TRABAJANDO HASTA TARDE
—Fausta, ¿dónde está Richard?
—Sentado en un tren, confío que sin leer a Agatha Christie.
Desde luego; Ginebra. No había vuelo directo, y había rehusado coger un coche. Volvería tarde y se iría directo a casa. De todas maneras Richard no podría serle de ayuda. Diría: «Quien mal anda, mal acaba». No podía protestar por eso.
—¿Quién es Carmen? ¿Y por qué tiene uno que liarse el suyo?
—Pero chico, agudiza tu ingenio. Carmen trabaja en una fábrica de cigarrillos.
—Lo que necesito es un trago.
Las costillas le producían un dolor de mil demonios. La sonrosada cicatriz, aún reciente e inflamada, le escocía de una manera terrible.
—Bueno, si te niegas a ir al hospital ¿qué puedes esperar? Siéntate en la silla de Dios Padre porque se puede inclinar hacia atrás. Sácate la camisa; veré lo que puedo hacer.
Fausta siempre podía hacerlo todo. Sacó el botiquín, le extendió e hizo tumbarse como en el dentista, limpió su estómago con un algodón empapado en alcohol de noventa grados, terriblemente frío y furiosamente sexy.
—Toda esta goma de mascar pasada… Y puedo ver las hilas en tu ombligo.
La herida que cicatrizaba estaba dolorida a la vez que escocía.
—Te pondré algo estéril, y luego te vendaré. Uff, ese Goltz te dejó su marca, ¿eh?
Un mechón del pelo de Fausta —todos en la PJ se jactaban de que se podía sentar sobre él— se le soltó y le hizo cosquillas en la barriga.
—Fausta, hazlo de nuevo, pero con los pechos desnudos.
—Cállate y estate quieto.
—Fausta, qué me estás haciendo; mi pene se está poniendo erecto en un auténtico delirio.
Le dio un tremendo bofetón justo en los centros nerviosos del diafragma, ante lo cual él lanzó un chillido con voz de soprano afónica.
—Suena igual que Carmen cuando la apuñalan —dijo la horrible muchacha.
Para entonces había empezado a atar cabos. Ninguna compañía de ópera de provincias se las podía arreglar ahora para pagar a estrellas internacionales. De modo que la Ópera du Rhône, la del Rhin, y alguna suiza se habían reunido. Se hacía hoy en día; se lo había explicado Vera. Con un repentino sobresalto recordó que ella iba aquella noche. Una fabulosa y sexy mezzosoprano negra. Y toda la ciudad, encantada de tener una auténtica melodía que poder tararear por fin… excepto él, desde luego; había estado en el Hermitage, cuando no había estado Goltzeando.
—Fui anoche —dijo Fausta—. Es absolutamente formidable.
Desde luego.
—José es un pobre blandengue; Escamillo tan sólo un semental estúpido. Pero Carmen está viva. Todos los hombres de la ciudad estaban con los pelos de punta. ¿Está mejor?
—Si me rascaras la espalda sería perfecto.
—Que te la rasque tu mujer; me voy a casa.
¿Era ya tan tarde? Llamó a la operadora de la centralita, quien antes de irse dejaría la línea conectada con el oficial de guardia.
—¿Quién está de guardia?
—Lachenal.
Un enorme gorila de la brigada de Cantoni, que dormiría felizmente toda la noche.
—Déjame la línea conectada en el despacho de Richard; la volveré a pasar cuando me vaya.
Una tarde tranquila en la oficina de la PJ; todo el mundo se largaría mientras las cosas fueran bien. Pronto se haría el silencio, y sólo quedarían los pequeños ruidillos que producía la mujer de la limpieza. Ninguna otra persona trabajaría hasta tarde en los edificios; una vez que la mujer de la fregona y el cubo hubiera acabado, tan solo el conserje iría por ahí silbando mientras hacía sus rondas para comprobar ventanas y radiadores, con su perro al lado. No se molestaría con las oficinas de la PJ. Estaba acostumbrado a que la gente trabajase allí hasta tarde.
El sol se estaba poniendo, proyectando una siniestra luz roja al interior de las oficinas que daban al patio. Dibujos sobre los desnudos plátanos, y haciendo que una fresca neblina blanca se elevara del suelo. Uno encuentra tardes así algunas veces en primavera pero más a menudo en otoño; cielos despejados y tranquilos, claros y sin viento, de donde el sol brotaba durante todo el día. Únicamente cuando el crepúsculo caía de golpe, abriéndose paso hacia la noche, uno se daba cuenta de lo cerca que estaba el invierno. En el momento en que surgían los amos de la noche. Estiró la mano para coger el teléfono y marcó el número de su casa.
—No sé cuándo volveré; puede ser un poco tarde.
—Oh. Bueno, no importa, te dejaré la sopa.
—¿Por qué?, ¿vas a salir?
—¿No te lo dije? Estoy segura de que sí; no debes haber estado escuchando. Voy a ver Carmen.
—Oh… no, no, de acuerdo, no pasa nada.
De alguna manera, se sintió ofendido, como si ella no tuviera derecho a ir a ver Carmen cuando él estaba ocupado con aquella mierda.
Valdría más que se pusiera cómodo. La silla de Richard estaba acolchada y bien diseñada; podía recostarse en ella. Puedes hacer una incursión en el armario de Fausta, prepararte café, o té; incluso hay bebidas ahí. Si te quedas sin cigarrillos, Lachenal tendrá. Si el tiempo se te hace muy largo, puedes leer los archivos de Richard; incluso puedes escuchar su «cuaderno electrónico» que muy amablemente ha dejado sobre el escritorio, y que estará lleno de frases en diversos estados de perfección para las cartas e informes que dictaría a Fausta al día siguiente…
Richard ya no volvería ahora. Una vez fuera del tren de Ginebra se iría a casa directamente incluso aunque no llegara con retraso. Estaría allí a las ocho de la mañana, fresco y atento entonces, escuchando las aventuras de Castang. Pero había una docena de archivos sobre su escritorio. Castang no sabía nada del asunto de Suiza que Richard llevaba personalmente, pero era tan importante como el insignificante homicidio de una ridícula joven que se lo había estado buscando. De hecho, mucho más. La prensa había abandonado de buen grado a aquellos ingleses para concentrarse en el secuestro.
De cualquier modo Richard se había distanciado de este asunto. No había que echarle la culpa. No podía esperarse de él que estuviera a las órdenes de nadie, cuando los testigos consentían amablemente en efectuar declaraciones o someterse a interrogatorios. Richard estaba dispuesto a respaldarle, y lo haría, si era necesario, incluso a pesar de que no le había parecido bien la «táctica».
—Te has metido en una ruleta —le había dicho—. Ni siquiera estás apostando al rojo o al negro; estás apostando por un número. Estás haciendo caso omiso de la norma básica de procedimiento que dice: ten la ventaja de tu parte.
—No veo qué se puede perder. No hay ninguna evidencia propiamente dicha. Dándole y dándole uno podría, supongo, sacar un pedazo pero ¿puedes imaginarte a alguien firmando órdenes de extradición?, desde luego que no. Con ese Larkins sentado ahí todo sonrisitas condescendientes, y este tipo de la Embajada esperando para lanzarnos la mitad del Colegio de Abogados de París bajo nuestros pies.
»En estos momentos hemos reconocido tácitamente que no tenemos bases para una acusación. Hay una posibilidad, quizá, de hacer que el chico se confíe demasiado. No llegaremos a ninguna parte si actuamos estúpidamente y esperamos a que ellos se contradigan a sí mismos. Mientras que si lo presentamos todo en otro plano…
—Sigue adelante entonces —había dicho Richard con calma—. Nunca sabes la suerte que te espera. En una situación en la que de todas maneras no llevas ventaja…
Richard no decía lo que realmente pensaba.
—Se ha cometido un crimen. Usted lo sabe, sabiendo que yo lo sé. ¿Va a repercutir en su solidaridad familiar?
—Exactamente —dijo Richard—. ¿Esperas que la mafia te venga a ver y te cuente todos sus problemas? Sí, sí, mi hijo tiene malas amistades, y lo que es más, escondió el cadáver en mi coche; ahora ¿qué te parece eso?
—De acuerdo —dijo Castang—. No tienes más que enviar a Lasserre para llevar a cabo estos interrogatorios.
Richard no dijo nada; simplemente miró por la ventana. Pero parecía una viñeta de cómic…
—¡Lasserre…!
Apareciendo en el bocadillo que había por encima de su cabeza. ¡Puah! ¡Buf! Te lo tengo todo resuelto, firmado tu Buen Vecino El Hombre-Araña. Lasserre no le pegará a nadie; por lo menos no después de que se le haya dicho que no lo haga.
O Cantoni. Nosotros, los corsos, podemos tener una reputación algunas veces merecida, pero en realidad no vamos por ahí conectando electrodos en los huevos de los demás. De verdad… el viejo Lachenal, aquí simplemente un encantador y amable jugador de rugby. Un niño grande, en realidad.
Sonó el teléfono.
—Castang.
—Ah, estás ahí. Estoy en el hotel. La madre y la hermana estuvieron mirando escaparates, tomando té, paseando. Finalmente han vuelto, han subido a darse un baño o lo que sea, van a tomar un bocado en el restaurante, y le han pedido al conserje que les consiga dos entradas para Carmen. ¿Está bien?
Maldición, todo el mundo iba a ver Carmen.
—¿Dónde está el juez?
—No he visto ni rastro de él.
—De acuerdo, puedes ver Carmen también, como los demás. Fausta dice que es fabulosa. ¡Hazte amigo del bombero!
La siguiente llamada llegó casi al instante.
—Tu juez se va a dar un agradable y largo paseo. Volvió al hotel. Cogió un abrigo, bufanda y guantes, bastón, no dijo una palabra a nadie.
—¿Por dónde?
—Por los muelles. Brumoso. Frío.
—¿De modo que te pasaste por la taberna para entrar en calor? No quiero que se le pierda de vista.
—No, estoy en una cabina. Camina despacio.
—De acuerdo, no te acerques demasiado. De todas formas es un anciano; no quiero que le asalte ningún mozuelo.
—Comprendido. Sólo que no tengo transporte, ¿sabes?, y si repentinamente se mete en un taxi o algo así me deja plantado.
—Cualquier cosa así y telefoneas rápidamente, y le recuperaremos a través del expedidor. Es probable que pare a comer algo.
Y ¿dónde demonios estaba Colin? Tuvo que esperar otra media hora para este.
—¡Uh, al fin! De vuelta en el Holiday Inn. Ha subido a darse una ducha, o a cambiarse. Está bien, estoy utilizando el teléfono que colocó Lucciani, que no pasa por la centralita. Cuento con que será una noche movida, ha estado preguntando en recepción donde está la acción. ¿Vas a hacer que me releven? Me conoce ya. Se ha estado divirtiendo a costa mía.
—¿Qué le dijeron en recepción?
—Oh, que vaya al Rancho del Escándalo, ¿dónde sino? A menos que pregunten por los garitos iluminados a la luz de las velas, ahí es donde envían a los turistas.
—¿Dónde has estado todo el día?
—Haciendo turismo por los viñedos pintorescos. Ya sabes, te garantizan que las telarañas tienen trescientos años. Ejecutó toda la rutina de la degustación, compró una buena cantidad de material. Aguardiente de nuez, cosas así, un par de cajas. Le sableó algún dinero a mamá durante el almuerzo; ella firmó algunos cheques de la American Express. Mira, será mejor que vigile; ha dejado el coche afuera.
—Si no te relevan ahí, lo harán en el Rancho, ¿de acuerdo?
El Rancho estaba a unos cuantos kilómetros, río abajo, una antigua posada de pescadores antes de que el río estuviese demasiado contaminado. Durante el verano era una taberna ribereña donde se podía beber en el jardín y bailar los fines de semana. Un hábil negocio local, más hábil que el del señor Goltz, que funcionaba muy bien con el ganado local convertido en un saloon del oeste, con chicas calzando botas y con los muslos desnudos, y dólares de plata con los que jugar, y bistecs a la barbacoa y un pequeño grupo de jazz. Obtenía unos beneficios formidables. Los accidentes de tráfico en el camino de vuelta se habían convertido en algo crónico, hasta que pusieron una patrulla permanentemente a las tres de la mañana. El amo Colin se lo pasaría muy bien. Y las vaqueras eran habituales, estaban en la guía, y eran conocidas del portero nocturno del Holiday Inn.
El viejo se dirigía en aquella dirección. Pero había sus buenos ocho kilómetros, demasiado lejos para que fuera andando; cogería un taxi. Bien, ya se vería. No sería un buen lugar para una charla tranquila, de todos modos.
Pasaría otra hora antes de que ocurriese nada. Cruzaría rápidamente a la taberna para tomar un tazón de sopa —ni mucho menos tan buena como la de Vera— una muy necesaria cerveza y un paquete de cigarrillos. Eliminaría primero a Lachenal, quien en aquellos momentos debía de empezar a tener hambre.