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EL SEÑOR JUEZ ARMITAGE

Castang destapó las otras dos botellas de cerveza, que emitieron un ligero siseo.

El juez se había lavado cuidadosamente las manos y la cara en el pequeño lavabo de Fausta, que ella en persona limpiaba; las señoras de la limpieza eran, según ella, «chapuceras». Se había pasado un peine por el pelo y también había encontrado la botella de Roger & Gallet de Richard. Había recuperado el dominio de sí mismo.

—¿Puedo encender mi pipa? —preguntó con humildad.

—Por favor. Tan sólo tengo una pregunta más. Sir James…

—No. Me temo que tan sólo los jueces tienen derecho al título. A partir de ahora ya no tengo ese derecho.

—Tengo una respuesta para eso —dijo Castang fingiendo despreocupación—. Los españoles dicen que Hombre es el más honroso de los títulos. Pero yendo al grano, siento esto, pero encontramos su vestido, su abrigo, su bolso. Pero esa manta de viaje. Tengo que decirlo sin rodeos… ya no estaba limpia.

—No… la enrollé con fuerza. No encontré ninguna oportunidad para deshacerme de ella. Estaba en el portaequipajes. A la mañana siguiente conseguí evitar que la familia mirara dentro del capó. Tenía la insensata idea de deshacerme de ella en alguna parte. Me deshice de sus ropas, poco a poco. Cuando llegamos aquí, en ese restaurante, Thomas, envié a las chicas por delante, para que se lavaran y arreglaran, tuve un momento, mi excusa fue cerrar el coche. Cogí la manta. Había un coche enorme y llamativo… la dejé sobre el techo como si la hubieran tirado. Esperaba que la robarían; se me ocurrió que la manera más segura de deshacerse de algo que no se quiere es hacer que lo roben.

Castang y Richard se miraron mutuamente. En otras circunstancias, o si no hubieran tenido tanto autocontrol, ambos se hubieran echado a reír. ¡Dios mío! El Volvo del carnicero… arrebatado con una prueba vital en un homicidio a la vez que con una abuelita, fallecida recientemente…

Rateros de coches aparcados, de uñas largas, la vida está llena de pequeñas bromas, chicos. Y pequeñas sorpresas para animaros. La próxima vez será uno con una bomba bajo el capó, conectada al encendido.

Castang se levantó y cogió su cerveza de la mesa. Richard se sentó en su lugar, se acomodó, poniéndose en funcionamiento.

—Traduce, Castang. Señor Armitage —Richard no iba a armarse líos con títulos— estoy obligado a colocarle bajo custodia. El reglamento exige que se le prive de su corbata, los cordones de sus zapatos y de cualquier cosa con la que pudiera estrangularse. No tengo la menor intención de ponerlo en práctica. Antes que humillarle, confío en su integridad. Monsieur Castang se encargará de que le lleven la comida. Yo mismo iré y explicaré el asunto a su familia, y usted podrá verles en privado. Uno u otro de nosotros, toma nota, Castang, no necesitamos a Fausta, se pondrá en contacto con el consulado y localizará al señor Brooke. El intérprete, Malinowski, tiene que ir al hotel esta tarde; dile que en lugar de eso vaya al Palacio de Justicia. Veré al juez y me encargaré de que le vea tan pronto como sea posible, y de que cualquier nota en la prensa sea lo más escueta y poco dramática posible.

»Puesto que ha hablado con tanta franqueza en este despacho, le voy a ser franco también. Como usted sabe, no hay fianza en las acusaciones de homicidio, pero la instrucción del caso no será larga. Podemos decir con certeza que tanto el juez de instrucción como la Audiencia de lo Criminal lo considerará desde el punto de vista más amplio y liberal, en ausencia, claro está, de cualquier argucia legal; espero que el señor Brooke… tenga el buen sentido de comprenderlo.

El señor juez Armitage meditó sobre todo aquello pausadamente.

—No necesita preocuparse por ninguno de estos motivos, comisario, el último acto de mi carrera judicial será asegurarme de que se haga justicia.

—Bueno, hombre —Richard intentaba hacer un chiste—, no es el juicio a Oscar Wilde, ya sabe.

Por un momento pareció como si el juez no fuera a encontrarlo divertido, y luego su boca se agitó.

—Quizá, únicamente, su exilio.

Cuando Castang regresó, Richard acababa de telefonear al Palacio de Justicia y Fausta, sentada en la silla del juez, escribía a toda velocidad.

—¿Qué le pasó a Oscar Wilde?

—Pasó unos dos años en chirona y luego se fue a vivir a Dieppe —dijo la omnisciente Fausta.

—Bueno, hay muchísimos lugares peores. No es exactamente la isla del Diablo.

—Ojalá pudiera irme a vivir a Dieppe —dijo Richard colgando el teléfono—. Castang, es mejor que vayas a sacar a ese chico, Colin. El juez dice que no está «satisfecho del papel que ha representado ese joven», como si todo esto fuera terriblemente gracioso…

—Creo que hace algún tiempo que él dejó de encontrarlo todo divertido.

—Bien, todos tendrán que hacer penitencia en el despacho del juez y se les echará un rapapolvo. Esa Laetitia… si alguna vez alguien buscó meterse en líos…

—Y lo consiguió —dijo Fausta, a quien le gustaba poco Laetitia—. Pero ¿qué les ocurrió a los dos? ¿Cómo puede un hombre de su experiencia llegar a hacer algo tan estúpido? ¿Cuál es el diagnóstico?, quiero decir, ¿qué dirá el loquero?

—Anorexia nerviosa —dijo Richard frívolamente.

—No, no —dijo Fausta que hablaba en sentido literal—, eso es las jovencitas que no quieren comer y luego descubren que no pueden, y se consumen.

—Bien, ¿cuál es la frase que usa el curandero cuando ni él mismo tiene la menor idea?

—Pirexia, pirexia de origen desconocido. Significa simplemente una fiebre.

Castang trabajó en ello durante un rápido almuerzo y las tareas administrativas de todo el día, pero no llegó mucho más lejos al final. Quizá Vera lo entendería, mejor que ninguno de ellos. ¿Coger fiebre?, todo el mundo coge fiebre, como había señalado Peggy Lee. Goltz había tenido fiebre.

Cuando un hombre de carácter y gran integridad cometía un crimen… bien, eso es un clásico. El hombre está trastornado. ¿Desconcertado? ¿Acabado?

¿Por qué uno pierde su integridad? ¿Una repentina repugnancia agobiante por un mundo que ha perdido la suya propia? Goltz, que tenía la ética de un armiño, fue un ciudadano respetable, respetuoso de las leyes a los ojos del mundo, hasta que el chantaje le obligó a matar a un clochard. Y, como diría el comisario Marchand, ¿qué importa si hay un clochard más o menos?

Dios mío, vivimos rodeados de criminales peores que ese. ¿Qué son los políticos? «Des gens à pisser dessus», como observó Napoleón refiriéndose a los miembros del Directorio.

¡Integridad! ¿La tiene Richard? ¿La tengo yo? Bien, la tenemos durante el día, y no la tenemos durante la noche, como había dicho monsieur Bianchi.

No basta con la integridad. El juez se comportó como un perfecto imbécil del principio al final. Sin experiencia de la vida. Eso es lo que trae el vivir esa existencia aislada, artificialmente perfeccionada.

¿Pero qué demonios es la experiencia de la vida? ¿Es lo que tenía Goltz?

¿Cuáles eran los pensamientos de Oscar Wilde mientras paseaba arriba y abajo por el paseo marítimo de Dieppe?

¿No había mucha diferencia, —¿no es así?— entre ser un juez condenado por asesinato, o ser condenado por sodomía? O exhibicionismo, según cómo se mire.

No obstante los tribunales franceses, el señor juez Armitage recobraría su integridad ocupándose de que se le hiciera justicia.

Ningún verdugo le iría a buscar, ningún mecaniquillo con su máquina. Los ingleses se sentían bastante orgullosos de su verdugo y su horca. ¡Era más artesano de esa manera! Pero incluso en los viejos tiempos, el Ministro del Interior hubiera firmado indultos sin pensarlo, mientras le partía el pescuezo con mojigatería a una jovencita de dieciocho años sin un céntimo, que había matado a su bebé en un acto de desesperación.

Hoy en día no son tan hipócritas, al menos. Con la complicidad del señor Brooke, un tribunal francés apresuraría la instrucción del caso, y dictaminaría tres años (dos suspendidos). En total ocho meses, una agradable habitación limpia y ventilada, llena de libros de la biblioteca y sin malas compañías.

¿Y qué sacamos en limpio? Bien, quizá podamos llegar a un pequeño acuerdo con la integridad, retorciéndole el brazo al señor Thomas.

Hacia el final de un día de trabajo de la PJ, cansado y atareado, Castang se fue en el coche al pueblo, justo fuera de los límites de la ciudad, que había tentado al carnicero a incumplir las leyes municipales; en realidad, el juez no había hecho nada peor que dejar de comunicar una muerte a las autoridades de Tours… La brigada de la gendarmería local, que había sido tan eficiente en lo relativo al carnicero, su coche y su abuelita, podía ahora ocuparse de recuperar una manta de viaje, de excelente calidad y en buenas condiciones; ligeramente manchada…

Después de ocuparse de esto, se asomó un momento para charlar amistosamente con el señor Thomas.

—Deberías estar en el Libro Guinness de los records. ¿Ha existido alguna vez un dueño de restaurante que tuviera, no uno sino dos coches con cadáveres en su aparcamiento?

—¡Chitón! No es divertido. De todas formas tengo que decir en tu favor: la prensa no mencionó nunca mi nombre. ¿Cuándo vais a venir tú y tu encantadora esposa a tomar esa cena que te prometí?

—Mañana —dijo Castang al instante.

—¡Oh! —exclamó un poco desconcertado ante esta insistencia—. Muy bien, pues, guardaré una mesa.

—Nos veremos entonces —dijo Castang, metiéndose en el coche con su paquete bien cogido (una manta de viaje, recuperada en la tintorería local).

Muy cansado, pero relativamente animado, consultó su reloj. No, hoy ya era demasiado tarde para ir a visitar a monsieur Bianchi. Tendría que ser mañana; el día se iba haciendo noche. Los policías se pondrían un cuello, camisa y corbata, y se comportarían como burgueses, atracándose en un restaurante de tres estrellas, como si fueran los amos; como los amos de la noche.

Entretanto, se producía una hermosa puesta de sol.