Persistía un calor que las nubes oscuras que cubrían parcialmente el cielo ardiente de la tarde hacían más sofocante; el viento las arrastraba y a su paso iban proyectando sombras sobre el campo; las hojas de las vides tenían un tinte acerado. La monja se interesó por el viaje de Augusto Aixelà y por el resultado de las gestiones que le habían llevado a la capital y él le contó que el viaje había sido un verdadero suplicio, que el tren había sufrido los retrasos habituales y finalmente lo había depositado, exhausto y tiznado de carbonilla de los pies a la cabeza, en un Madrid terriblemente caluroso: las calles estaban desiertas y el asfalto derretido se adhería a la suela de los zapatos; por fortuna, agregó, el hall del hotel en que se hospedaba disponía de un sistema de refrigeración excelente, incluso excesivo; por lo demás, añadió, el asunto que había motivado un viaje tan intempestivo parecía encaminarse, al menos a su juicio, hacia una solución definitiva. En resumen, acabó diciendo, pese a las incomodidades, el viaje había resultado satisfactorio. Se ve, dijo, que sus rezos me han acompañado. Mal pueden haber intervenido mis rezos en unas gestiones cuya naturaleza desconozco por completo, dijo la monja. Usted las desconoce pero no Dios, replicó el señor Aixelà, y tal vez el Altísimo, convencido de que poco puede hacerse ya por la salvación de mi alma, decidió aplicar sus oraciones a cosas más mundanas. No se burle usted del efecto de la oración, dijo la monja, ni trate de escandalizarme, porque no lo va a conseguir; bien sé que en el fondo no piensa lo que dice, pero tengo comprobado que en presencia de un hábito ningún hombre puede reprimir la necesidad de proferir alguna sandez. Ni usted la de regañarme como si yo fuera un párvulo, replicó Augusto Aixelà, pero no discutamos y cuénteme qué ha pasado durante mi ausencia en su atribulado Hospital. La monja bebió un sorbo de la limonada que le había servido Pudenciana un rato antes, se arrellanó en la butaca de mimbre, suspiró y dijo: Poca cosa, en verdad; el martes, por un descuido imperdonable de la hermana portera, un enfermo que tiene perturbadas las facultades mentales se escapó del Hospital, se fue al salón recreativo del Ateneo y allí estuvo jugando al billar durante dos horas, en pijama y zapatillas, sin que nadie le prestara la menor atención. Es curioso ver cómo en un pueblo donde tanta curiosidad despierta la vida privada del vecino, despierta tan poco interés la situación real de las personas. Fuera de este suceso pintoresco, nada más le puedo contar: como todos los años, la pérfida sequía está a punto de arruinar las cosechas de frutales; también le hemos echado a usted de menos. En Madrid me dijeron que este verano se habían alcanzado las temperaturas más altas del siglo, comentó Augusto Aixelà, un mediodía en la calle de Alcalá tomé un taxi y tuve que apearme a medio trayecto, porque dentro del vehículo el aire era verdaderamente asfixiante. ¿Hizo usted lo que me prometió?, preguntó la monja, ¿le ha mostrado mi proyecto a su administrador? Hice algo más, respondió el cacique, en Barcelona me tomé la libertad de sacar una reproducción fotostática de los papeles y me la llevé conmigo a Madrid con la esperanza de que allí podría hacer algo con ella, y en efecto, deambulando por los pasillos del Ministerio de la Gobernación, a donde me habían llevado mis asuntos, tropecé con un antiguo compañero de universidad que precisamente tiene un alto cargo en la Dirección General de Sanidad; por supuesto, me faltó tiempo para hablarle del proyecto, por el que se mostró interesado; al día siguiente un ordenanza vino al hotel a buscar la copia que yo me había llevado y a estas horas sus fantasías deben estar en manos del mismísimo director general; ya ve que no tiene motivos para regañarme. Ni usted para dudar de los efectos de la oración, dijo ella con los ojos velados por las lágrimas; luego se recompuso, se pasó el dorso de la mano por los párpados y dijo: ¿De veras ha hecho esto por mí? Como le decía, respondió él, ha sido un viaje bien aprovechado, y aún me sobró tiempo para ir a casa de un anticuario que casualmente no había cerrado su establecimiento por vacaciones y allí adquirir una pieza muy interesante, ¿le gustaría verla? La monja bajó los ojos y estuvo callada unos instantes; luego dijo: Me encantaría, pero tendrá que ser en otra ocasión; se ha hecho tarde y yo también he de resolver algunos asuntos en el Hospital. Permítame que la acompañe en mi coche, dijo él. Le ruego que no lo haga, respondió la monja con voz casi inaudible, ya he abusado demasiado de su bondad y el camino de bajada no es fatigoso. Antes de salir se detuvo en el umbral del gabinete. No sé cómo expresarle mi agradecimiento, balbució. No tiene por qué hacerlo, ¿se encuentra bien?, dijo Augusto Aixelà. Sí, sí, muy bien, respondió, se lo aseguro; quizá un poco alborotada por lo que me ha contado: a veces, agregó, cuando se pone el corazón en algo, es difícil no dejarse llevar por las emociones, es una cosa pueril, ya lo sé. Salió del gabinete, cruzó el vestíbulo escueto y, ya en el jardín, el sol le dio de lleno en la cara, no vio el escalón que mediaba entre la puerta y el suelo, trastabilló y se habría caído si unos brazos no la hubieran sujetado. Al volverse percibió el rostro abotargado y el aliento vinoso del jardinero; su abrazo era firme, pero no rudo, y de su fisonomía parecía haberse borrado la expresión de idiocia. En cuanto la monja hubo recobrado el equilibrio, la soltó y se retiró unos pasos; en la mano sostenía la boina respetuosamente. Gracias, el sol me había deslumbrado y no vi el peldaño, dijo ella. Anduvo hacia el sendero y él la seguía; la vegetación, remozada por las lluvias recientes, daba al lugar un aire selvático, casi malsano. No hace falta que me acompañes, le dijo, conozco el camino. El idiota seguía pegado a los talones de la monja; ella aceleraba el paso y él también. Sonreía mostrando una dentadura perfecta. Dios misericordioso, pensó la monja, que no me pase nada malo. Apenas había formulado esta idea cuando se topó inesperadamente con los dos perrazos. No tenga miedo, murmuró el idiota; entonces ella comprendió que él la acompañaba para protegerla de los perros. ¿Es usted del Hospital, hermana?, preguntó el idiota. Sí, dijo. Ah, exclamó él, es una buena acción, una buena acción.
Unos días más tarde llovió torrencialmente en toda Cataluña, ocasionando grandes daños en la ciudad de Bassora y sus inmediaciones. De esta catástrofe no se vio libre el pueblo de San Ubaldo: el arroyo enjuto que marcaba los límites del Hospital por el lado de poniente se convirtió en pocas horas en un torrente turbulento y caudaloso que en algunos puntos desbordaba su cauce natural, anegaba los sembrados y formaba brazos que discurrían por entre los campos, siguiendo el curso de los caminos vecinales, depositando aquí y allá objetos heterogéneos arrastrados por la crecida. De resultas de ella, se inundó el quirófano del Hospital. A sor Consuelo, que dedicaba todas las horas libres a corregir y afinar las cifras de su presupuesto, vino a buscarla sor Francisca en nombre de la comunidad; su expresión presagiaba el fin del mundo. En el quirófano hay un palmo de agua sucia, dijo. Sor Consuelo no levantó los ojos del cartapacio. Pues que la achiquen y desinfecten luego el suelo con zotal, se limitó a decir. Sor Francisca vacilaba en el umbral de la celda. ¿Qué ocurre, hermana? Sor Francisca carraspeó: Será mejor que venga a verlo usted misma, reverenda madre, susurró. En la escalera que conducía al quirófano se agolpaban doce monjas con el terror pintado en el semblante; se habían arremangado hasta los codos y recogido el borde de los hábitos y empuñaban bayetas y cubos, pero no hacían nada. Hermanas, a baldear, les dijo. En vista de que sus palabras no surtían ningún efecto acabó de bajar los escalones y se asomó al quirófano: apagado el reflector para evitar un cortocircuito, toda la claridad provenía de unos tragaluces angostos situados en la parte alta de la pieza. El suelo era un lago de color de chocolate en el que se reflejaba invertida la mesa de operaciones. También las cubetas que contenían el instrumental quirúrgico estaban llenas de aquel líquido abyecto. Flotaban paños y compresas y una mascarilla de anestesia. Entre los restos de la catástrofe el dedo tembloroso de sor Francisca individualizó un bulto. Era una rata muerta ¿Esto es lo que las asusta tanto?, exclamó la Superiora, haga el favor de cogerla ahora mismo, sor Francisca. La interpelada ponía los ojos en blanco como una mártir arrojada a los leones. ¿No me ha oído, hermana? Me da repeluznos, reverenda madre. La Superiora se metió en el agua, cogió el cadáver por el rabo y se lo entregó a sor Francisca. Cójala, hermana, le dijo en tono imperioso, aunque las ratas son asquerosas, también son criaturas de Dios: tírela a la basura, pero sin aspavientos. Reflexionó un rato y luego dijo desde lo alto de la escalera: Asimismo dispongo que se clausure indefinidamente este quirófano por múltiples razones, unas higiénicas y otras de orden técnico; de ahora en adelante y hasta tanto no se inaugure el nuevo hospital de Bassora, el que quiera operarse deberá coger el autocar de línea. Con esta decisión drástica se encontró el médico jefe cuando llegó al Hospital con dos horas de retraso y presa de la mayor excitación. Al coro boquiabierto y sobrecogido de monjas y pacientes que se congregó a su alrededor refirió el atribulado doctor los dramáticos efectos del temporal en el núcleo urbano de Bassora, donde él vivía y de donde acababa de llegar sorteando mil dificultades. Todo había empezado, dijo, cuando al filo de la medianoche las aguas impetuosas habían roto el muro de contención que canalizaba el curso del río a su paso por la ciudad. De resultas de esta rotura, numerosas instalaciones fabriles y comerciales, situadas junto al canal precisamente para aprovechar sus aguas y verter en ellas basuras y residuos industriales con mayor comodidad, habían quedado inundadas o se habían derrumbado y habían sufrido en uno y otro caso daños irreparables. En el centro de la ciudad, siguió diciendo el doctor, las cosas habían revestido caracteres aún más espectaculares: allí la furia de las aguas había arrancado buena parte del arbolado, así como las farolas y los bancos públicos, y había arrastrado cuanto encontraba en su camino, en especial los coches estacionados junto a las aceras; también había levantado o hundido grandes trozos de pavimento. Las alcantarillas habían reventado, cubriendo calles y plazas de inmundicias inauditas. En algunos barrios, especialmente en los barrios nuevos, que estaban en la parte baja, las aguas habían invadido las casas, obligando a sus habitantes a buscar refugio en los pisos superiores y aun en los tejados, y varias personas ancianas o impedidas habían tenido que ser desalojadas por las ventanas. El abnegado cuerpo de bomberos no podía atender a tantas emergencias, pero como las carreteras estaban intransitables y la situación en las poblaciones vecinas era igualmente catastrófica, no había que contar con recibir ayuda de nadie. Para colmo de males, la tromba había destruido el tendido eléctrico casi totalmente, así como la conducción de agua potable; los teléfonos no funcionaban: la ciudad estaba a oscuras e incomunicada. Estas desgracias adicionales habían dificultado sobremanera las tareas de rescate, que habían tenido que ser realizadas en medio de unas tinieblas que el doctor, que no había participado en ellas, pero a quien la escena había sido descrita con todo detalle por un testigo presencial, calificó de «dantescas». En la oscuridad, dijo, se oían gritos desgarradores y desesperadas llamadas de socorro procedentes de los lugares donde el temporal había ocasionado mayores estragos. Hacia las tres de la madrugada, siguió relatando el doctor, los infatigables bomberos, con ayuda de algunos voluntarios, habían evacuado a todos los vecinos del barrio obrero de El Arenal, ya que sus hogares corrían grave peligro de derrumbamiento. Pese a todo, añadió, el número de víctimas había sido mucho menor del que la magnitud de la catástrofe había hecho temer en un principio, pues hasta el momento sólo se tenía noticia de dos muertes: en el campamento de gitanos instalado en las afueras de la ciudad, al borde mismo del río, habían perecido ahogadas dos mujeres, una joven, como de quince años, y otra de unos sesenta. En otro lugar, dos mujeres más, una madre y una hija, habían estado a punto de correr la misma suerte al desmoronarse la tapia sobre la que se habían refugiado, pero habían podido ser salvadas en el último momento. De todas formas, agregó el doctor cabizbajo, apenas la luz del alba lo había permitido, los equipos de rescate habían iniciado una denodada labor de descombro de los edificios derrumbados, ya que se sospechaba que en ellos podía haber personas enterradas. Las familias sin hogar habían sido alojadas provisionalmente en escuelas y otros edificios públicos, hasta que, por falta de espacio y a fin de que nadie se quedara al raso, fue preciso habilitar la platea del cine Avenida e incluso el vestíbulo, del que fue retirada por respeto una foto publicitaria de gran tamaño que mostraba a Marilyn Monroe en pose provocativa. Partía el alma, dijo el doctor, ver a estas personas desgraciadas, que lo habían perdido todo inesperadamente, que habían visto cómo las aguas arrastraban en pocos segundos las posesiones arduamente acumuladas tras largos años de sacrificio, y que ahora se encontraban en una situación de gran precariedad: arrancadas bruscamente de su sueño, habían abandonado sus casas en medio de la noche, en camisón o pijama, y apenas había colchonetas y mantas para todos. Entrada la mañana, la radio informó a quienes disponían de fluido eléctrico de que había salido de Barcelona con gran prontitud un convoy de socorro encabezado por el Excelentísimo Señor Gobernador Civil y Jefe Provincial del Movimiento; sin embargo, había agregado la radio, el avance de este convoy, que llevaba alimentos, medicinas, ropa y otros artículos de primera necesidad con destino a los damnificados, se veía gravemente obstaculizado por el estado de las carreteras que en algunos puntos, según había descrito el locutor con un temblor de voz que evidenciaba lo sobrecogedor del espectáculo, «parecían ríos de copioso caudal». No hay duda de que este año será recordado por siempre como el año del diluvio, afirmó el doctor conmovido por su propio relato, que concluyó refiriendo las dificultades que había debido arrostrar él mismo para acudir al Hospital, ya que las aguas se habían llevado uno de los puentes de la carretera vecinal, lo que le había obligado a dar un largo rodeo preñado de riesgos e incertidumbres. En lo tocante a la decisión de la Superiora de clausurar el quirófano sine die, el doctor dijo no tener nada que objetar. Lo cierto era que acogía la decisión con alborozo: le faltaban un par de años para la jubilación y el cargo de médico jefe del Hospital empezaba a pesarle en exceso. Cuanto menos trabajo y menos responsabilidades, se dijo, tanto mejor. A sor Consuelo estos sucesos le hicieron ver hasta qué punto en las últimas semanas había vivido entregada exclusivamente al proyecto de reforma del Hospital, anteponiendo sus fantasías a las necesidades acuciantes del presente. Sólo vivo para mis sueños, se dijo, esto no puede seguir así. Arrinconó el presupuesto y dedicó todo su tiempo y energías al Hospital. Este cambio de actitud, promovido por los sucesos dramáticos ya referidos, de los cuales la prensa se hizo amplio eco en su día, le reportó un gran bien, porque llevaba varias semanas en un estado de continua zozobra: en ningún lugar encontraba sosiego y con sus subordinadas se mostraba irritable y exigente en grado sumo. ¿Qué me pasa?, se decía, me estoy convirtiendo en una persona desequilibrada. Su humor era cambiante: al alba se despertaba embargada de una alegría extraordinaria, como no recordaba haberla sentido en su vida; pero al cabo de unos instantes, cuando cobraba conciencia de sí, le asaltaban preocupaciones y angustias inexplicables y debía apelar a toda su cordura para no echarse a llorar sin causa alguna. Estos momentos de extremo contraste, en los que se creía repentinamente transportada a la cima de la bienaventuranza para caer de inmediato en la más profunda desesperación, se sucedían a lo largo de la jornada del modo más imprevisible y embarazoso. A este desasosiego no sabía encontrarle razón y como no veía nada reprensible en ello, no hablaba del asunto con su confesor, el cual, por otra parte, habría podido prestarle muy poca ayuda. Era un cura de avanzada edad, vecino del lugar, llamado Mosén Pallar. Había pasado la guerra huyendo y escondiéndose y de resultas de tanto sobresalto había perdido un poco la chaveta. Solía contar cómo, en el desorden de los primeros días, para no ser apresado por las patrullas que registraban el pueblo casa por casa en su busca, se había ocultado en una tumba vacía del cementerio, que dos personas amigas habían sellado con la lápida bajo promesa de regresar y sacarle de allí tan pronto hubiera desaparecido el peligro. En aquel lugar espantoso, sin comida, casi sin aire y sumido en una oscuridad total pasó el pobre cura dos días y dos noches. No podía levantar la losa con sus solas fuerzas y temía que quienes habían de rescatarle hubieran caído presos o hubieran huido o le hubieran traicionado o incluso hubieran olvidado el emplazamiento exacto de la tumba en que se hallaba. Era hombre pusilánime de natural y demasiado viejo para soportar con entereza este tipo de aventuras; no creía haber hecho nunca mal a nadie y conocía personalmente a los milicianos que ahora le buscaban para matarle; a muchos de ellos los había visto nacer y les había administrado las aguas bautismales. Ahora unía al horror de su situación el que le producía descubrir de repente aquella faceta insospechada de la naturaleza humana, aquel abismo de inquina, de odio ancestral. La tristeza le embargaba hasta tal punto que por momentos habría preferido formar parte definitiva del mundo de los muertos, que ahora le ofrecía albergue temporal. Sólo aquí reina la paz, pensaba. El tiempo transcurrido desde entonces no le había hecho olvidar esta experiencia dramática. No era, en suma, la persona idónea para percibir y comprender los vaivenes y desvaríos de un alma femenina inexperta y confusa. Siempre te halle el demonio bien ocupada, le decía.
Un día la hermana portera le anunció la visita de un caballero. Enfrascada como estaba en los problemas del Hospital, este anuncio le produjo un gran sofoco. Preguntó de quién se trataba y la hermana portera dijo que del administrador de don Augusto Aixelà. La hermana portera era natural de la zona y conocía al sujeto. Por ella supo la monja que el administrador se llamaba Pepet Bonaire y que pertenecía, al igual que Pudenciana, con quien estaba emparentado, al clan de los Pelones. En el Hospital gozaba de gran popularidad, porque era persona amable y campechana y también porque, como administrador de la familia Aixelà, solía hacer personalmente entrega de los donativos y regalos con que esta familia favorecía a la institución. Sor Consuelo lo encontró sentado en un banco del vestíbulo: un hombre menudo, metido en carnes, de gesto pausado y mirada astuta y socarrona. Aunque se le calculaban muchos años, pues ya administraba la hacienda de los Aixelà de Collbató en tiempos del padre de su actual patrón, se puso en pie con notable agilidad tan pronto como vio a la Superiora, y le hizo una profunda reverencia. Pese al calor reinante, vestía traje de pana, faja y gorra de visera, y llevaba botas altas, embarradas de andar por los aguazales. Sor Consuelo le invitó a pasar a su despacho, él respondió que no tenía intención de detenerse allí más de lo estrictamente necesario. En realidad, explicó, sólo venía a devolver el cartapacio que don Augusto le había entregado en su día. Ah, en tal caso no le dejaré marchar sin haber oído antes su opinión, exclamó sor Consuelo, pase al despacho y haré que le traigan un café con leche y melindres; el café es aguachirle, pero los melindres están hechos aquí y según dicen son buenos, usted los debe de conocer. En efecto, los conozco y me encantan, pero no quisiera ocasionarles ninguna molestia; sé que han tenido problemas con las riadas de estos días y que han cerrado el quirófano de manera permanente. Mientras el administrador decía estas cosas, la Superiora lo condujo hasta el despacho sin que él opusiera resistencia. Una vez allí hablaron un rato del presupuesto, pero sor Consuelo apenas si escuchaba las consideraciones que le hacía el administrador de fincas: éste era hombre práctico y sumamente minucioso y, a juicio de la Superiora, se perdía en un laberinto de detalles sin duda importantes, pero de muy poco vuelo. Si continúo escuchándole acabaré por perder todo interés en el proyecto, pensó ella. En silencio buscaba la forma de cambiar de tema sin ofender a su interlocutor. Por fin consiguió que la conversación recayera en las gestiones que Augusto Aixelà había hecho en Madrid. Ha sido verdaderamente generoso y encomiable el que se haya ocupado de este asunto sustrayendo tiempo al que llevaba entre manos, comentó sor Consuelo, y como el administrador se limitara a expresar su conformidad con un ligero cabeceo, añadió, sobre todo si tenemos en cuenta la extrema gravedad del asunto. Figúrese usted, dijo el administrador. Don José, dijo la monja, que no se atrevía a emplear el nombre de Pepet para dirigirse al administrador y menos aún el apelativo por el que era conocido en el lugar, no me juzgue usted indiscreta, pero ignoro todo lo concerniente a ese asunto de Madrid; sé que tiene que ver con el Ministerio de la Gobernación y que reviste una importancia grande; no quiero meterme en la vida de nadie y si el asunto es de índole privada le ruego que no me cuente nada al respecto; pero si, como intuyo, el problema rebasa esos límites y yo puedo contribuir de algún modo a resolverlo o simplemente a mitigarlo, no dude en decirme de qué se trata. El administrador sonrió, se puso serio y volvió a sonreír fugazmente, como si estuviera manteniendo un debate para sus adentros; luego miró de nuevo a la monja, se arrellanó en el sillón, estiró las piernas, cruzó las manos sobre la faja y dijo: No veo en qué forma puede usted intervenir en el caso, aunque eso en verdad nunca se sabe; de todos modos, y puesto que el asunto es de dominio público, tampoco veo razón para no ponerle al corriente de los hechos; al fin y al cabo, usted es la Superiora de las hermanitas del Hospital y, por lo tanto, un personaje destacado en la zona. Echó ligeramente el cuerpo hacia delante y dijo: Hace poco menos de un año apareció un bandolero en la sierra. Aunque no habíamos tenido bandoleros en la comarca desde que acabó la guerra, el hecho no alteró a nadie: siempre ha habido bandoleros en las sierras como siempre ha habido rateros en las ciudades. Por lo general, continuó diciendo, no son mala gente: viven a salto de mata y a poco que demuestren tener agallas y algo de ingenio, caen en gracia con facilidad; al fin y al cabo, aquí no abundan las diversiones y en el fondo nadie le tiene cariño a la autoridad. El viejo administrador adoptó el tono despacioso de quien se dispone a referir un cuento y dijo: Cuando yo era pequeño contaba mi padre, que en paz descanse, que hubo un bandido en estas mismas montañas que se llamaba Antonio Llobet, aunque era más conocido por el Tiarru, porque era un hombrón hecho y derecho y más chulo que un ocho; hasta que lo mataron en un encuentro con la Guardia Civil, ningún año faltó a las fiestas del pueblo: bailaba con todas las mozas, guapas o feas, no hacía distingos, a todas metía mano, y después del baile entraba en la taberna, mandaba servir vino a quien estuviera allí y él iba de mesa en mesa, brindando con todos. Y siendo yo niño recuerdo a un tal Juan Budallés, alias Mierdafrita, que dio mucho que hablar: asistía a las corridas de toros que echaban de cuando en cuando en Bassora y decidía si un diestro se merecía una oreja o las dos, o si se merecía que lo cogieran entre varios y lo echaran al río, y lo que él disponía se hacía tal cual, así estuviera presidiendo la corrida el señor Ministro de la Gobernación. Un día acudió este bandido a una casa a pedir comida, como solía hacer, y el dueño, con la excusa de ir por ella a la fresquera, salió de la casa, cerró la puerta con llave y escapó corriendo sin pensar que atrás dejaba la mujer y los hijos. Apenas hubo andado medio kilómetro, se topó con una pareja a caballo de la Guardia Civil; corran, señores, que tengo en mi casa a Mierdafrita. Pero el bandido, viendo venir a los civiles al galope, saltó la cerradura de un tiro y se dio a la fuga con grave riesgo: no quiso hacerse fuerte en la casa, para que la mujer y los niños no sufrieran daño en el tiroteo. Aquel mismo domingo, al salir todo el pueblo de misa, estaban esperando Budallés y su banda a la puerta de la iglesia; al verle, el que le había denunciado se dio por muerto, pero su mujer fue más rápida: se hincó de rodillas delante del bandido y le dijo: No me lo mates, Mierdafrita. No te lo mataré, mujer, dijo el bandido, pero bien que he de darle una lección para que aprenda a callar la lengua; y dirigiéndose al delator le ordenó: Bájate los calzones, sabandija. No se inquiete, hermana, que todo acabó bien: la venganza se saldó con unos cuantos zurriagazos. Menos piedad tuvieron de él las autoridades cuando le echaron el guante: en el patio de la cárcel de Bassora le dieron garrote vil el mismo año que cambió el siglo, que unos dicen que fue el mil novecientos y otros que el mil novecientos uno. Se espantaba la monja al oír estas historias salvajes y se enardecía el viejo administrador al rememorarlas. Podría estar toda la tarde contándole historias como éstas, hermana, ya le digo: bandidos los ha habido siempre, y todos tenían su nombre de guerra y su leyenda: Pedro el Torrat, Niseto el de la Bomba, Saltatrenes, Luisito el Gafas, y hasta un tal Saturnino, que dicen que era mujer y que se echó al monte después que la violara el somatén, pero, en resumidas cuentas, lo dicho: buena gente que no se mete con nadie si se la deja vivir. Hizo una pausa, frunció el ceño y añadió: Sin embargo esta vez y sin mediar causa aparente, don Augusto se puso muy nervioso: empezó a decir que el bandolero capitaneaba un grupo numeroso y que estaba planeando secuestrarle; otras veces decía que no había tal bandolero, sino un destacamento del «maquis» que venía a ajustarle las cuentas por ciertos sucesos acaecidos a raíz de la guerra. Puede que en las dos cosas llevara algo de razón, porque secuestros ha habido varios y de lo otro, por fuerza han de quedar heridas sin cicatrizar. La cuestión es que estuvo insistiendo a la Guardia Civil para que se echara al monte y acabara con la amenaza que él veía: más tarde, como las batidas de la Guardia Civil no daban el resultado apetecido, se fue a Barcelona a solicitar del capitán general la intervención del Ejército. El capitán general le dijo que nones; ni siquiera en los peores años del «maquis» quiso el Gobierno meter al Ejército en el asunto. Así que don Augusto se fue a Madrid y allí debe de haber estado porfiando y haciendo pasillos, sabe Dios con qué fruto. Eso al menos es lo que a mí me ha contado. Si en realidad fue a Madrid por otros motivos, no soy yo quién para insinuarlo; me tengo que ir. ¿De veras cree usted que la vida de don Augusto corre peligro?, preguntó la Superiora. El administrador se encogió de hombros y levantó los ojos al techo. Lo que sea, sonará, dijo. La Superiora no quiso insistir, porque no supo si el administrador era tan simple como daba a entender su respuesta o si, como parecía más probable, prefería dejar las cosas en el aire. Algo debe de saber que no me dice, pensó. Luego, a solas en su celda, las figuras de estos bandidos, que en boca del administrador se le habían antojado pintorescas patrañas, adquirían visos terribles de realidad: se los representaba, hirsutos y torvos, en el acto de asestar un hachazo a un Augusto Aixelà inerme y despeinado. Esta fantasía, inspirada por sus temores, le parecía una premonición de ineluctable cumplimiento y la sumía en la desesperación, como si fuera algo que estuviera sucediendo en aquel preciso instante.