La salida del hotel había transcurrido rápidamente y sin contratiempos de última hora. Para alivio de Juliet, los cargos hechos en la factura de la habitación de Carlo eran razonables y de poca importancia. El presupuesto de la gira aguantaría. Juliet sólo podía esperar que el embarque en el aeropuerto y la entrada en el hotel de San Francisco transcurrieran igual de bien.
No quería pensar en El show de Simpson. En ese caso, no era necesario recurrir a datos sociológicos. Juliet sabía que Carlo había pasado suficiente tiempo en Estados Unidos como para saber lo importantes que eran esos diez minutos en antena. Aquél era el programa nocturno de mayor audiencia del país desde hacía quince años. Bob Simpson era toda una institución. Un par de minutos en su programa podían propulsar las ventas de un libro hasta en las zonas más remotas del país. O podían hundirlas.
Y, además, pensó Juliet con una risita de emoción, ¿no sería impresionante poner el programa de Simpson en su curriculum? Rezó una pequeña plegaria porque Carlo no lo echara a perder.
Juliet revisó discretamente la pequeña nevera para asegurarse de que el postre que Carlo había preparado esa misma tarde estaba en su sitio. El pastel tenía que permanecer en el frigorífico cuatro horas, de modo que harían el numerito del antes y el después para los televidentes. Carlo lo prepararía en directo y, luego, voilá, sacarían el postre helado en cuestión de minutos.
Aunque Carlo había repasado ya el procedimiento, los utensilios y los ingredientes con el jefe de producción y el realizador, Juliet volvió a repasarlos otra vez.
Él, en cambio, parecía no acusar la tensión, pensó Juliet mientras se acomodaban en la sala de descanso del plato. Sí, Carlo ya la había lanzado una enorme sonrisa a la rubia medio desnuda que estaba sentada en el sofá y le había ofrecido una taza de café de la máquina. ¿Café? Incluso tratándose de Hollywood, costaba trabajo imaginar qué demonios contenía la cafetera. Juliet había probado un sorbo de algo que sabía a barro recalentado y había dejado la taza a un lado.
La rubita era, por lo visto, la nueva protagonista de la trama romántica de una teleserie muy popular, y estaba muerta de nervios. Carlo se sentó en el sofá, a su lado, y empezó a charlar con ella como si fueran viejos amigos. Para cuando la puerta de la sala de descanso se abrió de nuevo, ella se estaba partiendo de risa.
La sala de descanso era de color beige: un beige pálido, feo y agobiante. El aire acondicionado funcionaba, pero mal. Aun así, Juliet tenía presente cuántos famosos o casi famosos se habían sentado en aquella anodina habitación, mordiéndose las uñas.
Entonces apareció el mono. Juliet alzó la mirada y vio entrar al chimpancé de largos brazos, enfundado en un esmoquin, de la mano de un hombre alto y flaco con ojos cansados y sonrisa nerviosa. Sintiéndose un poco nerviosa, Juliet miró a Carlo. Él saludó inclinando la cabeza a los dos recién llegados y siguió hablando con la rubia como si tal cosa. Mientras Juliet procuraba relajarse, el mono sonrió, echó hacia atrás la cabeza y profirió un largo y fuerte chillido. La rubia dejó escapar una risita, pero parecía a punto de echar a correr si el chimpancé se acercaba un paso más.
—Compórtate, Butch —el hombre flaco carraspeó mientras paseaba la mirada por la habitación—. Butch acabó de rodar una película la semana pasada —explicó a la sala en general—. Está un poco inquieto.
La rubia se acercó a la puerta cuando anunciaron su nombre, haciendo tintinear las lentejuelas que la cubrían por entero. Carlo notó con cierta satisfacción que no estaba tan nerviosa como al principio. Ella se dio la vuelta y le sonrió enseñando los dientes.
—Deséame suerte, cariño.
—Suerte.
El hombre flaco pareció relajarse visiblemente.
—Menos mal. A Butch, las rubias lo ponen de los nervios.
—Entiendo —Juliet pensó que su pelo podía considerarse rubio o castaño dependiendo del capricho. Con un poco de suerte, Butch lo consideraría castaño y poco estimulante.
—Pero ¿dónde está la limonada? —el hombre parecía de nuevo nervioso—. Saben perfectamente que a Butch le gusta tomar limonada antes de salir al aire. Lo tranquiliza.
Juliet se mordió la punta de la lengua para sofocar la risa. Carlo y Butch se estaban mirando con una especie de tolerancia comprensiva.
—Estoy segura de que ha sido un descuido —acostumbrada a calmar el pánico, Juliet sonrió—. Tal vez debería preguntarle a algún botones.
—Eso voy a hacer —el hombre le dio una palmadita a Butch en la cabeza y cruzó la puerta.
—Pero… —Juliet se levantó a medias y volvió a sentarse. El chimpancé estaba en medio de la sala, con los nudillos apoyados en el suelo—. No sé si debería dejarse a Chita.
—Butch —la corrigió Carlo—. A mí me parece bastante inofensivo —le lanzó al mono una rápida sonrisa—. Y tiene un sastre excelente.
Juliet vio que el chimpancé estaba sonriendo y haciendo muecas.
—¿Le duele algo —le preguntó a Carlo— o es que está flirteando conmigo?
—Estará flirteando, si tiene buen gusto —dijo Carlo—. Y, como te decía, su sastre es bastante bueno. ¿Tú qué dices, Butch? ¿Te gusta mi Juliet?
Butch echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar una serie de sonidos que podían significar cualquier cosa.
—¿Lo ves? Butch sabe apreciar a una mujer bonita.
Juliet se echó a reír. Ya fuera porque se sentía atraído por aquel sonido, o porque le apetecía, Butch se acercó bamboleándose a ella. Sin dejar de sonreír, puso una mano sobre la rodilla desnuda de Juliet. Esta vez, ella vio claramente que le guiñaba un ojo.
—Yo nunca he sido tan directo al conocer a alguien —comentó Carlo.
—Algunas mujeres prefieren un abordaje directo — decidiendo que era inofensivo, Juliet sonrió a Butch—. Me recuerda a alguien —le lanzó a Carlo una mirada suave—. Será por esa simpática sonrisa —antes de que ella dejara de hablar, Butch se subió sobre sus rodillas y la rodeó con sus largos brazos—. Oh, qué tierno — riendo, Juliet miró la cara del chimpancé—. Creo que tiene tus ojos, Carlo.
—Eh, Juliet, creo que deberías…
—Aunque los suyos tienen una mirada más inteligente.
—Oh, sí, creo que es muy listo —Carlo carraspeó tapándose la boca con la mano mientras observaba los hábiles dedos del chimpancé—. Juliet, si te…
—Pues claro que es listo. Hace películas —divertida, Juliet observó la sonrisa del chimpancé—. ¿Habré visto alguna de tus películas, Butch?
—No me extrañaría nada que fueran películas X.
Ella le hizo cosquillas a Butch debajo de la barbilla.
—Oh, Carlo, qué bruto eres.
—Sólo es una suposición —Carlo dejó que su mirada vagara sobre ella—. Dime, Juliet, ¿no tienes un poco de frío?
—No. Hace muchísimo calor aquí. Y este pobre envuelto en un esmoquin… —acarició a Butch y él sonrió mostrándole los dientes.
—Juliet, ¿tú crees que la gente revela su personalidad a través de la ropa que lleva? Que manda señales, ¿comprendes lo que digo?
—¿Hmm? —distraída, ella se encogió de hombros y ayudó a Butch a enderezarse la corbata—. Supongo que sí.
—Me parece sumamente interesante que lleves seda rosa debajo de esa blusa tan formal.
—¿Cómo dices?
—Una observación, mi amore —él dejó que su mirada vagara sobre ella de nuevo—. Una simple observación.
Sentada muy quieta, Juliet movió únicamente la cabeza. Un instante después, su boca estaba tan abierta como su blusa. El mono le había desabrochado todos los botones. Carlo le lanzó a Butch una mirada de admiración.
—Debo preguntarle cómo perfeccionó esa técnica.
—¡Maldito hijo de…!
—A mí no me mires —Carlo se llevó una mano al corazón—. Yo sólo pasaba por aquí.
Juliet se levantó bruscamente, tirando al chimpancé al suelo. Mientras entraba en el aseo contiguo a la sala de descanso, oyó reír a dos machos: el uno un chimpancé y el otro una rata.
Juliet hizo en total silencio el trayecto hasta el aeropuerto desde donde partirían hacia San Diego.
—Venga, cara, el programa fue muy bien. No sólo mencionaron el título tres veces. También hicieron un primer plano del libro. Mi tortoni fue un éxito, y les gustó mi anécdota sobre cómo hacer una comida italiana larga y sensual.
—Eres un auténtico príncipe de las anécdotas —murmuró ella.
—Amore, fue el mono quien intentó desvestirte, no yo —Carlo lanzó un largo suspiro de satisfacción. No recordaba cuándo había disfrutado tanto de una… demostración—. Si lo hubiera hecho yo, nos habríamos perdido el show.
—Tenías que contar esa historia en antena, ¿no? —ella le lanzó una mirada fría y feroz—. ¿Sabes cuántos millones de personas ven ese programa?
—Era una buena historia —a la luz tenue de la limusina, Juliet vio el brillo de sus ojos—. A la mayoría de la gente le gustan las buenas historias.
—Todas las personas con las que trabajo habrán visto ese programa —Juliet se dio cuenta de que tenía la mandíbula tensa y procuró relajarla—. No sólo te quedaste allí… allí sentado y dejaste que ese… que ese ser me dejara medio desnuda, sino que además tenías que contarlo en la televisión pública.
—Madonna, acuérdate de que intenté advertirte.
—Yo no recuerdo nada parecido.
—Pero si estabas encantada con Butch —continuó él—. Confieso que era difícil no estarlo —dejó que su mirada se deslizara por la blusa pulcramente abotonada de Juliet—. Tienes una piel preciosa, Juliet; tal vez me distrajera momentáneamente. Yo, un simple hombre lleno de debilidades, me pongo a tu merced.
—Oh, cállate —ella cruzó los brazos y se quedó mirando fijamente hacia delante. No volvió a hablar hasta que el chófer paró junto a la acera en el aeropuerto.
Juliet sacó su bolsa de viaje del maletero. Sabía que siempre cabía la posibilidad de que las maletas se extraviaran y fueran enviadas a San José, mientras ella iba a San Diego, de modo que siempre llevaba lo esencial en un bolso de mano. Entregó su billete y el de Carlo en el mostrador para que fueran facturando las maletas mientras pagaba al conductor. Aquello la hizo pensar en el presupuesto. Había conseguido justificar el uso de una limusina en Los Angeles, pero a partir de ese instante tendrían que conformarse con taxis y coches de alquiler. Adiós al glamour, pensó mientras se guardaba el recibo.
—No, esto lo llevo yo.
Ella se dio la vuelta y vio que Carlo indicaba una caja forrada en cuero, de unos sesenta centímetros de largo por diez de ancho.
—Será mejor que factures algo tan abultado.
—Nunca facturo mis utensilios —él se echó una mochila al hombro y tomó la caja por su asa.
—Como quieras —dijo ella, encogiéndose de hombros, y atravesó las puertas automáticas con él. Se dio cuenta de que el cansancio empezaba a pasarle factura, y eso que ella no había tenido que preparar intrincados postres. Carlo debía de estar tan cansado como ella, si es que era humano. Podía irritarla de mil maneras distintas, pero lo cierto era que nunca se quejaba. Juliet sofocó un suspiro—. Tenemos media horas antes de embarcar. ¿Te apetece una copa?
Él lanzó una sonrisa despreocupada.
—¿Una tregua?
Ella le devolvió la sonrisa a su pesar.
—No, una copa.
—Está bien.
Encontraron un bar a oscuras y lleno de gente y se abrieron paso hasta una mesa. Juliet observó cómo manejaba Carlo la caja con cierta dificultad, intentando esquivar a la gente y las sillas, y cómo la metía finalmente bajo la mesa.
—¿Qué llevas ahí?
—Utensilios —dijo él otra vez—. Cuchillos bien afilados, espátulas de acero inoxidable con la medida y el peso adecuados, aceite y vinagre de mi propia marca para cocinar… Y otras cosas básicas.
—¿Vas a cargar con aceite y vinagre por las terminales de los aeropuertos de costa a costa? —sacudiendo la cabeza ella alzó la mirada hacia la camarera—. Vodka con mosto.
—Brandy. Sí —dijo él, fijando de nuevo su atención en Juliet tras deslumbrar a la camarera con una rápida sonrisa—. No hay ninguna marca en el mercado americano que pueda compararse con la mía —tomó un cacahuete del cuenco que había sobre la mesa—. No hay ninguna marca en ningún mercado que pueda compararse con la mía.
—Aun así, deberías facturar la caja —insistió ella—. A fin de cuentas, también facturas las camisas y las corbatas.
—No pienso dejar mis herramientas en manos de un desconocido —Carlo se metió el cacahuete en la boca—. Una corbata es fácil de reemplazar. Uno hasta se cansa de ellas. Pero un buen batidor es una cosa completamente distinta. Cuando te enseñe a cocinar, lo entenderás.
—Tienes las mismas posibilidades de enseñarme a cocinar que de volar a San Diego sin avión. Bueno, ya sabes que vas a hacer una demostración sobre cómo preparar unos linguini con salsa de almejas en A. M. San Diego. El programa empieza a las ocho, así que tenemos que estar en el estudio a las seis para prepararlo todo.
En opinión de Carlo, lo único que se podía cocinar a esa hora era un desayuno con champán para dos.
—¿Por qué en este país la gente se empeña en levantarse al amanecer para ver la televisión?
—Haré un referéndum para averiguarlo —dijo ella distraídamente—. Mientras tanto, tienes que preparar un plato que dejaremos aparte, como hemos hecho hoy. En antena harás cada paso de la preparación, pero, naturalmente, no tenemos tiempo para acabar, por eso hay que tener el plato ya preparado. Ahora, en cuanto a las buenas noticias —Juliet le lanzó una rápida sonrisa y a la camarera que les sirvió las bebidas—. Ha habido cierta confusión en el estudio, así que tendremos que llevar nosotros los ingredientes. Necesito que me des una lista completa de lo que vas a necesitar. En cuanto te deje instalado en el hotel, saldré a comprarlo. Supongo que habrá alguna tienda abierta toda la noche.
Carlo repasó de memoria los ingredientes de los linguini con vongole biance. Cierto, en las tiendas de Estados Unidos podían encontrarse algunos productos básicos, pero él se consideraba afortunado por llevar algunos de los suyos en el maletín que tenía a sus pies. La salsa de almejas era su especialidad. No había que tomársela a la ligera.
—¿Hacer la compra a medianoche forma parte del trabajo de una relaciones públicas?
Ella le sonrió. Carlo pensó que era la primera vez que le sonreía de verdad.
—Cuando se está de gira, el trabajo de un relaciones públicas incluye todo lo que haya que hacer. Así que, si me dices cuáles son los ingredientes, tomaré nota.
—No es necesario —él agitó el brandy y bebió un sorbo—. Iré contigo.
—Necesitas dormir —Juliet empezó a buscar un bolígrafo—. Aunque des una cabezada en el avión, no vas a dormir más de cinco horas.
—Igual que tú —dijo él. Al ver que ella se disponía a tomar la palabra de nuevo, Carlo alzó una ceja—. Tal vez no me fíe de una aficionada para comprar mis almejas. Juliet lo miró mientras bebía. O tal vez fuera un caballero, pensó. A pesar de su reputación con las mujeres, y de su elevada dosis de vanidad, Carlo era uno de esos raros hombres que sabían ser atentos con las mujeres sin mostrarse paternalistas. Juliet decidió perdonarlo por lo de Butch.
—Acábate la copa, Franconi —Juliet brindó por él amistosamente—. Tenemos que tomar un avión.
—Salute —Carlo alzó su copa hacia ella.
No volvieron a discutir hasta que se montaron en el avión.
Refunfuñando un poco, Juliet ayudó a Carlo a meter la caja de los utensilios bajo el asiento.
—El vuelo es muy corto —revisó su reloj y calculó que sería mucho más tarde de medianoche cuando fueran a comprar—. Te veré cuando aterricemos.
Él la agarró por la muñeca cuando Juliet se disponía a pasar a su lado.
—¿Adonde vas?
—A mi sitio.
—¿No te sientas aquí? —él señaló el asiento que había a su lado.
—No, voy en clase turista —impaciente, ella se movió para dejar paso a otro pasajero.
—¿Por qué?
—Carlo, estoy bloqueando el paso.
—¿Por qué vas en clase turista?
Ella dejó escapar un suspiro.
—Porque la editorial le paga encantada el billete de primera clase a un autor superventas. Pero, para los relaciones públicas, hay otro estilo. Se llama clase turista — alguien la golpeó con una maleta en la cadera. Maldición, le saldría un cardenal—. Ahora, si me dejaras marchar, la gente dejaría de golpearme y yo podría ir a sentarme.
—La primera clase está casi vacía —dijo él—. Sólo es cuestión de pagar un poco más por el billete. Ella logró desasirse.
—No pongas en entredicho el sistema, Franconi.
—Yo siempre pongo en entredicho el sistema —le dijo él mientras ella se alejaba por el pasillo hacia su asiento. Sí, a Carlo le gustaba su modo de moverse.
—Señor Franconi —una azafata le sonrió—. ¿Quiere que le traiga una bebida cuando despeguemos? —¿Qué vino blanco tienen?
Cuando ella se lo dijo, Carlo se recostó en su asiento. Un poco vulgar, pensó, pero no del todo repugnante.
—Se habrá fijado usted en la joven con la que estaba hablando. La del pelo color miel y el mentón desafiante. Ella siguió sonriéndole amablemente, a pesar de que estaba pensando que era una lástima que él tuviera la mente puesta en otra mujer. —Desde luego, señor Franconi. —Llévele una copa de vino de mi parte. Juliet se habría considerado afortunada por disponer de un asiento junto al pasillo de no ser porque el hombre sentado a su lado estaba despatarrado, roncando. Qué bonito era viajar, pensó secamente mientras se quitaba los zapatos. ¿Acaso no era una suerte que al día siguiente tuvieran que tomar otro avión?
«No te quejes, Juliet», se advirtió. «Cuando tengas tu propia agencia, mandarás a otros de gira».
El individuo sentado a su lado se pasó el despegue roncando. Al otro lado del pasillo, una mujer sostenía un cigarrillo con una mano y un encendedor con la otra, esperando a que la señal de «Prohibido fumar» se apagara. Juliet sacó su cuaderno y se puso a trabajar.
—Señorita…
Sofocando un bostezo, Juliet alzó la mirada hacia la azafata.
—Lo siento, yo no he pedido nada.
—De parte del señor Franconi.
Juliet aceptó el vino y miró hacia primera clase. Carlo era escurridizo, se dijo. Intentaba meterse bajo sus líneas defensivas mostrándose amable. Juliet dejó que el cuaderno se cerrara y, suspirando, se recostó en el asiento.
La verdad es que le estaba funcionando.
Juliet apenas se había acabado el vino cuando el avión tomó tierra, pero al menos había conseguido relajarse. Lo bastante, pensó, como para que lo único que deseara fuera una cama mullida y una habitación a oscuras. «Dentro de una hora… o dos», se prometió mientras recogía su bolsa y su maletín.
Encontró a Carlo esperándola en primera clase en compañía de una azafata muy joven y atractiva. Ninguno de los dos parecía cansado por el viaje.
—Ah, Juliet, Deborah conoce una tienda abierta veinticuatro horas donde podemos encontrar todo lo que necesitamos.
Juliet miró a la esbelta morena y compuso una sonrisa.
—Qué bien.
Carlo tomó la mano de la azafata y, como cabía esperar, pensó Juliet, se la besó.
—Arrivederci.
—No pierdes el tiempo, ¿eh? —comentó Juliet en cuanto desembarcaron.
—Hay que disfrutar cada momento vivido.
—Qué frase tan bonita —ella se cambió la bolsa de brazo y se dirigió hacia la cinta mecánica—. Deberías tatuártela.
—¿Dónde?
Ella no se molestó en mirar su sonrisa.
—Donde quede mejor, por supuesto.
Tuvieron que esperar su equipaje más de lo que Juliet esperaba, y cuando por fin lo recogieron los efectos del vino se le habían pasado. Había que ocuparse de asuntos urgentes.
Juliet llamó a un taxi, le dio una propina al mozo que les llevó el carro de las maletas y le dijo al taxista el nombre del hotel. Al meterse en el coche junto a Carlo, advirtió su sonrisa.
—¿De qué te ríes?
—Qué eficiente eres, Juliet.
—¿Eso es un cumplido o un insulto?
—Yo nunca insulto a una mujer —dijo él con tanta sencillez que Juliet lo creyó a pies juntillas. A diferencia de ella, Carlo estaba completamente relajado y apenas tenía sueño—. Si esto fuera Roma, iríamos a un café en penumbra a beber vino tinto y escuchar música americana.
Ella cerró su ventanilla porque el aire era frío y húmedo.
—¿La gira está interrumpiendo tu vida nocturna?
—De momento, estoy disfrutando de una compañía muy estimulante.
—Mañana vas a estar hecho polvo.
Carlo pensó en su pasado y sonrió. A los nueve años, pasaba las horas entre la escuela y el momento de la cena lavando platos y fregando cocinas. A los quince, servía mesas y pasaba su tiempo libre aprendiendo a utilizar las especias y a hacer salsas. En París, había combinado los largos y extenuantes cursos de la universidad con un empleo como ayudante de cocina. En la actualidad, su restaurante y sus clientes lo tenían en danza doce horas al día. No todo su pasado estaba contenido en la biografía pulcramente mecanografiada que Juliet llevaba en el maletín.
—No me importa trabajar, siempre y cuando el trabajo me interese. Me parece que a ti te pasa lo mismo.
—Yo tengo que ganarme la vida —puntualizó ella—. Pero es más fácil cuando disfrutas.
—Y también se tiene más éxito. A ti se te nota. La ambición, Juliet, sin una cierta alegría, es muy fría, y, cuando se consigue lo que se busca, deja un gusto amargo.
—Pues yo soy ambiciosa.
—Oh, sí —él se giró para mirarla, y Juliet sintió un extraño hormigueo—. Pero no eres fría.
Por un instante, Juliet pensó que preferiría que él se equivocara.
—Ahí está el hotel —se apartó de él, aliviada por tener que ocuparse de los detalles—. Necesitamos que nos espere —le dijo al conductor—. Saldremos en cuanto nos hayamos registrado. Me han dicho que el hotel tiene una vista preciosa de la bahía —entró en el vestíbulo con Carlo y el botones que se ocupaba del equipaje—. Es una lástima que no tengamos tiempo para disfrutarla. Franconi y Trent —le dijo al recepcionista.
En el vestíbulo vacío reinaba el silencio. Qué suerte tenían los que estaban durmiendo en sus camas, pensó Juliet, y se apartó un mechón de pelo que se le había soltado.
—Nos vamos mañana a primera hora y no podemos volver, así que asegúrate de que no te dejas nada en la habitación.
—Aunque tú, naturalmente, lo comprobarás de todos modos.
Ella le lanzó una mirada de soslayo mientras firmaba el impreso.
—Es parte del servicio —se guardó la llave en el bolsillo—. Pueden subirnos el equipaje directamente —discretamente, le dio un billete doblado al botones—. El señor Franconi y yo tenemos que hacer un recado.
—Sí, señora.
—Eso me gusta de ti —para sorpresa de Juliet, Carlo le dio el brazo mientras salían.
—¿El qué?
—Tu generosidad. Muchos se escaquean para no darle una propina al botones.
Ella se encogió de hombros.
—Puede que sea fácil ser generoso cuando el dinero no es tuyo.
—Juliet… —Carlo abrió la puerta del taxi y le indicó que entrara—. Tú eres bastante inteligente. ¿No podrías… cómo se dice… despachar al botones sin darle un centavo y luego anotar la propina en tu cuenta de gastos?
—No merece la pena ser deshonesta por cinco dólares.
—No merece la pena ser deshonesto por nada —él le dio al conductor el nombre del supermercado y se recostó en el asiento—. La intuición me dice que, si intentaras decir una mentira, una auténtica mentira, se te caería la lengua.
—Señor Franconi, olvida usted que soy relaciones públicas. Si no mintiera, me quedaría sin trabajo.
—Puede que seas demasiado joven para entender la diversidad de mentiras y verdades que existe. Ah, ¿lo ves? Por eso me gusta tanto tu país —Carlo se asomó a la ventanilla mientras se acercaban al gran supermercado iluminado toda la noche—. En Estados Unidos, si quieres galletas a medianoche, puedes comprar galletas a medianoche. Es tan práctico…
—Me alegro de que te guste. Espere aquí —le dijo Juliet al conductor, y salió por la puerta opuesta a la de Carlo—. Espero que sepas lo que necesitas. Odiaría meterme en el estudio al amanecer y descubrir que tengo que salir a toda prisa a comprar pimienta en grano o algo así.
—Franconi sabe cómo hacer unos linguini —pasó un brazo alrededor del hombro de Juliet y la atrajo hacia sí mientras entraban—. Tu primera lección, amor mío.
Carlo la llevó primero a la pescadería, donde cloqueó, rezongó, desechó y eligió hasta que consiguió el número adecuado de almejas para dos platos. Ella había visto a mujeres que dedicaban la misma atención y el mismo tiempo a elegir un anillo de compromiso.
Juliet empujaba el carrito mientras él caminaba a su lado mirándolo todo. Y tocándolo. Latas, cajas, botellas… Ella esperaba mientras él elegía, examinaba y pasaba sus largos dedos de artista sobre las etiquetas, leyendo todos los ingredientes. Divertida, ella observaba cómo brillaba su diamante bajo los fluorescentes.
—Es asombroso lo que le ponen a esta basura precocinada —comentó Carlo, devolviendo una caja a su estante.
—Ten cuidado, Franconi, estás hablando de mi dieta básica.
—Deberías estar enferma.
—La comida precocinada ha liberado a la mujer americana de la cocina.
—Y ha destruido el paladar de una generación entera —Carlo eligió cuidadosamente, sin prisas, las especias. Abrió tres marcas de orégano y olfateó los frascos antes de escoger uno—. Te aseguro, Juliet, que admiro el sentido práctico de los estadounidenses, su eficiencia, pero preferiría comprar en Roma, donde puedo caminar entre los puestos y elegir las verduras recién arrancadas de la tierra y el pescado fresco recién salido del mar. No todo va en una lata, como la música.
Carlo no se dejó ni un solo pasillo, pero Juliet olvidó su cansancio, fascinada. Nunca había visto comprar a nadie como Carlo Franconi. Era como pasearse por un museo con un estudioso del arte. Carlo pasó junto a la harina y miró ceñudo cada bolsa. Juliet se asustó un momento. El abrió una bolsa y probó el contenido.
—¿Ésta es una buena marca?
Juliet pensó que ella compraba una bolsa de un kilo de harina más o menos una vez al año.
—Bueno, mi madre siempre usaba ésta, pero…
—Bien. Siempre hay que fiarse de una madre.
—La mía cocina fatal.
Carlo colocó con firmeza la harina en la cesta.
—Pero es una madre.
—Una extraña opinión, viniendo de un hombre del que ninguna madre puede fiarse.
—Siento el mayor respeto por las madres. Yo también tengo una. Ahora, necesitamos ajos, champiñones y pimientos… frescos.
Carlo caminó a lo largo de los puestos de hortalizas, tocando, apretando y olfateando. Preocupada, Juliet miraba a su alrededor buscando empleados.
—Carlo, no puedes toquetearlo todo tanto.
—Si no lo toco, ¿cómo voy a saber lo que es bueno y lo que sólo tiene buena pinta? —él le lanzó una rápida sonrisa por encima del hombro—. Ya te lo he dicho, la comida se parece mucho a una mujer. Ponen los champiñones en una caja y los envuelven —molesto, él quitó el envoltorio antes de que Juliet pudiera impedírselo.
—¡Carlo! No puedes abrir eso.
—Yo sólo quiero lo que quiero. Mira, algunos son demasiados pequeños, demasiado escuálidos —empezó a sacar con paciencia los champiñones que no le gustaban.
—Entonces, tiraremos los que no quieras cuando volvamos al hotel —buscando con la mirada al encargado de noche, Juliet empezó a guardar de nuevo los champiñones en la caja—. Compra dos cajas, si hace falta.
—Es un desperdicio. ¿A ti te gusta malgastar tu dinero?
—El dinero del editor —se apresuró a decir ella mientras ponía la caja rota en la cesta—. Él estará encantado de malgastarlo. Absolutamente entusiasmado.
Carlo se detuvo un momento y sacudió la cabeza.
—No, no, no puedo —pero, cuando se disponía a meter la mano en la cesta, Juliet se movió y se interpuso en su camino.
—Carlo, si rompes otro paquete, vas a hacer que nos arresten.
—Mejor ir a la cárcel que comprar champiñones que no me servirán de nada por la mañana.
Ella le sonrió, pero se mantuvo en sus trece.
—No, nada de eso.
Él pasó la punta de un dedo por los labios de Juliet antes de que ella pudiera reaccionar.
—Lo haré por ti, entonces, aunque va contra mis principios.
—Grazie. ¿Lo tienes todo ya?
La mirada de Carlo siguió el camino que había trazado su dedo con la misma lentitud.
—No.
—Bueno, ¿qué falta?
Él se acercó un poco más y de pronto Juliet se encontró atrapada entre él y el carrito de la compra.
—Esta noche, es la de las primeras lecciones —murmuró él, pasando las manos por ambos lados de su cara.
Ella debería haberse echado a reír. Juliet se dijo que era ridículo que Carlo intentara seducirla bajo las luces brillantes de la sección de verduras de un supermercado abierto toda la noche. Carlo Franconi, un hombre que había hecho de la seducción un arte, no podía elegir un escenario tan absurdo. Pero Juliet vio lo que había en sus ojos, y no se rió.
A algunas mujeres, pensó Carlo, sintiendo la piel suave y cálida de Juliet bajo sus manos, había que tocarlas lentamente. Muy lentamente. Algunas mujeres nacían sabiendo; otras, dudando.
Con Juliet, invertiría tiempo y cuidado porque él la entendía. O eso creía.
Ella no se resistió, pero entreabrió los labios, sorprendida. Carlo la besó suavemente, sin vacilar, pero con paciencia. Los ojos de Juliet ya le habían dado la respuesta que necesitaba. No se apresuró. No le importaba dónde estuvieran, que las luces fueran brillantes y la música enlatada. Sólo le importaba paladear los sabores que lo aguardaban. Así que probó de nuevo, sin precipitarse. Y luego otra vez.
Ella descubrió que se estaba agarrando al carrito de metal con todas sus fuerzas. ¿Por qué no se iba? ¿Por qué no le daba un empujón y salía corriendo de la tienda? Carlo no la retenía. Sus manos tocaban suavemente su cara. Ella podía moverse. Podía irse. Debía hacerlo.
Pero no lo hizo.
Los pulgares de Carlo se deslizaron por su mejilla, trazando su forma. Carlo sintió su pulso, rápido y sobresaltado, y siguió sujetándola con delicadeza. Ni siquiera él habría imaginado que el sabor de Juliet fuera hasta tal punto único.
Ninguno de los dos supo quién dio el siguiente paso. Tal vez lo dieran juntos. La boca de Carlo perdió su delicadeza y la de ella su pasividad. Ambas se encontraron, triunfantes, y se aferraron la una a la otra.
Ella dejó de sujetarse al carro y se agarró a los hombros de Carlo, apretándolo contra sí. Sus cuerpos encajaban a la perfección. Aquello debería haberle servido de advertencia a Juliet. La boca de Carlo era cálida y firme. Sus manos, que no se despegaban de la cara de ella, eran también firmes. Juliet no podría haberse apartado fácilmente. Pero, de todos modos, no quería hacerlo.
Él creía conocer todo cuanto podía esperarse de una mujer: fuego, hielo, tentación… Pero ambos estaban aprendiendo una lección. ¿Había sentido él alguna vez aquel ardor? ¿Aquella dulzura? No, o se acordaría. Ningún sabor, ninguna sensación que hubiera experimentado se le olvidaba.
Sabía lo que era desear a una mujer, pero nunca había conocido el ansia. Durante un instante, aquella emoción se apoderó de él por completo. No la olvidaría. Sin embargo, era consciente de que un hombre sensato da un paso atrás y toma aliento antes de lanzarse por un precipicio. Y eso fue lo que hizo él, murmurando algo en su propio idioma.
Aturdida, Juliet se agarró de nuevo al carro, intentando no perder el equilibrio. Maldiciéndose por ser tan idiota, esperó a que se calmara su respiración.
—Muy agradable —dijo Carlo suavemente, pasándole un dedo por la mejilla—. Muy agradable, Juliet.
Era una mujer del siglo XXI, se recordó ella mientras el corazón le palpitaba a toda prisa. Fuerte, independiente, sofisticada.
—Me alegro de que me des tu aprobación.
Carlo la tomó de la mano antes de que Juliet echara a andar por el pasillo empujando el carro. Notó que ella tenía aún la piel cálida y el pulso irregular. Si hubieran estado solos… Pero tal vez fuera mejor así. De momento.
—No es cuestión de aprobación, cara mia, sino de apreciación.
—Pues, a partir de ahora, apréciame sólo por mi trabajo, ¿vale? —Juliet se desasió de un tirón y se alejó empujando el carro. Sin pensar en la dedicación con que Carlo había elegido cada producto, comenzó a poner el contenido del carro sobre la cinta deslizante de una caja.
—No te has quejado —le recordó él. De pronto se había dado cuenta de que él también había tenido que recuperar su equilibrio. Apoyado contra el carro, le lanzó una sonrisa maliciosa.
—No quería hacer una escena.
El sacó los pimientos del carro antes de que Juliet los aplastara.
—Ah, estás aprendiendo a mentir.
Ella alzó la cabeza y lo traspasó con la mirada.
—Tú no reconocerías la verdad ni aunque te cayeras encima de ella.
—Cielo, ten cuidado con los champiñones —le advirtió él cuando Juliet tiró el paquete sobre la cinta—. No queremos que se estropeen. Les he tomado mucho cariño.
Juliet le lanzó una maldición en voz tan alta que la cajera los miró con los ojos como platos. Carlo siguió sonriendo y se puso a pensar en la lección número dos.
Tenía la impresión de que debían tenerla pronto. Muy pronto.