es asunto tuyo.

—Sí, sí lo es —repitió él—. Tú me gustas, Juliet, en muchos sentidos, y quiero llevarte a la cama. Pero esperaremos hasta que no tengas miedo.

Ella sintió ganas de gritarle. Deseaba llorar. Carlo se dio cuenta de ambas cosas.

—Mañana tenemos que tomar el avión muy temprano, Carlo.

Él la dejó marchar, pero se quedó parado largo rato después de oír que su puerta se cerraba al otro lado del pasillo.