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Encontró como siempre la cancela abierta. Al otro lado del muro estaba el mozo que días atrás había visto saliendo del cobertizo: ahora llevaba un sombrero de paja de alas muy anchas y con unas tijeras podaba el seto de brezo. La monjita le saludó y él respondió interrumpiendo la labor y quitándose el sombrero con gran deferencia, pero cuando acudió la perrada ladrando y haciendo amagos de atacarla no se inmutó, volvió a cubrirse con parsimonia, dio la espalda a la escena y continuó repartiendo tijeretazos. Debe de ser un idiota de los que nunca faltan en las fincas grandes, pensó la monjita, hacen todas las labores subsidiarias, son muy fieles y cumplidores, pero no se puede contar con ellos para nada. Mientras tanto los perros cumplían su cometido con fiereza rutinaria; ladramos, brincamos y hacemos ver que mordemos para ganarnos la vida, parecían decir. Pudenciana la condujo al gabinete del señor Aixelà, en el cual no había nadie. El señor no tardará en venir, dijo la guardesa. Ya sé que no le gusta su nombre, pero dígame cómo puedo llamarla, dijo la monja. Usted puede llamarme como quiera, hermana, respondió la guardesa. ¿Cómo la llaman los demás? Pudenciana reflexionó un rato. Casi todos, la Pelona, dijo finalmente. Es un extraño arreglo, comentó sor Consuelo, pero si a usted le conviene, por mí está bien. Así me bautizaron, dijo Pudenciana de un modo algo incoherente. En el gabinete reinaba la misma penumbra de la vez anterior, pero ahora sor Consuelo percibía además un olor peculiar, mezcla de polvo, madera y agua de colonia. Cuando Pudenciana la dejó sola, empezó a pasear por el gabinete sin soltar la carpeta que había traído; examinaba con curiosidad aquellos objetos tan valiosos como estrafalarios y acabó deteniéndose ante uno de ellos: era una talla de madera de unos dos palmos de altura y sin duda representaba la figura de un santo, aunque su cuerpo era algo deforme, retorcido como si la figura se hubiera tallado sobre un sarmiento; el borde inferior de la estatua conservaba restos de pintura, tiznones de un granate desvaído; uno de los brazos se había roto, el otro sostenía una cosa rectangular que parecía una caja de bombones. El santo tenía la barba rala, los ojos entornados y la mirada extraviada, como la de un beodo. En conjunto movía más a risa que a piedad; la monja se encogió de hombros: no entendía de arte ni quería entender, le parecía mal que los objetos de piedad se hubieran convertido en piezas de museo y en artículos suntuarios. Es una talla del siglo XI, quizá anterior, dijo una voz a sus espaldas. Sor Consuelo dejó caer la carpeta al suelo y Augusto Aixelà se agachó de inmediato, la recogió y se la reintegró a su dueña. Lo siento, murmuró, no era mi intención asustarla. No le oí entrar, dijo ella, ni siquiera me di cuenta de que se abría la puerta. No se ha abierto ninguna puerta, dijo Augusto Aixelà, pero no tema: no he entrado a través de la pared, sino apartando aquella cortina; en cuanto a la talla, proviene, según me han dicho, de Saint-Martin de-Canigou, y es uno de los muchos tesoros que salieron de Francia durante la guerra; representa un apóstol, quizá san Simón, aunque eso es difícil de precisar, porque como usted sabe los atributos que identifican a cada apóstol no se incorporaron a la iconografía hasta el siglo XIV; lo más probable, sin embargo, es que se trate de una falsificación. Venga, añadió señalando de nuevo la cortina por la que había entrado en el gabinete. Seguido de la monja, separó la cortina y salió a una galería que corría a lo largo de la fachada trasera de la casa, a resguardo del sol. Ante la galería se abría un jardín algo rústico, en el que crecían una higuera copuda y vetusta y una acacia. Bajo la higuera se veía una mesa redonda de mármol y hierro forjado, sin duda en desuso. Encima del mármol había reventado una breva madura, sobre cuyos restos zumbaba un enjambre de moscas. Diré que le traigan la limonada, dijo él, y atajando un gesto de protesta añadió: Dar de beber al sediento es una obra de misericordia, no me impida practicarla. En su voz no había asomo de sarcasmo, de modo que la monja sonrió. Él le indicó por señas que se sentara en una de las dos butaquitas de mimbre que había en la galería. La monja se sentó y él desapareció en el interior de la casa. Una brisa tibia traía hasta allí el perfume de la higuera. Sor Consuelo suspiró: al fondo del jardín, separado por un muro de cipreses recortados, se adivinaba un huerto; en el centro del huerto había una alberca y más allá, donde acababa aquél, el terreno ascendía en bancales sembrados de vides. Desde su puesto de observación alcanzaba a ver los racimos. Abstraída por el espectáculo, volvió a sobresaltarse cuando advirtió que Augusto Aixelà estaba de nuevo a su lado. Me estoy comportando como una colegiala, pensó, pero dijo: Qué agradable lugar. Sí, dijo él, aquí suelo pasar las tardes de verano, cuando me lo permiten mis obligaciones. Es en efecto una hermosa finca, no sólo en el sentido literal de la palabra: quiero decir que es una finca bien explotada, con verdadero talento; puedo afirmarlo sin sonrojo, porque ya era así cuando la heredé; yo me he limitado a conservarla y a seguir la pauta que marcaron mis antepasados. Inspiró hondamente y agregó: Amo esta finca más que a nada en el mundo, pero cuando yo me muera, ¿a dónde irá a parar? La monja le miró con inquietud: venía dispuesta a exponer sus problemas, no a escuchar los del prójimo. Antes de que pudiera decir nada, sin embargo, el cacique hizo ademán de apartar un insecto que revoloteaba ante sus ojos; luego miró a la monja y sonrió alegremente, como si con aquel ademán hubiera ahuyentado también la melancolía. ¿Procede usted del medio rural, hermana?, preguntó. La pregunta había sido hecha con delicadeza y sor Consuelo asintió. En efecto, dijo, mis padres eran labriegos acomodados, gente sin instrucción ni refinamiento, pero honrada a carta cabal y temerosa de Dios. Gracias a su esfuerzo y comprensión pude estudiar para entrar en religión, dijo, y más tarde, aportar la dote a la orden. Entretenidos en esta conversación los encontró Pudenciana, que traía la bandeja con la limonada. Mientras se la bebe, dijo Augusto Aixelà cuando la guardesa se hubo retirado, echaré un vistazo a esos números. Déjeme que yo se los muestre, dijo ella. No, replicó él, a menudo los números son más claros que las palabras, y menos vehementes; usted beba y descanse; después de la caminata, con este calor y con estos hábitos disparatados, no sé cómo no se ha desmayado todavía. Sor Consuelo no respondió; en aquel momento se sentía embargada de una ligereza inexplicable, rayana en la embriaguez, como si el bienestar y la paz de que allí se disfrutaba y la mansedumbre del paisaje, en contraste con la aridez del camino que acababa de recorrer, hubieran desequilibrado sus sensaciones. Miró en dirección opuesta y vio, al otro extremo de la galería, un papagayo encadenado a un aro; se volvió hacia Augusto Aixelà para comentarle la presencia de aquel ave insólita, pero él se había puesto unas gafas de montura de alambre y parecía absorto en el contenido de la carpeta. La monja se levantó y fue a examinar de cerca el papagayo: nunca había tenido ocasión de ver uno de carne y hueso; ahora le parecía extraño e inquietante: el pico y las garras eran fuertes y amenazadores, los ojos redondos tenían una fijeza demente y maligna, pero el plumaje era tan suave y vistoso que desvirtuaba el peligro manifiesto en sus rasgos y convertía al animal en un objeto de lujo. Aquella mezcla heterodoxa fascinaba a la monjita. No habla, pero puede hablar, dijo Augusto Aixelà; ella se alteró al saberse observada y se volvió hacia el lugar de donde procedía la voz. Augusto Aixelà seguía sentado, con la carpeta abierta sobre las rodillas; no se había quitado las gafas y ahora los cristales de aumento agrandaban sus ojos hasta convertirlos en dos circunferencias vidriosas que remedaban la mirada inhumana del papagayo. Nunca había visto ninguno, dijo la monja penosamente, como si se sintiera obligada a justificar su curiosidad; él dejó la carpeta y las gafas sobre la mesita que había junto a los sillones y se reunió con ella; el papagayo, al verse observado, ahuecó las plumas, abrió el pico y emitió un bocinazo estridente. La persona que me lo regaló me contó que provenía, como todos los de su especie, de las selvas amazónicas, dijo Augusto Aixelà, allí son capturados y enviados a Europa en barcos de carga; durante la travesía aprenden a repetir lo que dice la marinería: una sarta de reniegos y obscenidades que luego abochornan a sus dueños, porque lo que han aprendido por azar ya no lo olvidan nunca; este bicho, en cambio, no aprendió nada, quizá porque viajaba en algún lugar apartado, a donde no llegaban las voces humanas; ahora debería enseñarle algo, pero no tengo tiempo ni afición: soy un pésimo pedagogo. La monja abandonó la contemplación del papagayo y ambos volvieron a sentarse en sus respectivas butacas; allí permanecieron callados, con la mirada fija en la distancia, como si estuvieran pasando revista al huerto y los viñedos. Finalmente dijo la monjita: ¿Qué opina usted? Augusto Aixelà se volvió muy despacio hacia su interlocutora. Sólo he podido echar un vistazo al proyecto, pero puedo asegurarle que los números no cuadran, dijo. ¿Con qué?, preguntó ella. Con sus intenciones, replicó él, o con la realidad; usted habla aquí de dos millones de pesetas, pero a mi juicio para lo que se propone hacer se necesitaría una suma muy superior, cuatro millones, quizá cinco o más, no sé; ¿de dónde ha sacado estas cifras? Oh, de aquí y de allá, respondió la monja evasivamente. Son ilusorias, dijo él, ilusorias e incompletas; para empezar, no ha incluido en el presupuesto el costo de la mano de obra. No, porque pensé que eso no tenía importancia, se apresuró a decir la monja, en realidad nosotras mismas podríamos hacer el trabajo, eso no nos arredra. Augusto Aixelà la miró con irritación. No les arredra porque no saben lo que es, exclamó; sor Consuelo se quedó perpleja y él continuó diciendo: Soy hombre de pocas convicciones, pero la experiencia me ha enseñado a respetar el trabajo humano sobre todas las cosas; usted habla de él con ligereza porque quizá confunde trabajo y esfuerzo: no cometa este error; el trabajo es esfuerzo, pero también es sabiduría y constancia; no es aplicar la fuerza bruta a la materia, sino saber qué se quiere hacer y por qué y cómo hay que hacerlo y luego llevar a cabo esa obra con fatiga, con inteligencia y con amor, aplicando en cada gesto la herencia de varios siglos de dedicación y propósito. Se levantó y dio un corto paseo por la galería ante los ojos atónitos de la monja; luego, cuando parecía que ya no deseaba agregar nada más, se detuvo y extendió el brazo hacia la colina. Vea este huerto y aquellos viñedos, dijo, aquí la tierra es árida y las lluvias traicioneras, pero crecen porque los sustenta un sistema muy ingenioso y complicado de aljibes, acequias y esclusas que regulan el riego, un sistema tan antiguo que nadie sabe quién lo ideó ni quién lo llevó a cabo ni cuándo, por más que todo lo referente a la finca está documentado desde hace más de seiscientos años. Todo lo que se ve y lo que no se ve: los bancales, la casa, la limonada que acaba de beberse y yo mismo somos hijos de este esfuerzo tremendo, ininterrumpido y anónimo. Regresó junto a la mesa, cerró la carpeta que había depositado en ella y se la entregó a la monja. Tenga, sé que ha obrado movida por las mejores intenciones, pero no puedo tomar en serio sus fantasías; el gobernador y el obispo tenían razón en no hacerle caso, ellos son personas de categoría y se lo dieron a entender con más finura; yo sólo soy un bruto de campo, disculpe mi brusquedad y mi aspereza. Sor Consuelo estuvo un rato callada, luego consultó su reloj y murmuró una excusa: era sábado y debía estar presente en el rezo de la sabatina; se levantó, hizo una reverencia que parecía un amago de genuflexión y se retiró con los ojos clavados en el suelo y el cartapacio apretado contra el pecho.

Sin embargo, dos semanas más tarde la misma monja subía la cuesta que conducía a la finca con el mismo cartapacio bajo el brazo. Los perros repitieron su algazara atrabiliaria. No creo que el señor Aixelà quiera verme, le dijo a la guardesa, pero si se aviene a recibirme sólo le entretendré un minuto. Así mismo se lo diré, hermana, respondió la guardesa, en cuya mirada sor Consuelo creyó leer un deje de alarma. Quizá el otro día oyó la filípica y ahora teme un escándalo más sonado aún, pensó, pero va muy equivocada: por más que él me azuce, yo no me inmutaré; debo conservar la humildad a toda costa, éste es mi deber. Pero el cacique la recibió con una afabilidad no exenta de paternalismo. He venido a disculparme por la forma en que me marché el otro día, dijo ella antes de que él pudiera hablar, estaba confusa y no acerté a darle las gracias por su sinceridad. No debe disculparse, dijo él, yo estuve realmente muy violento y usted reaccionó con mucha entereza. También, interrumpió la monja, quiero agradecerle eso que usted califica de violencia; lo que me dijo no sólo era cierto sino evidente, pero por vanidad y obcecación yo no lo habría entendido si no me lo hubiera dicho de aquel modo. En tal caso, dijo él después de una breve pausa, estamos en paz. Sólo es una tregua, respondió sor Consuelo con una leve sonrisa en los ojos y en los labios. Ya veo que trae de nuevo su famoso cartapacio, dijo él. He revisado los números, aclaró ella. El cacique se echó a reír. Venga, salgamos a la galería, dijo separando la cortina. Y ella: Desearía que volviera a mirar el presupuesto si no es abusar de su tiempo y de su paciencia. Se habían sentado en las butacas de mimbre; Augusto Aixelà cogió el cartapacio que le ofrecía la monjita y sacó del bolsillo el estuche de las gafas. No abusa usted, hermana, comentó mientras se ponía las gafas, la verdad es que me divierte su perseverancia, no lo digo con ánimo de mortificarla, se apresuró a añadir, sino en los términos más afectuosos: crea que no estaríamos aquí si no valorase sus intenciones y la osadía con que trata de llevarlas a cabo. He revisado las cifras, atajó ella, y he esbozado un posible sistema de financiación; tengo el convencimiento de que si lograra reunir la suma inicial que aquí se indica podría conseguir fácilmente ayuda oficial; una vez puesto en marcha el proyecto, no me dejarán colgada. Veamos eso, dijo él abriendo el cartapacio. Para disimular el nerviosismo que le producían aquella situación y el empeño que ponía en conservar un difícil equilibrio entre la mansedumbre y la firmeza, la monja se levantó y fue a ver el papagayo. El animal ejecutaba una danza monótona en su aro: cargaba el peso del cuerpo sobre una de las patas y luego sobre la otra y balanceaba la cabeza al mismo tiempo; en aquel movimiento reiterado había algo de estúpido y mesmérico. Cuando tuvo a la monja al nivel de sus ojos, abrió el pico y dijo: Ave Marrría Purrrísima. Sor Consuelo lanzó una carcajada, luego recobró la serenidad y se ruborizó. ¿Tan seguro estaba que volveríamos a vernos?, dijo. Espero no haberla ofendido, dijo él sin levantar los ojos del presupuesto, sólo es una broma inocente. Oh, no estoy ofendida, pero ¿de veras me considera tan testaruda? Sí, pero ¿qué tiene eso de malo?, respondió Augusto Aixelà, la testarudez es una manera de ser: puede aplicarse a fines reprobables, pero también a la virtud. Cerró el cartapacio y dijo: ¿Por qué cree que yo puedo ayudarla? Eso es fácil de contestar, dijo ella, porque cuenta usted con los medios necesarios. ¿Quién le ha dicho que soy rico? Sor Consuelo bajó los ojos y murmuró: Estas cosas se saben. Sin embargo usted sólo lleva aquí un mes, replicó él, míreme a los ojos y dígame la verdad, ¿quién le ha hablado de mí? Mucha gente: los enfermos que acuden al Hospital, los médicos que lo atienden, los proveedores, todo el mundo, en una localidad tan pequeña las cosas corren. No todas son verdad, dijo Augusto Aixelà. No, pero todas tienen algún fundamento, replicó ella. ¿Qué más ha oído decir de mí?, preguntó él. Nada que mereciera ser escuchado, contestó la monja. ¿Por qué?, ¿sólo le interesa mi dinero? Sólo me interesan los hechos, replicó la monja, los juicios morales los dejo en manos del Altísimo. No estamos hablando de juzgar, sino de creer, dijo él, usted ha oído contar cosas de mí y ahora le pregunto: ¿las cree? ¿Qué le importa a usted lo que yo crea?, protestó sor Consuelo. Me importa y eso basta, dijo él en tono tajante. La monja juntó las manos sobre el regazo, inclinó la cabeza y dirigió a su interlocutor una mirada cuya intensidad desmentía el recato de la postura. Soy una monja, dijo al fin, he consagrado mi vida a la oración y al cuidado de los enfermos; del resto sé muy poco y no quiero saber más; es cierto que he oído contar cosas de usted, algunas buenas, otras malas; de las buenas no tengo por qué dudar, las otras han llegado a mis oídos en forma de murmuraciones maliciosas; no las doy por ciertas, aunque sé que son posibles: todos estamos capacitados para el bien y para el mal. Tragó saliva y prosiguió diciendo: De todos modos, si los actos reprobables que se le atribuyen son ciertos, nada puedo hacer, salvo rezar para que el Señor le ilumine, y eso ya lo hago. ¡Cómo!, ¿reza por mí? Rezo por mucha gente. Pero también por mí. Sí, también, dijo la monja, ése es mi deber… y también mi inclinación, pero quiero que una cosa quede clara: cuando rezo, es a Dios a quien me dirijo, espero que usted me entienda. Déjeme el cartapacio, dijo Augusto Aixelà precipitadamente, como si aquella conversación le resultase fatigosa, mañana he de ver a mi administrador y me gustaría que él echara una ojeada a los números, si usted no tiene inconveniente; es hombre discreto y leal y muy entendido en asuntos prácticos. Por supuesto, dijo ella con voz casi inaudible; él añadió: Pasado mañana salgo de viaje; he de ir a Madrid para resolver un asunto de cierta envergadura y ya sabe usted cómo son estas cosas: no sé cuántos días estaré fuera, pero tan pronto como regrese se lo haré saber. Quedo a la espera de sus noticias, dijo sor Consuelo lentamente, como si hablar le exigiera un gran esfuerzo; sin embargo, cuando volvieron a reunirse en aquel mismo lugar ocho días más tarde no había entre ambos la menor reticencia.