EL JARDÍN DE LOS JESUITAS
Dormía. Había tardado mucho en conseguir dormir, con los síntomas familiares de una tensión excesiva. Vera había regresado tarde; cuando se anda con dificultad, y hay gran cantidad de coches aparcados en las calles estrechas, todo se convierte en algo muy laborioso, pero aún estaba exaltada y radiante. Carmen había sido preciosa. Y bien hecha. Sin excesivos sofisticamientos. Una sencilla naturalidad muy de su gusto. Sin condenadas alusiones metafísicas. Sí; él deseó que sus propios casos fueran así. Ella estaba muy cansada, y él se levantó de la cama para hacer un poco de cacao, feliz de tener algo que hacer.
—¿Y a tu bebé también le gustó Carmen?
—Oh, sí, se sintió muy feliz. Dio saltos en los fragmentos emocionantes, ahora está muy cansado y duerme lleno de felicidad.
¡Ah!, a él aún le quedaban fragmentos emocionantes por los que saltar.
—La música sigue sonando en mi cabeza. No importa. Déjame que me quede inmóvil.
Y después de haber hablado durante una hora, finalmente se durmieron. Y él estaba profundamente dormido cuando sonó el teléfono. No servía de nada maldecir. Si no quieres que el teléfono interrumpa tu sueño hazte empleado de banco.
—Castang.
—Barde, jefe. Tenemos un pequeño drama. Tu chico volcó con el coche en su camino de vuelta del Rancho. No creí que estuviera tan borracho. Excesivamente animado, digamos.
Sí. Como yo.
—¿Está herido?
—No. Sólo un poco magullado. Estamos dentro de los límites de la ciudad, así que lo tiene la patrulla urbana. Naturalmente sobrepasa la tasa permitida de alcohol, y le acusan de conducción peligrosa. No hay nadie más involucrado, lo que es tener suerte, pero se comportó insolentemente; se lo llevan. Te he llamado porque, ¿qué quieres que les diga? Le han sentado en la furgoneta mientras hacen las mediciones. Ha sido un patinazo tremendo.
—No hay problema, deja que se lo lleven y lo fichen. Una vez esté en el depósito dile al general de brigada que lo queremos, de modo que monta un alboroto por la mañana, ¿me entiendes? Dale importancia a lo del seguro y pide una larga declaración, multiplica el papeleo, haz que dé de sí. Para retenerlo, en resumen, hasta que Richard decida si nos lo quedamos; querrá ver al juez. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Estoy despierta —dijo Vera en la oscuridad—, así que podrías contármelo todo.
Con los ojos ligeramente inyectados en sangre mientras se tomaba el café a la mañana siguiente, telefoneó a la comisaría central. Acababa de llegar el turno de día.
—Está bien —dijo la voz del brigada de la recepción—. Tengo la ficha aquí. Un enorme ojo morado, un corte en el caballete de la nariz, gran cantidad de magulladuras, pero nada roto, hum, tuvo suerte. Se ha pelado el brazo y la parte superior del muslo. Se le hizo un análisis de orina, y se le puso la inyección del tétanos. Articulaba mal, visión borrosa. El doctor quiere verle de nuevo esta mañana, de todas maneras, le dio un sedante bastante fuerte y ha estado tranquilo toda la noche. Puede que quiera enviarle a que le hagan radiografías, y un examen neuropsiquiátrico; ¿es eso lo que quiere?
—No vendrá mal pero tendré que localizar a Richard. Puede que requiera un segundo experto inmediatamente, para corroborar. Le queremos probablemente por homicidio.
—Hay muchísima chatarra para retenerle si quiere una excusa. De acuerdo, ya me informará.
—Estaré en la oficina en diez minutos —dijo Richard sin emoción—. Nos veremos allí. Yo trataré con la familia.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó Castang a Vera.
—¿Quién sabe cuánto tiempo durará esto? —miraba por la ventana el nuevo día de sol—. Quiero adelantar mi trabajo en los jesuitas antes de que el follaje sea demasiado tupido. Quiero huesos con una frágil y fina piel.
—Puede que tengas compañía —dijo Castang irónicamente, colocándose la chaqueta y encogiéndose de hombros.
El sol era aún débil y pálido, pero necesitaba la luz de la mañana. No es que le sirviera de mucho, el dibujo era malo; daba lo mismo si era por culpa de Carmen o de ella misma. Arrancó la hoja del cuaderno y volvió a empezar.
Un individuo de edad permanecía en pie al otro lado del camino. El juez.
—Discúlpeme, la estaba mirando de manera muy poco educada.
—No importa.
Le sonrió, lo cual pareció darle ánimos. Se decidió a sentarse en un banco. Ella dibujó una línea que carecía totalmente de sentido.
—Me temo que la estoy distrayendo —dijo.
El dibujo no era bueno. Le dio un tirón a la silla para quedar más cerca; da igual la línea de visión.
—Hablemos —dijo ella.
—Encantado. Pero me temo que no hablo francés.
Vera reflexionó sobre el problema, que era serio.
—¡Quizá alemán! —sugirió tímidamente.
—Ah. Sí. Ah…, lo tengo un poco oxidado.
—Bien entonces. Yo también. Yo soy checa. Pero es mejor uno oxidado que dos limpios, quizá no me he expresado muy claramente.
—Lo suficiente; estoy de acuerdo. Los intérpretes…
—Y no me preocupa dar el sentido exacto. —No hablaba alemán desde su época de estudiante, pero no lo había olvidado del todo—. Hablemos de cosas sencillas.
—Por desgracia no lo son siempre —sonrió.
—Lo son para mí. Tengo una mente muy sencilla. Nadie parece ponerse demasiado de acuerdo sobre qué es lo que está mal en nuestro mundo, aunque está claro que hay mucho. Para mí, gran parte los problemas provienen de complicar las cosas. Pero yo soy una campesina.
—Y una artista.
—Los artistas —dijo encogiéndose de hombros—, si son buenos, simplifican. Mire el paisaje. Los árboles y los arbustos están diseñados por Dios de una manera muy complicada y sutil. El hombre los guía, modifica, copia de una forma esencialmente sencilla, es sólo una sofisticación superficial. La ecuación que hay entre los dos es lo que me interesa. Con el comportamiento sucede lo mismo.
—Usted me interesa.
—Desde luego. Usted es juez. Mi esposo me habló un poco de usted.
—Debo considerar situaciones complicadas.
—Y simplificarlas. «Proteger a los hijos de los pobres y castigar al malvado». Así es como debería ser.
—Oh, mi querida jovencita…
—En lo que se refiere a este asesinato. ¿No es en realidad muy sencillo?
Se puso tieso, como si estuviera a punto de sentenciarla por desacato, y luego dijo:
—Siga.
—Mi esposo, no, no quiero hablar de él como si fuera una personalidad. Digamos la policía. Piensan que es su hijo. Yo no conozco a su hijo, pero han elaborado una complicada teoría, aunque aún no han ligado cabos.
—¿Y usted tiene una teoría sencilla?
—En cualquier caso, más sencilla. No he conocido a esa mujer. Pero tampoco ellos, excepto un policía de Caen. Él la observó muy bien, pienso.
—Esto es reconfortante. ¿Y cuál fue su conclusión?
—Sólo la vio como una amenaza. Para él, en aquel momento. Los policías tienen olfato para los alborotadores. O para quien es un imán para problemas —agitaba las manos en el aire, buscando la palabra apropiada.
—¿Que los atrae?
—Eso. Y así es como la veo. Me mostraron su fotografía y me pidieron que hiciera un dibujo. No soy retratista, y técnicamente era imposible… hice lo que pude. Pero ese policía de Caen encontró que se le parecía. Me sentí satisfecha. Yo la había visto de la misma manera que se reía, pero tan sólo de su sintaxis.
Él sacó su pipa y la empezó a llenar.
—Le ruego que siga.
—Laetitia. Alegría. Usted la conoció, ¿verdad?
Él estaba encendiendo una cerilla.
—¿Eso piensa?
—Si quiere saber mi opinión, creo que Laetitia era peor que una persona molesta. Una persona peligrosa, a quien le encantaba complicar las cosas, y por tanto enredar, atrapar y seducir a la gente. Yo pienso que usted la puso, lo he expresado mal, que ella le puso en una situación tan difícil que de repente se convirtió en algo inadmisible, insostenible para usted. Y que para simplificar las cosas rápidamente se encontró con que tenía que matarla.
—¿De veras?
—Si estoy equivocada, puede decírmelo.
Fumaba pensativamente.
—Usted me recuerda a otra persona sencilla que conozco. El verdugo. El que viene después del juez. El que ejecuta.
—¿Habla usted de una persona o de un cargo?
—Esta sí que es una persona auténtica. Fue el verdugo público durante muchos años. Escribió unas memorias, que compraron muchas personas, por razones morbosas, sin duda. Lo que me interesó fue su personalidad.
—Sí, los verdugos también me interesan a mí. Deben ser muy difíciles de encontrar, me refiero a buenos verdugos.
—Exactamente. Él era muy bueno, y consciente de ello, y con razón se sentía orgulloso. Y durante veinte años fue totalmente fiel y concienzudo, el perfecto instrumento de la ley. Entonces, repentinamente, dimitió. Su vida ya no tenía sentido.
—Explíquese por favor.
—Verá, no tenía ningún tipo de imaginación, lo que mantenía su mano firme y los nervios templados. Y tenía elevados preceptos morales. Para él no era un trabajo sino una vocación. Le venía de familia: su padre, su tío… Lo pasmoso es que como alumno, haciendo una redacción sobre profesiones, escribió como la cosa más natural del mundo «quiero ser verdugo». Había nacido para ello, ¿entiende? Estaba profundamente orgulloso de su dignidad, su destreza, su amor propio. Sentía, también, respeto por sus víctimas. Es sorprendente. ¿Sabe?, esas personas que tienen el valor de llevar a cabo ese trabajo no son ni borrachos ni degenerados, sino psicópatas.
—Es el inconveniente de la pena capital.
Él no captó la ligera ironía.
—Uno. El otro es que todo el mundo está de acuerdo en que debe de haber excepciones, pero nadie se pone de acuerdo en cuáles. No se puede achacar a prejuicios individuales.
Había dejado que se le apagara la pipa.
—¿Y yo le recuerdo a esta persona?
—No es crueldad. Es una tranquila y perfecta certeza. Se sintió totalmente satisfecho durante treinta años.
—Un individuo excepcionalmente chapado a la antigua —sin añadir—, y ya son dos.
—Pienso que al final se dio cuenta de eso; que había quedado atrapado en el tiempo.
—Es probable —dijo Vera.
Pero el juez continuaba aún sus pensamientos.
—Dice, bastante patéticamente, que siempre intentó mantener una conciencia humana. Y luego, de manera muy reveladora, que la conciencia humana implica recuerdos, sueños, temores, y que esos son los que destrozan a un hombre.
Vera no dijo nada.
—Lo que no he comprendido es por qué me odiaba, como era evidente que hacía, e intentó hacerme caer en una trampa. Me he preguntado incluso si mi hijo… pero no puedo creer que fuera consciente… Pero era casi como si le divirtiera…
—Usted es más bien una figura burguesa, ya sabe —dijo ella despacio.
—Supongo que sí.
—Yo misma no puedo evitar verle entre aquellos que castigaban con la muerte los delitos de sangre, como se les llama, cometidos por los pobres. Mientras que los autores de los delitos económicos, hombres que robaban millones a los pobres, disfrutaban de refugio y protección.
—¡No es verdad! Lo que es verdad es que la línea fronteriza entre el bien y el mal se ha convertido en algo fatalmente confuso.
—El bien, el mal; lo bueno, lo malo; el día, la noche. ¿Sabe?, un sabio policía viejo me dijo que no saliera por la noche. Esa es la hora de los poderes de la oscuridad. La policía sale; tiene que hacerlo. Ellos pertenecen a ese mundo, son parte de él. Los amos de la noche, les llamó. Era un calificativo veneciano.
—Ah. Usted cree en los poderes de la oscuridad.
—¿En Satanás? Desde luego. No en esas supersticiones sobre exorcismos. Pero si los hay de día, entonces también los hay de noche. Mire cuántos personajes públicos, mire sus caras, mire cuántos le pertenecen y cuán abiertamente. Está escrito en sus rostros.
El juez la miró sin saber qué decir.
—Tengo un consejo para usted si quiere seguirlo.
—¿Cuál es? —preguntó el juez—. Estoy seguro de que será bueno.
—Vaya a la policía. A mi marido. Al comisario Richard. Ellos no son como su verdugo. Tienen imaginación, demasiada. No creen ciegamente en la justicia; pero saben mucho sobre el bien y el mal y salen de noche.
Mientras se alejaba por el sendero, Vera pensó que aquel hombre se parecía a Goltz. Vamos, no seas estúpida; no es como Goltz… Pero sí. Goltz no podía entender por qué la gente tenía que alterar su tranquila existencia.