EL ALMA DE LA FIESTA
Sonó el teléfono.
—Castang.
—Estoy entrando en calor, y por Dios que lo necesito. Hemos ido por el río hasta las afueras de la ciudad. ¿Y qué hace él, entonces? Va y da media vuelta como en una maldita marcha de entrenamiento y vuelve por donde había venido. Es un buen andarín para ser un viejo; estoy a punto de mearme en los calcetines. Estamos en el Quai des Belges; tal como dijiste, paró para comer algo. Yo también tengo buen apetito.
—¿Dónde?
—El restaurante de la Bourse; ¿lo conoces? Le llamó la atención, supongo; simplemente se paró en seco, echó una mirada al menú y entró.
—¿Puedes verle?
—Y tanto, estoy en la cabina. Está en la esquina, pidiendo. Estoy seguro de que me ha visto; tendría que estar ciego para no reconocerme, después de todo este tiempo. Pero hace ver que no, no me presta atención. Se está tomando su tiempo, con mucha dignidad, ahora se ha sacado un libro del bolsillo.
—Muy bien, toma un bocado; ¡que no sea caro! No importa si se ha fijado en ti o no. Simplemente quédate con él tranquilamente, no hagas nada a menos que él haga algo. Si por casualidad no estoy aquí, Lachenal sabrá dónde encontrarme. ¿De acuerdo?
¿Qué estaba pasando? No es que Castang esperara realmente nada dramático; equilibrio, indiferencia y autocontrol eran la base de la existencia del viejo. A menos que se derrumbara esa base… pero el restaurante de la Bourse no era un lugar para llevar a cabo un drama. Podía ser un entreacto. Pero en general era relajante.
Lo conocía bien, y tenía una buena visión de la situación. Sólido, sosegado, un lugar chapado a la antigua; no quedaban demasiados de esos ahora. Decorado como un budin de pasas de la Tercera República, suelo de madera oscura y techo artesonado; un desmesurado número de espejos de un dorado descolorido en los que Herriot y Blum habían examinado sus reflejos. Grandes mesas cubiertas con toscos manteles blancos, banquetas tapizadas en felpa, plata antigua recargada de adornos. El típico lugar que aún tiene una vieja fuente con un surtidor en el centro del salón. Comida de difícil digestión y seria, sencilla pero buena. ¿Bourse de qué, originalmente? La mercancía llegaba por el río; probablemente el vino. Lugar de reunión de los transportistas y todavía el restaurante de los hombres de negocios a la hora del almuerzo, lleno de banqueros y de agentes de seguros que comían estofado y fideos. Y ostras, regadas con un Chablis excelente. Lo más parecido a un restaurante inglés que se podía encontrar; el juez debería de sentirse cómodo allí. El barrio financiero estaba desierto por las tardes, pero siempre había unas doce o quince personas, la mayoría ya de cierta edad, que tenían una reunión familiar o dos recién llegados pueblerinos, abriéndose paso a través de la anticuada comida Escoffier y de una muy buena bodega. No tenía ni una estrella en las guías gastronómicas; tampoco la quería ni la necesitaba. La anciana de la caja con su vestido de raso negro había desaparecido, hacía ya unos veinte años que no estaba. El «jovenzuelo», que se estaba quedando calvo y al que las preocupaciones habían hecho salir arrugas, rondaba los cincuenta y cinco y conservaba el mismo aspecto que había tenido durante los últimos treinta años; se sentía satisfecho con el ambiente que había conocido siempre y en el que se había criado. Era uno de los últimos bastiones de la tradición. No duraría mucho tiempo; el chef de cocina pasaba de los setenta. Si uno no quería esperar, podía conseguir «una chuleta y una botella de clarete» y un tazón de auténtico consomé con tuétano de primero, y queso después. El instinto del juez no había ido errado.
Su ensueño se vio interrumpido.
—Castang.
—Rancho a la vista —dijo una voz que sonaba a cazalla—. Realmente acabo de llegar ahora. Hice el relevo en el hotel, el jovencito echó una cabezada supongo, me tuvo allí despistando más de una hora. Yendo al grano, se ha metido en una fiesta, franceses, suizos, todavía están discutiendo qué van a comer. Yo me salí; estoy estupendamente, tengo algunos bocadillos en el coche. El menú ahí cuesta un ojo de la cara y es una porquería.
¡Ya lo creo! Un contraste total con la Bourse: un menú muy llamativo que incluye un exótico plato de Hawai y otro de Estocolmo y todo con cartulina emperifollada, y una lista de precios perfectamente sazonada y aderezada.
—Bebe sólo cerveza.
—¡Me lo dices a mí!
—¿Qué impresión te da el chico?
—Nervioso. Febril, bullicioso. Está riendo mucho. Es el alma de la fiesta. Hay muchas chicas sueltas, así que está muy ocupado. Hasta ahora, perfectamente bajo control, pero no apostaría cuánto tiempo puede durar.
—¿Temerario?
—Sí.
—Quédate cerca, y estate alerta. Si se mete en una pelea o cualquier cosa…
—Entiendo, jefe.
—Está bajo una tensión considerable. Está buscando la manera de salir del apuro, o por lo menos de hacerse la ilusión. Sabe que le estamos pisando los talones, así que esto es un desafío, nos está retando; ¿entendido? Actúa en consecuencia. Si se marcha con una chica no le pierdas de vista.
—¿No vas a venir?
—No; me conoce, lo tomaría como una provocación. Es un sujeto imperturbable, pero ha estado bebiendo todo el día. Quizá no demasiado y de manera espaciada, de modo que no puedo decir si está desfogándose o si se está provocando a sí mismo deliberadamente. Lo dejo a tu juicio; si muestra señales de comportamiento molesto o violento vendré: por el momento mantente en contacto.
—Entendido. Por ahora está simplemente jugando. Lleva mucho dinero, y compra todo lo que le gusta.
—No voy a esperar. No creo que vaya a suceder nada por ahora. Dejaré el recado a Lachenal, pero si me necesitas búscame primero en casa.
Con Richard ahí, se podría haber presionado a Colin, aumentando la tensión nerviosa para crear una crisis deliberadamente, pero se dio cuenta de que no funcionaría. Pase lo que pase, no dejes posibilidades para cualquier queja sobre trucos policiales. No podía saber hasta qué punto era exacta su interpretación de la situación. El chico había escogido un lugar donde desahogarse sin que resultara inconveniente. Los «ejecutivos» de todas las edades hacían eso exactamente. Durante todo el día eran terriblemente prudentes, convencionales, intensamente respetables; hablando a sus superiores con voz suave y educada. Después de cumplir con sus obligaciones querían echar una cana al aire en un ambiente apropiado. Este tugurio era en realidad un antro con pretensiones de club Playboy, donde pequeños vendedores angustiados y reprimidos que se llamaban a sí mismos gerentes de marketing podían darse golpes en el pecho y pavonearse de su machismo frente a una galería de hembras insulsas que vestían ropas ridículas. El Rancho era respetable en realidad. Los músicos hacían barullo y había mucha animación alrededor de la pista de baile, y los camareros de chaqueta roja pasaban a gran velocidad con bandejas de tonterías: entremeses calientes y porquerías en brochetas; y las chicas de falda revoloteante y largos rizos esgrimían enormes vasos de grueso culo, llenos de cubitos de hielo y tan solo un toque de whisky ahogado en burbujas. Unos cuantos maîtres veloces y experimentados aproximaban el carrito con magnificencia, y ejecutaban su diestro juego de manos con la lámpara de plata, la sartén de cobre, un juego de muñeca con media docena de botellas, una lengua de fuego apagada inmediatamente con una salsa aguada a base de Maggi y ketchup, y gran revoloteo de servilletas. Brillo de feria barata. Los franceses y los suizos estarían encantados con Colin. Les daba una oportunidad de alardear de su inglés. Le estarían despreciando secretamente, y él les estaría despreciando a ellos. A sus chicas les gustaría él… En general, todo parecía muy inofensivo. Castang se encogió de hombros, se levantó, volvió a colocar las cosas en sus bolsillos y decidió que era mejor irse a casa.