Capítulo II

Ella era una mujer que se crecía ante las dificultades de una apretada agenda, ante los contratiempos de última hora y las pequeñas crisis. Ésas eran las cosas que la mantenían alerta, que despertaban su interés y avivaban su ingenio. Si su trabajo hubiera sido sencillo, no habría disfrutado tanto con él.

Era también una mujer a la que le gustaban los largos baños con montañas de burbujas y las camas enormes. Ésas eran las cosas que mantenían su cordura. Juliet tenía la sensación de que se había ganado lo segundo después de enfrentarse a lo primero.

Mientras Carlo se divertía a su modo, Juliet pasó una hora y media al teléfono, y luego otra revisando y afinando el itinerario del día siguiente. Le habían propuesto una entrevista para un medio escrito y tenía que encontrarle hueco. Otro periódico iba a mandar un reportero y un fotógrafo a la firma de libros. Había que anotar sus nombres y recordarlos. Juliet tomó nota, le dio la vuelta al papel e intentó memorizar sus nombres. Tal y como estaban las cosas, tendrían suerte si disponían de un par de horas de respiro al día siguiente. Nada podía complacerla más.

Cuando al fin cerró su grueso cuaderno forrado de cuero, estaba deseando meterse en la bañera. La cama, por desgracia, tendría que esperar.

Se metió en la bañera, decidida a dedicar tres cuartos de hora a su placer personal. En la bañera no pensaba en planes ni agendas. Desconectaba el lado de su cerebro dedicado a su trabajo y se limitaba a disfrutar.

Tardó diez minutos en relajarse por completo. Podía fingir que la bañera blanca, de tamaño estándar, era grande y lujosa. De mármol negro, quizá, y lo bastante grande para dos personas. Ambicionaba secretamente tener una así algún día. Tenía la impresión de que era el símbolo del éxito definitivo. Se habría extrañado si alguien la hubiera considerado romántica por ello. Ella era una mujer práctica. Cuando se trabajaba con ahínco, se necesita un lugar donde relajarse. Y aquél era el suyo.

Su bata colgaba detrás de la puerta. Era de seda, muy corta y de color verde jade. Para ella, no se trababa de un lujo, sino de una necesidad. Cuando sólo se tenían unos minutos para relajarse, había que sacarle partido al tiempo. Consideraba la bata una ayuda más para seguir su ritmo, igual que los frascos de vitaminas que se alineaban en la encimera del lavabo. Cuando viajaba, siempre los llevaba consigo.

Después de relajarse y soñar un poco, podía apreciar la sensación que le producía el agua suave y caliente en la piel, el siseo de las burbujas y el perfume del vaho. Carlo le había dicho que no cambiara de perfume.

Juliet frunció el ceño al sentir que los músculos de sus hombros se tensaban. Oh, no. Agarró la pastilla de jabón del hotel y se la pasó por los brazos. No, no permitiría que Carlo Franconi se inmiscuyera en su vida privada. Ésa era la regla número uno.

Él había intentado ponerla nerviosa a propósito. Y lo había conseguido. Sí, reconoció Juliet, asintiendo enérgicamente con la cabeza. Pero eso se había acabado. No permitiría que ocurriera de nuevo. Su trabajo consistía en promocionar el libro de Carlo, no en alentar su ego.

Franconi no regresaría a Roma tres semanas después con una sonrisa de satisfacción en la cara, a menos que su sonrisa se debiera a asuntos profesionales. Aquella atracción instantánea, aguda como un cuchillo, podía controlarse. La prioridad, se dijo Juliet, era el orden del día. Él podía añadir a su lista de conquistas a todas las estadounidenses que quisiera, siempre y cuando Juliet no se contara entre ellas.

Ella prefería otra clase de hombres: estables, más que deslumbrantes y frívolos; sinceros, más que encantadores. Ésa era la clase de hombre que una mujer con sentido común buscaba cuando llegaba el momento. Juliet calculaba que a ella le llegaría el momento tres años más tarde. Para entonces, ya habría consolidado su propia agencia publicitaria. Sería económicamente independiente y se habría realizado a nivel creativo. Sí, pasados tres años estaría lista para pensar en una relación seria. Una relación que encajara perfectamente en su agenda.

Estaba decidido, pensó, y cerró los ojos. Pero el agua caliente, las burbujas y el vapor ya no la relajaban. Un poco resentida, tiró del tapón y se levantó para escurrirse. El amplio espejo que había sobre la encimera del lavabo estaba empañado, pero sólo ligeramente. A través del vaho podía ver a Juliet Trent.

Era extraño, pensó, lo pálida, suave y vulnerable que podía parecer una mujer desnuda. A su modo de ver, ella era fuerte, práctica, incluso dura. Pero en el espejo empañado veía fragilidad, incluso melancolía.

¿Y erotismo? Juliet frunció un poco el ceño mientras se decía que no debía sentirse contrariada porque su cuerpo fuera delgado y ágil, en lugar de turgente y redondeado. Debía sentirse agradecida porque sus largas piernas la llevaran a donde quería ir y sus caderas estrechas la ayudaran a embutir su silueta en un traje chaqueta elegante y práctico. El erotismo no suponía ninguna ventaja para su carrera.

Sin maquillaje, su cara parecía demasiado joven, demasiado ingenua. Sin cepillar, su pelo presentaba un aspecto excesivamente salvaje y apasionado.

Fragilidad, juventud y apasionamiento. Juliet sacudió la cabeza. Aquéllas no eran cualidades idóneas para una mujer dedicada a su carrera. Era una suerte que la ropa y los cosméticos lograran disimular o realzar ciertos rasgos. Agarrando una toalla, se envolvió en ella y quitó el vaho del espejo. Nada de brumas, se dijo. Para triunfar, había que ver con claridad.

Echándole un vistazo a los frascos y tubos de la encimera, comenzó a crear a la señorita Trent, la entregada relaciones públicas.

Dado que odiaba las habitaciones de hotel silenciosas, encendió el televisor mientras empezaba a vestirse. La vieja película de Bogart y Bacall la alegró y resultó más relajante que una docena de baños de burbujas. Juliet escuchó atentamente el diálogo, que se sabía de memoria, mientras se ponía las medias de color humo. Observó la pasión reprimida y vibrante de los protagonistas al tiempo que se ajustaba los tirantes de la combinación de seda negra. Mientras la trama se retorcía y se complicaba, se subió la cremallera del estrecho vestido negro y se abrochó la larga sarta de perlas, que le llegaba por debajo de los pechos.

Atrapada por la película, se sentó al borde de la cama mientras se cepillaba el pelo. Sonreía, absorta, pero le habría extrañado que alguien dijera que era una romántica.

Cuando llamaron a la puerta, miró su reloj. Eran las siete y cinco. Había perdido quince minutos mirando las musarañas. Para compensarlos, se puso los zapatos y los pendientes y agarró el bolso y el cuaderno en apenas doce segundos. Se acercó a la puerta con un saludo y una disculpa preparados.

Una rosa. Sólo una, del color del rubor de una muchacha. Cuando Carlo se la dio, a ella no se le ocurrió qué decir. Carlo, en cambio, no tuvo ese problema.

—Bella — él se llevó su mano a los labios antes de que Juliet pudiera impedirlo—. Algunas mujeres parecen muy frías o severas vestidas de negro. Otras… —su escrutinio fue largo y viril, pero su sonrisa lo convirtió en galante, en lugar de calculador—. En otras realza sencillamente su feminidad. ¿Te molesto?

—No, no, claro que no. Sólo estaba…

—Ah, conozco esa película.

Sin esperar invitación, Carlo entró. La habitación de hotel de pronto ya no parecía impersonal. ¿Cómo era posible? Él trasmitía vida, energía y pasión al ambiente como si aquélla fuera su única misión.

—Sí, la he visto muchas veces —aquellos dos potentes rostros dominaban la pantalla: el de Bogart, crispado, ojeroso, desconfiado; el de Bacall, terso, enérgico y desafiante—. Passione —murmuró él, haciendo que la palabra sonara como miel lista para saborearse. Juliet se encontró tragando saliva—. Un hombre y una mujer pueden aportarse muchas cosas el uno al otro, pero, sin pasión, todo lo demás está muerto, ¿no le parece?

Juliet se recobró al fin. Franconi no era hombre con el que pudiera hablarse de pasión. El tema no sería un mero objeto de discusión durante mucho tiempo.

—Puede ser —ella agarró con determinación el bolso de noche y el cuaderno. Pero no soltó la rosa—. Tenemos muchas cosas de qué hablar durante la cena, señor Franconi. Será mejor que empecemos.

Con los pulgares enganchados en los bolsillos del pantalón gris, él giró la cabeza. Juliet pensó que cientos de mujeres habían confiado en aquella sonrisa. Ella no lo haría. Él apagó la televisión con ademán despreocupado.

—Sí, es hora de que empecemos.

¿Qué pensaba de ella?, se preguntó Carlo, y dejó que la respuesta surgiera en fragmentos entrelazados a lo largo de la velada.

Era encantadora. Carlo no consideraba su inclinación por las mujeres hermosas una debilidad. Lo alegraba que Juliet no sintiera la necesidad de disimular su belleza natural o de convertirla en severidad, y le agradaba que tampoco la explotara hasta el punto de que resultara artificial. Juliet había encontrado un equilibrio sumamente agradable, cosa que admiraba a Carlo.

Era ambiciosa, pero Carlo también admiraba aquel rasgo de su carácter. Las mujeres bellas sin ambición perdían su interés rápidamente.

Juliet no se fiaba de él. Eso lo divertía. En su opinión, una mujer como Juliet sólo podía desconfiar de un hombre si se sentía atraída por él en alguna medida.

Si era sincero, y lo era, tenía que admitir que casi todas las mujeres se sentían atraídas por él, lo cual le parecía justo, pues él también se sentía atraído por ellas. Bajas, altas, gordas, flacas, viejas o jóvenes, las mujeres eran para Carlo motivo de fascinación, de placer y de regocijo. Las respetaba quizá como sólo un hombre criado entre mujeres podía hacerlo. Pero el hecho de que las respetara no significaba que no pudiera pasárselo en grande.

Y con Juliet iba a pasárselo en grande.

—Hola, Los Angeles es a primera hora de la mañana —Juliet repasaba sus notas mientras Carlo probaba el paté—. Es el programa matinal más visto de la costa, no sólo en Los Angeles. Lo presenta Liz Marks. Es una mujer muy agradable…, aunque no muy divertida. Los Ángeles no quiere risas a las ocho de la mañana.

—Menos mal.

—En cualquier caso, ella tiene un ejemplar del libro. Es importante que mencione usted el título un par de veces, si ella no lo hace. Tiene veinte minutos completos, así que eso no será un problema. Entre la una y las tres firmará en Books Incorporated, en Wilshire Boulevard —ella anotó apresuradamente que debía contactar con la librería a primera hora de la mañana para hacer las últimas comprobaciones—. Menciónelo en la entrevista. Se lo recordaré antes de que empiece la emisión. Y, por supuesto, acuérdese de decir que va a empezar una gira de tres semanas por el país aquí, en California.

—El paté no está mal del todo. ¿Quieres un poco?

—No, gracias. Pero adelante, coma usted —ella revisó su lista y tomó su copa de vino sin mirar a Carlo. El restaurante era tranquilo y elegante, pero eso no importaba. Si hubieran estado en un bar atestado de gente en el Strip, ella habría seguido con sus notas—. Después del programa de televisión, vamos a la radio. Luego almorzaremos con un reportero del Times. Ya ha salido un artículo sobre usted en el Tribune. Le he traído un recorte. Recuerde mencionar sus otros dos libros, pero concéntrese en el nuevo. No vendría mal que sacara a relucir las ciudades más importantes que va a visitar: Denver, Dallas, Chicago, Nueva York… Luego está la firma de libros, una pequeña entrevista para las noticias de la noche y una cena con dos agentes literarios. Pasado mañana…

—Cada cosa a su tiempo —dijo él tranquilamente—. Así será menos probable que empiece a gruñirte.

—Está bien —ella cerró el cuaderno y bebió otro sorbo de vino—. A fin de cuentas, mi trabajo consiste en ocupar me de los detalles, y el suyo en firmar libros y mostrarse encantador.

Él hizo chocar su copa con la de ella.

—Entonces, ninguno de los dos tendrá problemas. Mi vida entera consiste en mostrarme encantador.

¿Se estaba riendo de sí mismo, se preguntó Juliet, o de ella?

—Por lo que he visto, es usted un auténtico experto.

—Es un don, cara —aquellos ojos oscuros y penetrantes tenían una expresión divertida y excitante—, no una habilidad que haya que desarrollar y perfeccionar.

De modo que se estaba riendo de los dos, pensó Juliet. Costaba trabajo no agradecer que lo hiciera.

Cuando le sirvieron su filete, Juliet sólo le dedicó un vistazo. Carlo, sin embargo, observó su carpaccio como si fuera un cuadro antiguo. No, pensó Juliet al cabo de un momento, lo observaba como si fuera una mujer joven y bonita.

—La apariencia —dijo él—, en la comida y en las personas, es esencial —sonrió mientras cortaba la carne—. Y, al igual que las personas, puede resultar engañosa.

Juliet lo vio probar el primer bocado saboreándolo lentamente, con los ojos entornados. Sintió un extraño estremecimiento. Él probaría a una mujer de la misma forma, estaba segura. Muy despacio.

—Es agradable —dijo él al cabo de un momento—. Ni más, ni menos.

Ella no pudo refrenar una rápida mueca irónica mientras cortaba su filete.

—El suyo es mejor, por supuesto.

Él se encogió de hombros. Una afirmación de arrogancia.

—Por supuesto. Es como comparar a una joven bonita con una mujer hermosa —cuando ella alzó la mirada, Carlo le estaba tendiendo su tenedor. Por encima de él, sus ojos la observaban—. Pruébalo —la invitó, y Juliet sintió que su sangre se estremecía—. Hay que probarlo todo, Juliet.

Ella se encogió de hombros y dejó que le diera el pequeño bocado de finísima ternera. Sabía a especias, casi picaba en la lengua.

—Está bueno.

—Sí, está bueno. Pero nada de lo que prepara Franconi está simplemente bueno. Lo bueno lo tiro a la basura, se lo doy a los perros del callejón —ella se echó a reír, regocijándolo—. Si algo no es especial, entonces es que es vulgar.

—Tiene razón —sin darse cuenta, ella se quitó los zapatos—. Claro, que yo siempre he considerado la comida una necesidad básica, supongo.

—¿Necesidad? — Carlo sacudió la cabeza. Aunque había oído aquella afirmación muchas veces, todavía seguía considerándola un sacrilegio—. Oh, madonna, tienes mucho que aprender. Cuando uno sabe apreciar la cocina, el hecho de comer sólo es comparable a hacer el amor. Sabores, texturas, gustos. ¿Comer sólo para llenar el estómago? Qué barbaridad.

—Lo siento —Juliet tomó otro pedazo de filete. Estaba tierno y bien hecho, pero sólo era un pedazo de carne. Ella nunca lo habría considerado sensual o romántico, sino simplemente alimenticio—. ¿Por eso se hizo cocinero? ¿Porque la comida le parece sexy?

Él hizo una mueca.

—Chef, cara mía.

Ella sonrió, mostrándole por primera vez un atisbo de humor y malicia.

—¿Cuál es la diferencia?

—¿Cuál es la diferencia entre un caballo de tiro y un pura sangre? ¿Entre la arcilla y la porcelana?

Divertida, ella aplicó la lengua al borde de la copa.

—Alguien diría que es simplemente cuestión de dinero.

—No, no, no, amor mío. El dinero sólo es el resultado, no la causa. Un cocinero hace hamburguesas en una cocina grasienta que huele a cebollas, detrás de un mostrador en el que la gente estruja botes de ketchup de plástico. Un chef crea… —hizo un ademán circular con la mano— una experiencia.

Ella alzó la copa y bajó las pestañas, pero no ocultó su sonrisa.

—Entiendo.

Aunque Carlo podía ofenderse por una mirada cuando quería, le gustaba el estilo de Juliet.

—Te ríes, pero no has probado un Franconi —aguardó hasta que sus ojos se alzaron hacia él con expresión al mismo tiempo irónica y recelosa—. Aún.

Juliet observó que tenía talento para convertir la afirmación más simple en algo dotado de erotismo. Sería un desafío zafarse de él sin ceder a la tentación.

—Pero aún no me ha dicho por qué se hizo chef.

—No sé pintar, ni esculpir. No tengo paciencia ni talento para componer sonetos. Hay otras formas de crear, de abrazar el arte.

Ella vio con sorpresa mezclada con admiración que estaba hablando en serio.

—Pero los cuadros, las esculturas y la poesía siguen existiendo siglos después de su creación. Si usted hace un soufflé, desaparece visto y no visto.

—Entonces, el desafío consiste en hacerlo una y otra vez, y otra. El arte no necesita estar colocado tras un cristal o en un marco de bronce, Juliet, sólo necesita que alguien lo aprecie. Tengo una amiga… —estaba pensando en Summer Lyndon; no, Summer Cocharan ahora—, que hace pasteles como un ángel. Cuando te comes uno, te sientes como un rey.

—Entonces, ¿la cocina es arte o magia?

—Ambas cosas. Como el amor. Y creo que tú, Juliet Trent, comes muy poco.

Ella clavó la mirada en él, tal y como Carlo esperaba.

—No me gustan los excesos, señor Franconi. Sólo conducen a la indiferencia.

—Por los excesos, pues —él alzó su copa. Su sonrisa había vuelto, encantadora y peligrosa—. Con sumo cuidado, claro.

Las cosas podían salir bien o mal. Había que estar preparada, anticiparse e impedir el desastre. Juliet sabía los estragos que podía causar una entrevista de veinte minutos en directo a las siete y media de la mañana de un lunes. Una esperaba un sobresaliente y al final acababa conformándose con un simple aprobado. Ni siquiera ella esperaba que las cosas salieran a pedir de boca el primer día de una gira.

Resultaba difícil explicar por qué se sintió molesta cuando lo consiguió.

La entrevista para el programa de televisión transcurrió a la perfección. No había mejor modo de describirla, decidió Juliet mientras veía a Liz Marks hablando y riendo con Carlo después de que las cámaras dejaran de grabar. Carlo tenía talento para aquello. Durante la entrevista había dominado con sutileza pero completamente el programa, mostrándose al mismo tiempo encantador con la presentadora. Había hecho reírse dos veces a la veterana periodista como una niña. Incluso una vez la había hecho sonrojarse, recordó Juliet con asombro.

Sí. Juliet se colgó la cinta del pesado maletín del brazo. Franconi tenía talento natural, cosa que a ella le facilitaría el trabajo. Juliet bostezó y maldijo a Carlo.

Ella siempre dormía bien en los hoteles. Siempre. Salvo la noche anterior. Tal vez hubiera podido convencer a alguien de que lo que la había mantenido despierta eran los cafés que había tomado y los nervios del primer día. Pero ella sabía que no era así. Podía beberse una cafetera entera a las diez de la noche y dormirse como un angelito a las once. Su metabolismo era muy disciplinado. Salvo la noche anterior.

Casi había soñado con él. Si no se hubiera despertado a las dos de la madrugada, habría soñado con él. Ése no era modo de empezar una gira de autor muy importante y larga. Juliet se decía que, si podía elegir entre las fantasías absurdas y el prosaico cansancio, prefería el cansancio.

Sofocando otro bostezo, Juliet le echó un vistazo a su reloj. Liz se había agarrado al brazo de Carlo y parecía no tener intención de soltarlo a menos que alguien se lo suplicara. Con un suspiro, Juliet decidió hacer de palanca.

—Señorita Marks, ha sido un programa maravilloso —mientras se acercaba, Juliet le tendió enérgicamente la mano. Con evidente desgana, Liz se separó de Carlo y se la estrechó.

—Gracias, señorita…

—Trent —dijo Juliet sin inmutarse.

—Juliet es mi relaciones públicas —le dijo Carlo a Liz, a pesar de que habían sido presentadas media hora antes—. Vela por mi agenda.

—Sí, y me temo que tengo que llevarme al señor Franconi. Tiene un programa de radio dentro de media hora.

—Si no queda más remedio… —Liz se volvió hacia Carlo, olvidándose de Juliet—. Tiene usted un modo delicioso de empezar la mañana. Es una lástima que no vaya a quedarse más tiempo en la ciudad.

—Sí, una lástima —dijo Carlo, y besó los dedos de Liz. Como en una vieja película, pensó Juliet con impaciencia. Sólo faltaban los violines.

—Gracias de nuevo, señorita Marks —Juliet sacó a relucir su sonrisa más diplomática mientras tomaba a Carlo del brazo y empezaba a llevárselo hacia la salida del estudio de grabación—. Tenemos un poco de prisa —masculló mientras atravesaban la zona de recepción—. Ese programa de radio es uno de los más oídos de la ciudad. Como se apoya sobre todo en los cuarenta principales y en el rock clásico, a esta hora del día su público es gente de entre dieciocho y treinta y cinco años. Y con excelente poder adquisitivo. Eso nos ofrece una mezcla interesante con el público del programa de televisión de esta mañana, que es generalmente de entre veinticinco y cincuenta años, sobre todo mujeres.

Escuchando con aparente respeto, Carlo llegó junto a la limusina y abrió la puerta.

—¿Eso te parece importante?

—Claro —distraída pensando en lo que le parecía una pregunta estúpida, Juliet montó en la limusina antes que él—. Tenemos muchas cosas que hacer en Los Angeles —no veía la necesidad de mencionar que había otras ciudades en la gira en las que no estarían tan ocupados—. Un programa de televisión con buena reputación, un programa de radio muy popular, dos entrevistas para medios escritos, dos apariciones breves para los telediarios de la noche y El show de Simpson —dijo finalmente ella con cierta delectación.

—Entonces, estás satisfecha.

—Sí, desde luego —hurgando en su maletín, Juliet sacó su carpeta para revisar el nombre de su contacto en la emisora de radio.

—Entonces, ¿por qué pareces tan enfadada?

—No sé a qué se refiere.

—Tienes una arruga justo… aquí —dijo Carlo, pasándole la punta de un dedo entre las cejas. Al sentir su contacto, Juliet se apartó sin querer. Carlo se limitó a ladear la cabeza, observándola—. Puedes sonreír y hablar tranquilamente, pero las arrugas te delatan.

—Estoy muy contenta con lo bien que ha salido el programa —dijo ella de nuevo.

—¿Pero?

«Está bien», pensó Juliet. Él se lo había buscado.

—Puede que me moleste ver a una mujer poniéndose en ridículo —Juliet volvió a meter la carpeta en el maletín—. Liz Marks está casada, ¿sabes?

—Sí, suelo fijarme enseguida en los anillos de boda —dijo él encogiéndose de hombros—. Tú me dijiste que fuera encantador, si mal no recuerdo.

—Tal vez «encantador» signifique otra cosa en Italia.

—Como te decía, tienes que venir a Roma.

—Supongo que disfruta haciendo babear a las mujeres.

El le lanzó una sonrisa fácil, atractiva, inocente.

—Claro que sí.

Una carcajada borboteó en la garganta de Juliet, pero se la tragó. No podía dejarse embaucar.

—En esta gira también tendrá que tratar con hombres.

—Prometo no besarle la mano al señor Simpson.

Esta vez, a Juliet se le escapó la risa. Por un instante se relajó. Carlo advirtió fugazmente su juventud y su energía bajo aquella disciplinada fachada. Le habría gustado mantenerla así por más tiempo: riendo, a gusto con él y consigo misma. Sería un reto, pensó, encontrar las teclas justas que debía pulsar para llevar la risa a sus ojos más a menudo. A él le gustaban los desafíos, sobre todo cuando incluían a una mujer.

—Juliet… —su nombre salió flotando de la lengua de Carlo de un modo del que sólo los europeos eran capaces—. No te preocupes. Liz sólo ha disfrutado de unos minutos de inofensivo coqueteo con un hombre al que probablemente no volverá a ver. Tal vez gracias a ello esta noche se lo pase mejor con su marido.

Juliet lo miró un momento fijamente.

—Tiene usted una muy elevada opinión de sí mismo, ¿no le parece?

Él sonrió, sin saber si se sentía aliviado o si lamentaba el hecho de no haber conocido nunca a nadie como ella.

—No excesivamente, cara. Cualquiera que tenga carácter deja su impronta sobre los demás. ¿Acaso a ti te gustaría dejar este mundo sin dejar huella?

Juliet se recostó en el asiento, decidida a mantenerse en sus trece.

—Supongo que algunos de nosotros se empeñan más que otros en dejar huella.

Él asintió con la cabeza.

—A mí me gusta hacer las cosas a lo grande.

—Tenga cuidado, señor Franconi, o acabará creyendo en la imagen que usted mismo ha creado.

La limusina se había detenido, pero antes de que Juliet se inclinara hacia la puerta, Carlo la agarró de la mano. Al mirarlo, ella no vio al afable chef italiano, sino a un hombre lleno de autoridad. Un hombre, comprendió, que era consciente de hasta dónde podía llegar. Ella no se movió, pero se preguntó cuántas mujeres más habrían visto el acero bajo la seda.

—Yo no necesito imaginería de ninguna clase, Juliet —su voz era suave, encantadora, bellísima. Juliet sintió el filo de la cuchilla cortando bajo ella—. Franconi es Franconi. O me aceptas tal y como soy, o te vas al diablo.

Carlo salió del coche sin esfuerzo delante de ella, se dio la vuelta y tomó la mano de Juliet, tirando de ella. Su ademán resultaba cortés, respetuoso, casi corriente. Juliet comprendió de pronto que aquel gesto expresaba la posición que ocupaba cada uno. Un hombre y una mujer. En cuanto estuvo de pie en la acera, Juliet apartó la mano.

Con dos programas y un almuerzo de negocios entre pecho y espalda, Juliet dejó a Carlo en la librería, que ya estaba llena de mujeres que se apiñaban en fila india para vislumbrar un instante a Carlo Franconi e intercambiar unas palabras con él. Ya se habían encargado del reportero y el fotógrafo, y un hombre como Franconi no necesitaba su ayuda para ocuparse de una horda de mujeres. Armada con unas cuantas monedas y su tarjeta de crédito, Juliet se fue en busca de una cabina telefónica.

Los primeros cuarenta y cinco minutos los pasó hablando con su ayudante en Nueva York, llenando su cuaderno de fechas, horarios y nombres mientras el tráfico de Nueva York pasaba silbando junto a la cabina. Sintiendo que una gota de sudor se deslizaba por su espalda, se preguntó si habría elegido la esquina más calurosa de la ciudad.

Denver seguía sin parecer tan prometedor como había esperado, pero Dallas… Juliet se mordió el labio inferior mientras escribía. Lo de Dallas iba a ser fabuloso. Tal vez tuviera que doblar su dosis diaria de vitaminas para sobrevivir a aquellas veinticuatro horas, pero aun así sería fabuloso.

Tras hablar con Nueva York, marcó el número de su primer contacto en San Francisco. Diez minutos después, estaba rechinando los dientes. No, su contacto en los grandes almacenes no tenía la culpa de haber caído enfermo con un virus. Juliet lamentaba sinceramente que estuviera indispuesto. Pero ¿acaso era mucho pedir que hubiera dejado un sustituto con dos dedos de frente? La jovencita de voz chillona sabía lo de la demostración gastronómica. Sí, lo sabía todo. ¿No iba a ser la monda? ¿Alargadores? Oh, vaya, de eso no tenía ni idea. Tal vez pudiera preguntarle a alguien de mantenimiento. ¿Una mesa? ¿Sillas? Uf, caramba, quizá pudiera conseguir alguna, si era realmente necesario.

Juliet empezó a hurgar en su bolso en busca de un frasco gigante de aspirinas antes de que acabara la conversación. Al parecer, tendría que presentarse en los grandes almacenes al menos dos horas antes de la demostración para asegurarse de que todo estaba en orden. Lo cual significa alterar toda la agenda.

Tras hacer sus llamadas, Juliet salió de la cabina telefónica con una aspirina en la mano y regresó a la librería confiando en poder conseguir un vaso de agua y un rincón apacible.

Nadie se fijó en ella. Si hubiera llegado del desierto arrastrándose boca abajo, nadie habría reparado en ella. La pequeña y elegante librería reventaba de risas. Detrás del mostrador no había dependienta. En el rincón de la sala, a mano izquierda, había un imán. Su nombre era Carlo Franconi.

Juliet notó con interés que no sólo había mujeres. También había algunos hombres diseminados entre la multitud. Tal vez a algunos los hubieran arrastrado hasta allí sus esposas, pero de todos modos se lo estaban pasando en grande. Aquello parecía un guateque al que le faltaban el humo de tabaco y los vasos vacíos.

Mientras se abría paso hacia el fondo del local, Juliet advirtió que ni siquiera podía ver a Carlo. El estaba rodeado, sitiado y envuelto por el público. Agitando la aspirina en la mano, Juliet se alegró de encontrar un rinconcito para ella. Tal vez Carlo se llevara toda la gloria. Pero ella no le habría cambiado el puesto por nada del mundo.

Echándole un vistazo al reloj, vio que Carlo disponía de una hora y se preguntó si podría satisfacer a aquel gentío en tan poco tiempo. Deseó vagamente un taburete, dejó caer la aspirina en el bolsillo de su falda y se puso a mirar a su alrededor.

—Fabuloso, ¿no? —oyó que murmuraba alguien al otro lado de la estantería llena de libros.

—¡Sí! ¡Madre mía! Cuánto me alegro de que me convencieras para venir.

—¿Para qué están las amigas?

—Pensaba que iba a aburrirme como una ostra. Y me siento como una cría en un concierto de rock. Ese hombre tiene tanto…

—Estilo —sugirió la otra voz—. Si un hombre así entrara en mi vida alguna vez, te aseguro que no volvería a salir.

Llena de curiosidad, Juliet rodeó la estantería. No sabía qué esperaba exactamente: dos jóvenes amas de casa, dos universitarias… Lo que vio eran dos atractivas mujeres en la treintena, ambas vestidas con elegantes trajes de negocios.

—He de volver a la oficina —una de ellas miró su bonito Rolex—. Tengo una reunión a las tres.

—Y yo tengo que volver al juzgado.

Las dos se guardaron sendos libros firmados en sus maletines de piel.

—¿Por qué será que ninguno de los hombres con los que salgo puede besarme la mano sin que parezca un movimiento ensayado de una obra de un solo acto?

—Estilo. Todo es cuestión de estilo.

Con esta observación, o esta queja, las dos mujeres desaparecieron entre la multitud.

A las tres y cuarto, Carlo seguía firmando libros, pero el gentío se había aclarado lo suficiente como para que Juliet pudiera verlo. Estilo, había que reconocerlo, tenía de sobra. Ninguna de las personas que se acercaba a su mesa, libro en mano, recibía una firma apresurada, una sonrisa falsa, un desaire. Carlo hablaba con todo el mundo. En realidad, parecía disfrutar, pensó Juliet, aunque se tratara de una abuelita que olía a lavanda o de una joven con un bebé apoyado en la cadera. ¿Cómo sabía qué tenía que decirle a cada una de aquellas personas, se preguntaba Juliet, para que se apartaran de la mesa riendo a carcajadas o con una sonrisa y un suspiro en los labios?

Primer día de la gira, se recordó Juliet. Se preguntaba si Carlo podría aguantar así tres semanas. El tiempo lo diría, decidió Juliet, calculando que podía concederle otros quince minutos antes de sacarlo de allí a rastras.

Lo cual no resultó fácil, a pesar de que los quince minutos se convirtieron en treinta. Juliet comenzaba a entrever la pauta que marcaría el ritmo de la gira. Carlo encandilaría al público y a ella le tocaría el rol, mucho menos atractivo, de sargento instructor. Para eso le pagaban, se dijo Juliet mientras empezaba a sonreír, animando a la gente a dirigirse hacia la puerta. A las cuatro quedaba sólo un puñado de recalcitrantes. Repartiendo disculpas y mano de hierro, Juliet logró sacar a Carlo de allí.

—Ha ido muy bien —comenzó a decir, empujándolo suavemente calle abajo—. Una de las libreras me ha dicho que casi se han quedado sin existencias. Una se pregunta cuánta pasta se va a cocinar en Los Angeles esta noche. Considérelo un triunfo más.

Grazie.

Prego. Sin embargo, no siempre podremos pasarnos de la hora —le dijo Juliet mientras la puerta de la limusina se cerraba tras ellos—. Estaría bien que tuviera cuidado con el tiempo y acelerara el ritmo, digamos, media hora antes de acabar. Tiene una hora y cuarto antes de salir al aire…

—Bien —apretando un botón, Carlo le pidió al conductor que diera algunas vueltas.

—Pero…

—Hasta yo necesito un respiro —le dijo él, y abrió un pequeño armario empotrado que ocultaba el bar—. Coñac —decidió, y sirvió dos copas sin preguntas—. Tú has tenido dos horas para mirar escaparates y echar un vistazo por ahí —recostándose en el asiento, Carlo estiró las piernas.

Juliet pensó en la hora y media que se había pasado al teléfono, y luego en el tiempo que había tardado en desembarazarse de los clientes de la librería. Había estado de pie dos horas y media seguidas, pero no dijo nada. El coñac pasaba cálido y suave.

—La aparición en el telediario debería durar unos cuatro minutos o cuatro minutos y medio. No parece mucho tiempo, pero se sorprendería cuánto puede dar de sí. Asegúrese de mencionar el título del libro, la firma de libros y la demostración de mañana por la tarde en la universidad. El factor sensual de la comida, de la cocina y del acto mismo de comer es un enfoque fantástico. Si pudiera…

—¿Te importaría hacer la entrevista por mí? —preguntó él tan amablemente que ella alzó la mirada.

Así que también podía ponerse de mal humor, pensó Juliet.

—Las entrevistas se le dan de maravilla, señor Franconi, pero…

—Carlo —antes de que Juliet pudiera abrir su cuaderno, él la agarró de la muñeca—. Llámame Carlo, y deja las malditas notas diez minutos. Dime, mi muy organizada Juliet Trent, ¿por qué estamos aquí?

Ella intentó apartar la mano, pero él la sujetaba con más fuerza de la que creía. Por segunda vez tuvo la clara impresión de que Carlo poseía autoridad, fortaleza y determinación.

—Para promocionar tu libro.

—Hoy todo ha ido bien, ¿no?

—Sí, hasta ahora…

—Todo ha ido bien —repitió él, y Juliet empezó a irritarse por la frecuencia de sus interrupciones —. Voy a ir a ese telediario local, hablaré unos minutos y luego asistiré a esa dichosa cena de negocios, a pesar de que preferiría tomar un filete y una botella de vino en mi habitación. Contigo. A solas. Luego podría verte sin ese trajecito y sin esos modales tan formales que tienes.

Ella no podía estremecerse. No podía consentirse tener una reacción así.

—Estamos aquí por negocios. Eso es lo único que me interesa.

—Puede ser —convino él con excesiva facilidad, pero pasó la mano suavemente por la nuca de Juliet—. Sin embargo, disponemos de una hora antes de que los negocios empiecen otra vez. No me des la lata con el horario.

De pronto, Juliet notó que la limusina olía a cuero. A cuero, a riqueza y a Carlo. Bebió un sorbo de su copa con tanta naturalidad como consiguió reunir.

—Los horarios, tal y como tú mismo has dicho esta mañana, son parte de mi trabajo.

—Tienes una hora libre —le dijo él, alzando una ceja antes de que ella pudiera decir nada—. Así que, relájate. Te duelen los pies, así que quítate los zapatos y bébete el coñac —dejó su copa y el maletín de Juliet en el suelo para que nada se interpusiera entre ellos—. Relájate —repitió, aunque en realidad le agradaba que ella se hubiera puesto tensa—. No tengo intención de hacerte el amor en el asiento trasero de un coche. Al menos, de momento —sonrió al ver que en los ojos de Juliet aparecía una mirada de ira, pero también de duda y de excitación—. Un día, muy pronto, daré con el momento, el lugar y el estado de ánimo adecuados para eso.

Se inclinó un poco más hacia ella, de modo que sintió el aliento de Juliet sobre sus labios. Sabía que ella le daría una bofetada si daba un paso más. Pero tal vez le gustara la contienda. El color que corría por las mejillas de Juliet no procedía de un tubo, sino de la pasión. La mirada de sus ojos era casi un desafío. Ella esperaba que se acercara un poco más, que la apretara contra el asiento y la besara con firmeza. Lo estaba esperando, suspendida, alerta.

Él sonrió mientras sus labios aleteaban sobre los de Juliet hasta que supo que la tensión que había ido creciendo dentro de ella era semejante a la suya. Bajó la mirada hasta su boca y se imaginó su sabor, su textura, su dulzor. Juliet mantuvo la barbilla levantada incluso cuando le pasó el pulgar por ella.

A Carlo no le gustaba hacer lo que se esperaba de él. Con un movimiento prolongado y ágil, se recostó en el asiento, cruzó los tobillos y cerró los ojos.

—Quítate los zapatos —repitió—. Tu horario y el mío deberían fundirse estupendamente.

Luego, para asombro de Juliet, se quedó dormido. No estaba fingiendo, notó Juliet. Estaba profundamente dormido, como si de pronto hubiera pulsado un interruptor.

Ella dejó la copa y cruzó los brazos. Estaba furiosa, pensó. Furiosa porque él no la hubiera besado. No porque quisiera que lo hiciera, se dijo mientras miraba por la ventanilla tintada, sino porque él le había negado la oportunidad de enseñarle las garras.

Empezaba a pensar que le encantaría hacer saltar un poco de sangre italiana.