Iba de prisa, mirando continuamente hacia atrás y hacia los lados del camino, porque temía ser vista por otras personas; en las encrucijadas se detenía y sólo se aventuraba a pasar por ellas cuando estaba segura de que no había de toparse con nadie. Al doblar un recodo vio venir el coche de la Guardia Civil y se ocultó entre los matorrales que crecían en la cuneta, las zarzas le rasguñaron las manos, el vehículo pasó a escasos metros del escondrijo levantando una nube de polvo que quedó inmóvil en el aire cálido de la tarde. No salió hasta que se hubo extinguido en la lejanía el ruido del motor y sólo las chicharras perturbaban la quietud del campo. Ante la cancela entreabierta no pudo menos de recordar con nostalgia su primera visita a aquella casa, a la que ahora acudía por última vez, y su encuentro con los perros guardianes, que esta vez, a diferencia de entonces, acudían retozando alegremente. León, Negrita, mis queridos amigos, les dijo acariciándoles. Los perros le lamieron la sangre que pespunteaba el dorso de sus manos. Acudió Pudenciana y dijo: La esperaba, el amo me dijo que vendría usted, yo le contesté que no, pero él me dijo: vendrá, estate atenta y tráela aquí sin falta. He venido a despedirme, Pudenciana, suspiró la monja. Augusto Aixelà la recibió en el gabinete. Déjanos solos, Pudenciana, ordenó. No; tráeme un vaso de agua fresca, tengo la boca seca, dijo sor Consuelo en el tono tajante de quien está acostumbrada a mandar sin esperar réplica. La guardesa titubeaba. Haz lo que te ha dicho la Superiora, dijo el cacique. Apenas Pudenciana hubo salido, Augusto Aixelà se abalanzó sobre la monja, ella forcejeó para desprenderse del abrazo. Suéltame, tartamudeó. Él la dejó ir y ella se situó al otro extremo de la pieza. Si no quieres que te abrace, ¿a qué has venido?, le preguntó. A decirte adiós; he escrito una larga carta a la Superiora Provincial y en ella le digo que debo abandonar este lugar; también pido mi ingreso en clausura; mi decisión es definitiva y la carta ya ha sido enviada. Hizo una pausa, carraspeó y añadió con más tranquilidad: Quería decírtelo de viva voz. Augusto Aixelà guardó silencio, como si meditara lo que acababa de oír, luego preguntó: ¿Por qué quieres enterrarte en vida? Porque te amo, respondió ella con presteza, no sé cuándo me enamoré de ti ni cómo sucedió tal cosa, porque trato de recordar y me parece que te he querido siempre y trato de entender y no encuentro razón en el mundo para no amarte. Tal vez, añadió, te sorprenda oírme admitir estas cosas con una llaneza que roza la impudicia, pero advierte que lo hago como quien proclama una ignominia y piensa que la práctica diaria del sacramento de la confesión me ha hecho inmune a la vergüenza de mis propias culpas. ¿Qué tiene de culpable el amor?, preguntó Augusto Aixelà. El amor en general, no lo sé; el mío, que contraviene la voluntad de Dios, con eso basta, contestó la Superiora. No la voluntad de Dios, sino la tuya, replicó él, fuiste tú quien decidió apartar el amor de tu vida y entrar en religión, pero ahora que el amor se ha impuesto de modo inexorable, ¿qué sentido tiene seguirlo desdeñando? Tú tomaste la decisión, tú puedes cambiarla, somos libres y Dios no puede pedirte una renuncia que implica por fuerza tu desdicha y también la mía: es antinatural e inhumano. Dios exige mi entrega a costa de lo que sea preciso, contestó la monja, esto lo sabía cuando hice los votos y lo sé ahora con la misma certeza de entonces, y te suplico que no insistas, porque esta conversación no conduce a nada y me resulta en extremo dolorosa. Entró Pudenciana con el vaso de agua y se lo tendió a la monja, que lo apuró sin pausa y se lo devolvió a la guardesa; ésta salió de nuevo con tanta prontitud como sigilo, porque aun en el silencio reinante percibía que allí se estaban solventando cuestiones de la máxima importancia. Con todo, la breve interrupción sirvió para aliviar un poco la carga emocional de la entrevista.
¿Y el proyecto?, preguntó Augusto Aixelà, si tú te vas, ¿qué será del asilo de ancianos? Otra persona más digna lo llevará adelante, contestó la Superiora. Tú sabes que no será así, replicó él, nadie tiene tu capacidad ni tu entusiasmo y por nadie removería yo cielos y tierra como he hecho por ti. Entonces no habrá asilo, dijo sor Consuelo con deliberado aplomo, es una lástima, pero algo más trascendental anda en juego. Augusto Aixelà replicó: ¿Más trascendental para quién? ¿Para ti o para aquellos ancianitos que tanto te conmovían hace un mes y que ahora te parece normal echar por la borda porque peligra tu integridad? ¿No será que el famoso proyecto no tenía otra finalidad que tu propio engrandecimiento? No digas falacias, interrumpió la monja, sabes de sobra que el mayor bien no puede comprarse a este precio. En los ojos de Augusto Aixelà brillaba la indignación; dio un paso al frente, ella retrocedió, pero él no continuó su avance. ¿Por qué hablas de precio?, dijo, ¿te he pedido yo algo alguna vez? Ella bajó los ojos y negó con la cabeza, él prosiguió diciendo: ¿De qué te arredras? Sólo de enfrentarte a ti misma: esto es lo que tú llamas precio: la necesidad de bajar del pedestal en que estás encaramada y aceptar tus flaquezas; así es, somos seres humanos y no podemos hacer nada que tenga sentido sin pagar el precio de asumir nuestra frágil condición; hasta Jesucristo tuvo que pagarlo para llevar a cabo su labor redentora, hacerse hombre, sufrir, ser tentado y pasar miedo como tú. Dio otro paso hacia la monja, que no se movió; levantó los ojos del suelo y los clavó en el hombre, gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas y le temblaban los labios. Susurró: Calla, eres el mismo diablo. Él se echó a reír. ¿El diablo?, ¡vaya diablo!, ¿soy yo acaso el que tienta?, ¿no serás más bien tú la que me tienta a mí? Yo no fui a buscarte a tu celda ni soy yo quien te ha hecho venir hoy a mi casa. ¿Por qué venías si era yo el diablo?, ¿y por qué venías siempre sola? Decías que no podías hacerte acompañar de nadie porque había mucho trabajo en el Hospital ¿Crees que no sé que en el bendito Hospital hay trece monjas y apenas media docena de enfermos? Sor Consuelo hizo un gesto imperioso con la mano. Ahórrate el discurso: ni te oigo ni te escucho; pero no tengas miedo: es evidente que no eres el diablo, porque si lo fueras sabrías que no son tus argumentos lo que me acabará perdiendo. Como una exhalación salvó la distancia que los separaba y se abrazó a él con tal vehemencia que le hizo trastabillar.
Media hora más tarde sor Consuelo seguía tendida en el sofá del gabinete con los párpados entrecerrados y sumida en un hosco mutismo. Cuando levantaba los ojos le parecía sentir en su vientre expoliado las miradas ceñudas de las viejas tallas mutiladas que adornaban las paredes. Augusto Aixelà, que fumaba de pie, recostado contra la mesa, rompió el silencio para decir: Yo pensaba que las monjas llevabais la cabeza rapada. La frivolidad de estas primeras palabras tuvo el efecto de tranquilizarla. Antes sí, respondió, pero durante la guerra muchas monjas que trataban de huir de la barbarie fueron reconocidas por este rasgo tan singular y lo pagaron con su vida; desde entonces nos dejan llevar el pelo así. Se pasó la mano por la nuca y murmuró en el mismo tono: ¿Qué será de mí ahora? No te hagas mala sangre, dijo él, aquí no ha pasado nada; ¿no te confiesas a diario?, pues mañana a estas horas ya habrás obtenido el perdón de este pecado y tienes por delante la vida entera para ser virtuosa y disfrutar de tu asilo de ancianos; al fin y al cabo ahora ya no hay razón para que renuncies a él. Antes de que ella pudiera replicar sonaron unos golpes en la puerta. ¿Quién va?, rugió el cacique, pero sin responder a esta pregunta ni aguardar autorización, Pudenciana abrió la puerta y asomó la cabeza. Chilló la monja sorprendida en el sofá y se quedó sin habla la guardesa; la recobró al punto y dijo: Disculpen la intromisión, pero el cabo de la Guardia Civil desea ver al señor: Dile que hoy no puedo atenderle, que iré mañana sin falta al cuartelillo. Es que dice que usted le invitó antier a comer jamón y además que tiene algo urgentísimo de que hablarle. Augusto Aixelà aplastó el cigarrillo en el cenicero con una saña fingida, porque aquella visita inesperada le brindaba la ocasión de dejar muchas preguntas sin respuesta. Está bien, masculló, ahora salgo. Cuando Pudenciana hubo salido sor Consuelo dijo: Para obtener el perdón de Dios hay que haberse arrepentido de lo que uno ha hecho y yo de esto no me arrepentiré jamás, estoy perdida. Augusto Aixelà la miró un rato antes de responder: No te preocupes de estas cosas, mujer ya habrá tiempo de hablarlas con más calma; ahora debes darte prisa: pronto oscurecerá y ya has oído que me está esperando el cabo: no querrás que nos sorprenda en estas condiciones. Tan pronto como hubo acabado de componer su atuendo la llevó del brazo hasta la cortina que ocultaba la puerta del jardín. Sal dando la vuelta a la casa por aquel lado y no te verá nadie, le dijo. Se disponía a abrir la puerta, pero ella puso la mano sobre el pestillo y le dijo: Espera, he de saber algo, no mientas: ¿tú me quieres? Claro, mujer, respondió él, ¿por qué lo preguntas? Ella suspiró y dijo: Pensé que una vez conseguido el objetivo que perseguías perderías todo interés. No seas chiquilla, le reconvino él. ¿Me querrás siempre? Sí. Entonces volveré esta noche, anunció ella. Te estaré esperando, dijo él. Se va el sol y con él mi recato, pensó al encontrarse sola en la galería exterior bañada por la luz dorada del crepúsculo. Ave Marrrría Purrrrísima, gritó al verla el papagayo.
No acudiré esta noche al refectorio ni a la oración, le dijo a la hermana portera cuando llegó al Hospital, dígale a la madre Millás que se ocupe de todo; no quiero que nadie me moleste bajo ningún pretexto. La hermana portera abatió la frente y dijo: Ha estado aquí el cabo de la Guardia Civil, en vista de que usted no estaba dijo que volvería a pasar; si viene ¿qué le digo? Este hombre no sólo es inoportuno sino ubicuo, pensó la Superiora, ¡qué pesadilla! Y en voz alta: Ya he dicho que hoy no quiero ver a nadie, hermana, no discuta mis órdenes.
A solas en la celda su ánimo fue presa de las disposiciones más contradictorias: pasaba de la alegría a la aflicción en un instante y tan pronto caía en el estupor y la molicie propios del impacto emocional y físico que había experimentado pocas horas antes en el sofá del gabinete como se sentía dominada de una energía desbordante que la obligaba a recorrer la angosta celda a grandes zancadas y a hacer zapatetas en el aire para desahogarse. El convencimiento de haber rendido alma y cuerpo al hombre amado le resultaba insoportable, pero anhelaba correr de nuevo a su encuentro para volver a hacerlo: sentía una irreprimible necesidad de entrega, que todos los impedimentos humanos y divinos no hacían más que acrecentar. En este delirio dejaba transcurrir las horas a la espera de que la comunidad se recogiera y el amparo de la noche le permitiera abandonar el Hospital sin ser vista. El rumor amortiguado de los rezos y los cantos que llegaba de la capilla exasperaba a la Superiora. ¿Es que no van a dejar de cantar nunca estas bobaliconas?, se decía. Luego, escandalizada de su propia vileza, se cubría la cara con las manos y pedía a Dios que no la abandonara en aquel trance decisivo.
Cuando se fueron acallando las voces y luego el susurro de pasos y los sonidos apagados que acompañaban el retiro de las monjas, sor Consuelo se decidió a dejar la celda. La oscuridad reinante no era obstáculo para la Superiora, que había estudiado minuciosamente la disposición del Hospital con miras a su reforma: ahora podía orientarse a ciegas en aquel laberinto de salas, corredores y escaleras. Sin tropiezo llegó al vestíbulo; en una hornacina ardía una lámpara votiva ante la efigie de la Dolorosa. No hace falta que pongas esta cara, susurró la monja dirigiéndose a la efigie, ya sé que voy a cometer el más horrible de los pecados, sólo te pido que mis culpas no recaigan sobre el Hospital. Con su llave abrió la puerta, salió al exterior, cerró de nuevo con llave y arrojó el llavero al interior por la mirilla. La Superiora Provincial tiene mi carta; cuando le digan que desaparecí dejando atrás las llaves, entenderá, se iba diciendo mientras se alejaba de la sombra descomunal del edificio. No había luna y el pálido fulgor de las estrellas apenas si le permitía ver a un palmo de los ojos; se arrepintió de no haberse provisto de un candil. Acababa de formular este pensamiento cuando de la maleza que crecía a ambos lados del camino surgió una figura que sostenía una linterna; un grito de espanto salió de su garganta a la vista de aquella aparición. También la extraña figura lanzó un grito y estuvo a pique de dejar caer la luz. Luego se repuso y dijo: No grite, hermana, ni se asuste, que no pienso hacerle ningún mal. Al decir esto dirigía el haz de la linterna hacia su propia cara y sonreía: la luz sesgada del farol imprimía a sus facciones muecas de espectro. Me llamo Hilario, añadió descubriéndose con humildad, soy pastor, vecino de este pueblo y hombre de bien, aunque algo corto de luces; esta noche he dejado el rebaño en el redil para venir a buscarla. ¿A mí?, ¿estás seguro de que es a mí a quien buscas?, preguntó la monja desconcertada. El pastor movió la cabeza afirmativamente y señalando la mole del Hospital con el cayado, dijo: Hace casi dos horas que la espero; quise entrar, pero encontré la puerta cerrada a cal y canto. La puerta del Hospital no está cerrada nunca para nadie, replicó la Superiora. Hoy lo estaba para mí, dijo el pastor, si no, ¿a qué habría esperado fuera? Y sin dar tiempo a que la monja protestara agregó: Hay una persona enferma que necesita ayuda y yo he venido para llevarla con esta persona y que nos la cure. ¿Tan mal está que no podéis traerla al Hospital? No puede venir, hermana, no me pregunte más, respondió Hilario entre dientes. Pues si tan grave es el caso, ¿por qué andabas merodeando? ¿No sabes llamar al timbre? No podía llamar, nadie ha de saber que he venido, sólo usted, dijo el pastor, y no quise entrar por la ventana para no hollar la clausura con mis alpargatas, por eso la esperaba fuera, rezándole a la Virgen para que saliera. Sor Consuelo se quedó pensativa; luego preguntó: ¿Quién es esa persona tan enferma?, ¿tu mujer? No, a Dios gracias soy soltero, dijo Hilario. ¿Un pariente? Sí, eso sí, un primo hermano. ¿Qué tiene tu primo? Tampoco se lo puedo decir, respondió el pastor; sólo puedo decirle que ha de venir conmigo sin falta, que si usted no viene, se morirá. ¿Y por qué yo y no un médico? Ha de ser usted o nadie, repitió el pastor, no me pregunte más. Yo sé muy poco de medicina, advirtió la monja. Bastará, dijo el pastor, si no perdemos más tiempo. Necesitaré el maletín de urgencias. Donde vamos hay lo necesario, replicó el pastor, pero no puede usted venir así vestida. Se agachó, rebuscó entre las matas que le habían servido de escondrijo y sacó un fardo que tendió a la monja. Póngase estas ropas. Sor Consuelo entreabrió el fardo y a la luz de la linterna vio unas prendas femeninas usadas, de tela tosca. Póngaselas sin reparo, que yo no miro, dijo el pastor, y aunque mirara, con esta noche de lobos tampoco iba a ver nada. Viendo que la monja titubeaba agregó en tono firme: Hermana, haga lo que le pido de prisa y no pregunte más.