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EL COLLADO DE GALIBIER

Castang había ido en bicicleta, ¿hasta qué parte de la colina? ¿A la mitad? Había innumerables curvas cerradas zigzagueantes; todas parecían iguales y hacía tiempo que había perdido la cuenta. Tampoco se podía apear para descansar y merendar, y efectuar un tranquilo reconocimiento para ver a qué altura se encontraba de las cumbres alpinas. Una etapa de montaña en el Tour es un esfuerzo mayor del que uno hubiera creído poder exigir a su cuerpo. En algún sitio hay una meta, y una persona para sujetarte mientras te caes de la bicicleta, y darte un trago de agua. Pero no sabes dónde está. ¿Cuatro curvas más en aquella carretera zigzagueante? ¿Seis? ¿Ocho?

Colina no es una palabra con un significado preciso. Los altos puertos de montaña de los Alpes son carreteras estratégicas, lo suficientemente anchas para el armamento. La pendiente es de alrededor de un doce por ciento. Las curvas no tienen visibilidad, recodos de roca desnuda en un lado y escarpados precipicios en el otro. En la parte interior hay una torrentera toscamente asfaltada para llevarse la lluvia y la nieve derretida. Hoy en día, el firme es liso, bien cuidado, y no debiera haber demasiados baches; todavía pueden suceder muchas cosas desagradables de camino hacia la cumbre.

En una etapa de montaña hay dos, incluso tres de estas duras pruebas. El Galibier es la clásica. Tiene más de tres mil metros de altura. Súbelo —o bájalo— y puedes decir que sabes montar en bicicleta.

El Tour cubre cuatro mil kilómetros de muy variado paisaje francés, pero se gana y pierde en los puertos de montaña altos.

El comisario Richard no estaba allí hoy, a la hora del almuerzo. Había ido a Ginebra para almorzar con un policía suizo. Existía una cuenta bancaria que guardaba, según se creía, el dinero del rescate de un secuestro. Castang dejó que fuera Lucciani quien comiera las hamburguesas. El día que te propones ascender al Galibier has de cuidar lo que comes y lo que bebes. Tampoco hay que tomar medicamentos.

El conductor de la policía, conduciendo un Peugeot negro modelo sedán de tamaño mediano, trajo al señor juez Armitage a las dos y cuarto exactamente. El señor Malinowski se había comido una hamburguesa con mucha salsa, pero nunca eructaba y llevaba un cepillo de dientes en su bolsillo; la traducción simultánea tiene muchos escollos, no todos ellos etimológicos.

Hay dos maneras de subir a la colina. Uno puede permanecer en pie, con las puntas de los pies sobre los pedales, mirando directamente al frente, efectuando una serie de rápidas aceleradas. O bien se puede pegar el trasero al sillín, bajando la cabeza hasta meterla entre los codos, escogiendo y manteniendo un ritmo uniforme.

—Llega el momento —dijo Castang— de hablar directamente. No hay manera de evitarlo por más tiempo.

El juez estaba encendiendo su pipa, algo que no había hecho antes con los dos policías a su alrededor.

—No me gusta este trabajo. Me hace aparecer ridículo, y a nadie le gusta eso. ¿Cómo puede un agente de policía sin importancia discutir puntos legales con un hombre de su posición y experiencia? No puede. Pero cuando tiene que hacerlo, lo hace.

El juez escuchó la traducción tranquilamente, echó una bocanada de humo y dijo con calma:

—Aquí no soy un juez. Soy un ciudadano particular. Entiendo lo que quiere decir, desde luego; un hombre como yo no puede ser nunca un ciudadano totalmente particular, ni siquiera durante su propio desayuno. El problema es conocido; todo juez ha aprendido esa lección. El poeta Kipling tenía una gran facilidad para expresar las verdades sucintamente, en versos que a veces eran vulgares pero sorprendentes. Un hombre de mi generación se ha criado con muchos de ellos, que son muy aptos para esta ocasión. Por ejemplo:

Iría sin camisa ni zapatos,

amigo, tabaco o pan,

antes que perder por un momento los dos

lados diferentes de mi inteligencia.

El señor Malinowski dudó un segundo en el último verso, pero Castang entendía lo suficiente ese inglés sencillo.

—Bien, pero desgraciadamente me veo obligado a crear confusión entre ambas. Por un lado, tengo algo personal que decir. Dirigido a la persona. Por el otro, un policía hablando en términos técnicos con un magistrado, sobre un tema judicial.

—Nosotros lo llamaríamos hacer un sometimiento. Pruebe con eso primero. No tiene por qué titubear. El respeto a un sometimiento es el primero de nuestros deberes.

—Al examinar modelos de conducta antisocial, a veces encontramos un tipo que nos preocupa más que otros. Es indudablemente médico a la vez que legal, de manera que le llamamos sociopático, o actitud patológica frente a la sociedad, aunque creo que ningún país lo acepta como defensa en términos de enajenación mental de acuerdo con la ley. Uno puede decir médico, puesto que las personas que manifiestan este comportamiento responden a diferentes definiciones. Son muy inteligentes, con personalidades brillantes y atractivas; encantadoras, francas, sinceras, de confianza y abiertas.

—Un modelo que está dentro de la experiencia judicial, ciertamente, el granuja simpático.

—Aún no sabemos qué les empuja al crimen. Parecen tener necesidad de correr riesgos. Tienen una poderosa confianza en sí mismos, una certeza de que tendrán éxito que hace que a menudo lo tengan. Como todos los criminales vanidosos, se autoadmiran hasta llegar al narcisismo. También sacan buenas notas en astucia, disimulo, credibilidad… Serenos y rápidos para improvisar. Capaces de explicar cualquier cosa, siempre de esa manera atractiva y abierta. Jamás se les ocurriría admitir su culpabilidad, puesto que no tienen este sentimiento, y una vanidad que pasa por encima de tales conceptos; la culpabilidad no tiene que ver con ellos. Lo único que les preocupa es evitar que les cojan. No se les encuentra con tanta frecuencia, pero tampoco son tan escasos, y parece que van en aumento, ya no son una rareza médico-jurídica. Generalmente se les llama inmaduros, porque parecen incapaces de resistirse a sus deseos. El policía aprende a temerles, porque bajo interrogatorio no muestran inquietud, no se desconciertan ni se muestran preocupados. Dan vueltas en torno a él y se ríen. Conocen sus derechos, y cómo sacar ventaja de ellos. Incluso ante un tribunal, a menudo las acusaciones que se les hacen se basan en cosas circunstanciales. Estaban por allí, tuvieron la oportunidad. Los medios, quizá. Motivos, quizá, siempre y cuando uno comprenda realmente qué es lo que les motiva. Como un interés financiero. Pero a menudo es algo que ninguna persona normal aceptaría como estímulo para el crimen.

—¿Ese es el sometimiento? Hipotético, hasta ahora. Sin duda la segunda fase de su alegato tiene que ver con ello.

—No conozco bien a su hijo. Después de tratarle superficialmente, presenta algunas de estas características. Eso es inquietante.

—Debe presentar sus pruebas, ya lo sabe.

—Circunstanciales solamente, lo cual lo debilita muchísimo. Estamos convencidos de que trabó amistad con Laetitia Toth, y que pasó la noche con ella en un hotel cerca de Caen. Él siguió hacia Versalles, ella hacia Tours. Creemos que decidió ponerse en contacto con usted, quizá para presionarle. Lo único que sabemos seguro, pero no es de mucho peso, es que estaba embarazada de algunas semanas. La firme opinión de usted sobre el aborto, sin embargo, es del dominio público. Como motivo para suprimirla, suponiendo la existencia de una amenaza de descubrirlo o de escándalo, parece lamentable. Aunque el motivo no es siempre una buena base para investigar. Creo que en eso es en lo que erraron los agentes de policía ingleses, en ponerle tanta importancia al cui bono.

—No es demasiado. ¿Hay más?

—Algo, a mi juicio no concluyente. Alguien, que únicamente puede tener una personalidad sociopática, pensó que era divertido sembrar muchas pistas falsas para implicar a su familia. En nuestra opinión eso elimina toda posibilidad de un asesinato profesional; nadie se arriesgaría a que le vieran de manera tan fantástica. Poner el cadáver en su coche, para empezar, pero ir colocando ropas y cosas por la carretera… Eso provocaría, y lo hizo, gran confusión y humillación. Por razones desconocidas, hasta ahora, para nosotros. En mi opinión, seré franco, se demuestra en el hecho de que se las arreglara para estar cerca en el momento en que era probable que se descubriera el cadáver, una vez que por una coincidencia estúpida no fue descubierto en Tours. Pareció divertido ante el descubrimiento. Un tipo de equipaje tremendamente molesto para un juez. Una pequeña pero exquisita complicación para la policía francesa e incluso para el gobierno francés. Con unos medios bastante simples, se crea un incidente internacional. No es un homicidio, es una enorme broma macabra. En nuestra opinión es sociopático en concepto y en ejecución.

—Estoy obligado a señalar que sus premisas son sumamente frágiles. Ni siquiera puede situar a su presunto autor en el lugar.

—Me doy perfecta cuenta. No he tenido tiempo, aunque puede que el tiempo no me ayude.

—Usted supone una relación que duraba ya un mínimo de algunas semanas, y una relación física. No se ha demostrado que existan indicios de un encuentro.

—Con todo mi respeto, no creo que mis colegas ingleses lo hayan intentado muy a fondo. No les culpo. Naturalmente se sentirían muy reacios a creer cualquier cosa que pudiera afectar a un hombre de categoría pública. Su familia tiene el derecho, cito la frase dicha por el juez de instrucción a monsieur Richard, «de disfrutar de una incredulidad inicial». Y a la policía de todas las naciones le disgusta hurgar en situaciones con una potencial susceptibilidad política. Somos desgraciadamente conscientes de que puede afectar adversamente nuestra carrera. Nosotros no tenemos la protección de que disfruta un magistrado; a nosotros nos pueden echar.

»Creo que todo esto estaba presente en la mente del autor del crimen. Contaba con ello. Creo que también contaba con unos lazos familiares. ¿Cómo podría cualquier miembro de su familia reconocer que lo sabía o sospechaba? Nos tiene a todos con el agua al cuello. Excepto, realmente, a usted…

—Ya le veo. Su deducción, pertinente si bien poco atractiva, es que en estas circunstancias, yo debo haberme dado cuenta del significado de los descubrimientos, y habiéndome planteado la inevitable deshonra y desacreditación que su descubrimiento o corroboración pueden acarrear, escojo permanecer en silencio. ¿Es correcto?

—Rotundamente no, ya he deducido demasiado. Me veo obligado por las circunstancias a exponérselo formalmente y a esperar una respuesta. De todas maneras, ninguna ley nuestra le obliga a dar una respuesta. Usted sabe tan bien como yo, que con la evidencia disponible, o de la que podemos disponer, no puede pronunciarse ninguna acusación. Nos veremos obligados a archivar el asunto. Lo llamamos un IV: Investigación en Vano.

—Ya veo. Me encuentro así en presencia de un agente de policía convencido de la culpabilidad de mi hijo en un homicidio, y de mi encubrimiento criminal de este conocimiento de su culpabilidad. Bonita idea se ha formado usted de mi familia. Usted, entonces, para hacer que me enfrente a mis responsabilidades, me cuenta sus certidumbres y agrava mi carga admitiendo hábilmente su propia impotencia para seguir adelante en el asunto. ¡Hum! Y además que todo esto haya tenido que pasar en Francia. Un país que como usted no puede haber dejado de observar, no es el que en más estima tengo. Usted utiliza mis propias armas contra mí, puesto que yo estoy en desventaja. Me he quedado sin aliento: permítame un momento.