LAETITIA
La ficha retrocedía al principio, a cuando era la «chica descalza», incluso antes, a cuando había sido un Muerto recién-llegado, un pedazo de carne femenina repugnantemente estrangulado, del que no podía decirse nada como no fuese destacar lo inusual que era el haberlo encontrado en el Rolls-Royce de un turista. Era hora de darle una nueva mirada a Laetitia. Ella era la clave, el eje, la fuente; ningún tópico en el que se pudiera pensar difuminaría o enturbiaría su importancia. Había sido la corriente eléctrica, la vida, sí, la vitalidad que haría que todo ello fuese lógico. Eso es, lógico; en algún momento había parecido lógico matarla.
Richard, al igual que él mismo, había chocado con aquel callejón sin salida; según la lógica policial, el chico Colin era el único cliente formal, porque hay que olvidarse de todos los mitos franceses tan requeridos por el señor Larkins. Gángsters o barbouzes y brigadas de asalto clandestinas, extremistas de extrema derecha, que asesinan a personas que saben secretos que pueden comprometerles y amenazan con divulgarlos. ¿Pero dónde estaba el interés de Colin en matarla? Hay siempre un interés, ni que sea por una fracción de segundo. El miedo o el liberarse de un sufrimiento o de una tensión enloquecedora. Si vas a matar a alguien puramente por conveniencia, por definición eres un psicópata. Bien, pero llamarle a fulanito un psicópata simplemente porque no has encontrado nada mejor, es discutible. Ni a los tribunales ni a los policías les gustan los casos edificados sobre un diagnóstico psiquiátrico.
En cuanto al embarazo, habían llegado demasiado tarde para determinar el esperma, pero debería ser posible determinar el tipo sanguíneo. Y hacer un análisis de sangre a Colin. Richard había sacudido la cabeza. Tenía que hacer que el juez lo ordenara, y no sería concluyente.
Castang siguió examinando los informes y transcripciones que habían sido de tan poca ayuda.
Laetitia viva, al fin. Aparte de las «declaraciones» tomadas tan concienzudamente pero sin energía por los señores Larkins y Townsend, allá en Inglaterra, a los vecinos de Holland Park, al personal de redacción de una revista femenina, a la agencia de viajes donde había reservado su pasaje, el único testigo que tenían era aquel policía de Caen. Había sido un observador excelente, pero ¿era suficiente? Aquí estaba la transcripción de una cinta, que Fausta había pasado a máquina. Lo había hecho lo mejor que había podido para darle un poco de vida. Pero como sucede a menudo, las pocas palabras chistosas, superficialmente impresionistas, antes y después de algunas copas con Castang, eran más valiosas y convincentes —y vívidas— que aquel laborioso lenguaje administrativo. El papel quita vida…
«Robin, Jacky, oficial adjunto de la policía judicial… bla, bla…, haciendo un informe verbal en cinta a petición del comisario Richard subsiguiente a… bla… Recuerdo bien la conversación informal y extraoficial» —era un hombre cuidadoso— «entre el inspector Castang y yo mismo. Una esmerada síntesis de los dos episodios no admite añadiduras, y el análisis posterior no me induce a eliminar demasiado. De ello saco la conclusión de que no hay ningún punto sobre el que quisiera alterar materialmente los comentarios que hice entonces, al tiempo que subrayo que dichos comentarios eran el resumen, más o menos frívolo, de impresiones fugaces».
Muy bien, chico.
«No deseo que se le dé una importancia indebida a cualquier interpretación que pueda haber hecho en el transcurso de lo que puedo describir como chismorreo profesional, pero tengo entendido que la descripción que di de las ropas ha resultado ser exacta, y que tenía una pistola en su bolso, hecho que yo ignoraba. Creo, por lo tanto, justo decir que mis observaciones sobre ella estaban bien fundamentadas. No pretendo exactitud al describir su forma de actuar o al repetir sus palabras, pero sí algo de exactitud objetiva. Hago hincapié en que mi encuentro con ella duró un cuarto de hora, y nada me hizo sospechar que adquiriría entonces o en fecha futura alguna importancia».
Bien, muy bien. Robin no había intentado retractarse o desdibujarlo; me respalda, y no intenta cambiar mi manera de expresarlo. Porque el preliminar de aquello había sido el que Castang grabara su propia versión de la reunión con Robin en una cinta, incluyendo una versión del diálogo (discretamente censurado, por lo cual Robin le había quedado agradecido). El hombre de la PJ en Caen sencillamente había «devuelto al ascensor» para que recogiera a un colega en la profesión.
Había demostrado ser extrañamente valioso. Era el único vislumbre de Laetitia viva que habían podido encontrar.
Porque Tours había resultado absolutamente inútil. El comisario Benoît, estimulado por su colega y hermano Richard (su igual en rango y en antigüedad…) había realizado una tremenda síntesis de las investigaciones, empezando en el más logrado lenguaje administrativo con: «Nosotros, Benoît, en virtud de los poderes, bla, bajo la comisión rogatoria promulgada por, bla, consecuente y subsiguiente a bla al cuadrado». Mejoraba a medida que avanzaba. El comisario Benoît llevando a cabo en persona el interrogatorio del portero nocturno, y estando inquietantemente cerca de perder la paciencia con aquel mal nacido al cuadrado y al cubo, resultó ser «selecto» como decía Richard, y a veces extraordinariamente divertido. Pero Laetitia no había aparecido por ninguna parte.
Oficialmente, uno no podía prescindir del hecho de que el aparcamiento del hotel estaba a unos cien metros de la casa, e incluso oculto visualmente por los árboles. No había garaje ni patio. El portero simplemente señalaba un letrero colocado de manera que quedara perfectamente visible tanto en la conserjería como en la recepción, que decía que la gerencia no se hacía responsable de los coches o de las cosas que contuvieran. Todo el asunto, por lo tanto, era como una nuez seca: pártela y no hay meollo. Lo mismo que las llaves.
—Tan solo tiene que comprender, comisario —dijo el portero pacientemente—, que la gente conduce hasta la puerta principal, descarga su equipaje, lo que, desde luego, hacemos nosotros, y si nos dan las llaves del coche las utilizamos para abrir el maletero. Pero hemos dejado de ofrecernos para aparcar estos coches. Nos encontrábamos con que demasiados clientes intentaban cargarnos los daños, rasguños y otras cosas ocasionadas por aparcar descuidadamente o incluso ocurridas días antes. Tenemos buenas razones para ser susceptibles con este tema; nos ha pasado demasiado a menudo. Los clientes deshonestos echan a perder las cosas —dijo con tono virtuoso.
¡Nunca había visto a Laetitia! Naturalmente… Benoît le había presionado con bastante aspereza. Todos los porteros de noche tienen sus trampas y supercherías… se sabe que dejan habitaciones, o permiten que haya cambios de habitación, que se compartan, o que sean «utilizadas» de otra manera sin que conste en el registro; bastante a menudo. Se sabe que jóvenes bonitas sin acompañante han tenido acceso a las habitaciones de los hoteles a cambio de la juiciosa entrega de sobornos, no siempre monetarios; no, no, no, comisario, uno ha oído tales cosas pero, créame, son mitos. Este no es un establecimiento para viajantes de comercio, y estando como estamos en el corazón del campo, las damas de vida ligera no nos molestan. Desde luego, si los huéspedes traen señoras de vida ligera inscritas como sus esposas… pero en un hotel de esta categoría, comprenda usted, comisario, se intenta atender los más mínimos deseos del cliente, al tiempo que mantenemos para la protección de todos un escrupuloso nivel moral. Tan solo hojee el libro de registro, comisario, y encontrará el gratén, la cresta dorada, lo crujiente y lo aromático, los nombres. Y no utilizo estas expresiones canallescas como gilipolleces, comisario, y déjeme decirle que me ofende su utilización aplicada a mi declaración. Mire donde aprendí, mire donde obtuve mi experiencia; pregunte a estas personas. Ellas se lo dirán; no únicamente sin antecedentes criminales, nadie podría mantener un empleo de esta responsabilidad ni por un segundo, sino que ni una sospecha, comisario, ni una sospecha.
Benoît había ido bastante lejos, amenazando que si tan siquiera le llegaba la más mínima sospecha a sus oídos, se ocuparía él personalmente de ello… y lo demás. Pero un conserje de un hotel de lujo es un crustáceo con un caparazón perfecto. Puedes ponerle en un cacharro con agua, pero no siempre es fácil conseguir que el agua hierva. Se necesitan pruebas materiales, y así, finalmente, Benoît lo había decidido (privadamente, hablando por teléfono con Richard).
—Si tan solo una persona hubiera visto a esa chica, Toth. Si hubiera parado en el pueblo a poner gasolina o comprar cigarrillos, en Tours para comer. He hecho todo lo humanamente posible; me diste el contenido de su estómago y he comprobado todos los establecimientos de la región que sirven comidas. Sí, todos los campings, pero por Dios, hombre, en el mes de febrero… y un bistec… lo compraría en cualquier carnicería y se lo freiría ella misma. Este discreto portero podría haberlo sacado de la nevera y habérselo preparado, pero ¿cómo vas a probar eso?
Laetitia viva, Laetitia muerta. Castang tomó el cuaderno de apuntes de Richard.
«Nota interior, Castang a Richard. ¿Se le ha dado la suficiente importancia a lo siguiente (para PJ Tours)? La razonable suposición de que debido a las condiciones meteorológicas el asesinato de Toth tuvo lugar a cubierto (en un coche es una posibilidad, pero en un hotel es más probable) y reforzada por lo siguiente: ej. relajación del esfínter. Esto dejaría un buen rastro desagradable. (¿Sábanas?). Pregunta: ¿se ha comprobado la lavandería, tanto en lo que se refiere a la camarera o ama de llaves, en el sentido de habitaciones alquiladas aquella noche, y en relación a la lavandería, donde tendría lugar la comprobación y el recuento del material del hotel? Esto no sería una cuestión de una mancha de café en una funda de almohada…».
¿Había algo más referente a la Laetitia viva? El informe inglés daba como antecedentes familiares que la madre había nacido en Niza. Incluso había sido comprobado, tanto más cuanto que la familia inglesa estaba pasando las vacaciones en la región; casi con toda certeza una coincidencia, pero ¿se podía estar seguro? Pero no, ningún rastro de familia o incluso de ninguna conexión, ni personal ni profesional (el certificado de nacimiento de la madre, según los archivos de los pasaportes británicos, daba como ocupación de esta «ninguna»). Y se podía confiar en que los ingleses serían muy minuciosos en aquel tipo de cosas. También el señor Larkins —Richard estaba de acuerdo— era totalmente leal. Si descubriese cualquier cosa que diera una indicación, no intentaría minimizarla, por mucho que deseara que todo el asunto fuera un caso extraterritorial.
Laetitia, chica idiota, con tu fascinación por las armas y la muerte, los criminales y los policías.
Sí, la editora de las crónicas especiales para la revista lo había reconocido; ella había hecho algo sobre los aspectos femeninos del crimen y los criminales, y lo había presentado sobre la vaga base de que la liberación debería de producir una fuerte caída del crimen cometido por una mujer en todos los niveles, desde hurtos en tiendas al asesinato del marido. La editora de las crónicas especiales lo había rechazado, pero había dicho —sin comprometerse en nada— que si Letty deseaba seguir trabajando sobre aquel tema no tenía por qué perder la esperanza. No se le encargó nada, inspector, pero sí, Letty podría haber querido seguir con él; realmente ella sólo podía decir aquello…
Cuando Laetitia descubrió que su nuevo novio era el hijo de un juez, ¿significó eso algo?
¡Laetitia, por muy trivial que suene esto, cómo deseo que estuvieras aún viva!