El cuartelillo de la Guardia Civil estaba en una calle del pueblo que partiendo de la plaza de la Iglesia bajaba al arroyo; era una casa de dos plantas cuyas paredes enjalbegadas no ostentaban más distintivo que una bandera española pintada a brochazos toscos sobre el dintel y el consabido lema: TODO POR LA PATRIA. En la acera dormitaba un perro descarnado cubierto de moscas. La Superiora y la ecónoma asomaron la cabeza con sigilo: en el interior había una mesa amplia sobre la que ronroneaba un ventilador negro con aspas de latón. A esta mesa se sentaba un guardia bigotudo y algo tripón. Sin duda no esperaba recibir ninguna visita a aquella hora tórrida de la tarde, porque iba en camiseta y parecía enfrascado en la lectura de una novela de El Coyote. En el suelo, junto a la mesa, podía verse un botijo de barro; en un perchero, la chaqueta y el tricornio, y contra el vértice que formaban las paredes, el mosquetón. Ante este fiero espectáculo retrocedieron las dos monjas de consuno. ¿A qué habíamos venido, reverenda madre?, preguntó la ecónoma mientras se apresuraban calle abajo. A nada, a nada, madre Millás, respondió la Superiora. Su presencia no había pasado inadvertida al guardia civil, que ahora se abrochaba apresuradamente la botonadura a la puerta del cuartelillo sin reparar en que los tirantes le colgaban a ambos lados; con expresión perpleja veía correr a las dos monjitas que habían interrumpido su asueto inexplicablemente.
Al llegar a la puerta del Hospital salió a su encuentro la hermana portera y les anunció una visita. ¡Es el señor Aixelà!, masculló haciendo grandes muecas. La Superiora sonrió: la presencia de aquel hombre apuesto, rico y galante había trastornado visiblemente a la hermana portera. Me he permitido hacerle pasar a su despacho, dijo ésta, no me parecía bien tenerlo de plantón en el vestíbulo, ¡con la de favores que le debemos! Hizo bien, hermana, la tranquilizó la Superiora, y a la ecónoma: Vaya a sus cosas, madre Millás, la mandaré llamar si la necesito. Por los ojos de la ecónoma pasó una sombra. Son celos, pensó la Superiora, y acto seguido se dijo: ¿Cómo me permito juzgar y qué sé yo de estas cosas al fin y al cabo? Se dirigió al despacho con paso decidido y abrió la puerta con brusquedad. Augusto Aixelà se levantó de su silla precipitadamente. ¡Sapos y culebras!, ¿qué ocurre?, preguntó. La Superiora entró y cerró la puerta. Nada, respondió. Me ha parecido que venía dispuesta a echarme a escobazo limpio, dijo él. De ningún modo, me dijeron que había alguien esperándome y vine un poco a la carrera: no me gusta hacer esperar a la gente. No llevo mucho esperando y esta vez he sido yo quien he venido sin anunciarme previamente, dijo él, supuse que con este calor estaría recluida, pero ya veo que las altas temperaturas no la arredran. Hemos tenido un problema grave hace poco en el quirófano de resultas de las inundaciones y quería enviar varias cartas urgentes dando cuenta de ello, como es mi obligación, a las autoridades competentes y a la reverenda Superiora Provincial; para ir a correos decidí aprovechar estas horas de relativa tranquilidad, dijo ella, luego suspiró, hizo una pausa y añadió en un tono más sosegado: Debo confesar, sin embargo, que el calor aprieta; con su permiso. Cruzó el despacho hasta una consola de madera de pino adosada a la pared sobre la que había un aguamanil y una jofaina de loza. La monja puso agua en la jofaina, se lavó las manos y la cara y se secó con una toalla húmeda y deshilachada que colgaba de un clavo junto a la consola. Mientras se aseaba advirtió el ofensivo olor a col hervida que impregnaba sus hábitos y que ni siquiera el paseo había logrado eliminar. ¿No tienen agua corriente?, preguntó Augusto Aixelà a sus espaldas. En el Hospital sí, respondió la monja, pero no en la residencia de la comunidad. Mientras hablaba abrió la ventana, tomó la jofaina y arrojó el agua al vacío. Todavía baja crecido el riachuelo, comentó. Reverenda madre, dijo el visitante, ¿le importaría cerrar la ventana, dejar la jofaina en su sitio y hacerme un poco de caso? Oh, discúlpeme, dijo ella azorada. He venido a hablar de su proyecto, no me diga que ya ha dejado de interesarle, dijo él. No, no, al contrario, protestó la monja, ¿qué le hace pensar una cosa así? Es propio de la naturaleza humana flaquear cuando los sueños empiezan a materializarse, dijo Augusto Aixelà. Sor Consuelo se puso seria: Yo no tonteo, dijo en tono firme. Ya lo sé, replicó él, y también sé que estuvo hablando con Pepet. La monja respondió: Su administrador tuvo la gentileza de venir a verme, examinamos el proyecto con cierto detenimiento y me hizo varias observaciones sumamente provechosas. Es hombre de experiencia, dijo Augusto Aixelà, está algo mayor y los años lo han vuelto torpe y cascarrabias, pero conoce a todo el mundo y todo el mundo le quiere y le respeta; si se lleva a cabo el proyecto, su ayuda será imprescindible. Cuento con ella, dijo la monja, y a usted ¿puedo preguntarle el motivo de su visita? Mentiría si le dijera que hay alguno, al menos por lo que atañe al proyecto: sigo sin noticias de Madrid respondió él. Dejó vagar unos segundos la vista por las paredes del despacho y agregó: Supe lo de la inundación y la clausura del quirófano y pensé que debía venir a interesarme por lo sucedido; en cierta medida me siento responsable del Hospital desde que usted me metió en el asunto. Si fui yo quien le impuso esta carga y no su conciencia, le libero de ella ahora mismo, dijo sor Consuelo en el mismo tono de broma que él había empleado, pero le agradezco su interés de todos modos. No me lo agradezca, dijo Augusto Aixelà, también he venido porque echaba de menos su compañía y su conversación. Bien pocas diversiones debe de haber en este pueblo cuando le entretiene la cháchara de una pobre monja ignorante, respondió la Superiora. No sea hipócrita o se irá al infierno de cabeza, y recuerde que me prometió venir a ver mi colección de arte, dijo él. No se lo prometí y bien sabe usted que no puedo hacerlo, respondió la Superiora con un leve deje de tristeza en la voz. Al contrario, replicó él, creo que puede y debe; mi colección está compuesta de obras de arte sacro, no hay nada profano en ella; para mí es sólo arte, pero para usted puede resultar bello y al mismo tiempo edificante, como ha de resultármelo a mí la proximidad de alguien ecuánime y virtuoso. ¿Se refiere a mí?, preguntó la monja un tanto confusa; no sabía cómo tomarse aquel extraño razonamiento. Él la miró fijamente. ¿No ha pensado que la Providencia me ha puesto en su camino con algún propósito?, le dijo. A veces me pregunto quién le ha puesto realmente en mi camino, contestó la monja por lo bajo. Entonces, ¿vendrá?, insistió el cacique; y antes de que ella pudiera responder añadió: Hágase acompañar de la ecónoma si lo estima oportuno.
Los perros acudieron ladrando, pero al llegar a su lado olisquearon los hábitos y se tranquilizaron; no obstante, sor Consuelo esperó sin moverse a que acudiera Pudenciana. Se ve que la han reconocido, comentó la guardesa. Sí, dijo la monja; unas veces mis hábitos huelen a éter, otras a berza y otras a jabón, sin embargo ellos siempre reconocen a quien los lleva, ¿cómo lo harán? Más listos que nosotros son para algunas cosas, sentenció la guardesa, a veces tengo la sensación de que hasta huelen quién trae buenas y quién malas intenciones. Sor Consuelo alargó la mano con cautela hacia uno de los perros y viendo que éste no reaccionaba al gesto con hostilidad, le acarició la cabezota. No exagere, mujer, le dijo a la guardesa. Cuando se dirigían hacia la casa se cruzaron con el jardinero; llevaba una manguera medio arrollada al hombro y el pitorro de metal que colgaba a sus espaldas iba dejando un surco sinuoso en la tierra. Al pasar la monja junto a él se la quedó mirando con la boca abierta. Cierra esa boca, pasmarote, que te vas a tragar una mosca, le dijo Pudenciana. El otro día estuvo muy amable conmigo, dijo la monja, me acompañó hasta la cancela y me defendió de los perros. Éste no sabe lo que hace, dijo Pudenciana, de pequeño cogió unas fiebres y se quedó así: ni entiende ni razona. Sor Consuelo miró al idiota a los ojos y advirtió en ellos una vacuidad inconmovible. Se estremeció, siguieron caminando hasta llegar a la casa. ¿El amo la ha citado a esta hora?, le preguntó la guardesa cuando hubieron entrado en el zaguán. Me ha citado, pero no a esta hora, contestó la monja, en realidad me dijo que viniera a verle sin concretar fecha ni hora, ¿he hecho mal? Oh, no, usted puede venir siempre que quiera, hermana, y ojalá que su presencia aquí sea una buena influencia, dijo Pudenciana, lo que ocurre es que el amo ha salido a cazar esta mañana y ahora está descansando; ya sabe que para ir de caza hay que levantarse antes del alba. Pero iré a llamarle, añadió. De ningún modo, déjele que duerma, yo volveré otro día, se apresuró a decir la monja. Acto seguido se dejó caer en uno de los asientos de anea y anunció en forma totalmente incongruente con lo que acababa de decir: Esperaré aquí a que se levante; Pudenciana se rascaba el cabello ensortijado. Iré a prepararle la limonada, dijo al fin. No, déjelo, no tengo sed, ¿a qué se refería cuando dijo que yo podía ejercer una buena influencia?, preguntó. Pudenciana volvió a rascarse el cabello. El amo necesita un alma buena que lo devuelva al recto camino, sentenció. Pues, ¿tan apartado anda de él?, preguntó la monja. La guardesa esbozó una sonrisa taimada que no guardaba relación con la seriedad de su tono. ¡Ay, hermana, si las paredes hablasen!, suspiró. La Superiora se puso en pie. Las paredes no pueden hablar, Pudenciana, pero usted sí, le dijo, y si algún respeto le infunde el crucifijo que llevo colgado de la cintura, en su nombre la conmino a que me diga lo que sabe. La guardesa se quedó boquiabierta ante la contundencia de aquel exordio. Dios bendito, murmuró, no haga caso de mis palabras: sólo soy una mujer del pueblo, ¿qué he de saber yo? No se haga la tonta, replicó la otra, hace veinte años que cuido enfermos y tengo trece monjas a mis órdenes: conozco todas las evasivas y triquiñuelas que es capaz de inventar una cabeza humana. La guardesa aproximó una silla a la que hasta ese momento había ocupado la monja y ambas se sentaron. El problema son las mujeres, dijo Pudenciana lentamente, como si se dispusiera a exponer una teoría de difícil comprensión, eso le pierde; nadie lo diría viéndolo así, tan serio y tan formal, pero la procesión como suele decirse va por dentro. De niño, continuó diciendo, ya tenía el diablo metido en el cuerpo y ahora, de grande, no ha cambiado, y eso no es bueno, hermana, ni para la salud ni para la hacienda ni para la eterna salvación del alma, si mucho me apura; los mozos, ya se sabe, son zascandiles de natural, pero el señor ha causado muchos pesares: quien siembra en huerto ajeno por fuerza ha de recoger inquina y violencia. Súbitamente se puso en pie y afirmó: Yo pertenezco a esta casa y no puedo decir más. Antes de que se fuera, si éste era su propósito, sor Consuelo se levantó y la agarró del brazo. Las dos mujeres caminaban con las cabezas juntas arriba y abajo del zaguán y sus murmullos se perdían en la penumbra de la severa estancia. ¿Y nunca hubo una que le hiciera sentar cabeza? Hace años, respondió la guardesa, hace muchos años. Hubo una mujer que lo quiso bien; no como las otras, sólo para juguetear y triscar, con perdón, y adiós muy buenas; ésta iba en serio, pero no pudo ser; debió de pensar que por amor podría perdonarle las faltas y aceptarlo tal cual era, quizá reformarlo; no lo consiguió. ¿Por qué?, ¿qué pasó? Yo no sé, pobre de mí, se lamentó la guardesa, todo el día del gallinero a los fogones, ¿qué he de saber? Se dijo que él la atormentó hasta hacerle perder el juicio, ¡ay, si estas paredes hablaran! Un buen día dejamos de verla, se había ido y no volvió más, pasado el tiempo corrió el rumor de que había muerto de un modo horrible, más no sé. La guardesa hizo una pausa, como si el recuerdo de aquella desgracia ajena pesara en su conciencia. Yo también era muy joven entonces, continuó diciendo sin que viniera a cuento, fue recién acabada la guerra; él había entrado en el pueblo con los nacionales, su padre, que aún vivía, se había quedado en Francia, allí pasó toda la guerra a salvo, pero él, despreciando la seguridad que le ofrecían, cruzó las líneas y se fue a luchar con los suyos, traía una pistola al cinto y hay que verlo bien que le sentaba el uniforme de Falange, todas las mozas suspiraban por él, las solteras y también las casadas, y puede que las casadas más. La monja se detuvo en seco y soltó el brazo de la guardesa. Yo de estas cosas no sé nada, dijo con firmeza, ¿por qué me las cuenta? Pudenciana bajó los ojos, temerosa de haber rebasado toda conveniencia. Usted puede hacer mucho por él, estoy segura, murmuró confusa, usted es una santa, se le ve en la cara, tiene la mirada de una santa.
La entrada de Augusto Aixelà interrumpió la plática en aquel punto. ¿Qué andas comadreando, Pudenciana?, exclamó. La guardesa ahogó un grito. Augusto Aixelà llevaba una bata de seda, por debajo de la cual asomaban las perneras de un pijama de rayadillo. En su mirada había una cólera contenida que asustó a Pudenciana. Estaba dando conversación a la hermana, balbució la guardesa, le temblaba el cuerpo. Sor Consuelo la tomó del brazo nuevamente y le dirigió una sonrisa con la que parecía decir: No tengas miedo, no repetiré una sola palabra de lo que me has dicho. Mucho palique pero ni siquiera un vaso de agua le has traído, qué pensará de nuestra hospitalidad, le recriminó el cacique, ¿y por qué no me has avisado? Quiso hacerlo, pero yo no se lo permití, terció la monja, supe que anduvo usted de caza. Así es, pero no se lo cuente a nadie: aún no se ha levantado la veda. Retírate, Pudenciana, pero no muy lejos por si te necesitamos, añadió sin apartar los ojos de la monja, y usted disculpe que la reciba así, me había echado unos minutos; pase al gabinete, tenga la bondad, me cambio y en seguida estoy por usted.
Tan pronto la guardesa se hubo retirado y antes de que él lo hiciera, masculló precipitadamente la Superiora: No he podido venir acompañada como usted me dijo porque había mucho trabajo en el Hospital. En tal caso, respondió Augusto Aixelà antes de cerrar la puerta del gabinete, le agradezco doblemente su visita. A solas en el gabinete la monja se puso a caminar de un lado a otro, presa de gran nerviosismo. ¿Por qué he venido y qué hago aquí?, se preguntaba. Oh, es inútil que intente darme explicaciones: Dios me ve; pero ¿me entiende? Este pensamiento, que parecía haberse formulado con independencia de su voluntad, hizo que se detuviera presa de espanto. ¿Qué digo? Por fuerza he debido volverme loca para pensar una cosa así, ¿qué me sucede? Miró a su alrededor como si de aquellas tallas troceadas pudiera llegarle la respuesta a sus incertidumbres. Colgado de una pared vio un espejo antiguo; habituada a la austeridad de la vida conventual, el reflejo de su propia imagen le resultaba algo insólito y se aproximó al espejo atraída por la curiosidad; en la luna desazogada apareció un rostro apenas reconocible cuyos ojos la miraban de una forma intensa y extraña. La penumbra del gabinete producía en el espejo una sensación de vacío en el que flotaba aquel rostro acongojado. Me ahogo, pensó, necesito aire o perderé el conocimiento. Trató de abrir la puerta que daba paso a la galería exterior, pero no logró descorrer el pestillo que la cerraba: ni la fuerza ni la destreza obedecían el dictado de sus deseos. Cruzó jadeando el gabinete y salió al zaguán; las dos sillas en que la guardesa y ella habían intercambiado secretos y confidencias seguían juntas, rompiendo la escueta simetría del mobiliario. La monja cruzó el zaguán, abrió la puerta por donde había escapado Pudenciana a las iras de su amo y entró en una pieza sumida en la oscuridad. Le embargó un olor repulsivo que conocía bien, pero que no podía imaginar en aquella casa. Palpando las paredes encontró un interruptor, lo accionó y se encendió una bombilla desnuda suspendida del techo por el cable eléctrico. Esta luz le reveló hallarse en una suerte de despensa, una de cuyas paredes estaba cubierta por un vasar donde se alineaban utensilios de barro; en la otra pared, colgados de una barra metálica, había dos docenas de ganchos, ensartados en los cuales se desangraban otros tantos conejos recién muertos. Desde lo alto aquellos animales parecían mirar a la monja con una expresión enloquecida a la que el miedo había impreso una inusitada fiereza. La sangre que manaba del lúgubre racimo caía en una palangana de aluminio con un sonsonete opaco y desacompasado. Movida a piedad y asco por el espectáculo, la monja dio media vuelta con ánimo de regresar al zaguán, pero al hacerlo se topó con Augusto Aixelà, que se había situado a sus espaldas sin que ella lo advirtiera. El sobresalto le hizo lanzar un grito y su cuerpo experimentó una convulsión seguida de un aparente desfallecimiento. No se asuste, exclamó él sujetándola por los hombros, sólo son conejos muertos. ¿Por dónde ha entrado?, preguntó la monja con un hilo de voz. Por la puerta, como usted, ¿está segura de que la toca no disminuye su capacidad auditiva? Ésta es la segunda vez que nos pasa una cosa semejante. Algo de eso habrá, dijo sor Consuelo recobrando la estabilidad y retirando de sus hombros las manos del cacique, vendré a verle siempre que tenga hipo. Luego añadió frunciendo el ceño: ¿Esto es lo que ha matado esta mañana? Él no percibió la expresión de reproche en los ojos de la Superiora y respondió: Ha habido días mejores, pero no me puedo quejar. Miró con orgullo la hilera de despojos y agregó: Diré que le envuelvan unos cuantos conejos para que pueda llevárselos al Hospital, yo no sabría qué hacer con tanta carne. En nombre del Hospital le agradezco el donativo, dijo la monja, pero si no quería la carne para nada, ¿por qué los ha matado? Por deporte, respondió Augusto Aixelà sorprendido, hace muchos años que la caza ya no es un medio de procurarse alimentos, sino una diversión y, como tal un fin en sí, no me diga que la noticia la pilla de nuevas. No, pero no comprendo qué satisfacción puede haber en el hecho de matar un ser vivo. ¿Me ha de reñir siempre?, protestó él, los conejos están para eso, ¿no? Si no los matáramos arrasarían los campos, lo invadirían todo, usted sabe a qué velocidad se reproducen y qué voraces y destructivos son; por otra parte, ¿qué tiene de malo matar animales? Los Apóstoles se dedicaban a la pesca y al fin y al cabo también la muerte la manda Dios. No la manda, replicó la monja, la permite, que es muy distinto. Augusto Aixelà se echó a reír. ¿Qué le parece si continuamos hablando de teología en un lugar más agradable?, propuso. Sor Consuelo asintió con la cabeza: estaba avergonzada de haber iniciado aquella discusión. La caza no repugnaba a su conciencia; de niña había visto regresar del campo a su padre y sus hermanos con las escopetas terciadas y los morrales rebosantes de liebres y perdices. En aquella época ella misma había ayudado a colocar cepos y atrapado con liga tordos y calandrias que acababan fritos en la mesa familiar. Mi enfado es secuela del mal rato que acabo de pasar, pensó, es evidente que tengo alterado el sistema nervioso, ya no soy dueña de mis reacciones: hace un instante, en el gabinete, me puse histérica y ahora en este lugar siniestro me siento calmada y bien, incluso me permito bromas y discursitos morales. Ah, de nada sirve mentir: es su presencia la que ha operado este cambio; sin embargo, ¿cómo puedo sentirme tan segura a su lado después de las cosas tremendas que me ha estado contando Pudenciana? Bah, sin duda estas historias truculentas son infundios; de lo contrario, yo no estaría tranquila como estoy, se dijo.