A veces, una tenía la sensación de que todo podía salir mal, tenía que salir mal, y probablemente saldría mal, pero, por alguna razón, no era así. Y luego estaban las otras veces.
Tal vez Juliet estuviera de mal humor porque se había pasado otra noche sin dormir, pese a que no podía permitirse perder ni un minuto de sueño. Pero, aunque hubiera estado descansada y de buen humor, el calvario que pasaron en los grandes almacenes Gallegher habría bastado para que se sulfurara.
Primero, Carlo insistió en acompañarla dos horas antes de lo necesario. A Juliet no le apetecía pasar las dos primeras horas de lo que sin duda sería un día largo y ajetreado con un chef egocéntrico, prepotente y pagado de sí mismo, que además parecía recién llegado de un viaje de dos semanas a la Riviera. Estaba claro que él no necesitaba pegar ojo, pensó Juliet durante el veloz y húmedo trayecto en taxi desde el hotel al centro comercial.
Pese a lo que se empeñara en decir la oficina de turismo sobre la soleada California, estaba lloviendo: caían unas gotas gordas e insistentes que de inmediato desbarataron el peinado de Juliet, al que de todos modos sólo había dedicado un par de minutos.
Dispuesto a disfrutar del trayecto, Carlo se puso a mirar por la ventanilla. Le gustaba cómo caía la lluvia en los charcos. No le importaba haber oído cómo empezaba a llover esa mañana, justo pasadas las cuatro.
—Es un sonido bonito —decidió—. Hace que las cosas parezcan más apacibles, más… sutiles, ¿no crees?
Apartándose de su ventanilla, empañada por la lluvia, Juliet se volvió hacia él.
—¿Qué?
—La lluvia — Carlo notó que tenía los ojos un poco hundidos. Bien. A ella también la había afectado—. La lluvia cambia la apariencia de las cosas.
Por lo general, Juliet habría estado de acuerdo. Nunca le importaba correr hasta el metro en medio de una tormenta o pasearse por la Quinta Avenida cuando chispeaba. Pero ese día se consideraba en su derecho a mirar las cosas por el lado malo.
—Puede que esto haga descender la asistencia a tu pequeña demostración en un diez por ciento.
—¿Y qué? —él se encogió de hombros con indiferencia mientras el taxista entraba en el aparcamiento del centro comercial.
—Carlo, el propósito de todo esto es que te vean.
El le dio una palmadita en la mano.
—Tú siempre pensando en números. Deberías estar pensando en mi pasta con pesto. Dentro de unas horas, es lo que hará todo el mundo.
—Yo no pienso en la comida como tú —masculló ella. Todavía la asombraba que Carlo hubiera preparado con todo cuidado los primeros linguini a las seis de la mañana, y luego, dos horas más tarde, lo hubiera hecho de nuevo ante las cámaras. Ambos platos habían sido un exquisito ejemplo de la más refinada cocina italiana. Él daba la impresión de ser más bien una estrella de cine de vacaciones que un chef en plena faena, que era precisamente la imagen que Juliet quería proyectar. Su aparición en el programa matinal había resultado perfecta. Pero ello sólo sirvió para que Juliet contemplara con mayor pesimismo el resto del día—. Cuesta pensar en comida con esta agenda.
—Eso es porque no comiste nada esta mañana.
—Yo no tomo linguini para desayunar.
—Mis linguini pueden tomarse a cualquier hora.
Juliet dejó escapar un suave bufido al salir del taxi y encontrarse con la lluvia. Aunque corrió hacia las puertas, Carlo consiguió adelantarse y le abrió una.
—Gracias —una vez dentro, Juliet se pasó una mano por el pelo y se preguntó cuánto tardaría en poder tomarse un café—. No tienes que hacer nada hasta dentro de dos horas.
—Pues daré una vuelta —con las manos en los bolsillos, Carlo miró a su alrededor. Por pura casualidad, habían entrado directamente al departamento de lencería—. Los centros comerciales de este país me parecen fascinantes.
—No lo dudo —dijo ella secamente mientras Carlo tocaba el borde de encaje de una combinación diminuta—. Puedes subir conmigo primero, si quieres.
—No, no —una vendedora cuya cara merecía una segunda mirada colocó dos camisones en una percha y le sonrió de oreja a oreja—. Creo que voy a dar una vuelta, a ver qué pueden ofrecer vuestras tiendas —él le devolvió la sonrisa—. Por ahora, estoy encantado.
Ella observó el intercambio de miradas y procuró no rechinar los dientes.
—Está bien. Pero acuérdate de…
—Estar en la tercera planta a las once cuarenta y cinco —concluyó él. Besó la frente a Juliet amistosamente. Ella se preguntó por qué podía besarla como si fuera su primo y hacer que se sintiera como si fuera su amante—. Créeme, Juliet, nada de lo que me dices se me olvida —tomó su mano y le pasó el pulgar por los nudillos. Aquélla, definitivamente, no era la caricia de un primo—. Te compraré un regalo.
—No es necesario.
—Será un placer. Las cosas necesarias rara vez son un placer.
Juliet desembarazó su mano, intentando no pararse a pensar en los placeres que Carlo podía ofrecerle. — Por favor, no te retrases, Carlo. —Yo, mi amore, soy como un reloj. «Apuesto a que sí», pensó ella mientras se dirigía hacia las escaleras mecánicas. Se habría jugado el sueldo de una semana a que ya estaba flirteando con la dependiente.
Juliet sólo tardó diez minutos en olvidarse de los coqueteos de Carlo. La pequeña asistente de voz chillona seguía al mando, pues su jefe continuaba su batalla contra la gripe. Era joven y bonita como una jefa de animadoras, e igual de atolondrada.
—Elise —comenzó Juliet, pues todavía era lo bastante temprano como para que conservara cierto optimismo—, el señor Franconi va a necesitar una zona de trabajo en el departamento de cocina. ¿Está todo preparado?
—Oh, sí —Elise le lanzó a Juliet una sonrisa dientuda y jovial—. Voy a traer una mesa plegable monísima del departamento de deportes.
La diplomacia, se recordó Juliet, era una de las reglas esenciales de una relaciones públicas.
—Me temo que vamos a necesitar algo un poco más sólido. Tal vez una de esas isletas, donde el señor Franconi pueda preparar el plato y al mismo tiempo mirar al público. Tu jefe y yo ya lo habíamos hablado.
—Ah, ¿se refería a eso? —Elise pareció quedarse en blanco un momento, y luego se iluminó. Juliet empezó a echar pestes de la dorada California—. Bueno, ¿por qué no?
—Por qué no —convino Juliet—. El señor Franconi va a intentar preparar un plato lo más sencillo posible. ¿Tienes la lista de los ingredientes?
—Oh, sí. Tiene una pinta buenísima. Yo soy vegetariana, ¿sabes?
Cómo no, pensó Juliet. Seguramente lo más que comía era un yogur.
—Elise, lamento meterte prisa, pero el escenario tiene que estar montado cuanto antes.
—Oh, claro —Elise le lanzó de nuevo su sonrisa dientuda—. ¿Qué quieres saber?
Juliet rezó una plegaria para sus adentros.
—¿Qué tal se encuentra el señor Francis? —preguntó, pensando en el equilibrado hombre de negocios con el que había tratado anteriormente.
—Fatal —Elise se echó hacia atrás el pelo liso, de color rubio California—. No vendrá en toda la semana.
Por aquel lado no encontraría ayuda. Resignándose a lo inevitable, Juliet le dirigió a Elise una mirada fija y seria.
—Está bien, ¿qué tienes hasta ahora?
—Bueno, hemos traído una batidora nueva y unos cuencos preciosos del departamento de utensilios para el hogar.
Juliet estuvo a punto de relajarse.
—Eso está muy bien. ¿Y la cocina?
Elise sonrió.
—¿Qué cocina?
—La que necesita el señor Franconi para hacer los espaguetis. Está en la lista.
—Ah. Para eso se necesitaría electricidad, ¿verdad?
—Sí Juliet cruzó las manos para que no se le crisparan—. En efecto. Y para la batidora, también.
—Creo que será mejor que hable con los de mantenimiento.
—Sí, supongo que será lo mejor —diplomacia, tacto, se dijo Juliet, a pesar de que tenía ganas de estrangular a Elise—. Creo que voy a pasarme por la exposición de cocinas, a ver si hay alguna que nos venga bien.
—Genial. Seguramente el señor Franconi querrá hacer allí la entrevista.
Juliet había dado dos pasos cuando se detuvo y se dio la vuelta.
—¿Entrevista? ¿Qué entrevista?
—Con la especialista en cocina del Sun. Estará aquí a las once y media.
Intentando controlarse, Juliet sacó su agenda. La revisó rápidamente, a pesar de que se la sabía de memoria.
—Yo aquí no tengo nada apuntado.
—Es que surgió en el último minuto. Llamé a vuestro hotel a las nueve, pero ya os habíais ido.
—Entiendo —¿tenía sentido esperar que Elise llamara al estudio de televisión y dejara un mensaje? Juliet miró su sonrisa. No, seguramente no. Resignada, miró su reloj. Podía tenerlo todo preparado a tiempo si se daba prisa—. ¿Desde dónde puedo llamar a la dirección del centro?
—Oh, puedes llamar desde mi despacho. ¿Puedo hacer algo?
Juliet se lo pensó y descartó varias posibilidades, ninguna de ellas amable.
—Me gustaría tomar un café, con dos azucarillos.
Se arremangó y se puso a trabajar. A las once, la isleta y los ingredientes que Carlo había especificado estaban cuidadosamente colocados. Sólo le había costado una llamada, y cierta sutileza, conseguir dos centros florales en una tienda del centro comercial. Estaba tomándose el tercer café y pensando en el cuarto cuando Carlo apareció paseando.
—Menos mal —Juliet apuró el café—. Pensaba que iba a tener que mandar una partida de búsqueda.
—¿Una partida de búsqueda? —él empezó a curiosear distraídamente por el set de cocina—. He venido en cuanto he oído el aviso por megafonía.
—Te han llamado cinco veces por megafonía en la última hora.
—¿Ah, sí? —él sonrió, mirándola. El pelo empezaba a salírsele del moño. Él, en cambio, parecía recién salido de una portada del Gentlemen’s Quarterly—. Acabo de oírlo. Claro, que llevaba un rato en una tienda de discos fantástica. Unos altavoces… Cuadrafónicos.
—Qué bien —Juliet se pasó una mano por el pelo revuelto.
—¿Hay algún problema?
—Sí, su nombre es Elise. He estado a punto de matarla media docena de veces. Si vuelve a sonreírme, puede que lo haga —Juliet hizo un gesto desdeñoso con la mano—. Por lo visto, esto estaba un poco desorganizado.
—Pero tú ya te has encargado de todo —Carlo se inclinó para examinar la placa de la cocina—. Excelente.
—Puedes estar contento por disponer de electricidad y no tener que conformarte con tu imaginación —masculló ella—. Tienes una entrevista a las once y media con una crítica gastronómica, Marjorie Ballister, del Sun.
Él se limitó a mover los hombros mientras examinaba la batidora.
—Está bien.
—Si hubiera sabido que venía, habría comprado un ejemplar del periódico para ver cómo escribe. Pero así…
—Eso no importa. Te preocupas demasiado, Juliet.
A Juliet le dieron ganas de besarlo. Sólo como señal de agradecimiento, pero le dieron ganas. Considerándolo una imprudencia, prefirió sonreírle.
—Te agradezco mucho tu actitud, Carlo. Después de una hora tratando con ineptos, locos y pelmazos, es una alivio tener a alguien que se tome las cosas con calma.
—Franconi siempre se toma las cosas con calma —Juliet empezó a hundirse en la silla para descansar cinco minutos—. ¡Dio! ¿Qué broma es ésta? —ella se levantó de un salto y miró la latita que Carlo sostenía en la mano—. ¿Quién pretende sabotear mi pasta?
—¿Sabotear? —¿había encontrado una bomba en la lata—. ¿De qué estás hablando?
—¡De esto! —él agitó la lata, enseñándosela—. ¿Cómo llamas tú a esto?
—Es albahaca —comenzó a decir ella un tanto indecisa—. Estaba en la lista.
—¡Albahaca! —Carlo profirió una sarta de maldiciones en italiano—. ¿Te atreves a llamar albahaca a esto?
Calma, se recordó Juliet.
—Carlo, pone albahaca en la lata.
—En la lata —él pronunció una palabra breve y extemporánea, poniéndole la lata en la mano—. ¿En qué parte de tus cuidadosas notas pone que Franconi utilice albahaca de bote?
—Sólo dice albahaca —dijo ella entre dientes—. Al-ba-ha-ca.
—Fresca. En tu famosa lista verás que pone «fresca». ¡Accidenti! Sólo un farsante usaría albahaca de lata para la pasta con pesto. ¿Te parezco un farsante?
Ella no pensaba decirle lo que le parecía. Más tarde, y en privado, tal vez admitiría que estaba espectacular cuando se enfadaba.
—Carlo, sé que las cosas no son tan perfectas como nos gustaría, pero…
—Yo no necesito cosas perfectas —replicó él—. Puedo cocinar encima de una pocilga, si hace falta, pero no sin los ingredientes adecuados.
Ella se tragó con cierta dificultad su orgullo, su furia y su opinión. Sólo quedaban quince minutos para la entrevista.
—Lo siento, Carlo. Si pudiéramos pasar esto por alto…
—¿Pasarlo por alto? —escupió él, y Juliet comprendió que había perdido la batalla—. ¿Le pedirías a Picasso que pasara algo por alto mientras pintaba un cuadro?
Juliet se guardó la lata en el bolsillo.
—¿Cuánta albahaca fresca necesitas?
—Tres libras.
—La tendrás. ¿Algo más?
—Un mortero de mármol.
Juliet miró su reloj. Tenía cuarenta y cinco minutos.
—Está bien. Si tú haces la entrevista aquí mismo, yo me encargo de esto. Así estaremos listos para la demostración a las doce en punto —rezó un instante para que hubiera alguna tienda de gourmets en veinte kilómetros a la redonda—. Recuerda mencionar el título del libro y la siguiente parada de la gira. En Portland pasaremos por otro Gallegher’s. Ten —hurgando en su bolso, sacó una fotografía—. Dale esta foto promocional, por si no vuelvo a tiempo. Elise no dijo nada de un fotógrafo —volvió a hurgar en el bolso—. Toma también un ejemplar del libro. La periodista puede quedárselo, si es necesario.
—Yo me encargo de la periodista —le dijo Carlo con calma—. Tú ocúpate de la albahaca.
A Juliet le pareció que estaba de suerte cuando, a la tercera llamada, encontró una tienda que tenía lo que buscaba. La frenética carrera hasta la tienda no mejoró su humor, ni tampoco el precio del mortero de mármol. Al volver a mirar el reloj, recordó que no tenía tiempo para montar en cólera. Llevando lo que consideraba excentricidades de Carlo, regresó corriendo al taxi que la esperaba.
A las doce menos diez en punto, Juliet subió chorreando al tercer piso de los grandes almacenes Gallegher’s. Lo primero que vio fue a Carlo recostado en una cómoda tumbona de mimbre, riéndose junto a una mujer de mediana edad, regordeta y bonita, provista de cuaderno y bolígrafo. Él estaba deslumbrante, alegre y, sobre todo, seco.
—Ah, Juliet —Carlo se levantó alegremente al verla acercarse a la mesa—. Tienes que conocer a Marjorie. Dice que ha probado mi pasta en mi restaurante de Roma.
—Me encantó cada bocado. ¿Qué tal estás? Tú debes de ser Juliet Trent. Carlo cuenta maravillas de ti.
¿Maravillas? No, no se sentiría halagada. Sin embargo, dejó la bolsa sobre la mesa y le tendió la mano a la mujer.
—Encantada de conocerte. Espero que puedas quedarte a la demostración.
—No me la perdería por nada del mundo —Marjorie le guiñó un ojo a Carlo—. No todos los días se prueba un plato de pasta Franconi.
Juliet sintió una leve oleada de alivio. Tal vez pudiera salvarse algo del desastre. A menos que estuviera muy equivocada, Carlo iba tener una crítica excelente.
El ya estaba sacando el paquetito de albahaca de la bolsa.
—Perfecto —dijo tras olfatearlo—. Sí, sí, excelente —comprobó el peso del almirez y su medida—. Como verás, se está reuniendo una multitud frente a nuestro pequeño escenario —le dijo tranquilamente a Juliet—. Así que, nos hemos venido a hablar aquí. Sabíamos que nos verías en cuanto salieras del ascensor.
—Muy bien —los dos parecían arreglárselas muy bien, pensó Juliet. Era mejor darse por satisfecha con eso. Echando un rápido vistazo, vio que Elise estaba pegando la hebra con un grupito de gente. Tan tranquila, pensó Juliet con acritud. En fin, a eso también se había resignado. Cinco minutos en el aseo para acicalarse un poco, calculó, y lo tendría todo bajo control—. ¿Tienes todo lo que necesitas, Carlo? Él advirtió su tono irritado y la agarró de la mano, sonriendo.
—Sí, grazie, cara mia. Eres maravillosa. Tal vez Juliet habría preferido gruñir, pero le devolvió la sonrisa.
—Sólo hago mi trabajo. Tienes unos minutos antes de que empecemos. Si me perdonáis, voy a ocuparme de unas cosillas y ahora vuelvo.
Juliet mantuvo un paso vivo y enérgico hasta que se perdió de vista. Entonces se escabulló en el aseo y sacó el cepillo según entraba.
—¿Qué te decía yo? —Carlo sujetó el paquete de albahaca en la mano para ver cuánto pesaba—. Es fantástica.
—Y bastante bonita —dijo Marjorie—. Aunque esté empapada y cabreada.
Riendo, Carlo se inclinó hacia delante y tomó las manos de Marjorie.
—Eres muy intuitiva. Sabía que ibas a gustarme. Ella dejó escapar una risa breve y seca y, por un instante, se sintió veinte años más joven. Y veinte kilos más flaca.
—Una última pregunta, Carlo, antes de que tu fantástica señorita Trent se te lleve a rastras. ¿Todavía estás dispuesto a viajar a El Cairo o a Cannes para prepararle alguno de tus platos a un cliente exigente a cambio de unos honorarios exorbitantes?
—Antes, ése era el pan de cada día —él se quedó callado un momento, pensando en los primeros años de éxito. Había hecho locos viajes llenos de glamour a este o aquel país para preparar unos fetuchini para un príncipe o unos canelones para un magnate. Había sido una época embriagadora, espectacular. Pero luego había abierto su restaurante y había comprendido que la sólida continuidad de su propio negocio era mucho más satisfactoria que el destello fugaz de un solo plato.
—De vez en cuando hago algún viaje. Hace dos meses fue el cumpleaños del conde Lequine. Es un cliente de siempre, un viejo amigo, y le gustan mucho mis espaguetis. Pero el restaurante me da más satisfacciones —le lanzó a la periodista una mirada inquisitiva, como si acabara de ocurrírsele una idea—. Puede que esté sentando la cabeza.
—Pues es una lástima que no hayas decidido sentarla en Estados Unidos —ella cerró su cuaderno—. Te garantizo que, si abrieras un Franconi’s aquí, en San Diego, vendría gente de todo el país.
Él tomó la idea, la sopesó como había hecho con la albahaca, y la puso en un rincón de su mente.
—Una idea interesante.
—Y una entrevista fascinante. Gracias —Carlo se levantó y la tomó de la mano, lo cual encantó a Marjorie, que, aunque feminista declarada, sabía apreciar las buenas maneras y el encanto—. Estoy deseando probar tu pasta. Voy a ver si puedo conseguir un buen sitio. Aquí viene tu señorita Trent.
Marjorie nunca se había considerado particularmente romántica, pero siempre había creído que, donde había humo, había fuego. Observó el modo en que Carlo giraba la cabeza y se fijó en cómo cambiaba su mirada y en cómo se ladeaba levemente su boca. Sí, había fuego, pensó.
Entre el secador de manos y el cepillo, Juliet había conseguido hacer algo con su pelo. Un toque aquí, una pincelada allá, y su maquillaje estaba de nuevo en plena forma. Con el chubasquero colgado del brazo, tenía un aspecto competente y serio. Estaba dispuesta a admitir que había tomado demasiadas tazas de café.
—¿Ha ido bien la entrevista?
—Sí —Carlo notó que se había tomado la molestia de ponerse una pizca de perfume—. Perfectamente.
—Bien. Luego me lo cuentas. Será mejor que empecemos.
—Dentro de un momento —Carlo se metió la mano en el bolsillo—. Te dije que iba a comprarte un regalo.
Juliet intentó ignorar el cosquilleo de emoción que sintió. Sólo eran los nervios del café, se dijo.
—Te dije que no me compraras nada, Carlo. No tenemos tiempo…
—Siempre hay tiempo —él abrió la cajita y sacó un pequeño corazón de oro atravesado por una flecha de diamantes.
—Oh, yo… —Juliet se había quedado sin habla—. Carlo, de verdad, no puedes…
—A Franconi, nunca le digas que no puede hacer algo —murmuró él, y empezó a ponerle el broche en la solapa. Lo hizo suavemente, sin dificultad. A fin de cuentas, estaba acostumbrado a los hábitos femeninos—. A mí me parece muy delicado, y muy elegante. Así que va bien contigo —entornando los ojos, se echó hacia atrás y asintió—. Sí, estaba seguro de ello.
Resultaba imposible recordar la búsqueda frenética de la albahaca fresca teniéndolo allí delante, sonriendo. Llevada por un impulso, Juliet alzó la mano y pasó un dedo por el broche.
—Es precioso —sus labios se curvaron dulcemente, como hacían raras veces—. Gracias.
Carlo había perdido la cuenta de los regalos que había hecho y apenas recordaba los diferentes estilos de gratitud que había recibido a cambio. Sin embargo, estaba seguro de que no olvidaría la expresión de Juliet en ese instante.
—Prego.
—Ejem, señorita Trent…
Juliet giró la cabeza y vio que Elise la estaba mirando. Apretó la mandíbula.
—Sí, Elise. Aún no conoces al señor Franconi.
—Elise me dijo dónde podía encontrarte cuando oí el anuncio por megafonía —dijo Carlo tranquilamente.
—Sí —Elise le lanzó su sonrisa característica—. Su libro de cocina es una pasada, señor Franconi. Todo el mundo se muere de ganas por verlo cocinar —abrió un pequeño cuaderno con margaritas en la portada—. He pensado que podía deletrearme el nombre del plato para que pueda decirlo cuando lo presente.
—Elise, yo lo tengo todo —dijo Juliet amablemente mientras la empujaba con firmeza hacia la puerta—. ¿Por qué no anuncias simplemente al señor Franconi?
—Estupendo —ella sonrió, radiante—. Así será mucho más fácil.
—Ya podemos empezar, Carlo. Tú ponte ahí, detrás de esos mostradores. Yo voy a presentarte —sin esperar respuesta, Juliet recogió la albahaca y el almirez y se acercó a la zona que había preparado. Lo dejó todo sobre la mesa y se volvió hacia el público con naturalidad. Trescientas personas, calculó. Quizá más. No estaba mal para un día de lluvia.
—Buenas tardes —su voz era agradable y bien entonada. No hacía falta micrófono en un espacio tan pequeño—. Quiero darles las gracias por su presencia, y agradecer a los grandes almacenes Gallegher’s el habernos ofrecido un escenario tan encantador para la demostración.
A unos pasos de distancia, Carlo se apoyó sobre un mostrador y se puso a observarla. Estaba fantástica. Nadie habría adivinado que llevaba en pie desde el amanecer.
—A todos nos gusta comer —se oyeron unas cuantas risas, como Juliet esperaba—. Pero un experto me ha dicho que comer es algo más que una necesidad básica, es toda una experiencia. No a todos nos gusta cocinar, pero el mismo experto me ha dicho que la cocina es al mismo tiempo arte y magia. Esta tarde, ese experto, Carlo Franconi, compartirá con ustedes su arte, su magia y su experiencia preparando su famosa pasta con pesto.
Juliet empezó a aplaudir, y al instante la sala rompió en aplausos. Cuando Carlo salió, ella se retiró. Él se apoderó del centro del escenario en cuanto salió.
—Es un hombre afortunado —comenzó— el que tiene la oportunidad de cocinar para tantas mujeres hermosas. ¿Alguna de ustedes tiene marido? —se oyeron algunas risitas y se alzaron algunas manos—. Ah, bien —se encogió de hombros—. Entonces, tendré que contentarme con cocinar.
Juliet sabía que Carlo había elegido aquel plato en concreto porque se tardaba poco tiempo en hacerlo. Al cabo de cinco minutos, se convenció de que ni una sola persona del público se habría movido aunque él hubiera elegido algo que llevara horas preparar.
Sus manos eran tan hábiles y precisas como las de un cirujano. Su lengua, tan suelta como la de un político. Mientras lo veía medir, cortar, saltear y mezclar, Juliet se descubrió tan enfrascada y entretenida como si estuviera viendo una película excelente.
Una mujer se atrevió a hacer una pregunta. Aquello rompió el hielo y a la primera pregunta siguieron muchas otras. Juliet no tenía que preocuparse porque el ruido y las conversaciones molestaran a Carlo. Saltaba a la vista que le gustaba interactuar con el público. Juliet comprendió que no estaba haciendo sencillamente su trabajo, o cumpliendo con una obligación. Estaba disfrutando.
Carlo llamó a una señora al escenario y comentó en broma que los grandes chefs no sólo necesitaban inspiración, sino también ayuda. Le dijo a la mujer que moviera los espaguetis, le enseñó cómo debía hacerlo con muchos aspavientos, poniendo la mano sobre la de ella, y sin duda vendió otros diez libros allí mismo.
Juliet se vio obligada a sonreír. Carlo lo había hecho por diversión, no por vender. Era muy divertido, pensó, aunque se tomara demasiado a pecho la albahaca. En realidad, era un cielo. Juliet empezó a juguetear inconscientemente con el broche de oro y diamantes que llevaba en la solapa. Sumamente considerado y exigente. Sencillamente, extraordinario.
Mientras lo miraba reírse con el público, algo empezó a fundirse dentro de ella. Suspiró, soñando. Había ciertos hombres que la incitaban a una a soñar.
Una mujer sentada cerca de ella se inclinó hacia su acompañante.
—Cielo santo, es el hombre más sexy que he visto nunca. Podría tener a una docena de amantes haciendo cola pacientemente.
Juliet volvió en sí y dejó caer la mano. Si empezaba a creerse la mitad de las cosas que él le decía, ella misma se pondría a la cola, a esperar pacientemente. Aquella sola idea bastó para impedir que siguiera derritiéndose. Ella no tenía hueco en la agenda para esperar.
Después de que desapareciera hasta el último bocado de pasta y de hablar con todas sus fans, Carlo se permitió pensar en el placer de sentarse con una copa de vino fresco. Juliet ya había recogido su chaqueta.
—Buen trabajo, Carlo —ella lo ayudó a ponerse la chaqueta—. Puedes marcharte de California con la satisfacción de saber que has tenido un éxito aplastante.
El le quitó el chubasquero cuando Juliet se disponía a ponérselo.
—Al aeropuerto.
Ella sonrió, comprendiendo.
—Recogeremos las maletas en el hotel de camino. Míralo de este modo: podrás pasarte durmiendo todo el vuelo a Portland, si quieres.
Dado que la idea tenía cierto atractivo, Carlo decidió cooperar. Bajaron a la primera planta y salieron por la puerta oeste, donde Juliet le había dicho al taxi que esperara. Ella dejó escapar un suspiro de alivio al ver que estaba allí.
—¿Llegamos a Portland temprano?
—A las siete —la lluvia se estrellaba contra el parabrisas del taxi. Juliet intentó relajarse. Todos los días despegaban aviones con lluvia—. Tienes que salir en Gente interesante, pero eso no será hasta las nueve y media, lo cual significa que podemos desayunar a una hora civilizada y repasar la agenda.
Juliet revisó rápidamente su lista de San Diego y notó que habían cumplido todos los planes. Le dio tiempo a echarle un vistazo a la agenda de Pordand antes de que el taxi parara delante del hotel.
—Esperad aquí —les ordenó al conductor y a Carlo. Salió corriendo del coche y logró que las maletas estuvieran metidas en el maletero en menos de siete minutos. Carlo se dio cuenta porque le gustaba cronometrarla.
—Tú también puedes dormir todo el viaje a Portland.
Ella se acomodó a su lado otra vez.
—No, tengo cosas que hacer. Lo mejor de los aviones es que puedo fingir que estoy en mi despacho y olvidarme de que estoy a cuatro mil pies del suelo.
—No sabía que te diera miedo volar.
—Sólo cuando estoy en el aire —Juliet se recostó en el asiento y cerró los ojos, intentando relajarse un momento. En cuanto se descuidó, la despertó un beso.
Desorientada, suspiró y rodeó el cuello de Carlo con los brazos. Era calmante, y tan dulce… Y entonces el fuego comenzó a alzarse.
—Cara… —Juliet lo había sorprendido, causándole una nueva oleada de placer—. Qué pena que te hayas despertado.
—¿Hmm? —cuando ella abrió los ojos, la cara de Carlo estaba muy cerca. La boca de ella aún estaba caliente, su corazón seguía palpitando. Ella se apartó bruscamente y empezó a luchar con el manillar de la puerta—. Eso no era necesario.
—Tienes razón —Carlo salió a la lluvia—. Pero ha sido revelador. Ya he pagado al conductor, Juliet —continuó él al ver que ella empezaba a hurgar en el bolso—. El equipaje está facturado. Embarcamos por la puerta cinco —tomándola del brazo y agarrando con la otra mano su pesado maletín, Carlo la condujo al interior de la terminal.
—No tenías por qué encargarte de todo eso —ella habría retirado el brazo si hubiera podido. O si hubiera querido—. Mi labor consiste en…
—Promocionar mi libro —concluyó él tranquilamente—. Si eso hace que te sientas mejor, te diré que, cuando viajaba con tu predecesor, hacía lo mismo.
Juliet se sintió un poco tonta.
—Te lo agradezco, Carlo. No es que me moleste que me eches una mano, es que no estoy acostumbrada. Te sorprendería lo descuidados y desatentos que son algunos escritores cuando salen de gira.
—Y a ti te sorprendería lo irascibles y antipáticos que son algunos chefs.
Ella pensó en la albahaca y sonrió.
—¡No me digas!
—Oh, sí —aunque le había leído el pensamiento perfectamente, su tono siguió siendo grave—. Siempre están gruñendo, dando voces o tirando cosas. Por su culpa, todos tenemos mala fama. Ahí está la puerta de embarque. Ojalá tuvieran un burdeos decente.
Juliet sofocó un bostezo mientras lo seguía.
—Necesito mi billete, Carlo.
—Lo tengo yo —Carlo pasó a toda prisa junto a la azafata y empujó suavemente a Juliet hacia delante—. ¿Prefieres la ventanilla o el pasillo?
—Necesito mi billete para saber qué me ha tocado.
—Tenemos el 2A y el 2B. Elige tú.
Alguien pasó junto a Juliet y le dio un empujón. De pronto, tuvo la sensación de haber vivido ya aquella situación.
—Carlo, yo voy en clase turista, así que…
—No, tu billete ha cambiado. Quédate tú con la ventanilla.
Antes de que ella pudiera decir nada, Carlo la empujó hacia el asiento y se sentó a su lado.
—¿Qué significa que mi billete ha cambiado? Carlo, tengo que volver a la parte de atrás antes de que se monte una escena.
—Tu asiento es éste —le dio a Juliet su billete y estiró las piernas—. Dio, qué alivio.
Frunciendo el ceño, Juliet observó el billete: 2A.
—No sé cómo han cometido un error así. Será mejor aclararlo cuanto antes.
—No hay ningún error. Deberías abrocharte el cinturón —le aconsejó él mientras se lo abrochaba él mismo—. He cambiado tus billetes para el resto de los vuelos de la gira.
Juliet echó mano al cinturón que él acababa de abrocharle.
—Pero… pero… no puedes…
—Ya te lo he dicho, nunca le digas a Franconi que no puede hacer algo —él empezó a abrocharse su cinturón—. Tú trabajas tanto como yo. ¿Por qué tienes que viajar en turista?
—Porque a mí me pagan por trabajar. Carlo, déjame salir para que pueda aclarar esto antes de que despeguemos.
—No —dijo él con firmeza—. Prefiero tu compañía a la de un desconocido o a un asiento vacío —giró la cabeza; su mirada era igual que su voz—. Quiero que te quedes aquí. No se hable más.
Juliet abrió la boca y volvió a cerrarla. Profesionalmente, se hallaba en terreno resbaladizo en cualquier dirección que se moviera. Se suponía que debía encargarse de las necesidades y los deseos de Carlo, dentro de un orden. Personalmente, había contado con que, al menos durante el viaje, la distancia le permitiera mantener el equilibrio.
Sabía que él intentaba ser amable. Considerado. Pero también se estaba poniendo pesado. Siempre había un modo diplomático de manejar esas cosas. Le lanzó una sonrisa paciente.
—Carlo…
El la detuvo acercando sencillamente su boca a la de ella, suave e irresistiblemente. La sujetó un momento, con una mano en la mejilla y otra sobre los dedos de Juliet, que se habían quedado paralizados sobre su regazo. Ella sintió que el suelo se movía y que la cabeza le daba vueltas.
«Estamos despegando», pensó vagamente, pero sabía que el avión no se había movido del suelo.
La lengua de Carlo rozó la suya provocativamente. Tras pasarle una mano por el pelo, Carlo se recostó en el asiento.
—Ahora, vuelve a dormirte un rato —dijo—. Éste no es el lugar que yo elegiría para seducirte.
A veces, pensó Juliet, el silencio era la mejor táctica diplomática. Sin decir palabra, cerró los ojos y se quedó dormida.