Caminaba con seguridad y ligereza el pastor por aquel terreno abrupto cuyos accidentes conocía al dedillo. La monja a duras penas podía seguirle y a cada instante había de recabar su ayuda. Entonces el pastor la cogía del brazo con mucho respeto y le hacía salvar cualquier obstáculo con sorprendente facilidad: de sobra se veía que aquello era lo que hacía a diario con las reses confiadas a su cargo. Al cabo de una hora se detuvieron en un claro del bosque; el pastor encendió una cerilla y la apagó al instante. La monja le preguntó qué hacía. Una señal, dijo el pastor, ahora hemos de esperar. La monja aprovechó aquella pausa para preguntarle: ¿No nos hemos visto antes tú y yo? Tu cara no me es desconocida. No creo, respondió el pastor, yo estoy siempre en el campo con las ovejas, nunca bajo al pueblo y al Hospital menos, a Dios gracias. Apenas acababa de decir esto el pastor, cuando hizo su entrada en el claro un hombre bajo y corpulento que renqueaba al andar. ¿Es éste tu primo?, preguntó la monja. Primo sí, pero no el que está enfermo, dijo el pastor, a éste le dicen lo coix. El recién llegado se quitó la gorra y tendió a la monja una mano ruda. Soy lo coix y le agradezco mucho que haya venido. La monja le estrechó la mano mientras escudriñaba en la oscuridad los rasgos de aquel hombre; entonces advirtió que llevaba una escopeta terciada a la espalda. El pastor se despidió de ellos: Buena suerte, hermana, buena suerte, coix dijo antes de desaparecer sigilosamente tras la maleza. Descansemos un rato si quiere, hermana, dijo lo coix señalando la montaña que se alzaba frente a ellos, nos espera un trecho empinado. No estoy cansada, respondió sor Consuelo, pero tampoco estoy acostumbrada a escalar cerros, no sé si podré. Si puedo yo, que sólo tengo una pierna y media, podrá usted, que tiene dos bien firmes, dijo lo coix. Al oír este comentario, sor Consuelo recordó que la falda que llevaba sólo le cubría hasta poco más abajo de las rodillas. Vamos allá, dijo. El hombre desenrolló una cuerda que llevaba, se ató un extremo a la cintura y el otro a la cintura de la monja. Así nos caeremos los dos si alguno da un mal paso, bromeó. ¿Qué hora es?, preguntó sor Consuelo al llegar a la cumbre de la montaña. Poco menos de las dos serán, dijo lo coix mirando las estrellas que titilaban por millares en el cielo. Sor Consuelo suspiró. ¿Falta mucho? No, ya casi estamos, dijo lo coix, es usted muy fuerte y muy ágil, hermana, y también muy valiente, agregó, es una pena que esta tierra no dé más mujeres como usted.
Anduvieron un rato más hasta avistar en un repecho del monte un refugio de piedra ante cuya puerta montaban guardia dos hombres armados; a unos cuantos pasos de allí media docena de hombres formaban círculo alrededor de una hoguera. El refugio presentaba un aspecto de gran abandono: había boquetes en los muros, le faltaba la techumbre y los postigos del ventanuco colgaban precariamente de las bisagras. Entre, hermana, y no tenga miedo, dijo lo coix. No tengo miedo, dijo la monja. Dentro había un hombre sentado al amor de unas brasas que ardían en el suelo. Se volvió al oír chirriar los goznes de la puerta y dijo: Sabía que vendría, hermana. ¿Eres tú el enfermo?, preguntó sor Consuelo. Por toda respuesta el hombre prendió con una tea un velón de aceite; la luz verdosa iluminó su demudada fisonomía. ¡Cómo!, exclamó la monja al reconocer al hombre a la luz del velón, ¿tú eres el famoso bandolero? No tenga miedo, repitió el bandolero. No tengo miedo, volvió a decir la monja, me sorprende el verte, aunque ya me había percatado de que no eras tan tonto como simulabas. El bandolero se echó a reír. Ni usted tan lista como se cree, dijo, yo no soy tonto, pero sí lo es el jardinero de casa Aixelà; ha tratado usted con dos personas distintas creyendo que era una sola. A la monja le costó un rato dar en el quid de la cuestión. No me digas que el jardinero también es primo tuyo, dijo al fin. El bandolero celebraba su argucia con risa de conejo. Sí, y también el pastor y lo coix; éste ha sido un pueblo aislado durante siglos, aquí las gentes se casaban entre ellas: ahora todos somos primos y nos parecemos; gracias a esta circunstancia puedo moverme por cualquier parte con entera libertad, me basta con cambiarme la ropa con otro para ocupar su puesto sin que los guardias ni los ricos se den cuenta: para ellos todos somos lo mismo. Ya ve, añadió con sorna, si nos hicieran más caso se ahorrarían muchos disgustos, pero está en su naturaleza servirse de los de abajo sin mirarles a la cara. Sufrió un escalofrío y se arrebujó en la manta que llevaba echada sobre los hombros. ¿No va a curarme?, dijo. Sí, pero acaba de contarme qué hacías en casa de Augusto Aixelà, ¿querías secuestrarle? Volvió a reír el bandolero y dijo: ¿Secuestrarle? No, ¿para qué? Ese tío no tiene familiares ni amigos: nadie pagaría un duro por él; incluso es posible que muchos se alegraran de su desaparición. Yo sólo planeaba un robo; había oído decir que en la casa hay una colección de obras de arte de gran valor y pensé que estarían mejor en mis manos que en las de ese rufián, de modo que reemplacé a mi primo el tonto unos días y averigüé dónde guardan las cosas y qué medidas de protección tienen o creen tener; también me hice un duplicado de las llaves, mire. Señaló un rincón del refugio en el que había un fusil ametrallador, munición, media docena de bombas de mecha y otros objetos; entre éstos vio la monja una argolla metálica como de un palmo de diámetro de la que colgaban muchas llaves. Con este juego no hay cerradura en todo el pueblo que se me resista, dijo en tono ufano el malhechor, hasta en el Hospital puedo entrar si se me antoja, pero no tema, que no lo haré. Pues más valdría que lo hicieras y te quedaras en él, porque estás tiritando de fiebre, dijo sor Consuelo. Es el relente, protestó el salteador de caminos. Calla, simple, que todos los enfermos hacéis lo mismo: os creéis que mintiendo desaparecerán los males, ¿dónde te duele? El salteador de caminos apartó la manta que lo cubría y extendió la pierna izquierda: la pernera del pantalón había sido rasgada y una venda ensangrentada le cubría el muslo. La monja acercó el velón y examinó el miembro herido. ¿Qué ha sido? Un tiro, dijo el malhechor, por chiripa salió la bala por el otro lado sin romperme el hueso, pero no puedo mover la pierna ni me sostiene. Claro, y un milagro será que no la pierdas, ¿quién te ha curado? Los de la banda. Ya se nota, dijo la monja, ¿dónde está el botiquín? El bandolero señaló un fardel en cuyo interior encontró la monja equipo quirúrgico y medicamentos rapiñados sin ningún criterio en asaltos a farmacias y casas de socorro. Con unas tijeras empezó a cortar las vendas que ceñían la pierna del salteador de caminos, pero la operación le resultaba tan dolorosa a éste, que la monja hubo que interrumpirla y pedir ayuda a lo coix para que le inmovilizara. Cuando hubieron acabado dijo: Poned agua a hervir en un cazo limpio y dejadla que hierva diez minutos por lo menos; también necesitaré penicilina: que vaya Hilario al Hospital y la traiga; si le preguntan algo, puede responder que yo le envío. El lugarteniente miró a su jefe y éste hizo un ademán afirmativo con la cabeza. Confío en usted, dijo el bandolero cuando el otro hubo salido. Qué remedio te queda, dijo la monja. Hablo en serio, desde que la vi supe que era usted una santa. ¿Lo ves?, deliras, dijo la monja. Sé por qué fue a casa de Augusto Aixelà, siguió diciendo el bandolero sin hacer caso de la interrupción, oí parte de lo que hablaban y Pudenciana la Pelona me contó el resto: lo del asilo de ancianos, una buena acción. Mi madre, agregó tras una pausa, va a cumplir los ochenta años, está casi ciega y no tiene quien la cuide; toda su vida ha trabajado en el campo de sol a sol y ahora no tiene quien le haga la comida, ya ve usted qué triste caso. Más triste ha de ser tener un hijo delincuente como tú, replicó la monja, si tanto te preocupa tu madre, lo que has de hacer es volver a su lado y reformarte. ¿Reformarme yo?, respondió con sarcasmo el bandolero, ca, no me dejarían. En cuanto a mi madre, añadió, yo sé que está orgullosa de mí; no lo dice, pero está orgullosa. Calló un rato, abstraído en sus propios pensamientos; luego, recuperando el hilo de la conversación, dijo: Es usted un alma noble, pero llama a una puerta equivocada: Augusto Aixelà, con perdón de la palabra, es un cabrón y un miserable: le tomará el pelo y no le dará ni un céntimo; todos los ricos son así; si no fueran así no serían ricos; yo he robado a muchos y los conozco bien: robando se aprende mucha psicología. Delante de una escopeta cargada la gente se sincera más que en el confesionario, hermana, créame. Tú estate quieto y no sigas diciendo disparates, dijo sor Consuelo. No son disparates, repuso el bandolero, sino la pura verdad, pero usted no quiere oírla, porque está como embobada: ese petimetre le ha sorbido el seso con sus ridículos modales y su pretendida generosidad: todo impostura; hágame caso, hermana, ese hombre no le conviene: no le entregue el corazón; otras cosas, allá usted; pero el corazón, no se lo dé si no quiere perderlo para siempre. La monja se quedó mirando estupefacta al bandolero. ¿De qué me estás hablando? Sonrió el herido con pesadumbre y respondió: De lo que he visto y de lo que sé; para ser un buen bandido es preciso estar bien informado, y yo lo estoy, vea. Con esforzadas contorsiones logró sacar del bolsillo del pantalón un sobre sucio y arrugado que mostró a la monja; ésta reconoció al punto la misiva escrita de su puño y letra. ¿De dónde la has sacado, sinvergüenza?, exclamó. Usted se la dio al cartero en mano, contestó el malhechor, y él a mí, ya ve qué fácil. Hizo amago la monja de apresar la carta, pero el otro fue más vivo y retiró el brazo a tiempo. Rompió a llorar la monja y dijo: Es una carta confidencial dirigida a la Superiora Provincial; no tienes derecho a enterarte de lo que contiene. Pierda cuidado, hermana, dijo el bandido, sólo usted y yo conocemos el contenido y aun la existencia de esta carta, y yo sé tener la boca cerrada. Al decir esto iba rompiendo la carta; luego echó a las brasas los trocitos de papel; el resplandor de las llamas devolvió por un instante colores de arrebol a aquellos rostros macilentos. Su puesto no está entre las rejas de un convento, sino al frente de un asilo, murmuró el bandolero cuando se hubo apagado la última pavesa; ahora me debe este favor.
A lo lejos se oyó ulular a un perro o quizá un lobo. La monja había lavado y desinfectado la herida del bandido y le había administrado un calmante. El bandido dormía junto al fuego; cubierto por la manta hasta la barbilla le castañeteaban los dientes. De cuando en cuando se abría la puerta del refugio y lo coix asomaba la cabeza, contemplaba un rato a su jefe y preguntaba en voz baja: ¿Cómo va? Descansa, ¿y la penicilina? Hilario no ha vuelto todavía. ¿Qué hora es?, preguntaba la monja. A solas con el herido sor Consuelo cabeceaba. Tengo sed. La monja despertó turbada al oír esta súplica, como si al dormitar hubiera incurrido en falta, y se santiguó maquinalmente, luego dio de beber al bandolero. Ya me encuentro mucho mejor, dijo éste, pero al ponerle la mano en la frente sor Consuelo la notó perlada de sudor frío. Esto te enseñará a no andar cometiendo fechorías, le dijo con ternura. El salteador de caminos sonrió. No sirvo para otra cosa, dijo, nací malo y la sociedad me hizo aún peor. ¡Valiente excusa!, dijo la Superiora. No es excusa, hermana, el mundo está hecho así: al que es bueno lo vuelve malo, y al que ya es malo, sólo le da motivos para seguirlo siendo, es la pura verdad. Olvide lo que le han enseñado en el convento, prosiguió, y mire a su alrededor: verá cuál es el orden natural de las cosas: al pajarillo indefenso se lo come el halcón, pero al halcón no se lo come nadie; la naturaleza es cobarde y despiadada; los hombres, también. Las leyes están hechas por los ricos para tener a raya a los pobres y conservar sus privilegios. A los ricos no les importa que la ley sea severa, porque no teniendo necesidades, tampoco tienen motivos para quebrantarla; es fácil ser millonario y decir: cien años de cárcel al que roba diez cochinos duros. Los jueces y los policías están al servicio de los ricos, y de la santa madre iglesia, mejor no hablar: los curas son bufones de los poderosos; los obispos son unos globos inflados con ventosidades, y el Papa de Roma, dicho sea con el debido respeto, es una puta vieja y loca. Si continúas diciendo cosas necias e impías, atajó la monja con energía, me voy y dejo que te curen tus correligionarios. Me callaré por no ofenderla, dijo el malhechor, pero estoy convencido de que en el fondo usted piensa como yo. Como tú sólo piensan cuatro chiflados, replicó ella, y así os luce el pelo. Además, añadió, estoy segura de que no eras tan malo como tratas de aparentar. Esto lo piensa porque usted es una santa y no conoce el mundo ni los hombres, dijo el malhechor. Conozco lo suficiente para saber que no debemos juzgarnos los unos a los otros, dijo la monja. El otro guardó un rato de silencio y cuando ya parecía que daba por concluida la conversación añadió de súbito, como si prosiguiera en voz alta el hilo de sus propios pensamientos: Por salir del hoyo de miseria y embrutecimiento a que me había condenado el destino, empuñé las armas en la guerra civil siendo un chiquillo; naturalmente, el resultado de la guerra no hizo más que empeorar mi situación: después de tres años de sufrimiento, me encontré tan pelado como el primer día y, por añadidura, fugitivo de una justicia que no respondía a otro ideal que la sed de sangre de los vencedores. En las penurias del exilio juré regresar: no quería venganza, sino justicia. Como un iluso creía que mi bandera atraería a los desheredados de la fortuna. Sin embargo, en la práctica, sólo me han seguido media docena de analfabetos; con ellos me dedico a robar el dinero de otros desgraciados que seguramente lo necesitan más que yo; por esta razón he sido declarado bandolero y terrorista: cualquiera tiene derecho a tirar sobre mí como si fuera una alimaña. Ya ve, hermana, si es mal negocio nacer pobre en este puñetero país.
A las cuatro entró lo coix. Hace más de una hora que Hilario debería haber vuelto, dijo con aire de preocupación, si ha caído en manos de los civiles habrá que ir liando el petate. Ni hablar, dijo la monja, este hombre no está en condiciones de ser movido, salvo en camilla y para ser conducido a un hospital; su estado es grave y necesita la penicilina con urgencia: si Hilario no vuelve yo misma la iré a buscar. Usted de aquí no sale, dijo lo coix en tono amenazador. Calma, ordenó el bandido, no hay razón para alarmarse; aunque hayan cogido a Hilario, él no revelará nuestro paradero, y si lo revela, da lo mismo: la Guardia Civil no se aventurará por estas montañas; para sacarnos de aquí necesitan la ayuda del Ejército y eso no lo conseguirán por más que Augusto Aixelà vaya todos los meses a Madrid a chupársela al ministro, dicho sea con el debido respeto. Aquí estamos seguros, prosiguió, y en cuanto a la penicilina, tiempo habrá de tomarla: todavía no me pienso morir. ¿Usted qué opina, hermana?, preguntó el lugarteniente del bandido. No sé por qué os interesa mi opinión, si tampoco habéis de hacerme ningún caso, dijo sor Consuelo, yo no entiendo mucho de medicina ni dispongo de medios; es posible que la infección se le vaya extendiendo por el cuerpo si no actuamos de prisa; debería verle un médico y, si procede, intervenirle quirúrgicamente. ¿Y que me corten una pierna?, terció el salteador de caminos, antes prefiero morirme. No hay para tanto, apuntó lo coix. La monja dio la jofaina al lugarteniente. Hierve más agua, dijo, voy a cambiarle el vendaje. Al hacerlo advirtió que la pierna presentaba los primeros síntomas de la gangrena. ¿Algo va mal?, preguntó el herido. No, mintió ella, la cosa no tiene mal aspecto, pero necesitamos a toda costa la penicilina. No tengo sensibilidad de la rodilla para abajo, dijo el bandido. Eso es por efecto de los calmantes, respondió la monja, y para desviar la conversación hacia otro tema preguntó: ¿Cómo te hirieron? Gajes del oficio, explicó el bandido, fui a Bassora y a la vuelta tuve un tropiezo con la Guardia Civil; de resultas de las lluvias torrenciales, el arroyo bajaba crecido e impetuoso: no pudimos cruzarlo y tuvimos que seguir la margen hasta el puente; de este modo la Guardia Civil nos pudo dar alcance; bien empleado me estuvo por salir de mi territorio. ¿Y a qué fuiste a Bassora? Tenía que resolver unos asuntos en el banco, dijo el bandido. Ya me imagino qué tipo de asuntos serían ésos, bromeó la monja. El salteador de caminos sonrió con picardía. Se equivoca: fui a hacer una operación bancaria estrictamente legal; de hecho, es una operación que la concierne a usted. En estos últimos meses, continuó diciendo antes de que ella tuviera tiempo de manifestar su sorpresa, las cosas me habían ido bien y decidí invertir sabiamente la riqueza acumulada; al fin y al cabo, a mí el dinero de poco me sirve. Carraspeó y añadió: Un primo mío trabaja en un banco de Bassora; él me dijo cómo había de hacerse la operación y ya está hecha. A estas horas, si el banco ha cumplido, habrá recibido usted una transferencia por valor de dos millones de pesetas, destinados a financiar el asilo de ancianos; a la vista de este capital, las autoridades competentes no tendrán más remedio que aflojar la mosca. Por supuesto, continuó el bandolero, en ningún lugar consta la procedencia del dinero ni creo que haya forma de averiguarla; también yo habría preferido guardar el secreto y que usted no supiera nunca la identidad del donante; pero ya que ha sacado el asunto a colación y el destino ha dispuesto que pasáramos juntos esta noche, no he podido privarme de decírselo. Y concluyó: No hace falta que me dé las gracias. Sor Consuelo miró fijamente al bandolero para cerciorarse de que éste no mentía y vio brillar en sus ojos una sinceridad indiscutible y arrebatada. No doy crédito a mis oídos, murmuró. Pues es cierto, dijo el bandolero, y aquí está esta pierna para demostrarlo; como ve, no se puede tratar con bancos y salir indemne. Tú sabes que no puedo aceptar ese dinero, exclamó la monja. Ni tampoco rechazarlo, dijo el malhechor, es el donativo de un benefactor anónimo a la comunidad religiosa a la que usted pertenece: aceptarlo o rechazarlo no es cosa suya. Y aunque lo fuera, prosiguió, ¿por qué no habría de aceptarlo? El asilo es una buena obra y yo quiero estar vinculado a ella de algún modo; en mi vida no he tenido muchas ocasiones de hacer buenas obras y tal vez a la hora del juicio Dios se valga de ésta para salvar mi alma. ¡No te mofes de estas cosas!, atajó la monja, la salvación no se compra y menos con dinero robado. Ay, hermana, no es esto lo que predica la Iglesia cuando corteja a los ricos, replicó el malhechor. Y después de un largo silencio, añadió: No quiero mentirle: es verdad que lo del asilo me parece una buena acción, pero no es ésta la razón que me ha llevado a actuar así. En realidad, yo siento por usted una inclinación muy especial y muy honesta; por favor, no me fuerce a decir más. Sé que a sus ojos sólo soy un ser ruin y degradado, pero no piense que carezco de sentimientos. Guardó silencio el malhechor y sor Consuelo se quedó pensando en lo que acababa de oír. No sé si Dios me somete a duras pruebas o si me está tomando el pelo, cavilaba.
Empezaba a clarear, el bandolero había caído de nuevo en un sopor inquieto y tiritaba la monja: el rústico atuendo que le habían proporcionado no bastaba para protegerla del frío de la montaña al alba y del rocío que calaba las ropas. Intentó avivar las brasas consumidas removiéndolas con un palo, pero sólo consiguió levantar una nube de ceniza blanquecina y despertar al bandolero con el ruido. Tápese con mi manta, hermana, le dijo aquél, a mí ya todo me trae sin cuidado. Sor Consuelo se levantó con dificultad y se frotó las articulaciones entumecidas. Iré a ver si lo coix tiene alguna prenda de abrigo que me pueda prestar, dijo. Al pisar la hierba crujió la escarcha. Todavía no ha vuelto Hilario, dijo lo coix al verla, me temo lo peor. Tengo mucho frío, gimió la monja. El hombre sacó del bolsillo de la zamarra una botella de aguardiente. Eche un trago y entrará en calor, otra cosa no le puedo ofrecer. No entra en mis costumbres ingerir bebidas alcohólicas, pero me llevo la botella: creo que al enfermo le reanimará momentáneamente, respondió la monja entrando de nuevo en el refugio. Una vez allí descorchó la botella y bebió un sorbo a gollete, de inmediato hubo de golpearse el pecho con la mano para contrarrestar el acceso de tos. Debería unirse a mi banda, hermana, rió el salteador de caminos, tiene usted temple de guerrillera. No sé cómo puede gustaros este matarratas, replicó sor Consuelo pasándole la botella. El salteador de caminos bebió un trago corto y se estremeció. Calienta el cuerpo, quita las penas e infunde valor, dijo, no se puede pedir más. Con lo primero me conformo, dijo la monja. ¿Qué diría el obispo si la viera pimplando?, le preguntó el malhechor con sorna. No lo sé, dijo ella. Yo sí, dijo el bandido, a fin de cuentas él no ha pasado la noche al raso y no hay cosa más fácil que sermonear desde la cama. Anda, no bebas más y no trates de hacer proselitismo: soy yo la que debería echarte un sermón y no lo he hecho. Es verdad, dijo el bandido, es usted maravillosa: si cuelga los hábitos y se casa conmigo, le juro que me hago honrado. Ya estás borracho, dijo la monja quitándole la botella con el propósito de devolvérsela a lo coix. Pero cuando se disponía a salir, se abrió la puerta repentinamente y entró lo coix en el refugio; cayó la botella al suelo y se hizo añicos. Hilario ha vuelto, dijo el lugarteniente, la Guardia Civil estaba haciendo la espera a la puerta del Hospital, allí lo trincaron; le han hecho decir dónde estábamos, lo han desorejado y lo han enviado a decirnos que ahora vienen. Hubo un corto silencio que rompió sor Consuelo para preguntar: ¿Qué objeto tiene prevenirnos de un ataque? Asustar a los hombres, contestó lo coix, apenas han oído las nuevas, han tirado las armas y han corrido a entregarse. Sor Consuelo miró por la ventana: la explanada que se extendía frente al refugio estaba desierta. Creí que no temían a la Guardia Civil, dijo. A la Guardia Civil no, replicó lo coix, pero ahora traen refuerzos: guardas forestales, falangistas venidos de Bassora y una sección de infantería: el hijoputa de Augusto Aixelà se ha salido con la suya; es inútil resistir. El bandolero hizo un conato de ponerse en pie, pero no pudo. Huye tú, le dijo a lo coix, yo procuraré entretenerlos; si te aplastas al terreno de día y viajas de noche, en tres jornadas te plantas en Francia, pero vete de prisa. Lo coix dio media vuelta y se alejó renqueando por la ladera del monte. Ahora salga usted, ordenó el bandolero a la monja, camine a campo raso con los brazos levantados; no creo que disparen contra una mujer. ¿Y tú?, preguntó sor Consuelo. El bandolero se encogió de hombros y dijo: Yo ya estoy listo; tarde o temprano me tenía que llegar, pero no se apene, con mi muerte poco se pierde, y siempre quedan mi primo el tonto y mi primo el banquero para continuar la especie. No seas insensato, dijo la monja, huir no puedes, pero sí entregarte como han hecho tus secuaces; te juzgarán, irás unos años a la cárcel y después te pondrán en libertad; no puede caerte mucha pena: al fin y al cabo no has matado a nadie. Es usted la que dice insensateces, replicó él, me coserán a balazos en cuanto me vean. No, insistió sor Consuelo, haz lo que te digo, iremos juntos: desarmado y conmigo de testigo no se atreverán a matarte. El bandolero torció la boca y dijo: Buenos son ésos; primero dispararán sobre mí y luego dispararán sobre usted y dirán que en el curso de la refriega la mató una bala perdida. Acababa de hablar cuando retumbó en la montaña el eco de varias detonaciones cercanas. ¿Qué ha sido?, preguntó sor Consuelo. Lo coix, respondió el bandolero. ¿Lo habrán matado? Eso nunca lo sabremos, ni debe interesarle ahora, dijo el bandolero, ocúpese de su propio pellejo.
«¡Alto a la Guardia Civil!» ¿Y esto qué es?, preguntó sobrecogida. Un megáfono, dijo el bandido, ya están aquí, ¿ve lo que pasa por discutir? Hemos perdido la última oportunidad que nos quedaba; páseme la metralleta. No pensarás resistir en este cuchitril. No; si viene la infantería, traerán morteros, dijo el bandido, voy a salir; quizá con la sorpresa consiga abrirme paso entre las líneas. Sor Consuelo dio el fusil ametrallador al bandido y le ayudó a incorporarse; el bandido se quitó la pistola del cinturón y se la entregó a la monja. Vaya a la ventana y cúbrame, le ordenó. ¡Pero si yo no sé disparar!, exclamó la Superiora. Sólo tiene que apretar el gatillo, dijo el bandido con impaciencia, haga tres disparos y échese al suelo de inmediato; y apunte alto, no vaya a darle a alguien por casualidad. Sor Consuelo corrió al ventanuco, y a la puerta el bandido a la pata coja. A escasos metros del refugio se veían hombres correr encogidos y ovillarse tras las peñas. Los pájaros habían interrumpido su festín mañanero y reinaba un silencio tenso y medroso en la montaña. Recostado contra el quicio de la puerta, el bandido empuñó el fusil ametrallador y gritó: ¡Dispare! Al mismo tiempo cargó el peso del cuerpo contra la hoja de la puerta y saltó fuera del refugio disparando ráfagas. Sor Consuelo se asomó a la ventana y también disparó; el retroceso del arma estuvo a punto de arrancársela de las manos; la asió con más fuerza e hizo otros dos disparos mientras pensaba: ¿Cómo voy a ser monja si hago todo lo que me dicen los hombres? Fuera volvió a tabletear la metralleta del bandido. La monja se echó al suelo y oyó una descarga cerrada; una nube de proyectiles pasó silbando sobre su cabeza y reventó la pared opuesta a la ventana. Cuando se restableció el silencio abrió los ojos y levantó la cabeza. A través de la espesa nube de polvo que invadía el refugio distinguió la silueta tambaleante del bandolero en el vano de la puerta. Soltó la pistola y acudió a sujetarlo, pero no pudo impedir que se desplomara. Se arrodilló a su lado y colocó la cabeza del herido sobre sus rodillas a modo de almohada. ¿Te han dado?, le preguntó, pero la respuesta era obvia, porque el bandolero yacía en un charco de sangre y su voz era casi inaudible. No ha servido de nada nuestra estratagema, siseó. Sor Consuelo buscaba un trapo con el que taponar las hemorragias. Déjelo, hermana, dijo el bandolero, y déme la mano: no quiero morir solo. No te morirás, hombre, dentro de nada traerán la penicilina, dijo ella; de todos modos, agregó, no estaría de más que hicieras un acto de contrición. El bandido movió la cabeza y respondió: No, hermana, yo no me arrepiento de nada; a lo sumo, de no haber hecho más daño cuando tuve ocasión: odio a la sociedad y odio a los hombres; moriría contento si supiera que después de mi muerte vendrán más inundaciones y terremotos, incendios y epidemias; deseo que haya guerras, exterminios y matanzas, que imperen el crimen y la desolación; los hombres no merecen paz ni misericordia, y Dios tampoco. Maldito sea el mundo y quien lo creó. Retira ahora mismo esto que acabas de decir, dijo la monja, es absurdo irse al infierno por resentimiento. El bandolero clavó los ojos en sor Consuelo, su mirada era vidriosa, murmuró: Yo no creo en el infierno, ni tampoco en el cielo; y si existen, me da igual: no quiero saber nada de un sistema que premia a los hipócritas y condena a los desesperados. El refugio se había llenado de hombres que encañonaban a la pareja con sus mosquetones. Bajen las armas, les dijo sor Consuelo, este hombre está muerto y yo soy inofensiva.