PATIENCE
Castang había adoptado un ritmo muy pausado. Nadie con prisas consigue información de auténtico valor. Por supuesto, también es una táctica común en la policía dejar que la gente se vaya poniendo a punto… Instintivamente, también. No lo había considerado mucho, pero aún se divertía con su analogía de la «carrera de bicicletas». Esta etapa era contrarreloj y muy larga. No resulta forzar el paso al principio, por temor a reventar hacia el final. Le dijo a Lucciani que no necesitaría a Patience antes de ese mediodía, y pasó casi una hora redactando pacíficamente sus notas a mano. También se tardó mucho tiempo en preparar el escrito, mientras monsieur Malinowski efectuaba pequeñas alteraciones perfeccionistas en su estilo de expresarse en inglés y pulía la sintaxis. Enviaron a Lucciani «el camarero» a buscar bebidas, mientras esperaba el momento de pegarse a su máquina de escribir…
Castang tampoco quería telefonear a Richard, puesto que la llamada iría a través de la centralita del hotel. Habían acordado encontrarse para almorzar. Ambos dieron una rápida mirada a su alrededor en busca de cualquier periodista que escuchara escondido. Ninguno tenía mucho que decir. Colin había dicho un buen número de mentiras, pero no más de las que la mayoría de la gente decía. Un chico de veintidós años miente con desfachatez y agresividad juvenil; Colin se había mantenido notablemente sereno.
—Escuchas este cuento ridículo —dijo Castang recogiendo fragmentos de corteza de pan con el índice humedecido— y sacarías la conclusión precipitada que no hay una sola palabra de verdad en él, y estoy convencido de que casi todo es verdad. El elaborado desafío de que no la vieran, toda esa romántica aventura, todo eso encaja con lo que sabemos de la personalidad de Laetitia. Crear un riesgo artificial y luego divertirse exponiéndose a él, es el mismo truco que empleó con el policía de Caen. ¿Una especie de ensayo para Tours?
—Estoy trabajando en eso. ¿No tienes ninguna duda, ahora, de que era ella?
—Ninguna en absoluto. ¿Pero fue o no fue a Tours esa noche? No podemos situarla con ninguna exactitud. Salió de la autopista de Normandía antes de París y se inscribió en un motel en el valle de Chevreuse; la PJ de Versalles lo confirma. Desde ahí es muy fácil acortar y llegar a Orléans justo antes del atajo de Chartres. Pagas por adelantado, para que nadie sepa cuándo te vas… Si se había decidido a perseguirla hasta Tours al tiempo que dejaba un rastro falso… No me gusta mucho. Demasiado forzado y demasiado fácil. Es una persona fría, sí, le gusta planificar, sí. Pero significa considerarle como si fuera un Ripley, un psicópata infantil. Porque poner el cadáver en el coche de papi y luego arreglárselas para estar por ahí, para poder disfrutar del descubrimiento, sería una auténtica jugada Ripleniana. Y eso, creo, es ir un poquitín demasiado lejos. Le divierte todo tanto…, y eso es de Ripley.
El personaje de Patricia Highsmith se ha convertido en un prototipo policial para los horribles jóvenes que cometen crímenes psicopáticos.
—No hagas nada que le alerte.
—Totalmente seguro de sí mismo…
—¿A quién tienes esta tarde?
—A la hermana. Dejaré a los adultos para mañana.
—Una solidaridad familiar muy fuerte. Deben saber. El padre debe darse cuenta.
—No es agradable estar en su pellejo.
Seguía sin hacer viento. Un cielo como un océano demasiado azul, un raudal de sol excesivamente caliente para el mes de marzo. Un tiempo falso y traicionero. Helaría por la noche. Afuera del enorme y resplandeciente ventanal, abrillantado con Johnson, del Holiday Inn había un paisaje inmaduro de fino césped y exiguas coníferas jóvenes, que tenían un desagradable aspecto artificial como de una tarjeta postal suiza. El sol que daba en el cristal calentaba tanto la habitación que Castang apagó la calefacción.
Patience no era ni vulgar ni bonita. A su pelo rubio ceniza le faltaba brillo pero estaba bien cortado. Su piel era pálida, en todo su esplendor una perla, pero la mayoría de las veces pastosa. Las facciones eran bonitas; ojos encantadores, boca agradable, la nariz un poco protuberante. Buena figura y piernas excelentes; manos y pies muy bonitos. Las ropas como las de la realeza, escogidas, de buen gusto; pero como están mal cortadas, el resultado es irremediablemente poco elegante. La voz de una chica inglesa muy bien educada: suave y clara, y terriblemente aguda.
Patience devolvió el largo escrutinio con aplomo y seguridad. Rostro feo pero no desagradable. Los brillantes ojos pálidos eran grandes y nada furtivos. Frente llena de arrugas como la de un mono. Pelo oscuro y áspero que iba en todas direcciones. El rostro lleno de bultos y depresiones, con las mandíbulas demasiado desarrolladas, pero compensadas por una amplia boca delgada y fuertes dientes marrones. Muy limpio realmente. Estúpidas ropas hombrunas, pero limpias y bien planchadas, y los zapatos debidamente enlustrados. En general bastante atractivo y daba una muy buena impresión. ¡Si no fuera porque era francés! Hay un axioma que dice que nunca, bajo ninguna circunstancia, se puede confiar en los franceses.
Patience trabajaba en el despacho de un agente inmobiliario en el West End. Sabía juzgar una casa, y sabía juzgar un cliente. Cuando sonreía aparecían en su rostro unas atractivas arrugas. De todas maneras, era un policía. Y un policía francés, ¡que el Señor nos ampare! Probablemente uno recibiría ese atractivo frunce mientras él estaba ocupado colocándole electrodos. ¡Eso no la asustaba! Ella estaba a la altura de la situación.
—No sé qué preguntas puede usted realmente hacerme.
—Algunas extrañas —dijo Castang, sonriendo—. ¿Le gusta conducir el coche?
—Sí, me gusta. Es un coche precioso. Grande pero maravillosamente manejable.
—¿Ha conducido usted casi todo el tiempo?
—Me turnaba con mi madre. A ella también le gusta. Mi padre no conduce a menudo; está acostumbrado a tener un chófer. A ninguno de nosotros nos gusta mucho conducir aquí. Tienes el corazón en un puño. Los conductores franceses son sencillamente asquerosos. Maleducados y egoístas.
—Totalmente cierto; lo son. ¿Más impresiones?
—¿De Francia, quiere decir? Bien, lo mejor será que intente ser cortés. Realmente nos encanta el paisaje, y la comida y todo eso tiene gracia. Nos hubiéramos divertido si no hubiese ocurrido este percance.
—Sí, fue mala suerte. La señorita Laetitia Toth nos ha dado muchas preocupaciones. Disfrutaba complicando y dramatizando las cosas. Pero era muy bonita.
—No puedo darle mi opinión sobre esto.
—Me veo obligado a irrumpir en su vida privada hasta cierto punto. Intentaré no ser demasiado entrometido.
—Le haré saber sin falta, cuando sea necesario.
—¿Usted no está casada ni comprometida, creo? ¿Vive en casa?
—Sí. Había tenido un piso, pero ahora encuentro que sale más a cuenta ir y venir a diario, vivir en casa. Mi madre y yo nos llevamos bien. Tengo mi trabajo, desde luego, y me gusta.
—Cuando se case, ¿seguirá trabajando?
—No, al llegar a ese punto no creo que lo haga. Me gusta llevar una casa y formar un hogar. Y creo que uno debe criar a sus propios hijos. Puede que me gustase volver al trabajo más tarde. Dependería del esposo.
—Usted sería un cónyuge con igualdad de derechos en el matrimonio, creo.
—Cielos, sí. Odio a las mujeres de felpudo. En primer lugar creo en la igualdad en la toma de decisiones, y tengo un carácter fuertemente decidido.
—Entretanto, usted está contenta de vivir en casa.
—No veo nada ilógico en eso. Soy tan moderna o emancipada como cualquiera, pero creo firmemente en el valor de una unidad familiar. Hemos estado siempre fuertemente unidos unos a otros, como familia.
—Su hermano, también.
—Bien, él es un chico, es diferente; tienen esa necesidad masculina de mostrar su cresta y sus espolones. Hace un poco de ostentación, porque todavía es algo inmaduro. Pero también lo tiene, el lazo quiero decir.
—Fidelidad, lealtad, características fuertes en usted.
—Ciertamente. Y dar la cara por lo que uno cree. No se equivoque, le tengo cariño a mi hermano. Nos peleábamos mucho cuando éramos niños, como es natural. Y yo era la mayor.
—El trabajo policial nos enseña también el valor de la familia.
—Mi madre hace muchas cosas dentro de la asistencia social; debería hablar con ella realmente. Y ha recibido formación pedagógica. Puede que se nos considere anticuados debido a mi padre, quien puede comportarse de forma un poco victoriana, pero decididamente yo no lo soy.
—Estoy sumamente interesado. Los negocios primero, pero no tardaremos demasiado. El primer escollo, como usted sabe, es la cuestión de las ropas de la señorita Toth desperdigadas por la carretera. La deducción, casi inevitable, es que alguien les siguió lo suficientemente cerca como para observar sus movimientos. ¿Utiliza usted a menudo el espejo retrovisor cuando conduce?
—Pues claro que lo hago. No solamente aquí; también hay conductores horrorosos en mi país, si le he de ser franca. Soy muy prudente. Nunca fuimos de prisa. Esto nos ha desconcertado infinitamente. Quiero decir que es difícil darse cuenta de si hay un coche extraño, pero si se mantuviera cerca, siguiéndome durante toda una mañana, es seguro que me daría cuenta. No puedo explicarlo. Paramos donde dijimos para poner gasolina, y paramos un par de veces más para mirar el paisaje, y ese puente sobre el agua; bien, por qué fingir, mi padre se fue detrás de un árbol, y supongo, no me importa decirlo, que yo también lo hice.
—Aprecio su franqueza.
—De modo que si nos seguía un coche, nos hubiéramos tenido que dar cuenta. Tan sólo puedo decir que no nos dimos cuenta.
—¿Es concebible, desde su punto de vista, que alguien vea un coche varias veces, pero debido a que es de un modelo y color común, supone sin pensarlo que se trata de varios coches diferentes?
—Supongo que esa es la única respuesta lógica. Realmente no estudiamos a los coches, más que como peligros circulatorios. El tráfico es denso alrededor de las ciudades, fluido entre ellas.
—En su declaración anterior usted se sentía bastante segura de que el coche no había estado nunca solo. Pensándolo detenidamente, desde entonces no ha cambiado de idea.
—Bien, es terriblemente difícil que te hagan preguntas sobre cosas que en su momento no tenían gran importancia, y uno empieza a preguntarse. Como estar tumbado en la cama y pensar: ¿cerré la llave del gas? Pero realmente, usted sabe… Hubiéramos debido cerrar el coche. Estaba lleno de equipaje, y se tiene que ser muy cuidadoso en todas partes a causa de los rateros. Estando solos siempre hubiéramos cerrado el coche, y al dar la vuelta se cierra todo. Aquella vez en Tours estábamos cansados, y el joven del equipaje era servicial y, ¡maldito hombre!, debe de estar mintiendo. Nunca hubiéramos dejado el coche abierto. Es todo demasiado fantástico para creerlo. Le ha causado una enorme preocupación a mi padre, y casi ha hecho que mi madre se volviera loca. Debe creerme; de alguna manera nos han hecho una jugada odiosa y muy hábil.
—Si es así —dijo Castang—, la investigación lo descubrirá. Después de todo, es para lo que está concebida.