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Sin ningún miramiento la sacaron del refugio; si vacilaba y tropezaba, a empellones y culatazos la obligaban a enderezarse y seguir caminando. Por último la colocaron delante de una pared rocosa y se retiraron unos pasos. Los primeros rayos del sol alumbraban la escena. Cuando se disponían a fusilarla una voz gritó: ¡Alto! El oficial que mandaba el pelotón ordenó bajar las armas y se encaró con el que había osado interrumpir la ejecución. Sor Consuelo reconoció en su salvador al cabo Lastre. El oficial de infantería, el jefe de Falange y el guardia civil se retiraron unos pasos a conferenciar. Desde el improvisado patíbulo sor Consuelo veía cómo el cabo la señalaba repetidas veces con el dedo e intuyó que pronunciaba el nombre de Augusto Aixelà; un ademán descriptivo del cabo hizo que el jefe de Falange exclamara en voz alta: Ah, diantre, quién lo iba a sospechar. Los tres capitostes la observaban con renovado interés e intercambiaban entre sí miradas de inteligencia. Luego el cabo Lastre se apartó del grupo, fue a donde la monja esperaba ser fusilada y le dijo: Venga conmigo, hermana. Sin que nadie se les interpusiera, la monja y el guardia civil abandonaron el escenario de la breve batalla e iniciaron el descenso de la montaña. La bruma matutina se disolvía a su paso y les costó poco llegar al claro; allí los guardas forestales custodiaban los vehículos que habían servido para el transporte de tropas. El cabo Lastre ayudó a sor Consuelo a subir a su coche, lo puso en marcha y unos minutos más tarde habían recuperado la carretera, entonces dijo el cabo: Cuénteme lo sucedido. No hay nada que contar, respondió la monja, me pidieron que atendiera a un herido y obedecí sin saber de quién se trataba; debo decirle, sin embargo, que de haberlo sabido no habría obrado de otro modo. Entiendo, dijo el cabo, ¿qué le contó el bandolero? Nada, respondió sor Consuelo. No puede ser, dijo el cabo, han pasado la noche juntos, algo tiene que haberle contado. Ya le he dicho que no me contó nada, insistió la monja, estaba malherido y con fiebre, deliraba. Entiendo, repitió el cabo, y así lo haré constar; también procuraré que su nombre no aparezca en el atestado; me limitaré a decir que en el momento de ser reducido se encontraba junto al interfecto una persona que había sido obligada a atenderlo en contra de su voluntad. La monja miró al cabo Lastre, pero éste tenía los ojos puestos en la carretera y su expresión no reflejaba lo que pudiera estar pensando; sor Consuelo, que era consciente de apestar a pólvora y aguardiente, murmuró: Gracias, cabo. El cabo emitió un gruñido; transcurrido un rato sor Consuelo le preguntó: ¿A dónde me lleva? Al Hospital, naturalmente, respondió el cabo. La monja se alarmó: No, no, por Dios, al Hospital no puedo ir, todavía no; lléveme a casa de don Augusto Aixelà, se lo suplico. El cabo frunció el entrecejo, pero no dijo nada y al llegar a la primera encrucijada tomó el desvío que conducía a casa Aixelà. Ante la cancela detuvo el coche y encendió un cigarrillo. La espero aquí, dijo, no tarde. Demasiado cansada para discutir, la monja hizo un gesto afirmativo con la cabeza, bajó del coche y entró en el jardín.

Pudenciana se había levantado al despuntar el día, había afilado un cuchillo y había decapitado dos pollos; cuando empezaba a desplumarlos oyó el estruendo de los tiros en la montaña y se persignó. Luego volvió a enfrascarse en su monótona labor hasta que la distrajeron los aullidos lastimeros de los perros. Alguien ha muerto, pensó; este pensamiento la dejó desazonada y uno de los perros aprovechó la circunstancia para comerse las mollejas sin ser visto. Pudenciana salió al jardín. Al pronto no supo quién podía ser aquella figura harapienta y greñuda que franqueaba la cancela: pensó que se trataba de una gitana; luego, que de una indigente; por último, que de una muerta rediviva recién levantada de la sepultura. Tenía el rostro exangüe y desflorado, la boca marchita, las pupilas extraviadas y caminaba con paso inseguro, como un ciego que tanteara un terreno preñado de añagazas; llevaba la ropa cubierta de manchas herrumbrosas, descosida y rasgada hasta rozar los límites de la decencia. Ante esta aparición los perros rezongaban, remisos a cumplir su bronco cometido. Al acercarse Pudenciana, la patética figura se detuvo y abrió los labios, pero no articuló ningún sonido; luego abrió los brazos con las palmas de las manos vueltas hacia fuera y en este gesto, sin causa alguna que lo justificara, reconoció la guardesa a sor Consuelo, advirtió que los lamparones que le cubrían el vestido eran en realidad manchas de sangre coagulada y se sintió invadida de una profunda piedad por aquel ser dolorido y ofuscado sobre quien se habían abatido amarguras, terrores y violencias y a quien sólo la determinación insensata mantenía tambaleante en el último escalón de la cordura. Corriendo salvó la distancia que las separaba y al abrazarla se mezcló la sangre de los pollos que cubría el mandil de la guardesa con la del bandolero muerto. ¿Quién te ha puesto así, mi niña?, exclamó, y la monja, como si aquella voz y aquel contacto compasivo hubieran quebrado los restos de su ecuanimidad, empezó a chillar y su cuerpo a experimentar tales convulsiones que los perros, incapaces de identificar con la de un ser humano aquella conducta desaforada, se retiraban con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas y la guardesa, no sabiendo qué medida tomar, se limitaba a estrechar cada vez con más fuerza a la infeliz contra su pecho por temor a que pudiera caer y lastimarse de veras si se desprendía del abrazo. Fuera, el cabo Lastre, sentado en el estribo de su coche, fumaba y fingía no advertir lo que ocurría ante sus ojos, como si aquel asunto de mujeres no le concerniera. Transcurrido un rato se acallaron gradualmente los chillidos de la monja y refluyó su llanto y recobró poco a poco el dominio de sus nervios. Carraspeó para aclararse la garganta y susurró al oído de la guardesa: ¿Y él? Pudenciana tardó unos instantes en responder. Se ha ido. No avisó de a dónde ni por cuánto tiempo, pero llevaba equipaje para estar ausente una buena temporada. ¿Y no ha dejado nada para mí?, ¿una carta, quizá?, preguntó sor Consuelo con un fútil atisbo de esperanza en la mirada. A mí no me dio nada, contestó Pudenciana con tacto, pero venga conmigo y mire a ver en el gabinete, por si hay algún indicio.

Con sus brazos rollizos Pudenciana sostenía la endeble arquitectura de la monja. Por una revuelta del sendero venía andando patosamente el jardinero; por la comisura de los labios le asomaba la punta de la lengua y en las manos llevaba una espuerta de caucho cargada de tierra negra. Sor Consuelo se estremeció al advertir el extraordinario parecido del imbécil con el hombre a cuya muerte acababa de asistir. El imbécil levantó la espuerta para mostrar su contenido a las dos mujeres: de los terrones brotaban níscalos y colmenillas que las lluvias persistentes habían hecho germinar anticipadamente. Se reía a mandíbula batiente, como si aquello fuera lo más divertido del mundo. Las dos mujeres pasaron de largo sin detenerse y el imbécil se quedó contrito.

Al entrar en la casa dijo Pudenciana: Estará usted desfallecida de hambre; siéntese y descanse, que yo le prepararé unas farinetas de sangre y cebolla para almorzar. No, por favor, suplicó sor Consuelo con viveza, no quiero comer nada. Tiene que alimentarse si no quiere caer enferma, insistió la guardesa, espéreme en el gabinete y algo le traeré. Se fue y sor Consuelo entró en el gabinete; buscaba con frenesí alguna misiva destinada a ella y de cuyo contenido pudiera extraer alguna explicación y alguna promesa, pero los muebles estaban limpios y los cajones, cerrados con llave.

Entró Pudenciana en el gabinete con un tazón de loza lleno de leche. Aún está tibia, mire, no hace ni diez minutos estaba en las tetas de la vaca, dijo, bébasela: pasa sin gana y no hay mejor reconstituyente. Desprovista de la voluntad necesaria para rechazar el ofrecimiento, sor Consuelo se bebió el contenido del tazón y dijo: Gracias, Pudenciana, ahora desearía quedarme un rato sola. Al salir la guardesa se sentó en la misma silla que había ocupado la primera vez que Augusto Aixelà la recibió en su casa. ¿Cuánto tiempo ha transcurrido desde entonces?, se preguntó; le parecía que una vida entera. Entornó los párpados y sintió que todo daba vueltas a su alrededor, volvió a abrirlos y se levantó haciendo un esfuerzo por mantener el equilibrio. Con recelo se acercó al sofá en que la víspera se había consumado su rapto: era un sofá de cuero, desgastado y confortable; sobre la tapicería se advertía una mancha pardusca. El certificado de mi corrupción, pensó. Se arrodilló en el suelo y lamió la mancha, pero sólo notó un sabor áspero a polvo y curtido. Se incorporó rápidamente, cruzó el gabinete a la carrera, salió a la galería exterior y vomitó la leche que acababa de ingerir. ¡Purrrríííííísima!, exclamó el papagayo al ver la vomitona. La monja se enjugó los labios y el mentón con la palma de la mano y siguió caminando. Las lluvias torrenciales habían arrastrado la tierra del huerto y destruido las cosechas; el agua oscura de la alberca desbordaba los balates. Sor Consuelo se detuvo con los pies en la arista del balate y clavó los ojos en las entrañas del agua. Oscilaba su cuerpo cuando oyó una voz a sus espaldas que decía: Ponga atención, hermana, aunque no lo parezca, la alberca es traidora. El que acababa de hablar se colocó a su lado tranquilamente: era Pepet, el administrador de fincas. El cabo Lastre me ha dicho que la encontraría en la casa, continuó diciendo, y yo le he dicho que se fuera, que yo mismo la devolvería al Hospital sana y salva, hizo un guiño y agregó: No me ponga en un compromiso. Sor Consuelo retrocedió dos pasos y arrancó los ojos a la fascinación de lo insondable. No hay cuidado, dijo con voz serena. Ya ve usted qué desolación, dijo el administrador paseando una mirada experta por el huerto; chascó la lengua y añadió: Unos años sequía y otros riada, siempre la misma historia, alabado sea Dios. Cogió suavemente a la monja del brazo, le hizo dar media vuelta y ambos se encaminaron hacia la casa a paso cansino. El cielo estaba despejado y los pájaros revoloteaban entre las hortalizas desventradas y se posaban en el aspaviento de los espantajos.

Le interesará saber, empezó diciendo el administrador de fincas en tono pausado, que la noche pasada, a altas horas, vino a mi casa don Augusto Aixelà. Me hizo levantar de la cama y me contó que ayer tarde había recibido la visita del cabo Lastre, el cual le informó de que el Gobierno había accedido finalmente a enviar refuerzos a la zona con objeto de limpiar de maleantes las montañas; el cabo Lastre le dijo asimismo que tenía motivos fundados para pensar que el jefe de la banda había resultado herido en un encuentro reciente con la Guardia Civil y que aquella misma noche se preparaba una operación conjunta en la que participarían, junto con la Benemérita, tropas regulares y fuerzas auxiliares venidas expresamente de Bassora. Al parecer, el cabo Lastre fue luego al Hospital con la intención de informarle a usted de lo mismo y prevenirle de que cerraran el edificio a cal y canto y de que no abrieran a nadie; asimismo dio orden de que nadie abandonara el edificio después de oscurecido por ningún concepto, pero usted estaba ausente o por alguna otra razón no pudo recibirle, por lo cual la advertencia, como bien se ha visto, no surtió efecto. Por su parte, don Augusto me dijo que, en vista del cariz que tomaban los acontecimientos y dado que los bandidos podían contar con simpatías en el pueblo, había decidido, por razones de seguridad, partir de inmediato sin decir a nadie a dónde se dirigía ni por cuánto tiempo, añadió que su ausencia con toda certeza se prolongaría más de lo habitual y dispuso que este año yo me ocupara de todo lo concerniente a la vendimia. Esta decisión, inusitada en él y a todas luces injustificadas por las circunstancias que alegaba en su apoyo, me extrañó mucho. Conozco a don Augusto desde que vino al mundo y sabía que algún otro motivo se escondía detrás de aquella fuga, de modo que le interrogué y le saqué la respuesta que buscaba. No tuve que tirarle de la lengua para que me la diera; a los hombres les cuesta poco contar estas cosas, está en su modo de ser. Por supuesto, añadió apresuradamente, no debe usted abrigar ninguna desconfianza: su secreto está seguro conmigo; lo que haya habido entre ustedes dos me trae sin cuidado; es más, después de esta conversación, por mucho que coincidamos, no volveré a hablarle del asunto y le ruego que usted tampoco lo haga. En realidad, si lo he sacado a colación, ha sido porque creo mi deber informarle de que Augusto Aixelà se ha ido y no volverá mientras usted siga aquí. Se lo digo con crudeza porque no suelo andarme con rodeos y porque creo que preferirá saber la verdad a vivir alimentando vanas ilusiones. Por lo demás, prosiguió, supongo que mis palabras no la pillan por sorpresa: ni siquiera su inexperiencia de las cosas del mundo ni la confusión en que sin duda la habrán sumido los sucesos recientes le habrán impedido ver hasta qué punto su relación estaba abocada al fracaso aun cuando hubieran sido verdaderos los juramentos de amor que él haya podido hacerle. Hizo una pausa y agregó a modo de colofón: Augusto es un buen chico, tiene un corazón de oro, pero no puede evitar lo que no puede evitar. No se lo tome a mal: no es usted la primera ni será la última. Olvídelo.

Habían rodeado la casa y se adentraban en el sendero que llevaba a la salida. Sor Consuelo se detuvo y se volvió a mirar a la casa, suspiró y encontró fuerzas para decir al reanudar la marcha: Es humillante reconocerlo, pero me temo que fui más inocente de lo que usted supone: yo creía en la sinceridad de sus palabras y sus gestos; una tarde me llevó a la alcoba en que murió su madre y allí pude leer en sus ojos una emoción genuina. Don Pepet, agregó con vehemencia, cuando se trata de estas cosas los hombres no mienten. El viejo capataz se encogió de hombros. Algunos sí, dijo, la madre de Augusto todavía vive, en Madrid. Sonrió la monja tristemente. ¡Qué tonta he sido!, dijo. No se haga mala sangre, le recomendó el viejo capataz, después de todo, era muy difícil que no sucediera lo que sucedió; no ha habido nunca mujer capaz de resistirse a don Augusto, él siempre sabe decirles lo que ellas quieren oír; no lo hace por malicia, le sale espontáneamente, es un instinto natural, un don. Usted es una mujer atractiva, inteligente, audaz y monja; Augusto es cazador y coleccionista, no podía dejar pasar una pieza tan rara; él habría hecho cualquier cosa por conseguirla, estaba usted perdida aunque hubiera opuesto más resistencia de la que opuso, es decir, bien poca. Así es, admitió ella, pero ¿tan valiosa soy como para comprometer al Ministerio de la Gobernación en mi conquista? Oh, no, replicó el administrador de fincas, don Augusto es un caballero: nunca mezclaría un asunto privado con la política ni haría que el erario público sufragara sus líos de faldas; seguramente usted nunca creyó que él hubiera gestionado en Madrid la financiación de su famoso asilo. ¿No lo hizo?, preguntó sor Consuelo. No, ni se le pasó por la cabeza, respondió el administrador. Donde antes había estado el coche de la Guardia Civil estaba ahora el camión verde del viejo capataz. Ambos subieron e hicieron en silencio el viaje al Hospital; una vez allí y cesado el traqueteo del decrépito motor, dijo el administrador de fincas: Perdone que le haya hablado de un modo tan brutal, a lo que la monja respondió: Le agradezco que lo haya hecho. Iba a decir algo más pero se le cortó la voz. El viejo capataz le palmeó cariñosamente la rodilla. Está agotada, le dijo, duerma, coma y dentro de unos días lo verá todo de otro color; es probable que lo que hoy le parece horrible, le acabe dando risa. Sor Consuelo asintió con la cabeza y bajó del camión. En la caja maulló el gato. Alertada por la hermana portera, toda la comunidad religiosa aguardaba en el vestíbulo del Hospital a la Superiora para dispensarle un recibimiento triunfal y jubiloso. En cuanto nos llegó noticia de que la habían secuestrado los bandidos, nos congregamos todas en la capilla y estuvimos rezando y cantando para que no le pasara nada malo, le dijeron. Hasta los enfermos del Hospital habían sido arrancados de sus camas y llevados a la capilla con objeto de sumar sus oraciones a las de las monjas. Tanta plegaria no podía por menos de dar fruto, pensaron, y así ha sido, alabado sea por siempre el Santísimo Sacramento del Altar. Este cálido recibimiento enterneció a sor Consuelo, a la que desde hacía un rato venía inquietando reaparecer en el cenobio con aquella pinta de zorrón, y abrazó a sus compañeras y derramó abundantes lágrimas. Por la carretera se alejaba dando estampidos y envuelto en nubes de polvo el camioncito verde del administrador. Entre las monjas las efusiones continuaban hasta que la ecónoma logró separar a sor Consuelo del bullicioso coro y llevarla a un rincón. Sé que viene rendida, reverenda madre, pero es preciso que le notifique algo sin demora. Dígame, madre Millás. La ecónoma, que hasta aquel momento se había mantenido imperturbable, se puso a llorar inopinadamente; a través del grueso vidrio de las gafas sus ojos anegados parecían dos peceras. Un milagro, sollozó, un verdadero milagro; esta misma mañana ha venido en persona el director del banco y me ha dicho que un benefactor anónimo había donado dos millones de pesetas a la comunidad con destino al asilo de ancianos. Huelga decir que, aunque el director del banco insistió mucho en que el donante quería mantener su identidad en el secreto más absoluto, muy lerda tendría que ser yo para ignorar quién haya sido esta persona altruista y magnánima; del mismo modo que no ignoro quién ha sabido tocar el corazón de esta persona con su labor callada, su oración y su ejemplo. La ecónoma sacó un pañuelo de la manga y se sonó con estrépito, luego dijo: A propósito de esto, quiero confesarle, reverenda madre, que en más de una ocasión dudé de lo acertado de sus ideas y de su conducta; no niego que a menudo abrigué malos pensamientos acerca de usted, en sus métodos expeditivos veía heterodoxia y liviandad y en sus gestiones intuía un secreto afán de atraer sobre sí los halagos del mundo. Ahora comprendo lo acertado de su proceder y cuán errada estaba yo; he sido ruin y desleal; le ruego humildemente que me perdone y me castigue. Sor Consuelo abrazó a la ecónoma y la besó en las mejillas apergaminadas. Olvide estas minucias, madre Millás, exclamó, como usted dice, se ha producido un milagro y ahora tenemos mucho trabajo por delante.