Capítulo I

Así pues, era guapísimo. Y rico. Y tenía talento. Y, además, era sexy. No había que olvidar que era increíblemente sexy.

Cosa que a Juliet no le importaba lo más mínimo. Ella era una profesional, y, para una profesional, el trabajo era el trabajo. En aquel caso en concreto, el físico y el carisma eran de gran ayuda, pero se trataba sólo de negocios. Única y exclusivamente de negocios.

Sí, personalmente, no importaba un pimiento. A fin de cuentas, ella había conocido a muchos hombres guapísimos. Y también a unos cuantos ricos, y así sucesivamente, aunque tenía que admitir que nunca se había topado con uno con todas aquellas esquivas cualidades juntas. O, al menos, no había tenido ocasión de trabajar con ninguno. Ahora, en cambio, la tenía.

El hecho era que el físico, el encanto, la reputación y el talento de Carlo Franconi iban a convertir su trabajo en una auténtica delicia. O eso le habían dicho. Juliet, con la puerta de su despacho cerrada, miraba con el ceño fruncido la reluciente fotografía en blanco y negro de veinte por veinticinco. Tenía la impresión de que aquel hombre iba a darle más quebraderos de cabeza que alegrías.

Carlo le sonreía con arrogancia: moreno, con los ojos almendrados y la mirada irónica y seductora. Juliet se preguntaba si le habría hecho la foto una mujer. Su pelo, fuerte, abundante y encantadoramente desordenado, se rizaba un poco en la nuca y alrededor de las orejas. No demasiado; lo justo para desarmar al espectador. Los rasgos faciales, muy marcados, la boca alegremente curvada, la nariz recta y las cejas expresivas se combinaban para formar una cara destinada a sabotear el sentido común de cualquier mujer. Juliet ignoraba si se trataba de un don o de un talento cultivado, pero en cualquier caso tendría que sacarle provecho. Las giras de autor solían ser criminales.

Un libro de cocina. Juliet intentó en vano contener un suspiro. El libro de Carlo Franconi, era, le gustara o no, el encargo más importante que había recibido hasta la fecha. Los negocios eran los negocios.

Le encantaba el trabajo de relaciones públicas y, de momento, estaba a gusto en Trinity Press, la editorial para la que estaba trabajando después de haber pasado por media docena de empleos y otros tantos ascensos desde el principio de su carrera. A los veintiocho años, la ambición con la que había empezado como recepcionista casi diez años antes había menguado muy poco. Había trabajado y estudiado, se había esforzado con ahínco para conseguir su propio despacho y un puesto respetable. Había conseguido ambas cosas, pero no estaba dispuesta a relajarse.

Según sus cálculos, al cabo de dos años daría el siguiente salto: fundaría su propia agencia de relaciones públicas. Los contactos y la experiencia que había obtenido durante la veintena la ayudarían a concretar sus ambiciones cuando cumpliera los treinta. Juliet se contentaba con eso.

Una de las primeras cosas que había aprendido en el mundo de las relaciones públicas era que un cliente era un cliente, ya fuera un libro supervenías destinado a convertirse en un gran éxito de taquilla, o un fino volumen de poesía que apenas diera para pagar la edición. En gran medida, el desafío y el placer del empeño consistían en dar con el gancho promocional adecuado.

Ahora tenía ante sí un libro de cocina y un seductor chef italiano. Franconi, pensó con sorna, tenía talento: con las mujeres y con los libros. Lo primero era asunto de gran interés para las secciones de sociedad y cotilleos de la prensa internacional. No hacía falta ser un entendido en cocina para conocer el nombre de Franconi. Lo segundo era la razón por la cual la editorial le concedía el privilegio de disponer de una relaciones públicas durante la gira.

Sus primeros dos libros de cocina habían sido auténticos bestsellers. Y con toda razón, admitió Juliet. Cierto que ella no sabía ni hacer un huevo frito, pero sabía en cambio apreciar la calidad y el estilo. Franconi era capaz de hacer que los linguini parecieran un plato que una tenía que preparar vestida de arriba abajo de encaje negro. Podía convertir unos simples espaguetis en todo un acontecimiento erótico.

Erotismo. Juliet se recostó en la silla y agitó los pies enfundados en medias. Eso era lo que tenía él. Y eso sería lo que usarían. Antes de que acabara la gira de veintiún días, ella habría convertido a Carlo Franconi en el cocinero más sexy del mundo. Cualquier mujer con sangre en las venas fantasearía imaginándoselo preparando una cena íntima para dos. Velas, pasta y romanticismo.

Entretanto, tenía que resolver unas cuantas cuestiones de organización. Planificar una agenda era un placer; amoldarse a ella, un desafío. A ella le apetecían ambas cosas.

Juliet levantó el teléfono, notando con resignación que se había roto otra uña, y llamó a su ayudante.

—Terry, ponme con Diane Maxwell, la coordinadora del programa El show de Simpson en Los Angeles.

—¿Vas a por los peces gordos?

Juliet esbozó una sonrisa rápida y poco profesional.

—Sí.

Colgó el teléfono y empezó a tomar notas a toda prisa. No había razón para no empezar por lo más alto, se decía. De ese modo, si se llevaba un chasco, al menos el intento habría merecido la pena.

Mientras esperaba, paseó la mirada por su despacho. No era el despacho de un pez gordo, pero tampoco estaba mal. Por lo menos, tenía una ventana. Todavía se estremecía cuando pensaba en los cubículos emparedados en los que había trabajado. Ahora, veinte pisos más abajo, Nueva York bullía, palpitaba y se abría paso con empuje a través de un nuevo día. Juliet Trent había aprendido a hacer lo mismo tras mudarse desde el barrio residencial, relativamente apacible, de Harrisburg, Pennsylvania.

Tal vez hubiera crecido en un pequeño y amable vecindario en el que sólo los forasteros conducían a más de cuarenta kilómetros por hora y donde todo el mundo mantenía el césped cuidadosamente cortado de su lado de la valla, pero Juliet se había aclimatado fácilmente. Lo cierto era que le gustaba el ritmo, la energía y el ambiente competitivo y desafiante que reinaba en Nueva York. Nunca volvería a la paz de los barrios residenciales donde se oía zumbar a las abejas y los setos estaban pulcramente cortados, donde todo el mundo se conocía y sabía lo que hacían los demás. Ella prefería el anonimato y el individualismo de las multitudes.

Quizá su madre su hubiera convertido en la perfecta esposa de clase media, pero ella no. Ella era una mujer del siglo XXI, independiente, autosuficiente y ambiciosa. Disponía de un apartamento en la calle Setenta Oeste que había amueblado poco a poco, meticulosamente y, lo que era más importante, a su gusto. Tenía paciencia para avanzar paso a paso, con tal de que el resultado fuera perfecto. Tenía una carrera de la que podía sentirse orgullosa y un despacho que había cambiado gradualmente para amoldarlo a sus propios gustos. Le gustaba darle a todo su impronta personal. Había tardado cuatro meses en elegir las plantas adecuadas para su lugar de trabajo, desde el filodendro de hojas hendidas a la delicada violeta africana de flores blancas.

Había tenido que conformarse con la moqueta beige, pero el póster de Dalí de casi dos metros que había en la pared opuesta a la ventana hacía más grande el cuarto y le daba un toque de elegancia. Tenía puesto el ojo en un gran jarrón oriental, muy chillón, que quedaría perfecto con un ramillete de plumas de pavo real. Si esperaba un poco más, tal vez su precio pasara de exorbitante a ridículo. Entonces se lo compraría.

Juliet podía ser muy práctica con todo el mundo, incluida ella misma, pero no podía resistirse a las rebajas. Como resultado de ello, su cuenta bancaria estaba mucho menos llena que el armario de su habitación. No era frívola, sin embargo. No, le habría escandalizado que alguien le aplicara aquel término. Su armario estaba muy organizado y bien atendido, y, además, era muy conveniente. Tal vez veinte pares de zapatos pudieran considerarse demasiados, pero Juliet se decía que a menudo se pasaba veinte horas de pie al día y que, por tanto, se merecía aquel lujo. Se los había ganado a fuerza de innumerables reuniones maratonianas, incontables esperas en aeropuertos e interminables horas al teléfono. Se los había ganado en giras de autor en las que el capricho de la fortuna podía ponerla al lado de gente brillante, divertida, inepta, aburrida o grosera. Pero no importaba con quién tuviera que tratar: el resultado tenía que ser el mismo. Medios de comunicación y más medios de comunicación.

Había aprendido a tratar con la prensa, desde el reportero del New York Times al gacetillero de un semanario de pueblo. Sabía cómo engatusar al personal de los programas de entrevistas de la televisión, desde los maestros reconocidos a sus nerviosos imitadores. Aprender había sido una aventura, y, dado que se permitía muy pocas aventuras en su vida privada, el éxito profesional resultaba tanto más dulce.

Cuando sonó el intercomunicador, se mordió la lengua. Iba a tener que poner en juego todo cuanto había aprendido para meter a Franconi en el programa de entrevistas más visto de Estados Unidos.

Una vez conseguido, pensó mientras apretaba el botón, sería mejor que Franconi aprovechara la oportunidad. O ella le rebanaría aquel gaznate tan sexy con su propio cuchillo.

—Ah, mi amore. Squisito —la voz de Carlo era un ronroneo bajo que hacía subir la presión sanguínea. Aquella voz seductora y susurrante no era algo ensayado: había nacido con ella. Carlo siempre se había creído que quien no le sacaba partido a los dones concedidos por la providencia, era poco menos que un tonto—. Bellísimo —murmuró, y sus ojos oscuros adquirieron una expresión soñadora, llena de expectación.

Hacía calor, casi bochorno, pero él prefería el calor. El frío embotaba la sangre. El sol que entraba por la ventana había adquirido la sutil textura dorada con leves tintes rojizos que delataba el final del día e insinuaba los placeres de la noche. La habitación estaba impregnada de dulces aromas. Carlo inspiró con delectación. Uno se perdía gran parte de los placeres de la vida si no usaba y sabía valorar todos sus sentidos. Y a Carlo no le gustaba perderse nada.

Observó a su amor de ese instante con ojos de experto. No le importaba si tardaba minutos u horas en conseguir lo que quería, con tal de conseguirlo. Para Carlo, el proceso, la expectación, los gestos en sí mismos eran tan satisfactorios como el resultado. Como una danza, pensaba siempre. Como una canción. Un aria de Las bodas de Fígaro sonaba de fondo mientras ponía en práctica sus artes de seducción.

—Bellísimo —susurró, y se inclinó un poco más sobre su objeto de adoración. La salsa de almejas hervía con erotismo mientras la agitaba. Lentamente, saboreando el instante, Carlo se llevó la cuchara a los labios y entornó los ojos. Un sonido de placer surgió de su garganta.

—Squisito.

Se apartó de la salsa para dedicar las mismas amorosas atenciones a sus zabaglione. Le parecía que no había una sola mujer en el mundo que pudiera resistirse al sabor de aquella densa y sabrosa crema, aderezada con un chorrito de vino. Como de costumbre, estaba esperando a una mujer.

La cocina era para él, al igual que el dormitorio, una estancia consagrada al placer. No por casualidad era uno de los cocineros más respetados y admirados de todo el mundo, y uno de los amantes más seductores. Él lo achacaba al destino. Su cocina estaba organizada a conciencia, dispuesta con tanta meticulosidad para la seducción de las salsas y las especias como su dormitorio para la seducción de las mujeres. Sí, Carlo Franconi creía que había que gozar de la vida intensamente. Hasta la última gota.

Cuando el sonido del timbre resonó en las estancias de altos techos de su casa, le susurró algo a la pasta antes de quitarse el delantal. Mientras se dirigía a abrir la puerta, se bajó las mangas de la camisa de seda, pero no se detuvo a acicalarse en ninguno de los espejos antiguos que colgaban de las paredes. Era vanidoso, pero seguro de sí mismo.

Le abrió la puerta a una mujer alta y de aspecto regio, con la tez color miel y los ojos oscuros y brillantes. El corazón de Carlo palpitó como palpitaba siempre que la veía.

—Mi amore… —tomándola de la mano, apretó la boca contra su palma mientras sus ojos le sonreían—. Bella. Molto bella.

Ella se quedó parada un momento a la luz del anochecer, morena y encantadora, con una sonrisa dedicada sólo a él. Hasta un tonto se habría dado cuenta de que había recibido a decenas de mujeres de aquel mismo modo. Ella no era tonta. Pero lo quería.

—Eres un sinvergüenza, Carlo —la mujer extendió la mano para tocarle el pelo. Era negro y abundante, y difícil de resistir—. ¿Es así como saludas a tu madre?

—Así es —le besó la mano otra vez— como recibo a una mujer hermosa — luego la rodeó con los brazos y la besó en las mejillas—. Y así es como recibo a mi madre. Es una suerte poder hacer ambas cosas.

Gina Franconi se echó a reír mientras abrazaba a su hijo.

—Para ti, todas las mujeres con hermosas.

—Pero sólo tú eres mi madre —rodeándole la cintura con un brazo, la condujo al interior de la casa.

Gina se fijó con agrado en que su casa estaba, como siempre, impecable, aunque fuera un tanto extravagante para su gusto. A menudo se preguntaba cómo se las apañaba la pobre asistenta para desempolvar y bruñir los arcos profusamente labrados y los cientos de paneles de las ventanas. Como había pasado quince años limpiando las casas de otros y cuarenta la suya propia, siempre reparaba en esas cosas.

Observó una de las nuevas adquisiciones de su hijo, un búho de marfil de más de medio metro de alto, con un pequeño roedor atrapado en una de sus garras. Una buena esposa, pensó, conduciría los gustos de su hijo por derroteros menos excéntricos.

—¿Un aperitivo, mamá? —Carlo se acercó a una alta vitrina de cristal ahumado y sacó una fina botella negra—. Tienes que probar esto —le dijo mientras elegía dos vasitos y servía el vino—. Me lo ha mandado una amiga.

Gina dejó a un lado su bolso rojo de piel de serpiente y aceptó el vaso. El primer sorbo resultaba cálido, fuerte, suave como el beso de un amante. Gina alzó una ceja mientras tomaba el segundo sorbo.

—Excelente.

—Sí, en efecto. Anna tiene un gusto excelente.

Anna, pensó ella, con más sorna que exasperación. Había aprendido hacía años que no servía de nada exasperarse con un hombre, sobre todo si una lo quería.

—¿Es que todos tus amigos son mujeres, Carlo?

—No —él alzó su vaso, agitándolo—. Pero ésta sí lo es. Me mandó esto como regalo de boda.

—¿Cómo?

—De su boda —dijo Carlo con una sonrisa—. Quería casarse y, como en eso yo no podía complacerla, nos despedimos como amigos —alzó la botella como prueba.

—¿La has hecho analizar antes de empezar a bebértela? —preguntó Gina secamente.

El hizo chocar el borde de su vaso con el de su madre.

—Un hombre listo convierte a todas sus ex amantes en amigas, mamá.

—Tú siempre has sido muy listo —encogiéndose ligeramente de hombros, Gina bebió de nuevo y se sentó—. He oído que estás saliendo con una actriz francesa.

—Como siempre, tienes un oído excelente.

Gina observó el color del licor de su vaso como si le interesara.

—Es preciosa, por supuesto.

—Por supuesto.

—No creo que me dé nietos.

Carlo se echó a reír y se sentó a su lado.

—Tienes seis nietos y otro de camino, mamá. No seas avariciosa.

—Pero ninguno de mi hijo. Mi único hijo varón —le recordó ella, clavándole un dedo en el hombro—. Aunque todavía no he perdido la esperanza.

—Tal vez si encuentro una mujer como tú…

Ella le lanzó una mirada arrogante.

—Imposible, caro.

«Eso digo yo», pensó Carlo mientras reconducía la conversación hacia sus cuatro hermanas y sus respectivas familias. Cuando miraba a aquella mujer bella y elegante, le resultaba difícil pensar en ella como la madre que lo había criado casi sin ayuda. Gina había trabajado con ahínco y, aunque a veces montaba en cólera, nunca se había quejado. Sus ropas habían sido cuidadosamente remendadas y sus suelos meticulosamente fregados mientras el padre de Carlo se pasaba interminables meses en el mar.

Cuando se concentraba, cosa que rara vez hacía, Carlo podía rememorar la imagen de un hombre enjuto y moreno con bigote negro y sonrisa fácil. Aquel recuerdo no despertaba en él resentimiento, ni siquiera tristeza. Su padre era marino antes de casarse con su madre, y había seguido siéndolo después. Sus sentimientos hacia su padre eran, de todas formas, ambivalentes, mientras que los que albergaba por su madre eran fuertes y sólidos.

Gina había apoyado las ambiciones de sus cinco hijos, y, cuando Carlo consiguió una beca para la Sorbona de París, logrando así la oportunidad de convertirse en chef, ella lo había dejado marchar. Al final, había sustituido los magros ingresos que Carlo ganaba entre curso y curso con parte del dinero del seguro que había recibido al desaparecer su marido en el mar que tanto amaba.

Hacía seis años, Carlo había podido retribuirle a su modo. La tienda de ropa que le había comprado por su cumpleaños era un antiguo sueño de ambos. Para él, era el modo de ver a su madre feliz al fin. Para Gina era un modo de empezar de nuevo.

Carlo había crecido en una familia numerosa, bullanguera y cariñosa. Le gustaba echar la vista atrás y recordar. Un hombre que crece en una familia de mujeres aprende a entenderlas, a apreciarlas, a admirarlas. Carlo comprendía los sueños de las mujeres, sus vanidades, sus inseguridades. Nunca elegía por amante a una mujer por la que no sintiera afecto, además de deseo. Sabía que, si sólo había deseo, al final no habría amistad, sino únicamente resentimiento. La cómoda aventura que mantenía con la actriz francesa estaba tocando a su fin. Ella empezaría el rodaje de una película unas semanas después, y él se iría a América. Y así, pensaba Carlo con cierta tristeza, acabaría todo.

—¿Te vas pronto a Estados Unidos, Carlo?

—Hmm, sí —se preguntó si su madre le habría leído el pensamiento; sabía que las mujeres eran capaces de hacerlo—. Dentro de dos semanas.

—¿Me harás un favor?

—Claro.

—Pues fijate en lo que llevan las mujeres de negocios allí. Estoy pensando en añadir unas cuantas cosas a la tienda. Las estadounidenses son tan listas y prácticas…

—No tanto, espero —él agitó su licor—. Mi relaciones públicas es una tal señorita Trent —apurando la copa, saboreó su calor y su pegada—. Te prometo estudiar minuciosamente todo su vestuario.

Ella respondió a su rápida sonrisa con una mirada fija.

—Eres tan bueno conmigo, Carlo…

—Pues claro que sí, mamá. Y ahora voy a darte de comer como a una reina.

Carlo ignoraba qué aspecto tenía Juliet Trent, pero se puso en manos del destino. Lo que sí sabía por las cartas que había recibido de ella era que la señorita Trent era una de ésas americanas a las que se refería su madre. Lista y práctica. Excelentes cualidades para una relaciones públicas.

La cuestión física era otra historia. Claro, que, como decía su madre, él siempre sabía encontrar la belleza en una mujer. Quizá en su vida privada prefería una mujer con una bella carcasa, pero sabía cómo escarbar para encontrar su belleza interior. Aquello era algo que dotaba a la vida de interés, así como de placer estético.

Aun así, al salir del avión en la terminal del aeropuerto de Los Angeles, llevaba la mano apoyada en el codo de una pelirroja despampanante.

Juliet sí sabía qué aspecto tenía él, y lo reconoció enseguida al verlo con una mujer escultural provista de tacones de aguja. A pesar de que él llevaba una abultada cartera de cuero en una mano y una bolsa de viaje colgada del hombro, escoltó a la pelirroja a través de la puerta como si estuvieran entrando en un salón de baile. O en un dormitorio.

Juliet observó rápidamente sus pantalones de traje bien cortados, su chaqueta amplia y su camisa de cuello abierto. Un viajero avezado. Llevaba en un dedo un enorme anillo de oro con un diamante que debería haber parecido ostentoso y vulgar y que, sin embargo, tenía un aire tan informal y alegre como el resto de él. Ella se sentía envarada y pegajosa.

Había llegado a Los Angeles la tarde anterior con intención de ocuparse personalmente de los detalles más insignificantes. Carlo Franconi no tendría que hacer nada, salvo mostrarse encantador, contestar preguntas y firmar su libro de cocina. Mientras lo veía besarle la mano a la pelirroja, Juliet pensó que firmaría un montón. A fin de cuentas, ¿acaso no eran las mujeres las que solían comprar libros de cocina? Sofocando cuidadosamente una sonrisa sarcástica, Juliet se levantó. La pelirroja estaba echando un último vistazo soñador por encima del hombro mientras se alejaba.

—¿Señor Franconi?

Carlo apartó la vista de aquella mujer cuya compañía le había resultado tan grata durante el largo viaje desde Nueva York. Al mirar a Juliet por primera vez, sintió un hormigueo de interés y una sutil punzada de deseo, como solía ocurrirle al conocer a una mujer. Podía controlar a voluntad aquella punzada de deseo, sofocándola o dándole rienda suelta, según le conviniera. Esta vez, prefirió saborearla.

El rostro de Juliet no sólo era encantador, sino también interesante. Su tez era muy pálida, lo que tal vez le habría dado un aire de fragilidad de no ser por sus anchos y prominentes pómulos, que le daban a su cara una atractiva forma de diamante. Sus ojos eran grandes, de densas pestañas sutilmente acentuadas por una sombra grisácea que hacía que el color verde fresco de sus iris pareciera aún más fresco. Llevaba la boca levemente pintada con un brillo de color melocotón. Sus labios, carnosos y bonitos, no necesitaban artificio alguno. Carlo dedujo de inmediato que ella lo sabía.

Tenía el pelo entre castaño y rubio, de un tono suave, natural y sutil. Lo llevaba lo bastante largo como para recogérselo en un moño cuando lo deseaba, y lo bastante corto por arriba y por los lados como para que pudiera peinárselo con desenfado o formalidad, según lo requiriera la ocasión o su capricho. En ese momento, lo llevaba suelto, con un peinado informal aunque no alborotado.

—Soy Juliet Trent —le dijo cuando le pareció que él ya la había mirado bastante—. Bienvenido a California —mientras Carlo le daba la mano que le había tendido, Juliet se dio cuenta de que debería haber esperado que se la besara, en vez de estrechársela. Se puso tensa y, aunque sólo fue un instante, notó por el modo en que Carlo alzaba una ceja que él lo había notado.

—Una mujer hermosa hace que uno se sienta bienvenido en cualquier parte.

Su voz era increíble: era cremosa y parecía fluir dulcemente. Juliet se dijo que sólo le agradaba porque quedaría muy bien grabada, y se tomó su aseveración al pie de la letra. Pensando en la pelirroja, le lanzó una sonrisa fácil y no del todo amistosa.

—Entonces habrá tenido un vuelo agradable.

Su lengua materna era el italiano, pero Carlo entendía los matices de cualquier idioma. Le sonrió.

—Muy agradable.

—Y cansado —dijo ella, recordando su posición—. Ya habrán desembarcado su equipaje — miró de nuevo el pesado maletín que llevaba él—. ¿Puedo llevarle eso?

Él alzó una ceja ante la idea de que un hombre cargara a una mujer con su equipaje. Para él, la igualdad nunca debía cruzar el límite de los buenos modales.

—No, esto es algo que siempre llevo conmigo.

Indicándole el camino, Juliet echó a andar junto a él.

—Hay media hora de camino hasta el Beverly Wilshire, pero, una vez se haya instalado, tendrá toda la tarde para descansar. Esta noche me gustaría repasar con usted la agenda de mañana.

A él le gustaba su forma de andar. Aunque no era alta, se movía con pasos largos y pausados que hacían que su falda roja, plisada a los lados, se moviera sobre sus caderas.

—¿Cenando?

Ella le lanzó una rápida mirada de soslayo.

—Si quiere.

Estaría a su disposición, se recordó Juliet, durante las siguientes tres semanas. Sin darse cuenta aparentemente, esquivó a un hombre inmenso que llevaba una abultada bolsa de ropa y una maleta. Sí, le gustaba su modo de andar, pensó Carlo de nuevo. Era una mujer que sabía cuidar de sí misma sin hacer aspavientos.

—¿A las siete? Mañana por la mañana tiene una entrevista en televisión que empieza a las siete y media, así que será mejor que nos retiremos pronto.

—Entonces, me va a poner a trabajar enseguida.

—Para eso estoy aquí, señor Franconi —dijo Juliet jovialmente mientras se acercaba a la cinta deslizante del equipaje, que se movía lentamente—. ¿Tiene los tickets?

Una mujer organizada, pensó él, metiéndose la mano en el bolsillo interior de la chaqueta beige. Le entregó en silencio los tickets y luego recogió un bolso de viaje y una bolsa de traje de la cinta mecánica.

Gucci, observó ella. De modo que tenía buen gusto, además de dinero. Juliet le entregó los tickets a un mozo y aguardó mientras el equipaje de Carlo era cargado en un carrito.

—Creo que le gustará lo que hemos preparado para usted, señor Franconi —atravesó las puertas automáticas y señaló la limusina—. Sé que en sus anteriores giras por Estados Unidos ha trabajado siempre con Jim Collins. Le manda recuerdos.

—¿Le gusta a Jim su puesto de ejecutivo?

—Eso parece.

A pesar de que Carlo esperaba que ella subiera primero en la limusina, Juliet retrocedió. Carlo agachó la cabeza y tomó asiento.

—¿Y a usted, señorita Trent? ¿Le gusta su trabajo?

Ella se sentó a su lado y le lanzó una mirada directa y fija. Ignoraba cuánto admiraba él aquella mirada.

—Sí, me gusta.

Carlo estiró las piernas. Su madre le había dicho una vez que sus piernas se habían negado a parar de crecer mucho después de lo necesario. Él habría preferido conducir, sobre todo tras el interminable vuelo desde Roma. Pero, dado que no podía hacerlo, la mullida comodidad de la limusina tampoco estaba mal. Estirando el brazo, encendió el estéreo y empezó a sonar una melodía de Mozart, apacible y vibrante. Si hubiera conducido él, habría puesto rock a todo volumen.

—¿Ha leído mi libro, señorita Trent?

—Sí, claro. No puedo encargarme de una promoción si no conozco el producto —ella se recostó en el asiento. Le resultaba más fácil hacer su trabajo si podía decir la verdad pura y dura—. Me impresionaron la atención que dedica a los detalles y la claridad de las indicaciones. Parecía un libro muy ameno, más que una simple herramienta de cocina.

—Hmm —él se fijó en que sus medias eran de un rosa muy pálido y en que tenían una línea de puntitos a un lado. A su madre le interesaría saber que la práctica mujer de negocios americana también tenía un toque de frivolidad. A él, desde luego, le interesaba que Juliet Trent lo tuviera—. ¿Ha intentado hacer alguna receta?

—No, no sé cocinar.

—¿No sabe…? —su interés indolente se puso alerta—. ¿Nada en absoluto?

Ella se vio forzada a sonreír. Carlo parecía sinceramente atónito.

Al ver que su boca perfecta se curvaba, él intentó controlar una nueva punzada de deseo.

—Cuando se es un desastre en algo, señor Franconi, lo mejor es dejar que se ocupen otros.

—Yo podría enseñarle —la idea lo atraía. Nunca ofrecía su ayuda a la ligera.

—¿A cocinar? —ella se echó a reír, relajándose lo suficiente como para soltarse el talón del zapato y agitar el pie—. No lo creo.

—Soy un profesor excelente —dijo él con una lenta sonrisa.

Ella volvió a lanzarle una mirada serena y hostil.

—No lo dudo. Yo, por mi parte, soy una pésima alumna.

—¿Qué edad tiene? —al ver que los ojos de ella se achicaban, él se echó a reír encantadoramente—. Una pregunta grosera cuando una mujer ha alcanzado cierta edad. Pero usted no la ha alcanzado aún.

—Veintiocho —dijo ella con tanta calma que la sonrisa de Carlo se hizo más amplia.

—Parece más joven, pero sus ojos son de alguien más mayor. Sería un placer darle unas cuantas lecciones, señorita Trent.

Juliet lo creyó enseguida. También ella sabía captar los matices.

—Es una pena que nuestra agenda no lo permita.

El se encogió de hombros y miró por la ventanilla. Pero las autopistas de Los Angeles no le interesaban.

—¿Puso Filadelfia en la agenda, como le pedí?

—Pasaremos un día entero allí antes de viajar a Boston. Luego acabaremos en Nueva York.

—Bien. Tengo una amiga allí. Hace casi un año que no la veo. Juliet estaba segura de que tenía amigas en todas partes—. ¿Había estado alguna vez en Los Angeles? —le preguntó él.

—Sí, varias veces, por negocios.

—Yo nunca he venido por placer. ¿Qué le parece la ciudad?

Ella miró por la ventanilla sin interés.

—Prefiero Nueva York.

—¿Por qué?

—Tiene más garra y menos oropeles.

A él le gustó su respuesta, y su forma de expresarla. La miró con más atención.

—¿Ha estado alguna vez en Roma?

—No —a Carlo le pareció advertir un atisbo de anhelo en su voz—. Nunca he estado en Europa.

—Cuando vaya, pásese por Roma. Fue construida con auténtica garra.

La mente de Juliet divagó un poco mientras lo pensaba, y su sonrisa permaneció impasible.

—Me imagino las fuentes, el mármol y las iglesias.

—Encontrará todas esas cosas… y más —ella tenía un rostro tan exquisito que podía tallarse en mármol, pensó Carlo. Y una voz suave y serena, apropiada para una iglesia—. Roma se levantó y cayó y se abrió paso de nuevo hacia arriba con uñas y dientes. Una mujer inteligente comprende esas cosas. Una mujer romántica entiende de fuentes.

Ella miró de nuevo por la ventanilla cuando la limusina paró delante del hotel.

—Me temo que no soy muy romántica.

—Una mujer que se llama Julieta no tiene elección.

—Fue idea de mi madre —señaló ella—. No mía.

—¿No busca a su Romeo?

Juliet recogió su maletín.

—No, señor Franconi, no lo busco.

Carlo salió delante de ella y le ofreció la mano. Cuando Juliet salió a la acera, él no retrocedió para dejarle sitio. Ella alzó los ojos y le dirigió una mirada directa, carente de recelo. Carlo volvió a sentir aquella punzada de deseo. No la punzada impersonal que sentía por una mujer cualquiera, sino una excitación que le atravesaba las entrañas y que despertaba una sola mujer. Así pues, tendría que saborear aquella boca. A fin de cuentas, se sentía impelido a juzgarlo casi todo por su sabor. Pero también podía refrenarse. Algunas creaciones requerían mucho tiempo y complicados preparativos. Al igual que Juliet, él perseguía la perfección.

—Algunas mujeres —murmuró— no necesitan buscar, sólo discriminar y elegir.

—Algunas mujeres —dijo ella con idéntica suavidad — prefieren no elegir en absoluto —le dio la espalda deliberadamente para pagar al conductor—. Ya lo he registrado en el hotel, señor Franconi — dijo por encima de su hombro mientras le entregaba la llave al botones que esperaba—. Mi habitación está enfrente de la suya, al otro lado del pasillo —sin mirarlo, Juliet siguió al botones al interior del hotel, hacia los ascensores—. Si le parece bien, reservaré mesa aquí, en el hotel, para cenar a las siete —echando un rápido vistazo al reloj, calculó la diferencia horaria y decidió hacer algunas llamadas a Nueva York y Dallas antes de que cerraran las oficinas en el este—. Si necesita algo, sólo tiene que pedirlo y hacer que lo carguen en la cuenta —salió del ascensor, abrió su bolso y sacó la llave de su habitación mientras caminaba —. Estoy segura de que su habitación le parecerá adecuada.

Carlo observó sus movimientos bruscos y medidos.

—Estoy seguro de que sí.

—A las siete, entonces —ella introdujo la llave en la cerradura mientras el botones abría la primera puerta de la suite al otro lado del pasillo. Mientras giraba la llave, Juliet pensó en las llamadas que tenía que hacer en cuanto se quitara la chaqueta y los zapatos.

—Juliet…

Ella se detuvo y miró a Carlo por encima del hombro. Él se quedó parado un momento, en silencio.

—No cambies de perfume —murmuró él—. Sexo sin flores, feminidad desprovista de vulnerabilidad. Te sienta bien.

Mientras ella lo miraba por encima del hombro, Carlo desapareció en su suite. El botones comenzó a desgranar amablemente la lista de instalaciones de la suite. Algo que dijo Carlo hizo que rompiera a reír.

Juliet giró la llave con más fuerza de la necesaria, empujó la puerta y volvió a cerrarla empujándola con todo el cuerpo. Durante un minuto se quedó apoyada contra ella, intentando recuperar el dominio de sí misma.

Su experiencia profesional había impedido que se pusiera a tartamudear y a balbucir, poniéndose en ridículo. La había ayudado a mantener su nerviosismo en el límite de lo controlable. Sin embargo, por debajo de aquella coraza había una mujer. Le había costado mucho dominarse. Estaba segura de que no había una sola mujer sobre la Tierra que no se dejara impresionar por Carlo Franconi. Pero no la consolaba el hecho de saber que ella era simplemente una más en una larga y variada lista.

Él nunca lo sabría, pensó, pero a ella se le había acelerado el pulso nada más darle la mano. Todavía lo tenía acelerado. Estúpida, se dijo, y tiró el bolso sobre una silla. Aún sentía flojas las piernas. Dejó escapar un largo y profundo suspiro.

Sí, Carlo Franconi era guapísimo. Y rico. Y tenía ta —lento. Y, además, era increíblemente sexy. Pero eso ella ya lo sabía. El problema era que no sabía cómo manejarlo.