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LA CIMA DE LA MONTAÑA

El juez encendió una cerilla francesa, que se le rompió en los dedos. Otra, que se encendió y se apagó al instante. Agitó la caja y la miró con irritación. Castang se mantuvo en silencio, dándole la razón secretamente. La fabricación de cerillas en Francia muestra una misteriosa repugnancia a reformar sus malas costumbres. También muestra una mezquina tacañería, por Dios; la caja nunca está llena.

—Dígame ¿ha discutido esta teoría con sus colegas? ¿O con el juez de instrucción?

—El comisario Richard conoce mis ideas. Él no me ha confiado las suyas. El juez no. Él pidió una investigación y espera los resultados, que interpretará como le parezca. No daría mucha importancia a las conclusiones sin fundamento de un oscuro inspector de la PJ.

Asintió con la cabeza.

—Debe de haber, creo —siguió el juez—, una creencia general en Inglaterra, en el sentido de que la administración de las cosas aquí adolece de un grave defecto. Como un ingeniero, por tomar un ejemplo, que recibe una educación muy buena en el campo de la teoría, pero la realización práctica de su reconocida brillantez resulta defectuosa o se estropea con molesta frecuencia. ¿Como si hubiera un desequilibrio fundamental en su manera de pensar? Debo decir que he escogido un ejemplo del que sé muy poco.

—Es célebre —dijo Castang alegremente—. Construimos magníficos prototipos, y somos incapaces de fabricar una serie con viabilidad comercial. La empresa de electricidad estatal diseña una hermosa máquina para producir energía, sin pensar ni por un segundo en el efecto que pueda tener en las vidas de la gente normal, y se muestra de lo más sorprendida e indignada cuando se le dice que nadie lo quiere. Una especie de despótica autosuficiencia.

Asintió con la cabeza.

—¿Una estrechez de miras? ¿Una cierta rigidez?

—Exacto. Añada un gobierno que no confía en sus ciudadanos y no les quiere consultar. Es difícilmente sorprendente, entonces, que los ciudadanos no confíen en su gobierno. No solamente los franceses, parece ser universal.

—Tomando el campo que yo conozco mejor: la ley. Se nos acusa a menudo de aferrarnos a instituciones absurdamente anticuadas y caducas. Nosotros respondemos que siglos de experiencia demuestran que proporcionan un buen resultado pragmático. El argumento para conservarlas es igualmente convincente; otro ejemplo de pensamiento empírico. Ahora ustedes, tal y como lo vemos nosotros, han sido dotados con unas instituciones legales cuya teoría parece superior a la nuestra. Sin embargo, demasiado a menudo, el resultado, el fallo dictaminado por el tribunal, parece igual de confuso y desconcertante.

—Todo demasiado cierto, me temo, y sé de alguien que está de acuerdo.

Maldita sea, parecía como si estuviese hablando Richard.

—Para reducir las cosas al asunto que nos ocupa —siguió el viejo de forma implacable—, aunque claramente impropio viniendo de uno que está él mismo implicado, es decir yo mismo, le planteo el hecho de que usted es vulnerable a esta misma crítica.

—Soy consciente.

—Usted tiene una teoría, y teóricamente el argumento en su favor puede considerarse convincente. Pero al no estar respaldado por evidencias no puede pasar las pruebas que un Tribunal, me refiero a nuestros tribunales, insistirá en efectuar. De hecho, debo decirle que mi opinión en un estrado sería que no había caso que juzgar. El representante del Ministerio Fiscal, aproximadamente el equivalente a su Cámara de Acusación, creo que hubiera llegado a la misma conclusión antes que yo.

Castang empezó a recoger sus papeles cansadamente. Este anciano, que parecía tan envarado, era mejor escalador que él. Llegó arriba el primero. Sus piernas parecían de algodón.

—No llegará tan lejos como la Cámara de Acusación —dijo—. Si llega al juez de instrucción será sólo en un sentido formal, de que anule nuevas medidas. Mi propio superior, el comisario Richard, aplicaría su razonamiento a mi sumario.

Volvió los papeles boca abajo y encendió un cigarrillo. ¿Qué expresión pondría el joven Lucciani al tener que pasar a máquina todo aquello? ¡Sería mejor que lo hiciera él mismo por pura autodefensa!

Sorprendentemente, el juez no mostraba ninguna señal de querer huir hacia el aire libre.

—Usted me ha presentado, señor Castang, un enigma clásico, descrito en forma clásica en un libro excelente que dejó inacabado un gran escritor, que estaba algo relacionado con la ley: Robert Louis Stevenson.

—Siento decirle que no me dice nada.

—¿No? ¿Weir de Hermiston? Debería consultarlo, le interesaría. Vale la pena. El nombre es el de un juez, un juez de la horca, conocido universalmente por su erudición y por su integridad, pero también por su comportamiento autoritario y brutal en el tribunal. Tiene poco contacto con su hijo, un joven imaginativo y sensible, el cual queda un día escandalizado e incluso horrorizado por la aparente insensibilidad demostrada por su padre al sentenciar a muerte a un criminal sórdido y vulgar. El joven decide protestar públicamente, arruinando por ello su prometedora carrera en la universidad. Existe una analogía, remota pero válida, con experiencias mías.

Castang escuchaba.

—En una escena bellamente escrita, el hombre de edad rehúsa con desdeñoso orgullo justificar su conducta ante su hijo y destierra al joven a una remota existencia rural, en una granja de la meseta, donde solo, confundido y aturdido por un amorío con una inocente joven campesina, el hijo comete un crimen funesto. Aquí termina la historia, con la inoportuna muerte del escritor. Hay bastante confusión sobre cómo iba a terminar la historia. La intención original del escritor, tal como aparece en las cartas, era que el joven fuera juzgado en el propio tribunal de su padre. El escritor tenía planes para modificar este tosco desenlace melodramático. Cómo hubiera intentado exactamente resolver el problema no se sabe. Seguimos en la duda.

»No hay ningún paralelismo aquí, señor Castang, con ninguna situación en la que yo me encuentro. Incluso si estuviera convencido por sus razonamientos teóricos, lo cual no admito, mi formación y mi experiencia me dicen, como le he repetido, que no hay un caso legal que presentar, y mi manera de pensar es legalista.

»Dicho todo esto, me gustaría pedirle que aceptara, como cierta indulgencia, para permitirme recapacitar sobre este asunto. No me interprete mal. No tengo investigaciones que continuar o interrogatorios que llevar a cabo, en calidad de persona particular o paralelos a los que usted ha realizado. Pido algunas horas de reflexión, posponer, si me lo permite, las conclusiones de este intercambio por razones personales. ¿Tiene alguna objeción?

—No.

—¿A propósito, dónde está el comisario Richard?

—Se fue a Tours. No estaba totalmente satisfecho con algunas de las investigaciones realizadas allí, concernientes a lo que realmente ocurrió en Tours. Ese es el eje de la investigación.

—Ya entiendo. ¿Está de acuerdo, entonces, con un aplazamiento de veinticuatro horas? ¿Mañana a esta hora?

Castang forzó una mueca.

—Los tribunales se permiten estos intervalos para examinar las cosas detenidamente. De acuerdo.

¿Quién había llegado realmente el primero a la cima del puerto? No lo podría decir ni que le fuera la vida en ello.

Se montó en su bicicleta y pedaleó de vuelta a la oficina, muy despacio; las piernas aún eran como de algodón. El camino más corto era a través del campus universitario. En una pared llena de garabatos ponía: «Esta pared aparecerá pronto en edición de bolsillo» y «La Alienación Empieza Aquí». Este mensaje lleno de buenas noticias, generalmente hubiera provocado una mueca, pero ahora sacudió la cabeza ante él. La fachada exterior de la ciudad administrativa, vuelta a pintar recientemente y en consecuencia terreno prácticamente virgen, había adquirido instantáneamente el llamamiento usual para liberar a fulanito, pero lo último, en un atractivo color violeta, era «Carmen, te quiero» a lo cual alguien había añadido «Pues líate el tuyo, Carmen no tiene tiempo», cosa que le desconcertó.