Salieron de nuevo al zaguán y subieron las escaleras que conducían a la planta superior; allí recorrieron un pasillo largo y ancho en cuyas paredes había colgados enormes retratos. Por los resquicios que dejaban las cortinas que protegían aquellos retratos de los efectos del sol se colaban rayos de luz que evidenciaban la presencia de infinitas motas de polvo en el aire. Los retratos eran solemnes e inexpresivos, pero su tamaño y la vestimenta abigarrada de las personas retratadas les conferían un aspecto imponente; todos los retratos, aun los de niños sin duda muertos de sarampión o tos ferina en el albor de la vida, desprendían un aura de fatuidad que los hacía antipáticos. Acerca de los retratos o de quién figuraba en ellos Augusto Aixelà no abrió la boca para informar a su huésped. El pasillo desembocaba en un salón circular de techo alto, abovedado; las paredes estaban tapizadas de seda y el techo, decorado con púdicas alegorías que sostenían flores y frutos en sus brazos morcillones. En cómodas, vitrinas y bargueños relucía la plata y la yerta policromía de las porcelanas amarilleaba a la tibia claridad de la tarde en los visillos. Tampoco allí se detuvieron.
Entraron en una alcoba amueblada con sencillez monacal, que olía a alcanfor; la cama de columnas torneadas estaba hecha como si alguien ocupara regularmente aquella alcoba y un jarro, sobre el escritorio, contenía un ramillete de flores silvestres. Antes de que sor Consuelo pudiera expresar su extrañeza, dijo Augusto Aixelà: ésta era la alcoba de mi madre, aquí pasó los largos años de su enfermedad y aquí murió; mi padre primero y luego yo hemos conservado el cuarto tal como estaba cuando ella lo dejó; el servicio se encarga de mantenerlo limpio y de cambiar la ropa, pero nadie lo ha utilizado desde aquel triste día. A veces, agregó bajando la voz, vengo un rato a este cuarto, a solas, me siento en esta silla, donde a ella le gustaba dejar pasar las horas, mirando por la ventana… Me he permitido traerla aquí porque quería que lo viera; nunca se lo había enseñado a nadie. Sor Consuelo se acercó a la ventana y separó las cortinas de cretona, vio abajo el huerto y la alberca, dejó caer nuevamente las cretonas y se apoyó en el borde del escritorio. Augusto Aixelà la cogió del brazo. Se ha puesto pálida, ¿se encuentra bien? Ella se dejó llevar en silencio a través de la casa hasta la galería exterior. Allí el papagayo la recibió con chillones fervorines maquinales. La tarde empezaba a declinar.
Siéntese, haré que le traigan algo de beber, dijo él. No, no se moleste… y no se vaya, rogó la monja, esta calma me hará más bien que cualquier otra cosa y en ningún sitio estaré mejor que aquí. Cerró los ojos y se quedó inmóvil; su rostro conservaba la misma palidez y su pecho se agitaba como si acabara de realizar un esfuerzo extenuante. Así estuvo un rato. Augusto Aixelà la observaba en silencio. Sin que mediara aviso apareció sigilosamente Pudenciana llevando un vaso de agua fresca. El cacique cogió el vaso e indicó por señas a la guardesa que los dejara solos. Luego colocó la mano libre en la mejilla de la monja y la notó febril. Al advertir el contacto de su mano ella abrió los ojos y le dirigió una mirada cargada de profunda tristeza. Bébase esta agua, dijo él ofreciéndole el vaso. La monja bebió toda el agua a pequeños sorbos y luego se puso en pie y salió caminando de la galería sin razón aparente, como si aquel acto respondiera a un llamamiento externo. Augusto Aixelà siguió sentado; primero la vio atravesar el jardín, luego desaparecer bajo el arco de cipreses recortados que daba acceso al huerto; entonces se levantó y fue tras ella con deliberada lentitud. Al llegar a la entrada del huerto se detuvo y observó: la monja paseaba por el sendero que atravesaba los sembrados perdida en sus propios pensamientos. Comprendiendo que no deseaba ser interrumpida, el cacique permaneció donde estaba sin hacer nada que delatara su presencia. Retumbó un trueno; al levantar los ojos vio aproximarse nubarrones de tormenta; alcanzó a sor Consuelo al borde de la acequia y le dijo: Está a punto de llover, será mejor que entremos, pero ella no oyó lo que él le decía: inclinada sobre el balate miraba fascinada aquella masa de agua turbia. No se acerque tanto, le advirtió Augusto Aixelà colocándose a su lado, esta alberca es traicionera: es mucho más honda de lo que parece y las paredes no ofrecen asidero a causa del limo; corre la leyenda de que aquí se ahogó hace tiempo una doncella por causa de un desengaño y desde entonces, según cuentan, la alberca está maldita. La monja se santiguó pero no apartó los ojos del agua. Los nubarrones cubrieron el cielo y ennegrecieron la superficie del agua; por un instante la sombra de las nubes reflejó en el agua formas confusas que parecían habitar el tenebroso fondo de la alberca; sin embargo, antes de que las imágenes adquiriesen significado, empezaron a caer gruesas gotas que formaron una muchedumbre de círculos. Los goterones se convirtieron en un fuerte chaparrón. En vista de que la monja continuaba inmóvil e insensible a la lluvia, Augusto Aixelà la cogió de los hombros y la obligó a dar media vuelta. De prisa o nos calaremos, gritó tratando de hacerse oír sobre el fragor de la tormenta. Ambos corrieron por el huerto enfangado en dirección a la casa. La cortina de agua, que el viento ondulaba, apenas permitía adivinar la silueta borrosa del arco de cipreses. Augusto Aixelà seguía sujetando a sor Consuelo como si quisiera impedir que la arrastraran los remolinos de viento que azotaban las ramas de los árboles y cimbreaban las cañas de las tomateras. Ella se dejaba llevar casi en volandas, sumisa y frágil como si su complexión de natural fuerte se hubiera contagiado del decaimiento en que se hallaba su ánimo. Al llegar a la galería detuvieron la carrera, permanecieron abrazados unos instantes; graznaba el papagayo asustado; Augusto Aixelà acercó los labios a los de la monja, pero ésta lo rechazó con suavidad. No, dijo en un susurro. Se desprendió del abrazo, fue hacia la puerta que comunicaba la galería con el gabinete y entró. Augusto Aixelà la siguió; dentro les aguardaba una sorpresa.
Erguido en el centro del gabinete el cabo de la Guardia Civil contemplaba con curiosidad la irrupción de aquella pareja inverosímil y desaliñada; llevaba puesto el capote y el tricornio, pero había dejado el mosquetón apoyado contra la pared. Caramba, Lastre, usted aquí, exclamó el cacique, y antes de que el otro tuviera ocasión de responder al saludo agregó: Nos ha pillado el aguacero en el huerto y venimos hechos una sopa. Lo innecesario de su explicación denotaba un aturdimiento que no pasó por alto al cabo. Tanto Augusto Aixelà como sor Consuelo se preguntaban si aquél habría presenciado la escena de la galería a través de la ventana. Creo que no se conocen, añadió el dueño de la casa recobrando su desenvoltura habitual, el cabo Lastre es el encargado de mantener la paz y el buen gobierno en esta zona, cosa no siempre fácil; sor Consuelo es la directora del Hospital. El cabo se llevó la mano al tricornio pero cuando estaba a punto de saludar militarmente se detuvo, vaciló y por último, juzgándolo más adecuado, se descubrió en presencia de la monja; ésta había inclinado previamente la cabeza, por lo que se perdió la ceremonia; por efecto de la mojadura los extremos almidonados de la toca se le doblaban sobre la cara. ¿No nos hemos visto antes, hermana?, preguntó el cabo. La monja recordaba la visita frustrada al cuartelillo en compañía de la ecónoma, pero se abstuvo de mencionarla. Tal vez nos hayamos cruzado por la calle, dijo con una humildad cuya afectación hizo sonreír al cacique. Todas son iguales, pensó, y dirigiéndose al guardia: Lamento no poder atenderle en este momento como sería mi deseo, pero es urgente que sor Consuelo se reintegre de inmediato al Hospital si no queremos que contraiga una pulmonía. El cabo interpretó correctamente la orden velada que le daba el cacique y dijo: Me hago perfecto cargo y, si me lo permiten, yo mismo la acompañaré al Hospital con mucho gusto; precisamente he venido en el Land Rover previendo que pudiera descargar como lo está haciendo; dado el estado del terreno, irá más segura en mi coche. El servicio meteorológico, dijo el cabo, había anunciado una fuerte borrasca y las autoridades habían dispuesto todo tipo de medidas para evitar sucesos como los ocurridos recientemente en Bassora y otros puntos de Cataluña. La población, sin embargo, estaba alarmada, añadió. En cuanto a lo que me ha traído aquí, siguió diciendo, ni es urgente ni reviste mayor importancia; tal vez mañana me deje caer por su casa, don Augusto, salvo que prefiera usted pasarse por el cuartelillo. Venga usted, Lastre, respondió el cacique, si el tiempo y sus obligaciones se lo permiten, y cataremos un jamón serrano que acaba de llegarme y que está diciendo cómeme. El cabo volvió a ponerse el tricornio y saludó con marcialidad. Se hizo a un lado para que Augusto Aixelà abriera la puerta; la monja salió al zaguán sin levantar los ojos del suelo, los dos hombres la seguían. Fuera seguía lloviendo torrencialmente. Traeré el coche a la puerta, dijo el cabo arrebujándose en el capote, entre cuyos pliegues asomaba el cañón pavonado del arma. Aprovechando la ausencia del inoportuno testigo, Augusto Aixelà cogió la mano helada de la monja y la atrajo hacia sí. Vuelve mañana, le dijo. Ella retiró la mano y movió la cabeza negativamente. Al menos mírame a los ojos, protestó él, pero ella se limitó a repetir el gesto. El coche se había detenido delante de la puerta. ¿No cambiarás de idea?, preguntó Augusto Aixelà. Sor Consuelo levantó la cabeza y fijó en él una mirada en la que llameaba la insania. Ni muerta, exclamó echando a correr hacia el vehículo. El cabo abrió la portezuela, en cuyo centro campeaba el escudo del benemérito instituto; tan pronto la monja hubo entrado la cerró, rodeó el coche y ocupó su asiento tras el volante. Comenzaba a rodar el coche cuando salió corriendo de la casa Pudenciana; acarreaba un paquete bastante voluminoso envuelto en un pañuelo de hierbas; brincando entre los charcos alcanzó a entregar el paquete a sor Consuelo por la ventanilla. El barro que despedían las ruedas traseras salpicó de arriba abajo el mandil de la guardesa. Cuando hubieron rebasado la cancela y salido al camino, la monja deshizo el nudo del pañuelo para ver qué contenía; varios conejos muertos cayeron rodando por el suelo del coche.
Zarandeada por el traqueteo del coche, que salvaba los accidentes más abruptos del terreno, vadeaba torrentes tumultuosos y en general avanzaba a campo través bajo una cortina de agua, sor Consuelo buscaba a gatas los conejos que rodaban por el interior. Más atento a la conducción que a su acompañante, el cabo le preguntó qué hacía y qué andaba buscando bajo los asientos, a lo que la monja respondió con un balbuceo ininteligible. El cabo aminoró la marcha. Ya sé que son conejos, dijo elevando su recia voz sobre el roncar del motor y el entrechocar metálico de la carrocería, y también sé que don Augusto los caza fuera de temporada, pero a mí tanto me da, al fin y al cabo las tierras son suyas, los conejos son suyos y los furtivos no son de mi jurisdicción; más me preocupa que salga a corretear por el monte en estos tiempos; mil veces le tengo dicho que el día menos pensado acabará como uno de esos jodidos conejos, dicho sea con perdón. La monja, que había logrado recomponer el fardo, ocupó su asiento de nuevo. Con la mano libre trataba de despegarse de la cara las alas de la toca. Debo de tener un aspecto glorioso, pensó. Y al guardia: Entonces, ¿es cierto que hay peligro en las montañas? El guardia hizo una maniobra brusca de resultas de la cual estuvieron a punto de volcar. ¿Estaría yo aquí si no lo hubiera?, rugió. Como la pregunta parecía llevar implícita la respuesta, la monja no dijo nada.
En su celda se secó y cambió de ropa, luego corrió al refectorio, donde toda la comunidad, salvo aquellos de sus miembros que hacían guardia junto a los enfermos, la esperaba congregada para que bendijera la mesa. Hizo un esfuerzo sobrehumano por comer, en parte porque no le parecía bien hacer ascos a una pechuga de pollo con pimiento escalibado mientras el resto de la comunidad apuraba con avidez una sopa de pan desustanciada, y en parte porque notaba que la ecónoma la observaba a hurtadillas. La madre Millás llevaba muchos años desempeñando el cargo de ecónoma en la comunidad y atendiendo al mismo tiempo a los arduos aspectos financieros del Hospital; ejercía ambas funciones de un modo desastroso, con la máxima ineficiencia y desorden, pese a lo cual nadie dudaba de que tan pronto como la Superiora local dejara vacante el cargo ella lo ocuparía en pago a su veteranía y sus desvelos; sin embargo, llegada la ocasión, la Superiora Provincial, tal vez considerando que la madre Millás unía a su incompetencia administrativa un carácter algo difícil y una torpeza para las relaciones sociales que eran causa de continuos malentendidos y problemas con las demás hermanas, con los médicos, con los enfermos, con los proveedores y en suma con todos cuantos tenían tratos con ella, optó por preterirla y nombrar Superiora local a sor Consuelo, que era mucho más joven que la madre Millás, pero estaba, a juicio de la Superiora Provincial y su Consejo, mejor dotada para el cargo. Puesto que la nueva Superiora local y la ecónoma debían trabajar en estrecha colaboración, la Superiora Provincial, una vez anunciada su elección, dejó en suspenso el nombramiento de la madre Millás como ecónoma y en manos de la nueva Superiora local la ratificación de dicho cargo o la elección de quien hubiera de sustituir en él a la madre Millás. Naturalmente sor Consuelo se apresuró a ratificar a la madre Millás en su antiguo cargo, aduciendo que nadie podía desempeñarlo mejor que ella y afirmando que estaba segura de que la colaboración entre ambas resultaría fácil, grata y provechosa. Desde aquel momento no había habido en su relación ningún motivo de queja, pero era lógico suponer que la madre Millás, tal vez sin darse plena cuenta de ello, abrigara cierto resquemor por el rosario de humillaciones a que había sido sometida. Sor Consuelo trató de fingir que no advertía el examen de que era objeto, pero por más que hacía no lograba comer: la mera idea de ingerir un trocito de pollo la enfermaba. Finalizada la cena y con la excusa de estar fatigada, en lugar de dar a su grey una charla edificante optó por leer fragmentos de un libro de meditaciones piadosas. Secretamente confiaba en que las monjas se distrajeran con el aguacero y no prestaran demasiada atención a la lectura, porque no sabía qué estaba leyendo ni entendía las frases que pronunciaba ni estaba muy segura de emitir sonidos comprensibles. Ahora la ecónoma la miraba con una fijeza inquietante. Un nudo en la garganta le impidió proseguir la lectura. No puedo ponerme a llorar delante de todas las hermanas, pensó, hizo señas a la madre Millás y le rogó que se situara frente al atril en su lugar. El remojón ha debido de quebrantar ligeramente mi salud, dijo, estoy algo indispuesta, lea usted, madre, y yo escucharé. Con un desmayado sonsonete leyó la ecónoma: Los que de veras aman, todo lo bueno aman, todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo lo bueno loan, no aman sino verdades y cosas que sean dignas; no tienen contiendas, ni andan con envidias, todo porque no pretenden otra cosa sino contentar al amado, andan muriendo porque las ame, y así ponen la vida en entender cómo le agradarán más. Al llegar a este punto sor Consuelo dejó escapar un sollozo tan sonoro que obligó a interrumpir la lectura. En medio de un silencio expectante la Superiora sacó de la manga un pañuelo y se sonó con la esperanza de que aquel grito desesperado que salía de su alma atormentada pudiera pasar a los ojos de la comunidad por un estornudo. Luego dijo: Siga, madre Millás.
Hasta muy entrada la noche continuó la tormenta. El desalmado resplandor de los relámpagos se colaba por los postigos de la celda de sor Consuelo y poblaba las paredes de efímeros fantasmas, retumbaban los truenos con acentos de ultratumba y el aire traía el olor a azufre de la tierra golpeada por los rayos. Por primera vez en su vida sor Consuelo experimentó el terror de la cólera divina y pasó horas interminables con la cabeza bajo el embozo, implorando la intercesión de la Santísima Virgen María. En el transcurso de la noche tuvo ocasión de reflexionar largamente sobre lo ocurrido la víspera y en general sobre los acontecimientos que la habían conducido a su actual situación y de ver lo insostenible que era ésta. En los términos más firmes y solemnes prometió remediar el mal cometido y cerrar la puerta a nuevas ocasiones de pecar. Con la primera luz del alba redactó una larga epístola dirigida a la Superiora Provincial; en ella sor Consuelo confesaba sus faltas sin omitir detalle: he puesto mis ojos y apetencias en un objeto humano y he encubierto mi falta con mentiras, decía, un orgullo que no dudo en calificar de satánico me hizo creer que podía enfrentarme al mundo y salir incólume de su contacto; ahora sé hasta qué punto andaba errada y cuán frágil es el alma frente al embate de las pasiones cuando Dios Misericordioso no la sostiene con su divina gracia. Por estas razones, continuaba diciendo la carta, imploraba el perdón de la reverenda Superiora Provincial y por su mediación el de la reverenda Superiora General, en cuyas manos se ponía para recibir de ellas el castigo que estimasen oportuno imponerle; ella, por su parte, renovaba sus votos de obediencia, pobreza y castidad y suplicaba a la jerarquía se dignara concederle el traslado a otro lugar, alejado de aquel donde se hallaba, y a pasar de la vida apostólica y el cuidado de los enfermos a una vida contemplativa de perpetuo silencio y soledad. Releyó lo escrito, lo encontró satisfactorio y lo firmó. Luego lo metió en un sobre, que dirigió a la reverenda Superiora Provincial de la orden, y lo franqueó. Acto seguido tomó otro pliego de papel y comenzó una segunda carta, dirigida a Augusto Aixelà, y redactada en los siguientes términos: Muy señor mío, razones de salud me obligan a abandonar de inmediato el Hospital y a trasladar mi residencia a otro lugar; no quisiera sin embargo marcharme sin despedirme de usted agradeciéndole sus muchas atenciones y rogándole disculpe las molestias que le haya podido causar. Ignoro si esta decisión, continuó escribiendo, te causará el mismo dolor que a mí me está causando, pero has de comprender, amor mío, que a veces es preciso abrir los ojos a la luz y cerrar el corazón al sentimiento; ¿sabrás comprenderlo y perdonarme? Hazlo, mi amor, mi bien, porque más me importa tu perdón que el de Dios mismo. Al llegar a este punto se dio cuenta de que empezaba a desvariar. Rompió la carta en pedazos diminutos, se levantó y abrió de par en par los postigos de la ventana. El sol salía en aquel momento y del cielo había desaparecido todo rastro de nubes. Creyendo ver en la bonanza una señal de absolución, dio gracias a Dios, se aseó y acudió a la llamada de maitines. Al pasar por el vestíbulo camino de la capilla encontró al cartero, que entregaba la correspondencia a la hermana portera. Madruga usted hoy, le dijo. Sí señora, respondió el cartero, con la tormenta de ayer no hubo reparto y hoy, faena doble. Por suerte, añadió, esta vez no ha habido inundaciones. Otro signo premonitorio, pensó la Superiora. Sacó de la faltriquera la carta dirigida a la Superiora Provincial y se la entregó al cartero diciéndole: Tenga, hágase cargo de esta carta y me ahorrará ir hasta correos a echarla.
En el confesionario dormitaba mosén Pallar. Padre, he sentido la llamada de la carne, cuchicheó, y he pecado de temeridad y orgullo. Hija mía, Dios Todopoderoso permite que el diablo nos tiente para probar nuestra fe; no hemos de caer en la tentación, como nos enseñó Nuestro Señor Jesucristo cuando rechazó por tres veces los ofrecimientos y halagos del Maligno; reza mucho, la oración es lo mejor. Estoy muy confusa, padre, ayúdeme. Concéntrate en tu trabajo, hija mía, piensa que Dios te ha confiado una importante labor en la tierra; pero que este trabajo no te envanezca ni te aparte de Dios: al igual que Cristo desdeñó ser rey de este mundo, así nosotros hemos de comprender que el trabajo sólo ha de ser un medio para ir a Cristo: bueno si nos ayuda a alcanzar esta meta, malo si nos aleja de ella; de ningún modo debemos permitir que el trabajo nos ligue a las cosas terrenales. Entontecida por las tribulaciones y desvelos de las horas precedentes, aquellas palabras vacuas le parecieron un dechado de sabiduría. Gracias, padre, ahora lo veo todo claro, musitó besando la estola que asomaba entre las cortinillas del confesionario. Comulgó y se sintió invadida de dicha, como si todo cuanto había motivado la desesperación del día anterior hubiera sido borrado de su vida y su memoria. Por la noche se acostó vencida por el cansancio físico y se durmió en el acto. Se despertó poco antes del alba oprimida por una idea que aparentemente había cristalizado en su mente mientras ella dormía y que ahora se presentaba a sus ojos como algo axiomático e inexcusable. Si ayer por la mañana salió la carta, hoy mismo llegará a manos de la Superiora Provincial, se decía, la cual, dada la índole de su contenido, tomará medidas inmediatas con respecto a mi traslado; es muy probable que dentro de dos o tres días tenga que marcharme de aquí para siempre y si ha de ser así, no puedo irme sin darle una explicación a Augusto Aixelà; al fin y al cabo él no tiene la culpa de lo que ha ocurrido; si ha mostrado algún atrevimiento ha sido sólo porque yo le he dado pie, y en última instancia él no está obligado por ningún voto aguardar una conducta intachable. Luego siguió diciéndose: Son muchos los favores que le debo, no a título personal, sino como representante de una orden religiosa a la que dejaría en muy mal lugar si ahora me fuera sin mediar palabra. Sabe Dios hasta qué punto no habrá comprometido frente a las autoridades de Madrid su prestigio y su patrimonio al salir garante de mis fantasías. Sería realmente una bajeza el que yo ahora en beneficio exclusivo de mi bienestar espiritual me comportara con él de un modo altanero y displicente. Esta idea la estuvo asediando todo el día, el paso de las horas se llevaba consigo la última oportunidad de despedirse de Augusto Aixelà y contra el sufrimiento que le producía esta certeza no encontraba argumento disuasorio. Escribirle sería inútil, se decía, ya lo intenté con resultados deplorables; es preciso que vaya a verle y le exponga las cosas cara a cara tal cual son. Después de comer, sin avisar a nadie, salió del Hospital; a la hermana portera le dijo: Voy a un recado, no tardo. La hermana portera inclinó la cabeza en silencio y cuando hubo salido cerró la puerta a sus espaldas.