ROSEMARY
Vera conducía muy bien. Tenía un cambio de marchas automático, y los pedales de control poseían dobles manuales por si se le «dormía» el pie. Castang se había agenciado en la prefectura un adhesivo para el parabrisas que decía GIG, abreviatura de Grande Invalide de Guerre, lo cual le confería varios pequeños privilegios y consideraciones; el ser la esposa de un policía también puede ayudar. La silla de ruedas plegable que ya no usaba en la casa estaba guardada en la parte trasera del coche; sus bolsillos de lona eran prácticos para meter los materiales de dibujo. Dibujar el jardín de los jesuitas a principios de primavera, antes de que sus huesos estuvieran cubiertos por el follaje era una combinación de trabajo y de placer. Puesto que era uno de los orgullos de la ciudad, se podía hacer una especie de álbum. Cuidadosamente encuadernado, en una elegante edición limitada, podía convertirse en un regalo bonito para visitantes municipales distinguidos.
El colegio de los jesuitas, ahora una escuela para la formación de profesores, era un sobrio y hermoso edificio del siglo dieciocho. Para sus meditaciones de naturaleza peripatética y recreativa, los padres habían construido un inmenso jardín en la parte trasera, y al ser jesuitas lo habían llenado de elementos de interés científico a la vez que de un admirable buen gusto. Había incluso un pequeño observatorio en el extremo más alejado que lindaba con el campus universitario.
La Revolución declaró, con indignación, que todo aquello era propiedad del pueblo, pero no hizo nada con él. Los jesuitas, al regresar imperturbables con la Restauración, limpiaron el terrible desorden, eliminaron las huellas de vandalismo, y lo volvieron a levantar de nuevo en el más moderno estilo inglés, basado en el romanticismo de Walter Scott, de modo que incluso Stendhal, que odiaba a los jesuitas, se sintió lleno de admiración. Un lago estilo Lamartine, misteriosos desfiladeros rocosos y una cascada. Los misioneros que volvían de las Américas e incluso de China, todos excelentes botánicos, trajeron especies exóticas y esencias extrañas. Cuando la Tercera República echó a todas las órdenes religiosas, era ya demasiado tarde para que el mal gusto pudiera hacerle mella. Ninguna falsa ruina gótica cubierta de hiedra vino a estropear esta exquisita creación. El invernadero de naranjos y palmeras Napoleón III, en hierro y vidrio de estilo Baltard, era más pequeño pero más bonito que el de sir Joseph Paxton. Todo el parque era hoy en día el orgullo y la alegría de los jardineros municipales, y se le cuidaba de manera inteligente. Vera, que estaba haciendo un dibujo en sepia del enorme ginkgo chino, se dio cuenta de que la estaban observando.
La gente es casi siempre silenciosa y considerada. Su concentración hubiera continuado intacta a no ser por una pareja, un caballero mayor, alto, y una dama regordeta de mediana edad con un enorme bolso, que le llamaba la atención. Supo al instante que aquel era el juez de Castang y su esposa. No tan sólo eran inconfundiblemente ingleses, lo cual era raro en esa época del año, sino que tenían porte distinguido. Les sonrió alentándoles.
—Lo hiciste muy bien realmente —dijo Castang aquella tarde—, y no podría interesarme más. ¿Cómo lo conseguiste?
—No fue nada difícil; los ingleses siempre son abiertos y afables en público; son los franceses los engreídos y severos. Y estaban aburridos. Los museos y las salas de arte están muy bien, pero cuando tienes algo en la cabeza que te está causando gran ansiedad, los árboles y el agua te atraen más que la arquitectura. El hermoso día les incitó a salir, igual que hizo conmigo. Son unas personas encantadoras y cultas. Almorzamos juntos. —Castang rio a carcajadas con alegría—. No querían comer de restaurante; hicimos una especie de merienda en el pabellón de la terraza. El camarero se comportó de modo un poco snob con mis emparedados, ellos únicamente quisieron ensalada, y el viejo le chasqueó dándose importancia y diciéndole que trajera el mejor vino blanco que tuviera. Debiera haber sido un «Jesuitengarten» dijo, conoce Alemania mejor que Francia, pero nos trajeron un soberbio Hospices de Beaune, del que he olvidado el nombre. Nos lo pasamos bien. Nos quedamos hasta las cuatro, cuando empezó a hacer fresco. No terminé mi trabajo, pero consideré que estaba trabajando para ti.
—Y tanto. ¿De qué hablasteis?
—Oh, cosas corrientes. Nacionalismo, ya sabes. Me sentí muy checa. Son muy prudentes hablando de Alemania, pero les gusta infinitamente más que Francia. Se tiene que comprender a los ingleses. Francia es el enemigo tradicional; la desconfianza y la aversión son fundamentales, clavadas desde siempre. Los romanos y los normandos sólo fueron intrusos que no trajeron nada bueno a los honrados sajones. ¡Deberías oír al viejo hablando de la ley normanda! Y Shakespeare fue según él una catástrofe. Su pasatiempo favorito es el nórdico antiguo; puede citar de memoria largas sagas.
—¿Y crímenes? —A Castang le importaban un comino las sagas, a menos que fueran de los Forsyte y reales.
—Están preocupados los dos. Profundamente afectados. Ellos no hablan de ello pero está todo el tiempo en sus ojos. Ella dijo, sin darse demasiada cuenta, que estaban atascados aquí como testigos de una investigación de homicidio y que esto era horrible; y que suponía que lo había leído en los periódicos. Yo dije que sí, desde luego, pero que no creía lo que decían, así que soy una aliada además de ser checa. Ellos no sabían nada sobre arte checo claro, sólo conocían la cerveza y Jiri Trnka, pero cuando les tocó el turno de preguntar qué hacía yo en Francia… No pude mentir. Espero que no te enfades conmigo —dijo Vera—. Su tremenda honestidad…
—Verdaderamente. No creo que pudiera causar ningún perjuicio.
—Dije sencillamente que estaba casada con un policía francés, que era el agente que les había tomado las primeras declaraciones, de modo que era normal que monsieur Richard le hubiera designado para seguir adelante, puesto que era el único del departamento que podía mantener una conversación en un inglés reconocible…
—Y entonces… —dijo Castang sin expresión.
—Les cogió desprevenidos, desde luego. Pero eran demasiado educados para hacer comentarios, y demasiado genuinamente simpáticos para ser hostiles. Eso es lo que son, genuinamente simpáticos. Él dijo con brillantez, muy en su papel del juez, que se negaba a permitir que eso alterara los sentimientos de amistosa sencillez en los que se había basado este encuentro, y que mi franqueza me honraba.
—Es verdad.
—No es ninguna virtud. No puedo ocultar cosas; tengo que dejarlas ir.
—¿No te das cuenta de que la franqueza incita a la franqueza? —dijo Castang—. Me has hecho un gran favor.
—Tenía tanto miedo de haberlo enviado todo a la mierda —dijo Vera, a punto de llorar.
—Tuve el placer de conocer a su esposa —dijo Rosemary—, fue un auténtico y sincero placer. No debería decir esto. Podría parecer como si estuviera intentando obtener ventaja alardeando de una amistad. Desde luego, comprendo que usted está simplemente cumpliendo órdenes. Yo no puedo juzgar sus dibujos, aunque me parecieron muy buenos. Supongo que no es decoroso que le diga que no pude evitar sorprenderme al enterarme de que una artista es la esposa de un agente de policía; debe ser algo raro en cualquier parte. Pero no puedo dejar de decirme que eso aumenta mi respeto hacia usted. Espero que no lo considere como un comentario poco equitativo; no estoy intentando obtener ninguna ventaja, ni colocarme en una posición privilegiada. Tengo que mencionarlo, ¿sabe?; tuve la impresión de que ella también se sentiría obligada a mencionárselo.
—Y tanto que lo hizo: siempre lo hace; su carácter es así. No, esto no altera las cosas. No puede convertirse en una celebración social, ojalá pudiera.
—Tan sólo lamento haber sido grosera en nuestro primer encuentro. Pero todo parecía tan trivial y absurdo entonces; comprenderá que mostrásemos impaciencia. Ahora parece una trampa horrible, ya que todas las circunstancias nos acusan. ¿Qué demonios puedo decirle en respuesta a sus preguntas?
—Tengo muy pocas preguntas. Debo hacer un mise au point, no necesitamos que monsieur Malinowski traduzca eso.
—Una aclaración quizá. O poner las cosas en el orden que les corresponde.
—Me callaré —dijo el intérprete, sonriendo.
—Desde luego, el que mi esposa se encontrase con ustedes, y le gustasen, no altera mi actitud con respecto al trabajo que se me ha encargado hacer —dijo Castang—. Pero puede cambiar mi enfoque. Para ser franco, ayer cubrí el terreno en cuanto a sus hijos y, aparte de verificar algún detalle aquí y allá, si se me permite, me gustaría preguntarle más sobre la educación recibida. No me refiero a la cuestión de clase. No creo que haya demasiada diferencia. En todas partes, la mayoría de los jueces provienen de un sector burgués privilegiado de la sociedad, que supongo es clase alta o clase media alta. Lo que estoy intentando insinuar es que en ambos lados del Canal existe una tradición, ¿no es así? De servicio al Estado, supongo. ¿De integridad o lealtad hacia unos ideales? No estoy seguro de haberlo definido correctamente; me gustaría oírlo de su boca.
—Sí, desde luego. Quiero decir que sí en ambos casos; tiene usted razón y existe. O existía; parece que hoy en día estamos en peligro de perderla. Esa tradición, o así nos gusta considerarla, de devoción al bienestar público fue lo que construyó un imperio. Verdaderamente no pensamos en él como en una apropiación comercial. Nos educaron en la creencia de que nos debíamos a un ideal de responsabilidad, una dedicación casi religiosa. Eso suena bastante ridículo hoy en día pero le aseguro que era así.
—No sé mucho sobre el tema —dijo con cautela—, pero entiendo la idea. Responsabilidad. Nosotros, es el modo de pensar en general de la policía así que no estoy expresando un sentimiento personal, lamentamos el deterioro de la responsabilidad individual. Ahora se carga todo en hombros del Estado.
»De alguna manera, nos deja atrapados —siguió Castang—. ¿Cómo escapa uno de ello? Quiero decir que nadie quiere volver atrás, incluso si pudiera. Sin seguro médico, o protección para el desempleo, o tener que pagar las tasas universitarias, es impensable. Pero cuanto más hace el Estado, más queremos que haga. No puede hacerse cargo de todos los deberes de una familia.
—Estoy realmente de acuerdo —dijo Rosemary, en el tono de voz que se emplea en un cóctel, alegre y artificial.
Su redondo rostro acolchado era hermoso; detrás de él había huesos grandes y fuertes, un cutis excelente. A diferencia de la palidez de su hija, tenía un subido tono natural. El cutis era de grano fino, y no escatimaba dinero para cuidarlo. La multitud de diminutas arrugas sólo se ponía de manifiesto bajo aquella fuerte luz. El rostro de una reina madre.
—Responsable significa tener que responder —dijo él categóricamente.
Se arrepintió en cuanto lo hubo dicho, porque ahí la perdió, y se dio perfectamente cuenta. ¿Fue por el tono de voz, demasiado parecido al de un maestro?
—La etimología de esta palabra, tú, Jenkins, el de la esquina. No pongas esa cara de tonto. Es un verbo francés vulgar. ¿Alguien? ¿No? Répondre. ¿Cuya raíz latina es…? ¿Nadie? Oh, Dios mío. —Apatía por todas partes. ¿De qué idioteces estaba hablando el viejo estúpido ahora?
O la había acorralado demasiado bruscamente en una esquina de la que no podía escapar.
—Es un poco como un juego de palabras, más bien.
Se rompió la tensión y también el hilo. Buscó un cigarrillo en su bolsillo.
—Lucciani, tal vez podrías traernos un poco de café. ¿Le gustaría tomar uno, lady Armitage?
—Creo que me gustaría, sí.
Encendió el encendedor, mientras revolvía sus papeles.
—Me gustaría repasar este horario.
—Oh —en tono inocente—. Pensé que habíamos terminado.
—Hay un incómodo intervalo que nos preocupa —explicó Castang cortésmente—. Perdemos de vista a esta mujer viva en Caen, y la volvemos a ver muerta, aquí.
—Nunca la vi de ninguna de las dos maneras —dijo Rosemary—. Sencillamente tendrá que aceptar mi palabra.
—Desde luego —dijo Castang—. Ella conducía un pequeño coche rojo japonés. Aquí tiene una fotografía en color.