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La reforma se llevó a término con prontitud y a la inauguración del nuevo asilo de ancianos acudieron destacadas personalidades de la vida política y religiosa, pero no sor Consuelo, pues poco antes de concluir aquellas obras que ella había dirigido personalmente en la práctica y que en definitiva habían sido financiadas gracias a su aventurada intervención, fue relevada de su cargo por la superioridad y destinada a un centro asistencial situado en el otro confín del país. Lejos de sentirse preterida, sor Consuelo vio en esta orden un virtuoso deseo de sustraerla a la tentación del orgullo y la acató con gratitud. El lugar al que había sido destinada era una institución pobre y caduca; con su energía y diligencia en poco tiempo la convirtió en algo moderno y valioso. Sucesivos traslados resultaron en otras tantas reformas, la fama de sor Consuelo y sus esfuerzos fundacionales se extendió por todas partes, y así transcurrieron treinta años, hasta que un día, mientras discutía con arquitectos y constructores detalles técnicos de un edificio cuya erección ella había promovido, sufrió un desvanecimiento. Si esto mismo me llega a pasar hace diez minutos, cuando estábamos subidos al andamio, no lo cuento, bromeó al recobrar el sentido, una vez más Dios me ha preservado para que le siga sirviendo. Pero el especialista que la examinó fue de distinta opinión. Dijo: Por desgracia los primeros síntomas se han manifestado demasiado tarde, ya no hay nada que hacer. ¿Cuánto tiempo me queda?, preguntó. El especialista se encogió de hombros. La medicina no es una ciencia exacta, dijo. Tengo que saberlo, doctor, insistió la monja, hay asuntos pendientes que requieren mi presencia. Ya ha oído lo que le acaba de decir el señor doctor, dijo la Superiora Provincial, nadie es imprescindible. Nada sabemos del día y la hora en que ha de sorprendernos la muerte, salvo que hemos de estar siempre preparadas para recibirla con el alma limpia y el corazón alegre, agregó con seriedad. La enferma inclinó la cabeza en señal de aquiescencia, pero dijo: Por caridad, déjeme morir al pie del cañón. Eso es imposible, respondió la Superiora Provincial en forma tajante. Sor Consuelo no replicó: hacía varios años que el Gobierno español miraba con desconfianza la magna obra asistencial que la Iglesia había llevado a cabo durante siglos; celoso de sus prerrogativas, juzgaba intrusismo aquella labor altruista y le ponía trabas de continuo; personas como sor Consuelo, otrora veneradas, constituían en la actualidad un escollo en las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Tal vez por esta razón la Superiora Provincial acogía de buen grado la oportunidad de deshacerse de ella, pensó. Soy un estorbo para la orden, se dijo con desmayo. Y en voz alta: Hágase la voluntad de Dios. El tono de la Superiora Provincial no se ablandó al agregar: He dispuesto que la trasladen a un centro asistencial donde estará bien atendida; descanse, prepárese a bien morir y disfrute sabiamente de la vida que Dios Todopoderoso se digne concederle. Al día siguiente sor Consuelo partió para su último destino. No se había molestado en averiguar a qué lugar la habían destinado, pero al aproximarse lo reconoció de inmediato y comprendió hasta qué punto la aparente dureza de la Superiora Provincial encubría compasión y dulzura. Siempre llevé este lugar secretamente en mi corazón, comentó en voz alta. La hermana que conducía el automóvil sonrió. Es natural, dijo, siendo el primer asilo que usted fundó; sin duda por esto la buena madre dispuso que la trajeran aquí para su recuperación. ¿Y tú cómo sabes eso?, preguntó. Lo de la fundación nos lo contaron en el noviciado, respondió la hermana sin apartar los ojos de la señalización de la autopista, allí era usted un personaje popular entre las novicias, si no le molesta que se lo diga; lo de enviarla aquí por esta razón no me lo ha dicho nadie, pero lo he deducido yo misma. ¡Qué listas sois las monjitas hoy en día!, exclamó sor Consuelo, en mi época éramos todas tontas de baba. Se burla usted de mí, reverenda madre, rió la hermana, pero sor Consuelo ya no le hacía caso.

Hubieron de atravesar Bassora; el tráfico era tan denso en la ciudad que el trayecto duró mucho rato y fatigó a la enferma, cuyos dolores se agravaron. ¿Quiere que paremos, reverenda madre? No, hija, ya debe de faltar poco y prefiero llegar cuanto antes. Se perdieron en un barrio de edificios nuevos, altos y muy parecidos entre sí; las plantas bajas de los edificios estaban ocupadas por talleres o almacenes vacíos o cerrados y por las calles del barrio no deambulaba ningún peatón. Al final encontraron a un hombre que llevaba una maleta y le preguntaron cómo llegar a San Ubaldo de Bassora. Esto es San Ubaldo de Bassora, les respondió el hombre de la maleta, antes era un pueblo, pero ahora es una barriada de Bassora, ¿a dónde quieren ir? Le dijeron que a la residencia de ancianos de San Ubaldo y el hombre, que la conocía aun cuando dijo no ser de aquel lugar, les dio las indicaciones necesarias para encontrarla. ¡Cómo ha cambiado todo!, exclamó sor Consuelo, antes esto eran campos, los caminos estaban sin asfaltar y apenas si circulaba un coche de cuando en cuando. Mira, añadió en un tono casi infantil, la iglesia del pueblo sigue estando donde estaba, pero en cambio la plaza, qué distinta está; ah, ya casi hemos llegado, al doblar esa curva veremos las torres del asilo. No se equivocaba, pero el reencuentro le produjo más desencanto que alegría. Reformado a mediados de los años cincuenta con materiales de ínfima calidad y gestionado luego con ineptitud y negligencia, el asilo, al igual que su contemporáneo, el hospital de Bassora, cuya construcción había provocado la remodelación de aquél, se desmoronaba sin remedio. Hacía ya un tiempo que la comunidad religiosa, incapaz de hacerse cargo de semejante ruina, lo había cedido a la Generalitat de Cataluña; en la pared del vestíbulo, donde años atrás la efigie de la Dolorosa había sido testigo mudo del desenfreno de la Superiora, colgaba ahora un retrato de Jordi Pujol.

La directora del centro, informada de su llegada, acudió a recibirla personalmente. Era una mujer de mediana edad, seca de trato, pero cortés y eficiente; se disculpó del estado precario de las instalaciones aduciendo que una serie de huelgas de personal sanitario había sumido el centro en la hecatombe. Por fortuna, la situación va mejorando, agregó acto seguido, y confío en que no tenga motivo alguno de queja. Mientras hablaba había acompañado a sor Consuelo a su habitación; allí le informó de los horarios y usos de la residencia. El doctor Suñé la visitará hoy mismo, le dijo, es nuestro médico titular y está al corriente de su caso, si necesita algo no dude en decírmelo. Sor Consuelo dejó que la hermana que la había llevado hasta allí deshiciera la maleta y dispusiera sus enseres en el armario de la habitación. Estoy segura de que pronto estará bien de nuevo, reverenda madre, le dijo la hermana al despedirse, todas rezamos porque así sea. Al quedarse sola miró por la ventana: ya no existía la alameda, en cuyo suelo se levantaban varios bloques de pisos, ni el arroyo, que había sido canalizado y desviado para evitar que siguiera ocasionando inundaciones en época de lluvias; a lo lejos, sin embargo, distinguió las montañas y recordó vivamente el día en que estuvieron a punto de fusilarla en uno de aquellos riscos. Los tiempos cambian, las ilusiones se desvanecen, las personas mueren, sólo las montañas permanecen, pensó.

Aquella tarde recibió la visita del doctor Suñé. ¿Qué tal?, ¿cómo se encuentra hoy nuestra enfermita?, le dijo. Era un hombre joven, orondo y jovial. Doctor, dígame cuánto me queda de vida, le suplicó la enferma, y viendo que el médico titubeaba, añadió con brusquedad: Y no me diga que la medicina no es una ciencia exacta. ¿Usted cree que lo es?, dijo el médico. Sólo soy una monja ignorante, repuso sor Consuelo. El doctor Suñé abrió el maletín que había dejado sobre la mesa. ¿Sabe lo que es un esfigmógrafo?, preguntó. Sí, claro, un aparato para medir la tensión arterial. ¿Lo ve? No es usted tan ignorante como finge ser, arremánguese y explíqueme dónde ha aprendido tantas cosas. He trabajado en hospitales toda mi vida, dijo la monja. Mientras conversaban, el doctor Suñé iba leyendo los datos que le suministraba el esfigmógrafo e introduciéndolos en una gráfica. Me han dicho que fue usted monja, ¿es cierto? Le han informado mal, respondió secamente sor Consuelo, todavía soy monja. Luego sonrió y agregó en un tono más pausado: No le hablo así para indisponerme con usted, doctor, sólo pretendo que no me tome por más simple de lo que soy. Ya me advirtieron de que venía en pie de guerra, dijo el médico sin perder el buen humor, hágales quedar mal: deponga su actitud hostil y seamos amigos, ¿quiere? Luego añadió: Hasta ahora se ha estado ocupando de los demás, deje que a partir de ahora los demás nos ocupemos de usted. Se levantaba para irse, pero sor Consuelo le retuvo sujetándolo por la manga de la bata. Doctor, escúcheme, le dijo, no crea que me importa morirme ahora: he vivido mucho y me ha sido concedido el privilegio de hacer muchas cosas; por supuesto, a mí me parece poco: siento que la vida se me ha ido en un soplo y creo que todavía me queda mucho por hacer, pero eso es sólo egoísmo y vanidad. Aunque profeso creer en la otra vida, desearía prolongar ésta indefinidamente; querría vivir para siempre, como el más obtuso de los ateos; pero sé de sobra que unos y otros, ateos o creyentes, hemos de morir; yo, al menos, muero reconfortada con la esperanza cierta del más allá, y, después de todo, ¿qué me queda ya en este mundo sino la decadencia del cuerpo y del espíritu? El doctor Suñé la escuchaba de pie, en silencio y con el maletín en la mano. ¿Cuánto tiempo, doctor?, insistió sor Consuelo. Un mes a lo sumo, dijo el médico, quizá menos; no sé si hago bien en decírselo.

En las semanas que siguieron a este encuentro las predicciones del doctor Suñé parecían destinadas a cumplirse inexorablemente. El estado general de sor Consuelo decaía a ojos vistas. Era, sin embargo, una enferma modelo: nunca se quejaba y tenía para todo el mundo una frase amable; con gran sorpresa del doctor Suñé no opuso ninguna resistencia a tomar puntualmente la numerosa medicación que le había sido recetada. Dormía poco y aun a fuerza de calmantes que durante las horas de vigilia la dejaban abotargada y confusa. Aunque estaba del todo inapetente, hacía grandes esfuerzos por comer. La vida es un bien que Dios nos ha prestado y hemos de hacer cuanto podamos por conservarlo, decía. Naturalmente, ninguna de estas medidas frenaba el feroz avance de la enfermedad. Alabado sea Dios, murmuraba cada día al advertir el rápido desmejoramiento de sus facultades. Ya no podía leer ni siquiera con gafas y para dar los paseos diarios que el médico le había prescrito debía hacerse acompañar de una enfermera. Este continuo decaer podía a veces más que su entereza. Estoy convencida de que antes las cosas no eran así, doctor, le decía a éste cuando sus visitas coincidían con los momentos de lucidez de la enferma, antes las personas vivían y se morían sin pasar por estos terribles períodos de transición; son los progresos de la medicina los que han traído al mundo este error. Tal vez la medicina se haya limitado a restablecer el orden natural de los acontecimientos, respondía el doctor Suñé, si el cuerpo y el cerebro tardan años en formarse, es lógico que también tarden un tiempo en desintegrarse: como los primeros años de un niño son los últimos de un viejo: es cruel, pero natural; la medicina no ha inventado la naturaleza humana: la encontró hecha y sólo trata de entenderla y adaptarse a sus caprichos; es a Dios a quien habría que pedir cuentas, hermana, no a los médicos. La enferma no daba su brazo a torcer. Diga más bien que son los médicos los que han pervertido la obra divina, replicaba señalando el gotero, me niego a aceptar que éste es el curso natural de la vida humana. Nada es natural en la vida humana, sentenciaba el médico; hay que rendirse a la evidencia, pero eso no significa que debamos tirar la toalla. Ay, doctor, no me haga pasear, me resulta agotador y ¿de qué sirve? Vamos, vamos, hermana, no abandone aún el mundo de los vivos: siga luchando, le insistía el doctor Suñé, salga, vea la tele, escuche la radio, relaciónese con los demás residentes, ¿no le gusta jugar a las cartas? Jamás he jugado a nada, doctor, ni siquiera sé distinguir los palos de la baraja, le respondía la monja, y tampoco estoy acostumbrada a la vida social: creo que nunca he hablado con nadie de algo que no fuera un asunto concreto. No obstante, acababa cediendo a los argumentos del médico. Todo lo que me dice es insensato, doctor, pero yo ya no tengo tiempo para ganar discusiones: hágase como usted quiere, le decía.

Un día, cuando estaba por cumplirse el plazo anunciado por el doctor Suñé, sor Consuelo, viendo próximo el final, le dijo: Doctor, tenía usted razón, esto se acaba; ha sido usted un buen médico y un buen amigo y confío en haber sido yo una buena enferma; ahora, sin embargo, le ruego que olvide por un momento su profesión y mi estado, porque voy a pedirle un gran favor. El doctor Suñé la miró fijamente. No se alarme, prosiguió la monja, no será nada contrario a sus principios ni a los míos; en realidad, añadió, se trata de una cosa muy simple, casi una chiquillada. Verá, cerca de aquí hay una antigua finca que, según he sabido, aún se llama casa Aixelà, aunque son otros sus dueños, ¿sabe usted a qué finca me refiero? El médico contestó afirmativamente; conocía bien la finca, dijo, por haberla visitado en diversas ocasiones. Sor Consuelo titubeaba antes de formular la pregunta siguiente; al final hizo acopio de valor y dijo: Doctor, ¿cree usted que habría algún medio de que yo también pudiera visitarla? El doctor Suñé no disimuló su extrañeza ante aquel ruego extravagante. Lo que me pide es del todo imposible, hermana, usted sabe mejor que yo en qué condiciones físicas se encuentra. Sor Consuelo suspiró y guardó silencio; el médico metió en el bolsillo de su bata la pluma con que había estado anotando sus observaciones en un bloc. ¿Tan importante es para usted esta visita?, preguntó. Sor Consuelo se limitó a cerrar los párpados; una lágrima resbaló por la cera blanca de sus mejillas lacias. Está bien, si mañana no llueve, yo mismo la acompañaré a casa Aixelà, dijo el doctor Suñé, pero no se lo cuente a nadie, no quiero sentar un precedente. Aquella noche sor Consuelo pidió a Dios que no lloviera y que le concediera fuerzas hasta que el buen médico hubiera cumplido su promesa.

El día amaneció soleado. A media mañana el doctor Suñé entró en la habitación de sor Consuelo; en vez de la bata blanca habitual llevaba ropa deportiva y una elegante cazadora de ante beige. Del maletín sacó un frasquito y una jeringa. Voy a quitarle estos tubos y a ponerle una inyección, dijo, notará los efectos de inmediato, pero no se haga ilusiones: sólo le durarán un par de horas. Tal como había predicho el médico, al cruzar el vestíbulo de la residencia sor Consuelo sintió una extraña euforia y le vinieron ganas de saltar y bailar, pero las piernas apenas si le permitían caminar lentamente apoyándose en el brazo de su acompañante. En una sala adyacente, separada del vestíbulo por una puerta vidriera, varios ancianos contemplaban boquiabiertos un programa de entrevistas en un televisor mudo; de la cocina subía un vaho cálido impregnado de olor a potaje que le produjo arcadas. Tengo el coche aquí mismo, dijo el médico al advertir su desfallecimiento. Una vez en el coche le ajustó el cinturón de seguridad. Todavía está a tiempo de arrepentirse, le dijo. Sor Consuelo movió la cabeza negativamente y el doctor Suñé puso el coche en marcha.

El tránsito era escaso y cubrieron el trayecto en pocos minutos. Construcciones recientes ocultaban la finca y sor Consuelo se sorprendió al encontrarse de improviso frente a la antigua cancela. El muro y la verja habían sido conservados y probablemente restaurados en los últimos tiempos, pero el jardín, visto desde fuera, ofrecía un aspecto desolado. La finca, explicó el doctor Suñé, pertenece a unos particulares que sólo la ocupan en verano y por pocos días; el resto del tiempo unos masoveros se encargan de mantenerla a salvo de ladrones y vándalos; en un momento dado se habló de convertirla en un hotel, luego, en un parque acuático y, por último, en un club de golf, pero, como ve, todo quedó en palabras. Bajó del coche y dejando en él a la monja se dirigió a la cancela y pulsó varias veces el timbre de un interfono. Al recibir respuesta mantuvo a través de la máquina un breve diálogo. Desde el interior del coche, todavía sujeta por el cinturón de seguridad, sor Consuelo no oyó lo que decía. La cancela se abrió automáticamente. Ayer tarde llamé para anunciar nuestra visita, le explicó el médico mientas maniobraba para cruzar la entrada, el masovero nos está esperando. Sor Consuelo miraba a derecha e izquierda, estaba confusa: dudaba de si eran las cosas las que habían cambiado o si era su memoria la que en el curso de los años había ido dibujando un paisaje de engaño. Todo parece más pequeño que en el recuerdo, se dijo, y más feo. El seto de brezo que antiguamente crecía junto al muro había desaparecido y en su lugar crecían ahora zarzas y ortigas; también el sendero que serpenteaba entre los árboles había sido reemplazado por una avenida asfaltada, ancha y recta, que conducía a la casa directamente y sin misterio. Los árboles del jardín habían muerto o habían sido talados y en el desmonte había una pista de tenis rodeada de altas mallas, y parterres agostados que evidenciaban el abandono a que sus dueños tenían condenada la finca. El coche se detuvo en la explanada que se abría frente a la casa y allí, sin darles tiempo a bajar, acudió a su encuentro el masovero. Era un senegalés de aire circunspecto, que hablaba catalán con marcado acento foráneo, pero con corrección y soltura. Saludó cortésmente al doctor y le dijo que había estado telefoneando sin éxito a Barcelona para localizar a los dueños de la casa, ya que sin su permiso él no estaba autorizado a facilitarles la entrada en ella. El anterior propietario de la finca, explicó, coleccionaba obras de arte y todavía quedaban algunas piezas valiosas en el interior del edificio, lo que hacía recaer sobre sus hombros una gran responsabilidad, porque el actual propietario le había dado órdenes muy estrictas en este sentido; por añadidura, la vulnerable posición de los trabajadores de color le obligaba a extremar las precauciones. Ya sé que tanto usted, doctor, como la señora que le acompaña son de una honradez sin tacha, agregó, pero cualquiera podría dañar en forma accidental alguna de las piezas y entonces, hostia, no quiero ni pensar lo que dirían. El doctor se disponía a discutir con el escrupuloso masovero, pero sor Consuelo se lo impidió. No tiene importancia, doctor, le susurró al oído, pregúntele si todavía existe el huerto que había detrás de la casa. Ya lo creo, afirmó el masovero cuando el médico le hubo transmitido la pregunta, y bien hermoso que lo tengo; si quieren verlo, por mí no hay inconveniente, siempre que procuren no poner el pie donde está sembrado.

Rodearon la casa pausadamente hasta llegar a la galería. En la colina, donde antes crecía la alfalfa y se extendían los viñedos, se alineaban ahora varias docenas de chalets blancos de dos plantas, con garaje y jardín; en cada jardín, separado del vecino por una tapia enjalbegada, se contoneaba un arbolillo cimbreño y despelotado. Un enorme cartel anunciaba la inauguración de aquel complejo residencial, cuyos chalets, dotados del máximo confort, todavía estaban a la venta. Sor Consuelo suspiró. Está cansada, dijo el doctor Suñé, vamos al coche. No, no, lleguemos hasta el huerto y después nos volvemos, dijo la monja con firmeza. Tengo el deber de velar por su salud, empezó a decir el médico, pero ella le atajó: Yo le absuelvo de tal deber. Usted no sabe lo que se pesca, masculló el médico, la llevaré a donde quiere ir, pero si se cae y se rompe un hueso, yo le romperé otro, por tozuda.

El huerto no había cambiado y el aire olía a tierra mojada y a verduras recién arrancadas. Zigzagueaba una libélula y a lo lejos se oía croar una rana. El doctor Suñé y la enferma se detuvieron al borde de la alberca. Sor Consuelo se quedó mirando el agua y murmuró: Aquí quería venir, ahora ya podemos irnos. No quisiera ser indiscreto, pero ¿no va a contarme nada? Sor Consuelo sonrió con tristeza. Lo siento, pero no le puedo revelar la incógnita; sólo le diré que guarda relación con algo que me sucedió hace mucho tiempo, cuando yo era joven; en aquella época frecuenté esta casa y traté a su antiguo dueño, aquí pasé momentos que ahora juzgo felices y, ya que la suerte me ha traído nuevamente a San Ubaldo, no quería irme de este mundo sin visitar por última vez este lugar. Se quedó un rato pensativa, mirando el agua, luego murmuró: ¿Me creerá si le digo que una vez estuve considerando seriamente la posibilidad de tirarme de cabeza a esta alberca? El médico guardó silencio y luego dijo: No, por lo poco que la conozco, no me cuesta creerlo; ¿puedo preguntarle por qué? ¿Por qué me quería tirar o por qué no lo hice?, preguntó sor Consuelo. ¿A cuál de las dos preguntas estaría dispuesta a responder?, dijo él. La monja sonrió: A ninguna. El médico también sonrió; tal vez por efecto de la luz tamizada del huerto parecía haber desaparecido del rostro de la enferma la aspereza que en las últimas semanas habían impreso allí el dolor y la devastación, sus rasgos eran más suaves y serenos. Consultó su reloj. Ahora sí que se nos ha hecho tarde, dijo.

Durante el camino de vuelta a la residencia la monja preguntó al doctor Suñé de qué conocía él la finca, a lo que éste respondió que unos años atrás, cuando acababa de incorporarse como médico al asilo después de haber ganado una oposición al cargo, la había visitado con objeto de atender al antiguo dueño de aquélla. Era un vejestorio llamado Augusto Aixelà de Collbató, dijo, quizá la misma persona que usted trató en su día. Sor Consuelo respondió que se trataba, en efecto, de la misma persona y rogó al médico que prosiguiera su relato, cosa que hizo el doctor Suñé diciendo: En la época en que yo lo traté, Augusto Aixelà vivía solo y en condiciones verdaderamente penosas, pues su salud era mala y se advertían en él síntomas claros de demencia senil; su situación económica no era mejor. Al parecer, había dispuesto en tiempos de una considerable fortuna, que había dilapidado de la manera más tonta. Llevado por su carácter débil y libertino, se había rodeado de falsos amigos, personajes indeseables que, abusando de su confianza, le habían inducido a meterse en negocios ruinosos. Los vicios y las estafas se fueron comiendo poco a poco su heredad. Al final no le quedó más que la casa, con el jardín y el huerto, aunque gravada por varias hipotecas. Resistió unos cuantos años malbaratando su espléndida colección de arte, los muebles y objetos de valor que había en la casa, inclusive una extensa galería de retratos familiares, hasta que, acosado por la miseria, hubo de claudicar: a regañadientes vendió lo que le quedaba por el monto de la deuda y, sin un céntimo, entró en la residencia de ancianos, donde sobrevivió un par de años, durante los cuales nadie fue a visitarle: sólo tenía parientes lejanos, con quienes se había indispuesto a lo largo de su vida y a quienes ya no podía atraer con la perspectiva de una herencia suculenta. Nunca hicimos buenas migas, añadió, Augusto Aixelà era un viejo rijoso, autoritario y fanfarrón; trataba mal a las enfermeras simplemente porque no se dejaban toquetear; siempre estaba enviando cartas a La Vanguardia, en las que se quejaba injustamente de las condiciones higiénicas del centro, de la comida y del personal; y a quien quería escucharle le decía que se merecía un trato especial, porque si bien ahora no podía costear ni siquiera su manutención y había de vivir de la caridad pública, en su día había financiado de su propio bolsillo las obras de remodelación del antiguo Hospital. El doctor Suñé hizo una pausa y agregó: También decía que había hecho aquel dispendio por complacer a una mujer a la que había amado mucho, pero que no supo corresponder a su amor. Al oír esto sor Consuelo, que había entornado los párpados y parecía haberse adormilado arrullada por la voz del médico, movió la cabeza de lado a lado, sonrió y dijo: Siempre fue un embustero.